28 de diciembre de 2008

Desde tu ausencia

Desde tu ausencia
Por Estanislao Zaborowski

Francia, 6 de Junio de 1944


Amada Mía:

Encuentro en la penumbra de esta noche agónica, el momento propicio para suspirar estas líneas. Invisible, inerte y extraviado; te lloro escondido lejos de su mirada. Su descanso es mi libertad; el alivio con el que sueño despierto.
Mientras resbala mi pluma sobre el papel amarillento, escucho a lo lejos el tronar de la furia; el rugir del odio, que mediante instrumentos de maldad, derraman el oscuro carmín sobre las suaves colinas verdes. Ya nada es colorido aquí. El gris opaco, frio y metálico, derrama sobre el paisaje su tinta de horror.
No he podido dejar de pensar en ti, en tu pubis y en el éxtasis que provoca tu piel. Me ayuda a soportar este calvario, esta mugre, esta prisión.
Hoy la sucia abusó de mí. Me desayunó salvaje con la violencia de un látigo sobre una espalda ya sin fuerza. Me obligó a vagar sobre sus venas hinchadas, furiosas, sedientas de debilidades humanas.
Hoy se vengó de mí. De mi letargo. Se vengó con pasión. Con el más agudo énfasis. Se vengó con locura. Con la de Erasmo, Sade y el delirio inquisidor de un siglo perdido.
Cada abismo que estructura con su rencor, derrumba las ilusiones de los que fallecen a sus pies. De los que se aferran a la vida ahogando en su garganta palabras que ya nadie escuchará.
Hoy me hundió bajo sus pies. Sodomizó mi cuerpo con perversidad y alevosía. Purgó sus deseos utilizando su última mortaja hedionda. Inundó de sangre y palabras ausentes, todo lo que se encontraba a mí alrededor. Solo quedaron gritos suspendidos en el aire. Exclamaciones que aún esperan ser atendidas por sordos oídos ennegrecidos.
Amada mía, solo el recuerdo de tus lágrimas de despedida me da fuerza para sobrevivir en este infierno. En este agujero carente de explicación, de raciocinio.
Ella todo sabe de ti. Sabe que eres la esperanza de mis ojos enrojecidos. La causa de mi entereza; de que cada día pueda continuar respirando. Sabe también que te he dejado y que ansío volver a tus brazos. Que bajo el olivo que da sombra a tu paciencia, descansa el deseo del regreso. Que esas caricias que aún no me has dado, se guardan debajo del velo de tu inocencia. Que las sabanas que guardan tu aroma, esperan envolver nuestros cuerpos desnudos. Ella todo lo sabe.
Hoy me aferró en sus brazos. Me asfixió. Me relegó al vacío siniestro de la ausencia del todo. Me cegó con el fuego de su vientre, escupiendo el veneno más aterrador que jamás he conocido. Gemí en silencio para que no me escuchara; para que no se regocije. Para que no baile en el infierno. Para que no se retuerza con gloria en su lecho. Para que no ría.
Te preguntarás por el ayer y por el mañana. Por donde sobrevivo y si vivo. Las respuestas concluyen en tu fantasma, en mi abstinencia de ti. En mi memoria, en tu desvelo y en las noches que aún nos quedan por sudar.
Te preguntarás si el odio que reflejo en estos versos, darán calma a mi conciencia. Si el agobio que contengo tiene un descanso, un escape, un atajo.
Te preguntarás si volveré, si podré dejarla atrás. Si la esperanza aún susurra bajo los poros de mi piel desvencijada.
Te preguntarás porque me fuí. Porque te abandoné por esta malnacida. Porque tuve que acudir a su llamado dejando atrás todo lo que construimos juntos.
Amada mía, en esta tormenta de brasas ardientes, en este remolino de horror; debo dejarte. Acude en mi búsqueda, el honor y la historia. Debo tomar mi fusil y regresar al frente. Bajo el cielo de Normandía las cenizas aún no dejan de arder.


Tu amado Miguel

24 de diciembre de 2008

Cuento de Navidad / Ray Bradbury

Que mejor que un pequeño texto de este gran escritor para desearles una muy feliz navidad a todos los que a diario siguen mi blog. Espero que la pasen en familia en un aura de paz y rodeados del amor de sus seres queridos.
Un abrazo
Estanis


Cuento de Navidad
Ray Bradbury

El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando en la aduana los obligaron a dejar el regalo porque pasaba unos pocos kilos del peso máximo permitido y el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando éstos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios.

-¿Qué haremos?
-Nada, ¿qué podemos hacer?
-¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!

La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre ellos, pálido y silencioso.

-Ya se me ocurrirá algo -dijo el padre.
-¿Qué...? -preguntó el niño.

El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer "día". Cerca de medianoche, hora terráquea según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:

-Quiero mirar por el ojo de buey.
-Todavía no -dijo el padre-. Más tarde.
-Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.
-Espera un poco -dijo el padre.

El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso.

-Hijo mío -dijo-, dentro de medía hora será Navidad.

La madre lo miró consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios.

-Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometieron.
-Sí, sí. todo eso y mucho más -dijo el padre.
-Pero... -empezó a decir la madre.
-Sí -dijo el padre-. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto.

Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.

-Ya es casi la hora.
-¿Puedo tener un reloj? -preguntó el niño.

Le dieron el reloj, y el niño lo sostuvo entre los dedos: un resto del tiempo arrastrado por el fuego, el silencio y el momento insensible.

-¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?
-Ven, vamos a verlo -dijo el padre, y tomó al niño de la mano.

Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.

-No entiendo.
-Ya lo entenderás -dijo el padre-. Hemos llegado.

Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de voces.

-Entra, hijo.
-Está oscuro.
-No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá.

Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho, por la cual podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias personas se pusieron a cantar.

-Feliz Navidad, hijo -dijo el padre.

Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas.

18 de diciembre de 2008

El hombrecito del azulejo / Manuel Mujica Láinez


El hombrecito del azulejo
Manuel Mujica Láinez

Los dos médicos cruzan el zaguán hablando en voz baja. Su juventud puede más que sus barbas y que sus levitas severas, y brilla en sus ojos claros. Uno de ellos, el doctor Ignacio Pirovano, es alto, de facciones resueltamente esculpidas. Apoya una de las manos grandes, robustas, en el hombro del otro, y comenta:

-Esta noche será la crisis.
-Sí -responde el doctor Eduardo Wilde-; hemos hecho cuanto pudimos.
-Veremos mañana. Tiene que pasar esta noche... Hay que esperar...

Y salen en silencio. A sus amigos del club, a sus compañeros de la Facultad, del Lazareto y del Hospital del Alto de San Telmo, les hubiera costado reconocerles, tan serios van, tan ensimismados, porque son dos hombres famosos por su buen humor, que en el primero se expresa con farsas estudiantiles y en el segundo con chisporroteos de ironía mordaz.
Cierran la puerta de calle sin ruido y sus pasos se apagan en la noche. Detrás, en el gran patio que la luna enjalbega, la Muerte aguarda, sentada en el brocal del pozo. Ha oído el comentario y en su calavera flota una mueca que hace las veces de sonrisa. También lo oyó el hombrecito del azulejo.
El hombrecito del azulejo es un ser singular. Nació en Francia, en Desvres, departamento del Paso de Calais, y vino a Buenos Aires por equivocación. Sus manufactureros, los Fourmaintraux, no lo destinaban aquí, pero lo incluyeron por error dentro de uno de los cajones rotulados para la capital argentina, e hizo el viaje, embalado prolijamente el único distinto de los azulejos del lote. Los demás, los que ahora lo acompañan en el zócalo, son azules corno él, con dibujos geométricos estampados cuya tonalidad se deslíe hacia el blanco del centro lechoso, pero ninguno se honra con su diseño: el de un hombrecito azul, barbudo, con calzas antiguas, gorro de duende y un bastón en la mano derecha. Cuando el obrero que ornamentaba el zaguán porteño topó con él, lo dejó aparte, porque su presencia intrusa interrumpía el friso; mas luego le hizo falta un azulejo para completar y lo colocó en un extremo, junto a la historiada cancela que separa zaguán y patio, pensando que nadie lo descubriría. Y el tiempo transcurrió sin que ninguno notara que entre los baldosines había uno, disimulado por la penumbra de la galería, tan diverso. Entraban los lecheros, los pescadores, los vendedores de escobas y plumeros hechos por los indios pampas; depositaban en el suelo sus hondos canastos, y no se percataban del menudo extranjero del zócalo. Otras veces eran las señoronas de visita las que atravesaban el zaguán y tampoco lo veían, ni lo veían las chinas crinudas que pelaban la pava a la puerta aprovechando la hora en que el ama rezaba el rosario en la Iglesia de San Miguel. Hasta que un día la casa se vendió y entre sus nuevos habitantes hubo un niño, quien lo halló de inmediato.
Ese niño, ese Daniel a quien la Muerte atisba ahora desde el brocal, fue en seguida su amigo. Le apasionó el misterio del hombrecito del azulejo, de ese diminuto ser que tiene por dominio un cuadrado con diez centímetros por lado, y que sin duda vive ahí por razones muy extraordinarias y muy secretas. Le dio un nombre. Lo llamó Martinito, en recuerdo del gaucho don Martín que le regaló un petiso cuando estuvieron en la estancia de su tío materno, en Arrecifes, y que se le parece vagamente, pues lleva como él unos largos bigotes caídos y una barba en punta y hasta posee un bastón hecho con una rama de manzano.

