10 de mayo de 2009

La extraña desaparición de Carlos Valdiviezo



La extraña desaparición de Carlos Valdiviezo
Por Estanislao Zaborowski

Escuchaba con atención las anécdotas que desandaban mis antiguos compañeros, a medida que el whisky embriagaba sus gargantas. Los recuerdos ya añejos, rieron como borregos en el reencuentro de egresados del Colegio Von Brulen.
A pesar del tiempo transcurrido y de las crisis que azotaron el sistema educativo, el prestigio del colegio de historia natural, se conservaba intacto. Eximios ilustres, habían transformado el museo biológico que albergaba la institución, en un verdadero punto de referencia para los interesados en tales estudios. Cincuenta años después de haber cursado en sus aulas, entre risas y tragos largos, conversábamos alegremente.
- ¿Y vos Esteban? ¿Qué sabes de la vida del petiso Carlitos?
Aquellas palabras me transportaron en el tiempo como una flecha fugaz hacia el centro del odio. No había olvidado aquél desagradable compañero secundario, pero el solo hecho de traerlo a la conciencia, me daba escalofrío. Miré mi vaso agónico de valor, tomé el último sorbo y relaté lo sucedido varias décadas atrás.
Aún recuerdo la crudeza del invierno de 1955. Mis dieciocho años me ardían en la sangre y las mujeres de Ramos Mejía me sudaban treinta pesos. Como en la adolescencia, el lugar, siempre era un obstáculo al momento de intimar, recurría a los escondites harto conocidos: El garaje de Don Roque, el callejón de la avenida Mármol y el jardín trasero del colegio.
Esa noche, la llave improvisada giró el picaporte hacia la izquierda, dejando ante nosotros los pasillos que anudaban el patio de la institución. Luego de transitar por un camino angosto, nos escondimos en el jardín oculto. Lo llamábamos así, porque las copas de los árboles lo cubrían de toda luz natural, dando la sensación de estar sumergidos en la sombra.
Al acercarnos a la pared del fondo, noté que por la ventana del taller donde se apilaban los equipos y herramientas del museo, se colaba una luz ámbar apenas perceptible. Oculté mi compañera detrás de una columna y me acerqué arrodillado a la puerta entreabierta.
El Sr. Cardozo, tendero del local de artesanías y recuerdos del museo, trabajaba junto a un hombre desagradable que conocía muy bien. Era el petiso Valdiviezo. Ambos trasnochaban inmersos en el asunto que los unía.
Cardozo, un hombre alto, robusto y de facciones tajantes, tenía cubiertas las manos con guantes de látex. Mientras que con una de ellas sostenía el frasco de líquido incoloro, con la otra untaba el cuerpo. Un cuerpo que supuse estaba preparando para colocarlo junto a los otros que se encontraban en el museo.
El petiso, permanecía inmóvil como ajeno a la situación. Quizás sería más lógico decir extraviado, ya que al verlo lo viví perdido. Desordenados en la mesa donde se hallaba el occiso, se mezclaban varios elementos que tomaban protagonismo al momento que Cardozo los elevaba en sus manos. Frascos que contenían alcohol u otros líquidos, cajas de gasas, aerosoles y hasta productos de desinfección, se entrelazaban en la mesa.
Vadiviezo, obedecía todas las instrucciones del tendero. Incluso las que intuí ajenas a sus deseos. Asumí no juzgar a mi compañero por la aspereza que lo caracterizaba, sino más bien por lo que sucedía allí dentro.
Recordé que aquella noche no había llegado solo. Regresé a la pared del fondo pero Carla ya no estaba. No corrí en su búsqueda ni lamenté su huída; la curiosidad por lo sucedía en el taller, era superior a la que me despertaban sus pechos.
Cuando me acomodé por segunda vez ante la hendija de la puerta, el Sr. Cardozo trabajaba absorto del mundo que lo rodeaba. El color de la tez, el cuello y las manos del inanimado habían tomado un matiz macabramente real. El tendero movía un cordón de alambre de izquierda a derecha para atar piernas y brazos para poder de ese modo trabajar sobre ellas. Observé que no podía fijar la mandíbula y que cada vez que la ponía en su lugar, se abría nuevamente. Como un abuelo que no puede mantener su boca sin temblar. Ví que tomó pegamento y lo untó en ambas partes de los labios. Mantuvo la boca cerrada con sus manos por algunos minutos y luego la soltó. Por fin permanecía inmóvil. Luego, tomó el botiquín que se hundía sobre el sillón raído del fondo del recinto, lo abrió y extrajo una jeringa. La introdujo en un pequeño frasco colorado y la llenó de un líquido turbio. Sentí electricidad correr por mi cuerpo al ver como clavaba el objeto punzante en las piernas y luego en cada uno de los antebrazos y muñecas. El color rojo corría entre venas y arterias, tonalizando la piel de sus extremidades.
