30 de junio de 2011

El emperador / Manuel Mujica Lainez

El emperador
Manuel Mujica Lainez

ALGUNAS NOCHES, sin que nunca se pueda prever cuál, el Emperador sale a caballo y recorre todo el Museo. El novelista lo ha visto pasar, erguido, en la mano la lanza, revistiendo el arnés de guerra cuyo acero con ataujía de oro se exhibe actualmente en la Real Armería de Madrid. Tiziano lo pintó ceñido por esa bella armadura, que lució cuando derrotó a los protestantes en Mühlberg.
Pasó Carlos V como un gran fantasma, en el caballo negro, roja la gualdrapa, rojas las plumas de la testera y las que temblaban sobre el casco del Emperador. Iba el corcel lentamente, solemnemente, sacudiendo la cabeza noble y haciendo brillar sus ojos, como ágatas de lapidario. Afirmado encima, el César no miraba a nadie. De él trascendía una sensación de poder infinito; también de sabia amargura. En Mühlberg contaba cuarenta y siete años; once le faltaban todavía para morir.
Son pocos, en el Museo del Prado, quienes no se jactan de la gloria de su parentesco y quienes no se dicen sus vasallos. El novelista observó, en aquella oportunidad, la unánime reverencia con que hombres y mujeres jalonaban su camino. Los señores y los labriegos caían de rodillas; y las señoras esponjaban sus faldas opulentas y se doblaban hasta el suelo. Él seguía, impasible en su augusta soledad, en medio de una doble fila de encendidas, de titilantes piedras preciosas. Sobre su peto, cascabeleaba el dije del Toisón.
Atravesó así salas y salas, arriba y abajo, en el Museo entero. Y el novelista, que maravillado de su soberbia le iba en pos, algo jadeante, notó que el homenaje se repetía doquier. Sólo en contadas ocasiones, se dignó el Emperador fijar brevemente en las figuras próximas: por ejemplo, al cruzar junto a las Tres Gracias de Rubens, o junto a la Eva de Durero, o a la Dánae del anciano Véneto que lo pintó, o a la Atalanta de Guido Reni, o a las hijas de Lot de Francesco Furini. Se limitaba, esas veces, a un levísimo inclinar de la cabeza y un parpadeo sutil. Recuerde el lector que Don Juan de Austria tenía dos años entonces, y que su padre era un admirador del desnudo femenino. Pero aun en aquellos momentos de humana flaqueza, concedía apenas su atención a las mujeres que en torno explayaban, como ofreciéndolos, los dulces frutos de su hermosura. Continuaba su marcha altiva, y aunque el único ruido procedía del entrechocarse metálico y de los cascos del corcel, dijérase que el Emperador avanzaba en un estruendo victorioso de trompeta.
Crecía la noche, y el novelista recuerda que se preguntó si el espléndido vagar ecuestre no tendría término hasta que el día renaciera, y con él la obligación de reintegrarse a su marco. Pero de repente, y cuando menos lo esperaba el seguidor, sofrenó al caballo Carlos V. Estaban frente a la pintura famosa de Brueghel el Viejo, titulada «El triunfo de la Muerte».
Largamente la contempló el amo del Mundo, mientras la bestia tascaba el freno. ¿Qué pensamientos surgirían en su mente a la sazón? Delante, Brueghel no ahorraba pormenores del horror macabro. Muertos y muertos, a docenas, a centenares, a miles, innúmeros, llenaban la tabla lúgubre, entre humos incendiarios y crímenes. Carros colmados de esqueletos rodaban, tirados por jamelgos espectrales. Ni el Rey, ni el Príncipe de la Iglesia, ni los enamorados, ni ser viviente alguno, eludían las guadañas y las espadas crueles. Hacinábase en torno, como pretendiendo invadir la escena, un ejército de cadáveres, a los que trataban de contener los escudos en forma de ataúdes. Y más allá de los gemidos y los llantos, de la bocina y el tambor funéreo, sonaba y sonaba una campana, tocada a rebato por terribles armazones óseas.
El amo del Mundo no abandonó su sitio. Echado sobre las negras crines y el penacho rojo, presenciaba el espectáculo de tragedia. Por fin espoleó el corcel y, al tranco, se entró en la pintura. El novelista lo atestiguó asombrado. ¿Qué buscaría allí? ¿Qué podía buscar quien lo poseía todo? En el vasto Mundo conocido, sus tropas estremecían la tierra. Hasta incalculables distancias, en lugares de ídolos y selvas, jamás hollados por la gente de Europa, su nombre se pronunciaba santiguándose, como el nombre de Dios. ¿Qué podía buscar en aquella carnicería bárbara, entre asesinos? ¿Buscaría a la Muerte? ¿Querría el Emperador desafiar a la Muerte, y mostrarle que ahí también era el amo? ¿Dónde se escondía la Muerte, su Muerte, la Muerte de Carlos V, en medio de tantísimas Muertes individuales?
No cabe otra explicación. A medida que se internaba, lanza en ristre, en el corazón de la matanza, pugnando por abrirse paso entre calaveras burlonas, el Emperador ansiaba el duelo con su Muerte. Pero no la halló. En vano blandió al arma, y llamó a la inexorable destructora. Había alrededor Muertes incontables; cada una correspondía a una víctima determinada, y se ensañaba en su personal inmolación; no encontró a la Muerte del César Carlos, y las demás no se ocuparon de él.
El jinete hizo caracolear la caballería, y se evadió del cuadro. Regresaba pausadamente a su muro. Lo mismo que durante el previo paseo, se agolpó de hinojos, en su camino, la muchedumbre. Lo vivaban, lo exaltaban. El cabalgaba, meditabundo, con el ceño fruncido. Lo pasmaba no haber logrado vencer. A nadie miró, mas de tanto en tanto se volvía, como si advirtiese, en la grupa, una presencia invi¬sible. Empezaba a comprender, desconcertado, lo que verificaría en el monasterio de Yuste, once años más tarde.

Fin

25 de junio de 2011

El alquimista del delirio

Es el dueño de una lengua donde se conjugan registro científico, fórmula esotérica, cuento de hadas, paraneoia y amor sadomasoquista. Autor de una obra mítica como "Los Sorias", acaban de publicarse sus "Cuentos completos" y se estrenó una película basada en un cuento inédito.

Interior. Luz artificial. Escritorio con una cantidad desmesurada de papeles. Voz grave, medio raspada pero dulce, con una melodía sutil que de Buenos Aires no viene. Dice “Cuidado”. Es Alberto Laiseca, que de algún modo se las arregla cada día de su vida para escribir, a mano, porque así escribe, en esa mesa, donde además, casi siempre, hay una botella de cerveza, una taza con cerveza cubierta por un trapo y un cenicero repleto: “ésta es una mesa vaticana, todo se pierde por 700 años, tu grabador se puede perder por 700 años”, advierte y se sienta en su escritorio. Un instante antes da la impresión de que su cabeza va a golpear la lámpara: es una montaña Laiseca. Una montaña con un bigotazo a la Nietzsche que echa humo todo el día. El resto de la escena: dos gatas duermen en la cama, que está pegada al escritorio. Atrás de la ventana, dos perrazos de impronta japonesa hacen su vida en un patio techado. Rodeando la cama, una biblioteca conocida porque todos sus libros tienen las tapas forradas.
Laiseca está flaco, un poco ceniciento, agotado. Hace poco más de un mes una neumonía lo golpeó hasta dejarlo internado en un hospital. Unas semanas después, cuando ya estaba un poco recuperado, salieron a la venta sus Cuentos completos (Simurg) y la dupla de directores Cohn y Duprat estrenaron Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, basada en un relato suyo y atravesada por su voz y su histrionismo.
Debería ser un buen momento de su vida, pero la falta de dinero, la necesidad de encontrar una casa para mudarse con toda su fauna y el exceso de trabajo, “casi no estoy escribiendo ni estudiando”, complican a este escritor dueño de una obra tan original que pareciera no tener tradición ni herederos, tan hija de las óperas de Wagner, la arqueología egipcia, las filosofías orientales, la obra de Shakespeare y los cuentos de Edgar Alan Poe como de la Billiken de los 40, los libros de aventuras, las películas de terror y el porno clase zeta.
La lengua de Laiseca está hecha de registro científico, fórmula esotérica, cuento de hadas y delirio paranoico, triturados hasta lograr un polvo que, regado con cerveza, le sirvió para construir su propia pirámide, un monumento en torno al poder en sus vertientes más tortuosas y torturadoras: el dictador todopoderoso, arbitrario y loco, y el amor sadomasoquista.
Puede tratarse de un libro como el legendario Los Sorias, que tardó 10 años en escribir y otros 16 en publicar. O de cuentos de dos páginas. Pueden, como en el relato de 1971 con que se abren sus Cuentos completos, suceder en “el año 200 de la Egira en un remoto país de Arabia”, donde los colectivos tienen un motor a combustión humana: los galeotes muertos son cambiados en las estaciones de servicio. O unas décadas atrás, en el cementerio de la Recoleta, donde un patricio habla con su amada muerta, como en “La verdadera historia de la Mujer de Blanco”, el cuento que terminó hace unos meses y cierra el mismo libro. Pueden ser muy distintos. Pero son variaciones de lo mismo: Laiseca logró hacer alta poesía con las tripas más podridas y las garras más filosas del poder en buena parte de su obra.
Una obra que casi lo mata pero que también le salvó la vida, una vida que fue difícil, pero “el camino más duro es el más fácil”, dirá él. Y todo empezó así: “A papá le ocurrió una tragedia, él estaba profundamente enamorado de mamá y mamá murió muy joven. Papá se volvió loco, totalmente loco”.

Doble tragedia para vos.
Sí, viví bajo las órdenes contradictorias de un loco, pobre papá. Castigos, dejarme solo frente a una sirvienta prepotente, sádica: así como tuve buenas sirvientas las tuve malas y las tuve que padecer. Papá siempre se abría de gambas, jamás dio la jeta por mí. Las sirvientas tenían el poder total y absoluto, padecí bastante.

Y eso te llevó a la lectura.
Yo sostengo que la lectura, los libros fueron los que me salvaron la vida, sino te volvés loco como tu padre o te suicidás, hay niños que se suicidan ¿sabías?

No sabía.
¿Nunca habías oído hablar?

No.
Sí, hay niños que se suicidan.

Qué desastre.
Sí, chiquitos que se ahorcan.

