28 de diciembre de 2008

Desde tu ausencia

Desde tu ausencia
Por Estanislao Zaborowski

Francia, 6 de Junio de 1944


Amada Mía:

Encuentro en la penumbra de esta noche agónica, el momento propicio para suspirar estas líneas. Invisible, inerte y extraviado; te lloro escondido lejos de su mirada. Su descanso es mi libertad; el alivio con el que sueño despierto.
Mientras resbala mi pluma sobre el papel amarillento, escucho a lo lejos el tronar de la furia; el rugir del odio, que mediante instrumentos de maldad, derraman el oscuro carmín sobre las suaves colinas verdes. Ya nada es colorido aquí. El gris opaco, frio y metálico, derrama sobre el paisaje su tinta de horror.
No he podido dejar de pensar en ti, en tu pubis y en el éxtasis que provoca tu piel. Me ayuda a soportar este calvario, esta mugre, esta prisión.
Hoy la sucia abusó de mí. Me desayunó salvaje con la violencia de un látigo sobre una espalda ya sin fuerza. Me obligó a vagar sobre sus venas hinchadas, furiosas, sedientas de debilidades humanas.
Hoy se vengó de mí. De mi letargo. Se vengó con pasión. Con el más agudo énfasis. Se vengó con locura. Con la de Erasmo, Sade y el delirio inquisidor de un siglo perdido.
Cada abismo que estructura con su rencor, derrumba las ilusiones de los que fallecen a sus pies. De los que se aferran a la vida ahogando en su garganta palabras que ya nadie escuchará.
Hoy me hundió bajo sus pies. Sodomizó mi cuerpo con perversidad y alevosía. Purgó sus deseos utilizando su última mortaja hedionda. Inundó de sangre y palabras ausentes, todo lo que se encontraba a mí alrededor. Solo quedaron gritos suspendidos en el aire. Exclamaciones que aún esperan ser atendidas por sordos oídos ennegrecidos.
Amada mía, solo el recuerdo de tus lágrimas de despedida me da fuerza para sobrevivir en este infierno. En este agujero carente de explicación, de raciocinio.
Ella todo sabe de ti. Sabe que eres la esperanza de mis ojos enrojecidos. La causa de mi entereza; de que cada día pueda continuar respirando. Sabe también que te he dejado y que ansío volver a tus brazos. Que bajo el olivo que da sombra a tu paciencia, descansa el deseo del regreso. Que esas caricias que aún no me has dado, se guardan debajo del velo de tu inocencia. Que las sabanas que guardan tu aroma, esperan envolver nuestros cuerpos desnudos. Ella todo lo sabe.
Hoy me aferró en sus brazos. Me asfixió. Me relegó al vacío siniestro de la ausencia del todo. Me cegó con el fuego de su vientre, escupiendo el veneno más aterrador que jamás he conocido. Gemí en silencio para que no me escuchara; para que no se regocije. Para que no baile en el infierno. Para que no se retuerza con gloria en su lecho. Para que no ría.
Te preguntarás por el ayer y por el mañana. Por donde sobrevivo y si vivo. Las respuestas concluyen en tu fantasma, en mi abstinencia de ti. En mi memoria, en tu desvelo y en las noches que aún nos quedan por sudar.
Te preguntarás si el odio que reflejo en estos versos, darán calma a mi conciencia. Si el agobio que contengo tiene un descanso, un escape, un atajo.
Te preguntarás si volveré, si podré dejarla atrás. Si la esperanza aún susurra bajo los poros de mi piel desvencijada.
Te preguntarás porque me fuí. Porque te abandoné por esta malnacida. Porque tuve que acudir a su llamado dejando atrás todo lo que construimos juntos.
Amada mía, en esta tormenta de brasas ardientes, en este remolino de horror; debo dejarte. Acude en mi búsqueda, el honor y la historia. Debo tomar mi fusil y regresar al frente. Bajo el cielo de Normandía las cenizas aún no dejan de arder.


Tu amado Miguel

24 de diciembre de 2008

Cuento de Navidad / Ray Bradbury

Que mejor que un pequeño texto de este gran escritor para desearles una muy feliz navidad a todos los que a diario siguen mi blog. Espero que la pasen en familia en un aura de paz y rodeados del amor de sus seres queridos.
Un abrazo
Estanis


Cuento de Navidad
Ray Bradbury

El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando en la aduana los obligaron a dejar el regalo porque pasaba unos pocos kilos del peso máximo permitido y el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando éstos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios.

-¿Qué haremos?
-Nada, ¿qué podemos hacer?
-¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!

La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre ellos, pálido y silencioso.

-Ya se me ocurrirá algo -dijo el padre.
-¿Qué...? -preguntó el niño.

El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer "día". Cerca de medianoche, hora terráquea según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:

-Quiero mirar por el ojo de buey.
-Todavía no -dijo el padre-. Más tarde.
-Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.
-Espera un poco -dijo el padre.

El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso.

-Hijo mío -dijo-, dentro de medía hora será Navidad.

La madre lo miró consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios.

-Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometieron.
-Sí, sí. todo eso y mucho más -dijo el padre.
-Pero... -empezó a decir la madre.
-Sí -dijo el padre-. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto.

Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.

-Ya es casi la hora.
-¿Puedo tener un reloj? -preguntó el niño.

Le dieron el reloj, y el niño lo sostuvo entre los dedos: un resto del tiempo arrastrado por el fuego, el silencio y el momento insensible.

-¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?
-Ven, vamos a verlo -dijo el padre, y tomó al niño de la mano.

Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.

-No entiendo.
-Ya lo entenderás -dijo el padre-. Hemos llegado.

Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de voces.

-Entra, hijo.
-Está oscuro.
-No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá.

Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho, por la cual podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias personas se pusieron a cantar.

-Feliz Navidad, hijo -dijo el padre.

Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas.

18 de diciembre de 2008

El hombrecito del azulejo / Manuel Mujica Láinez


El hombrecito del azulejo
Manuel Mujica Láinez

Los dos médicos cruzan el zaguán hablando en voz baja. Su juventud puede más que sus barbas y que sus levitas severas, y brilla en sus ojos claros. Uno de ellos, el doctor Ignacio Pirovano, es alto, de facciones resueltamente esculpidas. Apoya una de las manos grandes, robustas, en el hombro del otro, y comenta:

-Esta noche será la crisis.
-Sí -responde el doctor Eduardo Wilde-; hemos hecho cuanto pudimos.
-Veremos mañana. Tiene que pasar esta noche... Hay que esperar...

