25 de mayo de 2013

Césped / Estanislao Zaborowski


Césped
Por Estanislao Zaborowski
La oscuridad cede, se arrincona suplicando minutos que mi hermana ignora, y percibo el amanecer levitar en la habitación antes de abrir mis ojos al sol. De espalda, sus órdenes me saben a traición; como la de Danglars, el primo Fernando y las mil noches en el Castillo de If.
Sus pasos la alejan, un portazo seco se perdió en la distancia. En vilo, escucho que en la cocina la radio asegura para hoy veintinueve grados sin grises; después suena un tema que no conozco.
La ducha es tibia, el vapor de baño me envuelve en plata etérea, a veces cómplice; a veces asfixiante. Golpean la puerta, se quién es. Solo una queja se escucha: ¡Dale estúpido!. Así grita mi hermana cuando las discusiones en la mesa se van en pellizcos y tobillos morados. Creo que aún me odia porque el verano pasado no la defendí. Porque la tarde que perdió unas matas de pelo en los puños de la prima Isabel, no la defendí. Ni fui tras ella cuando su corrida dejó quebradas las margaritas del jardín. Estas vacaciones no vamos a ir a la casa que tienen mis tíos en la costa, ni Josefina pisará sus flores. Mi madre dijo que nos quedábamos en casa, y repitió la otra noche en la cena: En la colonia te vas a hacer de muchos amigos. La ducha es tibia, mi torso brilla como si fuera un espejismo a punto de romperse.

No recuerdo que más tengo que guardar en el bolso; el aroma a mermelada y pan tostado arremetió por debajo de la puerta, colmó la habitación de un sabor dulzón. El traje de baño, los botines para fútbol, las cartas de star wars y el conde de Montecristo. Freno antes de bajar la escalera, el pasillo apenas iluminado parece un fantasma desnutrido. En la habitación de Josefina se escucha música, de niñas. Me acerco despacio, como caminan los ladrones; taco planta y punta. Ella abre la puerta de golpe, casi cuando estaba apoyando mi cabeza. ¿Qué hacés?, dice. No le respondo. Y después digo: ¿Justin Bieber?. Grita dos o tres palabras, y camina desairada hacia el corazón del fantasma, luego se mete en el baño.
Sin levantar la vista de la taza, le pregunto cuánto dura la colonia de vacaciones. Al responderme mi madre no se da vuelta, permanece con la vista fija en algo del otro lado de la ventana como si estuviera esperando a alguien. La radio continúa hablando del clima, ahora dice que por culpa del calentamiento global los veranos van a ser más largos y los inviernos más cortos, eso es tener mala suerte. Y antes de poder preguntarle si ella usa bolsas para reciclar, mi hermana se sienta en la mesa. Lleva puestas dos hebillas una a cada lado de la cabeza. Su frente queda despejada, da la sensación de ser una chica inteligente. A pesar de llevarme dos años, pienso que la diferencia no se nota. Le digo que le quedan graciosas, latiendo desprecio me trata de tarado. Pienso una respuesta pero no la digo porque mi madre se queja en voz alta. Dice que algo es increíble, como puede ese algo ser tan idiota. El ómnibus que nos tenía que pasar a buscar se olvidó de nosotros. Ya son las nueve pasadas, camina hacia el living para llamar por teléfono a la colonia. Ignoro el porqué, pero me acuerdo del acto de fin de curso del colegio. Fue en diciembre pasado, tuvimos que cantar un tema en inglés y otro en castellano. Una de las canciones es la de Serrat que habla de la libertad, y está inspirada en poemas de Antonio Machado. Entonces pienso que tengo bien presente esa canción porque cuando la preparábamos tuve una controversia con mi maestra de sexto grado; que no hubiese pasado si ella evitara usar minifaldas tan cortas. Es más, pienso que nada de lo que sucedió hubiera ni siquiera sido un rumor o una leyenda urbana, si la maestra no trepaba la escalera. Pero alguien tenía que colgar en el pizarrón la cartulina con la letra de la canción, y no hay ningún alumno en el curso más alto que ella. Así que cuando subió, varios nos acercamos. Y lo que creímos ver fue mejor que lo que vimos. Pero la maestra no pensó lo mismo cuando desde arriba se dio vuelta y nos vio al pie del primer escalón con la mirada puesta en su entrepierna. Por eso varios salimos del aula corriendo a pesar de escuchar risas en el salón, y solo volví dos días después con una carta de disculpas en el pantalón, y una mejilla morada que derritió varios hielos hasta recuperar su rosado habitual.

Josefina en el asiento de atrás tiene los auriculares puestos. Son grandes, de cuero blanco y le tapan toda la oreja. Mi madre mira fijo el semáforo, como si se estuviera concentrando para cambiarlo de color con poderes extrasensoriales. Pero el rojo no cambia. En realidad cambia uno de los dos; el que es para doblar. Pero nosotros no doblamos y entonces mi madre resopla.
Van a llegar un poco tarde, dice mirando el espejo retrovisor, justo cuando el semáforo se pone verde. Le tocan bocina. Otra vez se queja, ahora susurra por lo bajo: Imbécil. Al cabo de algunas cuadras, dobla para tomar una calle más ancha. Todavía no hay mucho tráfico, son las nueve y media. Acelera en la avenida, los árboles con sus copas al viento parecen correr hacia el otro extremo. Se escapan, corren gigantes agitando sus armas: Huyen de la colonia. Al llegar, Josefina cierra el auto de un portazo, se acerca a la ventanilla del conductor, le da un pequeño beso en la boca. Abro la puerta del acompañante y siento que mi madre me sonríe, pero no me mira aunque tenga los ojos clavados en mi.

Caminamos hasta el arco donde se encuentran las casillas de ingreso, al cruzarlo el sendero se divide en dos. Un cartel indica a la derecha el vestuario de varones, el de mujeres al fondo. Josefina se va directamente sin siquiera saludarme, supone que la veré después. Es eso, o su total desinterés. Pienso en lo segundo justo cuando en la entrada del vestuario alguien pregunta si tengo el certificado médico para entrar en la pileta. Le digo que no, y el señor pone cara de apenado. Entonces no vas a poder entrar, dice. Tampoco es que me interesara mucho respondo, y le agrego que vengo a la colonia de vacaciones.
El club es enorme, el mapa que estuve mirando en el vestuario decía que tiene una pileta olímpica, cuatro canchas de futbol cinco, dos de rugby, dos de hockey; y un comedor con sector de parrillas. El grupo de la colonia está compuesto por varones y niñas de distintas edades. Fue difícil dar con ellos porque cuando al fin los encontré, bajo la sombra de unos cuantos árboles, la mayoría de mis conocidos ya se habían dispersado. Me siento sobre el pasto cerca de varios varones, saludo con la mano abierta. Un rubio de flequillo hace señas invitándome al círculo. Tiene la cara redonda como la luna, y piernas gruesas que parecen los panes caseros que los domingos hace mi madre.

El gordo en voz alta presenta al resto, por la apariencia doy cuenta que me llevan algunos años; luego pregunta mi nombre. Tardo en responder, a unos metros dentro de la pileta mi hermana conversa con dos amigas. La miro pero ella no se da cuenta porque esta de perfil riéndose. Pablo, que tiene una camiseta del barcelona, pregunta si conozco a las chicas. Le respondo que sí, que una es mi hermana. Entonces se miran entre ellos, se paran a mi lado preguntándome cuál es. Les digo que no se, y al instante simulando distracción uno pisa mi mano con el pie descalzo. Duele un poco, agito el brazo poniéndome de pie justo cuando de reojo veo que Josefina se echa a nadar hacia el otro extremo de la pileta. ¿Cómo que no sabes quién es?, dice el más alto. No le respondo, entonces me empuja medio metro hacia atrás. Le digo que no la reconozco porque todas tienen la gorra de baño. Acechan nuevamente, veo que uno se pone a mi espalda, pero no le puedo prestar atención porque acierto la jugada del más alto que se acerca con los brazos extendidos. Cuando siento su fuerza sobre el pecho, adivino que el gordo se había puesto en cuatro patas por detrás. Caigo pero no fuerte, el césped amortigua. Antes de poder levantarme el alto se sienta encima mío, con las rodillas me anula los brazos. Tengo un gusto amargo en la boca, el que juega en barcelona me obliga a comer tierra. Húmeda apenas tibia, como el agua en la ducha y envuelto en ella un golpe en la puerta; el insulto de mi hermana. Unas manos sacuden mi cabeza, y escucho la agresión. No le voy a abrir, que espere a que termine con el baño. El alto no deja de sacudirme, pero dentro del remolino exclaman mi nombre. Sueltan mis brazos, quedo un poco aturdido aunque ya sin escuchar los golpes en la puerta. Entre el calor que me gotea la frente, con los ojos apenas por abrir, veo la sombra preocupada de mi hermana. El sudor sabe a verde rocío de verano, y me arrepiento de no tener el certificado para entrar a la pileta.

Fin

18 de mayo de 2013

La partida del tren / Clarice Lispector


La partida del tren
Clarice Lispector

La partida era en la Central con su reloj enorme, el más grande del mundo. Marcaba las seis de la mañana. Ángela Pralini pagó el taxi y cogió su pequeña valija. Doña María Rita Alvarenga Chagas Souza Melo descendió del Opel de la hija y se encaminaron hacia las vías. La vieja iba bien vestida y con joyas. De las arrugas que la ocultaban salía la forma pura de una nariz perdida en la edad, y de una boca que en otros tiempos debía haber sido llena y sensible. Pero qué importa. Se llega a un cierto punto y lo que fue no importa. Comienza una nueva raza. Una vieja no puede comunicarse. Recibió el beso helado que su hija le dio antes de que el tren partiera. Antes la ayudó a subir al vagón. Aunque en éste no había un centro, ella se colocó de lado. Cuando la locomotora se puso en movimiento, se sorprendió un poco: no esperaba que el tren siguiera en esa dirección y se encontró sentada de espaldas al camino.

Ángela Pralini advirtió el movimiento y preguntó:
-¿Quiere cambiar de lugar conmigo?

Doña María lo rechazó con delicadeza, dijo que no, muchas gracias, a ella le daba lo mismo. Pero parecía haberse perturbado. Se pasó la mano sobre el camafeo afiligranado de oro, pinchado en el pecho, paseó la mano por el broche, la quitó, la llevó hasta el sombrero de fieltro con una rosa de paño, la retiró. Seca. ¿Ofendida? Al final, le preguntó a Ángela Pralini:
-¿Es por mí que desea cambiar de lugar?

Ángela Pralini dijo que no, se sorprendió, la vieja se sorprendió por el mismo motivo: no se reciben atenciones de una viejita. Ella sonrió un poco demasiado y los labios cubiertos de talco se partieron en surcos secos: estaba encantada. Y un poco agitada:
-Qué amabilidad la suya -le dijo-, qué gentileza.