Vivías con miedo.
Sí: le tenía miedo al monstruo que vivía debajo de la cama. Era un monstruo in abstractum, que estaba debajo de la cama, no lo dudes, pero no echaba babas por la boca, ni siquiera tenía boca ni colmillos, no hacía ruido. Pasé décadas hasta comprender que ese monstruo era mi padre y como yo a mi padre lo quería, no podía entenderlo, caía en contradicción.

¿Tu primer cuento lo escribiste en esa época?
No. Cuando niño intenté escribir una cosa y nunca la terminé. Era totalmente autobiográfico: un chico que había perdido a su mamá y salió a buscarla por los caminos y parece que se dio cuenta de que no la iba a encontrar. Entonces el autor prefirió dejar el relato. Después volví a escribir, ya siendo muy grande, supongo que tendría 20 años, y escribía muy mal.

Lo contás siempre.
Y es verdad.

¿Estudiabas ingeniería?
Empecé a mejorar como escritor cuando cambié de vida.

Te había mandado tu papá.
Sí y también estudié piano porque quería papá, es eso.

En tus obras se nota que sabés de matemática, de mecánica.
Negra querida, a ver si nos entendemos, yo amo la ciencia pero no pretendas que sea ingeniero porque no es para mí. Estudié física teórica afuera de la universidad porque me gustaba, porque tenía ganas, y avancé bastante.

¿Y tu amor por Wagner es de cuando estudiabas música?
Fue después. Lo tuve que encontrar por mi cuenta, porque en primer lugar a nadie de mi familia le gustaba Wagner, a nadie. Papá estaba enamorado de Beethoven pero debo confesarte, querida negra, que a mí no me gustaba al principio por furia contra mi viejo. Pero Beethoven es un genio.

¿Y cómo fue que dejaste la ingeniería y la vida de estudiante?
¿Vos leíste lo que dijo Mijail Sergueivich (Gorvachov), el último premier soviético cuando impuso la Perestroika? “Ya no tenemos lugar a donde retroceder, o cambiamos o caemos”. Bueno, ellos cayeron. Pero yo inventé la frase o la viví antes. Y por suerte, me fue mejor que a la Unión Soviética.

Rusia es un país desgraciado.
Desde las más remotas épocas: los pobres rusos primero se tuvieron que chupar el zarismo, una cosa horrenda, después a los soviéticos y ahora a los gánsters.

Y vos no podías retroceder.
Claro, a pesar que yo escribía tan mal, tenía que ser escritor porque era la única que me quedaba y por suerte lo fui. Tenía un plan B: ser rico, irme a trabajar a África del sur en una plantación o qué sé yo qué mierda, empezar de obrero y terminar comprándole las tierras al dueño. Fantasías así, pero de fantasías vive el escritor también.

¿Con esa fantasía te fuiste a trabajar de cosechador?
No. Me fui para romper con lo que estaba acostumbrado.

Y qué ruptura.
Sí. Como dijo alguien, no es frase mía, acordate negrita por favor de aclararlo o me van a acusar de plagio: “El camino duro es el más fácil”. Y a eso lo hice ley de mi vida. Por eso es que largué ingeniería, dejé de recibir mi cheque mensual y seguí el camino duro y fue el más fácil.

¿Por qué?
Porque si hubiera seguido ahí hubiera muerto.

¿Qué aprendiste con los cosechadores?
Aprendí a mirar a los demás, aprendí lo que es la vida dura en el campo, las injusticias que se cometen ahí.

Son grandes.
Son enormes. Hay una frase que aprendí de los capataces y que la he tenido que escuchar fuera de las cuadrillas también: “Si no le gusta, váyase”.

Eso lo dicen casi todos los jefes malos del mundo.
Yo lo aprendí con los capataces de las cuadrillas.

¿Y cuánto tiempo estuviste?
Dos años, dos temporadas. Y después me vine para Buenos Aires y fui peón de limpieza cuatro años y medio. Después, ya estaba harto, una tía muy buena, que pobrecita ya murió, me consiguió un trabajo en ENTel, ¿te acordás?

Sí, todavía tengo un cospel.
Eran simpáticos, de aluminio.

Parecían de cobre.
Tenés razón. Soy un pelotudo, me confundí con los del subte, que sí eran de aluminio.

Y empezaste a escribir con los cosechadores.
Sí. Escribía muy mal pero menos que antes.

Estarías agotado.
Esa no era la razón. Yo escribía mal porque nada conocía de la vida y del arte, y porque vivía esclavizado cumpliendo órdenes. Entonces un día te liberás, pero no es de un día para el otro que vas a escribir bien.

¿Y cómo lograste introducirte en el mundo intelectual porteño siendo peón de limpieza?
Mirá, fue una de esas cosas ingenuas que a veces dan resultado. Estaba de peón cuando vi a un barbudo de pelo largo, “debe ser un intelectual”, pensé. Y le hablé, “mirá, vengo de afuera, recién estoy en Buenos Aires, ¿no hay algún lugar donde se reúnan escritores?”. Y curiosamente el tipo no se me río y me contestó: “Sí, hay un lugar donde se reúnen pintores, escritores, poetas, es el Bar Moderno, que queda en la calle Maipú al 800 y pico”. Y ahí fui, empecé a conocer gente, leía mis cosas, mis manuscritos, siempre con una vida muy underground. Que puede llegar a ser perfectamente una maldición.

Fue un antes y un después.
El Moderno me cambió la vida a mí, no existe más, pobrecito, qué desgracia. ¿Sabés qué hay donde estaba El Moderno? Un enorme agujero, un pozo.

¿Por qué?
Porque ahora en ese lugar pusieron un estacionamiento subterráneo de coches; a veces voy no sé para qué, de masoquista, esa cosa imposible de los niños, espero encontrar el lugar, sabiendo que no está más. Siempre me voy a encontrar con el gran agujero.

Como en tu cuento de chico.
Sí, algo así, tenés razón.

¿A quiénes recordás con más cariño de esa época?
A mucha gente, Sergio Mulet por ejemplo, un tipo que me protegió bastante a mí. A Marcelo Fox –se refiere a dos escritores del grupo Opium, que se definían como “sátiros-cínicos-borrachos-enamorados hijos de la decadencia de Occidente”.

Dicen que era un genio Marcelo Fox. Y no hay nada suyo.
No hay, se ha perdido en el olvido más completo. Escribió un libro de cuentos que se llama Invitación a la masacre . Yo siempre digo que Fox no tenía ningún talento: tenía exclusivamente genio, nada más que genio, sólo genio.

Dicen que escribió su muerte.
Te voy a decir cómo empieza el primero de los cuentos: “Es hora de morir, todo se acaba, a la basura la desechan, a mí me desechan. La guillotina caerá lúcida y exacta”. ¿Sabés cómo murió Fox? Decapitado, lo decapitó un tren en Belgrano R, así que imaginate vos si escribió su propia muerte.

¿Y a quiénes más conociste?
Mucha gente, no me quiero acordar de alguna.

Contame de los buenos.
Lo conocí a Reynaldo Mariani, un poeta tremendo, yo lo cito en Los Sorias , cito uno de sus poemas. Poeta genial Mariani, sí.

¿Qué año era más o menos?
Y, yo cuando caí por El Moderno tendría 25 años, sería 1966.

¿Qué escribías en esa época?
Lo que yo llamaba “Textos caoístas”. Había argumento a veces, pero sin principio ni fin, era como el medio del argumento, y después frases, reflexiones, eso.

Sería raro.
Era rarísimo, llamó mucho la atención, había gente que me quería publicar, yo no quería publicar porque estaba chiflado, tenía un rollo que no viene a cuento. Rollo con los sindicatos.

¿Cómo con los sindicatos?
Ah, no me hagás explicar esto. Escribí una novela en aquella época que se llama Sindicalia, la fuente de la eterna anti-juventud. Ahora me han ofrecido publicarla, voy a decir que sí. Pero la simple publicación de esa novela va a estar en contradicción con lo que dice: que no hay que publicar.

¿Por qué pensabas que no había que publicar?
Porque estaba loco: pensaba “solamente voy a publicar en un lugar donde haya libertad gremial”.

¿Y cómo llegaste a publicar?
Bueno, se me pasó esa locura, claro. La novela la pienso dejar tal cual, no voy a tergiversar su esencia, pero tengo que hacer un prólogo explicativo. Los veinte libros que publiqué no fueron porque seguí pensando eso. Hay una frase en esta novela que es increíble: “El que escribió este libro, ya ha muerto”, y es la pura verdad, estaba muy cerca del suicidio yo también.

¿Cómo te salvaste?
¿Querés que te diga la verdad? El cielo me ayudó. Entiendo que el cielo y la tierra, como te diría un chino, porque los chinos no mencionan solamente el cielo, también mencionan la tierra, el ying y el yang. El cielo y la tierra me protegieron. Sí, porque sin ayuda celestial y material, para un tipo en mi situación la única salida era el suicidio, así que precisás mucha ayuda terrenal y celestial. Yo soy creyente, como vos sabrás.

Lo esotérico está muy presente en tus libros.
Soy pagano, heterodoxo digamos, no tengo una religión en particular. Sí, soy pagano.

No querés hablar de política, me lo dijiste y no te pido que me cuentes de tu anticomunismo.
Pero cuando supe que le habías mandado esa carta al presidente Johnson pidiendo incorporarte al ejército de los Estados Unidos, pensé: mirá si le decían que sí.
No, más bien decí qué sentí yo cuando me decían que no me iban a mandar a Vietnam.

Alivio.
No. Horror: y ahora qué hago, porque entonces sí el suicidio estaba más cerca que nunca y no me quería matar. Yo siempre fui muy miedoso. Pensaba que yendo a Vietnam volvía adentro de una saca verde con una bandera plegada encima o se me iba el miedo. Yo no soy adivino, tesoro, entre mis muchas dotes no se cuenta ésa, pero sí creo que me hubieran matado. Y hay algo mucho peor, los ateos bolcheviques tenían unas bombas muy bonitas.

Bien que ganaron.
Tenían algo llamado “La Betty saltarina”, que era un caza bobo que saltaba hasta esta altura y te cortaba los brazos, te dejaba ciego, cositas así. Después había latitas de Coca-Cola enterradas en el piso llenas de perdigones o de piedritas y con pólvora y un fulminante, entonces quedabas castrado.

Mucho.
Afortunados fueron los que murieron. Ah, y un dato que conoce poca gente: todo el mundo sabe que murieron 58 mil chicos en Vietnam, 58 mil soldados norteamericanos, pero poca gente sabe que de los chicos que volvieron se suicidaron 50 mil. Así que tenemos 108 mil bajas.

