30 de noviembre de 2012

Una muerte en transición: W. G. Sebald

Hace diez años, el 14 de diciembre de 2001, en un inexplicable accidente, moría el escritor alemán más importante de las últimas décadas.

Dejaba tras de sí una obra única, que desde entonces no hace más que cosechar nuevos adeptos. Aquí, las razones. Los lectores tenemos derechos. Y como todos, tenemos además la obligación de no mentir. Cuando el 14 de diciembre de 2001 recibimos entre impactados y apesadumbrados la noticia de la muerte de W.G. Sebald, un escritor alemán cuya existencia conocíamos desde hacía muy poco, ¿a qué se debía en verdad esa pesadumbre? ¿De qué estaba hecha esa incomodidad, sin duda basada escasamente en el afecto por alguien que nos era casi ajeno? La respuesta es sencilla: de egoísmo. Nos sentimos frustrados. A los 57 años, Sebald se hallaba en la cúspide de sus fuerzas creativas, lo que en realidad terminaríamos de comprender dos años más tarde con la lectura de Austerlitz, la insoslayable obra maestra que en su idioma original se había publicado apenas meses antes de su muerte y de la que aquí el sello Anagrama haría una edición local para no abusar de los todavía algo flacos bolsillos de los argentinos. Al momento de su muerte, unos pocos lectores entre nosotros habían tenido la suerte de toparse con Vértigo, el primero de sus libros de ficción en prosa, aunque en el caso de Sebald dichas categorías suenan, como ya veremos, cuanto menos ridículas. ¿Entonces qué era Vértigo? Una suerte de relato autobiográfico, entrecruzado con algo así como retratos o biografías breves, un híbrido construido sobre… En fin. Lo más ajustado sería decir que se trató de una revelación: la de que estábamos frente a un autor fuera de serie, al que sólo puede definirse en sus propios términos.

Resulta extraño, en ese sentido, cierto cuestionamiento en voz alta, cierta insistencia en desconfiar del valor real de una obra que podrá tener sus luces y sombras, pero que como mínimo, en su singularidad, evidencia su carácter de insoslayable.
Esa falta de repentización está emparentada con la misma lógica mezquina que asegura que nuestro vecino jamás puede ser un genio. En el cine de hoy, más precisamente en la crítica cinematográfica, la cosa funciona de un modo inverso: la canonización en vida de un director es un gesto indispensable para imponer una mirada. Daría la impresión de que los genios sobran. Más allá de esos abusos retóricos, de esas emociones sobreactuadas, es posible que semejante mecanismo se deba a que existe un canon sólido –que en lo esencial pasa por la historia de los Cahiers du Cinema–, y a partir de él, o contra él, se discute. Eso no sucede en literatura, es decir en la literatura contemporánea, por mucho que le pese a Harold Bloom. Y aunque el ambiente literario esté lleno de entusiastas, sabemos que un escritor permitiría que le cortaran una pierna antes que admitir que ese que está a su lado, ese que publicó un libro casi al mismo tiempo que el suyo, huele a clásico.

Lo cierto es que la muerte de Winfried Georg Maximilian Sebald parece haber sido pensada como una cifra de su literatura. Una muerte en la ruta: un auto que se estrella contra un camión (una muerte argentina, podríamos decir con orgullo, como para apropiárnoslo un poquito). El huevo o la gallina: un ataque cardíaco y el posterior accidente. Pero también se ha extendido el rumor de que Sebald sufría ataques de pánico, y determinados elementos en el escenario de la tragedia han permitido que se especulara con esa otra relación entre causa y efecto. Como sea, así como Manuel Vázquez Montalbán murió en la suya (en el aeropuerto de Bangkok, luego de darse incontables e inconfesables panzadas), Sebald tuvo la muerte que le corresponía: una muerte en transición. Porque eso fue, sobre todo, este hombre que surgió con voz propia demasiado tarde –por lo repentino del fin–, y que con anterioridad se dedicó a pensar, a explorar, a entender lo que le ocurría con la literatura y sí, a los 43 años, luego de un extenso diálogo consigo mismo y de aceptar que no tenía otro camino, decidió ir en busca de una obra. Eso fue, decíamos: un viajero. Y un observador. Pero no un flaneur, sino su contracara: alguien que se desdobló siempre en lo que veía, que diluyó y sacrificó su propio Yo para metamorfosearlo, en definitiva, en una obra única.

Apenas cinco libros –el núcleo duro de su producción– le bastaron a Sebald para construir su fortaleza. El primero de ellos, Del natural (de 1988), ya lo define cabalmente: a mitad de camino desde lo formal entre el poema y la prosa, lo autobiográfico y lo biográfico se entrelazan a través de la experiencia de los tres exploradores-protagonistas, dado que el último de ellos es el propio autor. Sebald se sitúa, siempre, en ese espacio ambiguo, dentro y fuera de las historias que cuenta. De ahí que su recurso preferido sea el estilo indirecto libre, es decir: la versión de la versión, lo que le contaron a ese otro que cuenta.

Poco después llegaría Vértigo (1990), uno de los libros de Sebald que más ha incomodado a reseñistas y críticos, pero también a los lectores, y sin duda a los responsables de escribir contratapas, solapas y demás. ¿Qué es eso que estamos leyendo? Resulta hasta cómico comprobar cómo en las distintas ediciones de sus libros, a veces en un mismo volumen, se llama a las cosas por distinto nombre, o incluso se soslaya cualquier definición. ¿Qué es entonces Vértigo? Un conjunto de relatos, de distinto tenor; algunos parecen casi retratos, y otros son narraciones lentas, reflexivas, contemplaciones silenciosas del mundo. Ocurre que el hilo conductor es esa primera persona omnipresente, a la vez que con frecuencia se nos vuelve invisible. Un libro, en Sebald, es un relato total, en el sentido que todo parece entrar en armonía. Un sistema tan amplio que nada sucede fuera de sus fronteras.

Uno de los relatos más significativos de Vértigo –aunque son apenas cuatro– es el primero, en el que Sebald captura al joven Stendhal cuando era soldado y nos lo muestra en una serie de episodios estético-amorosos que resultarían trascendentales para su vida (su vida de escritor, claro) por el modo en que su sensibilidad se ve trastocada. En ese relato, y en la vulnerabilidad de esa mirada, hace pie el título del volumen. El joven Stendhal –Henri Beyle– observa el escenario donde un año atrás se había librado la batalla de Marengo, en la que murieron 16 mil hombres, y es allí donde irrumpe un gen de lo narrativo que lo violenta, pero también lo fascina. “La diferencia entre las imágenes de la batalla que tenía en su cabeza y la imagen que, como prueba de que la batalla había acontecido en realidad, veía en estos momentos desplegada ante sí, le producía una sensación de ira semejante al vértigo que nunca antes había experimentado”. En otro pasaje, Sebald se permite otro de sus célebres exabruptos, a propósito de quien más adelante se convertiría en Stendhal: “En cualquier caso fue durante aquellas semanas de otoño cuando tomó la decisión de convertirse en el más grande escritor de todos los tiempos”.

Más tarde llegaría Los emigrados (1992), tal vez su otra obra maestra, la novela Los anillos de Saturno, de 1995, y finalmente Austerlitz. La novela que cierra un siglo y abre otro. La novela que permite que una literatura sobreviva. Austerlitz es un relato falseado, en cuanto a que esa primera persona es hasta cierto punto un medium: el narrador, alguien que se parece demasiado a Sebald pero que no acepta mansamente esa reducción, cuenta la historia de Jacques Austerlitz, o mejor dicho lo que éste le cuenta de sí mismo en los sucesivos encuentros de una amistad zigzagueante, irreal. La vida de Austerlitz es, al mismo tiempo, trivial y terrible; es una síntesis perfecta de la historia del siglo XX, en la que Sebald vuelve una vez más a una de sus preocupaciones centrales: la cuestión judía, pero más allá el modo en que la Segunda Guerra y sus antecedentes trastocaron fatalmente la vida de millones y millones de personas.

Esa tragedia no excluye a sus compatriotas, y esa perspectiva le ha generado a Sebald no pocos enemigos. No se trata de negar la responsabilidad histórica, y sí de establecer una relación con el pasado que no se limite a la culpa. Su polémico ensayo Sobre la historia natural de la destrucción pone de relieve el modo en que la aviación británica –esencialmente– destruyó casi por completo más de cien ciudades alemanes cuando ya la guerra estaba ganada –la columna vertebral de la extraordinaria Matadero 5, del norteamericano y también ríspido Kurt Vonnegut–, una victoria ya no militar sino moral y psicológica. Y se pregunta por qué hay tan poca literatura sobre ello. Por qué los alemanes, con alguna que otra excepción, están empecinados en mirar hacia otro lado.

Hace algunos años Susan Sontag dedicó a la obra de Sebald un ensayo notable, en el que establecía su condición primordial de viajero y se conmovía por una prosa que es siempre cristalina y sin embargo densa, lenta, un trabajo de miniaturista. Sontag subrayaba la ambición y la nobleza de una escritura como la de Sebald, en cuanto a su relación con lo histórico y el modo en que construye a sus lectores, o más bien el terreno en el que le propone encontrarse. “¿Es todavía posible la grandeza literaria?”, se pregunta, y en seguida se contesta sola: “Ante la decadencia implacable de la ambición literaria, la convergente ascensión del desgano, la verborrea y la crueldad insensible como asuntos normativos de la ficción, ¿qué sería en la actualidad un proyecto literario centrado en la nobleza? La obra de W.G. Sebald es una de las pocas respuestas disponibles a los lectores del idioma inglés”. Y pronto se detiene en una de las cuestiones fundamentales de su estilo: “En los libros de W.G. Sebald, un narrador que lleva el nombre de W.G. Sebald –según se nos recuerda en forma ocasional– viaja para rendir cuenta de la evidencia de una moral en la naturaleza, retrocede ante las devastaciones de la modernidad, medita en torno a los secretos de vidas oscuras. En alguna jornada de investigación, lanzado por algún recuerdo o noticia de un mundo perdido sin remedio, él recuerda, invoca, alucina, lamenta. ¿Es Sebald el narrador? ¿O es un personaje de ficción a quien el autor ha prestado su nombre, con detalles selectos de su biografía?”.

Sontag subraya, o en rigor defiende, el carácter ficcional de ese narrador. El narrador como construcción, como especulación, lo que de ningún modo niega la material real con que están hechas sus ficciones. Y da en el clavo, porque hay dos características notorias en los relatos del escritor alemán cuya confluencia los vuelve perturbadores, y a su autor en extremo singular: las imágenes –una constante en sus libros–, y la intangibilidad de ese narrador en tanto personaje. ¿Para qué le sirve lo primero, y por qué hace lo segundo? La respuesta en ambos casos es la misma: porque es verdad. Es decir: porque quiere que establezcamos esa relación con el texto, que nos acerquemos, que lo liberemos de artificios. Desde esa cualidad, Sebald es el escritor más flaubertiano de este tiempo: una pluma excepcional que, no obstante, a diferencia de Thomas Bernhard u otros virtuosos, parece encontrarse siempre con el modo natural de decir las cosas.