Hubo un movimiento de perturbación porque Ángela Pralini rió también, y la vieja continuaba riendo, mostrando una dentadura bien arenada. Dio discretamente un tirón al cinturón que la apretaba demasiado.
-Qué amable- repitió.

Se recompuso un tanto deprisa, cruzó las manos sobre el bolso que contenía todo lo que se podía imaginar. Las arrugas, mientras reía, habían tomado un sentido, pensó Ángela. Ahora eran otra vez incomprensibles, superpuestas en un rostro otra vez inmodelable. Pero Ángela le quitaba la tranquilidad. Ya conocía a muchas jóvenes nerviosas que se decían: si me río un poco lo arruino todo, va a ser ridículo, tengo que parar, y era imposible, la situación era muy triste. Con inmensa piedad, Ángela vio la cruel verruga en la mandíbula, verruga de la cual salía un pelo negro y tieso. Pero Ángela le quitaba la tranquilidad. Se daba cuenta de que sonreiría en cualquier momento: Ángela la ponía en ascuas. Ahora era una de esas viejitas que parecen pensar que están siempre atrasadas, que se pasaron de hora. No se contuvo un segundo más, se irguió y espió por su ventana, como si fuera imposible mantenerse sentada.
-¿Quiere levantar el cristal? -le dijo un chico que oía a Haendel en una radio a pilas.
-¡Ah! -exclamó ella, aterrorizada.
¡Oh, no!, pensó Ángela, se estaba arruinando todo, el chico no debía haber dicho eso, era demasiado, no había que tocarla otra vez. Porque la vieja, casi a punto de perder la actitud de la que vivía, casi a punto de perder cierta amargura, temblaba como música de clave entre la sonrisa y el extremo encanto.
-No, no, no -dijo ella con falsa autoridad-, de ningún modo, gracias, sólo quería mirar.

Se sentó inmediatamente como si la delicadeza del chico y de la muchacha la vigilaran. La vieja, antes de subir al tren, se persignó con tres cruces en el corazón, besando discretamente las puntas de los dedos. Llevaba un vestido oscuro con cuello de encaje verdadero y un camafeo de oro puro. En la oscura mano izquierda las dos alianzas gruesas de viuda, gruesas como ya no se hacían. Del otro vagón se oía a un grupo de bandeirantes que cantaban Brasil agudamente. Felizmente, era en el otro vagón. La música de la radio del chico se entrecruzaba con la música de otro, que estaba escuchando a Edith Piaf cantando J´attendrai.
Fue entonces cuando el tren de pronto dio una sacudida y las ruedas se pusieron en movimiento. Comenzó la partida. La vieja murmuró bajo: "¡Ay, Jesús!". Ella se bañaba en la terma de Jesús. Amén. Por la radio a pilas de una mujer se supo que eran las seis y treinta de la mañana, mañana fría, la vieja pensó: Brasil mejora la señalización de sus calles. Un tal Kissinger parecía mandar en el mundo.

Nadie sabe dónde estoy, pensó Ángela Pralini, y eso la asustaba un poco, ella era una fugitiva.
-Mi nombre es María Rita Alvarenga Chagas Souza Melo, Alvarenga Chagas era el apellido de mi padre -dijo, agregando una petición de disculpas por tener que decir tantas palabras sólo para pronunciar su nombre-. Chagas -añadió con modestia- eran las llagas de Cristo. Pero me puede llamar doña María Rita. ¿Y su nombre? Su gracia, ¿cuál es?
-Mi nombre es Ángela Pralini. Voy a pasar seis meses en la hacienda de mis tías. ¿Y usted?
-¡Ah! Yo voy a la hacienda de mi hijo, me voy a quedar allí el resto de mi vida, mi hija me trajo hasta el tren y mi hijo me espera con el auto en la estación. Soy como un paquete que se entrega de mano en mano.

Los tíos de Ángela no tenían hijos y la trataban como a una hija. Ángela se acordó de la nota que dejó para Eduardo: "No me busques. Voy a desaparecer de tu vida para siempre. Te amo como nunca. Tu Ángela no fue más tuya porque tú no quisiste".

Quedaron en silencio. Ángela Pralini se entregó al ruido cadencioso del tren. Doña María Rita miró de nuevo su anillo de brillantes y perla en su dedo, alisó el camafeo de oro: "Soy vieja pero soy rica, más rica que todos aquí en el vagón. Soy rica, soy rica". Espió el reloj, más para ver la gruesa placa de oro que para ver la hora. "Soy muy rica, no soy una vieja cualquiera." Pero sabía, ah, sabía bien que era una viejita cualquiera, una viejita asustada por las menores cosas. Se acordó de sí misma, el día entero sola en su mecedora, sola con los criados, mientras la hija, relacionista pública, pasaba el día afuera, no llegaba hasta las ocho de la noche, y ni siquiera le daba un beso. Se acordó ese día a las cinco de la mañana, todavía oscuro y hacía frío.

Después de la delicadeza del chico estaba extraordinariamente agitada y sonriente. Parecía más delgada. Cuando se reía, se revelaba como una de esas viejas llenas de dientes. La crueldad dislocada de los dientes. El chico ya se había alejado. Ella abría y cerraba los párpados. De pronto golpeó con los dedos la pierna de Ángela, con extrema rapidez y suavidad:
-Hoy todos están verdaderamente, pero verdaderamente amables, qué gentileza, qué gentileza.

Ángela sonrió. La vieja permaneció sonriendo sin quitar los ojos profundos y vacíos de los ojos de la muchacha. Vamos, vamos, la fustigaban de todos lados, y ella espiaba para acá y para allá como si fuera a escoger. ¡Vamos, vamos!, la empujaban riendo de todos lados y ella se sacudía, sonriente, delicada.
-Qué amables son todos en este tren -dijo.

Súbitamente intentó recomponerse, carraspeó falsamente, se contuvo. Debía ser difícil. Temía haber llegado a un punto donde no podía interrumpirse. Se mantuvo en severidad y temor, cerró los labios sobre los innumerables dientes. Pero no podía engañar a nadie. Su rostro tenía tal esperanza que perturbaba los ojos de quienes la veían. Ella ya no dependía de nadie: una vez que la habían tocado, podían irse, ahora ella sola se irradiaba, magra, alta. Pero todavía quería decir algo y ya preparaba un gesto social de cabeza, llena de gracia previa. Ángela se preguntaba si ella sabría expresarse. Ella pareció pensar, pensar y encontrar con ternura un pensamiento ya todo hecho donde mal y mal podía acoger su sentimiento. Dijo con cuidado y sabiduría de anciana, como si precisara tomar ese aire para hablar como vieja:
-La juventud. La juventud amable.

Rió un poco fingidamente. ¿Iba a tener una crisis de nervios?, pensó Ángela Pralini. Porque estaba tan maravillosa. Pero carraspeó otra vez con austeridad, dio unos golpecitos con las puntas de los dedos como si ordenara con urgencia a la orquesta una nueva partitura. Abrió el bolso, lo revisó hasta encontrar un diario grande y normal, fechado tres días atrás, observó Ángela. Se puso a leer.
Ángela había perdido siete kilos. En la hacienda iba a comer lo que nunca en la vida: guiso de habas y repollo de Minas Gerais, para recuperar los preciosos kilos perdidos.

Estaba tan delgada por intentar acompañar el raciocinio brillante e interrumpido de Eduardo: bebía café sin azúcar sin parar para mantenerse despierta. Ángela Pralini tenía los senos muy bonitos, eran su punto fuerte. Tenía los ojos con ojeras profundas. Ella aprovechaba el silbido aullante del tren para que fuese su propio grito. Era un berrido agudo, el suyo, sólo que vuelto hacia adentro. Era la mujer que bebía más whisky en el grupo de Eduardo. Aguantaba de seis a siete de una vez, manteniendo una lucidez de terror. En la hacienda iba a beber leche grasa de vaca. Una cosa unía a la vieja y a Ángela: ambas iban a ser recibidas con los brazos abiertos, pero una no sabía eso de la otra. Ángela se estremeció súbitamente: quién daría el último día de vermicida al cachorro. Ah, Ulises, pensó ella del perro, no te abandoné porque quisiera, lo que necesitaba era huir de Eduardo, antes que él me arruinase totalmente con su lucidez: lucidez que iluminaba demasiado y lo quemaba todo. Ángela sabía que los tíos tenían remedio contra la picadura de cobra: pretendía entrar de lleno en la floresta espesa y verde, con botas altas y untada con remedio contra la picadura de mosquito. Como si saliera de la carretera Transamazónica, la exploradora. ¿Qué bichos encontraría? Era mejor llevar una espingarda, comida y agua. Y una brújula. Desde que descubrió -pero lo descubrió realmente con espanto- que iba a morir un día, desde entonces no tuvo más miedo a la vida, y a causa de la muerte, tenía derechos totales: lo arriesgaba todo. Después de haber tenido dos uniones que habían terminado en nada, esta tercera que terminaba en amor-adoración, cortada por la fatalidad del deseo de sobrevivir. Eduardo la había transformado: la hizo volver los ojos hacia adentro. Pero ahora miraba hacia afuera. Veía a través de la ventana los senos de la tierra, en las montañas. ¡Existen pajaritos, Eduardo! ¡Existen nubes, Eduardo!, y cuando yo era una niña cabalgaba a la carrera en un caballo desnudo, sin silla. Y estoy huyendo de mi suicidio, Eduardo. Disculpa, Eduardo, pero no quiero morir. Quiero ser fresca y rara como una granada.

Y la vieja fingía que leía el periódico. Pero pensaba: su mundo era un suspiro. No quería que los otros la consideraran abandonada. Dios me dio salud para viajar, sólo. Ttambién soy buena de cabeza, no hablo sola y yo misma me baño todos los días. Olía a agua de rosas mustias y maceradas, era su perfume añejo y enmohecido. Tener un ritmo respiratorio, pensó Ángela de la vieja, era la cosa más bella que quedó desde que doña María Rita naciera. Era la vida.