Me alegra que Lyndon Johnson no te haya dado pelota.
Qué querés que te diga negra, yo también estoy contento. Te aclaro que si tuviera que empezar de nuevo no le mandaría la carta a Johnson, haría lo que hice mucho después: meterme en un Doyo y aprender karate. No se te va el miedo pero sí tenés un poco más de confianza, control sobre tu cuerpo y te ayuda con la salud. Si hubiera seguido con el karate, dudo mucho que me hubiera agarrado esta mierda de neumonía.

También te tranquilizaría.
También te ayuda a nivel cabeza. El karate, ya sea japonés o chino, es algo más que un arte marcial, es un arte integral que hace que no seas tan agresivo, curiosamente. Lo primero que te dice tu maestro es: “Usted no tiene que andar peleando con gente, usted pelea fuera del Doyo, no sirve, fuera”. El karate chino es el Kung Fu.

Están buenísimas las películas de kung-fu.
Algunas cosas son fantasiosas.

Yo vi un documental de monjes y parecían magos.
Eso sí. Yo llegué a ver una foto de un karateka japonés, un viejito, la instantánea tomada en el momento justo de un golpe de canto, con su mano derecha le cortó la cabeza a un toro. Yo lo vi, doy fe.

Saben cosas que nosotros no.
Sí, claro.

Como ese monje que se prendió fuego en posición de loto.
Ah, sí, en Vietnam, en Saigón. Pero le dolía, le dolió.

Pero lo dominó.
Lo dominó, pero le dolía.

Se quemaron como 64.
No sé cuántos, pero te digo que era un gobierno muy malo el que había en Vietnam del Sur.

Que perseguía a los religiosos por cualquier boludez.
Ngo Dinh Diem, un dictador tremendo. No tengo nada contra los católicos pero sí contra los católicos fanáticos, todo el gabinete de ese gobierno era católico fanático y los budistas eran perseguidos en un país de mayoría budista. Es como si acá yo fuera dictador, me hago budista y persigo a los católicos, estoy loco, a la mayoría del país estás persiguiendo, sos un loco. Te quiero decir que tampoco se justifica que persigas a una minoría, ponele que fuera a una minoría, tampoco.

Vietnam era un manicomio.
Era un hombre muy malo y muy loco Diem. Y estaba casado con una mujer, la señora Nu, que era muy linda como suelen ser algunas vietnamitas, también católica fanática y era la que realmente mandaba, a punto tal que para dar el golpe, donde lo mataron a Diem, esperaron que ella se fuera de compras a París, te juro.

Esos personajes te fascinan.
Ah, sí, claro. El poder debe existir, pero qué hacer con el poder entonces, porque yo te digo que esto me toca a mí muy de cerca; has de saber que yo era anarquista, estaba en contra del Estado. Anarquista a muerte y de ahí pasé a respetar el poder, el Estado debe existir. O sea; dejé de ser anarquista. Muy bien: según Laiseca el Estado y el poder deben existir, ¿qué hacemos con él ahora?

Puede ser monstruoso.
Bueno, pero querida amiga, justamente escribí Los Sorias para hablar de todo esto.

Queda claro.
Y qué te parece, si hubiera seguido siendo anarquista Los Sorias no hubiera existido, hubiera escrito otra novela pero no Los Sorias . Yo era ácrata, sí, por eso mi odio a los sindicatos únicos.

Venía del anarquismo.
De mis épocas de anarquista. Pero mis amigos ácratas, que estaban menos locos que yo, decían “sí, Laiseca, pero tenés que publicar, no tiene sentido, así no vas a combatir a los sindicatos únicos”. Sindicatos únicos le llamábamos a los sindicatos monolíticos de una CGT única.

Bueno, algo de razón tenías.
Sí. De todas maneras, chiquita, vayamos a los bifes, mis amigos, los ácratas tenían razón, yo debía publicar. Ellos no estaban locos.

Eras nihilista.
No. Estaba loco. ¿Para qué querés que lo llamemos otra cosa?, ¿Querés que te diga que yo era horticultor? No, era loco.

¿Y cuando vivías en Escobar eras horticultor?
No. En esa época yo viajaba todos los días para ir al otro trabajo que tuve, fui corrector en el diario La Razón, en Barracas.

Viajarías cuatro horas...
Sí, un sacrificio enorme. Pero fue la única vez que tuve casa propia, una casa muy humilde pero era mágico, entraba a casa y decía voy a escribir. Y eso que estaba como para tirarme a la cama sin desvestir. Pero no, encendía la luz, cerraba la puerta con llave, miraba mis pajaritos y se me iba el cansancio. Me preparaba un tazón de agua hirviendo con un saquito de té bien fuerte, dejaba como un dedo sin llenar y le ponía ron Negrita, y meta escribir. Pero el cansancio no se me iba con esa bebida, se me iba de manera mágica al entrar.

Te encantaba.
Sí. Fui muy feliz y fui muy desdichado en esa casa, por supuesto fui muy feliz cuando tuve chicas que me quisieron y fui muy desdichado cuando me abandonaron.

Eso pasa en todas las casas.
Claro, pero yo estoy hablando de la única casa que tuve, acá también me han abandonado pero ésta es casa alquilada, se me ocurre ahora que es más grave que te abandonen en tu propia casa. Se me acaba de ocurrir, tenés la primicia para el diario.

¿Y por qué?
Sos todo vos la casa tuya. Que te dejen en tu casa es reventarte integralmente. Siempre es terrible que te abandonen, pero es más fácil que te abandonen en casa alquilada.

Nunca se me ocurrió.
Yo tampoco lo había pensado, por eso te digo que es primicia.

Te escuché decir que la literatura fue muy cara para vos.
¿Todo lo que te he contado te parece poco?

Bueno, pero decís que te salvó de la locura y la muerte.
Sí, pero tuve que pagar precios muy altos, no sabés lo duro que fue trabajar en la cosecha, trabajar de peón de limpieza. Abandonar todo lo que conocía, largarme a nadar sin saber nadar. Tan poco sabía yo de mis propios alcances, que en Mendoza, en la cosecha de la uva, en mi primer día de trabajo tenía un miedo espantoso, qué tal si me muero después de trabajar porque mi cuerpo no aguanta. No, no me pasó un carajo. Después terminó el trabajo, estaba muerto de sed, la única agua que había era la de la acequia y ¿si muero envenenado? Ah, pero la sed era demasiada. Bebí como un descosido y fijate vos que no me morí, no.

A veces decís que también te salvaron las mujeres. En tus textos tus personajes varones son muy crueles y a la vez...
Están totalmente sometidos a la mujer.

¿Cómo es eso?
Es una contradicción, pero es así. Yo sin las mujeres no hubiera sido ni la mitad de un hombre, tu gremio me hizo crecer, ser hombre. Me hizo ser escritor también, ser escritor en realidad se lo debo a las mujeres.

¿Por qué?
Señora, usted que es mujer me hace esa pregunta, me extraña.

Pero por qué te hicieron ser escritor te pregunto.
Bueno, porque me dediqué a la literatura y me hicieron crecer como ser humano, sí. No tengo deudas, fijate, por cobrar con ninguna mujer, ni siquiera con las que más me hicieron sufrir. ¿A qué no sabés por qué?

¿Porque las escribiste?
No, porque les estoy agradecido. Quiero decir: vos, no vos, alguna novia mía digo, me habrás hecho sufrir mucho cuando me abandonaste, de acuerdo, pero toda la felicidad que me diste cuando anduvimos juntos no se puede olvidar. ¿Sabés cómo se llama en mi país eso? Ser desagradecido. Y yo nunca voy a ser desagradecido. A mí nunca me vas a oír hablar mal de las mujeres, no, misógino no soy.

Escribiste tu “Trilogía misógina”.
Me lo saqué de encima, estaba con un ataque de misoginia. Yo sé que es malo eso y ése no soy yo. Los escribí, pero ya basta, la terminás papito.

Me alegro. Una pregunta más y terminamos.
Por favor, querida, que esto de la neumonía me dejó agotado.

¿Qué le aconsejarías a un escritor principiante, además de que venga a tu taller?
Que venga a mi taller, seguro. Stephen King, que muchos lo miran por arriba del hombro por envidia, supongo, porque gana infinito, es un gran maestro, pero te lo citaba porque él casi se muere en un accidente y mientras estaba convalesciente escribió un libro que se llama Mientras escribo , que es un escrito donde él habla de los problemas del escritor; Dice King: “No hay ninguna isla secreta llena de ideas”. Y también que el “único consejo que yo le puedo dar a los que quieran ser escritores es leer más y escribir más”, y me sorprendió porque son dos de los tres consejos que doy. Yo agrego: vivir más. Siempre he dicho esas tres cosas.