-¡Martinito! ¡Martinito!

El niño lo llama al despertarse, y arrastra a la gata gruñona para que lo salude. Martinito es el compañero de su soledad. Daniel se acurruca en el suelo junto a él y le habla durante horas, mientras la sombra teje en el suelo la minuciosa telaraña de la cancela, recortando sus orlas y paneles y sus finos elementos vegetales, con la medialuna del montante donde hay una pequeña lira.
Martinito, agradecido a quien comparte su aislamiento, le escucha desde su silencio azul, mientras las pardas van y vienen, descalzas, por el zaguán y por el patio que en verano huele a jazmines del país y en invierno, sutilmente, al sahumerio encendido en el brasero de la sala.
Pero ahora el niño está enfermo, muy enfermo. Ya lo declararon al salir los doctores de barba rubia. Y la Muerte espera en el brocal.
El hombrecito se asoma desde su escondite y la espía. En el patio lunado, donde las macetas tienen la lividez de los espectros, y los hierros del aljibe se levantan como una extraña fuente inmóvil, la Muerte evoca las litografías del mexicano José Guadalupe Posada, ese que tantas "calaveras, ejemplos y corridos" ilustró durante la dictadura de Porfirio Díaz, pues como en ciertos dibujos macabros del mestizo está vestida como si fuera una gran señora, que por otra parte lo es.
Martinito estudia su traje negro de revuelta cola, con muchos botones y cintas, y la gorra emplumada que un moño de crespón sostiene bajo el maxilar y estudia su cráneo terrible, más pavoroso que el de los mortales porque es la calavera de la propia Muerte y fosforece con verde resplandor. Y ve que la Muerte bosteza.
Ni un rumor se oye en la casa. El ama recomendó a todos que caminaran rozando apenas el suelo, como si fueran ángeles, para no despertar a Daniel, y las pardas se han reunido a rezar quedamente en el otro patio, en tanto que la señora y sus hermanas lloran con los pañuelos apretados sobre los labios, en el cuarto del enfermo, donde algún bicho zumba como si pidiera silencio, alrededor de la única lámpara encendida.
Martinito piensa que el niño, su amigo, va a morir, y le late el frágil corazón de cerámica. Ya nadie acudirá cantando a su escondite del zaguán; nadie le traerá los juguetes nuevos, para mostrárselos y que conversen con él. Quedará solo una vez más, mucho más solo ahora que sabe lo que es la ternura.
La Muerte, entretanto, balancea las piernas magras en el brocal poliédrico de mármol que ornan anclas y delfines. El hombrecito da un paso y abandona su cuadrado refugio. Va hacia el patio, pequeño peregrino azul que atraviesa los hierros de la cancela asombrada, apoyándose en el bastón. Los gatos a quienes trastorna la proximidad de la Muerte, cesan de maullar: es insólita la presencia del personaje que podría dormir en la palma de la mano de un chico; tan insólita como la de la enlutada mujer sin ojos. Allá abajo, en el pozo profundo, la gran tortuga que lo habita adivina que algo extraño sucede en la superficie, y saca la cabeza del caparazón.
La Muerte se hastía entre las enredaderas tenebrosas, mientras aguarda la hora fija en que se descalzará los mitones fúnebres para cumplir su función. Desprende el relojito que cuelga sobre su pecho fláccido y al que una guadaña sirve de minutero, mira la hora y vuelve a bostezar. Entonces advierte a sus pies al enano del azulejo, que se ha quitado el bonete y hace una reverencia de Francia.

-Madame la Mort...

A la Muerte le gusta, súbitamente, que le hablen en francés. Eso la aleja del modesto patio de una casa criolla perfumada con alhucema y benjuí; la aleja de una ciudad donde, a poco que se ande por la calle, es imposible no cruzarse con cuarteadores y con vendedores de empanadas. Porque esta Muerte, la Muerte de Daniel, no es la gran Muerte, como se pensará, la Muerte que las gobierna a todas, sino una de tantas Muertes, una Muerte de barrio, exactamente la Muerte del barrio de San Miguel en Buenos Aires, y al oírse dirigir la palabra en francés, cuando no lo esperaba, y por un caballero tan atildado, ha sentido crecer su jerarquía en el lúgubre escalafón. Es hermoso que la llamen a una así: "Madame la Mort." Eso la aproxima en el parentesco a otras Muertes mucho más ilustres, que sólo conoce de fama, y que aparecen junto al baldaquino de los reyes agonizantes, reinas ellas mismas de corona y cetro, en el momento en que los embajadores y los príncipes calculan las amarguras y las alegrías de las sucesiones históricas.

-Madame la Mort...

La Muerte se inclina, estira sus falanges y alza a Martinito. Lo deposita, sacudiéndose como un pájaro, en el brocal.

-Al fin -reflexiona la huesuda señora- pasa algo distinto.

Está acostumbrada a que la reciban con espanto. A cada visita suya, los que pueden verla -los gatos, los perros, los ratones- huyen vertiginosamente o enloquecen la cuadra con sus ladridos, sus chillidos y su agorero maullar. Los otros, los moradores del mundo secreto -los personajes pintados en los cuadros, las estatuas de los jardines, las cabezas talladas en los muebles, los espantapájaros, las miniaturas de las porcelanas- fingen no enterarse de su cercanía, pero enmudecen como si imaginaran que así va a desentenderse de ellos y de su permanente conspiración temerosa. Y todo, ¿por qué?, ¿porque alguien va a morir?, ¿y eso? Todos moriremos; también morirá la Muerte.
Pero esta vez no. Esta vez las cosas acontecen en forma desconcertante. El hombrecito está sonriendo en el borde del brocal, y la Muerte no ha observado hasta ahora que nadie le sonriera. Y hay más. El hombrecito sonriente se ha puesto a hablar, a hablar simplemente, naturalmente, sin énfasis, sin citas latinas, sin enrostrarle esto o aquello y, sobre todo, sin lágrimas. Y ¿qué le dice?
La Muerte consulta el reloj. Faltan cuarenta y cinco minutos.
Martinito le dice que comprende que su misión debe ser muy aburrida y que si se lo permite la divertirá, y antes que ella le responda, descontando su respuesta afirmativa, el hombrecito se ha lanzado a referir un complicado cuento que transcurre a mil leguas de allí, allende el mar, en Desvres de Francia. Le explica que ha nacido en Desvres, en casa de los Fourmaintraux, los manufactureros de cerámica. "rue de Poitiers", y que pudo haber sido de color cobalto, o negro, o carmín oscuro, o amarillo cromo, o verde, u ocre rojo, pero que prefiere este azul de ultramar. ¿No es cierto? N'est-ce pas? Y le confía cómo vino por error a Buenos Aires y, adelantándose a las réplicas, dando unos saltitos graciosos, le describe las gentes que transitan por el zaguán: la parda enamorada del carnicero; el mendigo que guarda una moneda de oro en la media; el boticario que ha inventado un remedio para la calvicie y que, de tanto repetir demostraciones y ensayarlo en sí mismo, perdió el escaso pelo que le quedaba; el mayoral del tranvía de los hermanos Lacroze, que escolta a la señora hasta la puerta, galantemente, "comme un gentilhomme", y luego desaparece corneteando...
La Muerte ríe con sus huesos bailoteantes y mira el reloj. Faltan treinta y tres minutos.
Martinito se alisa la barba en punta y, como Buenos Aires ya no le brinda tema y no quiere nombrar a Daniel y a la amistad que los une, por razones diplomáticas, vuelve a hablar de Desvres, del bosque trémulo de hadas, de gnomos y de vampiros, que lo circunda, y de la montaña vecina, donde hay bastiones ruinosos y merodean las hechiceras la noche del sábado. Y habla y habla. Sospecha que a esta Muerte parroquial le agradará la alusión a otras Muertes más aparatosas, sus parientas ricas, y le relata lo que sabe de las grandes Muertes que entraron en Desvres a caballo, hace siglos, armadas de pies a cabeza, al son de los curvos cuernos marciales, "bastante diferentes, n'est-ce pas, de la corneta del mayoral del tránguay", sitiando castillos e incendiando iglesias, con los normandos, con los ingleses, con los borgoñones.
Todo el patio se ha colmado de sangre y de cadáveres revestidos de cotas de malla. Hay desgarradas banderas con leopardos y flores de lis, que cuelgan de la cancela criolla; hay escudos partidos junto al brocal y yelmos rotos junto a las rejas, en el aldeano sopor de Buenos Aires, porque Martinito narra tan bien que no olvida pormenores. Además no está quieto ni un segundo, y al pintar el episodio más truculento introduce una nota imprevista, bufona, que hace reír a la Muerte del barrio de San Miguel, como cuando inventa la anécdota de ese general gordísimo, tan temido por sus soldados, que osó retar a duelo a Madame la Mort de Normandie, y la Muerte aceptó el duelo, y mientras éste se desarrollaba ella produjo un calor tan intenso que obligó a su adversario a despojarse de sus ropas una a una, hasta que los soldados vieron que su jefe era en verdad un individuo flacucho, que se rellenaba de lanas y plumas, como un almohadón enorme, para fingir su corpulencia.
La Muerte ríe como una histérica, aferrada al forjado coronamiento del aljibe.