Doña María Rita pensaba: cuando se hizo vieja comenzó a desaparecer para los otros, sólo la veían por casualidad. Ella ya era el futuro.
Ángela pensó: creo que si encontrara la verdad, no podría pensarla. Sería impronunciable mentalmente.
La vieja siempre fue un poco vacía; bien, un poquito. ¿Muerte? Era raro, no formaba parte de los días. Y aun "no existir" ni existía, era imposible no existir. No existir no cabía en nuestra vida diaria. La hija no era cariñosa. En compensación, el hijo era tan cariñoso, bonachón, medio gordo. La hija era seca, con sus besos rápidos, la relacionista pública. La vieja tenía cierta holganza de vivir. La monotonía, sin embargo, era lo que la sostenía.
Eduardo escuchaba música con el pensamiento. Y entendía la disonancia de la música moderna, sólo sabía entender. Su inteligencia la ahogaba. "Tú eres una temperamental, Ángela", le dijo una vez. ¿Y qué? ¿Qué mal había en eso? Soy lo que soy y no lo que piensas que soy. La prueba de quien soy es esta partida del tren. Mi prueba también es doña María Rita, ahí enfrente. ¿Prueba de qué? Sí. Ella ya tuvo plenitud. Cuando ella y Eduardo estaban tan apasionados uno por el otro que estando juntos en una cama, con las manos unidas, ella sentía la vida completa. Poca gente conocía la plenitud. Y, porque la plenitud es también una explosión, ella y Eduardo cobardemente pasaron a vivir "normalmente". Porque no se puede prolongar el éxtasis sin morir. Se separaron por un motivo fútil casi inventado: no querían morir de pasión. La plenitud es una de las verdades encontradas. Pero el rompimiento necesario fue para ella una ablación, como ocurre a las mujeres a quienes les extraen el útero y los ovarios: vacía por dentro.
Doña María Rita era tan antigua que en la casa de la hija estaban habituados a ella como a un mueble viejo. Ella no era novedad para nadie. Pero nunca le pasó por la cabeza que era una solitaria. Sólo que no tenía nada que hacer. Era un ocio forzado que en ciertos momentos se tornaba doloroso: no tenía nada que hacer en el mundo. Salvo vivir como un gato, como un cachorro. Su ideal era ser dama de compañía de alguna señora, pero eso ya no se usaba y además nadie la creería fuerte a los setenta y siete años, pensarían que era floja. No hacía nada, sólo eso: ser vieja. A veces se deprimía: pensaba que no servía para nada, no servía siquiera a Dios: doña María Rita no tenía infierno dentro de ella. ¿Por qué los viejos, aun los que no tiemblan, sugieren algo delicadamente trémulo? Doña María Rita tenía un temblor quebradizo de música de acordeón.
Pero cuando se trata de la vida, ¿quién nos ampara? Pues cada uno es uno. Y cada vida tiene que ser amparada por esa propia vida de cada uno. Cada uno de nosotros: es con lo que contamos. Como doña María Rita siempre fue una persona común, le parecía que morir no era cosa normal. Morir era sorprendente. Era como si ella no estuviera a la altura del acto de la muerte, pues nunca le había ocurrido hasta ahora nada de extraordinario en la vida que justificara de pronto otro hecho extraordinario. Hablaba y hasta pensaba en la muerte, pero en el fondo era escéptica e incrédula. Pensaba que se moría cuando ocurría un accidente o alguien mataba a alguien. La vieja tenía poca experiencia. A veces tenía taquicardia: bacanal del corazón. Pero sólo eso, y le sucedía desde joven. En su primer beso, por ejemplo, el corazón se desgobernó. Y fue una cosa buena, en el límite con lo malo. Algo que recordaba su pasado, no como hechos sino como vida: una sensación de vegetación en sombra, hierbas, samambayas, culandrillos, frescor verde. Cuando sentía eso otra vez, sonreía. Una de las palabras más eruditas que usaba era "pintoresco". Era bueno. Era como oír el murmullo de una fuente y no saber dónde nacía.
Un diálogo que sostenía consigo misma:
-¿Estás haciendo algo?
-Sí, estoy: estoy siendo triste.
-¿No te molesta estar sola?
-No; pienso

A veces no pensaba. A veces se quedaba sólo siendo. No necesitaba hacer. Ser era ya un hacer. Podía ser lentamente o un poco de prisa.
En el asiento de atrás, dos mujeres hablaban y hablaban sin parar. Sus voces constantes se fundían con el ruido de las ruedas del tren y de las vías.
Doña María Rita había esperado que la hija permaneciera en la plataforma del tren para decirle adiós, pero esto no sucedió. El tren inmóvil. Hasta que arrancó.
-Ángela -dijo-, una mujer nunca dice la edad, por eso sólo puedo decirte que es mucha. Pero a ti (¿puedo tutearte, verdad?) voy a hacerte una confidencia: tengo setenta y siete años.
-Yo tengo treinta y siete -dijo Ángela Pralini.

Eran las siete de la mañana.
-Cuando era joven era muy mentirosa. Mentía muchísimo.
Después, como si se hubiera desencantado de la magia de la mentira, dejó de mentir.
Ángela, mirando a la vieja doña María Rita, tuvo miedo de envejecer y de morir.
Sostén mi mano, Eduardo, para no tener miedo de morir. Pero él no sostenía nada. Lo único que hacía era: pensar, pensar y pensar. Ah, Eduardo, ¡quiero la dulzura de Schumann! Su vida era una vida deshecha, evanescente. Le faltaba un hueso duro, áspero y fuerte, contra el cual nadie pudiera nada. ¿Quién sería ese hueso esencial? Para alejar esa sensación de enorme carencia, pensó: ¿cómo se las arreglaban en la Edad Media sin teléfono y sin avión? Misterio. Edad Media, yo te adoro y tus nubes oscuras y cargadas que desembocaron en el Renacimiento luminoso y fresco.

En cuanto a la vieja, estaba ida. Miraba hacia la nada.
Ángela se miró en el pequeño espejo del bolso. Me parezco a un desmayo. Cuidado con el abismo, le digo a aquella que se parece a un desmayo. Cuando me muera, voy a sentir tanta nostalgia de ti, Eduardo. La frase no resistía la lógica, sin embargo tenía en sí misma un imponderable sentido. Era como si ella quisiera expresar una cosa y expresara otra.
La vieja ya era el futuro. Parecía tener vergüenza. ¿Vergüenza de ser vieja? En algún punto de su vida debería con certeza haber habido un error, y el resultado era ese extraño estado de vida. Que sin embargo no la llevaba a la muerte. La muerte era siempre una sorpresa para quien moría. Tenía, a pesar de todo, el orgullo de no babear ni hacer pipí en la cama, como si esa forma de salud bravía hubiera sido meritoriamente el resultado de un acto de su voluntad. Sólo no era una dama, una señora de edad, por no tener arrogancia: era una viejita digna que de repente tomaba un aire asustadizo. Ella, bueno, ella se elogiaba a sí misma, considerábase una vieja llena de precocidad como una niña precoz. Pero la verdadera intención de su vida, no la sabía.
Ángela soñaba con la hacienda: allí se escuchaban gritos, latidos y aullidos, de noche. "Eduardo -pensó ella para él-, yo estaba cansada de intentar ser lo que tú creías que soy. Tengo un lado malo (el más fuerte y el que predominaba ahora, el que había intentado esconder por ti), y en ese lado fuerte yo soy una vaca, soy una yegua libre que patea en el suelo, soy una mujer de la calle, soy vagabunda, y no una "letrada". Sé que soy inteligente y que a veces escondo eso para no ofender a los otros con mi inteligencia, y que soy una inconsciente. Huí de ti, Eduardo, porque tú me estabas matando con tu cabeza de genio que me obligaba casi a taparme los oídos con las manos y casi a gritar de horror y de cansancio. Y ahora me voy a quedar seis meses en la hacienda, tú no sabes dónde estaré, y todos los días tomaré un baño en el río mezclando con el barro mi propio barro. Soy vulgar, Eduardo, y tienes que saber que me gusta leer historias de folletín, mi amor, oh, mi amor, cómo te amo y cómo amo tus terribles maleficios, ah, cómo te adoro, soy tu esclava. Pero yo soy física, mi amor, yo soy física y tuve que esconder de ti la gloria de ser física. Y tú, que eres el mismo fulgor del raciocinio, entonces no sabía, eras alimentado por mí. Tú, superintelectual y brillante y dejando a todos admirados y boquiabiertos."

-Me parece -se dijo en voz baja la vieja-, me parece que esa joven bonita no tiene interés en conversar conmigo. No sé por qué, pero nadie conversa más conmigo. Aun cuando estoy junto a la gente, nadie parece pensar en mí. A fin de cuentas, no tengo la culpa de ser vieja. Pero no hago daño, y me hago compañía. Y también tengo a Nandino, mi hijo querido que me adora.
"¡El placer sufrido de rascarse!", pensó Ángela. Yo, yo que no voy en esa dirección ni en la otra, ¡soy libre! Estoy quedando más saludable, tengo deseos de decir un desafuero en voz alta para asustar a todos. ¿La vieja no entendería? No sé, ella debe haber parido varias veces. Yo no estoy de acuerdo en eso de que lo cierto es ser infeliz, Eduardo. Quiero gozar de todo y después morir y que me dañe, que me dañe, que me dañe. Sé bien que la vieja es capaz de ser infeliz sin saberlo. Pasividad. Y no entro en eso tampoco, nada de pasividad, quiero tomar un baño desnuda en el río barroso que se parece a mí, ¡desnuda y libre! ¡Viva! ¡Tres vivas! ¡Lo abandono todo! ¡Todo! Y así no soy abandonada, no quiero depender sino de unas tres personas, y el resto es: Buenos días, ¿todo bien? Todo bien. Edu, ¿sabes? Te abandono. Tú, en el fondo de tu intelectualismo, no vales la vida de un perro. Te abandono, entonces. Y abandono el grupo falsamente intelectual que exigía de mí un vano y nervioso ejercicio continuo de inteligencia falsa y apresurada. Fue preciso que Dios me abandonara para que yo sintiera su presencia. Necesito matar a alguien dentro de mí. Tú arruinaste mi inteligencia con la tuya que es de genio. Y me obligaste a saber, a saber, a saber. Ah, Eduardo, no te preocupes, llevo conmigo los libros que tú me diste para "seguir un curso en casa", como querías. Estudiaré filosofía cerca del río, por el amor que te tengo.