Fin

Gentileza Gabriela Cabezon Camara para Revista Ñ

20 de junio de 2011

El modelo de Pickman / H.P. Lovecraft

El modelo de Pickman
H.P. Lovecraft

No tienes por qué pensar que estoy loco, Eliot; muchos otros tienen manías raras. ¿Por qué no te burlas del abuelo de Oliver, que jamás monta en un automóvil? Si a mí no me gusta ese maldito metro, es asunto mío; y, además, hemos llegado más deprisa en taxi. Si hubiéramos venido en tranvía habríamos tenido que subir a pie la colina desde Park Street.
Sé perfectamente que estoy más nervioso que cuando nos vimos el año pasado, pero no por ello debes pensar que lo que necesito es una clínica. Bien sabe Dios que no me faltan motivos para estar internado, pero afortunadamente creo que estoy en mi sano juicio. ¿Por qué ese tercer grado? No acostumbrabas a ser tan inquisitivo.
Bueno, si tienes que oírlo, no veo por qué no puedes hacerlo. Tal vez sea lo mejor, pues desde que te enteraste de que había dejado de ir al Art Club y me mantenía a distancia de Pickman no has cesado de escribirme como lo haría un atribulado padre. Ahora que Pickman ha desaparecido de la escena voy por el club de en cuando, pero mis nervios ya no son lo que eran.
No, no sé qué ha sido de Pickman, y prefiero no adivinarlo. Podías haber sospechado que dejé de verle porque sabía algo confidencial; ése es precisamente el motivo por el que no quiera pensar a dónde ha ido. Dejemos a la policía que averigüe lo que pueda.. que no será mucho, a juzgar por el hecho de que no saben todavía nada de la vieja casa del North End que Pickman alquiló bajo el nombre de Peters. No estoy seguro de que volviera a encontrarla yo... ni de que lo intentara, ni siquiera a plena luz del día. Sí, sé bien, o temo saber, por qué la tenía alquilada. De eso voy a hablarte. Y espero que entiendas antes de que haya terminado por qué no pienso ir a decírselo a la policía. Me pedirían que les llevara basta allí, pero yo no podría volver a aquel lugar ni aun en el supuesto de que conociese el camino. Algo había allí... Bueno, por eso ahora no puedo coger el metro ni (y puedes reírte también de lo que voy a decirte) bajar a ningún sótano.
Supongo que comprenderías que no dejé de ver a Pickman por las mismas estúpidas razones que les movieron a hacerlo a esas mojigatas mujerzuelas que son el doctor Reid, Joe Minot o Rosworth. No me escandalizo ante el arte morboso, y cuando un hombre tiene el talento de Pickman considero un honor el haberle conocido, al margen de la dirección que tome su obra. Jamás tuvo Boston un pintor con las dotes de Richard Upton Pickman. Lo dije hace mucho y sigo manteniéndolo, y ni siquiera me retracté un ápice de lo dicho cuando expuso su «Demonio necrófago alimentándose». A raíz de aquello, como recordarás, Minot dejó de tratarle.
Tú sabes bien que producir obras como las de Pickman requiere un arte profundo y una especial intuición de la Naturaleza. Cualquier ganapán de esos que dibujan portadas puede embadurnar un lienzo sin orden ni concierto y darle el nombre de pesadilla, aquelarre o retrato del diablo, pero sólo un gran pintor puede conseguir que resulte verosímil o suscite pavor. Y ello porque sólo un verdadero artista conoce la anatomía de lo terrible y la fisiología del miedo: el tipo exacto de líneas y proporciones que se asocian a instintos latentes o a recuerdos hereditarios de temor, y los contrastes de color y efectos luminosos precisos que despiertan en uno el sentido latente de lo siniestro. No creo que tenga que explicarte a estas alturas por qué un Fuseli nos hace estremecer mientras que la portada de un vulgar cuento de fantasmas nos mueve a risa. Hay algo que esos artistas captan -algo que trasciende a la propia vida- y que logran transmitirnos por unos instantes. Doré poseía esa cualidad. Sime la posee, y otro tanto puede decirse de Angarola de Chicago. Y Pickman la poseía en un grado que jamás alcanzó nadie ni, quiéralo el cielo alcanzará en lo sucesivo.
No me preguntes qué es lo que ven. Tú sabes perfectamente que en el arte normal existe una gran diferencia entre lo vital y palpitante, ya proceda de la naturaleza o de modelos, y estas porquerías sin el menor valor que los pintorzuchos mercantilizados producen a discreción en el estudio. Bien, pues diría que el artista realmente original tiene una visión que le lleva a configurar modelos o a plasmar escenas del mundo espectral en que vive. De cualquier modo, consigue unos resultados que difieren tanto de los almibarados sueños del que quiere dárselas de pintor, como la producción del pintor de la naturaleza de los pastiches del dibujante que ha seguido cursos por correspondencia. Si yo hubiera visto lo que Pickman vio... Pero, ¡basta! Será mejor que echemos un trago antes de seguir adelante. ¡Dios mío!, yo no estaría vivo si hubiera visto lo que aquel hombre... si es que hombre era.
Recordarás que el fuerte de Pickman era la expresión de la cara. No creo que desde Goya nadie haya puesto tal carga de intensidad diabólica en una serie de rasgos o en una expresión. Y, con anterioridad a Goya, habría que retrotraerse a aquellos artífices del medioevo que esculpieron las gárgolas y quimeras de Nôtre Dame y del Mont Saint-Michel. Ellos creían en toda clase de cosas... y posiblemente veían también toda clase de cosas, pues la Edad Media pasó por varias fases muy curiosas. Recuerdo que el año antes de irte le preguntaste a Pickman en cierta ocasión de dónde diablos le venían semejantes ideas y visiones. ¿No se echó a reír a carcajadas? A aquellas risotadas se debió en parte el que Reid dejara de hablarle. Reid, como bien sabes, acababa de empezar un curso sobre patología comparada, y utilizaba un vocabulario un tanto engolado al hablar sobre el sentido biológico o evolutivo de este o aquel síntoma físico o mental. Según me dijo, Pickman le desagradaba más cada día que pasaba, hasta el punto de que al final llegó casi a asustarle, pues, veía que sus rasgos y expresión tomaban un cariz que no le gustaba, un cariz que no tenía nada de humano. Hablaba mucho sobre el régimen alimenticio, y dijo que a su juicio Pickman era un ser anormal y excéntrico en grado sumo. Supongo que le dirías a Reid, si es que cruzasteis alguna carta al respecto, que se dejó arrebatar los nervios o atormentar la imaginación por los cuadros de Pickman. Es lo que le dije yo... por aquel entonces.
Pero convéncete de que no dejé de ver a Pickman por nada de eso. Al contrario, mi admiración por él siguió creciendo, pues su «Demonio necrófago alimentándose» me parecía una auténtica obra maestra. Como sabes, el club no quiso exponerlo y el Museo de Bellas Artes no lo aceptó como donación. Por mi parte, puedo añadir que nadie quiso comprarlo, así que Pickman lo guardó en su casa hasta el día en que se marchó. Ahora está en poder de su padre, en Salem. Como debes saber, Pickman procede de una antigua familia de esa ciudad, y uno de sus antepasados murió en la horca en 1692 convicto de brujería.
Adquirí la costumbre de visitar a Pickman con cierta asiduidad, sobre todo desde que me puse a recoger material para una monografía sobre arte fantasmagórico. Probablemente fuese su obra la que me metió la idea en la cabeza; en cualquier caso, hallé en él una auténtica mina de datos y sugerencias al ponerme a redactarla. Me enseñó todos los cuadros y dibujos que tenía, incluso unos bocetos a lápiz y pluma que habrían provocado , estoy absolutamente convencido, su expulsión del club si los hubieran visto ciertos socios. Al poco tiempo ya era casi un fanático de su arte, y pasaba horas enteras escuchando cual un escolar teorías artísticas y especulaciones filosóficas lo bastante descabelladas como para justificar su internamiento en el manicomio de Danvers. La admiración por mi héroe, unida al hecho de que la gente empezaba a tener cada vez menos trato con él, le hizo mostrarse extremadamente confidencial conmigo; y una tarde me insinuó que si mantenía la boca bien cerrada y no me hacía el remilgado, me mostraría algo muy poco corriente, algo que superaba con creces lo que guardaba en casa.
-Hay cosas -dijo-, que no van con Newburg Street, cosas que estarían fuera de lugar y que no cabe imaginarse aquí. Yo me dedico a captar las emanaciones del alma, y eso es algo que no se encuentra en las advenedizas y artificiales calles construidas por el hombre. Back Bay no es Boston... en realidad no es nada todavía, porque aún no ha tenido tiempo de acumular recuerdos y atraerse a los espíritus locales. En caso de haber fantasmas aquí, serían todo lo más los fantasmas domesticados de cualquier marisma pantanosa o gruta poco profunda, y lo que yo necesito son fantasmas humanos: los fantasmas de seres lo bastante refinados como para asomarse al infierno y comprender el significado de lo visto allí.
»El lugar indicado para vivir un artista es el North End. Si los estetas fueran sinceros, soportarían los suburbios por eso de que allí se acumulan las tradiciones. Pero, ¡Por Dios! ¿No comprendes que esos lugares no han sido simplemente construidos sino que han ido creciendo? Allí, generación tras generación, la gente ha vivido, sentido y muerto, y en tiempos en que no se temía ni vivir, ni sentir, ni morir. ¿Sabías que en 1632 había un molino en Copp’s Hill, y que la mitad de las calles actuales fueron trazadas hacia 1650? Puedo mostrarte casas que llevan en pie dos siglos y medio, e incluso más; casas que han presenciado lo que bastaría para ver reducida a escombros una casa moderna. ¿Qué sabe el hombre de hoy de la vida y de las fuerzas que se ocultan tras ellas ? Para ti los embrujos de Salem no pasan de una ilusión, pero me encantaría que mi requetatarabuela pudiera contarte ciertas cosas. La ahorcaron en Gallows Hill, bajo la mirada santurrona de Cotton Mather . Mather, ¡maldito sea su nombre!, temía que alguien consiguiera escapar de esta detestable jaula de monotonía. ¡Ojalá alguien le hubiese hechizado o sorbido la sangre durante la noche!
»Puedo mostrarte una casa en donde Mather vivió, y otra en la que temía entrar a pesar de todas sus encantadoras baladronadas. Sabía cosas que no se atrevió a decir en aquel estúpido Magnalia o el no menos pueril Maravillas del mundo invisible. ¿Sabías que hubo un tiempo en que todo el North End estaba agujereado por túneles a través de los cuales las casas de ciertas personas se comunicaban entre sí, y con el camposanto y con el mar? ¡Mucho procesar y mucho perseguir a cielo descubierto! Pero cada día sucedían cosas que no podían entender y de noche se oían risas que no sabían de donde provenían.
»En ocho de cada diez casas construidas antes de 1700, y sin tocar desde entonces, podría mostrarte algo extraño en el sótano. Apenas pasa mes que no se oiga hablar de obreros que descubren galerías y pozos cubiertos de ladrillos, que no conducen a parte alguna, al derribar este o aquel edificio. Tuviste ocasión de ver uno cerca de Henchman Street desde el ferrocarril elevado el año pasado. Allí había brujas y lo que sus conjuros convocan; piratas y lo que ellos trajeron del mar; contrabandistas, corsarios... y puedo asegurarte que en aquellos tiempos la gente sabía cómo vivir y cómo ensanchar los confines de la vida. Este no era, sin duda, el único mundo que le era dado conocer a un hombre inteligente y lleno de arrojo ¡quía! Y pensar que hoy en cambio, los cerebros son tan inocuos que hasta un club de supuestos artistas se estremece y sufre convulsiones si un cuadro hiere los sentimientos de los contertulios de un salón de té de Beacon Street.
»Lo único que salva al presente es que su estupidez le impide cuestionar con sumo rigor el pasado. ¿Qué dicen en realidad los mapas , documentos y guías acerca del North End? ¡Bah! Tonterías. Así, a primera vista, me comprometo a llevarte a treinta o cuarenta callejas y redes de callejuelas al norte de Prince Street, de cuya existencia no sospechan ni diez seres vivos fuera de los extranjeros que pululan por ellas. Y ¿qué saben de ellas esos hombres de facciones mediterráneas? No, Thurber, esos antiguos lugares se encuentran en el mejor de los sueños, rebosan de prodigios, terror y evasiones de lo manido, y no hay alma humana que los comprenda ni sepa sacar partido de ellos. Mejor dicho, no hay más que una... pues yo no me he puesto a escarbar en el pasado para nada.