Y salen en silencio. A sus amigos del club, a sus compañeros de la Facultad, del Lazareto y del Hospital del Alto de San Telmo, les hubiera costado reconocerles, tan serios van, tan ensimismados, porque son dos hombres famosos por su buen humor, que en el primero se expresa con farsas estudiantiles y en el segundo con chisporroteos de ironía mordaz.
Cierran la puerta de calle sin ruido y sus pasos se apagan en la noche. Detrás, en el gran patio que la luna enjalbega, la Muerte aguarda, sentada en el brocal del pozo. Ha oído el comentario y en su calavera flota una mueca que hace las veces de sonrisa. También lo oyó el hombrecito del azulejo.
El hombrecito del azulejo es un ser singular. Nació en Francia, en Desvres, departamento del Paso de Calais, y vino a Buenos Aires por equivocación. Sus manufactureros, los Fourmaintraux, no lo destinaban aquí, pero lo incluyeron por error dentro de uno de los cajones rotulados para la capital argentina, e hizo el viaje, embalado prolijamente el único distinto de los azulejos del lote. Los demás, los que ahora lo acompañan en el zócalo, son azules corno él, con dibujos geométricos estampados cuya tonalidad se deslíe hacia el blanco del centro lechoso, pero ninguno se honra con su diseño: el de un hombrecito azul, barbudo, con calzas antiguas, gorro de duende y un bastón en la mano derecha. Cuando el obrero que ornamentaba el zaguán porteño topó con él, lo dejó aparte, porque su presencia intrusa interrumpía el friso; mas luego le hizo falta un azulejo para completar y lo colocó en un extremo, junto a la historiada cancela que separa zaguán y patio, pensando que nadie lo descubriría. Y el tiempo transcurrió sin que ninguno notara que entre los baldosines había uno, disimulado por la penumbra de la galería, tan diverso. Entraban los lecheros, los pescadores, los vendedores de escobas y plumeros hechos por los indios pampas; depositaban en el suelo sus hondos canastos, y no se percataban del menudo extranjero del zócalo. Otras veces eran las señoronas de visita las que atravesaban el zaguán y tampoco lo veían, ni lo veían las chinas crinudas que pelaban la pava a la puerta aprovechando la hora en que el ama rezaba el rosario en la Iglesia de San Miguel. Hasta que un día la casa se vendió y entre sus nuevos habitantes hubo un niño, quien lo halló de inmediato.
Ese niño, ese Daniel a quien la Muerte atisba ahora desde el brocal, fue en seguida su amigo. Le apasionó el misterio del hombrecito del azulejo, de ese diminuto ser que tiene por dominio un cuadrado con diez centímetros por lado, y que sin duda vive ahí por razones muy extraordinarias y muy secretas. Le dio un nombre. Lo llamó Martinito, en recuerdo del gaucho don Martín que le regaló un petiso cuando estuvieron en la estancia de su tío materno, en Arrecifes, y que se le parece vagamente, pues lleva como él unos largos bigotes caídos y una barba en punta y hasta posee un bastón hecho con una rama de manzano.

-¡Martinito! ¡Martinito!

El niño lo llama al despertarse, y arrastra a la gata gruñona para que lo salude. Martinito es el compañero de su soledad. Daniel se acurruca en el suelo junto a él y le habla durante horas, mientras la sombra teje en el suelo la minuciosa telaraña de la cancela, recortando sus orlas y paneles y sus finos elementos vegetales, con la medialuna del montante donde hay una pequeña lira.
Martinito, agradecido a quien comparte su aislamiento, le escucha desde su silencio azul, mientras las pardas van y vienen, descalzas, por el zaguán y por el patio que en verano huele a jazmines del país y en invierno, sutilmente, al sahumerio encendido en el brasero de la sala.
Pero ahora el niño está enfermo, muy enfermo. Ya lo declararon al salir los doctores de barba rubia. Y la Muerte espera en el brocal.
El hombrecito se asoma desde su escondite y la espía. En el patio lunado, donde las macetas tienen la lividez de los espectros, y los hierros del aljibe se levantan como una extraña fuente inmóvil, la Muerte evoca las litografías del mexicano José Guadalupe Posada, ese que tantas "calaveras, ejemplos y corridos" ilustró durante la dictadura de Porfirio Díaz, pues como en ciertos dibujos macabros del mestizo está vestida como si fuera una gran señora, que por otra parte lo es.
Martinito estudia su traje negro de revuelta cola, con muchos botones y cintas, y la gorra emplumada que un moño de crespón sostiene bajo el maxilar y estudia su cráneo terrible, más pavoroso que el de los mortales porque es la calavera de la propia Muerte y fosforece con verde resplandor. Y ve que la Muerte bosteza.
Ni un rumor se oye en la casa. El ama recomendó a todos que caminaran rozando apenas el suelo, como si fueran ángeles, para no despertar a Daniel, y las pardas se han reunido a rezar quedamente en el otro patio, en tanto que la señora y sus hermanas lloran con los pañuelos apretados sobre los labios, en el cuarto del enfermo, donde algún bicho zumba como si pidiera silencio, alrededor de la única lámpara encendida.
Martinito piensa que el niño, su amigo, va a morir, y le late el frágil corazón de cerámica. Ya nadie acudirá cantando a su escondite del zaguán; nadie le traerá los juguetes nuevos, para mostrárselos y que conversen con él. Quedará solo una vez más, mucho más solo ahora que sabe lo que es la ternura.
La Muerte, entretanto, balancea las piernas magras en el brocal poliédrico de mármol que ornan anclas y delfines. El hombrecito da un paso y abandona su cuadrado refugio. Va hacia el patio, pequeño peregrino azul que atraviesa los hierros de la cancela asombrada, apoyándose en el bastón. Los gatos a quienes trastorna la proximidad de la Muerte, cesan de maullar: es insólita la presencia del personaje que podría dormir en la palma de la mano de un chico; tan insólita como la de la enlutada mujer sin ojos. Allá abajo, en el pozo profundo, la gran tortuga que lo habita adivina que algo extraño sucede en la superficie, y saca la cabeza del caparazón.
La Muerte se hastía entre las enredaderas tenebrosas, mientras aguarda la hora fija en que se descalzará los mitones fúnebres para cumplir su función. Desprende el relojito que cuelga sobre su pecho fláccido y al que una guadaña sirve de minutero, mira la hora y vuelve a bostezar. Entonces advierte a sus pies al enano del azulejo, que se ha quitado el bonete y hace una reverencia de Francia.

-Madame la Mort...

A la Muerte le gusta, súbitamente, que le hablen en francés. Eso la aleja del modesto patio de una casa criolla perfumada con alhucema y benjuí; la aleja de una ciudad donde, a poco que se ande por la calle, es imposible no cruzarse con cuarteadores y con vendedores de empanadas. Porque esta Muerte, la Muerte de Daniel, no es la gran Muerte, como se pensará, la Muerte que las gobierna a todas, sino una de tantas Muertes, una Muerte de barrio, exactamente la Muerte del barrio de San Miguel en Buenos Aires, y al oírse dirigir la palabra en francés, cuando no lo esperaba, y por un caballero tan atildado, ha sentido crecer su jerarquía en el lúgubre escalafón. Es hermoso que la llamen a una así: "Madame la Mort." Eso la aproxima en el parentesco a otras Muertes mucho más ilustres, que sólo conoce de fama, y que aparecen junto al baldaquino de los reyes agonizantes, reinas ellas mismas de corona y cetro, en el momento en que los embajadores y los príncipes calculan las amarguras y las alegrías de las sucesiones históricas.

-Madame la Mort...

La Muerte se inclina, estira sus falanges y alza a Martinito. Lo deposita, sacudiéndose como un pájaro, en el brocal.

-Al fin -reflexiona la huesuda señora- pasa algo distinto.