Ángela Pralini tenía pensamientos tan hondos que no había palabras para expresarlos. Era mentira decir que sólo se podía tener un pensamiento a la vez: tenía muchos pensamientos que se entrecruzaban y eran diferentes. Sin hablar del "subconsciente" que explota en mí, quiera o no quiera. Soy una fuente, pensó Ángela, pensando al mismo tiempo dónde habría puesto el pañuelo de cabeza, pensando si el cachorro habría tomado la leche que le había dejado, en las camisas de Eduardo, y su extremado agotamiento físico y mental. Y en la vieja doña María Rita. "Nunca voy a olvidar tu rostro, Eduardo." Era un rostro un poco asustado, asustado de su propia inteligencia. Él era un ingenuo. Y amaba sin saber que estaba amando. Iba a quedarse tonto cuando descubriera que ella se había ido, dejando al cachorro y a él. Abandono por falta de nutrición, pensó. Al mismo tiempo pensaba en la vieja sentada enfrente. No era verdad que sólo se pensaba en una sola cosa. Era, por ejemplo, capaz de escribir un talón perfecto, sin un error, pensando en su vida. Que no era buena, pero, en definitiva, era suya. Suya otra vez. La coherencia, no la quiero más. La coherencia es mutilación. Quiero el desorden. Sólo adivino a través de una vehemente incoherencia. Para meditar saqué demasiadas cosas de mí y siento el vacío. Es en el vacío donde se pasa el tiempo. Ella que adoraba una buena playa, con sol, arena y sol. Él está abandonado, perdió el contacto con la tierra, con el cielo. Él ya no vive, existe. El aire entre ella y Eduardo Gomes era de emergencia. Ella se había transformado en una mujer urgente. Es que, para mantener despierta la urgencia, tomaba drogas excitantes que la adelgazaban cada vez más y le quitaban el hambre. Quiero comer, Eduardo, tengo hambre, Eduardo, hambre de mucha comida. ¡Soy orgánica!
"Conozca hoy el supertrén de mañana." Selecciones del Reader´s Digest que ella a veces leía a escondidas de Eduardo. Era como las Selecciones que decían: conozca hoy el supertrén de mañana. Positivamente no estaba conociendo hoy. Pero Eduardo era el supertrén. Súper todo. Ella conocía hoy el súper de mañana. Y no lo soportaba. No soportaba el movimiento perpetuo. Tú eres el desierto, y yo voy a Oceanía, a los mares del Sur, a la isla de Tahití. Aunque estén estragadas por los turistas. Tú no eres más que un turista, Eduardo. Voy hacia mi propia vida, Edu. Y digo como Fellini: en la oscuridad y en la ignorancia creo más. La vida que llevaba con Eduardo tenía olor a farmacia nueva recién pintada. Ella prefería el olor vivo del estiércol por más repugnante que fuera. Él era correcto como una pista de tenis. Además, practicaba el tenis para mantener la forma. En fin, él era un trasto que ella amaba y casi no amaba más. Estaba recobrando en el tren mismo su salud mental. Continuaba apasionada por Eduardo. Y él, sin saber, también lo estaba por ella. Yo que no consigo hacer nada bien, excepto las tortillas. Con una sola mano rompía huevos con una rapidez increíble, y los volcaba en la vasija sin derramar ni una gota. Eduardo moría de envidia de tanta elegancia y eficiencia. Él a veces daba charlas en las universidades y lo adoraban. Ella también asistía, ella también lo adoraba. ¿Cómo empezaba? "No me siento a gusto cuando veo algunas personas que se levantan cuando oyen anunciar que voy a hablar." Ángela siempre tenía miedo que la gente se retirara y lo dejaran solo.
La vieja, como si hubiera recibido una transmisión de pensamiento, pensaba: que no me dejen sola. ¿Qué edad tengo? Ya ni lo sé.
Después, enseguida, vació su pensamiento. Y era tranquilamente nada. Mal existía. Era bueno así, muy bueno. Inmersiones en la nada.
Ángela Pralini, para calmarse, se contó una historia muy calmante, muy tranquila: era una vez un hombre a quien le gustaban mucho las frutas del jabuticabas. Entonces fue hacia un bosque donde había árboles cargados de protuberancias negras, lisas y lustrosas, que le caían en las manos blandamente y que de las manos le caían a los pies. Era tal la abundancia de jabuticabas que se daba el lujo de pisarlas. Y ellas hacían un ruidito muy gracioso. Hacían así: cloc-cloc-cloc, etc. Ángela se calmó con el hombre de las jabuticabas.
En la hacienda había jabuticabas y ella iba a hacer con los pies desnudos el cloc-cloc, suave y húmedo. Nunca sabía si debía o no tragar los carozos. ¿Quién le iba a contestar esa pregunta? Nadie. Sólo tal vez un hombre que, como Ulises, el perro, y contra Eduardo, respondiera: "Mangia, bella, que ti fa bene". Sabía un poquito de italiano pero nunca estaba segura de su sentido. Y después de lo que ese hombre dijera, ella tragaría los carozos. Otro árbol que le gustaba era uno cuyo nombre científico había olvidado pero que en la infancia todos habían conocido directamente, sin ciencia, era uno que en el Jardín Botánico de Río hacía un cloc-cloc sequito. ¿Ves? ¿Ves cómo estás renaciendo? Siete vidas de gato. El número siete la acompañaba, era su secreto, su fuerza. Se sentía linda. No lo era. Pero se sentía. Se sentía también bondadosa. Con ternura hacia la vieja María Rita que se había puesto las gafas para leer el diario. Todo era vagaroso en la vieja María Rita. ¿Cerca del fin? Ay, cómo duele morir. En la vida se sufre más si se tiene algo en la mano: la inefable vida. Pero, ¿y la pregunta sobre la muerte? Era preciso no tener miedo: ir hacia el frente, siempre.
Siempre.

Como el tren.
Y en algún lugar existe una cosa escrita en el muro. Y es para mí, pensó Ángela. De las llamas del Infierno llegará un telegrama fresco para mí. Y nunca más mi esperanza será decepcionada. Nunca. Nunca más.
La vieja era anónima como una gallina, como había dicho una tal Clarice hablando de una vieja desvergonzada, enamorada de Roberto Carlos. Esa Clarice incomodaba. Hacía gritar a la vieja: ¡tiene! ¡que! ¡haber! ¡una! ¡puerta! ¡de saliiiiida! y la había. Por ejemplo, la puerta de salida de esa vieja era el marido que volvería al día siguiente, eran personas conocidas, era su empleada, era la plegaria intensa y fructífera frente a la desesperación. Ángela se dijo como si se mordiera rabiosamente: tiene que haber una puerta de salida. Tanto para mí como para doña María Rita.
Yo no puedo detener el tiempo, pensó María Rita Alvarenga Chagas Souza Melo. Fracasé. Estoy vieja. Y fingió leer el diario sólo para recuperar la compostura.
Quiero sombra, gimió Ángela, quiero sombra y anonimato.
La vieja pensó: su hijo era tan bondadoso, tan cálido de corazón, tan cariñoso. La llamaba "madrecita". Sí, tal vez pase el resto de mi vida en la hacienda, lejos de la relacionista pública que no me necesita. Y mi vida será muy larga, a juzgar por mis padres y abuelos. Podía alcanzar, fácil, fácil, los cien años, pensó confortablemente. Y morir de repente para no tener tiempo de sentir miedo. Se persignó discretamente y pidió a Dios una buena muerte.
Ulises, si tu cara fuera vista bajo el punto de vista humano, serías monstruoso y feo. Era lindo desde el punto de vista perro. Era vigoroso como un caballo blanco y libre, sólo que era castaño suave, anaranjado, color whisky. Pero su pelo es lindo como el de un enérgico y empinado caballo. Los músculos del pescuezo eran vigorosos y se podían tocar con manos de dedos sabios. Ulises era un hombre. Sin dejar de ser un perro. Era delicado como un hombre. Una mujer debe tratar bien al hombre.
El tren entrando en el campo: los grillos gritaban agudos y ásperos.
Eduardo, una vez, sin gracia, como quien se ve forzado a cumplir una función, le dio de regalo un gélido diamante. Ella hubiera preferido brillantes. En fin, suspiró ella, las cosas son como son. A veces, cuando miraba desde lo alto de su apartamento, tenía deseos de suicidarse. Ah, no por Eduardo, sino por una especie de fatal curiosidad. No se lo contaba a nadie, por miedo de influir en un suicida latente. Ella quería la vida, la vida plana y plena, bonita, leyendo los artículos de Selecciones. Quería morir sólo a los noventa años, en medio de un acto de vida, sin sentir. El fantasma de la locura nos ronda. ¿Qué es lo que haces? Estoy esperando el futuro.
Cuando finalmente el tren se puso en movimiento, Ángela Pralini encendió el cigarrillo en aleluya: tenía miedo de que cuando el tren partiera, no tuviera el coraje de irse y terminara por bajar del vagón. Pero ya estaban sujetos los amortiguadores y las ruedas daban repentinos sobresaltos. El tren marchaba. Y la vieja María Rita suspiraba: estaba más cerca del hijo amado. Con él podría ser madre, ella que era castrada por su hija.
Una vez que Ángela tuvo dolores menstruales, Eduardo intentó, sin mucha gracia, ser cariñoso. Y le dijo una cosa horrorosa: estás enferma, ¿no? Se ruborizaba de vergüenza.
El tren corría cuanto podía. El maquinista feliz: así era bueno, y pitaba a cada curva del camino. Era un largo y grueso silbido de tren en marcha, ganando terreno. La mañana era fresca y llena de hierbas altas y verdes. Así, sí, vamos hacia adelante, dijo el maquinista a la máquina. La máquina respondió con alegría.
La vieja era nada. Y miraba hacia el aire como se mira a Dios. Estaba hecha de Dios. Es decir: todo o nada. La vieja, pensó Ángela, era vulnerable. Vulnerable al amor, al amor de su hijo. La madre era franciscana, la hija polución.
Dios, pensó Ángela, si existes, ¡muéstrate! Porque llegó la hora. Es esta hora, este minuto y este segundo.
Y el resultado fue que tuvo que ocultar las lágrimas que le vinieron a los ojos. Dios de algún modo le respondía. Ella estaba satisfecha y se tragó un sollozo ahogado. Vivir dolía. Vivir era una herida abierta. Vivir es ser como mi cachorro. Ulises no tenía nada que ver con el Ulises de Joyce. Intenté leer a Joyce pero no seguí porque era pesado, disculpa, Eduardo. Sé que es un pesado genial. Ángela estaba amando a la vieja que era nada, la madre que le faltaba. Madre dulce, ingenua y sufriente. Su madre que murió cuando ella tenía nueve años; aun enferma, pero viva, servía. Aun paralítica, servía.
Entre ella y Eduardo el aire tenía gusto de sábado. Y de pronto los dos eran raros, la rareza en el aire. Ellos se sentían raros, no formando parte de las mil personas que iban por la calle. Los dos a veces eran cómplices, tenían una vida secreta porque nadie los comprendía. Y también porque los raros son perseguidos por la gente que no toleran la insultante ofensa de los que se diferencian. Escondían su amor para no herir a los otros con la envidia. Para no herirlos con una estrella demasiado luminosa para los ojos.
Au, au, au, ladrará mi cachorro. Mi gran cachorro.
La vieja pensó: soy una persona involuntaria. tanto que, cuando reía -lo que no ocurría a menudo-, nadie sabía si reía o lloraba. Sí. Ella era involuntaria.
Mientras tanto, Ángela Pralini se sentía efervescente como las gotitas de agua mineral Cachambú: de repente. Así: de repente. ¿De repente qué? Sólo de repente. Cero. Nada. Tenía treinta y siete años y pretendía a cada instante comenzar la vida. Como las gotitas efervescentes del agua Cachambú. Las siete letras de Pralini le daban fuerza. Las seis letras de Ángela la volvían anónima.
Con un largo silbido aullante se llegaba a la pequeña estación donde Ángela Pralini descendería. Cogió su valija. En el espacio entre la gorra del empleado y la nariz de una joven, estaba la vieja durmiendo inflexible, con la cabeza tiesa bajo el sombrero de fieltro, una mano cerrada sobre el diario.
Ángela bajó del vagón.
Naturalmente, eso no tenía la menor importancia: hay personas que siempre se arrepienten, es un rasgo de ciertas naturalezas culpables. Pero la dejó perturbada la imagen de la vieja cuando despertara, la visión de su rostro espantado frente al banco vacío de Ángela. Al fin, nadie sabía si se había adormecido por confianza en ella.
Confianza en el mundo