De vez en cuando se ha objetado, con todo, la originalidad de sus procedimientos formales. Ahorrémonos tiempo: ¿es Kafka un escritor tan original? Sí y no: sólo si nos hacemos los tontos y olvidamos que existió alguien llamado Robert Walser (su escritor favorito, por otra parte). ¿Y es tan importante la originalidad? ¿No estaremos confundiendo originalidad con singularidad? Como en tantas otras cuestiones, lo fundamental en literatura está en el cómo. No alcanza con pegar fotitos en las páginas de un libro para convertirse en Sebald, así como ser Borges es algo más que hablar de tigres, laberintos y espejos. Hay una serie de modulaciones de lo íntimo, un devaneo, una búsqueda de identidad que Sebald trabaja como pocos, o quizá como nadie, a partir de la superposición de sus elecciones formales. Un modo de vérselas con el pasado que es siempre triste y doloroso, y a la vez parece inevitable.

Ese pasado en el que se halla también su muerte, acaso estúpida. Pero no su literatura.


Por José María Brindisi para Diario Perfil

25 de noviembre de 2012

Pablo de Santis: Máquinas sin la magia de antes


Los niños, rodeados por la tecnología, no se preocupan tanto por la noción de inteligencia artificial. Sus héroes son Harry Potter y las criaturas de Narnia.

Sé que existen historias de naciones, de literaturas, de juguetes, de jardines botánicos, de asesinos; pero ignoro si hay una historia de la imaginación. De escribirse, veríamos que cada época se ocupa de imaginar aquello que no tiene, o está lejos, o de lo que no sabe nada. Quien ve jugar a un niño, lo primero que nota es que juega con lo que hay a mano; lo segundo, que juega a ser lo que no es, a tener lo que no tiene. Nunca se ha visto a un niño jugar a ser un niño.
Así, la imaginación de una sociedad, en una época determinada, nunca se ha fijado en lo que la rodea, sino en lo que está lejos o se esconde en la oscuridad.

La ciencia ficción se propuso ser la historia del futuro mientras las máquinas capaces de viajar por el espacio o de convertirse en memorias infinitas estaban lejos de la realidad. Fue en el momento en que el hombre llegó a la luna cuando la ciencia ficción, en lugar de extender su reinado y entregar a la precisión técnica lo que había sido sueño, se esfumó. Es cierto que se siguieron escribiendo novelas de ciencia ficción, pero ya no con la mirada puesta en mundos lejanos, sino como diversas formas de apocalipsis y como especulación filosófica sobre la memoria y la identidad. El héroe dejó de ser un astronauta para ser un hombre común, un tal X que no sabía muy bien si era en realidad X, si era Y que creía ser X.
En los años noventa las computadoras llegaron a los hogares, pero desaparecieron de la literatura popular.

Los niños crecidos entre máquinas no se preocuparon por los problemas que plantea la noción de inteligencia artificial ni soñaron con mundos virtuales: sus héroes fueron Harry Potter y las numerosas criaturas de “El Señor de los Anillos” y de las “Crónicas de Narnia”, dos novelas escritas en la década del cincuenta. En estas sagas no hay ningún artefacto tecnológico. Es cierto que algunas de las invenciones de Rowling parecen alegorías cíber, como el mapa inteligente o el periódico cuyas imágenes se mueven. O que alguien podría comparar el ojo de Sauron con Google Earth, pero no es su posibilidad, sino su encantadora imposibilidad lo que reclaman sus lectores.
Algo parecido ha ocurrido siempre con la literatura policial. Aunque se finge a menudo que el género negro expresa la violencia de la sociedad, se desarrolló en países centrales –sobre todo en Inglaterra– cuya tasa de crímenes es insignificante en comparación con otras regiones del globo. En los últimos años las novelas suecas se han empeñado en hacernos creer que sus ciudades, sus casas de campo y sus jardines helados son mucho más peligrosas que alguna zona oscura del conurbano bonaerense.

En el hecho de imaginar hay un incesante gusto por lo que no se sabe, por lo que no se ha logrado. La literatura expresa experiencias, pero no expresa ninguna con más fuerza que la experiencia de no tener experiencias, el ansia de vivir lo que aún no se ha vivido. Cervantes lo tuvo en claro cuando hizo de su héroe un lector de novelas de caballería. Alonso Quijano no representa a los hidalgos empobrecidos; representa a todos los que leemos el Quijote. Representa a quien quiere ver molinos cuando puede ver gigantes.

La cultura se comporta muy a menudo como el niño que después de pasar horas frente a la computadora se deja llevar por Narnia o por la Tierra Media, donde puede estar seguro de que va a encontrar árboles que caminan o espectros de guerreros o unicornios, pero ninguna computadora. Así, una vez que entraron en nuestras casas, las computadoras fueron desterradas del imaginario. La HAL de “2001 – Una odisea espacial” podía resultar terrorífica para un espectador de principios de los 70. A un espectador actual, acostumbrado a que el sistema se cuelgue y el técnico en computación postergue su visita como Godot, la HAL le resultaría apenas fastidiosa.

Cada época juega a encontrar sus propios jeroglíficos; una vez descifrados, el interés se pierde por completo. Para la ficción, la tecnología ha perdido su capacidad de hechizo. Los nuevos dispositivos pueden estar en la carta a Papá Noel o en la lista de casamiento, junto a la multiprocesadora y el secador de pelo, pero no en la imaginación. Las formas de la ficción popular ya no inventan nuevos aparatos, máquinas de realidad virtual o cosas semejantes. Si prestamos atención a los productos exitosos de la televisión y el cine de los últimos años (“Lost”, “The Walking Dead”, “Los juegos del hambre”, además de todos los relatos épicos, como las “Crónicas de Narnia”, “El Señor de los Anillos” y “Juego de tronos”, por citar sólo algunos) vemos que se trata siempre de fantasías regresivas: situaciones en las que, debido a las condiciones de la época o a alguna catástrofe imprevista, la tecnología no existe o ha dejado de contar, y el hombre está librado a su suerte.

Ni siquiera la serie “Homeland”, que ya se puede ver en cable, es la excepción: su heroína tiene todos los dispositivos posibles para observar a un hombre, al que cree enemigo. Pronto descubre que son inútiles, porque no pueden mostrar lo que hay en el interior de la cabeza de su adversario. Finalmente comprueba que tampoco puede saber lo que ella misma tiene en la cabeza. Solos o en grupo, todos estos personajes son Robinson Crusoe. Sobrevivientes de una catástrofe aérea o de una peste de muertos vivos, los aturdidos héroes terminan por mirar los viejos planos de papel. En la ficción contemporánea, el GPS ya no tiene señal.

Gentileza Revista Ñ

20 de noviembre de 2012

Entrevista: Ken Follett

Siempre debemos estar vigilantes y al acecho de cualquier pérdida de libertad

Mientras el otoño madrileño avanza, Ken Follett ha llegado a España para hablar de El invierno del mundo(Plaza Janes). La cita del escritor galés conClarín es en un lujoso hotel a la vera del Museo del Prado. A espaldas de la estatua de Goya. Follett dará unas cuantas entrevistas y luego irá a firmar libros al Corte Inglés. Todo un espectáculo. Quizá sea su alma de músico la que lo lleva de gira en gira como un rockstar, honrando sus libros y su imagen de autor superventas, como le llaman aquí algunos. Otros aquí, los indignados, preparan un rodeo al Congreso de Diputados, vallado y plagado de policías como en los días más críticos de nuestra Plaza de Mayo. Es un buen contexto para una entrevista sobre un libro centrado en la Segunda Guerra Mundial, que tiene en la Guerra Civil Española un punto de inflexión cuyas consecuencias fácilmente podrían conectarse con lo que pasa allá afuera, apenas cruzando la calle. Volvamos a Follett. Con más de treinta títulos publicados y casi 150 millones de ejemplares vendidos, conoció el éxito que los libros le reservan a pocos tras su décima novela. Antes había sido periodista y luego subdirector de una pequeña editorial. Ahora es uno de los grandes best sellers globales. Aunque su éxito no llegue a tanto en la Argentina, aquí en España sólo uno de sus títulos, Los pilares de la tierra, lleva vendidos 6 millones de ejemplares. Desde hace unos años, Follett se enfrascó una trilogía monumental, tres volúmenes de mil páginas, sobre el corto Siglo XX, según palabras de Eric Hobsbawm, que va desde la Primera Guerra Mundial, al fin de la Guerra Fría. La caída de los gigantes fue el primero de sus títulos, y ahora llegó El invierno del mundo, sobre la Segunda Guerra, sus antecedentes y sus consecuencias, temas que pertenecen casi a nuestro presente. Es un giro para Follett, que se acostumbró a contar historias de la Edad Media, a contar andanzas de otros tiempos. Ahora debe sopesar su relato con un mundo políticamente agitado. La prueba está allá afuera. Ficción y realidad pueden mezclarse fácilmente.

-La Segunda Guerra Mundial todavía tiene un impacto emocional en muchos de sus lectores, ¿lo tuvo en cuenta a la hora de escribir el libro?
-Sí. Elegí el siglo XX por dos razones. Primero porque es el más dramático de la historia de la humanidad. Donde se produjeron la guerras más terribles, se usaron armas atómicas y murieron millones de personas. En segundo lugar porque es la historia de mi familia. Mi abuelo tenía demasiados años para pelear en la Segunda Guerra, luchó en la primera, y mi padre era demasiado joven. Pero tuvo un efecto tremendo en ellos. Absorbí ese impacto.

-¿Qué le contaron ellos de la guerra?
-Mi abuelo paterno me contó que la primera vez que hubo un ataque aéreo en Cardiff, Gales, el estaba en su negocio. Y mientras volvía a casa veía toda la destrucción, caminaba sin saber si su familia estaba viva, desesperado. Estaban vivos, de otra manera no estaría aquí contigo.

-Estamos en España, en esta tierra que iba a ser la tumba del fascismo, pero que todavía no puede juzgar los crímenes del franquismo. ¿Cree que hubiera cambiado el escenario mundial de haber triunfado la República?
-Es difícil decirlo. Le dediqué un capitulo a la guerra española porque quería mostrar cómo fue la batalla en su conjunto. Quería mostrar las luchas internas contra el fascismo en nuestro países. En Inglaterra lo ilustro con la batalla de Cable Street, en 1936. Pero hay mucha gente que opina que si aquí hubieran derrotado a Franco, Hitler hubiera dudado a la hora de invadir Austria, Checoslovaquia y Polonia.

-El Guernica de Picasso, que está aquí a unas cuadras, quizá muestre esa “preocupación”
-Es un punto interesante. Esa pintura, el Guernica, fue una respuesta del horror frente al bombardeo a una población civil. Pero 5 años después, todos estábamos bombardeando poblaciones civiles. Los británicos, los alemanes, y en 1945 los Estados Unidos bombardearon a la población civil japonesa. En un período de diez años, algo que se consideraba horriblemente inhumano, se convirtió en algo normal.

-Bueno, las nuevas generaciones tratan de explicarse cómo llegaron al nazismo, el Sonderweg, esa palabra alemana bucea en las raíces tratando de entender, y su libro arriesga explicaciones...
-La literatura siempre trata de dar explicaciones. Pensemos en Ana Karenina de Tolstoi. En mi libro, el primer capitulo explica cómo llega Hitler al poder. Es un buen punto porque mucha gente se pregunta cómo los alemanes, un pueblo culto, permitieron que este monstruo llegara a controlar el país. Por eso me esfuerzo en mostrar de manera paulatina cómo ocurrió. Lo hago a través de la lucha que tienen mis personajes para poner freno al nazismo, lucha que finalmente pierden. Busco momentos dramáticos, en los cuales las cosas podrían haber ido por otro camino. El día en el Reichstag (parlamento alemán) en el que Hitler se alza con el poder, mientras la gente buscaba ponerle freno. Es un momento decisivo, porque sentimos que las cosas podrían haber tomado otro rumbo. Siempre busco esos puntos de inflexión, esas batallas.