»Escucha, a ti te interesan estas cosas. ¿Y si te dijera que tengo otro estudio allí, donde puedo captar el espíritu nocturno de antiguos horrores y pintar cosas en las que ni se me hubiera ocurrido pensar en Newbury Street? Naturalmente, no voy a ir a contárselo a esas condenadas mujerzuelas del club.. empezando por Reid, ¡maldito sea., que va por ahí diciendo cosas tales como que yo soy una especie de monstruo que desciende por el tobogán de la evolución en sentido contrario. Sí, Thurber, hace mucho que decidí que había que pintar el terror de la vida lo mismo que se pinta su belleza, así que me puse a explorar en lugares donde tenía fundados motivos para saber que en ellos el terror existía.
»Cogí un local que no creo conozcan más de tres hombres nórdicos aparte de mí. No está muy lejos del elevado, en cuanto a distancia se refiere, pero dista siglos por lo que al alma respecta. Lo que me impulsó a cogerlo es el extraño y viejo pozo de ladrillo que hay en el sótano, ya sabes, uno de esos sótanos de los que te he hablado. El antro, pues no cabe otro calificativo, casi no se tiene en pie, por lo que a nadie se le ocurriría vivir allí, y me avergonzaría decirte lo poco que pago por él. Las ventanas están entabladas, pero lo prefiero así, pues para mi trabajo no necesito la luz del día. Pinto en el sótano, donde la inspiración me viene con más facilidad, pero tengo otras habitaciones amuebladas en la planta baja. El dueño es un siciliano, y lo he alquilado bajo el nombre de Peters.
»Si te encuentras con ánimos, te llevaré a verlo esta noche. Creo que te gustarán los cuadros pues, como dije, en ellos he puesto lo mejor de mi expresión artística. El trayecto hasta allí no es largo; a veces lo hago a pie, pues no quiero llamar la atención con un taxi en semejante lugar. Podemos tomar el metro en South Station y bajar en Battery Street. Desde allí no hay que andar mucho.
Bueno, Eliot, tras semejante arenga lo único que podía hacer era resistir los deseos de correr en lugar de andar en busca del primer taxi libre que saliera a nuestro encuentro. Después, cogimos el elevado en South Station y hacia las doce ya habíamos bajado las escaleras de Battery Street. Luego nos pusimos a andar a lo largo del viejo muelle de Constitution Wharf. No me fijé en los cruces, por lo que no sabría decirte dónde torcimos, pero puedo asegurarte que no fue en Greenough Lane.
Al torcer, subimos por un desierto callejón de lo más antiguo y sucio que haya visto jamás, de tejados desvencijados, con los cristales de las ventanas rotos y arcaicas chimeneas medio derruidas que se destacaban contra la luz de la luna. No creo que hubiera siquiera tres casas en todo lo que abarcaba la vista que no estuvieran ya levantadas en tiempos de Cotton Mather; cuando menos, divisaba dos con un voladizo, y en cierta ocasión me pareció ver una hilera de tejados con el ya casi olvidado estilo holandés, aunque los anticuarios dicen que ya no queda ni uno solo en Boston.
Al salir de aquel apenas iluminado callejón, torcimos a la izquierda adentrándonos en otro igualmente silencioso y aún más estrecho, sin la menor luz, y en un instante me pareció que doblábamos una curva en ángulo obtuso siguiendo hacia la derecha. Al cabo de un rato Pickman sacó una linterna y la enfocó hacia una puerta antediluviana de diez paneles, espeluznantemente roída por la carcoma. Tras abrirla, mi anfitrión me condujo hasta un vestíbulo vacío en donde en otro tiempo debió haber un magnífico artesonado de roble oscuro, sencillo, desde luego, pero patéticamente evocador de los tiempos de Andros, Phipps y la brujería. A continuación, me hizo traspasar una puerta que había a la izquierda, encendió una lámpara de petróleo y me dijo que me acomodara como si me encontrase en mi propia casa.
Bueno, Eliot, soy uno de esos tipos a los que el hombre de la calle llama con toda justicia «duro», pero confieso que lo que vi en las paredes de aquella habitación me hizo pasar un mal rato. Eran los cuadros de Pickman, ya sabes a los que me refiero -aquellos que no podía pintar en Newbury Street y ni siquiera le dejaron exponerlos allí- y tenía toda la razón cuando dijo que «se le había ido la mano». Bueno, será mejor que echemos otro trago; lo necesito para contar lo que sigue.
Sería inútil tratar de describirte aquellos cuadros, pues el más horroroso y diabólico horror, la más increíble repulsión y hediondez moral se desprendían de simples pinceladas imposibles de traducir en palabras. No había nada en ellos de la técnica exótica característica de Sidney Sime, nada de los paisajes transplanetarios ni de los hongos lunares con los que Clark Ashton Smith nos hiela la sangre. Los trasfondos eran en su mayoría antiguos cementerios, bosques frondosos, arrecifes marinos, túneles de ladrillo, antiguas estancias artesonadas o simples criptas de mampostería. El camposanto de Copp’s Hill, apenas a unas manzanas de la casa, era uno de sus escenarios favoritos.
La demencia y la monstruosidad podían apreciarse en las figuras que se veían en primer término, pues en el morboso arte de Pickman predominaba el retrato demoníaco. Rara vez aquellas figuras eran completamente humanas, aunque con frecuencia se acercaban en diverso grado a lo humano. La mayoría de los cuerpos, si bien toscamente bípedos, tenían una tendencia a inclinarse hacia delante y un cierto aire canino. La textura de muchos de ellos era de una aspereza bastante desagradable al tacto. ¡Parece como si los estuviera viendo! Se ocupaban en... bueno, no me pidas que entre en detalles. Por lo general estaban comiendo.. pero será mejor que no diga qué. A veces los mostraba en grupos en cementerios o pasadizos subterráneos, y a menudo aparecían luchando por la presa o, mejor dicho, el tesoro descubierto. ¡Y qué expresividad tan genuinamente diabólica sabía en ocasiones infundir Pickman a los ciegos rostros de tan macabro botín! De cuando en cuando se les veía saltando en plena noche desde ventanas abiertas, o agazapados sobre el pecho de algún durmiente, al acecho de su garganta. En un lienzo se veía a un grupo de ellos aullando alrededor de una bruja ahorcada en Gallows Hill, cuyas demacradas facciones guardaban un extraordinario parecido con las de aquellos seres.
Pero no creas que fueron aquellas horripilantes escenas lo que me hizo perder el sentido. No soy un niño de tres años y no es, ni mucho menos, la primera vez que veo cosas así. Eran los rostros, Eliot, aquellos endiablados rostros que miraban de soslayo y parecían querer salir del lienzo como si se les hubiese inspirado un aliento vital. ¡Dios mío, juraría que estaban vivos! Aquella bruja nauseabunda que se veía en el lienzo había despertado los fuegos del averno y su escoba era una varita de sembrar pesadillas. ¡Pásame la garrafa, Eliot!
Había algo llamado «La lección»... ¡Santo cielo, en mala hora lo vería! Escucha, ¡te imaginas un círculo de inefables seres de aspecto canino agazapados en un cementerio enseñando a un niño a comer según su usanza? El coste de una presa producto de una suplantación supongo... Ya sabes, el viejo mito de esos extraños seres que dejan sus vástagos en la cuna en sustitución de las criaturas humanas que arrebatan. Pickman mostraba en el cuadro lo que les depara la fortuna a los niños así arrebatados, cómo crecen... cuando justo entonces comencé a ver la espantosa afinidad que había entre los rostros de las figuras humanas y las no humanas. Por medio de aquellas gradaciones de morbosidad entre lo resueltamente no humano y lo degradadamente humano trataba de establecer un sardónico nexo evolutivo: ¡los seres caninos procedían de los mortales!
Y apenas acababa de inquirirme qué hacía con las crías que quedaban con los seres humanos a modo de trueque, cuando mi mirada tropezó con un cuadro que representaba a la perfección dicha idea. Se trataba de un antiguo interior puritano: una estancia de gruesas vigas con ventanas de celosía, un largo banco y un mobiliario del siglo XVII de estilo bastante tosco, con la familia sentada en torno al padre mientras éste leía las Escrituras. Todos los rostros, salvo uno, mostraban nobleza y veneración, pero ese uno reflejaba la burla del averno. Era el rostro de un varón de edad juvenil, sin duda pertenecía a un supuesto hijo de aquel piadoso padre, pero en realidad era de la parentela de los seres impuros. Era el niño suplantado... y, en un rasgo de suprema ironía, Pickman había pintado las facciones de aquel adolescente de forma que guardaban un extraordinario parecido con las suyas.
Para entonces, Pickman había encendido ya una lámpara en una habitación contigua y, cortésmente, abrió la puerta para que pasara yo, al tiempo que me preguntaba si quería ver sus «estudios modernos». Me había sido imposible darle a conocer muchas de mis opiniones -el espanto y la repugnancia que se apoderaron de mí me dejaron sin habla-, pero creo que comprendió perfectamente cuáles eran mis sensaciones y se sintió muy halagado. Y ahora quiero que quede bien claro una vez más, Eliot, que no soy uno de esos alfeñiques que se lanzan a gritar en cuanto ven algo que se aparta lo más mínimo de lo habitual. Me considero un hombre maduro y con algo de mundo, y supongo que con lo que viste de mí en Francia te basta para saber que no soy un tipo fácilmente impresionable. Ten presente, por otro lado, que acababa de recobrar el aliento y de empezar a familiarizarme con aquellos horribles cuadros que hacían de la Nueva Inglaterra colonial una especie de antesala del infierno. Pues bien, a pesar de todo ello, la habitación contigua me arrancó un angustioso grito de la garganta, y tuve que agarrarme al vano de la puerta para no desfallecer. En la otra estancia había un sinfín de engendros y brujas invadiendo el mundo de nuestros antepasados, pero lo que había en ésta nos traía el horror a las puertas mismas de nuestra vida cotidiana.
¡Dios mío, qué cosas pintaba aquel hombre! Uno de los lienzos se llamaba «Accidente en el metro», y en él un tropel de abominables seres surgían de alguna ignota catacumba a través de una grieta abierta en el suelo de la estación de metro de Boylston Street y se lanzaban sobre la multitud que esperaba en el andén. Otro mostraba un baile en Copp’s Hill en medio de las tumbas, sobre un fondo actual. También había unas cuantas vistas de sótanos, con monstruos que se deslizaban furtivamente a través de agujeros y hendiduras abiertos en la mampostería, haciendo siniestras muecas mientras permanecían agazapados tras barriles o calderas y aguardaban a que su primera víctima descendiera por la escalera.
Un horrible lienzo parecía recoger una amplia muestra representativa de Beacon Hill, con multitudinarios ejércitos de los mefíticos monstruos surgiendo de los escondrijos que acribillaban el suelo. Había asimismo tratamientos libérrimos de bailes en los cementerios modernos, pero lo que me impresionó más que nada fue una escena en una ignota cripta, en donde multitud de fieras se apelotonaban en turno a una de ellas que sostenía entre las manos y leía en voz alta una conocida guía de Boston. Todas las fieras apuntaban a un determinado pasaje, y todos los rostros parecían contraídos con una risa tan epiléptica y reverberante que creí incluso oír su diabólico eco. El título del cuadro era «Holmes, Lowell y Longfellow yacen enterrados en Mount Auburn».