-Y además... -prosigue el hombrecito del azulejo.

Pero la Muerte lanza un grito tan siniestro que muchos se persignan en la ciudad, figurándose que un ave feroz revolotea entre los campanarios. Ha mirado su reloj de nuevo y ha comprobado que el plazo que el destino estableció para Daniel pasó hace cuatro minutos. De un brinco se para en la mitad del patio, y se desespera. ¡Nunca, nunca había sucedido esto, desde que presta servicios en el barrio de San Miguel! ¿Qué sucederá ahora y cómo rendirá cuentas de su imperdonable distracción? Se revuelve, iracunda, trastornando el emplumado sombrero y el moño, y corre hacia Martinito. Martinito es ágil y ha conseguido, a pesar del riesgo y merced a la ayuda de los delfines de mármol adheridos al brocal, descender al patio, y escapa como un escarabajo veloz hacia su azulejo del zaguán. La Muerte lo persigue y lo alcanza en momentos en que pretende disimularse en la monotonía del zócalo. Y lo descubre, muy orondo, apoyado en el bastón, espejeantes las calzas de caballero antiguo.

-Él se ha salvado -castañetean los dientes amarillos de la Muerte-, pero tú morirás por él.

Se arranca el mitón derecho y desliza la falange sobre el pequeño cuadrado, en el que se diseña una fisura que se va agrandando; la cerámica se quiebra en dos trozos que caen al suelo. La Muerte los recoge, se acerca al aljibe y los arroja en su interior, donde provocan una tos breve al agua quieta y despabilan a la vieja tortuga ermitaña. Luego se va, rabiosa, arrastrando los encajes lúgubres. Aun tiene mucho que hacer y esta noche nadie volverá a burlarse de ella.
Los dos médicos jóvenes regresan por la mañana. En cuanto entran en la habitación de Daniel se percatan del cambio ocurrido. La enfermedad hizo crisis como presumían. El niño abre los ojos, y su madre y sus tías lloran, pero esta vez es de júbilo. El doctor Pirovano y el doctor Wilde se sientan a la cabecera del enfermo. Al rato, las señoras se han contagiado del optimismo que emana de su buen humor. Ambos son ingeniosos, ambos están desprovistos de solemnidad, a pesar de que el primero dicta la cátedra de histología y anatomía patológica y de que el segundo es profesor de medicina legal y toxicología, también en la Facultad de Buenos Aires. Ahora lo único que quieren es que Daniel sonría. Pirovano se acuerda del tiempo no muy lejano en que urdía chascos pintorescos, cuando era secretario del disparatado Club del Esqueleto, en la Farmacia del Cóndor de Oro, y cambiaba los letreros de las puertas, robaba los faroles de las fondas y las linternas de los serenos, echaba municiones en las orejas de los caballos de los lecheros y enseñaba insolencias a los loros. Daniel sonríe por fin y Eduardo Wilde le acaricia la frente, nostálgico, porque ha compartido esa vida de estudiantes felices, que le parece remota, soñada, irreal.
Una semana más tarde, el chico sale al patio. Alza en brazos a la gata gris y se apresura, titubeando todavía, a visitar a su amigo Martinito. Su estupor y su desconsuelo corren por la casa, al advertir la ausencia del hombrecito y que hay un hueco en el lugar del azulejo extraño. Madre y tías, criadas y cocinera, se consultan inútilmente. Nadie sabe nada. Revolucionan las habitaciones, en pos de un indicio, sin hallarlo. Daniel llora sin cesar. Se aproxima al brocal del aljibe, llorando, llorando, y logra encaramarse y asomarse a su interior. Allá dentro todo es una fresca sombra y ni siquiera se distingue a la tortuga, de modo que menos aun se ven los fragmentos del azulejo que en el fondo descansan. Lo único que el pozo le ofrece es su propia imagen, reflejada en un espejo oscuro, la imagen de un niño que llora.
El tiempo camina, remolón, y Daniel no olvida al hombrecito. Un día vienen a la casa dos hombres con baldes, cepillos y escobas. Son los encargados de limpiar el pozo, y como en cada oportunidad en que cumplen su tarea, ese es día de fiesta para las pardas, a quienes deslumbra el ajetreo de los mulatos cantores que, semidesnudos, bajan a la cavidad profunda y se están ahí largo espacio, baldeando y fregando. Los muchachos de la cuadra acuden. Saben que verán a la tortuga, quien sólo entonces aparece por el patio, pesadota, perdida como un anacoreta a quien de pronto trasladaran a un palacio de losas en ajedrez. Y Daniel es el más entusiasmado, pero algo enturbia su alegría, pues hoy no le será dado, como el año anterior, presentar la tortuga a Martinito. En eso cavila hasta que, repentinamente, uno de los hombres grita, desde la hondura, con voz de caverna:

-¡Ahí va algo, abarájenlo!

Y el chico recibe en las manos tendidas el azulejo intacto, con su hombrecito en el medio; intacto, porque si un enano francés estampado en una cerámica puede burlar a la Muerte, es justo que también puedan burlarla las lágrimas de un niño.

13 de diciembre de 2008

Manuel Puig / Biografía

Nace el 28 de diciembre en General Villegas, Provincia de Buenos Aires. Sus padres, María Elena Delledonne y Baldomero Puig, lo bautizan con el nombre de Juan Manuel, pero familiarmente lo llamaban "Coco".