Está acostumbrada a que la reciban con espanto. A cada visita suya, los que pueden verla -los gatos, los perros, los ratones- huyen vertiginosamente o enloquecen la cuadra con sus ladridos, sus chillidos y su agorero maullar. Los otros, los moradores del mundo secreto -los personajes pintados en los cuadros, las estatuas de los jardines, las cabezas talladas en los muebles, los espantapájaros, las miniaturas de las porcelanas- fingen no enterarse de su cercanía, pero enmudecen como si imaginaran que así va a desentenderse de ellos y de su permanente conspiración temerosa. Y todo, ¿por qué?, ¿porque alguien va a morir?, ¿y eso? Todos moriremos; también morirá la Muerte.
Pero esta vez no. Esta vez las cosas acontecen en forma desconcertante. El hombrecito está sonriendo en el borde del brocal, y la Muerte no ha observado hasta ahora que nadie le sonriera. Y hay más. El hombrecito sonriente se ha puesto a hablar, a hablar simplemente, naturalmente, sin énfasis, sin citas latinas, sin enrostrarle esto o aquello y, sobre todo, sin lágrimas. Y ¿qué le dice?
La Muerte consulta el reloj. Faltan cuarenta y cinco minutos.
Martinito le dice que comprende que su misión debe ser muy aburrida y que si se lo permite la divertirá, y antes que ella le responda, descontando su respuesta afirmativa, el hombrecito se ha lanzado a referir un complicado cuento que transcurre a mil leguas de allí, allende el mar, en Desvres de Francia. Le explica que ha nacido en Desvres, en casa de los Fourmaintraux, los manufactureros de cerámica. "rue de Poitiers", y que pudo haber sido de color cobalto, o negro, o carmín oscuro, o amarillo cromo, o verde, u ocre rojo, pero que prefiere este azul de ultramar. ¿No es cierto? N'est-ce pas? Y le confía cómo vino por error a Buenos Aires y, adelantándose a las réplicas, dando unos saltitos graciosos, le describe las gentes que transitan por el zaguán: la parda enamorada del carnicero; el mendigo que guarda una moneda de oro en la media; el boticario que ha inventado un remedio para la calvicie y que, de tanto repetir demostraciones y ensayarlo en sí mismo, perdió el escaso pelo que le quedaba; el mayoral del tranvía de los hermanos Lacroze, que escolta a la señora hasta la puerta, galantemente, "comme un gentilhomme", y luego desaparece corneteando...
La Muerte ríe con sus huesos bailoteantes y mira el reloj. Faltan treinta y tres minutos.
Martinito se alisa la barba en punta y, como Buenos Aires ya no le brinda tema y no quiere nombrar a Daniel y a la amistad que los une, por razones diplomáticas, vuelve a hablar de Desvres, del bosque trémulo de hadas, de gnomos y de vampiros, que lo circunda, y de la montaña vecina, donde hay bastiones ruinosos y merodean las hechiceras la noche del sábado. Y habla y habla. Sospecha que a esta Muerte parroquial le agradará la alusión a otras Muertes más aparatosas, sus parientas ricas, y le relata lo que sabe de las grandes Muertes que entraron en Desvres a caballo, hace siglos, armadas de pies a cabeza, al son de los curvos cuernos marciales, "bastante diferentes, n'est-ce pas, de la corneta del mayoral del tránguay", sitiando castillos e incendiando iglesias, con los normandos, con los ingleses, con los borgoñones.
Todo el patio se ha colmado de sangre y de cadáveres revestidos de cotas de malla. Hay desgarradas banderas con leopardos y flores de lis, que cuelgan de la cancela criolla; hay escudos partidos junto al brocal y yelmos rotos junto a las rejas, en el aldeano sopor de Buenos Aires, porque Martinito narra tan bien que no olvida pormenores. Además no está quieto ni un segundo, y al pintar el episodio más truculento introduce una nota imprevista, bufona, que hace reír a la Muerte del barrio de San Miguel, como cuando inventa la anécdota de ese general gordísimo, tan temido por sus soldados, que osó retar a duelo a Madame la Mort de Normandie, y la Muerte aceptó el duelo, y mientras éste se desarrollaba ella produjo un calor tan intenso que obligó a su adversario a despojarse de sus ropas una a una, hasta que los soldados vieron que su jefe era en verdad un individuo flacucho, que se rellenaba de lanas y plumas, como un almohadón enorme, para fingir su corpulencia.
La Muerte ríe como una histérica, aferrada al forjado coronamiento del aljibe.

-Y además... -prosigue el hombrecito del azulejo.

Pero la Muerte lanza un grito tan siniestro que muchos se persignan en la ciudad, figurándose que un ave feroz revolotea entre los campanarios. Ha mirado su reloj de nuevo y ha comprobado que el plazo que el destino estableció para Daniel pasó hace cuatro minutos. De un brinco se para en la mitad del patio, y se desespera. ¡Nunca, nunca había sucedido esto, desde que presta servicios en el barrio de San Miguel! ¿Qué sucederá ahora y cómo rendirá cuentas de su imperdonable distracción? Se revuelve, iracunda, trastornando el emplumado sombrero y el moño, y corre hacia Martinito. Martinito es ágil y ha conseguido, a pesar del riesgo y merced a la ayuda de los delfines de mármol adheridos al brocal, descender al patio, y escapa como un escarabajo veloz hacia su azulejo del zaguán. La Muerte lo persigue y lo alcanza en momentos en que pretende disimularse en la monotonía del zócalo. Y lo descubre, muy orondo, apoyado en el bastón, espejeantes las calzas de caballero antiguo.

-Él se ha salvado -castañetean los dientes amarillos de la Muerte-, pero tú morirás por él.