Fin

26 de abril de 2013

Ricardo Piglia / Entrevista


Ricardo Piglia: “Hablamos en contra de un mercado que todavía no hemos construido”


Mientras cuenta detalles de su nuevo libro, un trabajo autobiográfico que saldrá a la venta en agosto, Piglia responde sobre las colecciones que dirige y las que quisiera dirigir, sobre su tarea de divulgador (o canonizador) y sobre el auge del policial. Además, celebra el trabajo de las editoriales chicas frente al avance de los grupos concentrados.
Esta entrevista fue hecha en el vértigo de la Feria del libro, de un modo exprés, al paso, como la mayoría de los encuentros que ocurren en ese espacio infernal. Ricardo Piglia llegaba a La Rural casi corriendo, y en los pocos minutos que restaban para su presentación, se sentó a charlar con nosotros, Revista Ñ, para luego sí rumbear hacia su acto, enfocado en la Serie del Recienvenido la colección que él mismo dirige y que publica Fondo de Cultura Económica (FCE). Sus títulos, entre otros Nanina (Germán García), Minga! (Jorge di Paola) o El mal menor (C. E. Feiling) hablan por sí solos, pero Piglia los respalda con su autoridad. Recupera autores que cayeron en el olvido, o que no tuvieron la circulación que merecían y para ello usa como criterio su valoración personal. Aunque esta sea una entrevista exprés, al frente está uno de los grandes referentes de la literatura argentina, y entonces los temas se disparan solos, se superponen. El autor de Respiración artificial ya no enseña en Princeton, pero su hiperactividad es envidiable. Televisión, prólogos como el que acaba de escribir para los Cuentos completos de Rodolfo Walsh, colecciones como la de FCE, charlas y una nueva novela que saldrá en agosto. “Es una autobiografía de Renzi, un personaje que aparece en mis libros. Se va a los Estados Unidos y allí vive una experiencia que lo marca. Entonces escribe esa novela que es el rastreo de esa experiencia, que en algún punto es la mía”, dice. Y empezamos a lamentar que está sea una nota exprés.
¿Qué significa para vos haber puesto de nuevo en circulación y lectura estos libros?
Yo creo que hay un déficit en la reedición de textos. Hay un doble déficit. Estos textos deberían haberse reeditado hace mucho tiempo. Pero el mercado funciona de una manera errática, muy sobre el presente, con esa idea de que un libro publicado hace seis meses ya es viejo. Si tenemos un libro de los 60 o de los 80, parece que habláramos del siglo XIX. La colección, básicamente, está integrada por los libros que a mi me gustaría leer o releer, me guió por mi propio gusto. Tienen una capacidad de construcción estilística que le da a la narración la potencia que debe tener.

¿Son superadoras de lo que ves en el presente?
Son textos que, publicados en otra época, resuenan hoy. Es como si se hubieran conectado con el presente. Pero también me gustaría encarar una colección de primeras novelas. Soy un lector de primeras novelas bastante continuo, y eso me mantiene al tanto de lo que se está escribiendo. Lo interesante es que todavía no son escritores quienes las escriben. Están en una escena incierta, escucho una voz nueva cuando las leo.

Y no van a tener un gran lugar en este mercado acelerado y sobredimensionado…
Sí, y nosotros nos quejamos mucho del mercado con razón, pero en un sentido conceptual. Porque en Argentina no hay un mercado. Me parece que hablamos en contra de un mercado que todavía no hemos construido. Deberíamos construir un espacio de circulación de la literatura que permitiera las reediciones, que hiciera lugar a textos que no están en la velocidad de la circulación. Por el momento lo que encontramos es una renovación de los catálogos y de las mesas donde los libros se exhiben a una velocidad tal que es muy difícil hacerse una idea de qué está sucediendo en esta producción un poco abrumadora por momentos.

Esta colección, quieras o no, entra en la misma vorágine, ¿qué espacios hay para sortear esa encerrona?
Miro con mucho interés y simpatía lo que hacen las editoriales chicas o independientes, una alternativa a la concentración de los grandes grupos que trabajan con criterios globales y no se ocupan tanto de los escritores nuevos o de los poetas. Allí editoriales como Mansalva, Entropía, La bestia equilátera, Eterna Cadencia, que hacen un trabajo muy interesante en la línea de lo que venimos hablando.

¿El acto de leer se parece cada vez más al de mirar televisión?
Vos sabés que Macedonio hablaba del lector salteado, allá en los años 30. Hay algo de eso, pero yo creo que tenemos dos prototipos de lector, el que se encierra, se evade, el modelo de la isla desierta, como si solo se pudiera leer en una isla desierta porque no hay otra cosa que hacer. Y por otro lado estamos los que leemos mientras hacemos cada vez más cosas. Miramos televisión, contestamos mails. Yo creo que esa lectura interferida, intervenida, es un poco la lectura contemporánea.

Se dice, más bien se sabe, que has hecho mucho por muchos autores. Quizá Saer sea el mejor ejemplo de esto, empujaste la difusión de su obra.
Lo que más ayudó fueron los libros que escribió.

Claro, pero ¿sentís un peso de canonizador a la hora de hablar de otros autores?
Todos los escritores, como lectores, leemos un libro que nos gusta y se lo queremos pasar a un amigo. Entre los escritores funcionamos así, con una actitud de generosidad en estas actividades que nos gusta compartir. Después otra cosa es el efecto que eso pueda tener ¿Qué es la canonización? Y es una problemática que surge para ordenar el mercado. Es una respuesta a esta circulación acelerada de la que hablábamos.

Pero puede haber una canonización virtuosa…
Sí, pueden ser de toda índole. Hay tantos canones que ya, prácticamente, cada uno tiene el suyo.

Perdón que insista con esto, pero otro autor con quien tuviste una relación de este tipo fue con Andrés Rivera, cuya obra, a pesar de ser conocida, no alcanzó la magnitud de Saer. ¿Sentís que podrías haber hecho más por algunos autores?
Nunca lo he hecho a modo de política, sino a partir del entusiasmo que me despertaban los libros que estaba leyendo. En el caso de Saer éramos muchos los que pensábamos que era una injusticia. Venía escribiendo textos extraordinarios desde hacía 20 años y sólo un grupo pequeño de lectores estaba al tanto. Pero sí, está esa sensación de que es preciso divulgar algunas obras. Después, los escritores hablamos de aquéllos autores que tienen algo en común con nosotros, con lo que hacemos. No es una cuestión de generosidad abstracta. Eso está muy claro en Borges, que defendía a escritores muy menores porque no quería ser leído con el modelo de la novela de Tomas Mann. Entonces hablaba de Chesterton, Stevenson, la novela policial, y así estaba ayudando a que sus textos tuvieran otro contexto, que no fuera el de Dostoievsky o Mann.

El policial parece haber hecho pie entre los autores argentinos. Recuerdo una entrevista con David Viñas, en la que él me dijo. “Viejo, mirá si estará mal la literatura, que hasta Piglia escribe policiales”. Se refería a Blanco Nocturno, creo, pero vos ya lo hacías desde Respiración artificial…
(Risas) Sí, claro. Pero yo recuerdo la época en que nos veíamos muchísimo con David, a él, pese a que en un momento escribió policiales para ganarse unos pesos, no le gustaba ese asunto. Consideraba que la literatura policial, con tanta violencia, tenía algo de fascista. Y esa visión circulaba mucho en algunos sectores de la izquierda. Nosotros leíamos los policiales justamente al revés, como una gran literatura social. Esos textos tienen un elemento cínico, pero es un elemento cínico romántico, de alguien que ha perdido las esperanzas, como Marlowe. Pero en este tiempo el policial ha encontrado otro espacio, se incorporan al género autores que no escriben en inglés, los nórdicos, los franceses, italianos. Ha empezado a universalizarse el género.

¿No tendrá que ver también el mercado?
Si no entendemos el mercado siempre como una especie de maldición. Porque hay estrategias y estrategias en el mercado. Ahora pareciera haber un público que no tiene las características del lector de policiales en los Estados Unidos, que es un público que por lo general sólo lee policiales.

Escritor, divulgador, profesor, ¿con cuál de estos roles si es que se pueden separar ten sentís más cómodo?
Circulo por ahí. Es una característica de los intelectuales y escritores en la Argentina. Hacemos periodismo, damos clases y nos ganamos la vida como podemos. Me parece que todo eso que a primera vista puede señalarse como algo que interrumpe el trabajo creativo, finalmente lo alimenta.

¿Revindicas entonces la figura del escritor intelectual, muy venida a menos?
Yo la reivindico. Me gustan esa clase de escritores. Pero sabés que soy un gran admirador de la literatura policial, donde los escritores pueden ser un maquinista de tren, un nadador profesional. El escritor puede hacer lo que sea para ganarse la vida, pero después hay que ver los libros que escribe.

Pero ahora el escritor que sale de Letras, con formación académica, no tiene ya ese perfil, quizá sí unos juegos lingüísticos, otros recursos…
Pero esa tradición, la del escritor intelectual, es muy argentina. Desde el siglo XIX, incluso en el XX, con Borges mismo, a quien podemos considerar un intelectual en el sentido más amplio. Ahora, la tensión entre los escritores surgidos de un ambiente académico y los otros, la hablamos en otra entrevista.

Gentileza Revista Ñ

8 de marzo de 2013

El inocente / Graham Greene


El inocente
Graham Greene

Había sido un error el llevar allí a Lola, y lo comprendí desde el instante mismo en que descendimos del tren, en la pequeña estación pueblerina. En una tarde de otoño, uno se acuerda más de su niñez que en cualquier otra época del año, y el rostro vivo de mi acompañante y la maletita en la que pretendía llevarlo todo para la noche no armonizaban demasiado con el antiguo almacén de granos, situado al otro lado del canal, las luces que titilaban sobre la colina y los anuncios de una antigua película. Pero había dicho: Vámonos al campo , y el nombre de Bishop´s Hendron fue el primero que acudió a mi cabeza. Nadie me conocería allí, y no se me había ocurrido que el pueblo fuera a recordarme tantas cosas.

