30 de mayo de 2012

Entre el libro en papel como “objeto precioso" y los nuevos soportes

Por Estanislao Gimenez Corte para diario El Litoral

Alguna vez sucedió, o nos quisieron hacer creer que sucedió, que dos palabras históricamente unidas, entremezcladas, afines, devinieron antónimos: jóvenes y libros, lectura y juventud, se escindieron, se separaron, se distanciaron, se transformaron en una suerte de contradicción u oximorón. A la distancia, podemos preguntarnos si efectivamente eso es así, si alguna vez lo fue, si lo será. ¿Fue un lugar común, un prejuicio, un malentendido, un cliché? ¿Fue quizás un reflejo del posmodernismo, de los años 90‘s, de las nuevas tecnologías, de la anomia que se atribuye a la juventud, de los cambios de costumbres generacionales? Depende a qué cifras acudamos, empero, la balanza va para uno u otro lado: los mayores se escandalizan por la inepcia de muchos jóvenes para la lectura, pero a la vez, cientos de miles leen. Leen con fruición a clásicos del boom, o a Shakespeare, o historia política. Que la desaparición del soporte papel, que la crisis del libro, que la irrupción de internet, que el fin de la lectura. Entre decenas de epitetos similares, se repite con cierta porfía que lo impreso ha sucumbido a la pantalla y que entonces ese objeto rectangular, de peso variable, de olor a cierto pasado fresco, rayado o anotado o doblado, ese objeto esencialmente bello, ese objeto romántico, va a desaparecer. Y sin embargo, aquí y en tantas otras latitudes, se siguen abriendo librerías: librerías de viejo, especializadas, masivas; librerías de todo pelaje, tamaño y naturaleza. Santa Fe no es la excepción. Los ejemplos, si no numerosos, son variados. Dos de ellos son encarnados por Luis Escobar (Palabras Andantes) y Daniel González (Del Otro Lado), ambos de 33 años, libreros jóvenes movidos por la pasión pero también por la pericia para escudriñar qué sitio le dará este tiempo a la palabra impresa.

NUEVAS TECNOLOGÍAS, NUEVAS EDITORIALES ¿NUEVO MERCADO?
González opina que “han variado mucho las condiciones (del acercamiento de los jóvenes a la lectura), los hábitos; todo (en torno del libro) ha mutado de una forma extraordinaria (...) pero no necesariamente ello se traduce en términos de crisis del libro”. “El libro -explica- como bien cultural, también ha tenido un proceso particular: se ha hecho más caro, y quizás hace treinta años se accedía de manera más fácil (...)”. Escobar, por su parte, entiende que “ha cambiado mucho el contexto (...) la industria editorial y las posibilidades de publicar han cambiado mucho entre los noventas y la actualidad”. Consultado sobre si estos cambios se relacionan específicamente con las nuevas tecnologías, el titular de Palabras Andantes refiere que “es complicado. Por un lado tiene que ver con las nuevas tecnologías, la lectura de blogs, el e-book. Con las posibilidades de entrar al libro por otros lados. Hay una mayor socialización de la tecnología, pero también un cierto mejoramiento en lo económico que repercute en lo social (...)”. A su turno, González sostiene que “el contexto económico cambió totalmente y el mundo editorial también. Por un lado hay una fuerte concentración (las grandes cadenas de librerías), pero paralelamente hay una proliferación enorme de pequeñas editoriales (...) que tienen dificultades por escalas, que pueden editar pero no pueden estar presentes en todo el país. Pero sí hay una extensión de posibilidades técnicas”.

APOSTAR AL LIBRO...
Cómo es que deciden “poner” una librería en un contexto que, a priori, no parece lo suficientemente beneficioso, preguntó este diario. Escobar reitera que “hay una gran concentración de cadenas y librerías. Pero también está la posibilidad de pensar espacios alternativos, en donde se privilegia el trato directo con el lector. En la fragmentación del mercado también surgen posibilidades”, sostiene. El titular de Del Otro Lado completa la idea: “creo que las grandes cadenas tienen como una lógica de no-lugar. Desaparece el vínculo entre el librero y lector. Allí aparecen los lugares como el nuestro, que apuestan a la identidad y al vínculo”. A continuación, ambos entrevistados revisitan su propia historia como libreros jóvenes, y señalan las peripecias de un trabajo que, al unísono, indican como una suerte de prolongación del amor a los libros. “Hay mucho de eso, es la base de todo”, confirma Escobar. González lo dice a su modo: “Para mí es un sueño, siempre fue un sueño. Laboralmente empecé a trabajar en librerías de otros, en Rosario. Recuerdo el día en que me llamaron para entrar a trabajar a una librería y para mí fue como, eso, como cumplir un sueño”. Con el devenir de esta década, González armó una librería en España, en 2006, pero en 2009 volvió al país: “ví venir el frente de tormenta”, ilustra. La historia de Escobar es similar a la de cientos de jóvenes argentinos: “estudiaba Historia. Y a partir de 2002, tenía que abrir una posibilidad laboral. Lo indemnizaron del trabajo a mi viejo y me prestó un capital. Junto a mi pareja, entonces, golpeamos la puerta de 40000 editoriales, nos atendieron en cuatro, todo con la idea de abrir una librería. Y nos hicimos libreros junto al lector”, recuerda.

... Y A TODO LO DEMÁS A SU ALREDEDOR
En ambos casos, pareciera existir una idea que lleva a ampliar la noción de librería a determinadas iniciativas que trascienden dicho espacio físico. “El libro habilita un montón de cosas -dice Escobar-, es justamente como abrir un libro: una cosa está unida a otra. El tema es cómo hacer para que no sea sólo vender libros. Nosotros, a partir de lazos con la universidad (UNL), abrimos un ‘espacio de ideas’, presentaciones de libros, y tratamos de ir construyendo una identidad”. González da su opinión: “me parece que una librería es un espacio que tiene una incidencia pública. Uno puede hacerse cargo o no de eso. Si bien también es un negocio, tiene muchas aristas a tomar otros riesgos y generar otras cosas”. Por ‘otras cosas’, Escobar y González entienden las presentaciones de libros, conferencias, y hasta el lanzamiento de títulos como sello editorial, que en el caso de Palabras Andantes es un hecho, y que en el caso de Del Otro Lado es un proyecto a mediano plazo. La gente percibe la diferencia, en la creación de un ambiente agradable, en la atención personalizada, asienten ambos. “(la idea es que el libro) no se transforme en una mercancía más, el libro tiene un aura, como decía Benjamin (....)”. “Nuestra idea era crear un espacio que para nosotros fuese nuestra propia biblioteca y abrir las puertas a que circulen otros”, indica González.

Fin

20 de mayo de 2012

En el borde del barranco / Jorge Accame

Jorge Accame (n. en Buenos Aires en 1956) es un docente, dramaturgo y escritor argentino, quien actualmente vive en la ciudad de San Salvador de Jujuy. Desde 1983 que vive en San Salvador de Jujuy.[1] Licenciado en Letras, se desempeña como docente de nivel secundario, terciario y universitario (en la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Jujuy)


En el borde del barranco
Jorge Accame

La mujer apareció de golpe sobre la ruta y le hizo señas para que se detuviera. El hombre frenó en la banquina unos metros más adelante. Ella se acercó y asomándose hacia adentro por la ventanilla, le dijo:

-¿Puede ayudarme? Mi auto se desbarrancó.

El hombre miró y descubrió un cartel arrancado y la huella profunda de unas ruedas que terminaban en el vacío.

-Suba–le ofreció.

Pero ella dijo que iría a pie para mostrarle el camino. El hombre la siguió hasta la curva. La vio parada en el borde del barranco, con el brazo extendido, inmóvil por unos segundos. Luego la perdió en la neblina. Bajó de la camioneta y cerró con llave. En el fondo del monte divisó un automóvil rojo atorado en la maleza. Era un atardecer nublado y el verde de las plantas resplandecía.

-Señora-llamó.

Comenzó a descender lentamente porque la barranca era casi vertical. Resbaló dos veces antes de llegar y se rompió el pantalón. Pensó en la mujer. Se preguntó cómo se las había arreglado en una pared tan escarpada. -Señora–llamó otra vez. Escuchó un llanto de niño que provenía desde el interior del auto. Se aproximó y a través de los vidrios astillados distinguió en el asiento de atrás un bebé de meses. En el sitio del conductor había un cuerpo doblado sobre el volante. El hombre tanteó las puertas pero estaban trabadas. Con cuidado, terminó de romper el parabrisas. Se retorció hacia adentro, llegó hasta el niño y lo sacó. Lo apoyó en el pasto, envuelto en su campera. Luego volvió por el conductor. Era la mujer que lo había detenido en la ruta. Empujó su cuerpo suavemente hacia el respaldo. En el peso comprendió que estaba muerta. Una muerta serena, sin muecas de dolor ni de miedo. Sólo en los suaves labios morados se alargaba un suspiro de cansancio, porque su instinto de hembra la había forzado a trabajar más allá de las jornadas humanas.