Se arranca el mitón derecho y desliza la falange sobre el pequeño cuadrado, en el que se diseña una fisura que se va agrandando; la cerámica se quiebra en dos trozos que caen al suelo. La Muerte los recoge, se acerca al aljibe y los arroja en su interior, donde provocan una tos breve al agua quieta y despabilan a la vieja tortuga ermitaña. Luego se va, rabiosa, arrastrando los encajes lúgubres. Aun tiene mucho que hacer y esta noche nadie volverá a burlarse de ella.
Los dos médicos jóvenes regresan por la mañana. En cuanto entran en la habitación de Daniel se percatan del cambio ocurrido. La enfermedad hizo crisis como presumían. El niño abre los ojos, y su madre y sus tías lloran, pero esta vez es de júbilo. El doctor Pirovano y el doctor Wilde se sientan a la cabecera del enfermo. Al rato, las señoras se han contagiado del optimismo que emana de su buen humor. Ambos son ingeniosos, ambos están desprovistos de solemnidad, a pesar de que el primero dicta la cátedra de histología y anatomía patológica y de que el segundo es profesor de medicina legal y toxicología, también en la Facultad de Buenos Aires. Ahora lo único que quieren es que Daniel sonría. Pirovano se acuerda del tiempo no muy lejano en que urdía chascos pintorescos, cuando era secretario del disparatado Club del Esqueleto, en la Farmacia del Cóndor de Oro, y cambiaba los letreros de las puertas, robaba los faroles de las fondas y las linternas de los serenos, echaba municiones en las orejas de los caballos de los lecheros y enseñaba insolencias a los loros. Daniel sonríe por fin y Eduardo Wilde le acaricia la frente, nostálgico, porque ha compartido esa vida de estudiantes felices, que le parece remota, soñada, irreal.
Una semana más tarde, el chico sale al patio. Alza en brazos a la gata gris y se apresura, titubeando todavía, a visitar a su amigo Martinito. Su estupor y su desconsuelo corren por la casa, al advertir la ausencia del hombrecito y que hay un hueco en el lugar del azulejo extraño. Madre y tías, criadas y cocinera, se consultan inútilmente. Nadie sabe nada. Revolucionan las habitaciones, en pos de un indicio, sin hallarlo. Daniel llora sin cesar. Se aproxima al brocal del aljibe, llorando, llorando, y logra encaramarse y asomarse a su interior. Allá dentro todo es una fresca sombra y ni siquiera se distingue a la tortuga, de modo que menos aun se ven los fragmentos del azulejo que en el fondo descansan. Lo único que el pozo le ofrece es su propia imagen, reflejada en un espejo oscuro, la imagen de un niño que llora.
El tiempo camina, remolón, y Daniel no olvida al hombrecito. Un día vienen a la casa dos hombres con baldes, cepillos y escobas. Son los encargados de limpiar el pozo, y como en cada oportunidad en que cumplen su tarea, ese es día de fiesta para las pardas, a quienes deslumbra el ajetreo de los mulatos cantores que, semidesnudos, bajan a la cavidad profunda y se están ahí largo espacio, baldeando y fregando. Los muchachos de la cuadra acuden. Saben que verán a la tortuga, quien sólo entonces aparece por el patio, pesadota, perdida como un anacoreta a quien de pronto trasladaran a un palacio de losas en ajedrez. Y Daniel es el más entusiasmado, pero algo enturbia su alegría, pues hoy no le será dado, como el año anterior, presentar la tortuga a Martinito. En eso cavila hasta que, repentinamente, uno de los hombres grita, desde la hondura, con voz de caverna:

-¡Ahí va algo, abarájenlo!

Y el chico recibe en las manos tendidas el azulejo intacto, con su hombrecito en el medio; intacto, porque si un enano francés estampado en una cerámica puede burlar a la Muerte, es justo que también puedan burlarla las lágrimas de un niño.

13 de diciembre de 2008

Manuel Puig / Biografía

Nace el 28 de diciembre en General Villegas, Provincia de Buenos Aires. Sus padres, María Elena Delledonne y Baldomero Puig, lo bautizan con el nombre de Juan Manuel, pero familiarmente lo llamaban "Coco".

1936
Acompañado por su madre, Male, va al cine diariamente, lo que será decisivo en su formación de escritor.
"Incluso antes de empezar la escuela a los cuatro años, en 1936, Coco era un aficionado al cine que veía todo lo que había por ver en el ‘único teatro del pueblo con un programa distinto cada día: en su mayor parte cine americano’. Male y Coco no estaban solos: casi cada día de la semana a las seis de la tarde, caminaban tres cuadras hasta el Teatro Español y siempre se sentaban en las mismas butacas: fila 15, al medio, donde estaban rodeados por amigos y vecinos... La pantalla de cine era la ventana del joven Coco, tanto al mundo como al placer, inspirando su ambición más temprana: hacer música o películas. (Suzanne Jill-Levine, "Manuel Puig y la mujer araña. Su vida y ficciones", Buenos Aires, Seix Barral, 2002).
"En un momento yo decidí –inconscientemente, por supuesto- que lo que veía en el cine era la realidad. Que el mundo era así, porque yo lo comprendía y me sentía cómodo en esa atmósfera, había una justicia (…) mientras que en el pueblo yo no lo notaba para nada. (…) Nosotros veíamos –creo que eso tenía mucha importancia en la operación de fuga de la realidad- el cine en versión original con subtítulos en español. Era más misterioso y atractivo (…) La realidad era el cine. Los idiomas de la realidad eran el inglés y después el italiano y el francés. Esos eran los tres idiomas que había que aprender para ingresar allá. El español era el idioma de los conflictos, de las cosas no resueltas y yo traté de que en mi vida tuviera el menor espacio posible", dirá en una charla conservada en audio en la AUdiovideoteca de Escritores.
1939
Empieza a cursar sus estudios primarios en la Escuela Nº 1 de General Villegas. Más tarde pasará la Nº 17. Por esa misma época, estudia también violín y piano.
Lee la novela "Sinfonía pastoral", de André Gide, novela que, según declaró, lo convenció de escribir.
1943
Muere un hermano recién nacido.
1944
En Berisso, nace su hermano Carlos.
1946
Sus padres lo envían a Buenos Aires para que realice sus estudios secundarios, como pupilo, en el Colegio Ward, de Ramos Mejía.
1949
La familia se instala en Buenos Aires.
Además de algunas películas de la época (como "Cuéntame tu vida" de Alfred Hitchcock), descubre los libros de Hermann Hesse, Aldous Huxley y Jean-Paul Sartre. Lee, también, "La interpretación de los sueños", de Sigmund Freud.
En la Alliance Française, el British Institute y la Sociedad Dante Alighieri, estudia "los idiomas del cine".
1950
Se inscribe en la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Buenos Aires, pero abandona la carrera antes de terminar el primer año. Durante el año siguiente, ingresa a la Facultad de Filosofía y Letras, de la Universidad de Buenos Aires, donde conoce a uno de sus grandes amigos, Alfredo Gialdini.