Incluso el viejo portero despertó mis añoranzas.

-Habrá un coche a la entrada -dije a Lola.

Y efectivamente así era, aunque al principio no pude verlo, sumido en la contemplación de dos taxis. El lugar resurge de nuevo ante mi vista , pensé. Estaba todo muy oscuro, y la leve niebla otoñal y el olor de la hojarasca húmeda y del agua del canal me resultaban altamente familiares.

-¿Por qué has escogido este pueblo? -preguntó Lola-. Me parece muy triste.

Era inútil explicarle que a mí no me causaba semejante impresión, y añadir que la arena apilada junto al canal había estado siempre en aquel sitio. (Cuando tenía tres años creía que aquello era lo que otras personas llamaban playa.) Tomé el maletín, muy ligero como dije antes, y con el cual intentábamos más que otra cosa rodearnos de cierta atmósfera de respetabilidad, y nos pusimos en marcha. Atravesamos el puentecillo arqueado y pasamos ante el arruinado hospicio. Cuando tenía cinco años, vi cómo un hombre de mediana edad penetraba en él para suicidarse. Llevaba un cuchillo en la mano, y muchas personas lo perseguían por la escalera.

-Jamás creí que el campo fuese así -dijo Lola.

El hospicio constaba de varias alas, de fea construcción, semejantes a grises bloques de piedra, y nada más. Pero para mí era tan familiar como todo lo demás. Durante el camino me pareció estar escuchando deliciosos acordes.
Era preciso decir algo a Lola. No era culpa suya si no se hallaba allí como en su casa. Pasamos ante la escuela y la iglesia, y salimos a la antigua y amplia calle principal. Yo me sentía de nuevo como en mis doce años. De no haber venido, jamás habría podido saber que dicho sentimiento fuese tan fuerte, porque no recordaba aquella época de mi existencia como particularmente feliz o desgraciada. Fueron unos años rutinarios; pero ahora, con el olor de las fogatas y el frío que parecía levantarse de la propia humedad de las piedras, comprendí la causa que me conmoviera tanto. Lo que yo percibía no era otra cosa sino el olor de la inocencia.

-Hay una posada excelente -dije a Lola-. Nadie nos molestará en ella, ya lo verás. Cenaremos, beberemos un poco y nos acostaremos.

Pero lo peor de todo era que no podía menos que desear hallarme solo. No había vuelto a aquel pueblo desde los días de mi infancia, y ello me había impedido comprobar lo bien que recordaba hasta sus menores detalles. Cosas que creía olvidadas, como los montones de arena, volvían a mí, acompañadas de sufrimiento y de nostalgia. Me hubiera sentido muy feliz aquella noche, deambulando en la noche otoñal, recogiendo sugerencias de esa época de la vida en la que, por desgraciados que nos sintamos, no dejamos de confiar en el mañana. No sería igual volver en otra ocasión, porque entonces se interpondría el recuerdo de Lola, y ésta no significaba absolutamente nada para mí. Nos habíamos conocido el día antes en un bar, y los dos simpatizamos. Lola era una chica agradable, pero no cuadraba en aquellos recuerdos. Debíamos haber ido a Maidenhead. También aquello era campo.
La posada no se hallaba exactamente en el lugar que había supuesto. Llegamos frente al Ayuntamiento. Habían construido un nuevo cine con cúpula morisca y un café con garaje. Había olvidado también aquella vuelta a la izquierda, por una colina empinada y llena de casitas.

-No creas que la carretera pasaba por ahí, en mis tiempos -dije.
-¿Tus tiempos? -preguntó Lola.
-¡Ah! Pero, ¿es que no te lo he contado? Nací aquí.
-¡Mira que traerme a tu pueblo! -exclamó Lola-. Creí que imaginabas cosas así tan sólo cuando eras pequeño.
-Sí -repuse, porque no era culpa suya.

Tenía razón. Lola usaba un perfume discreto y un tono de carmín muy bonito. Me estaba costando bastante dinero el haberla invitado. Cinco libras por ella, y además los billetes, las propinas, las bebidas... A pesar de todo, lo habría considerado dinero bien gastado de no encontrarnos en Bishop´s Hendron.
Me detuve al llegar a la carretera. Algo pugnaba por perfilarse en mi cerebro. Pero jamás habría tomado forma de no haber sido porque, en aquel instante, una bandada de chiquillos descendió corriendo la colina y pasó bajo la brillante claridad de los faroles, gritando alegremente y expeliendo nubecillas de vapor. Todos llevaban bolsas de lona, algunas de ellas bordadas con sus iniciales, lucían sus mejores atavíos y parecían algo orgullosos. Las niñas formaban grupo aparte, como de costumbre, con sus cintas en el pelo y sus zapatos bien lustrosos. Creí percibir el suave tintineo de un piano, y, de improviso, todo volvió a mi mente con rapidez pasmosa. Regresaban de una clase de danza, igual a aquella a la que yo concurría. La casa, pequeña y cuadrada, se hallaba a medio camino de la colina, entre macizos de rododendros. Más que nunca, deseé verme libre de la presencia de Lola. No cuadraba en aquello. Pensé que algo faltaba al ambiente, y cierto sentimiento de dolor fue surgiendo desde lo más profundo de mi alma.
Bebimos varias copas en el bar, pero transcurrió más de media hora antes de que nos sirviesen la cena.

-Supongo que no querrás deambular por el pueblo -dije a Lola-. Si no te importa, saldré unos diez minutos para echar un vistazo al lugar.

Estuvo de acuerdo. En el bar había un hombre, quizá maestro de escuela, que no deseaba otra cosa sino invitar a Lola a un trago. Podía notar cómo envidiaba mi suerte, cómo me consideraba afortunado por venir de la ciudad acompañado de una joven para pasar la noche en el pueblo.
A scendí la colina. Las primeras casas eran todas nuevas, y experimenté cierto disgusto al contemplarlas. Ocultaban campos y verjas que debían haber permanecido como antes. Era como un mapa estropeado, cuyas distintas partes se han pegado entre sí, ocultando, al abrirlo, pedazos enteros. Pero, a mitad de camino, colina arriba, me encontré de pronto ante la escuela, tal como la conociera en otros tiempos. Quizás incluso continuara regenteándola la misma anciana profesora. La presencia de chiquillos exagera la edad de los mayores. En aquellos tiempos debió contar, a lo sumo, treinta y cinco años. Pude escuchar los acordes del piano. A lo que colegí, seguía la misma rutina de siempre. Los alumnos menores de ocho años, de seis a siete de la tarde. Los de ocho a trece, de siete a ocho. Abrí la verja y penetré en el jardín. Trataba de recordar.
No sé lo que la hizo volver a mí. Quizá fuese tan sólo el otoño, el frío, las húmedas hojas esparcidas por el suelo, más que el piano, de cuyo interior tantas tonadas diferentes habían salido durante mi niñez. El caso es que, de improviso, recordé a aquella muchachita con la misma nitidez como si la estuviera contemplando en una fotografía. Era un año mayor que yo; debía tener entonces ocho, y la quise con una intensidad como jamás he vuelto a sentir desde entonces. Nunca he cometido la equivocación de reírme del amor de los niños. Este posee una característica inevitable de separación, porque en ningún caso puede ser consumado. Desde luego, uno inventa historias de incendios, de guerras y de actos heroicos con los que se intenta aparecer valiente ante los ojos de ella; pero jamás se saca a relucir el matrimonio. Uno sabe, sin que nadie se lo diga, que tal cosa no puede ocurrir; pero no por eso se sufre menos. Recordé los juegos de la gallina ciega durante fiestas de cumpleaños, cuando vanamente traté de atraparla, disponiendo así de una excusa para estrecharla entre mis brazos; aunque sin conseguirlo jamás, porque siempre se me escabullía de entre las manos.
Durante dos inviernos, gocé de la ocasión una vez por semana. En efecto, tales días podía bailar con ella. Tuve un gran disgusto cuando cierto día me enteré de que iba a pasar a la clase de las mayores. También me quería, estaba seguro, pero jamás tuvimos ocasión de demostrarnos nuestro afecto. Concurría a sus fiestas de cumpleaños, y yo la invitaba a las mías; pero nunca salimos juntos de nuestras clases de baile. No creo que se nos ocurriera tan sólo; nos hubiera parecido demasiado extraño. Veíame precisado de marchar en grupo, con mis burlones compañeros, y ella se alejaba, rodeada de aquellas niñas revoltosas y chillonas.
Estaba tiritando en aquella fría niebla, y hube de levantarme el cuello del gabán. El piano tocaba un bailable de una antigua revista de C. B. Cochran. Me pareció haber recorrido un largo trecho tan sólo para encontrar a Lola al final de él. Existe algo en la inocencia que uno no se resigna nunca a perder. En la actualidad, cuando una chica me fastidia sólo tengo el trabajo de buscarme otra que la sustituya. En aquellos tiempos de mi niñez, consideraba lo mejor escribir apasionadas frases en un pedazo de papel y correr a esconderlas en algún lugar recóndito... ¡Qué raro! ¡Con qué nitidez me acordaba de todo! Una vez hablé a mi amiguita de aquel escondrijo, y estaba seguro de que, más tarde o más temprano, terminaría por encontrar mis amorosas cartas. Me pregunté en qué habrían consistido. En una edad tan temprana, uno no puede expresar gran cosa. Pero, aunque las frases resultaran insulsas, el dolor de escribirlas no era menor al que se experimenta después, en ocasiones parecidas. Recordé cómo, durante varios días, hurgué en el agujero, encontrando siempre el papelito. Luego, las lecciones cesaron, y probablemente al invierno siguiente todo quedó olvidado.
Al transponer la verja miré hacia el lugar en el que había existido mi escondrijo. En efecto, allí estaba. Introduje un dedo, y oculto en su lugar más íntimo, a salvo de las inclemencias del tiempo, y a pesar de los años transcurridos, el pedacito de papel se conservaba intacto. Lo extraje y procedí a desplegarlo. Luego encendí un fósforo. La llamita produjo una tenue claridad en aquella atmósfera neblinosa y húmeda, y a su luz percibí algo que me dejó petrificado. En el papel aparecía dibujada una escena aterradoramente sexual. No, no podía existir error. Mis iniciales aparecían bien claras, al pie del desmañado dibujo infantil, cuyos personajes eran un hombre y una mujer. Pero aquel descarado croquis despertó en mí menos recuerdos que las nubecillas de vapor que surgían de las bocas de los niños, sus bolsas de lona, las hojas mojadas y los montones de arena. No podía reconocerlo como mío. Igualmente hubiera podido ser trazado por un bribón cualquiera en la pared de un retrete. Todo cuanto mi mente evocaba era la pureza, la intensidad, el sufrimiento de mi amor por la pequeña.
Al principio sentí como si hubiera sido traicionado. Después de todo -me dije-, Lola no se encuentra aquí tan fuera de lugar como pensé al principio . Pero más tarde, aquella misma noche, cuando Lola se dispuso a dormir, empecé a comprender la profunda inocencia del dibujo. Era sólo ahora, tras treinta años de agitada vida, que aquella tosca pintura me parecía obscena

Fin

14 de febrero de 2013

La tercera orilla / João Guimarães Rosa


La tercera orilla
João Guimarães Rosa

Nuestro padre era hombre cumplidor, de orden, positivo; y así había sido desde muy joven y aún de niño, según me testimoniaron diversas personas sensatas, cuando les pedí información. De lo que yo mismo me acuerdo, él no parecía más raro ni más triste que otros conocidos nuestros. Sólo tranquilo. Nuestra madre era quien gobernaba y peleaba a diario con nosotros -mi hermana, mi hermano y yo. Pero sucedió que, cierto día, nuestro padre mandó hacerse una canoa.