Fin

14 de mayo de 2012

Un hombre extraño / Roberto Arlt


Un hombre extraño
Roberto Arlt

A las diez de la mañana Erdosain llegó a Perú y Avenida de Mayo. Sabía que su problema no tenía otra solución que la cárcel, porque Barsut seguramente no le facilitaría el dinero. De pronto se sorprendió. En la mesa de un café estaba el farmacéutico Ergueta. Con el sombrero hundido hasta las orejas y las manos tocándose por los pulgares sobre el grueso vientre, cabeceaba con una expresión agria, abotagada, en su cara amarilla.
Lo vidrioso de sus ojos saltones, su gruesa nariz ganchuda, las mejillas fláccidas y el labio inferior casi colgando, le daban la apariencia de un cretino.
Enfundaba su macizo cuerpazo en un traje de color de canela y, a momentos, inclinado el rostro, apoyaba los dientes en el puño de marfil de su bastón. Por ese desgano y la expresión canalla de su aburrimiento tenía el aspecto de un tratante de blancas. Inesperadamente sus ojos se encontraron con los de Erdosain, que iba a su encuentro, y el semblante del farmacéutico se iluminó con una sonrisa pueril. Aún sonreía cuando le estrechaba la mano a Erdosain, que pensó: ­
¡Cuántas lo han querido por esa sonrisa!
Involuntariamente, la primera pregunta de Erdosain fue: ­
Y, ¿te casaste con Hipólita? ­
Sí, pero no te imaginás el bochinche que se armó en casa... ­
¿Qué..., supieron que era de la vida? ­
No... eso lo dijo ella después. ¿Vos sabés que Hipólita antes de hacer la calle trabajó de sirvienta?... ­
¿Y? ­
Poco después que no casamos, fuimos mamá, yo, Hipólita y mi hermanita a lo de una familia. ¿Te das cuenta qué memoria la de esa gente? Después de diez años reconocieron a Hipólita que fue sirvienta de ellos. ¡Algo que no tiene nombre! Yo y ella nos vinimos por un camino y mamá y Juana por otro. Toda la historia que yo inventé para justificar mi casamiento se vino abajo. ­ ¿Y por qué confesó que fue prostituta? ­ Un momento de rabia. Pero, ¿no tenía razón? ¿No se había regenerado? ¿No me aguantaba a mí, a mí, que les he sacado canas verdes a ellos? ­
¿Y cómo te va? ­
Muy bien... La farmacia da sesenta pesos diarios. En Pico no hay otro que conozca la Biblia como yo. Lo desafié al cura a una controversia y no quiso agarrar viaje.
Erdosain miró repentinamente esperanzado a su extraño amigo. Luego le preguntó: ­ ¿Jugás siempre? ­
Sí, y Jesús, por mi mucha inocencia, me ha revelado el secreto de la ruleta. ­
¿Qué es eso? ­
Vos no sabés... el gran secreto... una ley de sincronismo estático... ya fui dos veces a Montevideo y gané mucho dinero, pero esta noche salimos con Hipólita para hacer saltar la banca.
Y de pronto lanzó la embrollada explicación: ­
Mirá, le jugás hipotéticamente una cantidad a las tres primeras bolas, una a cada docena. Si no salen tres docenas distintas se produce ferozmente el desequilibrio. Marcás, entonces, con un punto la docena salida. Para las tres bolas que siguen quedará igual la docena que marcaste. Claro está que el cero no se cuenta y que jugás a las docenas en series de tres bolas. Aumentás entonces una unidad en la docena que no tiene alguna cruz, disminuís, en una, quiero decir, en dos unidades la docena que tiene tres cruces, y esta sola base te permite deducir la unidad menor que las mayores y se juega la diferencia a la docena o las docenas que resulten. Erdosain no había entendido. Contenía su deseo de reír a medida que su esperanza crecía, pues era indudable que Ergueta estaba loco. Por eso replicó: ­
Jesús sabe revelar esos secretos a los que tienen el alma llena de santidad. ­
Y también a los idiotas ­arguyó Ergueta, clavando en él una mirada burlona, a medida que guiñaba el párpado izquierdo­. Desde que yo me ocupo de esas cosas misteriosas he hecho macanas grandes como casas, por ejemplo, casarme con esa atorranta... ­
¿Y sos feliz con ella? ­
 ... creer en la bondad de la gente, cuando todo el mundo lo que tira es a hundirlo a uno y hacerle fama de loco... Erdosain, impaciente, frunció el ceño; luego: ­
¿Cómo no querés que te tengan por loco? Vos fuiste, según tus propias palabras, un gran pecador. Y de pronto te convertís, te casás con una prostituta porque eso está escrito en la Biblia, le hablás a la gente del cuarto sello y del caballo amarillo... claro... la gente tiene que creer que estás loco, porque esas cosas no las conoce ni por las tapas. ¿A mí no me tienen también por loco porque he dicho que habría que instalar una tintorería para perros y metalizar los puños de las camisas?... Pero yo no creo que estés loco. No, no lo creo. Lo que hay en vos es un exceso de vida, de caridad y de amor al prójimo. Ahora, eso de que Jesús te haya revelado el secreto de la ruleta me parece medio absurdo... ­
Cinco mil pesos gané en las dos veces... ­
Pongamos que sea cierto. Pero lo que te salva a vos no es el secreto de la ruleta, si no el hecho de tener una hermosa alma. Sos capaz de hacer el bien, de emocionarte ante un hombre que está a las puertas de la cárcel... ­
Eso sí que es verdad ­interrumpió Ergueta­. Fijate que hay otro farmacéutico en el pueblo que es un tacaño viejo. El hijo le robó cinco mil pesos... y después vino a pedirme un consejo. ¿Sabés lo que le aconsejé yo? Que lo amenazara al padre con hacerlo meter preso por vender cocaína si lo denunciaba. ­
¿Ves cómo te comprendo yo? Vos querías salvar el alma del viejo haciéndole cometer un pecado al hijo, pecado del que éste se arrepentirá toda la vida. ¿No es así? ­
Sí, en la biblia está escrito: "Y el padre se levantará contra el hijo y el hijo contra el padre"... ­
¿Ves? Yo te entiendo a vos. No sé para lo que estás predestinado... El destino de los hombres es siempre incierto. Pero creo que tenés por delante un camino magnífico. ¿Sabés? Un camino raro... ­ Seré el Rey del Mundo. ¿Te das cuenta? Ganaré en todas las ruletas el dinero que quiera. Iré a Palestina, a Jerusalén y reedificaré el gran templo de Salomón... ­
Y salvarás de angustia a mucha gente buena. ¡Cuántos hay que por necesidad defraudaron a sus patrones, robaron dinero que les estaba confiado! ¿Sabés? La angustia... Un tipo angustiado no sabe lo que hace... Hoy roba un peso, mañana cinco, pasado veinte y cuando se acuerda debe cientos de pesos. Y el hombre piensa. Es poco... y de pronto se encuentra con que han desaparecido quinientos, no, seiscientos pesos con siete centavos. ¿Te das cuenta? Ésa es la gente que hay que salvar..., a los angustiados, a los fraudulentos. El farmacéutico meditó un instante. Una expresión grave se disolvió en la superficie de su semblante abotagado; luego, calmosamente, agregó: ­
Tenés razón... el mundo está lleno de turros, de infelices... pero ¿cómo remediarlo? Esto es lo que a mí me preocupa. ¿De qué forma presentarle nuevamente las verdades sagradas a esa gente que no tiene fe? ­ Pero si la gente lo que necesita es plata... no sagradas verdades. ­
No, es que eso pasa por el olvido de las Escrituras. Un hombre que lleva en sí las sagradas verdades no lo roba a su patrón, no defrauda a la compañía en que trabaja, no se coloca en situación de ir a la cárcel del hoy al mañana. Luego se rascó pensativamente la nariz y continuó: ­
Además, ¿quién no te dice que eso no sea para bien? ¿Quiénes van a hacer la revolución social, si no los estafadores, los desdichados, los asesinos, los fraudulentos, toda la canalla que sufre abajo sin esperanza alguna? ¿O te creés que la revolución la van a hacer los cagatintas y los tenderos? ­
De acuerdo, de acuerdo... pero, en tanto llega la revolución social, ¿qué hace ese desdichado? ¿Qué hago yo?
Y Erdosain, tomándolo del brazo a Ergueta, exclamó: ­ Porque yo estoy a un paso de la cárcel, ¿sabés? He robado seiscientos pesos con siete centavos.
El farmacéutico guiñó lentamente el párpado izquierdo y luego dijo: ­
No te aflijás. Los tiempos de tribulación de que hablan las Escrituras han llegado. ¿No me he casado ya con la Coja, con la Ramera? ¿No se ha levantado el hijo contra el padre y el padre contra el hijo? La revolución está más cerca de lo que la desean los hombres. ¿No sos vos el fraudulento y el lobo que diezma el rebaño...? ­
Pero, decime, ¿vos no podés prestarme esos seiscientos pesos?
El otro movió lentamente la cabeza: ­
¿Te pensás que porque leo la Biblia soy un otario? Erdosain lo miró desesperado: ­ Te juro que los debo. De pronto ocurrió algo inesperado.
El farmacéutico se levantó, extendió el brazo y haciendo chasquear la yema de los dedos, exclamó ante el mozo del café que miraba asombrado la escena: ­
Rajá, turrito, rajá. Erdosain, rojo de vergüenza, se alejó. Cuando en la esquina volvió la cabeza, vió que Ergueta movía los brazos hablando con el camarero.

Fin

9 de mayo de 2012

La visita / Manuel Mujica Láinez


La visita
Manuel Mujica Lainez

La virgen de la Anunciación de Fra Giovanni da Fiésole es la más prestigiosa de las numerosísimas Vírgenes con que cuenta el Museo del Prado. No por nada la pintó el Angélico, a quien hoy se llama Beato, y Santo se puede llamar algún día. No en vano se refiere que, mientras él pintaba, los ángeles revoloteaban en torno y le pasaban los pinceles. Para lograr ese azul, hay que haber andado por el Cielo.

La Madonna de la Anunciación nunca abandona su marco. Permanece allí, cruzadas las finas manos sobre el pecho, en oración, y de vez en vez, como con vergüenza, alza la cabeza y atisba el exilio pecador de nuestros padres Eva y Adán. Su arcángel Gabriel se aleja ciertas noches, recorre las instalaciones del palacio, y regresa con noticias que, de hinojos, cruzadas las finas manos también, comunica a la divina Señora, la cual no cesa de suspirar, porque las novedades son invariablemente tristes.

Ahora, por ejemplo, le ha detallado las protestas de la Virgen del Maestro de Sopetrán, que perturban a las pinturas españolas primitivas de la planta baja. Quéjase dicha Virgen de la apresurada indiferencia con que los turistas pasan por esa sección

-¡ Nos miran apenas! ¡Apenas se detienen delante del Santo Domingo de Silos, por su lujo, y delante del gran retablo, por sus proporciones, y escapan hacia las salas de Goya, a ver frivolidades y brujos, como si Goya fuese lo único que importa por aquí!

El informado Arcángel indica que quizás el carácter levantisco de la Señora de Sopetrán derive del orgullo de haber sido un encargo del Marqués de Santillana, gran señor guerrero y poeta grandísimo. La Virgen del Beato conoce y desdeña esas in¬quietudes: ¿acaso ella misma no perteneció al Duque de Lerma y no estuvo en las Descalzas, monas¬terio de princesas reales? Inclina la cabeza y murmura:

-¿Qué podemos hacer?
El de la Anunciación de Fiésole es un arcángel de recursos. A diferencia de sus colegas -Rafael, Uriel, Yeriel, Salamiel, Eliel, Osiel, Hosiel-, prefiere no ambular por las capillas de América, con ata¬vío mosqueteril, chapeos emplumados y mangas abultadas, metiendo ruido y esgrimiendo espadas, lanzas y arcabuces. Su ropa, sus bucles y su actitud son bastante femeninos, pero él suple la ausencia de armas con el manejo de la imaginación y con el apoyo de la tenacidad. Delicado, imaginativo y tenaz: he ahí al Arcángel del Beato.