1936
Acompañado por su madre, Male, va al cine diariamente, lo que será decisivo en su formación de escritor.
"Incluso antes de empezar la escuela a los cuatro años, en 1936, Coco era un aficionado al cine que veía todo lo que había por ver en el ‘único teatro del pueblo con un programa distinto cada día: en su mayor parte cine americano’. Male y Coco no estaban solos: casi cada día de la semana a las seis de la tarde, caminaban tres cuadras hasta el Teatro Español y siempre se sentaban en las mismas butacas: fila 15, al medio, donde estaban rodeados por amigos y vecinos... La pantalla de cine era la ventana del joven Coco, tanto al mundo como al placer, inspirando su ambición más temprana: hacer música o películas. (Suzanne Jill-Levine, "Manuel Puig y la mujer araña. Su vida y ficciones", Buenos Aires, Seix Barral, 2002).
"En un momento yo decidí –inconscientemente, por supuesto- que lo que veía en el cine era la realidad. Que el mundo era así, porque yo lo comprendía y me sentía cómodo en esa atmósfera, había una justicia (…) mientras que en el pueblo yo no lo notaba para nada. (…) Nosotros veíamos –creo que eso tenía mucha importancia en la operación de fuga de la realidad- el cine en versión original con subtítulos en español. Era más misterioso y atractivo (…) La realidad era el cine. Los idiomas de la realidad eran el inglés y después el italiano y el francés. Esos eran los tres idiomas que había que aprender para ingresar allá. El español era el idioma de los conflictos, de las cosas no resueltas y yo traté de que en mi vida tuviera el menor espacio posible", dirá en una charla conservada en audio en la AUdiovideoteca de Escritores.
1939
Empieza a cursar sus estudios primarios en la Escuela Nº 1 de General Villegas. Más tarde pasará la Nº 17. Por esa misma época, estudia también violín y piano.
Lee la novela "Sinfonía pastoral", de André Gide, novela que, según declaró, lo convenció de escribir.
1943
Muere un hermano recién nacido.
1944
En Berisso, nace su hermano Carlos.
1946
Sus padres lo envían a Buenos Aires para que realice sus estudios secundarios, como pupilo, en el Colegio Ward, de Ramos Mejía.
1949
La familia se instala en Buenos Aires.
Además de algunas películas de la época (como "Cuéntame tu vida" de Alfred Hitchcock), descubre los libros de Hermann Hesse, Aldous Huxley y Jean-Paul Sartre. Lee, también, "La interpretación de los sueños", de Sigmund Freud.
En la Alliance Française, el British Institute y la Sociedad Dante Alighieri, estudia "los idiomas del cine".
1950
Se inscribe en la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Buenos Aires, pero abandona la carrera antes de terminar el primer año. Durante el año siguiente, ingresa a la Facultad de Filosofía y Letras, de la Universidad de Buenos Aires, donde conoce a uno de sus grandes amigos, Alfredo Gialdini.

1952
Abandona definitivamente la universidad y sigue varios cursos de literatura en institutos privados. En uno de ellos, organizado en el Consejo Británico, toma un curso sobre la novela policial dictado por Jorge Luis Borges y lee los libros de Wilkie Collins.
Cumple con el servicio militar obligatorio en la Fuerza Aérea.
1955
Al concluir sus estudios de italiano, la Sociedad Dante Alighieri le otorga una beca para viajar a Italia y estudiar dirección y técnica cinematográfica en el Centro Sperimentale di Cinematografia. Allí conoce a Roberto Rossellini, Vittorio De Sica, Pier Paolo Pasolini, Alberto Moravia y al fotógrafo cubano Néstor Almendros.
"La escuela era un infierno. Yo llegaba con una idolatría por algunos directores y allí era el momento del neorrealismo y se consideraba que todo el cine anterior era descartable (…) porque había sido un cine de fuga y había que tirarlo a la basura y se cometían unos errores muy feos (…) Eso yo no lo pude digerir", señalará el propio Puig.
1956
Escribe los borradores de sus dos primeros guiones: "Baile cancelado" y "Rosas marchitas para Apolo".
No consigue trabajo en Roma. Viaja a París, donde se gana la vida enseñando español e italiano y trabajando como lavacopas.
En agosto del año siguiente, regresa a Roma.
1958
Se instala en Londres. Trabaja como profesor de idiomas. Poco después, viaja a Estocolmo.
1960
Regresa a Buenos Aires y colabora como asistente de dirección en dos películas: "America di notte" (coproducción ítalo-argentina) y "Una americana en Buenos Aires". Escribe "La tajada", su primer guión en castellano.
1961
Viaja nuevamente a Roma y vuelve a frecuentar los estudios de Cinecittà. Se replantea su futuro como director o guionista.
1963
Trabajará, hasta 1967, para la compañía aérea Air France. Durante este período, se instala en Nueva York para asistir a los musicales de Broadway.
Escribe los tres primeros capítulos de su novela "La traición de Rita Hayworth".
1965
A instancias del escritor Juan Goytisolo, "La traición de Rita Hayworth" participa del Premio Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral y resulta finalista. Sin embargo, una serie de contratiempos editoriales evita su publicación en España.
Deja de usar su primer nombre, "Juan".
1967
Regresa a Buenos Aires. Las revistas "Mundo Nuevo" y "Primera Plana" publican anticipos de su novela en formato de folletín.
1968
La editorial Jorge Álvarez, de Buenos Aires, publica la novela "La traición de Rita Hayworth".
"¿Como reconocer, en ‘La traición de Rita Hayworth’, los indicios de una historia? ¿Dónde buscar las señales que permitan reconstruirla, o las pistas que delaten su trazado? Como siempre en Manuel Puig, este camino no lleva muy lejos, pero en La traición... su esterilidad es particularmente evidente. Podemos ceñir ciertos episodios, rastrear peripecias, aislar, incluso, determinadas secuencias narrativas, pero estos retoños dispersos nunca llegarán a constituir una línea de acción. La traición..., en verdad, es todo lo contrario de una novela de desarrollo. Esos esporádicos nudos narrativos, la novela no los despliega; más bien, los vacía de su peso diegético, detiene su expansión, congela sus posibles continuidades. (...) Estilo, propiedad, sujeto: la práctica literaria de Puig no tiene otro blanco que esta Sagrada Trinidad. En La traición... no es la presencia de un sujeto, el narrador, la que funda la posibilidad de la palabra; tampoco el sujeto es esa causa eficiente que se reencontraría, descorridos todos los velos, detrás de la opacidad de un conjunto de voces. No se trata de disimular al titiritero, se trata de destronarlo... Hay todo un deseo de anonimato que recorre la literatura puigiana, y que la emparenta con lo que la tradición cinematográfica conoce como la Serie B", escribió Alan Pauls, en "Manuel Puig. La traición de Hayworth", Buenos Aires, Hachette, 1986.
1969
La editorial Sudamericana publica en Buenos Aires la novela "Boquitas pintadas", que lleva el subtítulo de "folletín". El libro vende en Argentina más de cien mil ejemplares.
"El crimen que se narra en ‘Boquitas pintadas’ condensa bien el mundo narrativo de Puig. En esa muerte y en el desplazamiento de las culpas se tejen, más nítidamente que en toda la novela, las relaciones jerárquicas que sustentan la intriga y los elementos melodramáticos que acompañan un mundo de rígidas diferencias sociales. La malvada de buena familia, la sirvienta engañada, el cabecita negra, la niña, bien, la madre soltera, el policía ambicioso: las figuras del folletín están en primer plano, aunque el crimen no ocupe el centro de la novela. Se ve por otro lado allí un aspecto de Boquitas que a menudo ha estado disimulado por la lectura ‘paródica’ del texto: las relaciones de violencia y engaño que definen la trama social y que Puig ha ido poniendo cada vez más en la superficie de su mundo narrativo", escribió Ricardo Piglia, en "La Argentina en pedazos", Buenos Aires, Ediciones de la Urraca, 1993.
La editorial Gallimard publica la versión francesa de "La traición de Rita Hayworth". El periódico la califica como la Mejor Novela del Período 1968-1969.
1970
Leopoldo Torre Nilsson se interesa en llevar al cine la novela "Boquitas pintadas".
"El éxito de Boquitas… le abría puertas al mundo donde más deseaba entrar (…) Actores latinoamericanos de primer nivel querían interpretar sus personajes y jóvenes cineastas argentinos lo bombardeaban con ofertas y proyectos. La adaptación de su obra para la industria del cine, empezó a ser una realidad para Manuel a principios de los 70 (…) hasta que en 1973 se le acercaron Beatriz Guido y su esposo, el distinguido director Leopoldo Torre Nelson, figura enérgica y carismática de la vida cultural argentina de los años 60 y 70", escribe Suzanne Jill-Levine, biógrafa de Puig.
1971
"La traición de Rita Hayworth" es traducida al inglés.
1972
Empieza a escribir la novela "The Buenos Aires Affaire".
1973
La editorial Sudamericana publica la novela "The Buenos Aires Affair". El libro es confiscado alegando que se trata de un atentado al pudor.
"Como en las otras novelas, Puig encuentra en la resaca otros discursos sociales. En ‘The Buenos Aires Affaire’, aparece un montaje (en términos cinematográficos) de esos desechos: titulares de diarios, conversaciones telefónicas desgrabadas o tomadas de su versión taquigráfica, reportaje imaginario (en el que Gladys se sitúa como estrella de la plástica frente a una periodista de revista frívola), informe de autopsia, extractos de manual de medicina forense y divulgación científica sobre comunicación satelital. Otros los trae la corriente de la misma literatura: biografía (que va desde el dato utópico, como es el mismo momento de la gestación, hasta la ‘biografía’ de revista empresarial con sus ‘viajes’, ‘estudios en el exterior’, etcétera); parodia de la novela objetivista francesa; fluir de la conciencia... En ninguna otra novela hay tal contraste, contraste que al mismo tiempo es anulado por el texto mismo, expulsor de toda jerarquía", escribió Roxana Páez, "Manuel Puig. Del pop a la extrañeza", Buenos Aires, Editorial Almagesto, 1995.
Trabaja en el guión de "Boquitas pintadas": "No me sentí cómodo en esta tarea de adaptador porque tenía que seguir el procedimiento contrario al que me había ayudado a liberarme. Tenía que resumir la novela, podarla, encontrar fórmulas que sintetizaran aquello que en su origen había sido analíticamente expuesto. La película tiene algunas cosas pero es muy irregular", señaló el escritor.
Abandona definitivamente la Argentina y se instala en México.
1974
El 23 de mayo se estrena, en Buenos Aires, el film "Boquitas pintadas", bajo la dirección de Leopoldo Torre Nilsson.
En México, empieza a escribir su novela "El beso de la mujer araña".
1976
La editorial Seix Barral publica en Barcelona (España) su novela "El beso de la mujer araña". La novela será prohibida en la Argentina por el gobierno militar.
1977
Vive circunstancialmente en Nueva York, donde dirige un taller de escritura en la Universidad de Columbia.
1979
Aparece, en Barcelona, su novela "Pubis angelical" (Seix Barral).
1981
Su novela "Maldición eterna a quien lea estas páginas" es publicada en Barcelona por la editorial Seix Barral.
Se radica en Río de Janeiro (Brasil). Allí también vivirá su madre.
1982
La editorial Seix Barral publica, en Barcelona, la novela "Sangre de amor correspondido".
El 12 de agosto se estrena, en Buenos Aires, el film "Pubis angelical", dirigida por Raúl de la Torre, con música de Charly García. La película no contó con la aprobación de Puig.
Es candidato al Premio Nobel de Literatura.