1952
Abandona definitivamente la universidad y sigue varios cursos de literatura en institutos privados. En uno de ellos, organizado en el Consejo Británico, toma un curso sobre la novela policial dictado por Jorge Luis Borges y lee los libros de Wilkie Collins.
Cumple con el servicio militar obligatorio en la Fuerza Aérea.
1955
Al concluir sus estudios de italiano, la Sociedad Dante Alighieri le otorga una beca para viajar a Italia y estudiar dirección y técnica cinematográfica en el Centro Sperimentale di Cinematografia. Allí conoce a Roberto Rossellini, Vittorio De Sica, Pier Paolo Pasolini, Alberto Moravia y al fotógrafo cubano Néstor Almendros.
"La escuela era un infierno. Yo llegaba con una idolatría por algunos directores y allí era el momento del neorrealismo y se consideraba que todo el cine anterior era descartable (…) porque había sido un cine de fuga y había que tirarlo a la basura y se cometían unos errores muy feos (…) Eso yo no lo pude digerir", señalará el propio Puig.
1956
Escribe los borradores de sus dos primeros guiones: "Baile cancelado" y "Rosas marchitas para Apolo".
No consigue trabajo en Roma. Viaja a París, donde se gana la vida enseñando español e italiano y trabajando como lavacopas.
En agosto del año siguiente, regresa a Roma.
1958
Se instala en Londres. Trabaja como profesor de idiomas. Poco después, viaja a Estocolmo.
1960
Regresa a Buenos Aires y colabora como asistente de dirección en dos películas: "America di notte" (coproducción ítalo-argentina) y "Una americana en Buenos Aires". Escribe "La tajada", su primer guión en castellano.
1961
Viaja nuevamente a Roma y vuelve a frecuentar los estudios de Cinecittà. Se replantea su futuro como director o guionista.
1963
Trabajará, hasta 1967, para la compañía aérea Air France. Durante este período, se instala en Nueva York para asistir a los musicales de Broadway.
Escribe los tres primeros capítulos de su novela "La traición de Rita Hayworth".
1965
A instancias del escritor Juan Goytisolo, "La traición de Rita Hayworth" participa del Premio Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral y resulta finalista. Sin embargo, una serie de contratiempos editoriales evita su publicación en España.
Deja de usar su primer nombre, "Juan".
1967
Regresa a Buenos Aires. Las revistas "Mundo Nuevo" y "Primera Plana" publican anticipos de su novela en formato de folletín.
1968
La editorial Jorge Álvarez, de Buenos Aires, publica la novela "La traición de Rita Hayworth".
"¿Como reconocer, en ‘La traición de Rita Hayworth’, los indicios de una historia? ¿Dónde buscar las señales que permitan reconstruirla, o las pistas que delaten su trazado? Como siempre en Manuel Puig, este camino no lleva muy lejos, pero en La traición... su esterilidad es particularmente evidente. Podemos ceñir ciertos episodios, rastrear peripecias, aislar, incluso, determinadas secuencias narrativas, pero estos retoños dispersos nunca llegarán a constituir una línea de acción. La traición..., en verdad, es todo lo contrario de una novela de desarrollo. Esos esporádicos nudos narrativos, la novela no los despliega; más bien, los vacía de su peso diegético, detiene su expansión, congela sus posibles continuidades. (...) Estilo, propiedad, sujeto: la práctica literaria de Puig no tiene otro blanco que esta Sagrada Trinidad. En La traición... no es la presencia de un sujeto, el narrador, la que funda la posibilidad de la palabra; tampoco el sujeto es esa causa eficiente que se reencontraría, descorridos todos los velos, detrás de la opacidad de un conjunto de voces. No se trata de disimular al titiritero, se trata de destronarlo... Hay todo un deseo de anonimato que recorre la literatura puigiana, y que la emparenta con lo que la tradición cinematográfica conoce como la Serie B", escribió Alan Pauls, en "Manuel Puig. La traición de Hayworth", Buenos Aires, Hachette, 1986.
1969
La editorial Sudamericana publica en Buenos Aires la novela "Boquitas pintadas", que lleva el subtítulo de "folletín". El libro vende en Argentina más de cien mil ejemplares.
"El crimen que se narra en ‘Boquitas pintadas’ condensa bien el mundo narrativo de Puig. En esa muerte y en el desplazamiento de las culpas se tejen, más nítidamente que en toda la novela, las relaciones jerárquicas que sustentan la intriga y los elementos melodramáticos que acompañan un mundo de rígidas diferencias sociales. La malvada de buena familia, la sirvienta engañada, el cabecita negra, la niña, bien, la madre soltera, el policía ambicioso: las figuras del folletín están en primer plano, aunque el crimen no ocupe el centro de la novela. Se ve por otro lado allí un aspecto de Boquitas que a menudo ha estado disimulado por la lectura ‘paródica’ del texto: las relaciones de violencia y engaño que definen la trama social y que Puig ha ido poniendo cada vez más en la superficie de su mundo narrativo", escribió Ricardo Piglia, en "La Argentina en pedazos", Buenos Aires, Ediciones de la Urraca, 1993.
La editorial Gallimard publica la versión francesa de "La traición de Rita Hayworth". El periódico la califica como la Mejor Novela del Período 1968-1969.
1970
Leopoldo Torre Nilsson se interesa en llevar al cine la novela "Boquitas pintadas".
"El éxito de Boquitas… le abría puertas al mundo donde más deseaba entrar (…) Actores latinoamericanos de primer nivel querían interpretar sus personajes y jóvenes cineastas argentinos lo bombardeaban con ofertas y proyectos. La adaptación de su obra para la industria del cine, empezó a ser una realidad para Manuel a principios de los 70 (…) hasta que en 1973 se le acercaron Beatriz Guido y su esposo, el distinguido director Leopoldo Torre Nelson, figura enérgica y carismática de la vida cultural argentina de los años 60 y 70", escribe Suzanne Jill-Levine, biógrafa de Puig.
1971
"La traición de Rita Hayworth" es traducida al inglés.
1972
Empieza a escribir la novela "The Buenos Aires Affaire".
1973
La editorial Sudamericana publica la novela "The Buenos Aires Affair". El libro es confiscado alegando que se trata de un atentado al pudor.
"Como en las otras novelas, Puig encuentra en la resaca otros discursos sociales. En ‘The Buenos Aires Affaire’, aparece un montaje (en términos cinematográficos) de esos desechos: titulares de diarios, conversaciones telefónicas desgrabadas o tomadas de su versión taquigráfica, reportaje imaginario (en el que Gladys se sitúa como estrella de la plástica frente a una periodista de revista frívola), informe de autopsia, extractos de manual de medicina forense y divulgación científica sobre comunicación satelital. Otros los trae la corriente de la misma literatura: biografía (que va desde el dato utópico, como es el mismo momento de la gestación, hasta la ‘biografía’ de revista empresarial con sus ‘viajes’, ‘estudios en el exterior’, etcétera); parodia de la novela objetivista francesa; fluir de la conciencia... En ninguna otra novela hay tal contraste, contraste que al mismo tiempo es anulado por el texto mismo, expulsor de toda jerarquía", escribió Roxana Páez, "Manuel Puig. Del pop a la extrañeza", Buenos Aires, Editorial Almagesto, 1995.
Trabaja en el guión de "Boquitas pintadas": "No me sentí cómodo en esta tarea de adaptador porque tenía que seguir el procedimiento contrario al que me había ayudado a liberarme. Tenía que resumir la novela, podarla, encontrar fórmulas que sintetizaran aquello que en su origen había sido analíticamente expuesto. La película tiene algunas cosas pero es muy irregular", señaló el escritor.
Abandona definitivamente la Argentina y se instala en México.
1974
El 23 de mayo se estrena, en Buenos Aires, el film "Boquitas pintadas", bajo la dirección de Leopoldo Torre Nilsson.
En México, empieza a escribir su novela "El beso de la mujer araña".
1976
La editorial Seix Barral publica en Barcelona (España) su novela "El beso de la mujer araña". La novela será prohibida en la Argentina por el gobierno militar.
1977
Vive circunstancialmente en Nueva York, donde dirige un taller de escritura en la Universidad de Columbia.
1979
Aparece, en Barcelona, su novela "Pubis angelical" (Seix Barral).
1981
Su novela "Maldición eterna a quien lea estas páginas" es publicada en Barcelona por la editorial Seix Barral.
Se radica en Río de Janeiro (Brasil). Allí también vivirá su madre.
1982
La editorial Seix Barral publica, en Barcelona, la novela "Sangre de amor correspondido".
El 12 de agosto se estrena, en Buenos Aires, el film "Pubis angelical", dirigida por Raúl de la Torre, con música de Charly García. La película no contó con la aprobación de Puig.
Es candidato al Premio Nobel de Literatura.