-Señora -responde-, he pensado que debiéramos apaciguar a la Madonna de Sopetrán, y convencerla de que su trascendencia es muy tenida en consideración, tributándole un amplio homenaje. He pensado que si convocásemos a las Santas Marías del Museo, y con ellas la visitáramos y agasajáramos, se quedaría en paz.
-Son muchas, Gabriel.
-Razón de más para que el homenaje logre la significación que requiere. La sorprenderemos y se tranquilizará. Yo convenceré a las principales, si su infinita bondad me lo permite. Concédame una semana de tiempo. Suspira la Anunciada

-Haz lo que a tu juicio convenga.
Gabriel es sumamente relacionado. No hay Madonna del Museo con quien no mantenga el trato mejor, en ocasión a través de los santos, los ángeles y los donantes que las acompañan en las pinturas. Va de la una a la otra, repitiéndoles la amargura de la Virgen de la Casa de Mendoza. Las Marías solicitadas se conmueven con facilidad, y reiteran al pasajero huésped su promesa de acudir a la cita, el primer jueves del próximo mes.
Lo cumplen con unánime eficacia, y esa noche, procedentes de todos los ámbitos del Museo, se reúnen, puntuales, en torno de la Virgen de Fiésole. Como, en ciertos casos, traen Niños y las escoltan sus respectivos veneradores, constituyen una multitud que aúna las ternuras de los rostros, los colo¬ridos de los mantos y el resplandor de las aureolas. Evidentemente, las entusiasma su función benéfica, porque, hasta que el Arcángel Gabriel pone orden, hablan entre sí con simultánea exaltación. Por fin, el Anunciador consigue que formen un largo cortejo. La Virgen del Beato Angélico sale de su marco por primera vez, y con el Arcángel que la lleva de la mano, encabeza la procesión y baja la escalinata.

Jamás se vio en el Prado tan bello desfile. Van delante las Vírgenes españolas: la del retablo de Nicolás Francés, entre sus dos ángeles vestidos de rojo, uno de los cuales tañe el laúd; la del Caballero de Montesa, con su devoto Caballero; la de los Reyes Católicos, con el privilegio de que la flanqueen Don Fernando y Doña Isabel; la de Luis de Morales, melindrosa; la de Berruguete, de tan excelente salud; las del Greco, espiritadas, llameantes; las de Velázquez, especialmente nobles, con sus propios Reyes Magos, portadores de cálices de oro; la de Alonso Cano, una de las más maternales; la de Juan Bautista Maino, también con sus tres Reyes, en extremo suntuosos; la de Antolínez, casi danzante en un revuelo de querubes; la de Claudio Coello, con las Virtudes Teologales, solemnes y simbólicas; y por supuesto las de Murillo, las Inmaculadas que levitan, en blanco los ojos, en medio de aladas nubes infantiles que les sostienen las bicornes lunas, y las otras, las mejores suyas, las familiares, que son buenas mujeres del buen pueblo español. Las siguen las Vírgenes extranjeras: la preciosa de Giovanni Bellini; las Dolorosas de Tiziano; la de Giorgione, gran dama a quien prestan compañía San Roque y San Bernardo; la de Palma el Viejo, con pastores hermosos; la de Luini, naturalmente leonardesca; las tres admirables de Rafael, la del Pez, la de la Rosa y la del Cordero; las de Andrea del Sarto, sobre todo la del ángel del libro y la rodilla desnuda; la del Correggio, con el Niño y San Juan; la de Barocci, contemplativa; la de Tiépolo, guiado su vuelo por la sacra Paloma; las de Van der Weyden, sutiles como miniaturas de libro piadoso; las cuatro de Dierick Bouts, a cual más bella; la de Memling, a quien saludan los Reyes exquisitos; la de Gerard David y la de Patinir, nostálgicas de viaje; la de Mabuse, perfecta como su perfecta arquitectura; la de Van Orley, del suave seno; la de Jan Sanders van Hemesen, que luce con pompa regia; la de Coffermans y sus serafines de rojas alas; las de Rubens, moviéndose en el centro de un fasto cortesano; la Piedad de Van Dyck, tan joven; la del Bosco, espiada por extraños herejes; la de Simon Vouet, campesina como lo son, junto a ella, Santa Catalina y Santa Ana; la de Houasse, remilgada, de una época en que se pintaba bastante menos a la Santísima Señora.

Forman un cortejo barroco, ampliado y complicado por sus séquitos. Avanzan gravemente algunas; otras tímidamente, mirando al suelo, sonriendo apenas; otras con seguro andar de aldeanas; otras flotando, balanceándose en el aire, rodeadas por enjambres pueriles que gorjean. En torno está la majestad de los reyes orientales y sus comitivas, sus turbantes, sus coronas, sus púrpuras, sus tesoros, y el misterio de los bienaventurados, que a veces parecen príncipes y a veces monjes, que aquí se descubren para mostrar una herida, y allá levantan palmas y báculos de peregrinos. Precede a todos el Arcángel de la Anunciación de Fiésole, quien va voceando:

-¡ Paso, paso a las Señoras Vírgenes del Museo!
Curiosamente, no hay nadie a quien apartar. Se diría que el Prado, tan colmado de noche por el ambular de sus personajes, está desierto. Y ellas y sus fieles descienden la escalinata en un rumor de pájaros. Así llegan a la rotonda de la entrada, y a su vasto mostrador donde se exhiben libros, guías, láminas y tarjetas postales. A medida que se acercan, no bien cede la algarabía que su avance provoca, se percatan de que otros sonidos se enfrentan allí con los causados por su marcha, y de que el estrépito que componen es incomparablemente mayor y más violento. Entonces el Arcángel les indica, con un ademán, que se detengan, y parte en averiguación de lo que acontece. Entre tanto, los miembros del cortejo virginal se agolpan en el mostrador. Descartan las telas protectoras; hojean los volúmenes ilustrados; hacen girar los molinetes de tarjetas, y cuando topan con ellos mismos, reproducidos en brillantes tonos, lanzan grititos de satisfacción.

Una apretada barrera humana se interpone entre Gabriel y el acceso a la galería en la cual reside la Divina Señora del Maestro de Sopetrán. También hay varios hombres a caballo, y el Arcángel reconoce a Lerma y al Conde-Duque, que sobresalen del círculo. Porque, efectivamente, comprueba que en ese lugar un ancho círculo se ha espesado, y que quien se destaca en la opuesta parte es la estatua del Júpiter gigantesco, con el adonis Diadumeno aupado sobre los blancos hombros. Integran el resto, en especial, la soldadesca de las «Lanzas» de Velázquez; el estado mayor del Marqués de Santa Cruz, pintado por Pereda; los defensores de Cádiz, por Zurbarán; Don Fadrique de Toledo y los que recuperaron a Bahía, por Maino; gente toda de armas, cuyas albardas, picas y plumachos crean una empalizada móvil, dentro de la cual se perfila, de repente, un espléndido señor, como el Duque de Pastrana, de Carreño, o el Conde de Westmoreland, de Lawrence, quienes han conseguido que se otorgue un espacio de respiro a su importancia, y también los muchachos inquietos y bien formados, como el negrillo rey de Memling y los hermanos Cástor y Pólux que -en ese corro de hombres- se agitan y ríen del apretujamiento. Lo que todavía no alcanza a distinguir el Arcángel, es el motivo que en la galería convocó a tanta milicia, y que da origen a las exclamaciones. Es evidente que los espectadores se han dividido en dos bandos, cada uno de los cuales alienta a determinados combatientes. Por fin, recurriendo a un insignificante aleteo, San Gabriel se eleva y logra ver qué sucede dentro del círculo.

Comprueba que los gladiadores de Giovanni Lanfranco han desertado sus vastos escenarios de la escalinata y de la alta galería, transportando con ellos, en imposible mescolanza, las mesas del banquete y las piras del Emperador romano, y que obstruyen el paso con la violencia guapetona de su petulancia y de su lucha. Desnudos, blanden los aceros, saltan sobre los comensales y sobre el aparato de las exe¬quias cesáreas, y se acuchillan, azuzados por la tropa que apuesta a los distintos púgiles del manieris¬mo boloñés, los cuales, sudorosos y relampagueantes sus cuerpos, no cejan en el intercambio de estocadas y de golpes. Va en aumento la grieta, a medida que unos y otros caen y se incorporan, que fluye la sangre a borbotones, y que los insultos de los atletas prevalecen sobre la vociferación rabiosa de los apiñados. Es inútil pretender cruzar el abigarramiento y su peligro. Tal vez, si las Vírgenes y sus ángeles lo intentaran volando... pero ¿qué sería entonces de sus séquitos; de los santos que no han aprendido la sencillez de surcar el aire; de los eternos acarreadores de tesoros? ¿Llamar aparte al Duque de Lerma, al Conde-Duque de Olivares? ¿Rogarles que descabalguen y que atiendan a razones? Ni el Duque ni el Conde-Duque tolerarán que los distraigan de la pelea que tanto lo excita.

Esta traba insoportable ha contribuido a que sin medida transcurriera el tiempo, de modo que al volver el chasqueado Arcángel a la rotonda, se encuentra con que la mañana está ya ahí; con que van entrando los empleados de la pinacoteca; y con que, por esto último, están abiertas las puertas del Museo correspondientes a la estatua de Goya. A través de ellas, se advierte la presencia de un día tibio.
No es esto lo único que encuentra Gabriel. Al punto se entera de la alteración de las Inmaculadas Concepciones, y de su total olvido de la Virgen del Infantado. A las de Murillo, a la de Tiépolo, a la de Zurbarán y a la de José Antolínez, se les ha ocurrido que podrían aprovechar la casualidad de que las puertas les faciliten la salida, para escapar del Museo y echarse a volar.