A medida que recobraba el ánimo y me iba acostumbrando a aquella segunda estancia de arte diabólico y morboso, me puse a analizar algunos aspectos de la repugnancia y aversión que me inspiraba todo aquello. En primer lugar, me dije a mí mismo, aquellos seres me asqueaban porque no eran sino la más fiel muestra de la total falta de humanidad e insensible crueldad de Pickman. Semejante personaje debía ser un implacable enemigo de todo el género humano a tenor del regocijo que mostraba por la tortura carnal y espiritual y la degradación del cuerpo humano. En segundo lugar, lo que me producía pavor en aquellos cuadros era precisamente su grandeza. Aquel arte era un arte que convencía: al mirar los cuadros veíamos a los demonios en persona y nos inspiraban miedo. Y lo extraño del caso era que la subyugante fuerza de Pickman no provenía de una selectividad previa o del cultivo de lo extravagante. En sus cuadros no había nada de difuso, de distorsionado ni de convencional; los perfiles estaban bien definidos, y los detalles eran precisos hasta rayar en lo deplorable. ¡Y qué decir de los rostros!
Lo que allí se veía era algo más que la simple interpretación de un artista; era el mismo infierno, retratado cristalinamente y con la más absoluta fidelidad. Eso es justo lo que era, ¡cielos! Aquel hombre no tenía nada de imaginativo ni de romántico. Ni siquiera trataba de ofrecernos las agitadas y multidimensionales instantáneas que nos asaltan en los sueños sino que fría y sardónicamente reflejaba un mundo de horror estable, mecanicista y bien organizado, que él veía plena, brillante, firme y resueltamente. Sólo Dios sabe lo que podría ser ese mundo o dónde llegó a vislumbrar Pickman las sacrílegas formas que trotaban, brincaban y se arrastraban por él. Pero, cualquiera que fuese la increíble fuente en que se inspirasen sus imágenes, una cosa estaba fuera de duda: Pickman era, en todos los sentidos -tanto a la hora de concebir como de ejecutar-, un concienzudo y casi científico pintor realista.
A continuación bajé tras mi anfitrión a su estudio en el sótano, y me preparé para el asalto de algo diabólico entre aquellos lienzos sin terminar. Cuando llegamos al final de la escalera impregnada de humedad, Pickman enfocó la linterna hacia un rincón del enorme espacio que se abría ante nosotros, iluminando el brocal circular de ladrillo de lo que debía ser un gran pozo excavado en el terroso suelo. Nos acercamos y vi que el orificio medía aproximadamente un metro y medio de diámetro, con paredes que tendrían un pie de grosor, y estaba unas seis pulgadas por encima del nivel del suelo, una sólida construcción del siglo XVII, si no me equivocaba. Aquello, decía Pickman, era un buen ejemplo de lo que había estado hablando antes: una abertura de la red de túneles que discurrían bajo la colina. Observé distraídamente que el pozo no estaba recubierto de ladrillo, y que por toda cubierta tenía un pesado disco de madera. Pensando en todas las cosas a las que el pozo podía hallarse conectado si las descabelladas ideas de Pickman eran algo más que mera retórica, un escalofrío me recorrió el cuerpo. Luego, siempre yo detrás de él, subimos un escalón y atravesamos una estrecha puerta que daba a una amplia estancia, con un suelo entarimado y amueblada como si fuese un estudio. Una instalación de gas acetileno suministraba la luz necesaria para poder trabajar.
Los cuadros sin acabar, montados en caballetes o apoyados contra la pared, eran tan espeluznantes como los que había visto en el piso de arriba, y constituían una buena prueba de la meticulosidad con que trabajaba el artista. Las escenas estaban esbozadas con sumo cuidado, y las líneas trazadas a lápiz hablaban por sí solas de la prolija minuciosidad de Pickman al tratar de conseguir la perspectiva y proporciones exactas. Era todo un gran pintor, y sigo sosteniéndolo hoy aun con todo lo que sé. Una gran cámara fotográfica que había encima de una mesa me llamó la atención, y al inquirirle acerca de ella Pickman me dijo que la utilizaba para tomar escenas que le sirvieran luego para el fondo de sus cuadros, pues así podía pintar a partir de fotografías sin tener que salir del estudio en lugar de ir cargado con su equipo por toda la ciudad en busca de esta o aquella vista. A juicio suyo, las fotografías eran tan buenas como cualquier escena o modelo reales para trabajos de larga duración, y, según dijo, las empleaba habitualmente.
Había algo muy desapacible en los nauseabundos bocetos y en las monstruosidades a medio terminar que echaban torvas miradas desde cualquier ángulo de la estancia, y cuando Pickman descubrió súbitamente un gran lienzo que se encontraba lejos de la luz no pude evitar que se me escapara un estruendoso grito, el segundo que profería aquella noche. Resonó una y otra vez a través de las mortecinas bóvedas de aquel antiguo y salitroso sótano, y tuve que realizar un tremendo esfuerzo para contener una histérica carcajada. ¡Dios misericordioso! Eliot, no sé cuánto había de real y cuánto de febril fantasía en todo aquello. ¡Jamás podría imaginarme semejante sueño!
El cuadro representaba un colosal e indescriptible monstruo de centelleantes ojos rojos, que tenía entre sus huesudas garras algo que debió haber sido un hombre, y le roía la cabeza como un chiquillo chupa un pirulí. Estaba en cuclillas, y al mirarle parecía como si en cualquier momento fuera a soltar su presa en busca de un bocado jugoso. Pero, ¡maldición!, la causa de aquel pánico atroz no era ni mucho menos aquella diabólica figura, ni aquel rostro perruno de orejas puntiagudas, ojos inyectados en sangre, nariz chata y labios babeantes. No eran tampoco aquellas garras cubiertas de escamas, ni el cuerpo recubierto de moho, ni los pies semiungulados... no, no era nada de eso, aunque habría bastado cualquiera de tales notas para volver loco al hombre más pintado.
Era la técnica, Eliot; aquella maldita, implacable y desnaturalizada técnica. Puedo jurar que jamás había visto plasmado en un lienzo el aliento vital de forma tan real. El monstruo estaba presente allí -lanzaba feroces miradas, roía y lanzaba feroces miradas-, y entonces pude comprender que sólo una suspensión de las leyes de la naturaleza podía llevar a un hombre a pintar semejantes seres sin contar con un modelo, sin haberse asomado a ese mundo inferior que a ningún mortal no vendido al diablo le ha sido dado ver.
Prendido con una chincheta a una parte sin pintar del lienzo había un trozo de papel muy arrugado; probablemente, pensé, sería una de esas fotografías de las que se sirve Pickman para pintar un trasfondo no menos horroroso que la pesadilla que se destacaba sobre él. Alargué el brazo para estirarlo y ver de qué se trataba, cuando de repente Pickman dio un respingo como si le hubieran pinchado. Había estado escuchando con suma atención desde que mi grito de pavor despertó insólitos ecos en el oscuro sótano, y ahora parecía estar poseído de un miedo que, si bien no podía compararse con el mío, tenía un origen más físico que espiritual. Sacó un revólver y me hizo un gesto para que me callara, tras lo cual se encaminó al sótano principal y cerró la puerta detrás suyo.
Creo que me quedé paralizado por unos instantes. A semejanza de Pickman agucé el oído, y me pareció oír el leve sonido de alguien que correteaba, seguido de unos alaridos o golpes en una dirección que no sabría decir. Pensé en gigantescas ratas y sentí que un escalofrío me recorría todo el cuerpo. Luego se oyó un amortiguado estruendo que me puso la carne de gallina; un sigiloso y vacilante estruendo, aunque no sé cómo expresarlo en palabras. Parecía como si un gran madero hubiese caído encima de una superficie de piedra o ladrillo. Madera sobre ladrillo, ¿me sugería algo aquello?
Volvió a oírse el ruido, esta vez más fuerte, seguido de una vibración como si el cuadro cayera ahora más lejos. A continuación, se oyó un sonido chirriante y agudo, a Pickman farfullando algo en voz alta y la atronadora descarga de las seis recámaras de un revólver, disparadas espectacularmente tal como lo haría un domador de leones para impresionar al público. A renglón seguido, un chillido o graznido amortiguado, y un fuerte batacazo. Luego, más chirridos producidos por la madera y el ladrillo, seguidos de una pausa y de la apertura de la puerta, sonido éste que me produjo, lo confieso, un violento sobresalto. Pickman reapareció con su arma aún humeante al tiempo que imprecaba a las abotagadas ratas que infestaban el antiguo pozo.
-El diablo sabrá lo que comen, Thurber -dijo esbozando una irónica sonrisa-, pues esos arcaicos túneles comunican con cementerios, guaridas de brujas y llegan hasta el mismo litoral. Pero sea lo que sea, han debido quedarse sin provisiones, pues estaban rabiosas por salir. Tus gritos debieron excitarlas. Lo mejor será andar con cuidado por estos parajes. Nuestros amigos roedores son el mayor inconveniente, aunque a veces pienso que con ellos se consigue crear una cierta atmósfera y colorido.
Bueno, Eliot, aquel fue el final de la aventura nocturna. Pickman me había prometido enseñarme el lugar, y bien sabe Dios que lo hizo. Me sacó de aquella maraña de callejas por otra dirección al parecer, pues cuando vimos la luz de una farola nos hallábamos en una calle que me resultaba familiar, con monótonas hileras de bloques de pisos y viejas casas entremezcladas. Aquella calle no era otra que Charter Street, pero yo me encontraba demasiado agitado como para poder advertirlo. Era ya demasiado tarde para tomar el elevado, así que volvimos andando a lo largo de Hannover Street. Recuerdo muy bien el paseo. Dimos la vuelta en Tremont y, tras subir por Beacon, llegamos a la esquina de Joy, en donde nos separamos. Desde entonces no hemos vuelto a vernos más.
¿Por qué dejé de ver a Pickman? No seas impaciente. Espera que llame para que nos traigan café, pues ya hemos tomado bastante de lo otro, y al menos yo necesito beber algo. No... no eran los cuadros que vi en aquel lugar; aunque juraría que bastaría con ellos para que a Pickman no le permitieran el acceso en nueve de cada diez hogares y clubs de Boston. Supongo que ahora comprenderás por qué evito por todos los medios bajar a metros o sótanos. Fue... fue algo que encontré en mi abrigo a la mañana siguiente. Me refiero al arrugado papel prendido a aquel horripilante lienzo del sótano, aquello que tomé por una fotografía de alguna vista que Pickman pretendía reproducir a manera de trasfondo para el monstruo. El último respingo de Pickman se produjo justo cuando iba a desenrollar el papel, y, al parecer; me lo metí distraídamente en el bolsillo. Pero, bueno, aquí está el café. Te aconsejo que lo tomes puro, Eliot.
Sí, a aquel papel se debió el que no volviera a ver más a Pickman. Richard Upton Pickman, el artista más dotado que he conocido... y el más execrable ser que haya traspasado jamás los límites de la vida para abismarse en las simas del mito y la locura. El viejo Reid tenía razón, Eliot. no puede decirse que Pickman fuera humano estrictamente hablando. O bien nació bajo una influencia maligna, o dio con la forma de abrir la puerta prohibida. Ya da lo mismo, pues desapareció... volvió a abismarse en esa increíble oscuridad que él tanto gustaba frecuentar. Será mejor que encendamos el candelabro.
No me pidas que te explique, o siquiera conjeture, qué es lo que quemé. Tampoco me preguntes qué había tras esa especie de topo gateador que tan bien se las arregló Pickman para hacer pasar por ratas. Hay secretos que pueden proceder de los viejos tiempos de Salem, y Cotton Mather cuenta cosas aún más extrañas. Bien sabes tú cuán endiabladamente expresivos eran los cuadros de Pickman, cómo todos nos preguntamos más de una vez de dónde podía sacar aquellos rostros.
Bueno... después de todo, aquel papel no era la fotografía de una perspectiva. En él se veía únicamente el ser monstruoso que estaba pintando en aquel horrible lienzo. Era el modelo en que se inspiraba... y el trasfondo no era sino la pared del estudio del sótano pintada con todo lujo de detalle. Por el amor de Dios, Eliot, aquella era una fotografía tomada del natural.