1983
Se publican, en un solo libro, las obras de teatro "Bajo un manto de estrellas" y su propia versión teatral de "El beso de la mujer araña".
Se estrena la adaptación para cine de "El beso de la mujer araña", dirigida por Héctor Babenco, con guión de Leonard Schrader. Actúan Raúl Julia, Sonia Braga y William Hurt, quien gana un Oscar por su actuación.
"–¿Qué piensa el autor de "El beso de la mujer araña" de esta versión cinematográfica y americana?
– Cuando la vi solo, en la cabina de montaje, antes de que saliera sobre la pantalla, estaba muy preocupado, me parecía muy distinta del libro... Y ya me había preocupado antes, por la elección de los protagonistas. No los veía en sus papeles, eran muy distintos físicamente. El actor Raúl Julia, demasiado viejo para Valentín, que es un chico de 26 años, y William Hurt, con un físico demasiado definido. A Molina me lo imaginaba al borde de los 40 años, con poco cabello, ni lindo ni feo... En la novela, Molina es un personaje gris, que no asume su cuerpo. Y en la cabina se me confirmaban todos mis temores. Pero cuando después la vi con el público fue una sorpresa enorme. Sentí que quien había realizado la película había alcanzado a comunicar mucho de lo que yo había querido decir con el libro. Por otros caminos, pero lo había hecho. Así es que puedo decir: ésta no es mi película, es la película de Babenco. Pero yo estoy satisfecho," dirá en la entrevista realizada por Giovanna Pajetta, revista Crisis, Nº 41, abril de 1986.
1985
Aparecen en libro, dos de sus guiones cinematográficos: "La cara de villano" y "Recuerdos de Tijuana".
1987
La University of Aberdeen le otorga el título de Doctor Honoris Causa.
1988
La editorial Seix Barral publica su novela "Cae la noche tropical".
1989
Se instala en Cuernavaca (México) con su madre.
1990
Muere el 22 de julio en Cuernavaca. Deja inconclusa su novena novela "Humedad relativa: 95%

Fuente: Videoteca Buenos Aires

Mas info: Manuel Puig en Wikipedia

9 de diciembre de 2008

Extraordinaria historia de dos tuertos / Roberto Arlt

Yo me saco el sombrero ante este excelente escritor. De a poco voy a ir subiendo un par de cuentos inéditos que encontré. Disfrutenlo!
Saludos, Estanis.