-¡Al Cielo! -reiteran las Inmaculadas-. ¡ Vámonos al Cielo!
Y al cuchichear se levantan varios palmos del piso y oscilan, por obra y gracia del éxtasis permanente. El nimbo de querubines aletea alrededor.
El Arcángel se siente responsable de aquella tentación excelsa. Al fin de cuentas, fue él quien las sacó de las casillas de sus marcos, y las embarcó en este episodio... No obstante su cortedad, se remonta también él, a mayor altura, y las arenga en un castellano nítido, pero con el dejo de la poética lengua toscana:
-¡No os equivoquéis, Gloriosas! ¿Qué sería, sin vosotras, del Museo del Prado? Tornad a vuestros lugares, a santificar este sitio con vuestra sacrosanta belleza. Quienes os contemplan aquí experimentan, merced a vosotras, la cercanía de la Divinidad. En el Cielo sobran las maravillosas visiones. Aquí sois vosotras las que mejor las procuráis. ¡No os equivoquéis !
Tan sabias palabras, y el ejemplo de las restantes Vírgenes que inician el retorno a sus cuadros, seguidas de cerca por los soldados, sus generales y los gladiadores, que regresan a los suyos, convencen a las Inmaculadas Concepciones, en el fondo halagadas por la misión de transmitir hermosura purísima, de suerte que ellas también, dominando por su fluida posición a los demás, navegan en la atmósfera hasta sus puestos.

La Anunciación de Fiésole está feliz de nuevo en el propio, y se promete no reincidir en ocurrencias aventuradas. ¿Dónde se hallará mejor que sentada en ese paño de brocado, bajo esa bóveda azul con estrellas de oro, con un Arcángel de alas de oro inclinado delante? ¡Qué paz! ¡Qué recogimiento! ¡Qué gentil meditar sin descruzar las manos!
Empero, dicho monacal sosiego se rompe de tanto en tanto. El proyecto de Gabriel, que hicieron fracasar los gladiadores, ha rendido fruto. La Virgen de Sopetrán se enteró al punto, por los comentarios de la planta baja, del homenaje que se le quería rendir y, emocionada y lisonjeada, resolvió devolver la visita que no había podido llegar hasta ella por causas de fuerza mayor. Así que, acompañada por el primer Duque del Infantado, Don Diego, hijo del Marqués de Santillana, quien la adora en una de sus pinturas y trae juntas las manos de acuerdo con la difundida costumbre, se presenta en la tabla de Fra Giovanni da Fiésole, donde 'la Virgen y el Arcángel la reciben. Luego de un afable coloquio, la Señora de Sopetrán se restituye al piso bajo, encantadísima. Tan encantada está con la ilustre amistad naciente que, desde entonces, los primeros jueves de cada mes, a las siete en punto de la tarde, porfía en la entrevista: eso sí, casi nunca consigue que la escolte el Duque del Infantado, a quien esas edificantes conversaciones aburren transparentemente. A él que le hablen de cacería con halcón y lebrel. En cambio, muchas otras Vírgenes del Prado copian el ejemplo de la de Sopetrán, y participan de la tertulia que presiden el dulce apocamiento, la bondad indulgente y la educación sin par de la Anunciación del Beato. En esas ocasiones, el manso rezo de las avemarías alterna con pacíficos debates por tal o cual murmuración que concierne a la vida íntima del Museo. Y al trocar de momento las preces por las hablillas, la voz que se oye más acalorada y contundente, más estricta e inobjetable, más difícil de sufrir, es la de la Santísima Señora del Maestro de Sopetrán.

Fin

4 de mayo de 2012

Primer amor / Samuel Beckett

Esos pequeños lujos que puede darse uno en esta vida. Leer a Beckett.
Que lo disfruten!
Estanis

Primer amor 
Samuel Beckett

Tiendo a asociar mi matrimonio, para bien o para mal, con la muerte de mi padre en el tiempo. Que existan otros nexos, en otros planos, entre estos dos asuntos es muy posible. Como están las cosas, suficiente tengo con tratar de decir lo que creo saber.

No hace mucho fui a visitar la tumba de mi padre, eso sí lo sé, y me percaté de la fecha de su muerte, solamente la de su muerte, ya que la de su nacimiento no me interesaba ese día en particular. Salí en la mañana y regresé al anochecer, habiendo tomado un almuerzo muy ligero en el panteón. Pero unos días más tarde, deseando saber la edad que tenía al morir, tuve que regresar a su tumba para anotar su fecha de nacimiento. Entonces escribí como pude las dos fechas límite en un papel que ahora llevo conmigo. Así pues tengo ahora derecho de afirmar que debo haber tenido unos veinticinco años cuando contraje matrimonio. Mi fecha de nacimiento, repito, la mía, nunca se me olvida, nunca tuve que anotarla, permanece cincelada en mi memoria, el año cuando menos, en números que la vida no borrará fácilmente. Es más, el día regresa a mí cuando me lo propongo, y con frecuencia lo celebro, a mi modo, no digo que cada vez que me viene a la cabeza porque sucede muy a menudo, pero sí frecuentemente.

En lo personal no tengo nada en contra de los panteones, puedo respirar el aire fresco ahí a mis anchas, tal vez con más ganas que en ningún otro lado, cuando de tomar el aire fresco se trata. El olor de los cadáveres, claramente perceptible bajo los del pasto y del humus mezclados, no me resulta desagradable, es demasiado dulce tal vez, un poco impetuoso, pero infinitamente mejor que el que emiten los vivos, sus pies, sus dientes, sus sobacos, sus frentes pegajosas y sus óvulos frustrados. Y cuando los restos de mi padre son parte, aunque humilde, de estos dulces olores, casi podría derramar lágrimas. Los vivos se lavan en vano, en vano se perfuman, apestan. No cabe duda, si de elegir un lugar se trata, digo, si he de salir de todos modos, denme mis panteones y ustedes quédense —sí— con sus parques públicos y bellos panoramas. Un sandwich, un plátano, me saben más dulces cuando me siento en una lápida, y cuando es hora de orinar de nuevo, como suele suceder, lo hago ahí mismo. O paseo por ahí, con las manos entrelazadas sobre la espalda, entre las losas, inclinado o enderezado, leyendo los epitafios. Estos últimos no me apuran, hay siempre por ahí tres o cuatro de una chocarrería tal, que me veo obligado a sujetarme de una cruz, o de una estela, o de un ángel para no caer. Yo compuse el mío hace ya mucho y todavía me agrada, siquiera eso. Los otros textos que he escrito más tardan en secarse que yo en inquietarme, pero mi epitafio aún merece mi aprobación. Desafortunadamente hay pocas posibilidades de que pudiera esculpirse sobre la calavera que lo concibió, a menos que el Estado se hiciera cargo de ello. Pero para ser desenterrado, primero debo ser hallado, y me temo que esos caballeros se las verían negras para encontrarme vivo o muerto.

Así pues, me apresuraré a dar cuenta cabal de su contenido aquí y ahora que aún hay tiempo:
Aquí yace el interfecto que allá arriba falleció Tan puntualmente que hasta hoy sobrevivió.

El segundo y último verso es algo cojo quizás, pero no tiene mayor importancia, se me perdonará eso y mucho más cuando se me haya olvidado. Y luego, con un poco de suerte, uno puede darle en el blanco a un entierro genuino, con dolientes reales y vivos y una extraña viuda haciéndose para atrás con la intención de lanzarse al agujero. Y casi siempre el encantador asunto de convertirse en polvo, aunque según yo no hay nada menos polvoriento que los hoyos de este tipo, se asocia con el estiércol aunque no haya ni una brizna de polvo alrededor de los difuntos, a no ser que hayan muerto víctimas del fuego. No importa, la pequeña artimaña del polvo es encantadora. Sin embargo, el terreno de mi padre no era de mis favoritos. Para empezar estaba demasiado lejos, allá por el campo silvestre en uno de los costados de una colina, y era demasiado pequeño además. Lo que es más, estaba casi lleno, unas cuantas viudas más y listo. Yo prefería Ohlsdorf de plano, en particular la sección Linne, en tierra prusiana, con sus novecientos acres de cadáveres bien empacaditos, aunque yo no conocía a nadie ahí, salvo, por su reputación, a Hangenbeck, el tipo que atrapaba animales salvajes. Si mal no recuerdo, hay un león grabado en su lápida; para Hagenbeck la muerte debe haber poseído la contención de un león. Los carros van de aquí para allá, hasta el tope de viudas, viudos, huérfanos y gente por el estilo. Arboledas, grutas, lagos artificiales con cisnes, vaya un consuelo para el inconsolable. Era diciembre, nunca había tenido tanto frío, la sopa de anguila me había caído mal, tenía miedo de morir, me volteé para vomitar, los envidiaba.