-Detrás de esa escena, y luego en buena parte del libro, hay mensajes: si la resistencia interna a Hitler hubiese sido más fuerte, pues entonces el nazismo no hubiera sido lo que fue...
-De hecho creo que siempre debemos estar vigilantes y al acecho de cualquier pérdida de las libertades. Porque esto siempre empieza poco a poco. En este caso con una pequeña ley que es fundamental para la seguridad nacional. Pero en mis libros no doy lecciones. Muestro lo que ocurrió, y los lectores sacan sus conclusiones. Los lectores en general son personas inteligentes.

-Aunque no le guste la palabra lecciones, quizá pueda coincidir en el hecho de que la política es el único camino para cambiar las cosas, el mundo... -En mi vida yo he encontrado dos maneras de ayudar a mejorar el mundo. A través de la política es la primera, y la otra es a través de las organizaciones de beneficencia. Mi mujer y yo trabajamos con varias de esas organizaciones. Obviamente, la forma de producir grandes cambios es la política.

-Supongo que no por casualidad Lloyd Williams, el héroe de esta historia, es galés de nacimiento, del mismo pueblo que usted... -Yo empatizo con este personaje. El es más guapo. Y además es un boxeador. -Claro, usted es músico... -Sí (ríe) En otra vida yo hubiera podido ser un joven como Lloyd. Comparto con él la mayoría de sus opiniones y valores. Algunos de sus hábitos. Pero no soy un héroe, escribo sobre héroes.

-¿Se pregunta como hubiera sido su vida de no haber sido un exitosísimo autor de best sellers? -Lo hago. Pero es una pregunta difícil. Porque esto se me da bien, y si no me dedicara a esto, seguramente estaría haciendo algo que no se me da tan bien. Podría seguir siendo periodista, no era malo, pero no era el mejor del mundo. Sería menos feliz, me satisface mucho hacer lo que hago.

-¿No añora de una vida más anónima?
-(piensa y ríe) Admito que nada.

-Además Williams participa de la creación del Partido Laborista. Su mujer, Barbara que estuvo en el gobierno de Blair, ¿de qué manera contribuyó con el relato?
-Nos conocimos de hecho en un encuentro del Partido Laborista. Es un comienzo muy romántico para una relación (risas) Pero la política nos unió, y juntos empezamos a trabajar en campañas, y nos enamoramos. Estamos de acuerdo en casi todo lo referido a la política, en otro ámbitos no. Su participación en la política si que fue importante para mí al escribir la trilogía. Durante muchos años, el rumbo del Reino Unido era definido por mis amigos. La gente con la que yo salía de vacaciones, la gente con la que iba a cenar. Todos integraban el gobierno. Me familiaricé muchísimo con la forma en la que hablan y toman decisiones. Y con Bárbara hablábamos de qué hacer con tal o cuál situación política y veía las maneras en las que tomaban decisiones.

-Supongo que allí reforzó su idea de ser escritor...
-Absolutamente (risas).

-El libro combina datos históricos con situaciones inventadas. ¿Cómo hace para balancear estas dos corrientes de información y a la vez mantener en acción a estas cinco familias que transitan la obra? ¿Hace alguna clase de cuadro sinóptico, de árbol genealógico?
-Sí que hago un plan. Pasó mucho tiempo planificándolo, y en el caso de El Invierno del Mundo me llevó 8 meses hacerlo. Me sirve para documentarme e integrar la trama de estos individuos dentro de la historia principal. Pero tengo como norma no violar la historia.

-¿No teme que frente a tantos hechos y lugares la necesidad de remitirse a estas cinco familias vuelva los vínculos forzados, a veces insólitos?
-Es necesario producir coincidencias. Y esto yo lo llevo hasta el extremo posible. Trato de no exagerar ni abusar de ellas. Pero es un equilibrio difícil de alcanzar.

-Aquí, el mundo del best seller se cruza con el real, el del entretenimiento, el libro para todos que vende millones, con las tragedias que se tocan, se recuerdan, y siguen sin cicatrizar. ¿Cómo cree que debe leerse este libro?
-Debe ser entretenido. El lector debe quedar atrapado, no poder parar de leer. Si van leyendo en un largo viaje de avión, quiero que les de pena haber llegado. Porque si esto ocurre, ya están en manos del libro. Porque si no ocurre, tomarán el periódico, prenderán la tele o se irán al bar a tomar un par de copas. Pero ya no uso la palabra entretenimiento. Va más allá. El lector se ve absorbido por el mundo de la novela, que es más interesante y emocionante que el mundo real.

-¿Sigue cómodo con el título de autor de bestseller o le gustaría ser considerado como un autor más literariamente más elevado?
-Yo estoy feliz donde estoy.

-¿Pensó en algún momento que escribiendo este libro tendría que hablar más de política que de sus construcciones narrativas?
-Me gusta la idea de que leer el libro haga a la gente pensar sobre política. Me gustaría que tenga ese efecto en los lectores. Pero sólo quiero darles una visión.

Gentileza Revista Ñ

14 de noviembre de 2012

Aspectos de la vida de Enzatti / Marcelo Cohen


Aspectos de la vida de Enzatti
Marcelo Cohen

42 años
Bajo un espeso cielo sin luna hay un edificio, en el edificio varias ventanas abiertas, aunque ninguna iluminada, y cerca de una de esas ventanas un hombre pensando que ocupa el centro de la noche. Tiene los ojos abiertos, pero la mente en duermevela, y a su alrededor la oscuridad incompleta se agita a veces enviándole reflejos rosados o blancuzcos, atisbos de objetos que el hombre no intenta reconocer. Se llama David Enzatti. Está acostado; no se mueve porque, si en cierto modo está pensando, piensa que el sistema de la noche, sus equívocas armonías, dependen de que él se mantenga en el centro. Enzatti se considera tranquilo; piensa o siente que él articula la noche. Sudando un poco, lamido esquivamente por la respiración de su mujer, deja que los ojos se le cierren. Una oscuridad más absorbente le exige que no se abandone, y al mismo tiempo lo cerca y lo acuna.
De repente oye un grito.

Es violento, es largo, tiene algo de lata y aislamiento, no es un grito vertical sino sesgado o parabólico. Oteando la oscuridad, Enzatti se esfuerza por discernir si ha soñado en sus sueños o en algún lugar del mundo, y mientras se arranca las gases de la duermevela el grito vuelve a oírse y otra vez se le escapa: lo único que le queda es la angustia del eco en la cabeza. Y el eco dice que el grito, por mucho que se haya repetido, no es de desesperación, tampoco de pena, no es un grito de dolor ni de cólera ni de rabia. No es un insulto, no es un gemido. No se hunde claramente en el silencio como el chillido de un lirón, no le da peso al silencio, ni forma: lo fractura.

Es un grito, y cuando vuelve a hacerse oír Enzatti tampoco lo escucha (sólo puede sumarlo al recuerdo porque está pensando), deliberado y urgente. El grito de alguien que quiere que lo oigan gritar.

Y ahora Enzatti, inmóvil todavía en el centro de la noche, lo tiene en la cabeza y no puede ignorarlo.

Por mucho cuidado que ponga en no despertar a Celina, que sigue durmiendo, al sentarse en la cama Enzatti altera el sistema de la noche. La oscuridad seccionada se ha puesto a girar en raros sentidos, y de la confusión nacen fuerzas mañosas, arbitrarias, que lo atrapan. Enzatti y la estela del grito están unidos a través de la noche como dos puntas de una grieta que corre entre escombros. Pero la unión no es inerte, sino magnética o viva, u ocurre más bien que Enzatti no soporta que el que ha gritado siga gritando.

La placidez se resquebraja. Enzatti se levanta, se asoma a la ventana: una azotea con macetas, líneas de alquitrán en un techo, un gato se escabulle, antenas y tanques en una atmósfera de nitrato de plata.

Se aparta de la ventana, domina el corazón, agarra de la silla el pantalón y la camisa, se calza los mocasines y esquivando muebles apiñados, pisando cajas y juguetes, encuentra en el pasillito un reducto donde vestirse. Después cierra la puerta del dormitorio: Celina sigue durmiendo. Mientras se apoya en la jamba de la otra puerta para pispear en el cuarto de los chicos, los ronquidos esporádicos, menudos, le llegan flotando en la penumbra como partes de ese orden que el somnífero que tomó no pudo terminar de construir. Hay ahora para Enzatti un ensueño de olores infantiles, quizá un desvanecimiento, y antes o después del nuevo grito la impresión de que un desequilibrio está por desintegrarlo; después, seguramente, porque esta vez el grito le llega no sólo como un llamado sino como una consecuencia.

¿Consecuencia de qué? Con el recuerdo del grito, que sigue conmoviendo el aire, Enzatti se llena de rajaduras: como el esmalte rajado de una cerámica entera. Pero no, no es eso.

A los tumbos va a la cocina, esquiva más objetos, tantea el hacinamiento en busca de una servilleta y se seca el sudor. Se está preguntando por qué no entró en el baño, cuando vuelve a oír el grito, más enérgico o más impaciente, también más amortiguado porque no hay allí ninguna ventana abierta, y entonces, en el resplandor que se filtra desde el patio interno, entre la raya blanca que es el brillo de la cafetera y los destellos de los mosaicos, le parece ver la cuerda arqueada del eco del grito, y en su propio cráneo, como en un teatro fugaz, la recua de armónicos que lo acompañan.

Todo sonido tiene sus armónicos, sonidos secundarios que lo rodean y lo conforman; una grey discreta, opciones ocultas y quizás postergadas. Un sonido es él y el racimo de sonidos simultáneos que arrastra o desencadena. Eso dice la física. Y además de los armónicos, si uno pellizca una cuerda (piensa Enzatti) la nota que se oye es seguramente impura, porque la cuerda vibra, o vibra el aire, y la vibración se propaga y afecta otros puntos del aire antes de extinguirse; y el aire está lleno de impurezas.