Extraordinaria historia de dos tuertos
Roberto Arlt

Dudo que tuerto alguno pueda contar otra maravillosa historia semejante a la que nos ocurrió a mí y a Hortensio Lafre, tuerto también como yo. Y ahora tomáos el trabajo de leerme.
Tenía yo pocos años de edad cuando perdí mi ojo derecho en un accidente de caza que le aconteció a mi padre, y la ruina sobrevenida a éste poco tiempo después, por ser más aficionado a los deportes cinegéticos que al cuidado de su molino y campos, nos arrastró a todos hasta ese refugio de fracasados que es el Barrio Latino de París. Después de numerosas peripecias que no son del caso, a la edad de dieciocho años conseguí un empleo de cobrador de una compañía de mutualidad, y en este trabajo me ganaba penosamente la vida, durante los comienzos del año 1914, cuando a fines del mes de enero trabé conocimiento con un venerable caballero que estaba asociado a la compañía. Este buen señor usaba barba en punta como un artista, y su melena de cabello entrecano y ondulado, así como su mirada bondadosa, le concedían la apariencia que podría tener el padre del género humano si acertaba a hacerse invisible. Se llamaba monsieur Lambet.
Monsieur Lambet vivía en una discreta casa con jardincillo en el arrabal de Mont Parnasse, y a la segunda vez que le fui a cobrar la cuota de su seguro, como no tuviera nada que hacer, me acompañó por las calles y se interesó evidentemente en las condiciones en que vivía yo y mi madre y mi hermana. Cuando le manifesté que nuestra condición económica era sumamente precaria, no se asombró, y sí recuerdo que me dijo con tono de voz sumamente patético:
—Mi querido joven: si vos usarais un ojo de vidrio os sería mucho más
fácil conseguir un puesto honorable.
—¿De dónde sacar el importe de un ojo de vidrio, monsieur Lambet? ¿De dónde?
Monsieur Lambet guardó un prudente silencio y continuó caminando en silencio a mi lado. Luego me dijo:
—Evidentemente, no se trata de menospreciar vuestra persona, pero un
joven tuerto no es, en manera alguna, atrayente.
—Vaya si lo sé—repuse yo, suspirando tristemente.
Monsieur Lambet prosiguió:
—Ha progresado tanto la industria de los ojos de vidrio, que hoy se hacen tan perfectos, que hay personas que afirman que los ojos de vidrio son más tiernos y expresivos que los ojos naturales. Yo no me atrevería a jurar eso, pero evidentemente un hombre tuerto con su ojo de vidrio es mucho más atrayente que sin él.
—Monsieur Lambet: creo que yo jamás reuniré el dinero que cuesta un ojo de vidrio.
Pero monsieur Lambet era un hombre de sentimientos nobles. Me tomó de un brazo, me apretó y me dijo:
—Querido joven: vos me recordáis, precisamente, el rostro de un hijo mío muerto hace muchos años. Permitidme seros útil. Monsieur Tricot, honrado comerciante amigo mío, trafica en anteojos, lentes, vidrios de aumento y ojos artificiales. Yo os recomendaré a él, y estoy seguro que accederá a colocaros un ojo de vidrio en condiciones que no os serán onerosas.
Deshaciéndome en muestras de gratitud le di repetidas gracias a monsieur Lambet, quien me estrechó contra su pecho y dijo que estaba encantado de poder serme útil en tal insignificancia, y debió serlo, porque cuando al día siguiente me presenté en la tienda de monsieur Tricot, monsieur Tricot, un caballero alto, grueso, de atravesada mirada y espesa barba negra, me recibió aparatosamente, me hizo entrar a su trastienda y dio principio al trabajo de probarme diferentes ojos de vidrio, hasta que finalmente descubrió un hermoso ejemplar que parecía hermano gemelo del mío, natural, a punto, que al observarme en un espejo no pude menos de lanzar un grito de admiración. Me había transformado en otro hombre gracias a la bondadosa generosidad de monsieur Lambet.
Cuando lo interrogué a monsieur Tricot respecto al precio del ojo de vidrio, me respondió:
—Vete a darle las gracias a tu benefactor, y no te preocupes. Lo que des aquí en la tierra, lo recibirás centuplicado en el cielo. Lo que debes hacer, truene o llueva, es quitarte este ojo todas las noches y ponerlo en remojo en un vaso de agua como si fuera una dentadura. Mediante ese procedimiento, sus colores se mantendrán siempre frescos y puros y no darás a la gente una mala impresión, porque los ojos de vidrio se empañan mucho con la humedad.
Nuevamente le di las gracias a monsieur Tricot, prometiéndole seguir escrupulosamente sus consejos, y poco menos que bailando por las calles llegué a Mont Parnasse, donde al ver a monsieur Lambet me precipité hacia él. Monsieur Lambet, como si yo fuera su mismo hijo resucitado, me tomó por los brazos, me miró y me dijo:
—Vive Dios que eres mi hijo, mi propio hijo resucitado, y no te dejo marchar. De aquí en adelante vivirás en mi casa. No hubo forma de persuadirle para que dejara de cumplir su deseo, y tuve que complacerle y marcharme de mi casa a vivir en la suya. No dejé de ser lo suficiente ingrato para desconfiar de las atenciones de mi protector; pero a los pocos días de vivir bajo su techo, comprendí que me había equivocado groseramente. Monsieur Lambet era el más simpático y bueno de los hombres. Lo único que exigía de mí era que durmiera en su casa y almorzara y cenara con él. Luego me dejaba salir a vagabundear, no sin dejar de decir siempre que se despedía de mí: Gracias, muchacho. Me has dado el placer de pasar una hora con mi hijo.
Mi excelente familia se alteró con este cambio, en razón de mi juventud e inexperiencia, pero terminaron convenciéndose de que monsieur Lambet era un viejo maniático cuyo trato nos beneficiaba. Y así era. Un mes después de este cambio, monsieur Lambet, alegremente,me informó que por favor de monsieur Tricot había obtenido para míuna plaza de vendedor de anteojos y ojos de vidrio en la zona alemana de Hamburgo. Recibiría sueldo y un tanto por ciento sobre los beneficios de las ventas. Yo me manifesté algo reacio a abandonar mi puesto de cobrador, pero tanto insistió monsieur Lambet en que mi posición económica cambiaría fundamentalmente, que resolví contra mi agrado hacer la prueba. No creía en el éxito de los ojos de vidrio. Para que mis gastos fueran menores, monsieur Lambet me recomendó al Hotel de "Las Tres Grullas", cuyo propietario, un sonriente y gordo hamburgués, me recibió como si fuera su hijo.
Evidentemente, el mundo estaba repleto de buena gente!
Mi primera salida por Hamburgo fue un éxito. Vendí lentes y ojos artificiales como para reparar a un ejército de tuertos.
Desde entonces Hamburgo fue mi base de operaciones..., pero una noche que dormía en "Las Tres Grullas" me ocurrió un suceso tan extraño, que aún hoy es motivo de maravilla entre los que tienen la paciencia de escuchar mi relato.
Había llegado tarde al hotel porque me entretuve en el puerto, conversando con algunos comerciantes que querían estudiar en París las posibilidades de colocar ciertos artículos de fantasía.
Serían las dos de la madrugada, y trataba inútilmente de conciliar el sueño, cuando la puerta de mi habitación se abrió tan cautelosamente, que, sobreponiéndome al instintivo temor que causa la presencia de un extraño en nuestra alcoba, resolví espiarlo. En caso que pasara algo, sabría defenderme.
Como es natural, esperaba que el desconocido se dirigiera al ropero, en cuyo interior estaba colgado mi traje; pero con mi único ojo entreabierto, a la grisácea claridad que se filtraba por un postigo entreabierto, reconocí al dueño de "Las Tres Grullas", que se dirigía a la mesa. ¿Sabéis lo que hizo allí?
Tomó la copa de agua donde se encontraba sumergido mi ojo de vidrio, y con ella se retiró tan cautelosamente como había venido.
Yo quedé atónito. ¿Qué quería hacer el hombre con mi ojo de vidrio? ¿Pretendería robármelo?
El suceso me resultaba tan extraordinario, que una hora después no había conseguido dormirme, y en el mismo momento que en el reloj daban las tres de la madrugada, la puerta de la habitación volvió a chirriar, y el infiel hospedero, de puntillas, tan cauteloso como había entrado, con el vaso de agua en la mano, se aproximó a la mesa y dejó allí la copa.
En el interior del vaso de agua se encontraba mi ojo de vidrio.
¿Qué misterio encerraba ese ritual?
Pero no tuve tiempo de meditar mayormente sobre el misterio de mi ojo de vidrio, porque a las cinco de la mañana salía el rápido de París, y a pesar de que mi noche había sido extraordinaria, aquel amanecer no lo iba a ser menos, por efecto de una de aquellas casualidades de apariencia sobrenatural y que en la realidad de la vida son tan frecuentes e inagotablemente asombrosas.
Me despedí del dueño de "Las Tres Grullas" como si no me hubiera ocurrido nada, pero "in mente" estaba resuelto a aclarar aquel suceso, cuando otro hecho vino a complicar mi desorden mental.
No había terminado de ocupar mi asiento en mi coche de segunda, cuando frente a mí se detuvo Hortensio Lafre, un camarada de mi infancia.
Desde que mi familia había abandonado el pueblo no nos habíamos visto. En
cuanto cambiamos una mirada, nos reconocimos, y después de abrazarnos efusivamente nos quedamos contemplándonos con ese gusto asombrado con que volvemos a encontrarnos con los testigos de nuestros primeros juegos; y de pronto, ambos nos lanzamos a quemarropa:
—Tú tienes un ojo de vidrio.
—Sí. Y tú también.
—Sí.
—¿Y qué haces por aquí?
—Vendo cristales, anteojos, ojos de vidrio.
Yo me quedé examinándolo, turulato.
—¡Cómo! ¿Tienes la misma profesión?
—¡Tú también vendes ojos de vidrio!
—Sí.
—¡Cristo! Esto sí que es raro.
Ahora le tocaba a Hortensio asombrarse. Súbitamente inspirado, le dije:
—¿Cómo te metiste en esto?
Hortensio comenzó a narrarme su historia:
Acosado por la necesidad se había dedicado a vender novelas por entregas, cuando un día, al llegar al barrio de Saint-Denis, se encontró con un honorable anciano que le cobró simpatía porque Hortensio se parecía prodigiosamente a su hijo muerto.
—¡Satanás! ¡Esa es mi historia! Continúa.
El viejo bondadoso, lamentándose de que Hortensio fuera tuerto, lo recomendó a lo de monsieur Tricot, quien no sólo le regaló un ojo de vidrio, sino que le proporcionó una ventajosa colocación para venderlos en el extranjero.
—Lo mismo me ha ocurrido a mí, Hortensio. Exactamente lo mismo.
—No.
—Así como lo oyes. Dime: tu protector ¿no es un anciano con facha de pintor, pelo entrecano, barba en punta?
—Sí.
—Pues es él, monsieur Lambet.
—Yo lo conozco bajo el nombre de Gervasio Turlot.
—Pues el viejo, se llame Turlot o Lambet, debe ser un peligrosísimo bribón: en nuestra aventura hay demasiado misterio.
—¿Qué te parece si vemos al comisario de Saint-Denis? Yo lo conozco porque le he vendido a su mujer varias novelas por entregas.
—Perfectamente.
En cuanto llegamos a París nos dirigimos a la comisaría de Saint Denis, y Hortensio se hizo anunciar al comisario. Una vez en su presencia, yo me senté en el escritorio y comencé a narrarle las etapas de mi aventura. El comisario nos escuchaba asombradísimo. Finalmente requirió la presencia de un perito en ojos de vidrio, y cuando el hombre llegó, le entregamos nuestros ojos artificiales. Este comenzó a manipular en los globos de vidrio hasta que éstos se abrieron en sus manos. En el interior de un ojo de vidrio (el mío), en un espacio hueco y circular, encontró un rollo de papel de seda, escrito con letra casi microscópica. Era un pedido a monsieur Lambet de la dirección de un oficial que había sido exonerado del ejército por deudas. En el ojo de vidrio correspondiente a mi amigo Hortensio había, en cambio, una orden a monsieur Turlot, para que asesinara al "agente 23", culpable de proporcionar datos falsos.
No quedaba duda. Monsieur Lambet, alias Turlot era el eslabón terminal de una activa cadena de espías y nosotros, dos inocentes tuertos, sus mensajeros insospechables. Como aún no había estallado la guerra, monsieur Lambet, mi benefactor, fue detenido y condenado a treinta años de presidio. En cuanto al dueño de "Las Tres Grullas", continúa en Hamburgo, y posiblemente sirva ahora a otra pandilla de espías. Pero yo ya no creo en la bondad de los protectores desconocidos.