Pero, pasando a cuestiones menos melancólicas, al morir mi padre tuve que irme de la casa. Era él quien deseaba que yo estuviera ahí. Era un hombre extraño. Un día dijo Déjenlo en paz, no está molestando a nadie. No sabía que yo lo estaba oyendo todo. Se trataba de una opinión que debe haber externado con frecuencia, sólo que las demás veces yo no andaba por ahí. Nunca me dejaron ver su testamento, simplemente me dijeron que me había dejado equis cantidad. Entonces yo creía, y todavía lo creo, que había estipulado en su testamento que se me dejara en el cuarto que siempre ocupé cuando él vivía y que se me llevaran los alimentos ahí como antes. Incluso pudo haberle dado a esto la característica fuerza de lo precedente. Se intuía que le gustaba tenerme bajo su techo, de no ser así no se habría opuesto a mi desalojamiento. Tal vez le daba lástima. Pero no creo. Debía haberme dejado toda la casa, entonces sí que me habría sentido bien, los demás también, los habría convencido diciéndoles: Quédense, quédense, por favor, ésta es su casa. Sí, mi pobre padre lo logró, si es que su intención era realmente seguir protegiéndome desde la tumba. En relación con el dinero, en justicia debo admitir que me lo dieron de inmediato, al día siguiente de la inhumación. Tal vez se sintieron legalmente obligados a ello. Yo les dije Quédense con el dinero y déjenme seguir viviendo aquí, en mi recámara, como en vida de papá. Y añadí Dios lo tenga en su gloria, todo esto esperando que se conmovieran. Pero se negaron. Les ofrecí ponerme a su disposición unas horas todos los días para realizar los trabajitos de mantenimiento que toda casa requiere pues, si no, se viene abajo. Resanar aún es posible, no sé por qué. Les propuse en particular encargarme del invernadero. Allí me habría encantado quedarme las horas, en medio de ese calor, haciéndome cargo de los tomates, los jacintos, los claveles y los distintos retoños. Sólo mi padre y yo, en aquella casa, entendíamos de tomates. Pero se negaron. Un buen día, al regresar del baño, encontré mi cuarto cerrado con llave y mis pertenencias amontonadas frente a la puerta. Esto podrá darles una idea de lo estreñido que estaba durante esta coyuntura. Ahora estoy totalmente convencido de que se trataba de un estreñimiento ansioso. Pero, ¿me encontraba realmente estreñido? De alguna manera creo que no suavemente, suavemente. Y aun así debo haber estado mal, pues de qué otro modo se pueden explicar esas largas y crueles sesiones en el lugar al que todo el mundo va. Por entonces nunca leía, no más que en otros momentos, nunca me instalaba en la ensoñación o en la meditación, sólo miraba fijamente el almanaque que colgaba de un clavo ante mis ojos, con su portada de un jovencito de barba recién salida con su rebaño, Jesús sin duda; tenía las manos en las mejillas y me dieron náuseas, ay, ay, ay, ay, hacía los mismos movimientos de alguien que se aferra al remo y tenía un solo pensamiento en la cabeza, ir a mi cuarto de nuevo y acostarme boca arriba. ¿Qué pudo haber sido aquello más que estreñimiento? ¿O lo estaré confundiendo con la diarrea? Estoy hecho bolas, entre lápidas y bodas y las distintas variedades del movimiento. Con mis escasas pertenencias habían hecho un montoncito en el suelo, frente a la puerta. Parece que estoy viendo el montoncito en el pequeño descanso muy sombreado entre las escaleras y mi cuarto. Fue en este angosto sitio, limitado sólo por tres paredes, donde tuve que cambiarme, quiero decir quitarme la ropa de dormir y ponerme la ropa de viaje, o sea, zapatos, calcetines, pantalones, camisa, saco, abrigo y sombrero, no puedo pensar más que en eso. Intenté abrir otras puertas, le daba vuelta a la chapa y empujaba o jalaba antes de irme de la casa, pero ninguna cedió. Creo que de haber encontrado una abierta me habría atrincherado en el cuarto, me habrían tenido que anestesiar para sacarme. Sentía la casa llena como de costumbre, con la gente de todos los días, pero no veía a nadie. Me los imaginé a cada uno en su cuarto, con las luces apagadas, absolutamente alertas. Luego, la carrera hacia la ventana, todos se detienen un poco antes de llegar, quedan cubiertos por la cortina, esto, ante el sonido de la puerta principal cerrándose tras de mí, debí dejarla abierta. Luego las puertas se abren y salen todos, hombres, mujeres y niños, y las voces, los suspiros, las sonrisas, las manos, las llaves en las manos, el bendito alivio, las precauciones ensayadas, si esto pues aquello, pero si aquello entonces esto, todo paz y felicidad en los corazones, vengan a comer, dejemos la fumigación para más tarde. Desde luego que todo esto me lo imagino, yo ya me había ido, todo pudo suceder de otra manera, pero a quién le importa cómo ocurren las cosas siempre y cuando ocurran. Todos esos labios que me habían besado, esos corazones que me habían querido (es con el corazón que uno quiere, ¿no es así? o, ¿acaso lo estoy confundiendo todo?), esas manos que habían jugado con las mías y esas mentes que ¡casi se apropiaron de la mía! Los seres humanos son verdaderamente extraños. Pobre papá, se le habría hecho un nudo en la garganta si me hubiera visto aquel día, si nos hubiera visto, a menos que en su gran sabiduría desprendida de lo humano, hubiera visto más allá de su hijo cuyo cadáver todavía no estaba listo para cavar la fosa.