En el teatro del cráneo de Enzatti el grito que lo arrancó de la cama, el grito que en la calle o el mismo cráneo vuelve a sonar y convoca, está levantando un revuelo de sonidos antiguos. El grito surca el cráneo y los armónicos se expanden, se arremolinan, chocando con cosas dormidas que, obnubiladas, se alzan a la vigilia tintineando. Después los sonidos se derraman, a los saltos se cuelan en la noche de la cocina para reventar lo que queda de orden, pueblan las capas giratorias de la oscuridad y Enzatti, con la camisa pegoteada y la servilleta en la mano, entra en el tráfago o se deja arrastrar. Otra vez, a todo esto, le parece haber oído ese grito pelado. Descuelga las llaves y sale.
31 años
Al salir del hospital sintió que la primavera le sacudía el cuerpo con una tropa de aromas para obligarlo a levantar la cabeza y mirar su despliegue. Era deslumbrante, sí, y arbitrario: jacarandaes cuajados de azul claro balanceaban las ramas en una ingravidez general, relucían los parabrisas de los coches, el polen y los vestidos y la brisa que deshacía peinados unían sus vigores, una tibia alianza sinergética ponía la realidad a levitar, no, a rotar sobre un eje variable, de modo que cada vuelta era un poco distinta a la anterior y nada, nada podía preverse, ni la hora del próximo café ni el rumbo del pensamiento. Como eso era justamente lo que Enzatti quería, perder el hilo, se dejó cercar por el aire. Así envuelto, más frío por dentro que indiferente, se alejó del hospital muy despacio convencido de que, como el rastro plateado de una babosa, dejaba un trazo de visiones desunidas: el frasco invertido del plasma, apósitos en la mesa auxiliar, el pedal de la camilla, relleno asomando por un tajo del tapizado de la camilla, las venas hinchadas en la nariz del padre, el ceño furiosamente arrugado, alguien con una hipodérmica. Era improbable que el padre de Enzatti recobrara la conciencia; lo habían operado después de la caída y, aunque una parte del cerebro estaba estropeada, los médicos se habían obstinado en salvarlo y ahora respiraba, con los párpados entornados, no siempre constante, más allá de la espera y el dolor. Entonces Enzatti dejaba atrás el hospital cargado de una rencorosa levedad. No por la primavera, no por algo cíclico. Madre muerta varios años atrás, ahora padre en el limbo, en la nada: Enzatti caminaba suelto, como supurado por el mundo, sin origen ni explicación. Nada de haber perdido un vínculo real: no había habido presagios, despedidas, no había habido recapitulaciones. Apenas una caída de viejo, un golpe. Y Enzatti en el mundo como una presencia inmotivada. No hijo de padre y madre, sino una emanación de la vida, una exudación, algo que, más que morir, al final terminaría evaporándose. Eso pensaba, sin espanto. Por el momento. Eran las once menos diez, y a las doce tenía que ver al fabricante de juguetes Malamud. Cruzó la calle. Se detuvo en la otra acera. "Ese bar", dijo entre dientes. Y entró. En el espacio alargado, la gente no tenía más remedio que aglomerarse entre el mostrador y un tabique con espejos: agotados parientes de prostáticos, padres flamantes, enfermeras y proctólogos hermanados, entre el olor a mostaza y el humo de la máquina de café, por la eternidad de un intervalo. Al final del mostrador, ante el escurreplatos de aluminio, había un taburete vacío. Acomodándose, Enzatti pidió vino. Vino blanco frío, y se lo sirvieron no en vaso sino en copa. Un hombre que parecía huraño, o arrogante, lo desmintió dirigiéndole una sonrisa. Había bajado el diario y dado un paso hacia él, y lo miraba como si supiera que Enzatti había perdido los lazos con su origen. En ese momento de intimidad enervante Enzatti bajó la vista, aunque en seguida volvió a levantarla. Súbitamente el hombre dijo que lo disculpase, pero que lo estaba observando porque, si bien no era tanto más viejo que él, al verlo le había parecido verse a sí mismo en otro tiempo. Se rieron los dos. Enzatti lo convidó a una copa de vino. Entonces el hombre dijo que no bebía alcohol, y después del silencio hizo la pregunta: "¿Sabe por qué no bebo?" "No", dijo Enzatti. "Entonces, mire", dijo el hombre, "se lo voy a contar. Se lo cuento: una vez, hace años, yo tenía que ir al hospital a ver a mi hermano, que había chocado con la moto. A mí me hervía la cabeza por adentro, de la rabia, porque le había advertido que alguna vez se iba a hacer puré, pero no quería desaprovechar la visita en reproches. Sabía que mi hermano estaba grave, así que lo que más me importaba era conversar, por más que él fuera a curarse aprovechar ese momento decisivo para explicarle que yo le tenía un gran cariño y, dentro de lo posible, aclararle cuestiones importantes de nuestra relación, y también hacerle ciertas preguntas. Para que entienda lo fundamental que era para mí esa conversación, y en el fondo para los dos, le explico que mi hermano y yo estábamos muy unidos pero nunca, nunca habíamos dialogado. Por eso yo no quería desperdiciar la visita en reproches, sobre todo con un hombre que tenía el cuerpo hecho bosta. Así que, como yo era muy temperamental, para calmarme entré a un bar a tomar un vaso de vino. Tomé dos vasos de vino, bien pancho, digamos, debo de haber tardado unos tres cuartos de hora en meditar y tomar el vino. Y cuando llegué al hospital, me dijeron que hacía siete minutos que mi hermano se había muerto. Exactamente siete minutos", insistió el hombre. Enzatti se dio cuenta de que no iba a poder mirarlo con franqueza. Este tipo es un boludo, pensó. ¿Qué viene a contarme ?, y ni siquiera por piedad o educación logró sonreír. Lo que hizo, entonces, fue sorber un poquito de vino, tenerlo un rato bajo la lengua antes de tragar, y mientras tragaba levantar la copa. Era una copa bombeada, el frío del vino la había empañado, y entre las gotas que se escurrían hasta la base, se dio cuenta Enzatti, sobre el vidrio convexo se acumulaban sin disputas las partes de ese mundo suspendido, el bar y zonas de la calle. En la copa había enormes dedos de enfermeras culminando brazos menguantes y al final diminutos, una pequeña caja registradora, un remoto ventanal, distintas cabezas que en su diversidad minúscula parecían inmóviles, y las campanas de vidrio con sándwiches y el ventilador del techo arriba en retirada, y el suelo abajo en retirada, y la frente de Enzatti en retirada, dejando el primer plano a la montruosa chatura de la nariz, tan alejada de los ojos, todo definido y dispuesto en un fresco nimbo verdeamarillo: la realidad acabada. Del otro lado de la copa, no excluido pero aceptado a gatas, aleatorio, el hombre del hermano muerto parecía exigir un comentario a su historia. "A mí ", dijo Enzatti, "no me espera nadie. Yo ya fui al hospital, vengo de ahí. Yo puedo tomar todo el vino que quiera." Pero no bajó la copa como quien ha dicho algo concluyente. En la copa se ordenaban partes del mundo que la primavera había puesto a girar.

42 años
En la luz enchapada del ascensor Enzatti evita mirarse en el espejo. Es cuando levanta la mano para alisarse el pelo que el grito estalla de nuevo como una campanada (aunque timbre de voz), embistiendo, reclamando, pero débil en fin, sometido por el sunsún del ascensor. En la cabeza de Enzatti, de todos modos, sonidos adocenados reaccionan caóticamente. El corazón se le contrae como si quisiera defenderse, y con ese malestar Enzatti se apura a ganar la calle. A lo major esta última vez fue el recuerdo del grito lo que oyó. A lo major, verdaderamente, no lo oyó nunca.

Afuera, como todas las noches, la luz pública alcanza para ver muy poco. La desquiciada geometría del barrio reverbera apenas en el sueño, rechazando el peso de la humedad con la monotonía de sus balcones seriados, sus pastos solitarios, con la fingida solidez de una clase media declinante. En la esquina, junto al charco de luz de un farol, un bache muy largo parece una boca pasmada en el asfalto. Enzatti enfila hacia la esquina del supermercado. Cuando llega se sienta en el escalón de la entrada, mira la noche, el lejano semáforo de la avenida, cierra los ojos y cree que dormita, pero al rato pasa un cache, ya ha pasado, y él se levanta.

En la ochava de enfrente leves grumos de niebla se pegan a la base de una garita de vigilancia. Es un tubo alto de base hexagonal y estaría vacía, porque hace tiempo que los vecinos no contratan guardias, si no fuese por las palomas que alguien deja encerradas y nadie ayuda a escapar. Los paneles de cristal blindado relucen de mugre. Enzatti cree distinguir aleteos, pero no los oye.

Como no tiene pañuelo se seca el cuello con la mano. Cruza la calle.

Treinta metros más adelante por la misma calle empiezan los descampados donde ya nadie quiere construir o las obras, por deserción de la clientela, quedan siempre inconclusas. Viguetas, cortafuegos y puntales desnudos afloran en la maleza como vestigios de un porvenir atrofiado, y entre los sillares mohosos acampan a veces los cirujas. Al lado de la tintorería hay un baldío que los chicos del barrio mantienen limpio a fuerza de jugar a la pelota. Huele a tierra mojada de vino, ahí, y extrañamente a madreselva, y Enzatti se sienta en el tronco de un jacarandá derribado.

Hace un buen rato que el grito no se oye. Parece que no fuera a oírse más.

Y sin embargo todo el silencio está colonizado por el eco del grito, como si las resonancias partieran del cráneo de Enzatti y nada de lo que Enzatti perciba, la huida de un ratón, un fósforo encendiéndose detrás de una persiana, pudiera librarse de la revolución que los armónicos del grito han desatado. De modo que Enzatti espera. Conoce momentos parecidos a éste, tanto al menos como algunos de los sonidos que le enturbian el pensamiento: son, todos juntos, el rumor de las preguntas que no pueden contestarse, un barullo que surge cuando algo cae súbitamente sobre las explicaciones y las anula. También es, ahora que se fija, la obstinada música del vacío.

Lo que Enzatti no sabe es dónde está el grito que la desencadenó, y empieza a darse cuenta de que esta ignorancia lo asusta. Manteniéndolo en vilo, el grito lo subyuga, y en la increíble persistencia de los armónicos se van levantando no sólo preguntas sino también recuerdos. El grito duele. El grito ha venido a expulsarlo del centro de la noche. A propósito, claro. Con alguna intención. Basta ver que acá está Enzatti, aplastándose mosquitos contra la mandíbula, solo con la lentitud del sudor en un baldío tenebroso. El grito era y sigue siendo un llamado, tal vez una señal. Puede que un desquite del propio cráneo. Es un grito que, además de levantar bullicio, exhuma, quiere cobrarse algo, subleva.

Así que de pronto Enzatti se indigna. Si se sintiera más ágil o despierto, si por otra parte ese malestar no le doliese en los músculos, se levantaría de un salto y fumándose un cigarrillo volvería en seguida a su casa, a su correspondiente mitad de cama. Pero no sólo las vibraciones del grito lo tienen clavado al tronco del jacarandá, sino también la necesidad de que el grito se repita y él pueda darle sentido, interrogarlo al menos. Le preguntaría, si el grito se dejara individualizar, por qué lo ha expulsado del lugar donde estaba hace menos de un cuarto de hora. Y mientras se le ocurre esto aumenta la rabia, porque Enzatti, sentado en el baldío oscuro, en el silencio cargado de olor a basura, a óxido y a cicuta, se da cuenta de que el grito lo tiene maniatado.

Una luz se enciende y en seguida se apaga en el segundo o tercer piso del edificio que hay enfrente del baldío. Es un edificio alto, el único de la manzana, deshabitado en gran parte, flanqueado de talleres y depósitos. Lo rodea el cielo opaco, amplias nubes de felpa. Enzatti espera. Se dice, se atreve a decirse, que esto que le está pasando es demencial, en cierto modo vergonzoso: adjudicarle a un grito alma e intenciones, convertirlo en señal, esa historia de los armónicos, flor de ridiculez.

Titila una luciérnaga. Enzatti fuma, y la quietud de la noche recibe las exhalaciones. No tarda en aplastar el cigarrillo contra un cascote.