1983
Se publican, en un solo libro, las obras de teatro "Bajo un manto de estrellas" y su propia versión teatral de "El beso de la mujer araña".
Se estrena la adaptación para cine de "El beso de la mujer araña", dirigida por Héctor Babenco, con guión de Leonard Schrader. Actúan Raúl Julia, Sonia Braga y William Hurt, quien gana un Oscar por su actuación.
"–¿Qué piensa el autor de "El beso de la mujer araña" de esta versión cinematográfica y americana?
– Cuando la vi solo, en la cabina de montaje, antes de que saliera sobre la pantalla, estaba muy preocupado, me parecía muy distinta del libro... Y ya me había preocupado antes, por la elección de los protagonistas. No los veía en sus papeles, eran muy distintos físicamente. El actor Raúl Julia, demasiado viejo para Valentín, que es un chico de 26 años, y William Hurt, con un físico demasiado definido. A Molina me lo imaginaba al borde de los 40 años, con poco cabello, ni lindo ni feo... En la novela, Molina es un personaje gris, que no asume su cuerpo. Y en la cabina se me confirmaban todos mis temores. Pero cuando después la vi con el público fue una sorpresa enorme. Sentí que quien había realizado la película había alcanzado a comunicar mucho de lo que yo había querido decir con el libro. Por otros caminos, pero lo había hecho. Así es que puedo decir: ésta no es mi película, es la película de Babenco. Pero yo estoy satisfecho," dirá en la entrevista realizada por Giovanna Pajetta, revista Crisis, Nº 41, abril de 1986.
1985
Aparecen en libro, dos de sus guiones cinematográficos: "La cara de villano" y "Recuerdos de Tijuana".
1987
La University of Aberdeen le otorga el título de Doctor Honoris Causa.
1988
La editorial Seix Barral publica su novela "Cae la noche tropical".
1989
Se instala en Cuernavaca (México) con su madre.
1990
Muere el 22 de julio en Cuernavaca. Deja inconclusa su novena novela "Humedad relativa: 95%

Fuente: Videoteca Buenos Aires

Mas info: Manuel Puig en Wikipedia

9 de diciembre de 2008

Extraordinaria historia de dos tuertos / Roberto Arlt

Yo me saco el sombrero ante este excelente escritor. De a poco voy a ir subiendo un par de cuentos inéditos que encontré. Disfrutenlo!
Saludos, Estanis.