Pero, pasando a cuestiones menos melancólicas, el nombre de la mujer con la que pronto contraería matrimonio era Lulú. Así pues, ella al menos me dio seguridad y no puedo imaginarme qué interés podía haber tenido en mentirme al respecto. Bueno, por supuesto que uno nunca sabe: Hasta me reveló su apellido, pero ya se me olvidó. Debí apuntarlo en un papel, me choca olvidar los nombres propios. La conocí en una banca a la orilla del canal, de uno de los canales ya que en nuestro pueblo hay dos, aunque nunca llegué a saber cuál era cuál. Era una banca bien ubicada detrás de la cual había un montículo de tierra sólida y basura que ocultaba mi espalda. Mis costados sólo se veían parcialmente gracias a dos venerables árboles, más que venerables, muertos, que estaban a cada lado de la banca. Sin lugar a dudas fueron estos árboles los que un buen día, en el esplendor de su follaje, crearon la idea de una banca en la imaginación de alguien. Al frente, a unas cuantas yardas de distancia, fluía el canal, si es que los canales fluyen, no me lo pregunten, así que desde esa parte también, el riesgo de una sorpresa era mínimo. Y aun así, ella me sorprendió. Yo estaba echado ahí, qué noche tan agradable, mirando por entre las ramas desnudas que se entrelazaban allá arriba, donde los árboles se unen unos con otros buscando apoyo, y por entre las nubes que pasaban en un boquete de cielo estrellado, iban y venían. Hazte para allá, dijo. Primero pensé en irme pero, como estaba fatigado y no tenía a dónde ir, me quedé. Entonces encogí un poco las piernas y ella se sentó. Nada más pasó entre nosotros aquella tarde y al rato ella decidió irse sin decir una palabra más. Todo lo que hizo fue tararear desarticuladamente, sotto voce, como para sus adentros y afortunadamente sin la letra, algunas canciones populares, brincando de una a la otra sin terminar ninguna, de tal modo que hasta a mí me pareció extraño. Su voz, aunque desentonada, no era desagradable. Tenía el aliento de un alma demasiado fastidiada para concluir algo, era tal vez la voz menos adolorida del mundo. La banca pronto se convirtió en algo más de lo que ella podía soportar y en cuanto a mí, echarme un vistazo había sido más que suficiente para ella. Sin embargo, en realidad era una mujer muy tenaz. Regresó al día siguiente y al siguiente y todo fue más o menos como la primera vez. Quizá se intercambiaron algunas palabras. Al día siguiente estuvo lloviendo y yo me sentía muy seguro. Mal hecho. Le pregunté si estaba decidida a molestarme tarde con tarde. ¿Te molesto?, preguntó. Sentí sus ojos encima de mí. No podía haber visto gran cosa, dos párpados a lo sumo, con un indicio de nariz y ceja, ensombrecido, pues era de noche. Pensé que nos llevábamos bien, dijo. Me molestas, dije yo, no puedo estirarme si te pones allí. El cuello del abrigo me cubría la boca pero de todos modos me escuchó. ¿Tienes que estirarte a fuerza?, dijo. No hay error más craso que hablar con la gente. Pues pon los pies sobre mis rodillas, dijo. No esperé a que me lo dijera dos veces y pronto, bajo mis flacas corvas, sentí sus gordos muslos. Comenzó a sobarme los tobillos. Pensé en patearle el coño. Uno habla con la gente de que desea estirarse y luego luego ven un cuerpo completito. Lo que importaba en mi reino despoblado, en el cual la disposición de mi cadáver era el más simple y fútil de los accidentes, era la negligencia de la mente, el aburrimiento del ser, ese residuo de frivolidad execrable conocido como el no ser y, hasta el mundo, en una palabra. Pero un hombre de veinticinco años siempre está a merced de una erección, es algo físico de cuando en cuando, es la herencia común, ni siquiera yo era inmune, si es que eso puede llamarse una erección. No pude escapar de ella naturalmente, las mujeres huelen un falo rígido a diez millas de distancia y se preguntan ¿Cómo demonios pudo él distinguir mi presencia desde tan lejos? Uno ya no es uno mismo en ocasiones así y es doloroso no ser uno mismo, aún más doloroso que cuando uno lo es. Pues cuando uno es, uno sabe qué hacer para ser menos eso, mientras que cuando uno no es, uno es como cualquier viejo, no tiene remedio. Lo que recibe el nombre de amor es un destierro con una que otra tarjeta postal desde la tierra natal, esa es mi respetable opinión, hoy en la tarde. Cuando ella hubo terminado y mi ser pudo recuperarse, mi querido amigo, el inmitigable, con ayuda de un breve torpor, se quedó solo. A veces me pregunto si todo esto no es un invento, si en realidad las cosas no tomaron un rumbo bastante diferente, algún rumbo que no me quedó otra más que olvidar. Y aun así su imagen permanece asociada, para mí, con la de la banca en la tarde, de tal modo que hablar de la banca, tal como se me presentó a mí aquella tarde, equivale a hablar de ella. Eso no prueba nada, pero no hay nada que yo desee probar. Para hablar del tema de la banca durante el día, no es necesario desperdiciar palabras, no me conoció jamás, me iba en la madrugada y regresaba al atardecer. Sí, durante el día hurtaba mi comida y cosas así. Si ustedes llegaran a preguntar, como sin duda lo harán por curiosidad, qué hice con el dinero que mi padre me dejó, la respuesta sería que lo único que hice fue dejarlo en mi bolsillo. Sabía que no sería joven eternamente y que el verano no dura eternamente tampoco, ni siquiera el otoño, mi alma mezquina me lo ha dicho. Finalmente le dije basta ya. Me molestaba en exceso, aun con su ausencia. De hecho todavía me molesta, pero no más que entonces. Y ya no me importa que me molesten, o casi no, porque ¿qué quiere decir molestar? y ¿qué haría conmigo mismo si no se me tratara así? Sí, he cambiado de sistema, este es el bueno, por novena o décima ocasión, eso sin mencionar que no hace mucho que se corrieron las cortinas de los molestantes y los molestados, no hay que chismosear más al respecto, al respecto de todo eso, de ella y los demás, la mierda y las sublimes estancias celestes. Así que no quieres que vuelva más, dijo. Es increíble, cómo repiten lo que les acaba uno de decir, como si arriesgaran la vida dando crédito a sus oídos. Le dije que viniera en el momento equivocado. Yo no entendía a las mujeres por entonces. Lo que es más, aún no las entiendo. A los hombres menos. Tampoco a los animales. Lo que mejor entiendo, que no es mucho decir, son mis dolores. Pienso en ellos a diario, no me lleva mucho tiempo, el pensamiento es tan rápido. Sí, hay momentos, particularmente en la tarde, en que me vuelvo todo sincretismo, á la Reinhold. ¡Qué equilibrio! Pero aun a mis pensamientos los entiendo mal. Seguro es porque no soy sólo dolor, eso ni hablar. He ahí el problema. A veces se aquietan, o yo, y me llenan de sorpresa y fascinación, se ven como de otro planeta. No muy seguido, pero no puedo pedir más. Ay, ¡qué vida tan de esto y lo otro! Ser sólo dolor, eso sí que facilitaría las cosas. ¡Omnidoliente! Vaya un sueño impío. Les contaré el sueño de todos modos, si me acuerdo, si puedo de mis extraños dolores, en detalle, haciendo distinciones entre los distintos tipos, por el bien de la claridad, los de la mente, los del corazón o emocionales, los del alma (ninguno, más bello, por cierto) y finalmente aquéllos de marco permitido, primero los interiores o latentes, después aquellos que afectan a la superficie, comenzando por el pelo y el cuero cabelludo y deslizándose metódicamente hacia abajo sin prisa, todo hacia abajo hasta los pies amantes del maíz, el cólico, la llaga, el juanete, el dedo hinchado, la uña enterrada, el arco caído, la ampolla común y corriente pies zambos, los pies de pato, los pies torcidos, los pies planos, el pie de atleta y otras curiosidades. Y dentro del mismo tema viene al caso platicarles a aquellos que tengan la gentileza de oírme, de acuerdo con el sistema cuyo interior siempre se me olvida, de aquellos instantes en que, ni drogado, ni borracho, ni en éxtasis, uno no siente nada. Lo que ella quería saber a continuación era lo que yo quería decir con eso de a veces, éste es el justo pago que uno recibe por abrir la bocota. ¿Una vez a la semana? ¿Una vez cada diez días? ¿Una vez a la quincena? Yo replicaba con menor frecuencia, con la mínima, hasta que ya no, si ella pudiera llegar a eso, y si no, pues aunque fuera lo menos frecuentemente posible. Y al día siguiente (lo que es más) abandoné la banca, debo confesar que menos por ella que por la banca, ya que la vista ya no satisfacía mis necesidades, por más modestas que éstas fueran, ahora que el aire se estaba volviendo más frío, y por otras razones, más valía no desperdiciarse en estupideces como ésa, así que me fui a refugiar en un establo desierto. Se erguía en la esquina de un campo con más ortigas que pasto en la superficie, y todavía más lodo que ortigas, pero cuyo subsuelo quizá poseía cualidades excepcionales. Fue en este paraíso, lleno de mierda de vaca seca y hueca y con el subsiguiente dolor en la yema del dedo, cuando por primera vez en la vida, y no dudaría un segundo en decir que la última, de no haber tenido que administrar con cuidado mi dosis de cianuro, tuve que enfrentarme a un sentimiento que gradualmente fue adoptando, ante mi sorpresa, el deleznable nombre de amor. Lo que constituye el encanto de nuestra provincia, aparte desde luego de su escasa población, y esto sin la ayuda del más mínimo de los anticonceptivos, es que todo tiene su truco, excepción hecha exclusivamente de las inmundicias que ha dejado la historia. A éstas se les busca constantemente, se les arregla y se les lleva en procesión. En cualquier lugar en que el nauseabundo tiempo haya dejado un bonito recodo, cualquiera podrá toparse con patriotas que respiran con las narices bien abiertas y las caras al rojo vivo. El Elíseo de los sin-techo. Y he aquí mi felicidad finalmente. Acuéstate, todo parece detenerse, acuéstate y quédate quieto. No veo nexo alguno entre estas dos afirmaciones. Pero aquélla existe, la he visto más de una vez sin duda. ¿Pero qué? ¿Cuál? Sí, la amaba, es el nombre que le daba y que aún le doy a lo que sentía por entonces. No tenía ninguna otra razón para seguir mi camino; nunca antes había amado, bueno, por supuesto que me habían hablado del asunto en casa, en la escuela, en el burdel y en la iglesia; también había leído novelas y poemas bajo la guía de mi tutor, en seis o siete idiomas vivos y muertos, en los cuales se abundaba en el tema. Por lo tanto, tenía la posibilidad, a pesar de todo, de poner una etiqueta a los terrenos en que me movía cuando me sorprendí escribiendo el nombre de Lulú en el viejo corral o con la cara metida en el lodo bajo la luna tratando de arrancar las ortigas de raíz. Eran ortigas gigantes, algunas de hasta tres pies de altura, arrancarlas aminoraba mi dolor, y sin embargo yo nunca fui de los que cortan la hierba, al contrario, la cubría de estiércol más bien. Las flores son muy otro asunto. El amor hace surgir lo peor del hombre y sin errores. Pero ¿qué clase de amor era éste exactamente? ¿Amor pasional? La verdad no creo. Ese es el amor priápico, ¿no es así? ¿O es que se trata de una variedad distinta? Hay miles de tipos, ¿no es cierto? Todos igualmente deliciosos o más, ¿no? El amor platónico, por ejemplo, he ahí un tipo que se me acaba de ocurrir. Es desinteresado. ¿Acaso la amaba platónicamente? La verdad no creo. ¿Habría estampado su nombre en la mierda de vaca de haberse tratado de un amor puro y desinteresado? Y lo hice con el dedo, ¿he?, y por si fuera poco, después me lo chupé con gusto. ¡Vamos, vamos! Mis pensamientos estaban llenos de Lulú y si eso no les da una idea de lo que sentía, entonces nada lo hará. De cualquier manera, estoy hasta la coronilla del nombre Lulú, le voy a poner otro, Ana, por ejemplo; no la describe, pero qué importa. Entonces comencé a pensar en Ana, yo, que había aprendido a no pensar en nada más allá de mis dolores, y esto con rapidez, y en qué pasos dar para no morir de hambre o de frío o de vergüenza, pero por ningún motivo pensaba en los seres humanos como tales (me pregunto qué quiere decir loanterior en realidad), dijera lo que dijera o diga lo que diga en contra o a favor del tema. Pero yo siempre he hablado, y sin duda hablaré, de cosas que nunca han existido, o que sí existieron si así les place, siempre dirán que sí, pero no se estarán refiriendo a la existencia de que he hablado. Los kepis, por ejemplo, existen sin duda alguna, de hecho hay pocas probabilidades de que desaparezcan, pero personalmente yo nunca he usado un kepi. En alguna parte escribí “Me regalaron un... sombrero”. Ahora bien, lo cierto del caso es que nunca me dieron un sombrero, yo siempre he tenido mi propio sombrero, el que me regaló mi padre, y nunca he tenido un sombrero que no sea ése. Es más, hasta podría decir que me lo llevaré a la tumba. Entonces pensaba en Ana, durante ratos muy muy largos, veinte minutos, veinticinco minutos y hasta media hora todos los días. He obtenido estas cifras al sumarles otras cifras menores. Ese debe haber sido mi modo de amar. ¿Podremos concluir entonces que la amaba con ese amor intelectual que hizo que se me cayera la baba? La verdad no creo. Pues si mi amor hubiera sido de este tipo, ¿me habría detenido acaso a escribir el nombre de Ana en la mierda de vaca, a cincelarlo en la pátina del tiempo? ¿Urtica plenis manibus? ¿Y habría sentido sus muslos balanceándose como péndulos demoníacos bajo mi cabeza atolondrada? ¡Vamos, vamos! Para ponerle fin, para intentar ponerle fin a este “compromiso”, una tarde regresé a la banca a la hora en que ella solía ir allí a encontrarse conmigo. Ni el menor indicio de ella, esperé en vano. Ya era el mes de diciembre, quizás enero, y el frío era el propio de la estación, como todo lo que pertenece a una estación. Pero una cosa es la estación para dejar huella, otra la de los cambios de aire y cielo, y otra muy distinta la del corazón. Gracias a este pensamiento, de vuelta a el quítame estas pajas, pasé una noche excelente. Al día siguiente fui más temprano a la banca, mucho más temprano, cuando acababa de anochecer, qué noche de invierno, y aun así era demasiado tarde, pues he aquí que ella ya estaba ahí en la banca, bajo las ramas, dale y dale con el sonsonete, de espaldas al montículo, mirando el agua congelada. Antes dije que era una mujer muy tenaz. No sentí nada. ¿Con qué objeto me persigues de esta manera?, le pregunté, sin tomar asiento, balanceándome para adelante y para atrás. El frío había realzado la vereda. Ella contestó que no lo sabía. Le dije que tuviera la amabilidad de decirme, si podía, qué veía en mí. Respondió que no podía. Parecía estar calientita, con las manos envueltas en una frazada. Mientras miraba esa frazada, recuerdo que se me llenaron los ojos de lágrimas. Pero no me acuerdo de qué color era. ¡Qué barbaridad, qué mal estaba yo entonces! Siempre había podido llorar a mis anchas, sin sentirme un poco mejor por ello, hasta hace poco. Si tuviera que llorar en este instante, sin embargo, podría exprimirme hasta ponerme morado y ni una gota me saldría, de eso estoy seguro. ¡Qué mal estoy ahora! Las cosas me hacían llorar. Pero no sentía la menor tristeza. Cuando se me salían las lágrimas sin motivo aparente, eso quería decir que había percibido algo desconocido. Así que me pregunto si habrá sido la frazada o a lo mejor la vereda, dura como el fierro y realzada, tanto que yo sentía como un empedrado bajo los pies, o tal vez otra cosa, alguna cosa azarosamente vista bajo el umbral, típico de mi persona. En cuanto a ella, tal vez ni siquiera había puesto los ojos en ella antes. Estaba toda encogida y cubierta por la frazada, con la cabeza hundida, la frazada y las manos sobre las piernas, las piernas muy juntas y los pies lejos del suelo. Sin forma, sin edad, casi sin vida, podría haberse tratado de cualquier cosa o persona, una vieja o una niñita. Y el modo en que repetía No lo sé, No puedo, yo era el que no sabía y no podía. ¿Viniste por mí?, dije. A duras penas dijo que sí. Bueno, pues aquí estoy, dije. ¿Y yo? ¿No había yo ido por ella? Henos aquí, dije. Me senté junto a ella pero de un salto me puse de pie nuevamente como si me hubiera quemado. Quería irme lejos, saber que todo había terminado. Pero antes de partir, para no tener ni el menor asomo de una duda, le pedí que me cantara una canción. Al principio pensé que se negaría, digo, que simplemente no cantaría, pero no, un ratito después comenzó a cantar y cantó un buen rato, todo el tiempo la misma canción según yo, sin cambiar para nada de actitud. Yo no conocía esa canción, nunca antes la había escuchado y nunca más la volveré a escuchar. Tenía algo que ver con limoneros o naranjos, no me acuerdo, eso es todo lo que me viene a la cabeza, y para mí eso no es nada malo en realidad, recordarla tenía algo que ver con limoneros o naranjos, no me acuerdo, ya que de todas las demás canciones que he escuchado en la vida, y he escuchado bastantes, resultaba imposible aparentemente, físicamente imposible, como estar sordo, atravesar el mundo, aun a mi manera, sin escuchar canciones, no he retenido nada, ni una palabra, ni una nota, o tan pocas palabras, tan pocas notas que..., que qué, que nada, esta frase ya se alargó demasiado. Luego me fui caminando y conforme avanzaba comencé a escuchar que cantaba otra canción, o tal vez más estrofas de la misma, más débil el sonido y más débil mientras más lejos me hallaba, luego ya no, bien porque había terminado o porque yo ya estaba demasiado lejos para escucharla. Dar asilo a una duda de este tipo era algo que prefería evitar en ese entonces. Viví desde luego en duda, pero una duda de tal trivialidad, puramente somática como dicen por ahí, era mejor aclararla sin más demora, podría azotarse contra mícomo un mosquito durante semanas, y semanas. Así pues, di unos pasos para atrás y me detuve. Al principio no oí nada, luego de nuevo aquella voz, apenas la oí tan débil era. Primero no la oí y luego sí, por tanto debo haber comenzado a oírla en un punto equis, pero no, no había principio, el sonido emergía tan suavemente del silencio que se le parecía. Cuando al fin cesó la voz, me acerqué otro poquito para asegurarme de que en verdad había cesado y no que había bajado de volumen nada más. Luego, en el colmo de la desesperación y diciendo No con conocimiento de causa, no con conocimiento, al sentir que estabas junto a ella, me incliné, me di la media vuelta y me fui; para siempre, atormentado por la duda. Pero unas cuantas semanas después, aun más muerto que vivo que de costumbre, regresé a la banca, por cuarta o quinta vez desde que la había abandonado, casi a la misma hora, digo, casi bajo el mismo cielo, no, miento, pues el cielo es siempre el mismo y nunca el mismo, no hay palabras para describirlo, no que yo sepa, y punto. Ella no estaba ahí, y de pronto sí estaba, no sé cómo, no la vi llegar, ni la oí y eso que era todo oídos y ojos. Digamos que estaba lloviendo, no había cambios reales, sólo en cuanto al clima. Ella tenía abierto el paraguas, naturalmente, vaya un atuendo. Le pregunté si venía todas las tardes. No, dijo, un día sí y un día no, a veces. La banca estaba empapada, caminamos de allá para acá, sin atrevernos a tomar asiento. La tomé del brazo, por simple curiosidad, para ver si sentía algún placer, pero no, así que la solté. Pero, ¿a qué vienen tantos detalles? Para ahuyentar la hora malhadada. Vi su rostro con algo más de claridad, me pareció normal, un rostro como tantos otros. Era bizca, pero eso no lo supe sino hasta después. Aquel rostro no parecía ni joven ni viejo, estaba como varado entre lo primaveral y lo marchito. Encontraba difícil sobrellevar tal ambigüedad en ese entonces. Ahora, que si era hermoso aquel rostro, o si había sido hermoso alguna vez, o si podría llegar a serlo, he de confesar que no podía formarme una opinión al respecto. Había visto rostros en fotografías y los habría considerado hermosos de haber tenido una remota idea de aquello en lo que supuestamente consistía la belleza. Y el rostro de mi padre, en su caja mortuoria, daba ciertos indicios de alguna forma estética relevante para el hombre. Pero el rostro de un muerto, todo gesto y rubor, ¿acaso puede describirse como objeto? Yo admiraba, a pesar de la oscuridad, a pesar de mi aturdimiento, el modo quieto o escasamente fluyente en que el agua alcanzaba, como sedienta, a aquella otra agua que caía del cielo. Me preguntó si quería que cantara algo. Le contesté que no, que quería que dijera algo. Pensé que diría que no tenía nada que decir, habría sido típico de ella, así que quedé agradablemente sorprendido cuando me dijo que tenía un cuarto, muy agradablemente sorprendido, aunque me lo sospechaba. ¿Quién no tiene un cuarto? Ay, escucho el clamor. Tengo dos cuartos, dijo. Bueno por fin ¿cuántos cuartos tienes?, dije. Me dijo que tenía dos cuartos y una cocina. Los elementos se iban expandiendo rítmicamente, así que a su debido tiempo recordaría el baño. ¿Escuché bien o dijiste que tenías dos cuartos?, dije. Sí, me contestó. ¿Adyacentes?, dije. Por fin, una conversación cual debe de ser. La cocina está en medio, dijo. Le pregunté por qué no me lo había contado antes. Debo haber estado fuera de mí en ese momento. No me sentía tranquilo cuando estaba con ella, pero al menos con la libertad de pensar en algo que no fuera ella, en las viejas cosas cotidianas, y así poco a poco, como descendiendo las escaleras hacia lo profundo de nada, comencé a tener la certeza que, lejos de ella, perdería la libertad.