Pero nada garantiza que lo ridículo sea falso, ni siquiera inverosímil. Justamente porque no se puede explicar, lo ridículo es inobjetable. Ahí está él esperando que alguien vuelva a gritar. Lo ridículo está siempre acechando en las impecables interpretaciones que cada cual hace de su actividad, sus planes, su trayectoria, y también en las versiones que da del funcionamiento del mundo. Lo ridículo es amoral, pero no taimado como las explicaciones. Y la verdad es que Enzatti tiene la cabeza atestada de sonidos, que le cuesta tragar saliva, que está sentado entre escombros, en una madrugada sin luna, nervioso y triste como si hubiera visto una navaja abriendo la pulpa de la noche y descubierto, cuando esperaba ver gotas, que la supuesta pulpa era sólo una tela y más allá del tajo no se veía nada, cuando mucho una pared vacía, como si la noche fuera un cuadro. La verdad es que, en ese cuadro, Enzatti oyó un grito, poco importa si en sueños o no, y que el grito no ha dejado de hacer un trabajo, despertar sonidos que son momentos, exhumar recuerdos, y por eso está obligado, sometido a esperar que suene de nuevo. Si el grito volviera a hacerse oír, piensa Enzatti, le arrancaría del cráneo un sonido terminante: una reminiscencia. Ese grito de mierda, ese alarido que lo expulsó del centro de la noche. Y qué importaba que la noche fuera un cuadro, si también era plácida.

Exhumar, la palabra exhumar, tiene una brutal fuerza alegórica. De golpe Enzatti se imagina el grito con una pala en la mano, la pala de remover tierra pedregosa. Lo ve entre las sombras del baldío, o se lo figura, entre ladrillos y abrojos. Y entonces, mientras en su cabeza arrecia el clamor, mientras el eco del grito, lerdo, súbitamente renovado, pone a temblar la corroída consistencia del barrio, Enzatti termina de despertarse y reconoce, sin gestos ni escalofríos finalmente reconoce, que el grito es un llamado del olvido, la señal que todo lo negado lanza con partes de su materia antes de enmudecer y pudrirse. Un día, comprende Enzatti, en vez de sonidos habrá hedores. Por eso el grito maltrata, por eso llama y quiere persistir.

Enzatti se rasca las rodillas. Se las rasca demasiado, hasta que las uñas quedan sucias de pelusa de los pantalones. No está seguro de merecer este maltrato pero, como tampoco puede impugnarlo, como sabe que el maltrato ocurre simplemente, que lo olvidado quiso volver y el grito no pudo contenerse, procura decidir que el grito no es sólo una advertencia. Y puede que no se esté engañando: junto con huellas de lo que cualquiera llamaría infame, con lo repulsivo y lo simplemente inquietante, con lo amorfo y lo malformado y lo débil, el grito exhuma otras marcas, los armónicos del grito levantan del erial del cráneo ciertos momentos, incalificables, inmorales, no malos, mejor dicho, amorales: momentos desprendidos del tiempo, apuntes de una disolución saludable. Aunque ninguna palabra contenga ese sentimiento, o él esté demasiado nervioso para encontrarla, Enzatti sabe de qué se habla a sí mismo, y el grito le sigue vibrando entre las sienes.

Sin embargo ahora advierte que no está tan nervioso.
29 años
Era invierno, una noche del período más recóndito del invierno, y probablemente una fiesta religiosa o patria pegada a un fin de semana, porque la ciudad adonde Enzatti iba a visitar a Anabel estaba medio vacía, despejada de urgencias más bien; y como esa tarde había llovido mucho, bajo el aire renovado los edificios, las fuentes tenían un espesor cercano, una inmediatez casi ofensiva, como si esperasen que los azorados transeúntes les pidieran permiso para pasar. Y justamente eso fue lo que Enzatti le dijo a Anabel, no tanto novia suya como amante continua: "Tendríamos que pedir permiso", le dijo. "¿A quién?", dijo ella (y no ¿Para qué?). "Al aire o a los edificios, para pasar. Es como si sobráramos." Anabel, que caminaba aspirando ampulosamente el aire helado, contestó que no, al contrario: a ella le parecía que esa noche todo la albergaba fácilmente, casi como si no estuviera en la calle ni en ningún lugar, como si no tuviera espesor ni consistencia. De pronto, entonces, al oírla, Enzatti giró la cabeza; y aunque desde hacía varios minutos llevaba a Anabel del hombro, aunque había estado sintiendo el hombro laxo de Anabel a través de la ropa de invierno y con el hombro la contundencia del cuerpo entero, el torso al menos, en ese momento no la vio. Lo único que vio, curvo en la luz de mercurio, horizontal en la transparencia de la noche, fue su propio brazo solo; y si no lo dejó caer fue porque, aunque no lo viera con los ojos, en la mano seguía sintiendo el hombro de Anabel. Cada vez menos, no obstante, o con más dudas. Y no era sólo por el frío, que insensibilizaba el tacto. Tampoco porque se acordara de que un año y medio atrás, la noche que había conocido a Anabel, cenando con el jefe de zona de la empresa que los empleaba a los dos, la había considerado un poco lenta de reacciones, un poco vulgar y un poco reiterativa, tres objeciones que olvidaría antes aún de empezar a quererla, y por lo tanto mucho antes de empezar a tener miedo de perderla cada vez que, terminados los fines de semana, alguno de los dos tenía que volver a su ciudad. Y tampoco por una trampa del asombro, como si Enzatti sólo pudiera esperar que Anabel concordara con él o disintiera ferozmente, y no que de vez en cuando inventara una opción, como quien mira a los costados y alza el vuelo. No. Era, y en ese momento Anabel volvió a materializarse junto a Enzatti, que la vigilaba de soslayo, por la certeza de que cuando llevaba a Anabel del hombro, distraídamente, sabía menos que nunca de qué estaba hecha esa mujer, en qué consistía ser Anabel, qué tipo de labores físicas y mentales demandaba, cuántas operaciones de atención, composición, coordinación, dominio, y relevo. El frío le mordisqueó los dedos, que se hundieron en la franela del gabán de Anabel y reconocieron penosamente el hombro. Enzatti quiso sentir, pero no podía por culpa de la ropa, el cosquilleo del pelo de ella en el hueco del codo. ¿Qué pasaba si, absurdamente, alguien que había tenido una idea de otra persona la perdía de repente? ¿Qué pasaba si la gordura o el acolchado del pensamiento, que se multiplicaba con una autonomía vertiginosa, lo alejaba del conocimiento del otro, de la otra? Muy plausiblemente la otra desaparecía para ese alguien. Estaba, claro, la posibilidad de conversar, algo que Enzatti y Anabel hacían casi siempre que no se estaban tocando; variar las preguntas hasta que alguna le diera a ella la chance de mostrarse de verdad y a él, por así decir, la de asimilarla; o viceversa. Pero aún entonces algo de sustancia, algo de sustancia iba a quedar relegado, porque ya sabía Enzatti lo precariamente que las personas se acoplaban a sus historias, qué inacabable era el proceso de remiendos y adiciones, tanto que todo el mundo se daba por vencido, aceptaba finalmente la inexactitud, y bien era posible que en esa pizca de sustancia faltante estuviera la quintaesencia de Anabel. El ser, incluido en el de ser un mechón de pelo color cerveza, la nariz curva y elegante como el asa de una tacita, la clavícula, los humores, los sismos del corazón y los sentimientos que el arte le adjudicaba al corazón, todo eso, en realidad, ¿dónde se afincaba? ¿En ciertas neuronas, en distritos cerebrales? Sin duda no en la materia, aunque existiera por alla, sino tal vez en la mente, algo tan impalpable. Los sentimientos: vida psíquica, espíritu. ¿Dónde estaba Anabel, la que indudablemente olía a mujer, lastimaba con uñas o insultos, la que apretaba o se ausentaba?

Enzatti estornudó. "Un ruido de nariz", dijo entonces alguien que no era la Anabel de diez minutes atrás, y lo dijo como si hubiera estado oyendo el pensamiento de Enzatti, "un ruido de nariz no alcanza para que un cuerpo esté presente. Un estornudo es apenas un síntoma, ¿no? Una cosa demasiado poco expresiva." Enzatti se sobresaltó; de haber esperado algo, habría esperado que Anabel dijera: Qué lejano te siento, o quizá simplemente ¡Changós!, como decían en su ciudad cuando alguien estornudaba. Casi en seguida le entraron ganas de llorar. Se dio cuenta de que en la vida le iba a ser muy difícil llevar del hombro a otra mujer como Anabel. Por eso, por nostalgia anticipada, dijo: "De acuerdo, pero te juro que a medida que pase el tiempo me vas a conocer major." Les quedaba una cuadra, porque iban al cine; y faltaban diez minutes para la sesión. En la calle deshabitada, en el aire lácteo y crujiente, Anabel suspiró sonriendo y, mientras él volvía a perderla de vista, acarició con una fuerza rigurosa la mano que la agarraba del hombro: la mano de Enzatti. Era una buena oportunidad para besarla, sobre todo en la boca, fría seguramente en las orillas, irreconocible en los adentros, y con los ojos entornados espiar cómo reaparecía o aseguraba que en ningún momento había dejado de ester. Pero Enzatti no la besó, no en la calle, porque le molestaba la bufanda y desde la mañana se había estado quejando de tener tortícolis. La besó más tarde en el cine, con los ojos cerrados, llenos del brillo ofuscador de la pantalla.

42 años
Sentado en el tronco del jacarandá, sintiendo la corteza en las nalgas, el pantalón viscoso y arrugado con la humedad de la noche, Enzatti especula. Supongamos que estuviera al lado de una laguna, que sin haberse dormido tuviera sin embargo los ojos cerrados; que persuadido por la levedad del aire, por que sería verano y la hora de siesta, dejara caer la mano, la hundiera en el agua; y que la balanceara, abierta, indiferente, nada más de sentir la resistencia, la frescura; y que sin motivo importante, por las puras ganas mover los músculos, de golpe decidiera cerrarla, o que la mano se cerrara por decisión propia, despacio; y que cuando el movimiento fuera a completarse no lo consiguiera, que la palma no pudiera encontrarse con las uñas; porque en la mano, cerrada pero no del todo, había aparecido algo; que de pronto, sin habérselo propuesto, la mano apretara, resbaladiza y palpitante, una trucha. Entonces, en un momento así, piensa Enzatti y le parece sentir la trucha en la mano, él sería la mano y la trucha y el estanque, el aire y la hora de la siesta, y el verano y el bronco del árbol en donde estuviera apoyado, y la hoja más alto de ese árbol y el sol reflejado en el dorso de la hoja, y los colores de todo.

En los armónicos del grito que expulsó a Enzatti del centro de la noche también cabe la visión de un momento así. También un momento así sería inexplicable, rídiculo, y no por eso lúgubre como esta noche.

Esta idea parece detener por un instante el alud de recuerdos que amenaza caerle encima. No mitiga la angustia de Enzatti, pero la vuelve tolerable.

Lo que zumba en el cráneo de Enzatti y lo conmueve, y lo debilita, no es solamente lo olvidado que regresa. Es lo desconocido.

Enzatti se siente frágil y más frágil aún le parece la noche, de modo que responsablemente evita moverse. La inmovilidad se expande; engloba la intemperie, recubre los yuyos, los edificios, las baldosas rotas, los coches como saurios dormidos en la no lejana penumbra de un garaje, en una suerte de fijeza cristalina; y cuando todo parece alcanzar el clímax de la quietud, cuando todo en la noche parece inverosímilmente real, a su manera eterno, eso que reparte la quietud da un paso atrás, el nudo de la persistencia se desata y a los ojos de Enzatti las cosas empiezan a deshacerse. No es, claro, que se derrumben; pero se estremecen, como vuelven a vibrar ahora los armónicos del grito en el cráneo de Enzatti, y la humedad les resta solidez. Lanas de un malva oscuro borronean la mole del edificio de enfrente. Donde hasta hace un rato había un semáforo se ve un hinchado nimbo verde, luego un guiño dorado, después nada. ¿Será posible que el barrio se esté cubriendo de niebla, se pregunta Enzatti, o es lo olvidado que vuelve en mortaja de humo?