Fin

15 de junio de 2011

Ricardo Piglia: "Es importante que no todas las legitimidades vengan de España"

En charla con Clarín, el ganador del Premio Rómulo Gallegos destaca el peso del galardón venezolano para la literatura de América latina.

"Estoy muy contento, la verdad" ­contesta Ricardo Piglia del otro lado del teléfono: acaban de otorgarle el Premio Rómulo Gallegos, el más importante de América latina. Está dotado con 100 mil dólares, se lo entregarán el 2 de agosto en Caracas. Y es el mismo que recibieron, entre otros, Vargas Llosa (en 1967), García Márquez (1972) y Carlos Fuentes (1977). Y los argentinos Abel Posse (1987) y Mempo Giardinelli (1993).
El jurado estuvo formado por la mexicana Carmen Boullosa, el colombiano William Ospina y el venezolano Freddy Castillo, y eligieron a Piglia por "el valor estético, el compromiso literario, la universalidad y la fuerte personalidad" de Blanco nocturno (2010), un policial apasionante que también mereció el Premio de la Crítica de España .
Piglia, que en noviembre cumplirá 70, es profesor en Princeton, ha publicado ensayos fundamentales sobre literatura argentina, la misma que sacudió cuando en 1980 se animó a publicar Respiración artificial, una de las novelas emblemáticas sobre la dictadura. Siguieron La ciudad ausente (1992) y Plata quemada (1997).
-Es un reconocimiento que uno valora. Además, este premio tiene una tradición y todos los premios significan difusión para la literatura. Pero hay que tener en cuenta que los premios son contingentes y no debemos tomarlos como si la literatura se pudiera ordenar en jerarquías: eso no tiene nada que ver con la lógica literaria, en el sentido de que no hay ránking ni cosas parecidas en la literatura.

-Pero está la lógica del mercado.
-En ese sentido los premios son como una condensación, es lo que el mercado quiere: poner un orden en la circulación de los libros. Son como una ilusión de que ese orden se puede establecer, pero es relativo. De todos modos hoy estoy muy contento, claro. Y también es importante que haya un premio latinoamericano: hay legitimidades que no vienen de España. Creo que en Argentina tenemos que promover este tipo de asuntos. En Venezuela, además de sostener este premio, están haciendo un reconocimiento a la Biblioteca Ayacucho ­una legendaria colección que organizó Angel Rama con las obras clásicas de América Latina­. Y nosotros todavía no tenemos ni las obras completas de Lucio V. Mansilla, ni de José Hernández.

-Llama la atención que de doce finalistas seis sean argentinos.
-La literatura argentina está muy activa, con muy buenos escritores. Por ejemplo La orfandad de Silvia Iparraguirre y Lisboa de Leopoldo Brizuela ­ambos finalistas del Rómulo Gallegos­ son muy buenas novelas y hubieran merecido ganar. Por otra parte, creo, la cultura está dando un mensaje; después del 2001 la literatura argentina encontró otros espacios: las editoriales más chicas y las producciones más artesanales, y así mantuvo la intesidad de siempre. La cultura está diciendo que a veces hay que arreglarse con lo que tenemos y trabajar con lo que hay. Desde luego que no estoy sosteniendo que no haya que subvencionar.

-¿Cómo se inserta su obra en la tradición literaria argentina?
­-Bueno, eso me es difícil. Pero yo siempre digo que los argentinos tenemos el privilegio de tener una tradición literaria riquísima y que todos nadamos en ese río, cada uno a su manera, pero si escribimos es porque antes se ha escrito aquí. Eso tal vez lo vemos más claro en literaturas más lejanas: uno sabe que la literatura norteamericana tiene una gran tradición y que hoy están presentes todas esas tradiciones de Faulkner, de Mark Twain... Y eso explica mucho de la potencia de su narrativa actual. Acá pasa lo mismo.

-En ese sentido, "El matadero", de Echeverría, con su manejo de la oralidad popular, explicaría parte de la literatura argentina actual..
Por ejemplo. Y su narración de la violencia, la situación extrema, con un lenguaje propio y una manera de narrar localizada. Me parece que son esas cosas las que se ponen en juego en estos casos.

-"Blanco nocturno" puede leerse en relación a tradiciones como el conflicto entre campo e industria.
-Bueno, esa es una experiencia o una tradición que todos hemos percibido. Después hay también cruces y desarrollos, claro, la novela no es un tratado de economía, más bien trata de cómo los sujetos viven la economía. Y la viven de modos mucho más drásticos. Lo que estaba tratando de reproducir ahí es la experiencia que muchos han tenido ante el fracaso de desarrollar o sostener industria, el modo en que entienden por qué han fracasado. Está en Roberto Arlt: la idea del taller mágico, el invento, la rosa de cobre, algo que nos salve. Y está en Macedonio y Xul Solar, con sus mundos alternativos. Es muy argentino eso.

Fin

Gentileza de Gabriela Cabezon Camara para Revista Ñ

10 de junio de 2011

Jorge Wagensberg: “La ciencia también cuenta historias”

En lo personal pienso que, El Museo de Ciencia "La Caixa" de Barcelona, es excepcional. Tuve la opoertunidad de visitarlo hace año y medio, lo cierto es que volvería.
Este cientifico además escribió un excelente libro titulado "El gozo intelectual"; se los recomiendo. Saludos


En la habitación 1011 del hotel Castelar de Avenida de Mayo, se aloja un físico que ama las letras y los museos tanto como a los números. La devoción del español Jorge Wagensberg es tal que hace 27 años dirige la colección Metatemas de Tusquets, la misma que año tras año se disputa con la colección Drakontos (Crítica) el título de la colección más importante de libros de ciencia en habla hispana.

“Fue curioso cómo surgió” –hace memoria el catalán, de paso por Buenos Aires, donde dio una charla en el Seminario de Periodismo Científico organizado por la OEA y el Ministerio de Ciencia–: “En su fiesta de cumpleaños de 1983, Beatriz de Moura, la fundadora de la editorial, me preguntó entre copa y copa qué era la entropía. Y, de repente, cuando se lo explicaba en la cocina, me vi rodeado por seis o siete personas que me escuchaban atentamente. ‘¿Por qué no ampliar el círculo de nuestras amistades con una colección?’, pensamos. Y así publicamos ¿Qué es la vida? de Erwin Schrödinger, uno de lo fundadores de la física cuántica a principios del siglo XX y para mí uno de los grandes divulgadores de la ciencia”.

Desde entonces, Metatemas –reconocida por el Alef, el símbolo de los números transinfinitos de Cantor– y el físico español no paran. De hecho, Wagensberg aprovecha su lugar de director para colar entre los 115 títulos que ya tiene la colección, sus reflexiones, aforismos y pensamientos más profundos. Así lo hizo con Ideas sobre la complejidad del mundo, La rebelión de las formas, El gozo intelectual y, entre otros, el pronto a publicarse por estas latitudes, Las raíces triviales de lo fundamental, libros en los que Wagensberg contagia el virus de la curiosidad y se asoma a las fronteras que más que separar unen a las ciencias y al arte.

¿Costó mantenerse todos estos años en el mercado editorial?
Esa fue la sorpresa: la verdad que no. Es un gran error pensar que no hay personas interesadas en las ciencias y las reflexiones de los científicos. Hay muchos mitos, como ese de que cuantas más fórmulas un autor ponga en un libro menos lectores tiene. El libro más vendido en Metatemas es Gödel, Escher, Bach, de Douglas R. Hofstadter que está repleto de ecuaciones. Metatemas es sobre todo una colección de ideas en la que científicos proponen puntos de vista de sus disciplinas para ser usados en otros campos. Es la condición de la interdisciplinariedad tan propia de nuestros días. Y a la vez, es una colección bastante personal: publico lo que me parece interesante. Nuestros principales lectores son sociólogos, arquitectos, biólogos, físicos, es una gran coctelera.