4 de diciembre de 2008

George Orwell / Biografía

Eric Arthur Blair se dio a conocer al mundo de la literatura mediante el pseudónimo de George Orwell. Blair nació en la colonia británica de Montihari el 25 de junio de 1903. Pero poco tiempo estuvo viviendo en su ciudad natal, ya que con dos años se transado a vivir a Inglaterra con parte de su familia. Blair se pudo costear sus estudios debido a las dotes que ya de pequeño demostraba.

En 1933 se pasa a llamar George Orwell. La decisión de tomar este nombre se debe sobre todo a que Jorge es el patrón de Inglaterra y al rió Orwell que es un emblema. George Orwell se alistó en el Partido Laborista Independiente, lo que le llevó a luchar en la guerra civil española en defensa del bando republicano. Esta experiencia le llevó a conocer de primera mano la corrupción latente en la URSS y la degradación que habían ido tomando las ideas revolucionarias de 1917. Fue ahí donde engendró el espíritu crítico con el régimen soviético que plasmaría años después en sus obras. Estuvo a punto de morir en la región de Huesca a causa de un tiro en el cuello. Orwell una vez pasado su estancia en Marruecos (lugar donde se curó de la herida de bala) se dedicó a escribir reseñas de libros para el New English Weekly hasta 1940, debido a que se inició la IIGM. Durante ésta recibió una medalla de la defensa debido a que era miembro de la Home Guard. Más tarde empezó a trabajar para la BBC (en el Servicio Oriental) realizando campañas de propaganda. Pero en 1943 renunció a su trabajo para pasar a ser editor del Tribune (revista de izquierdistas). En octubre de 1949, se casa con Sonia Brownell.George Orwell muere el 21 de enero de 1950, por tuberculosis y fue enterrado de acuerdo al rito anglicano.

Experiencia en Birmania y primeras novelas
Tras culminar sus estudios en Eton, decidió unirse a la Policía Imperial India en Birmania (actual Myanmar), pues no tenía posibilidades de conseguir una beca universitaria y los medios de su familia no eran suficientes para costear su educación. Abandona el ejército y vuelve a Inglaterra en 1928 habiendo desarrollado un odio hacia el imperialismo que muestra en Los días de Birmania (Burmese Days), publicada en 1934, y en ensayos como Un ahorcamiento (A Hanging) o Disparando a un elefante (Shooting an Elephant). Posteriormente vive varios años en la indigencia, haciendo trabajos de todas clases, tal y como recuerda en Sin blanca en Paris y Londres (Down and Out in Paris and London), su primera obra importante. Consigue un trabajo como maestro de escuela pero pronto se ve forzado a abandonarlo por problemas de salud y comienza a trabajar como asistente en una tienda de libros de segunda mano en Hampstead, una experiencia que rememora parcialmente en la novela corta Mantened la Aspidistra izada (Keep the Aspidistra Flying).
Se trasladó a París en la primavera de 1928, donde vivía su tía Nellie, con la esperanza de forjar su carrera como hombre de letras. Tras algunos intentos fallidos, Eric se vio obligado a trabajar de lavaplatos en el lujoso Hotel X, sobre la calle Rivoli, en 1929, tal como hace mención en Sin blanca en París y Londres. Por otro lado, el registro no señala si el autor eligió el título para su libro en base a su experiencia en la pobreza. A fines de 1929, regresó a la casa de sus padres en Southwold, Suffolk, enfermo y sin dinero, y compuso Los días de Birmania.

Eric Blair se convirtió en George Orwell en 1933, mientras el autor escribía para el New Adelphi, vivía en Hayes, Middlesex, y trabajaba como profesor de escuela. Adoptó este pseudónimo para no incomodar a sus padres con Sin blanca en Paris y Londres. Llegó a considerar otros nombres literarios como Kenneth Miles o H. Lewis Allways, antes de decidirse por un nombre que deja traslucir el afecto que siempre había sentido por la tradición y la campiña inglesa: Jorge es el santo patrón de Inglaterra (y Jorge V era el soberano en ese entonces), mientras que el río Orwell, en Suffolk, es uno de los lugares más emblemáticos para muchos ingleses. Blair también pensó que un apellido que empezara con la letra "O" le daría una mejor posición a sus libros en los estantes de las librerías.

Como escritor, George Orwell se sirvió de su experiencia como profesor y de la vida en Southwold para la novela La hija del clérigo (1935), escrita en 1934 en casa de sus padres tras la enfermedad que le abatía y le obligaba a ganarse la vida impartiendo clases. De 1934 a 1936 fue asistente a media jornada en Booklover's Corner, una librería de segunda mano en Hampstead. Tras llevar una vida solitaria, quiso rodearse de la compañía de jóvenes escritores. Hampstead era un pueblo intelectual que ofrecía establecimientos destinados al desarrollo de actividades culturales de diversa índole. Estas experiencias se trasladaron a la novela Mantened la Aspidistra izada (1936).

Orwell contrajo matrimonio con Eileen O´Shaughnessy en 1936, y adoptaron un niño, Richard Horatio Blair. Su esposa, sin embargo, murió nueve años más tarde, en 1945, durante una operación.

En octubre de 1949, poco antes de su muerte, se casó en segundas nupcias con Sonia Brownell. Orwell murió en Londres a la edad de 46 años, de tuberculosis, enfermedad que había contraído durante el periodo que describe en Sin blanca en Paris y Londres. Pasó los últimos tres años de su vida entre hospitales. Poco antes de morir, pide que se le entierre de acuerdo al rito anglicano. Falleció el 21 de enero de 1950. Sus restos reposan en Sutton Courtenay, Oxfordshire.

Libros

Sin blanca en Paris y Londres (1933)
Los días de Birmania (Burmese Days, 1934)
A Clergyman's Daughter (1935)
Mantened la Aspidistra izada (Keep the Aspidistra Flying, 1936)
El camino a Wigan Pier (1937)
Homenaje a Cataluña (1938)
Subir a por aire (1939)
Rebelión en la granja (Animal Farm, 1945)
1984 (1949)


Pueden conseguir mas info en: Orwell en Wikipedia