Del farol que en la esquina cuelga sobre el pavimento, en una encrucijada de cables invisibles, se derrama una agónica claridad de magnesia. Se balancea solo el farol, porque no hay viento, como para esquivar unos flecos de niebla negroide. Cualquier cosa que pueda oírse, grillo o ambulancia, Enzatti la tiene vedada, no sólo porque el eco del grito le sigue atareando la cabeza sino, sobre todo, porque está absorto en la espera. Ve cosas determinadas, sin embargo, y lo que ve ahora es, a unos treinta metros, donde el muro incrustado de vidrios que limita el baldío se interrumpe en la acera, un pliegue en las ondas malvas de la niebla. El pliegue se acorta y se ensancha, se redondea, se entumece e irrita como una herida mal cosida y, rezumando una rebaba blanquecina, revienta para crear una silueta roja.

Es una mujer. Lleva una especie de batón, o un arruinado vestido de noche de un bermellón sucio, algo gravoso para el color que hace, y en la cara una dureza atónita, como si acabara de atacarla alguien que a la primera resistencia se hubiera desvanecido. Colgado del hombro izquierdo, un bolso de lona le agobia el cuerpo; en la mano derecha lleva un palo.

No mucho más se ve de la mujer en la oscuridad del baldío, ahora que bordea el muro, corta la niebla y se interna en la cizaña. A Enzatti no lo ve o quiere ignorarlo, aunque más bien parece que no lo ve, y es comprensible, porque entre ese muro y el jacarandá caído media toda la extensión del baldío, que no es poca. La mujer tropieza con algo, se tambalea, el vestido se le engancha en un cardo, ella aparta las ramas con el palo. Casi borrada ahora por las matas y los vahos, se agacha junta a los restos de un pilar de mampostería. Después de estar un rato trabajando, metiendo cosas en el bolso, resopla o se queja, hasta que penosamente vuelve a incorporarse. Cuando la cara surge entre las matas, parafina mojada, los labios se estiran un poco, y al mismo tiempo los pómulos se hinchan como si la mujer fuese una medalla que quiere cobrar espesor.

Enzatti piensa que la mujer necesita soltar un sonido y no puede; lo nota en la mueca, en el fastidio con que blande el palo, como si estuviera furiosa o decepcionada. Y al mismo tiempo se da cuenta de que en ningún momento se ha preguntado, él, si la voz que lo sacó de la coma era de hombre o de mujer. No lo sabe, pero no se lo ha preguntado; y ahora quiere recuperar la memoria del grito y no puede.

Pegada al muro, bufando bajo el nuevo peso del bolso, la mujer vuelve hacia la acera. Súbitamente convencido de que fue ella quien gritó, Enzatti decide despegarse del jacarandá. Mientras se levanta, desesperado por alcanzar a la mujer, tiene una conciencia abundante del movimiento, de su propio progreso lento, como si estuviera hundido en gelatina. No dura mucho esta torpeza, aunque lo suficiente como para que la mujer le saque una buena ventaja; y con la distancia aumenta la ansiedad de Enzatti.
36 años
Media tarde. En una calle de aceras anchas, de baldosas partidas por las raíces de árboles viejos, apoyado en un pasto solitario Enzatti esperaba un ómnibus bajo una llovizna pesada, rumorosa, opaca como limaduras de hierro. Venía de vender una partida de los vestidos de mujer que fabricaba, en otro barrio lo esperaba otro cliente, y quizá no estuviera pero se sentía muy apretado de tiempo. Le molestaba, además, que no se le ofreciera a la vista nada interesante, y además Enzatti no era de los que veían con facilidad. Pero entonces vio algo. En la misma acera donde estaba parado, al volver la cabeza, vio, bajo la luz verdegrís, una escalera de aluminio apoyada en la pared de un balcón clausurado por peligro de derrumbe. La información la daba un cartel colgado de un balaustre del balcón: Peligro de derrumbe, decía; pero esa elocuencia tajante no alcanzaba a atenuar la ridiculez de la escalera, la soledad, la aflicción que de pronto dejó a Enzatti casi sin resuello. El ómnibus no llegaba. La llovizna se iba acumulando, al parecer, en los peldaños de la escalera, y aglutinada se precipitaba en gotas gruesas cuyo destino Enzatti no alcanzaba a ver, porque el pretil del balcón se lo impedía. La eme de derrumbe estaba descascarada, y Enzatti, incontenible, se preguntó qué sentido tenía eso, el balcón en peligro, la escalera abandonada, y se lo preguntó porque no habría podido tolerar que la aflicción que sentía fuese gratuita. A pesar de todo había, como un campo magnético, una calma apabullante alrededor de la parada, y alrededor de él; aunque quizá fueran la escalera y el rumor metálico de la llovizna lo que exigía un sentido para el momento. En la vereda de enfrente, sobre la marquesina de una farmacia, un reloj digital marcaba las dieciséis y veintitrés. Enzatti se concentró, muscularmente inclusive, en los números formados de puntitos de color púrpura. Cuando el último dígito cambió de tres a cuatro, en un paroxismo de discreción, los músculos del cuello le dijeron a Enzatti que, si se giraba a mirar la escalera de aluminio del balcón abandonado, iba a tener una revelación. De modo que Enzatti se giró, y la tuvo. La revelación era que todo seguía desaforadamente igual, como si en el salto del tres al cuatro en el reloj digital se hubiese concentrado la indiferencia entera de la eternidad. Los vetustos árboles de la calle se agitaron un poco, quizá por el viento, y Enzatti olió mezclados hedores de fragua y de quinina. El cuerpo se le expandió, dispuesto a enfrentarse con el ómnibus que ya se acercaba. En lajactanciosa inmovilidad de la tarde, el ómnibus representaba por fin el consuelo de una dirección, el ómnibus era el sentido, algo que transportaba, aunque a lo mejor a otro punto del reposo o la tristeza. Pero Enzatti no lo recibió con alivio, no entró con toda la decisión necesaria en la lógica de los cambios e intercambios, pagarle al conductor, recibir el boleto o empujar un poco. Enzatti pensó que la escalera de aluminio le había ofrecido cierta intimidad con lo inalterable, lo porfiado, lo que no significaba nada. Dos días después, meditando todavía, se atrevió a escribir un poema humorístico:

Adiós,

momento.

Me gustaste porque eras lento y, cuando ya

[te alejabas,

con sólo mover la cabeza pude verte un

[poco más.

Ahora que cavilo,

me acuerdo de que eras rubio, escarpado, con una como leve pelusa exterior

y un poderoso aire de lamelibranquio. Lo que no sé bien

es qué llevabas adentro.

"Me cuesta creer que sea tuyo", le dijo su amigo Bránegas cuando Enzatti le enseñó el poema. Se sabía que Bránegas no era indiferente a la lírica, por mucho que prefiriese las novelas, y que si la eludía era sobre todo por envidia. Enzatti sintió una tentación mayúscula: decirle que efectivamente el poema no era suyo sino un don otorgado por el momento aquél; que en cierto modo el poema se había escrito solo. Era lo que pensaba, además. Pero en vez de eso le agradeció a Bránegas el comentario, porque lo consideraba un elogio, y guardó el poema en una carpeta esperando volver a encontrarlo en el futuro, de tarde en tarde, como una anomalía persistente, irremediable.

42 años
Tropezando él también con ladrillos, con botellas, Enzatti sale a la acera detrás de la mujer. A unos treinta metros el vestido bermellón se hunde en la bruma como una amapola en los vapores de un cráter, leve, final, envuelto en burbujeos, decidido a llevarse el grito que Enzatti necesita interrogar porque guarda recuerdos suyos, revelaciones. Y Enzatti, pesado de somnoliencia, intenta apurar el paso como si tratar con esa mujer, ayudarla si cabe pero sobre todo preguntarle por qué gritó, pedirle que grite de nuevo, fuera el único deber decisivo que ha tenido en muchos años. Uno detrás del otro, distanciados, cruzan los dos la calle. El hecho de que la mujer haya empezado a usar el palo como bastón no la vuelve más lenta; al contrario. Enzatti llega al garaje de la otra acera cuando ella ya lo dejó muy atrás.

Y en eso se vuelve a oír el grito. El grito que casi una hora atrás lo arrancó del centro de la noche.

Enzatti se para en seco ante la entrada del garaje.

Como la botella de champán contra el casco del paquebote, el grito se hace añicos para que la masa de la noche resbale cansinamente hacia la realidad. Y aunque no deje de haber muchos ecos en el cráneo de Enzatti, los ahoga la inmediatez casi cínica que cobran las baldosas, las manchas de gasoil en el peldaño de de la entrada del garaje, el olor del gasoil, la bruma que empieza a disiparse entre los plátanos, y claro, el grito que ahora insiste. Un grito de hombre, imperioso y expectante. Viene del fondo del garaje.

Ahora hay que vérselas con la reacción. El grito es de hombre; está al alcance de la mano, por así decir, en un punto de una oscuridad con forma y accidentes; es un llamado concreto; se repite como si hubiera detectado la presencia de Enzatti. El vestido bermellón de la mujer del bolso no se ha perdido de vista, porque la niebla sigue disipándose, pero está muy lejos y no puede importar más que un pañuelo encontrado en un zanjón. La noche se estanca; antes que un sistema, parece una clara papilla. Y mientras en el cráneo de Enzatti los armónicos revolotean, frenéticos, resollantes, cada uno acoplado a un recuerdo que quiere reivindicarse, a frágiles abalorios de tiempo, sobre el conjunto cae un estupor embarazoso que le es ajeno, cierto, que los sonidos combaten, pero que de todos modos los infecta de frustración.

Ese grito que ahora le llega a Enzatti y sólo a él tiene un sentido demasiado preciso. Tan imposible es dudar como apartar el grito de las jerarquías del mundo, acá un pedido, allá una advertencia, o seguir pensando que era un mensaje de lo profundo, lo cenagoso y caótico, lo descomunal.

Y sin embargo es raro que el grito no se repita periódicamente y que la agitación de los armónicos en la cabeza de Enzatti, su ajetreo subversivo, vaya del arrebato a la indolencia, funcione por arrebatos. El grito, y lo que el grito despierta, es imprevisible. Es un grito humano real, no imaginado, al fin y al cabo, y Enzatti comprende que por eso no puede introducir una claridad complete. Si lo ha llamado, si lo ha expulsado del centro de la noche, no es para instalarlo en la claridad sino para presentarle diversas formas del enigma. De modo que Enzatti presta atención; y el grito resuena dentro y fuera de su cráneo, a la vez como un pistoletazo de partida y como un gong de culminación, y dice: Soy la noche, soy lo indiferenciado, puedo servirme de todas las voces y para mí cualquier voz es lo mismo. La noche es la madre de los gritos.

Un gato. Un gato marrón se frota contra la sudada pernera derecha del pantalón de Enzatti, bastante erizado, como si dijera "a ver si callamos ese grito". El evidente maullido no se oye. Y Enzatti entra en el garaje. El gato prefiere quedarse en la calle.