Cardozo miró fijo los ojos de Carlos buscando su aprobación. Pero sin esperar la respuesta del poco agraciado, comenzó a realizar el acto más abominable que he presenciado. Tomó un tubo hueco de acero inoxidable que contenía en uno de sus extremos una larga aguja. Casi cinco veces más gruesa que la utilizada en la jeringa y con un radio de aproximadamente cuatro centímetros. Ese tubo se conectaba a un succionador eléctrico enchufado a la pared. Después de introducir el extremo punzante debajo de la última costilla izquierda del mútilo, comenzó a hundir y remover el tubo dentro de la carne putrefacta. Lo retorcía en forma ascendente y luego lo giraba hacia los costados. No derramaba demasiada sangre, pero aquella imagen me produjo arcadas. Tapé mi boca para no emitir ningùn ruido, pero mi estomago no paraba de girar a una velocidad cada vez mayor. Sentí la cena dar vueltas mientras un bulbo de carne mordisqueada subió por la traquea hasta mi boca. Lo saboreé con asco para asegurarme que no era vómito y lo esputé a un costado de la puerta. Tragué saliva y me refregué la boca con la manga de la camisa, mientras volvía a mirar dentro del taller. Observé que Cardozo perforaba con ese método la caja torácica, extrayendo fluidos, gases y partes de órganos. Todo eso, envuelto de hedor, pasaba por la máquina de succionar y luego de ser procesado, caía en el lavadero que se encontraba a su derecha. Abrió la canilla y dejó correr el agua mientras se servía y degustaba medio vaso de vino tinto. Al rato, inyectó por el mismo agujero que había extraído hasta excremento, una solución espesa similar al líquido amniótico. Luego selló el orificio con un polvo que endureció a los pocos minutos.
Me pareció que el petiso susurraba algunas palabras pero me desentendí de ellas, al ver lo que continuaba haciendo el tendero. Había agarrado un peine untado con gel y le ordenaba el cabello de la cabeza alineándolo hacia la derecha. Peinado al ras, el pelo de aquel hombre parecía una bola de betún.
Con esmalte, le pintó las uñas de color neutro produciendo brillo sobre las pequeñas manos. Observé las mías y casi por reflejo me mordí las uñas sacándome la mugre que moría en ellas. Me avergonzaba pensar que el difunto se encontraba mas limpio que yo. Al menos, mi suciedad en estas circunstancias, se consideraba una demostración de que me encontraba vivo.
Miré mi reloj pulsera y noté que habían transcurrido casi tres horas desde que escabullido en la oscuridad, presenciaba el acto de embalsamar un cuerpo.
Oculté entre mis manos el bostezo que se escurría de mi boca, al momento que escuché pasos que se acercaban hacia la puerta. En dos trancos, me escondí detrás de la columna de la pared del fondo y observé que Cardozo abriendo la puerta, se asomaba inflando sus pulmones con el aire fresco del jardín.
Ingresó dejando la apertura entornada. Me acerqué a mi antigua ubicación y con las rodillas quejosas, observé lo que continuaba sucediendo allí dentro.
El cuerpo embalsamado estaba siendo cubierto de ropa nueva. La indumentaria consistía en un pantalón blanco que lo cubría hasta la cintura, sujetado por un cinturón del mismo color que cerraba su centro con una hebilla de reluciente alpaca. Siguieron las medias negras y luego botas de cuero color marrón oscuro. Las había dispuesto por fuera del pantalón y no como yo intuía que se usaban. En los días de lluvia que mi madre me hacía utilizar botas, siempre me las colocaba por dentro de la botamanga aunque luego estas se mojaran con los charcos que dominaban la vereda. A continuación, le cubrió el torso con una remera blanca y sobre la misma una camisa de finas rayas verdes y coloradas. Una vez enderezado el nuevo maniquí, se alinearon los últimos pliegues que quedaban en la ropa y quedó listo para colocar en el museo. Solo faltaba ponerle el sombrero verde que había visto sobre la mesa.
Al cabo de una hora, me sentaba sobre la cama de mi habitación. El cansancio retardaba todo intento de movimiento. Pensaba e imaginaba el cuerpo y todos los cuerpos que se mostraban en las vitrinas y tarimas del museo. En los hombres y animales embalsamados que perduraban allí en la eternidad. ¿Habían sido todas criaturas animadas en algún momento?
Solo supe que una de ellas podría responder afirmativamente esa pregunta aunque se encuentre oculto tras un disfraz de jockey y enaltecido sobre un caballo de carrera.
Y sabría que la mano de un tendero había hecho de un petiso poco agraciado una excelente estatua ecuestre.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy bien Estanis...