Extraordinaria historia de dos tuertos
Roberto Arlt

Dudo que tuerto alguno pueda contar otra maravillosa historia semejante a la que nos ocurrió a mí y a Hortensio Lafre, tuerto también como yo. Y ahora tomáos el trabajo de leerme.
Tenía yo pocos años de edad cuando perdí mi ojo derecho en un accidente de caza que le aconteció a mi padre, y la ruina sobrevenida a éste poco tiempo después, por ser más aficionado a los deportes cinegéticos que al cuidado de su molino y campos, nos arrastró a todos hasta ese refugio de fracasados que es el Barrio Latino de París. Después de numerosas peripecias que no son del caso, a la edad de dieciocho años conseguí un empleo de cobrador de una compañía de mutualidad, y en este trabajo me ganaba penosamente la vida, durante los comienzos del año 1914, cuando a fines del mes de enero trabé conocimiento con un venerable caballero que estaba asociado a la compañía. Este buen señor usaba barba en punta como un artista, y su melena de cabello entrecano y ondulado, así como su mirada bondadosa, le concedían la apariencia que podría tener el padre del género humano si acertaba a hacerse invisible. Se llamaba monsieur Lambet.
Monsieur Lambet vivía en una discreta casa con jardincillo en el arrabal de Mont Parnasse, y a la segunda vez que le fui a cobrar la cuota de su seguro, como no tuviera nada que hacer, me acompañó por las calles y se interesó evidentemente en las condiciones en que vivía yo y mi madre y mi hermana. Cuando le manifesté que nuestra condición económica era sumamente precaria, no se asombró, y sí recuerdo que me dijo con tono de voz sumamente patético:
—Mi querido joven: si vos usarais un ojo de vidrio os sería mucho más
fácil conseguir un puesto honorable.
—¿De dónde sacar el importe de un ojo de vidrio, monsieur Lambet? ¿De dónde?
Monsieur Lambet guardó un prudente silencio y continuó caminando en silencio a mi lado. Luego me dijo:
—Evidentemente, no se trata de menospreciar vuestra persona, pero un
joven tuerto no es, en manera alguna, atrayente.
—Vaya si lo sé—repuse yo, suspirando tristemente.
Monsieur Lambet prosiguió:
—Ha progresado tanto la industria de los ojos de vidrio, que hoy se hacen tan perfectos, que hay personas que afirman que los ojos de vidrio son más tiernos y expresivos que los ojos naturales. Yo no me atrevería a jurar eso, pero evidentemente un hombre tuerto con su ojo de vidrio es mucho más atrayente que sin él.
—Monsieur Lambet: creo que yo jamás reuniré el dinero que cuesta un ojo de vidrio.
Pero monsieur Lambet era un hombre de sentimientos nobles. Me tomó de un brazo, me apretó y me dijo:
—Querido joven: vos me recordáis, precisamente, el rostro de un hijo mío muerto hace muchos años. Permitidme seros útil. Monsieur Tricot, honrado comerciante amigo mío, trafica en anteojos, lentes, vidrios de aumento y ojos artificiales. Yo os recomendaré a él, y estoy seguro que accederá a colocaros un ojo de vidrio en condiciones que no os serán onerosas.
Deshaciéndome en muestras de gratitud le di repetidas gracias a monsieur Lambet, quien me estrechó contra su pecho y dijo que estaba encantado de poder serme útil en tal insignificancia, y debió serlo, porque cuando al día siguiente me presenté en la tienda de monsieur Tricot, monsieur Tricot, un caballero alto, grueso, de atravesada mirada y espesa barba negra, me recibió aparatosamente, me hizo entrar a su trastienda y dio principio al trabajo de probarme diferentes ojos de vidrio, hasta que finalmente descubrió un hermoso ejemplar que parecía hermano gemelo del mío, natural, a punto, que al observarme en un espejo no pude menos de lanzar un grito de admiración. Me había transformado en otro hombre gracias a la bondadosa generosidad de monsieur Lambet.
Cuando lo interrogué a monsieur Tricot respecto al precio del ojo de vidrio, me respondió:
—Vete a darle las gracias a tu benefactor, y no te preocupes. Lo que des aquí en la tierra, lo recibirás centuplicado en el cielo. Lo que debes hacer, truene o llueva, es quitarte este ojo todas las noches y ponerlo en remojo en un vaso de agua como si fuera una dentadura. Mediante ese procedimiento, sus colores se mantendrán siempre frescos y puros y no darás a la gente una mala impresión, porque los ojos de vidrio se empañan mucho con la humedad.
Nuevamente le di las gracias a monsieur Tricot, prometiéndole seguir escrupulosamente sus consejos, y poco menos que bailando por las calles llegué a Mont Parnasse, donde al ver a monsieur Lambet me precipité hacia él. Monsieur Lambet, como si yo fuera su mismo hijo resucitado, me tomó por los brazos, me miró y me dijo:
—Vive Dios que eres mi hijo, mi propio hijo resucitado, y no te dejo marchar. De aquí en adelante vivirás en mi casa. No hubo forma de persuadirle para que dejara de cumplir su deseo, y tuve que complacerle y marcharme de mi casa a vivir en la suya. No dejé de ser lo suficiente ingrato para desconfiar de las atenciones de mi protector; pero a los pocos días de vivir bajo su techo, comprendí que me había equivocado groseramente. Monsieur Lambet era el más simpático y bueno de los hombres. Lo único que exigía de mí era que durmiera en su casa y almorzara y cenara con él. Luego me dejaba salir a vagabundear, no sin dejar de decir siempre que se despedía de mí: Gracias, muchacho. Me has dado el placer de pasar una hora con mi hijo.
Mi excelente familia se alteró con este cambio, en razón de mi juventud e inexperiencia, pero terminaron convenciéndose de que monsieur Lambet era un viejo maniático cuyo trato nos beneficiaba. Y así era. Un mes después de este cambio, monsieur Lambet, alegremente,me informó que por favor de monsieur Tricot había obtenido para míuna plaza de vendedor de anteojos y ojos de vidrio en la zona alemana de Hamburgo. Recibiría sueldo y un tanto por ciento sobre los beneficios de las ventas. Yo me manifesté algo reacio a abandonar mi puesto de cobrador, pero tanto insistió monsieur Lambet en que mi posición económica cambiaría fundamentalmente, que resolví contra mi agrado hacer la prueba. No creía en el éxito de los ojos de vidrio. Para que mis gastos fueran menores, monsieur Lambet me recomendó al Hotel de "Las Tres Grullas", cuyo propietario, un sonriente y gordo hamburgués, me recibió como si fuera su hijo.
Evidentemente, el mundo estaba repleto de buena gente!
Mi primera salida por Hamburgo fue un éxito. Vendí lentes y ojos artificiales como para reparar a un ejército de tuertos.
Desde entonces Hamburgo fue mi base de operaciones..., pero una noche que dormía en "Las Tres Grullas" me ocurrió un suceso tan extraño, que aún hoy es motivo de maravilla entre los que tienen la paciencia de escuchar mi relato.
Había llegado tarde al hotel porque me entretuve en el puerto, conversando con algunos comerciantes que querían estudiar en París las posibilidades de colocar ciertos artículos de fantasía.
Serían las dos de la madrugada, y trataba inútilmente de conciliar el sueño, cuando la puerta de mi habitación se abrió tan cautelosamente, que, sobreponiéndome al instintivo temor que causa la presencia de un extraño en nuestra alcoba, resolví espiarlo. En caso que pasara algo, sabría defenderme.
Como es natural, esperaba que el desconocido se dirigiera al ropero, en cuyo interior estaba colgado mi traje; pero con mi único ojo entreabierto, a la grisácea claridad que se filtraba por un postigo entreabierto, reconocí al dueño de "Las Tres Grullas", que se dirigía a la mesa. ¿Sabéis lo que hizo allí?
Tomó la copa de agua donde se encontraba sumergido mi ojo de vidrio, y con ella se retiró tan cautelosamente como había venido.
Yo quedé atónito. ¿Qué quería hacer el hombre con mi ojo de vidrio? ¿Pretendería robármelo?
El suceso me resultaba tan extraordinario, que una hora después no había conseguido dormirme, y en el mismo momento que en el reloj daban las tres de la madrugada, la puerta de la habitación volvió a chirriar, y el infiel hospedero, de puntillas, tan cauteloso como había entrado, con el vaso de agua en la mano, se aproximó a la mesa y dejó allí la copa.
En el interior del vaso de agua se encontraba mi ojo de vidrio.
¿Qué misterio encerraba ese ritual?
Pero no tuve tiempo de meditar mayormente sobre el misterio de mi ojo de vidrio, porque a las cinco de la mañana salía el rápido de París, y a pesar de que mi noche había sido extraordinaria, aquel amanecer no lo iba a ser menos, por efecto de una de aquellas casualidades de apariencia sobrenatural y que en la realidad de la vida son tan frecuentes e inagotablemente asombrosas.
Me despedí del dueño de "Las Tres Grullas" como si no me hubiera ocurrido nada, pero "in mente" estaba resuelto a aclarar aquel suceso, cuando otro hecho vino a complicar mi desorden mental.
No había terminado de ocupar mi asiento en mi coche de segunda, cuando frente a mí se detuvo Hortensio Lafre, un camarada de mi infancia.
Desde que mi familia había abandonado el pueblo no nos habíamos visto. En
cuanto cambiamos una mirada, nos reconocimos, y después de abrazarnos efusivamente nos quedamos contemplándonos con ese gusto asombrado con que volvemos a encontrarnos con los testigos de nuestros primeros juegos; y de pronto, ambos nos lanzamos a quemarropa:
—Tú tienes un ojo de vidrio.
—Sí. Y tú también.
—Sí.
—¿Y qué haces por aquí?
—Vendo cristales, anteojos, ojos de vidrio.
Yo me quedé examinándolo, turulato.
—¡Cómo! ¿Tienes la misma profesión?
—¡Tú también vendes ojos de vidrio!
—Sí.
—¡Cristo! Esto sí que es raro.
Ahora le tocaba a Hortensio asombrarse. Súbitamente inspirado, le dije:
—¿Cómo te metiste en esto?
Hortensio comenzó a narrarme su historia:
Acosado por la necesidad se había dedicado a vender novelas por entregas, cuando un día, al llegar al barrio de Saint-Denis, se encontró con un honorable anciano que le cobró simpatía porque Hortensio se parecía prodigiosamente a su hijo muerto.
—¡Satanás! ¡Esa es mi historia! Continúa.
El viejo bondadoso, lamentándose de que Hortensio fuera tuerto, lo recomendó a lo de monsieur Tricot, quien no sólo le regaló un ojo de vidrio, sino que le proporcionó una ventajosa colocación para venderlos en el extranjero.
—Lo mismo me ha ocurrido a mí, Hortensio. Exactamente lo mismo.
—No.
—Así como lo oyes. Dime: tu protector ¿no es un anciano con facha de pintor, pelo entrecano, barba en punta?
—Sí.
—Pues es él, monsieur Lambet.
—Yo lo conozco bajo el nombre de Gervasio Turlot.
—Pues el viejo, se llame Turlot o Lambet, debe ser un peligrosísimo bribón: en nuestra aventura hay demasiado misterio.
—¿Qué te parece si vemos al comisario de Saint-Denis? Yo lo conozco porque le he vendido a su mujer varias novelas por entregas.
—Perfectamente.
En cuanto llegamos a París nos dirigimos a la comisaría de Saint Denis, y Hortensio se hizo anunciar al comisario. Una vez en su presencia, yo me senté en el escritorio y comencé a narrarle las etapas de mi aventura. El comisario nos escuchaba asombradísimo. Finalmente requirió la presencia de un perito en ojos de vidrio, y cuando el hombre llegó, le entregamos nuestros ojos artificiales. Este comenzó a manipular en los globos de vidrio hasta que éstos se abrieron en sus manos. En el interior de un ojo de vidrio (el mío), en un espacio hueco y circular, encontró un rollo de papel de seda, escrito con letra casi microscópica. Era un pedido a monsieur Lambet de la dirección de un oficial que había sido exonerado del ejército por deudas. En el ojo de vidrio correspondiente a mi amigo Hortensio había, en cambio, una orden a monsieur Turlot, para que asesinara al "agente 23", culpable de proporcionar datos falsos.
No quedaba duda. Monsieur Lambet, alias Turlot era el eslabón terminal de una activa cadena de espías y nosotros, dos inocentes tuertos, sus mensajeros insospechables. Como aún no había estallado la guerra, monsieur Lambet, mi benefactor, fue detenido y condenado a treinta años de presidio. En cuanto al dueño de "Las Tres Grullas", continúa en Hamburgo, y posiblemente sirva ahora a otra pandilla de espías. Pero yo ya no creo en la bondad de los protectores desconocidos.