Adentro el desorden lo confunde un poco. Choca con una moto sin ruedas que se tambalea en su caballete, roza con la cadera el guardabarros de algo que, ignora por qué, mentalmente llama sedán. En general hay camiones, es un garaje grande y atestado, hay autobuses, rampas oblicuas, mientras las pupilas de Enzatti se acostumbran a lo que no es oscuridad sino penumbra, que se cruzan con otras rampas, la sugerencia de niveles inacabables, chatarra y Piranesi. Fugazmente Enzatti se pregunta por el valor de los colores en la tiniebla, pero aunque intenta reconocer los verdes metalizados, los grandes lamparones de herrumbre en carrocerías viejas, el grito le impide detenerse. Tal vez Enzatti, en realidad, quiera volver a la crisis febril de su cráneo, incluso al dulzor de la angustia.

No puede. El grito lo dirige. Se define, además: voz robusta de barítono, algo lijada no por el tabaco sino por el uso excesivo, atisbos de nerviosismo crónico controlado por la maroma de los años.

Al fondo, por fin al fondo del garaje, hay un compartimiento que debe servir de oficina, con tres tabiques de vidrio y aglomerado contra una pared de ladrillos. A la izquierda, un destartalado camión Reo parece que va a derrumbarse sobre una fosa de engrase. Enzatti tiene enfrente un pasillo que, por la luminosidad que se divisa al fondo, debe llevar a un patio. Pero el suelo está abierto, como por un derrumbe, y para seguir adelante hay que pasar por un puente de unos cuatro metros hecho con tablones. Los tablones están muy descentrados, uno ha caído en el agujero. Escéptico, Enzatti apoya un pie en el más fiable, que se ladea; y está tratando de afirmarse cuando una voz, la misma de toda la noche pero serena ya, cercana y fatigada, le dice que no hace falta que cruce. Es acá, dice. Estoy acá abajo.

La tarea de ayudar al hombre a salir es tan ardua como poco noble. Prueban con un tablón apoyado contra el borde del agujero, con una silla, un cajón y la mano de Enzatti, pero el hombre es gordo, probablemente está anquilosado, y encima es aprensivo. Al fin Enzatti encuentra una soga, siempre hay una soga, la ata al paragolpes de una furgoneta, arrastra y el hombre, agarrado a la otra punta, emerge, inexpresivo como un jabalí muerto en una trampa.

23 años
Era una mañana de otoño, porque había hojas mojadas en las baldosas del pueblo, y había dejado de llover cuando Enzatti entró al banco con el paraguas cerrado en la mano. Mientras hacía cola para cobrar el cheque redujo el paraguas y lo estuvo apretando como si fuera una porra, asombrado de sí mismo, antes de meterlo en el maletín, entre el diario y los folletos del laboratorio y las muestras gratis de visitador médico, asombrado de que la mano necesitara apretar algo arrojadizo o contundente, algo que consumara una descarga. Y fue porque estaba enfrascado en el asombro que no vio cómo el tipo ése entraba, bufando, desorbitado, y llevándose por delante a una mujer con bolsas de mercado, a un pelirrojo de impermeable, se colaba en la fila a codazos. Además del mostrador y la ventanilla, entre el cajero y el tipo había una enfermera que acababa de recibir su dinero, contándolo, y dos clientes más entre el tipo y Enzatti, que ahora por fin se despertaba. El director de la sucursal hablaba por teléfono en un escritorio. El tipo raro empujó a la enfermera, desinteresado de los billetes que la chica había guardado en el bolso, y de una riñonera sacó un Strom 47, ese revólver extravagante y no la escopeta que tenía metida en el cinto, bajo el gabán azul mojado, y que Enzatti acabó por ver claramente cuando el tipo, con un giro experto, abarcó a todos los clientes con el caño brillante antes de darle varias órdenes al cajero. Con la escopeta, cada vez más intimidador, rompió el cristal de la ventanilla. Se hizo abrir la puertita, apiñó a los clientes del otro lado del mostrador, cortó los cables, puso al cajero y al director contra la pared para explicarles cómo quería recibir el dinero, pero sólo después de disparar a los pies del pelirrojo les gritó a los demás que se tiraran al suelo; era admirable la desenvoltura que tenía y pavoroso cómo le temblaba la mano que empuñaba el Strom. La escopeta la usaba para golpear, aunque si algo persuadía era la voz: neutra y temeraria, no rencorosa sino sólida y natural y múltiple como una granizada, y al mismo tiempo un poco triste. Enzatti iba a recordar esa voz, el medio tono nunca truculento, como un poder más que nada organizativo. Menos de tres minutos habían pasado y ese tipo estrábico y felino, con las comisuras blancas de saliva seca, había impuesto su cálculo a siete personas, optimizando la violencia, y sin ocultamientos ni exhibiciones estaba por recibir todo el dinero que hubiera en la sucursal. Pero como entonces llegó uno de los patrulleros del pueblo, y el policía que iba a entrar al banco vio el cristal de la puerta agrietado de golpe por un disparo, al rato había un cordón de cinco agentes en la vereda, sirenas ululando y un jeep del ejército. Entretanto se habían cruzado gritos. El tipo había avisado que los dos empleados y los cinco clientes eran rehenes. El director, convertido en mensajero, transportaba increíbles términos de negociación. El pelirrojo del impermeable, por neurasténico, se había ganado un par de bofetadas. Pasaron tres horas. Ni una mujer que en ese lapso se hubiera enamorado locamente de él, tanto como para perder varias nociones de realidad, habría creído que el tipo iba a poder escaparse. De haber existido alguien que lo esperara en un coche, seguramente se habría hecho humo. Y que él mismo olisqueaba la derrota se notó en las confesiones que decidió hacer, mientras todos comían unos tomates repartidos por la mujer de las bolsas de mercado. Enzatti sólo iba a recordar lo sustancial de esas confesiones: la experiencia del tipo en uno de los adversos ejércitos de liberación que habían controlado varias zonas del país durante varios años, y la exasperante búsqueda de trabajo después de que los dos ejércitos hubieran entregado las armas al gobierno democrático. Una búsqueda inútil para alguien que, de tanto hacer la guerra para instaurar la democracia, no había podido aprender ningún oficio. Fue cuando contaba una parte tenebrosa de esa historia, un tramo que Enzatti olvidaría quizá porque era menos llamativo, cuando el tipo pisó un pedazo de tomate que él mismo había tirado al suelo. Mientras caía soltó el Strom 47. El disparo que se escapó del revólver le arrancó al gabán azul un pedazo de hombrera. El tipo intentaba incorporarse para empuñar bien la escopeta, y el revólver giraba en las baldosas. De los siete rehenes Enzatti no era el que estaba más cerca, pero de todos modos estaba a menos de tres metros y aún tenía el maletín en la mano. Lo levantó, lo revoleó y se lo asestó al tipo en el hombro con una fuerza que, curiosamente, siempre pensaría que le había dado el desasosiego. Otro rehén pateó el revólver, y otro la escopeta que el tipo había soltado. Pero la pregunta que Enzatti iba a volver a hacerse no sería nunca cómo se había atrevido a dar ese golpe, sino por qué inmediatamente, cuando el tipo ya se había derrumbado y alguien lo estaba apuntando con el revólver, él, Enzatti, había vuelto a pegarle con el maletín, ahora en la cabeza, con la misma fuerza. En realidad, la parte del maletín que esta vez había dado en la cabeza del tipo había sido el canto, y sobre todo una de las rinconeras metálicas. Cuando se lo llevaban al tipo, menos de un par de minutos después, había tenido tiempo de ver el pegote de sangre y pelo sucio en la coronilla, quizá un poco más abajo. A Enzatti le costó tan poco descubrir por qué había dado el segundo golpe, que por mucho tiempo se tuvo miedo y repugnancia; menos fácil, sin embargo, era explicarle la razón a los demás. No sólo porque Enzatti no era elocuente, sino porque los demás querían la anécdota, no su interpretación. Y hasta de la anécdota se cansaron con el tiempo, por mucho que a Enzatti le costara sobrellevarla y quisiera discutirla cada vez que podía; porque la realidad estaba llena de hechos macabros. La realidad era una noticia macabra en sí misma, había miles de niños viviendo en cloacas, nuevas enfermedades, a todo el mundo le habían acercado alguna vez una navaja a las costillas, y hasta el mismo Enzatti tuvo que aceptar que una gran diversidad de horrores virtuales era más soportable que la pregunta por un solo horror repetida hasta el tedio.

42 años
El hombre que Enzatti oyó gritar y ha ayudado a salir del agujero es musculoso, cincuentón, con el cuello un poco abultado por el bocio y una calva discreta. Resopla, no porque esté cansado, sino porque no encuentra razón o blanco para la amargura.

Un rato después, mientras fuman en la penumbra sentados en cajones, Enzatti debe reconocer que el hombre es aburrido, tirando a dogmático, pero afable. Habla, el hombre, de que cuando se está en la situación en que él estuvo hasta hace un rato, siempre se sabe que a la mañana siguiente, a más tardar, la cosa va a solucionarse; pero que de todos modos cuesta mucho esperar. Comenta, y lo comenta como si se hubiera caído muchas veces en el agujero, como si lo practicara para acostumbrarse, que ahí abajo uno piensa en lo mucho que se preocuparía la familia si supiera lo que pasa.

Primero uno grita, dice el hombre. Pero en seguida empieza a no saber si tiene o no que gritar. Porque es de noche, y la gente está durmiendo, y total a la mañana lo van a rescatar, eso se cae de maduro. Pero después uno se pone nervioso y vuelve a gritar. Lo que a él le impidió gritar demasiadas veces fue darse cuenta de que no se había roto nada físico.

Y aclara que si no se rompió nada, ninguna costilla, es porque en otro tiempo fue luchador. Era especialista en lucha grecorromana. Es evidente que un luchador tiene que ser perito en caídas. Y además él no sólo hizo lucha grecorromana; durante unos años viajó con una troupe de cachascán, maquillándose de japonés y haciéndose pasar por campeón de sumo.

Enzatti piensa que no es él el único que esa noche sintió el regreso de lo olvidado. Aunque probablemente el hombre nunca haya olvidado lo que le está contando.

Según el hombre, lo más de la situación en que estuvo era que, en algunos momentos, no sabía si se quedaba callado por no despertar a los que estaban durmiendo, porque sabía que nadie iba a oírlo, o porque temía que nadie fuera a sacarlo aunque lo oyese. De a ratos, además, prefería estar callado porque el grito retumbaba entre los coches y volvía planeando hacia él, como si quisiese aplastarlo.

De todos modos, le dice a Enzatti, se lo agradezco mucho.

Fuman.

No queda mucho que hacer. Además Enzatti quiere irse porque la voz del hombre, cada vez más vigorosa y formularia, se vuelve espesa en la oscuridad del garaje, se alía con el olor a gasoil, incluso con el olor del sudor del hombre, y aplaca los sonidos que, aunque castigados, mantienen la insurrección en su cráneo.

Se despiden. El hombre, que es el sereno del garaje, da alguna explicación más mientras, en vez de acompañarlo hasta la entrada, se mete en la oficinita. Escapando de la solidez de esa voz, Enzatti busca rápidamente la calle. Algunos momentos tocados por el grito afloran todavía en el barrizal de lo negado. Sonidos díscolos chocan entre sí, confundidos.

Lo importante, piensa Enzatti mientras apura el paso por la vereda, es que la claridad no los mate. Pero este razonamiento es artero: Enzatti sabe muy bien, ahora que el cansancio lo ataca en las rodillas, en los codos, que lo que le ha sucedido no es aclarable. De todos modos lo alivia que el silencio haya vuelto a inundarse de niebla, tanta que, empieza a prevenir, le va a dar bastante trabajo embocar la llave en la cerradura.