Pero no es sólo una colección de divulgación de científicos para científicos.
No, claro. Es accesible a todo el mundo, como debería ser la ciencia. En eso yo hago una distinción: hay una diferencia entre divulgar y vulgarizar. Divulgar es comunicar la ciencia y vulgarizar consiste en sacrificar el fundamento de un conocimiento para hacerlo comprensible. Yo soy de la idea de que no hace falta extraer rigor para explicar algo.

¿Le sorprenden ciertos vestigios de irracionalidad en las sociedades?
La verdad que no. Que se siga hablando con tanta liviandad en los medios de “milagros” podría considerarse algo atávico. La religión es una manera de controlar la incertidumbre. La ciencia no puede ni demostrar la existencia o la inexistencia de dios. Lo raro en el caso de los mineros chilenos rescatados, en el que los medios hablaron tanto de milagros, es que nadie se haya preguntado por qué dios los puso en primer lugar en esa situación. Más que un milagro su rescate fue una hazaña de la ingeniería.

Usted afirma que las ciencias y la literatura tienen más puntos en común de los que los escritores y los científicos suponen. ¿A qué se refiere?
La ciencia y la literatura son dos maneras diferentes de comprender la realidad. Ambas narran historias. Como el escritor, el científico es un creador. La diferencia está en que la ciencia es una forma de conocimiento que se elabora con la menor ideología posible. La literatura, en cambio, es la forma de conocimiento que más ideología permite. La ciencia intenta barrer de sus contenidos todo lo que huele a creencia, sentimiento y emoción. La ciencia expulsa el yo del creador científico para conseguir la máxima universalidad del conocimiento.

Los científicos no publican sus emociones en sus artículos o papers.
Para desgracia de los historiadores de la ciencia, no. En la mecánica clásica escrita por Newton o en la teoría de la relatividad de Einstein no quedan rastros de las complejas personalidades de los autores. Hay que buscarlas en las cartas. O sea, la ciencia trata de eliminar al narrador, sacrifica al científico; no asoma su nariz entre las leyes y ecuaciones fundamentales de la naturaleza. Por eso, el científico es un creador marginado. La literatura, en cambio, pone al narrador por delante de todo. Lo que digo es que se puede comprender la ciencia desde la literatura y la literatura desde la ciencia. Hay una frontera común. Ambas esferas tienen la capacidad de fecundación mutua. La literatura permite entrar en territorios vedados a la ciencia.

Los matemáticos no se cansan de leer a Borges y los neurocientíficos últimamente reivindican a Proust por su exploración pionera de la memoria y los recuerdos disparados por una madalena.
Eso expone la buena relación que hay entre ciencia y arte. La grandeza de la ciencia está en que puede comprender sin la necesidad de intuir. Nadie intuye la física cuántica porque no se ven directamente los átomos y no hay observadores cuánticos y nadie intuye la relatividad por que no corremos a la velocidad de la luz. En cambio, el arte es al revés: su grandeza está en que puede intuir sin necesidad de comprender. Así, los científicos dan comprensión a los artistas y los artistas dan intuición a los científicos. Dalí, por ejemplo, anticipó los fractales y la cuarta dimensión.

Otro caso es el del escritor Arthur C. Clarke que anticipó la red de satélites.
Exacto. Ciencia y literatura, además, provocan y alimentan el gozo intelectual es decir, aquel gozo ocurre en el momento exacto en el que uno empieza a comprender. El “eureka” de Arquímedes, el “cogito ergo sum” de Descartes, el “¡gotcha!” de Martin Gardner. El gozo intelectual es lo que provoca adicción al conocimiento. Es lo que los científicos, divulgadores y maestros deberían transmitir más que cualquier cosa. Un científico nunca está seguro de si está comprendiendo o cree estar comprendiendo. En cambio, sí distingue cuando está gozando y cuando cree que se está gozando. Un día le pregunté al físico estadounidense Leon Lederman si había sentido este tipo de gozo en sus investigaciones y me contestó: “¡Es mejor que el sexo!”.

O sea, reintroduce el principio de placer. ¿Cómo es ese gozo? ¿Qué se siente?
Son tres. El gozo por estímulo, el gozo por comprender algo nuevo y gozo por la conversación. Un buen profesor es un buen estimulador y los seres humanos estamos hechos para gozar cuando nos estimulan. El científico goza cuando encuentra una contradicción. Es un error de la enseñanza esconder las contradicciones y castigar el error. En ciencias, el error no es una vergüenza sino la herramienta fundamental. Un científico se equivoca todo el día. Es la manera que tiene de avanzar para comprender la realidad.

¿Y el gozo por conversación?
Es un ciclo virtuoso. Conversar en ciencia es observar la naturaleza, conversar con los colegas, reflexionar con uno mismo. Uno de los lugares más importante de los institutos científicos es y debe ser la cafetería. Un científico que no converse con otro científico está perdido. El intercambio de ideas es estimulante. En la escuela se conversa poco. El profesor prefiere que el niño esté callado. Los diarios, los museos, los libros deben estar orientados a crear conversación. Uno saca algo de una película cuando sale del cine y conversa de lo que ha visto con los amigos. El éxito de un museo se mide por los “kilos de conversación” y no por el número de visitantes.

A los dueños de cafeterías les debe gustar lo que está diciendo.
Mire: los momentos más creativos de la humanidad han sido aquellos en los que se dieron las condiciones y los espacios para conversar, comprender, estimular. Por ejemplo, la Florencia del Renacimiento. En la Piazza della Signoria del siglo XVII Galileo inventó la ciencia. Allí grandes genios se cruzaron: Miguel Angel, Leonardo Da Vinci, Botticelli, Maquiavelo. Ese es el secreto: espacios que aumenten la conversación y el estímulo, que la gente se vea y converse. Otro caso es de la Viena de 1920. Con la conversación uno aprende a mirar de otra manera y hacerse preguntas. Mire lo que pasó con Internet: aumentó la masa de la conversación a nivel global. Y eso obliga a comportarse de otra manera y a desarrollar nuevas aptitudes: por ejemplo, la de distinguir lo bueno de lo malo.

Usted creó y dirigió entre 1991 y 2005 el Museo de la Ciencia de la Fundación “la Caixa” de Barcelona. ¿Qué hace a los museos tan especiales?
Un libro, una película, una conferencia no dejan de ser representaciones de la realidad. El museo es la realidad misma. Me apasiona construir museos nuevos. Acá voy a ayudar con uno en el Centro Atómico de Bariloche. Un museo bien hecho te pone al instante en conversación con la realidad. Es complementario a los libros. El museo provoca adicción al conocimiento. Y yo me considero un adicto.

Gentileza Revista Ñ

5 de junio de 2011

La mujer de vapor / Carlos Ruiz Zafón

La mujer de vapor
Carlos Ruiz Zafón

Nunca se lo confesé a nadie, pero conseguí el piso de puro milagro. Laura, que tenía besar de tango, trabajaba de secretaria para el administrador de fincas del primero segunda. La conocí una noche de julio en que el cielo ardía de vapor y desesperación. Yo dormía a la intemperie, en un banco de la plaza, cuando me despertó el roce de unos labios. «¿Necesitas un sitio para quedarte?» Laura me condujo hasta el portal. El edificio era uno de esos mausoleos verticales que embrujan la ciudad vieja, un laberinto de gárgolas y remiendos sobre cuyo atrio se leía 1866. La seguí escaleras arriba, casi a tientas. A nuestro paso, el edificio crujía como los barcos viejos. Laura no me preguntó por nóminas ni referencias. Mejor, porque en la cárcel no te dan ni unas ni otras. El ático era del tamaño de mi celda, una estancia suspendida en la tundra de tejados. «Me lo quedo», dije. A decir verdad, después de tres años en prisión, había perdido el sentido del olfato, y lo de las voces que transpiraban por los muros no era novedad. Laura subía casi todas las noches. Su piel fría y su aliento de niebla eran lo único que no quemaba de aquel verano infernal. Al amanecer, Laura se perdía escaleras abajo, en silencio. Durante el día yo aprovechaba para dormitar. Los vecinos de la escalera tenían esa amabilidad mansa que confiere la miseria. Conté seis familias, todas con niños y viejos que olían a hollín y a tierra removida. Mi favorito era don Florián, que vivía justo debajo y pintaba muñecas por encargo. Pasé semanas sin salir del edificio. Las arañas trazaban arabescos en mi puerta. Doña Luisa, la del tercero, siempre me subía algo de comer. Don Florián me prestaba revistas viejas y me retaba a partidas de dominó. Los críos de la escalera me invitaban a jugar al escondite. Por pri-mera vez en mi vida me sentía bienvenido, casi querido. A medianoche, Laura traía sus diecinueve años envueltos en seda blanca y se dejaba hacer como si fuera la última vez. La amaba hasta el alba, saciándome en su cuerpo de cuanto la vida me había robado. Luego yo soñaba en blanco y negro, como los perros y los malditos. Incluso a los despojos de la vida como yo se les concede un asomo de felicidad en este mundo. Aquel verano fue el mío. Cuando llegaron los del ayuntamiento a finales de agosto los tomé por policías. El ingeniero de derribos me dijo que él no tenía nada contra los okupas, pero que, sintiéndolo mucho, iban a dinamitar el edificio. «Debe de haber un error», dije. Todos los capítulos de mi vida empiezan con esa frase. Corrí escaleras
abajo hasta el despacho del administrador de fincas para buscar a Laura. Cuanto había era una percha y medio palmo de polvo. Subí a casa de don Florián. Cincuenta muñecas sin ojos se pudrían en las tinieblas. Recorrí el edificio en busca de algún vecino. Pasillos de silencio se apilaban debajo de escombros. «Esta finca está clausurada desde 1939, joven —me informó el ingeniero—. La bomba que mató a los ocupantes dañó la estructura sin reme-dio.» Tuvimos unas palabras. Creo que lo empujé escaleras abajo. Esta vez, el juez se despachó a gusto. Los antiguos compañeros me habían guardado la litera: «Total, siempre vuelves.» Hernán, el de la biblioteca, me encontró el recorte con la noticia del bombardeo. En la foto, los cuerpos están alineados en cajas de pino, desfigurados por la metralla pero reconocibles. Un sudario de sangre se esparce sobre los adoquines. Laura viste de blanco, las manos sobre el pecho abierto. Han pasado ya dos años, pero en la cárcel se vive o se muere de recuerdos. Los guardias de la prisión se creen muy listos, pero ella sabe burlar los controles. A medianoche, sus labios me despiertan. Me trae recuerdos de don Florián y los demás. «Me querrás siempre, ¿verdad?», pregunta mi Laura. Y yo le digo que sí.

Fin