En efecto, había dos cuartos y la cocina estaba en medio, no me había engañado. Dijo que debía haber llevado mis cosas. Le expliqué que no tenía cosas. Los cuartos estaban en el último piso de una casa vieja con vista a las montañas, para los interesados. Encendió una lámpara de aceite. ¿No tienes electri-cidad?, le pregunté. No, contestó, pero tengo agua y gas. Ja, dije, conque tienes gas. Comenzó a desves-tirse. Cuando en el colmo de su perspicacia se desviste, sin duda llevan a cabo el más sabio de los hechizos. Se quitó todo con una lentitud tal que inflamaría a un elefante, todo menos las medias, calculadas tal vez para hacer que mi concupiscencia hirviera. Fue entonces cuando noté que era bizca. Por fortuna, no era la primera mujer desnuda que se cruzaba en mi camino, así que podía quedarme, sabía que ella no explotaría. Le pregunté si podía ver el otro cuarto, el que no había visto todavía. De haberlo visto ya, habría pedido volver a verlo. ¿No te vas a desvestir?, dijo. Ah, eso, bueno es que casi nunca me desvisto. Era cierto, nunca fui de los que se desvisten indiscriminadamente. Con frecuencia me quitaba las botas antes de irme a la cama, digo, cuando me disponía (¡disponía!) a dormir, eso sin mencionar esta o aquella prenda de acuerdo con la temperatura exterior. Por lo tanto, ella se vio obligada, por simple savoir faire, a echarse encima un chal y a mostrarme el camino. Pasamos por la cocina. Podríamos haber ido por el pasillo, tal como se me ocurrió después, pero fuimos por la cocina, no sé por qué, tal vez porque era el camino más corto. Estudié el cuarto con horror. Tal densidad en los muebles vence a la imaginación. No cabe duda, debo haber visto ese cuarto en alguna parte. ¿Qué es esto?, grite. La sala, contestó. ¡La sala! Comencé entonces a sacar los muebles por la puerta hacia el pasillo. Ella observaba, con tristeza supongo, pero no necesariamente. Me preguntó qué estaba haciendo. No podía haber esperado una respuesta. Saqué los muebles uno por uno, hasta de dos en dos, y los amontoné en el pasillo, pegados a la pared. Eran cientos de cosas, grandes y pequeñas, al final bloquearon la entrada imposibilitando la salida así como a fortiori la entrada hacia y rumbo al pasillo. La puerta podía abrirse y cerrarse ya que abría para adentro, pero no se podía pasar a través dé ella. Qué raro todo. Al menos quítate el sombrero, me dijo. Trataré el tema del sombrero más adelante quizá. Finalmente el cuarto quedó vacío salvo por un sofá y algunos tramos pegados a la pared. Llevé el primero al fondo del cuarto, cerca de la puerta y al día siguiente quité los segundos y los puse en el pasillo con lo demás. Cuando los estaba quitando, qué curioso recuerdo, escuché la palabra fibroma o broma, no sé cuál, nunca lo supe, nunca supe lo que quería decir y nunca tuve la curiosidad para averiguarlo. ¡Las cosas que uno recuerda! ¡Y las que memoriza! Cuando todo estuvo en orden al fin, me dejé caer en el sofá. Ella no había movido un dedo para ayudarme. Voy por las sábanas y las cobijas, dijo. Pero yo no soportaba las sábanas. ¿Podrías correr la cortina?, le dije. La ventana estaba congelada. El efecto no era blanco porque era de noche, pero sí luminoso al menos. Aquel débil frío del resplandor, aunque yo estaba acostado con los pies en dirección a la puerta, era demasiado, de plano. De pronto me levanté y moví el sofá, es decir, le di la vuelta, de modo que el respaldo, que antes estaba pegado a la pared, quedara afuera y consecuentemente lo demás, el asiento propiamente, quedara adentro. Después me volví a echar en él como un perro en su canasta. Te dejo la lámpara, me dijo, pero le supliqué que se la llevara. Bueno, supón que necesitas algo a media noche, dijo. Claro, iba a comenzar con sus argucias de nuevo. ¿Sabes el por qué de la conveniencia?, me dijo. Tenía razón, me olvidaba, orinarse en la cama es relajante y placentero al principio, pero luego se vuelve una fuente de incomodidad. Dame una bacinica, le dije. Pero no tenía. Tengo un banquito hueco para guardar hielos, dijo. Vi claramente a la abuela sentada muy derecha y muy tiesa cuando lo acababa de adquirir, perdón, de conseguir en un bazar de caridad o cuando se lo acababa de ganar en una rifa, era una pieza de colección que ahora estaba estrenando y que deseaba lucir a como diera lugar. De eso se trata, de demorarse en las cosas. Cualquier viejo recipiente, dije, no tengo flujo. Al poco rato regresó con una especie de sartén, no una sartén en serio porque no tenía mango, era ovalada y tenía tapa y dos asas. Mi sartén consentida, dijo. Para qué quiero la tapa, dije. Ah, ¿no la necesitas?, contestó. Si hubiera dicho que necesitaba la tapa, ella habría dicho ¿necesitas la tapa? Metí este utensilio debajo de las cobijas, me gusta tener algo en la mano cuando duermo, me da seguridad, y mi sombrero todavía estaba empapado. Me puse de cara a la pared. Cogió la lámpara de encima del mantel donde la había puesto, de eso se trataba, cada detalle, proyectaba su ondulante sombra sobre mí, pensé que se había ido pero no, vino hacia mí agachada por el respaldo del sofá. Son herencia de la familia, dijo. Yo en su lugar habría salido de puntitas, pero ella no lo hizo así, ni el menor intento. Mi amor se estaba apagando ya, eso era lo único que importaba. Sí, ya me sentía mejor, sabía que pronto me levantaría y volvería a los lentos descensos, los largos hundimientos que me habían estado vedados durante tanto tiempo por su culpa. ¡Y eso que me acababa de instalar ahí! Ahora intenta sacarme de aquí, le dije. Yo parecía no captar el significado de estas palabras, ni siquiera oía el breve sonido que producían hasta unos segundos después de pronunciarlas. Estaba tan poco acostumbrado a hablar que a veces mi boca se abría sola y llenaba de vacío alguna frase o varias, gramaticalmente correctas pero totalmente vacías si no de significado, ya que ante una inspección cuidadosa lo revelarían a uno, sí de fundamento. Pero yo no podía escuchar la palabra hablada. Mi voz nunca había tardado tanto en alcanzarme como en esta ocasión. Me puse boca arriba para ver qué estaba pasando. Ella sonreía. Al rato se fue y se llevó la lámpara. Oí sus pasos en la cocina y luego oí que la puerta de su cuarto se cerraba detrás de ella. ¿Por qué detrás de ella? Al fin me encontraba solo, en la oscuridad al fin. Bueno, basta ya de esto. Pensé que estaba listo para pasar una buena noche, a pesar del ambiente tan enrarecido, pero no, pasé una noche muy agitada. Me desperté a la mañana siguiente con la ropa desarre-glada y la cobija también, y con Ana a mi lado, des-nuda naturalmente. Me pongo a temblar sólo de pensar en sus jadeos. Aún tenía la sartén en la mano. De nada había servido. Miré mi miembro. ¡Sí sólo hubiera podido hablar! Basta ya. Fue una noche de amor.