Un rato después está en la pieza, desnudo, ocupando su mitad de la cama. Celina sigue durmiendo. Enzatti oye el rumor nada esquivo de la respiración de ella, la mira en la oscuridad violácea y deja de oír. Todo menos el recuerdo del grito, multiplicado y vibrante, como una síntesis artificiosa de todas las noches

Fin


9 de noviembre de 2012

Las mentiras verdaderas / Mario Vargas Llosa


Las Mentiras Verdaderas
M. Vargas Llosa – Washington, marzo de 1980

Aunque, en un sentido, se puede decir que La señorita de Tacna se ocupa de temas como la vejez, la familia, el orgullo, el destino individual, hay un asunto anterior y constante que envuelve a todos los demás y que ha resultado, creo, la columna vertebral de esta obra: cómo y por qué nacen las historias. No digo cómo y por qué se escriben – aunque Belisario sea un escritor-, pues la literatura solo es una provincia de ese vasto quehacer –inventar historias- presente en todas las culturas, incluidas aquellas que desconocen la escritura.

Como para las sociedades, para el individuo es también una actividad primordial, una necesidad de la existencia, una manera de sobrellevar la vida. ¿Por qué necesita el hombre contar y contarse historias? Quizá porque, como la Mamaé, así lucha contra la muerte y los fracasos, adquiere cierta ilusión de permanencia y de desagravio. Es una manera de recuperar, dentro de un sistema que la memoria estructura con ayuda de la fantasía, ese pasado que cuando era experiencia vivida tenía el semblante del caos. El cuento, la ficción, gozan de aquello que la vida vivida – en su vertiginosa complejidad e imprevisibilidad- siempre carece: un orden, una coherencia, una perspectiva, un tiempo cerrado que permite determinar la jerarquía de las cosas y de los hechos, el valor de las personas, los efectos y las causas, los vínculos entre las acciones. Para conocer lo que somos, como individuos y como pueblos, no tenemos otro recurso que salir de nosotros mismos y, ayudados por la memoria y la imaginación, proyectarnos en esas “ficciones” que hacen de lo que somos algo paradójicamente semejante y distinto de nosotros. La ficción es el hombre “completo”, en su verdad y en su mentira confundidas.

Las historias son rara vez fieles a aquello que aparentan historiar, por lo menos en un sentido cuantitativo: la palabra, dicha o escrita, es una realidad en si misma que trastoca aquello que supuestamente transmite, y la memoria es tramposa, selectiva, parcial. Sus vacíos, por lo general deliberados, los rellena la imaginación: no hay historias sin elementos añadidos. Estos no son jamás gratuitos, causales; se hallan gobernados por esa extraña fuerza que no es la lógica de la razón sino la de la oscura sinrazón.

Inventar no es, a menudo, otra cosa que tomarse ciertos desquites contra la vida que nos cuesta vivir, perfeccionándola o envileciéndola de acuerdo a nuestros apetitos o a nuestro rencor; es rehacer la experiencia, rectificar la historia real en la dirección que nuestros deseos frustrados, nuestros sueños rotos, nuestra alegría o nuestra cólera reclaman. En este sentido, ese arte de mentir que es el del cuento es, también, asombrosamente, el de comunicar una recóndita verdad humana.

En su indiscernible mezcla de cosas ciertas y fraguadas, de experiencias vividas e imaginarias, el cuento es una de las escasas formas –quizá la única- capaz de expresar esa unidad que es el hombre que vive y el que sueña, el de la realidad y el de los deseos.

“El criterio de la verdad es haberla fabricado”, escribió Giambattista Vico, quien sostuvo, en una época de gran beatería científica, que el hombre sólo era capaz de conocer realmente aquello que él mismo producía. Es decir, no la Naturaleza sino la Historia (la otra, aquella con mayúscula). ¿Es cierto eso? No lo sé, pero su definición describe maravillosamente la verdad de las historias con minúscula, la verdad de la literatura. Esta verdad no reside en la semejanza o esclavitud de lo escrito o dicho –de lo inventado- a una realidad distinta, “objetiva”, superior, sino en sí misma en su condición de cosa creada a partir de las verdades y mentiras que constituyen la ambigua totalidad humana.

Siempre me ha fascinado ese curioso proceso que es el nacimiento de una ficción. Llevo ya bastantes años escribiéndolas y nunca ha dejado de intrigarme y sorprenderme el imprevisible, escurridizo camino que sigue la mente para, escarbando en los recuerdos, apelando a los más secretos deseos, impulsos, pálpitos, “inventar” una historia. Cuando escribía esta pieza de teatro en la que estaba seguro de recrear (con abundantes traiciones) la aventura de un personaje familiar al que estuvo atada mi infancia, no sospechaba que, con ese pretexto, estaba, más bien, tratando de atrapar en una historia aquella –inasible, cambiante, pasajera, eterna- manera de que están hechas las historias.

Fin

4 de noviembre de 2012

Historia de una novela / Rosa Montero


Historia de una novela
Rosa Montero para El país - 2006

Era una tarde de enero del 2004 y yo estaba escribiendo el segundo capítulo de mi novela Historia del Rey Transparente. Había tenido un buen día de trabajo y me encontraba en uno de esos momentos de entusiasmo que no son demasiado habituales en la redacción de un libro, porque escribir una novela es a menudo como picar piedras, una labor árida, tenaz y fatigosa. Pero esa tarde, ya digo, mi cabeza volaba sobre las palabras. La protagonista, Leola, una campesina de quince años, sierva de un señor feudal del siglo XII, acababa de quedarse sola y desamparada en un mundo devastado por las guerras. Para protegerse, había entrado, de noche, en un campo de batalla, y había rebuscado en el revoltijo de cadáveres, entre los caballos destripados y los guerreros yertos, hasta encontrar a un hombre de hierro de su tamaño. Entonces, aguantando las náuseas, se había puesto a pelarle a la luz de la luna, es decir, a despojarle de su armadura, con la intención de revestirse con ella y fingirse varón. Leola le iba desnudando poco a poco y yo iba nombrando cada pieza: el cinto, la sobreveste bordada, las manoplas, las botas de cuero y las brafoneras que cubrían sus piernas, la larga cota de malla y... Maldición, me atranqué. Mi protagonista había llegado a la cabeza y tenía que arrancarle esa especie de verdugo metálico con que los caballeros se protegían el cuello y el cráneo. Y el problema era que yo no sabía cómo se llamaba. No tenía ni idea de cómo nombrarlo.

Cabía la posibilidad de dejar ese espacio en blanco y seguir adelante; pero, por alguna razón, era incapaz de hacerlo. El tropezón me había sacado de ese sueño diurno que es escribir una novela. Me había expulsado del fantasmagórico campo de batalla. Abrumada, me levanté de la mesa del ordenador y empecé a pasearme por la casa. Iba a ser dificilísimo encontrar el nombre de la dichosa pieza, y sin eso no podía continuar. Tenía la vaga idea de que en algunos números antiguos de Historia 16 y de La Aventura de la Historia, dos revistas a las que estoy suscripta desde hace años, habían salido un par de reportajes sobre armaduras medievales. Pero tengo muchísimos números, todos desordenados y repartidos caóticamente por la casa, de modo que revisarlos me podía llevar un tiempo enorme. Y, además, tampoco era seguro que viniera el nombre del verdugo.

Mientras pensaba en todo esto, mis pies me habían llevado hasta el dormitorio. Llena de fastidio, agarré el último ejemplar de La Aventura de la Historia, el correspondiente a enero del 2004, que acababa de llegarme y que había dejado junto a la cama para echarle un vistazo. Abstraída, abrí la revista por la mitad: y casi solté un grito. Allí, justo en la página que había abierto, venía un dibujo explicativo de la protección de la cabeza en las armaduras medievales, detallando todas y cada una de las partes, desde la cofia hasta el casco. Almófar. El maldito verdugo se llamaba almófar.

Sé que esta historia resulta difícil de creer, pero les aseguro que es totalmente cierta. Y también sé que, si un novelista me estuviera leyendo, no le extrañaría nada lo que digo. Porque la ficción está llena de coincidencias aparentemente mágicas. A todos nos suceden cosas rarísimas mientras escribimos. Por ejemplo, basta con que pongas que tu protagonista tiene una cicatriz que le cruza la mejilla, para que de la noche a la mañana empieces a toparte con una horda de hombres todos con el mismo tajo en el carrillo. Las novelas son los sueños de la humanidad, y el escritor, ya lo he mencionado antes, sueña su novela con los ojos abiertos. Lo que quiero decir es que ambas cosas, sueños y narraciones, nacen del mismo sustrato del subconsciente. Por eso el novelista escribe de lo que no sabe que sabe; por eso a menudo se sorprende de lo que ha hecho y se pregunta de dónde lo ha sacado; por eso, sospecho, suceden todas esas casualidades extraordinarias. Y es que tu subconsciente sabe muchas más cosas de las que sabes tú. Es de suponer que cuando recibí la revista yo ya había visto el reportaje sobre las armaduras, aunque sin registrarlo en la memoria; y que mi subconsciente dirigió mis pasos hacia allí y me hizo abrir por la página exacta. Claro que esto no justifica la feliz coincidencia de que La Aventura de la Historia publicara precisamente ese dibujo en el mes en que yo lo necesitaba, pero tampoco podemos aspirar a explicárnoslo todo en esta vida.

Puesto que las novelas son sueños diurnos, uno debe serle fiel a esa voz interior. Es decir, debes escribir aquello que verdaderamente necesitas escribir, el libro que pugna por nacer dentro de tu cabeza. Tú no escoges los temas de tus novelas sino que los temas te escogen a ti, con la misma fuerza aparentemente autónoma e imperativa con que los verdaderos sueños pueblan tus noches. Historia del Rey Transparente nació hará siete u ocho años. De cuando en cuando me dan ataques de pasión lectora por un autor o por algún asunto, y en aquel entonces me había fascinado por el Medioevo. Durante un par de años leí muchos libros de historia y también textos de escritores de la época, como Chrétien de Troyes o María de Francia. Por eso, porque estaba sumergida en ese mundo y constituía mi hábitat mental, es por lo que se me ocurrió esta novela. La primera imagen, el pequeño huevecillo del que surgió todo, fue una escena que se encendió de repente dentro de mi cabeza: unos labriegos se encuentran arando un campo penosamente, sin ayuda animal, tirando ellos mismos del arado; y justo en el campo de al lado, a pocos metros, unos cuantos centenares de hombres de hierro se tajan y se matan, embebidos en su guerra particular.

Yo no sabía todavía quiénes eran los campesinos, quiénes los guerreros, pero la imagen me resultaba tan inquietante y poderosa que echó raíces en mi imaginación y comenzó a desarrollarse. Tardó mucho tiempo en crecer. Cada escritor tiene su propio método, y el mío pasa por una primera etapa en la que la historia se va construyendo en mi mente y en un montoncito de cuadernos, en los que voy tomando notas a mano, hasta que tengo el esqueleto de la novela entera y empiezo a hacer fichas de la estructura, de los ingredientes, de los personajes. Así puedo pasarme unos cuantos años. Al cabo, cuando ya lo tengo todo claro, cuando creo saber hasta el número de capítulos y qué va a suceder en cada uno de ellos, me siento en el ordenador y, en el año y medio que suele llevarme la redacción final, la novela vuelve a cambiar profundamente. A decir verdad, ésa es la gracia de la cosa: que es un bicho vivo y siempre te sorprende.

Fin