4 de diciembre de 2008

George Orwell / Biografía

Eric Arthur Blair se dio a conocer al mundo de la literatura mediante el pseudónimo de George Orwell. Blair nació en la colonia británica de Montihari el 25 de junio de 1903. Pero poco tiempo estuvo viviendo en su ciudad natal, ya que con dos años se transado a vivir a Inglaterra con parte de su familia. Blair se pudo costear sus estudios debido a las dotes que ya de pequeño demostraba.

En 1933 se pasa a llamar George Orwell. La decisión de tomar este nombre se debe sobre todo a que Jorge es el patrón de Inglaterra y al rió Orwell que es un emblema. George Orwell se alistó en el Partido Laborista Independiente, lo que le llevó a luchar en la guerra civil española en defensa del bando republicano. Esta experiencia le llevó a conocer de primera mano la corrupción latente en la URSS y la degradación que habían ido tomando las ideas revolucionarias de 1917. Fue ahí donde engendró el espíritu crítico con el régimen soviético que plasmaría años después en sus obras. Estuvo a punto de morir en la región de Huesca a causa de un tiro en el cuello. Orwell una vez pasado su estancia en Marruecos (lugar donde se curó de la herida de bala) se dedicó a escribir reseñas de libros para el New English Weekly hasta 1940, debido a que se inició la IIGM. Durante ésta recibió una medalla de la defensa debido a que era miembro de la Home Guard. Más tarde empezó a trabajar para la BBC (en el Servicio Oriental) realizando campañas de propaganda. Pero en 1943 renunció a su trabajo para pasar a ser editor del Tribune (revista de izquierdistas). En octubre de 1949, se casa con Sonia Brownell.George Orwell muere el 21 de enero de 1950, por tuberculosis y fue enterrado de acuerdo al rito anglicano.

Experiencia en Birmania y primeras novelas
Tras culminar sus estudios en Eton, decidió unirse a la Policía Imperial India en Birmania (actual Myanmar), pues no tenía posibilidades de conseguir una beca universitaria y los medios de su familia no eran suficientes para costear su educación. Abandona el ejército y vuelve a Inglaterra en 1928 habiendo desarrollado un odio hacia el imperialismo que muestra en Los días de Birmania (Burmese Days), publicada en 1934, y en ensayos como Un ahorcamiento (A Hanging) o Disparando a un elefante (Shooting an Elephant). Posteriormente vive varios años en la indigencia, haciendo trabajos de todas clases, tal y como recuerda en Sin blanca en Paris y Londres (Down and Out in Paris and London), su primera obra importante. Consigue un trabajo como maestro de escuela pero pronto se ve forzado a abandonarlo por problemas de salud y comienza a trabajar como asistente en una tienda de libros de segunda mano en Hampstead, una experiencia que rememora parcialmente en la novela corta Mantened la Aspidistra izada (Keep the Aspidistra Flying).
Se trasladó a París en la primavera de 1928, donde vivía su tía Nellie, con la esperanza de forjar su carrera como hombre de letras. Tras algunos intentos fallidos, Eric se vio obligado a trabajar de lavaplatos en el lujoso Hotel X, sobre la calle Rivoli, en 1929, tal como hace mención en Sin blanca en París y Londres. Por otro lado, el registro no señala si el autor eligió el título para su libro en base a su experiencia en la pobreza. A fines de 1929, regresó a la casa de sus padres en Southwold, Suffolk, enfermo y sin dinero, y compuso Los días de Birmania.

Eric Blair se convirtió en George Orwell en 1933, mientras el autor escribía para el New Adelphi, vivía en Hayes, Middlesex, y trabajaba como profesor de escuela. Adoptó este pseudónimo para no incomodar a sus padres con Sin blanca en Paris y Londres. Llegó a considerar otros nombres literarios como Kenneth Miles o H. Lewis Allways, antes de decidirse por un nombre que deja traslucir el afecto que siempre había sentido por la tradición y la campiña inglesa: Jorge es el santo patrón de Inglaterra (y Jorge V era el soberano en ese entonces), mientras que el río Orwell, en Suffolk, es uno de los lugares más emblemáticos para muchos ingleses. Blair también pensó que un apellido que empezara con la letra "O" le daría una mejor posición a sus libros en los estantes de las librerías.

Como escritor, George Orwell se sirvió de su experiencia como profesor y de la vida en Southwold para la novela La hija del clérigo (1935), escrita en 1934 en casa de sus padres tras la enfermedad que le abatía y le obligaba a ganarse la vida impartiendo clases. De 1934 a 1936 fue asistente a media jornada en Booklover's Corner, una librería de segunda mano en Hampstead. Tras llevar una vida solitaria, quiso rodearse de la compañía de jóvenes escritores. Hampstead era un pueblo intelectual que ofrecía establecimientos destinados al desarrollo de actividades culturales de diversa índole. Estas experiencias se trasladaron a la novela Mantened la Aspidistra izada (1936).

Orwell contrajo matrimonio con Eileen O´Shaughnessy en 1936, y adoptaron un niño, Richard Horatio Blair. Su esposa, sin embargo, murió nueve años más tarde, en 1945, durante una operación.

En octubre de 1949, poco antes de su muerte, se casó en segundas nupcias con Sonia Brownell. Orwell murió en Londres a la edad de 46 años, de tuberculosis, enfermedad que había contraído durante el periodo que describe en Sin blanca en Paris y Londres. Pasó los últimos tres años de su vida entre hospitales. Poco antes de morir, pide que se le entierre de acuerdo al rito anglicano. Falleció el 21 de enero de 1950. Sus restos reposan en Sutton Courtenay, Oxfordshire.

Libros

Sin blanca en Paris y Londres (1933)
Los días de Birmania (Burmese Days, 1934)
A Clergyman's Daughter (1935)
Mantened la Aspidistra izada (Keep the Aspidistra Flying, 1936)
El camino a Wigan Pier (1937)
Homenaje a Cataluña (1938)
Subir a por aire (1939)
Rebelión en la granja (Animal Farm, 1945)
1984 (1949)


Pueden conseguir mas info en: Orwell en Wikipedia

29 de noviembre de 2008

¿Se puede enseñar a escribir ficción?

A partir de la década de 1960, los talleres literarios empezaron a proliferar en la Argentina. Como en las universidades no se dictaba escritura creativa, algunos escritores tuvieron la idea de dar clases en sus casas o en institutos. Buscaban transmitir su experiencia a quienes tenían la vocación de narrar y carecían de recursos técnicos para ello. Los referentes de esta actividad señalan los límites de su trabajo. Pueden adiestrar a los alumnos en el empleo de ciertos trucos, pero no insuflan talento donde no lo hay. En cambio, afinan la calidad de lectura de sus discípulos y los guían en la corrección de los textos, la tarea más difícil para un autor

La pedagogía mueve el mundo. La mecánica es simple: el dueño de un saber se lo transmite a otro que a su turno le entregará el tesoro, corregido y aumentado, a un tercero, en la certeza de que oportunamente éste hará lo propio con el siguiente interesado en sumarse a la cadena de la enseñanza y el aprendizaje. Esa suerte de carrera de posta se ha largado en la noche de los tiempos y no terminará ni un segundo antes del Apocalipsis. Es gracias a ese eterno maratón como progresan las ciencias y las artes. ¿Es posible enseñar? La pregunta sólo podría ser formulada por un devoto de las respuestas obvias.

¿Es posible enseñar a escribir? Basta agregar esas dos palabras al interrogante inicial para que la contestación deje de ser un sí monolítico e incondicional. En su lugar, aparece la delimitación de los territorios. Nadie niega la posibilidad de enseñar a escribir textos periodísticos, artículos académicos o ensayos. Pero la mayoría pone en tela de juicio que exista una pedagogía capaz de convertir a un individuo con buen manejo del idioma en un escritor de cuentos o novelas. Indiscutida en otras disciplinas, la dupla maestro-discípulo es zarandeada con vehemencia en el terreno de la narrativa.