Iba en serio. Encargó una canoa especial, de madera de viñátigo, pequeña, sólo con la tablilla de popa, como para caber justo el remero. Pero tuvo que fabricarse toda con una madera escogida, fuerte y arqueada en seco, apropiada para que durara en el agua unos veinte o treinta años. Nuestra madre maldijo la idea. ¿Sería posible que él, que no andaba en esas artes, se fuera a dedicar ahora a pescatas y cacerías? Nuestro padre no decía nada. Nuestra casa, por entonces, aún estaba más cerca del río, ni a un cuarto de legua: el río por allí se extendía grande, profundo, navegable como siempre. Ancho, que no podía divisarse la otra ribera. Y no puedo olvidarme del día en que la canoa estuvo lista.

Sin pena ni alegría, nuestro padre se caló el sombrero y nos dirigió un adiós a todos. No dijo otras palabras, no tomó fardel ni ropa, no hizo ninguna recomendación. Nuestra madre, nosotros pensamos que iba a bramar, pero permaneció blanca de tan pálida, se mordió los labios y gritó: “Se vaya usted o usted se quede, no vuelva usted nunca”. Nuestro padre no respondió. Me miró tranquilo, invitándome a seguirle unos pasos. Temí la ira de nuestra madre, pero obedecí en seguida de buena gana. El rumbo de aquello me animaba, tuve una idea y pregunté: “Padre, ¿me lleva con usted en su canoa?”. Él sólo se volvió a mirarme, y me dio su bendición, con gesto de mandarme a regresar. Hice como que me iba, pero aún volví, a la gruta del matorral, para enterarme. Nuestro padre entró en la canoa y desamarró, para remar. Y la canoa comenzó a irse -su sombra igual como un yacaré, completamente alargada.

Nuestro padre no volvió. No se había ido a ninguna parte. Sólo realizaba la idea de permanecer en aquellos espacios del río, de medio en medio, siempre dentro de la canoa, para no salir de ella, nunca más. Lo extraño de esa verdad nos espantó del todo a todos. Lo que no existía ocurría. Parientes, vecinos y conocidos nuestros se reunieron en consejo.

Nuestra madre, avergonzada, se comportó con mucha cordura; por eso, todos habían pensado de nuestro padre lo que no querían decir: locura. Sólo algunos creían, no obstante, que podría ser también el cumplimiento de una promesa; o que nuestro padre, quién sabe, por vergüenza de padecer alguna fea dolencia, como es la lepra, se retiraba a otro modo de vida, cerca y lejos de su familia. Las voces de las noticias que daban ciertas personas -caminantes, habitantes de las riberas, hasta de lo más apartado de la otra orilla- decían que nuestro padre nunca se disponía a tomar tierra, ni aquí ni allá, ni de día ni de noche, de modo que navegaba por el río, libre y solitario. Entonces, pues, nuestra madre y nuestros parientes habían establecido que el alimento que tuviera, oculto en la canoa, se acabaría; y él, o desembarcaba y se marchaba, para siempre, lo que se consideraba más probable, o se arrepentía, por fin, y volvía a casa.

Se engañaban. Yo mismo trataba de llevarle, cada día, un poco de comida robada: la idea la tuve, después de la primera noche, cuando nuestra gente encendió hogueras en la ribera del río, en tanto que, a la luz de ellas, se rezaba y se le llamaba. Después, al día siguiente, aparecí, con dulce de caña, pan de maíz, penca de bananas. Espié a nuestro padre, durante una hora, difícil de soportar: solo así, él a lo lejos, sentado en el fondo de la canoa, detenida en la tabla del río. Me vio, no remó para acá, no hizo ninguna señal. Le mostré la comida, la dejé en el hueco de piedra del barranco, a salvo de alimaña y al resguardo de lluvia y rocío. Eso, que hice y rehice, siempre, durante mucho tiempo. Sorpresa que tuve más tarde: que nuestra madre sabía de ese mi afán, sólo que simulando no saberlo; ella misma dejaba, a la mano, sobras de comida, a mi alcance. Nuestra madre no era muy expresiva.

Mandó venir a nuestro tío, hermano de ella, para ayudar en la hacienda y en los negocios. Mandó venir al maestro, para nosotros, los niños. Le pidió al cura que un día se revistiera, en la playa de la orilla, para conjurar y gritarle a nuestro padre el deber de desistir de la loca idea. En otra ocasión, por decisión de ella, vinieron dos soldados. Todo lo cual no sirvió de nada. Nuestro padre pasaba de largo, a la vista o escondido, cruzando en la canoa, sin dejar que nadie se acercara a agarrarlo o a hablarle. Incluso cuando fueron, no hace mucho, dos periodistas, que habían traído la lancha y trataban de sacarle una foto, no habían podido: nuestro padre desaparecía hacia la otra banda, guiaba la canoa al brezal, de muchas leguas, el que hay, por entre juncos y matorrales, y sólo él lo conocía, palmo a palmo, en la oscuridad, por entonces.

Tuvimos que acostumbrarnos a aquello. Apenas, porque a aquello, en sí, nunca nos acostumbramos, de verdad. Lo digo por mí que, cuando quería y cuando no, sólo en nuestro padre pensaba: era el asunto que andaba tras de mis pensamientos. Lo difícil era, que no se entendía de ninguna manera, cómo él aguantaba. De día y de noche, con sol o aguaceros, calor, escarcha, y en los terribles fríos del invierno, sin abrigo, sólo con el sombrero viejo en la cabeza, durante todas las semanas, y meses y años -sin darse cuenta de que se le iba la vida. No atracaba en ninguna de las dos riberas, ni en las islas y bajíos del río; no pisó nunca más ni tierra ni hierba. Aunque, al menos, para dormir un poco, él amarrara la canoa en algún islote, en lo escondido. Pero no armaba una hoguerita en la playa, ni disponía de su luz ya encendida, ni nunca más rascó una cerilla. Lo que comía era un apenas; incluso de lo que dejábamos entre las raíces de la ceiba o en el hueco de la piedra del barranco, él recogía poco, nunca lo bastante. ¿No enfermaba? Y la constante fuerza de los brazos, para mantener la canoa, resistiendo, incluso en el empuje de las crecidas, al subir el río, ahí, cuando al impulso de la enorme corriente del río, todo forma remolinos peligrosos, aquellos cuerpos de bichos muertos y troncos de árbol descendiendo -de espanto el encontronazo. Y nunca más habló ni una palabra, con nadie. Tampoco nosotros hablábamos de él. Sólo se pensaba en él. No, de nuestro padre no podíamos olvidarnos; y si, en algunos momentos, hacíamos como que olvidábamos, era sólo para despertar de nuevo, de repente, con su recuerdo, al paso de otros sobresaltos.

Mi hermana se casó; nuestra madre no quiso fiesta. Pensábamos en él cuando comíamos una comida más sabrosa; así como, en el abrigo de la noche, en el desamparo de esas noches de mucha lluvia, fría, fuerte, nuestro padre con sólo la mano y una calabaza para ir achicando la canoa del agua del temporal. A veces, algún conocido nuestro notaba que yo me iba pareciendo a nuestro padre. Pero yo sabía que él ahora se había vuelto greñudo, barbudo, con las uñas crecidas, débil y flaco, renegrido por el sol y la pelambre, con el aspecto de una alimaña, casi desnudo, apenas disponiendo de las ropas que, de vez en cuando, le dejábamos.

Ni quería saber de nosotros, ¿no nos tenía cariño? Pero, por el cariño mismo, por respeto, siempre que, a veces, me elogiaban por alguna cosa bien hecha, yo decía: “Fue mi padre el que un día me enseñó a hacerlo así…”; lo que no era cierto, exacto, sino una mentira piadosa. Porque, si él no se acordaba más, ni quería saber de nosotros, ¿por qué, entonces, no subía o descendía por el río, hacia otros lugares, lejos, en lo no encontrable? Sólo él sabría. Pero mi hermana tuvo un niño, ella se empeñó en que quería mostrarle el nieto. Fuimos, todos, al barranco; fue un día bonito, mi hermana con un vestido blanco, que había sido el de la boda, levantaba en los brazos a la criaturita, su marido sostenía, para proteger a los dos, la sombrilla. Le llamamos, esperamos. Nuestro padre no apareció. Mi hermana lloró, todos nosotros lloramos allí, abrazados.

Mi hermana se mudó, con su marido, lejos de aquí. Mi hermano se decidió y se fue, a una ciudad. Los tiempos cambiaban, en el rápido devenir de los tiempos. Nuestra madre acabó yéndose también, para siempre, a vivir con mi hermana; ya había envejecido. Yo me quedé aquí, el único. Yo nunca pude querer casarme. Yo permanecí, con las cargas de la vida. Nuestro padre necesitaba de mí, lo sé -en la navegación, en el río, en el yermo-, sin dar razón de sus hechos. O sea que, cuando quise saber e indagué en firme, me dijeron que habían dicho que constaba que nuestro padre, alguna vez, había revelado la explicación al hombre que le había preparado la canoa. Pero, ahora, ese hombre ya había muerto; nadie sabría, aunque hiciera memoria, nada más. Sólo en las charlas vanas, sin sentido, ocasionales, al comienzo, en la venida de las primeras crecidas del río, con lluvias que no escampaban, todos habían temido el fin del mundo, decían que nuestro padre había sido elegido, como Noé, que, por tanto, la canoa él la había anticipado; pues ahora medio lo recuerdo. Mi padre, yo no podía maldecirlo. Y ya me apuntaban las primeras canas.