Gradualmente me fui quedando en esa casa. Ella me traía de comer a las horas previamente establecidas; se asomaba de vez en cuando para ver si yo estaba bien y para asegurarse de que no necesitaba nada, vaciaba la sartén una vez al día y hacía la limpieza del cuarto una vez al mes. No siempre podía resistir la tentación de hablar conmigo, pero en general no daba motivo de queja. A veces la oía cantar en su cuarto, la canción atravesaba la puerta, luego la cocina, luego mi puerta, y así me ganaba débil pero indisputablemente. A menos que viajara por el pasillo. Esto no me incomodaba gran cosa, digo, el sonido ocasional de una canción. Un día le pedí que me trajera un jacinto vivo, en un frasco. Lo trajo y lo puso en el mantel que ya era el único lugar —aparte del suelo— donde se podía poner algo. No le quité los ojos de encima un sólo día a aquella flor. Al principio todo iba muy bien, hasta dio una o dos flores, luego dejó de dar y seconvirtió en un tallo desnudo con hojas desnudas. Su protu-berancia, medio sacando la cabeza en busca de oxígeno, olía a podrido. Ella se lo quería llevar, pero le dije que lo dejara. Quería conseguirme otro, pero le dije que no quería otro. Me molestaban mucho más otros sonidos, risitas tiesas y gruñidos que llenaban la habitación a ciertas horas de la noche y a veces hasta del día. Ya había renunciado a pensar en ella, casi totalmente, pero de todos modos seguía; necesitando el silencio para vivir mi vida. En vano intenté prestar oídos a los razonamientos que dicen que el aire se hizo para acoger los clamores del mundo, incluso las muchas risitas y gruñidos, fue inútil, no pude encontrar alivio. No había manera de averiguar si siempre se trataba de la misma gente o de otros. Los gruñidos de todos los amantes se parecen tanto, hasta en las risitas. Sentía un horror tal entonces por estas mezquinas perplejidades, que siempre cometía el mismo error, es decir, tratar de aclararlas. Me llevó mucho tiempo, digamos que la vida entera, darme cuenta de que el color de un ojo visto a medias, o el origen de un cierto sonido distante, tienen más que ver con Guidecca en el infierno de la ignorancia que con la existencia de Dios, los orígenes del protoplasma, la existencia del ser, y son aún menos dignos que todo esto de preocupar a los sabios. Una vida no alcanza para llegar a esta consoladora conclusión, no le queda a uno tiempo para gozar de sus resultados. Así que fue un gran alivio cuando, después de plantearle a ella esta cuestión, se me dijo que se trataba de unos clientes a los que recibía en rotación. Obviamente podía haberme levantado e ido a espiar por el ojo de la cerradura. Pero, ¿qué puede uno ver, pregunto, a través de ojos como esos? Así que vives de la prostitución, le dije. Vivimos de la prostitución, dijo ella. ¿No podrías pedirles que no hicieran tanto ruido?, dije, como si le estuviera creyendo. Y añadí, o al menos diles que hagan otros ruidos. No pueden más que pujar y jadear, dijo. Pues me tendré que ir, dije. Encontró unos viejos cuadros en el baúl de la familia y colgó uno en mi puerta y otro en la suya. Le pregunté si sería posible, de vez en cuando, que me consiguiera un apio. ¡Un apio!, dijo, como si le hubiera pedido algo nunca visto. Le recordé que la temporada de apio estaba terminando y le dije que le agradecería que me diera de comer, al menos hasta el fin de la temporada, exclusivamente apio. Me gusta el apio porque sabe a violeta y la violeta porque huele a apio. De no haber apio en al tierra, las violetas me importarían un comino y de no haber violetas, me daría igual comer apio, nabo o rábano. Y aun en el actual estado de su flora, digo, en este planeta donde los apios y las violetas luchan por la convivencia, toda podría vivir sin ambos con toda tranquilidad, de veras, con tranquilidad. Un día ella tuvo la imprudencia de anunciarme que estaba encinta y que tenía ya cuatro o cinco meses así, y que yo era el culpable, ¡habráse visto! Me permitió ver su barriga de lado. Incluso se desvistió, sin duda para que yo no pensara que se había metido una almohada bajo el vestido, bueno, y también por el puro placer de desvestirse. Tal vez es puro aire, le dije, en tono de consuelo. Se me quedó mirando con sus grandes ojos cuyo color ya no recuerdo, con su gran ojo más bien, ya que el otro parecía riveteado por los restos del jacinto. Mientras más desvestida estaba, más bizca. Mira, me dijo, dejando colgar sus senos, el jacinto se está oscure-ciendo. Traté de recuperar las pocas fuerzas que me quedaban y dije, Aborta, aborta, y te juro que florecerá de nuevo. Ella había abierto las cortinas para que sus redondeces pudieran verse con claridad, y vi la montaña, impasible, cavernosa, secreta, donde de la noche a la mañana no se oía más que el silencio, los chorlitos, el tintineo del distante metal de los martillos de los picapedreros. Yo salía en la mañana con rumbo a los brezales, todo calor y esencia, para contemplar en la noche las distantes luces de la ciudad si se me antojaba y las demás luces, las de los barcos y de los faros, cuyo nombre mi padre me había enseñado, cuando era chico, y cuyo nombre podía hallar en mi memoria cuando se me antojaba, con toda seguridad. A partir de aquel día, las cosas fueron de mal en peor, de mal en peor. Y no porque ella me rechazara, nunca su rechazo me habría satisfecho, sino por la manera en que insistía con eso de nuestro hijo, exhibiendo su barriga y senos y diciendo que nacería ya de un momento al otro, que sentía que ya estaba pateando. Si está pateando, le decía yo, pues no es mío. Yo podía haber estado mucho peor en esa casa, eso júrenlo, ciertamente no era lo que se dice mi ideal, pero tampoco iba a negar sus ventajas. Pensé irme pero lo dudé mucho, las hojas habían comenzado a caer y me disgustaba el invierno. Uno no debería odiar el invierno, también tiene sus bondades, la nieve da calor y mata el tumulto, y sus pálidos días se van volando. Pero todavía ignoraba por entonces, cuan tierna puede resultar la tierra para aquellos que sólo la tienen a ella y cuántas tumbas ofrece para los vivos. Lo que dio al traste con todo fue el nacimiento. Me despertó. ¡Qué duras las ha de haber pasado ese niñito! Supongo que la acompaño una mujer porque me parecía oír pasos en la cocina que entraban y salían. Me dolía en el alma irme de una casa sin que me hubieran echado. Trepé por el respaldo del sofá, me puse el saco, el abrigo y el sombrero, sólo en eso puedo pensar, me puse las botas y abrí la puerta del pasillo. Un montón de porquerías me impedía la salida, pero me escabullí y pude salir de ahí ileso, sin importarme el ruido que hacía. Utilicé la palabra matrimonio, era una especie de unión, después de todo. Debe haber sido primeriza. Las precauciones habrían sido algo superfluo, nada podía compararse con aquellos gritos que me persiguieron por las escaleras hasta la entrada. Me detuve frente a la puerta principal y escuché. Todavía podía escucharlos. De no haber sabido que había gritos en la casa, no los habría escuchado. Pero como lo sabía, presté oídos. No estaba muy seguro de dónde me encontraba. Entre las estrellas y las constelaciones busqué a las Osas, pero no las vi. Y sin embargo, seguro estaban ahí. Mi padre fue el primero en mostrármelas. Me mostró muchas otras también, pero solo, sin él a mi lado, solamente podía encontrar a las Osas. Comencé a jugar con los gritos, como jugaba con las canciones, de aquí para allá, de aquí para allá, si a eso se le puede llamar un juego. Siempre que estuviera caminando no los escuchaba, debido a los pasos. Pero eso sí, si me detenía los volvía a escuchar, cada vez menos he de admitirlo, pero qué importa, menos o más, un grito es un grito y lo único que importa es que cese. Por años pensé que cesarían los gritos. Ahora ya perdí las esperanzas. Podría haberme conseguido amantes tal vez, pero así es la cosa, uno ama o no ama y punto.

Fin