Soy hombre de tristes palabras. ¿De qué era de lo que yo tenía tanta, tanta culpa? Si mi padre siempre estaba ausente; y el río-río-río, el río - perpetuo pesar. Yo sufría ya el comienzo de la vejez -esta vida era sólo su demora. Ya tenía achaques, ansias, por aquí dentro, cansancios, molestias del reumatismo. ¿Y él? ¿Por qué? Debía padecer demasiado. De tan viejo, no habría, día más día menos, de flaquear su vigor, dejar que la canoa volcara o que vagara a la deriva, en la crecida del río, para despeñarse horas después, con estruendo en la caída de la cascada, brava, con hervor y muerte. Me apretaba el corazón. Él estaba allá, sin mi tranquilidad. Soy el culpable de lo que ni sé, de un abierto dolor, dentro de mí. Lo sabría -si las cosas fueran otras. Y fui madurando una idea.

Sin mirar atrás. ¿Estoy loco? No. En nuestra casa, la palabra loco no se decía, nunca más se dijo, en todos aquellos años, no se condenaba a nadie por loco. Nadie está loco. O, entonces, todos. Lo único que hice fue ir allá. Con un pañuelo, para hacerle señas. Yo estaba totalmente en mis cabales. Esperé. Por fin, apareció, ahí y allá, el rostro. Estaba allí, sentado en la popa. Estaba allí, a un grito. Le llamé, unas cuantas veces. Y hablé, lo que me urgía, lo que había jurado y declarado, tuve que levantar la voz: “Padre, usted es viejo, ya cumplió lo suyo… Ahora, vuelva, no ha de hacer más… Usted regrese, y yo, ahora mismo, cuando ambos lo acordemos, yo tomo su lugar, el de usted, en la canoa...”. Y, al decir esto, mi corazón latió al compás de lo más cierto.

Él me oyó. Se puso en pie. Movió el remo en el agua, puso proa para acá, asintiendo. Y yo temblé, con fuerza, de repente: porque, antes, él había levantado el brazo y hecho un gesto de saludo -¡el primero, después de tantos años transcurridos! Y yo no podía… De miedo, erizados los cabellos, corrí, huí, me alejé de allí, de un modo desatinado. Porque me pareció que él venía del Más Allá. Y estoy pidiendo, pidiendo, pidiendo perdón.

Sufrí el hondo frío del miedo, enfermé. Sé que nadie supo más de él. ¿Soy un hombre, después de esa traición? Soy el que no fue, el que va a quedarse callado. Sé que ahora es tarde y temo perder la vida en los caminos del mundo. Pero, entonces, por lo menos, que, en el momento de la muerte, me agarren y me depositen también en una canoíta de nada, en esa agua que no para, de anchas orillas; y yo, río abajo, río afuera, río adentro -el río

Fin

27 de enero de 2013

Victoria Ocampo: la mère terrible

Transgresora y audaz. Tuvo admiradores y detractores pero nunca pasó inadvertida

El 27 de enero de 1979, hace 32 años, moría en su mansión de San Isidro (Villa Ocampo) quien alguna vez fuera bautizada, con mucho tino, como “la Señora Cultura”. Para entonces, Victoria Ocampo llevaba vividos 88 años y ya no tenía dinero. Había donado en 1973 lo que le quedaba de sus propiedades, joyas y libros a la Unesco y había invertido a lo largo de su vida su fortuna entera en proyectos culturales.


Para ella, nada parecía imposible. La fundadora y directora de la emblemática revista Sur, que se editó desde 1931 durante 40 años, fue una vez definida por Octavio Paz como la mujer que “educó a su país y a su continente”. No es menor que sea Paz, admirador de Sor Juana, quien pronuncie estas palabras. Con ellas expresa su estima por una mujer que se une a la lista de damas que abrieron camino a todas las que seguían en el tiempo. Con ellas, la unge como educadora, es decir, como madre de la cultura.

Seguros estamos de varios de nuestros padres en ese ámbito. Quizás, Victoria merezca ser considerada una de nuestras madres, acaso una mère terrible. Sus más acérrimos detractores, quienes la señalaban como clasista y conservadora, atemperaron su crítica luego de su muerte y, pese a cualquier discrepancia, entonces y hoy (tres décadas más tarde) es casi imposible cualquier análisis de la trayectoria de Victoria Ocampo que no admita su condición de mujer excepcional.

Aun siendo una cabal representante de su clase (la oligarquía), educada en francés, en una familia entre cuyos antepasados se cuenta a Juan de Garay, primogénita de seis hermanas y, como tal, indudablemente, depositaria –ante la ausencia de hijos varones– del mandato de preservar las tradiciones, fue, sin embargo, un ser monumental, que se animó a transgredir más de una norma.

Una mujer de una vanguardia absoluta que, en una época en que las mujeres vivían encerradas y oprimidas, se atrevió a acometer tareas que sólo eran admisibles –y lo seguirían siendo por años– en la esfera masculina. Y, de esta forma, señaló un camino. Tan sólo a modo de ejemplos, fumaba o salía a la calle en pantalones, se bañaba en la playa cuando ninguna mujer lo hacía, bailaba tango (considerado indecente en ese entonces) y fue de las primeras mujeres en tener carnet de conducir.

Le enseñó a manejar aquel que consideró el amor de su vida, Julián Martínez, con quien mantuvo una relación paralela a su matrimonio. Porque, aunque se había casado a los 22 años, con quien en su momento creyó el mejor de sus pretendientes, Victoria supo que quería separarse de su marido en su luna de miel, pero, por presiones sociales, debió esperar 8 años para poder hacerlo. Tiempo después quedó viuda y tuvo más de un amante. Alguno, incluso, mucho menor que ella.

SUR Y FLORIDA.

Victoria heredó la fortuna de sus tías y su padre, por lo que se transformó en una de las personas más adineradas del país. Todo lo invirtió, en principio, en la revista Sur y, poco después, en la editorial homónima. Sur fue bautizada así por sugerencia de su amigo el español Ortega y Gasset, quien, junto con el estadounidense Waldo Frank, al mexicano Alfonso Reyes, el dominicano Pedro Henríquez Ureña y el suizo Ernest Ansermet, conformó el consejo redactor extranjero de la publicación.

En cuanto a los colaboradores nacionales, desde el comienzo, un grupo de intelectuales destacados se comprometió con la iniciativa: Borges, Bioy Casares, Oliverio Girondo, Eduardo Mallea, Silvina Ocampo, María Rosa Oliver y Guillermo de Toro, conocidos como el Grupo Florida (puesto que la sede de la revista se situaba en esa calle). Más tarde, José Bianco y, en una segunda etapa de la revista, Alejandra Pizarnik, entre otros, se vincularon a la publicación.

Como foco cultural, la importancia de Sur en la historia de la literatura y la cultura nacional es enorme. Referentes mundiales, muchos de los que hoy se consideran pilares de la cultura, fueron traducidos al español, publicados y dados a conocer a los lectores argentinos gracias a Victoria Ocampo y su grupo. Tal es el caso de Virginia Woolf, Graham Greene, T.S. Eliot, Faulkner, Kafka, Genet, Camus y Henry James, entre muchos más.

Esas traducciones hoy son consideradas verdaderas joyas, puesto que fueron hechas por grandes escritores argentinos. Entre los hispanos, autores de la talla de Huidobro, Mistral, García Lorca, Neruda, Cortázar y Sábato, para mencionar algunos, también pasaron por las páginas de Sur. Victoria Ocampo, además, fue una verdadera embajadora. Hospedó a Rabindranath Tagore en su estadía en el país y se relacionó con Le Corbusier, Stravinski, Paul Valéry, Bernard Shaw, Lacan, Krishnamurti y otras figuras mundiales destacadas.

Su importancia como referente cultural, de la mano de su postura antirracista, antifranquista y contra el nazismo, le valió ser una de las pocas mujeres invitadas a presenciar los Juicios de Nuremberg. En nuestro país, fue la primera mujer miembro de la Academia Argentina de Letras. Como contrapartida, estuvo presa en la cárcel del Buen Pastor (un instituto para prostitutas) por un mes, durante el gobierno de Perón, sospechada de urdir un complot contra el general. Su biógrafa, María Esther Vázquez, señala que todos los días se hacía cocinar y llevar la comida a prisión para ella y sus compañeras presas.

Pese a este episodio, a su expreso antiperonismo y aunque nunca la conoció personalmente, fue elogiosa con respecto a Eva Perón, pues admiraba su irreverencia frente a los hombres, aunque lamentaba que se dejase guiar por un machista. En los 90, la dramaturga Mónica Ottino, las reunió en la ficción en la obra Eva y Victoria, en cuyas escenas no sólo se enfrentan estas dos argentinas emblemáticas, sino también dos clases sociales y visiones contrastantes del país.

María Rosa Lojo, por su parte, inmortalizó a Victoria en su obra Las libres del sur, una novela sobre Victoria Ocampo (2004), en la que, con gran maestría y una prosa exquisita, relata los primeros y cruciales pasos de Victoria en su proceso para llegar a ser la figura que fue en el ámbito cultural de Hispanoamérica. Su relación con Tagore, Drieu La Rochelle, el conde Keyserling, Ortega y Gasset y Waldo Frank, y la fundación de Sur aparecen ficcionalizadas en esta obra que, además, ayuda a comprender a las generaciones actuales el valor precursor, frente a las dificultades y prejuicios de la época, de esa mujer que supo sostener una vida apasionada y defender un destino pese a su condición femenina.

Victoria Ocampo, aquella joven de 19 años que enfrentó a su madre cuando en París le encontró oculto un ejemplar de De Profundis de Oscar Wilde, la que tuvo que renunciar por imposición familiar a su verdadera vocación: el teatro, y sin embargo, fue una pionera que se atrevió a romper tantas cárceles de género establecidas por una aristocracia retrógrada y conservadora, capaz de llevar adelante un emprendimiento cultural sin precedentes en el país, murió un día como este en Villa Ocampo, su casa transformada hoy en museo y centro cultural.

Fue una mujer seductora, enigmática, contradictoria, amada y odiada, con luces y sombras, pero, sobre todo, fascinante. Borges, con quien no tenía la mejor de las relaciones, dijo luego de su muerte: “En un país y en una época en que las mujeres eran genéricas, ella tuvo el valor de ser un individuo”. Dejó para los lectores sus Testimonios (10 volúmenes de artículos sobre sociedad, política y personajes) y sus Autobiografías (publicadas póstumamente en 6 volúmenes), sin embargo, su verdadero legado fue la impronta cultural de Sur. “Mi única ambición es llegar a escribir un día, más o menos bien, más o menos mal, pero como una mujer”, expresó alguna vez.

Por Ana Lis Señorena para Diario El Sol