La discusión viene de lejos y nunca fue saldada. A William Faulkner, por ejemplo, la sola mención del tema le encendía la ira: "Que el escritor se dedique a la cirugía o a la albañilería si está interesado en la técnica –le respondió a Jean Stein cuando lo entrevistó, en 1956–. No hay ninguna manera mecánica de escribir, no hay atajos. El escritor joven que siga la buena teoría es un tonto. Hay que aprender de los propios errores: las personas sólo aprenden por el error. El buen artista cree que no hay nadie suficientemente bueno para darle consejo. Su vanidad es suprema. Por más que admire al escritor más viejo, quiere superarlo".

Pero a diferencia del ganador del Premio Nobel de Literatura, en 1949, que no reconocía otro modo de aprendizaje que desplegar las alas de la suprema vanidad y largarse a volar, aun a riesgo de estrellarse una y otra vez contra la propia torpeza, Raymond Carver sometió su talento al rigor pedagógico del novelista John Gardner, su maestro en la Universidad de Chico, California. Y además, le quedó agradecido: "[Gardner] Me hacía una crítica concienzuda, línea por línea, y me explicaba los porqués de que algo tuviera que ser de tal forma y no de otra; y me prestó una ayuda inapreciable en mi desarrollo como escritor", contó el autor de Catedral en el prólogo al libro de su maestro, Para ser novelista.

En los Estados Unidos, la universidad de Iowa fue la primera en organizar cursos de "Creación literaria", a principios del siglo XX. La iniciativa hizo escuela: en la actualidad, "Escritura Creativa" está presente en los claustros universitarios estadounidenses. No es así en la Argentina donde, no obstante, los talleres literarios crecieron y se multiplicaron tanto que la oferta es hoy menor a la demanda. La lógica lleva a suponer que los escritores que dictan clases o talleres lo hacen en el convencimiento de que es posible enseñar a escribir. Sin embargo, la lógica y la narrativa a veces se repelen. Antes que un mundo razonable la literatura es una usina de paradojas. Para muestra, los dichos de dos grandes autores: el británico de origen paquistaní Hanif Kureishi y el argentino Abelardo Castillo.

"Los cursos, sobre todo cuando se llaman de escritura creativa, son los nuevos hospitales psiquiátricos", declaró Kureishi a The Guardian. Aunque virulenta, su afirmación no debería ser la piedra de ningún escándalo: al fin y al cabo, el autor de Mi oído en su corazón no hizo más que considerar locos a los que Faulkner ya había llamado tontos. Pero la diferencia entre ambas apreciaciones se vuelve abismo cuando se considera que Faulkner se abstenía de dar clases, mientras que Kureishi es profesor asociado en un curso de escritura creativa de Kingston University. Para colmo de la provocación, Kureishi agregó: "Una de las primeras cosas que uno advierte es que cuando pone la televisión y se entera de que un estudiante se ha vuelto loco y ha matado gente con una ametralladora en un campus de los Estados Unidos, siempre se trata de un alumno que asiste a esos cursos".

Puesto a opinar sobre sus propios alumnos, aceptó que cuando terminan el curso son "mejores" pero también "más desdichados", porque "tienen la fantasía de que todos los estudiantes llegarán a ser escritores famosos, y nadie puede convencerlos de lo contrario. Yo siempre les pongo la misma nota: 71 sobre 100 –confesó–. Y además, el profesor tiene que escribir un informe sobre cada uno. Yo siempre digo que se comportan bien y asisten a clase correctamente vestidos. ¿Cómo podría ponerles una nota en escritura creativa? ".

En la Argentina, los talleres literarios se convirtieron en un boom en la segunda mitad de la década del 70, cuando al público amante de la buena lectura e interesado en aprender a escribir de la mano de los grandes maestros se sumaron los jóvenes con inquietudes políticas que, a causa de la dictadura, ya no podían discutir sus textos en los bares. Algunos tomaron la práctica de los talleres como una forma de resistencia cultural; otros, como una actividad puramente literaria. Pero para ese entonces, la enseñanza de la narrativa en grupos reducidos ya tenía antecedentes exitosos. Isidoro Blaisten, en Anticonferencias, recuerda:

[...] este asunto de los talleres literarios no es tan nuevo como se cree. Habría que remontarse al año 1965. No sé por qué incierto destino yo di clases en un instituto de Técnica Literaria, en una casona de la valle Viamonte al dos mil seiscientos, Viamonte y Pueyrredón más o menos. [...] Lo dirigía el doctor Rodolfo Carcavallo, que es poeta y entomólogo, y fue el primer intento de taller literario quese hizo en el país. Venían señoras gordas y chicos con talento. Las señoras gordas eran insoportables y debían ser echadas. Los chicos con talento no tenían un peso y había que becarlos. [...] En ese instituto dieron clases Sabato, Borges, Marechal, Ulyses Petit de Murat, Conrado Nalé Roxlo, Bernardo Kordon, Agustín Cuzzani, Dalmiro Sáenz, Abelardo Arias, Abelardo Castillo, Marta Lynch, Humberto Constantini, Haroldo Conti, Carlos Mastronardi y yo.

Además, estaban los talleres que tenían como sede la casa de un escritor, alrededor del cual se agrupaban los alumnos. En 1968, por caso, a raíz de un aviso publicado en LA NACION, Inés Malinow recibió doscientos llamados de personas interesadas en su taller literario y más de la mitad optó por inscribirse. Ella daba clase en su departamento. Un taller de mucho prestigio era el de Félix della Paolera. Entre sus discípulos estaba Hugo Correa Luna. En 1973, surgió Grafein, que proponía una nueva manera de generar y comentar textos, basada en técnicas lúdicas. Se daban consignas y después se trabajaba sobre los resultados. En España, se publicó Grafein. Teoría y práctica de un taller de escritura (Altalena), que incluía reflexiones teóricas, ejercicios y ejemplos. Había, evidentemente, un público para la enseñanza y los cursos proliferaron.

Abelardo Castillo, a pedido de un grupo que quería estudiar con él, abrió su primer taller mientras dirigía la prestigiosa revista El escarabajo de oro. "Miren que los talleres no sirven para nada", así recibe desde entonces a los que quieren estudiar con él. De los talleres de Castillo han surgido autores cuyas obras desmienten la advertencia del maestro: Juan Forn, Inés Fernández Moreno, Paola Kaufmann, Susana Silvestre, y siguen las firmas. "Yo no formé a toda esa gente; ellos ya eran escritores –retruca Castillo–. En la selección entre los aspirantes, sólo me quedo con los que siento que potencialmente son escritores. Y los trato como pares, tanto que suelo someter mis propios textos a la discusión del taller".

–¿Por qué dice que el taller literario no sirve?
–Porque el taller literario es un invento nacional que aparece en los años 70 por una razón política e histórica y no por una razón literaria –responde el autor de El que tiene sed –. Con la dictadura, desaparecen las revistas literarias y son reemplazadas por los talleres. Han venido de España a preguntarme cómo doy mis talleres. Les dije que no hay ningún misterio, que esto es una reunión de escritores que leen sus textos y se critican entre ellos. El taller literario tomado estrictamente como un método de enseñanza es muy dudoso, porque no nació como un fenómeno cultural, educativo o pedagógico sino como un fenómeno histórico. Mi taller lo dan los alumnos, funciona como una gestalt. Yo lo único que hago es enseñarles, tal vez, a leer. Si de mis talleres de cuentos sale un escritor es porque ya era escritor cuando llegó.

Si los talleres no convierten a nadie en escritor, ¿por qué tienen cada vez más inscriptos?
–No lo sé. Pero hay un crecimiento real y notorio de la literatura argentina que está basado en los talleres. En lo personal, busco que sólo vengan los que son escritores en potencia.

–¿Cómo los identifica?
–Porque siento que para ellos la literatura es esencial, que no es adjetiva, que no es aleatoria. Si no escriben (y no por grafomanía sino por necesidad literaria), no resuelven su problema con el mundo. Necesitan contar algo y tienen algo para contar. Necesitan decir algo y el único instrumento que tienen para hacerlo es la palabra. A mi taller entran los que yo siento que son autores de ficción, sin importar si son buenos o malos, porque eso no lo garantiza nadie. Hay escritores de raza que no son necesariamente grandes escritores. Hay hombres que viven apasionados por la literatura y, sin embargo, no escriben grandes libros; son mejores lectores que escritores. Es imposible saber quién distribuye el talento en este mundo… Esto se ve muy bien en la película Amadeus: Salieri, el amigo de Mozart, daba la vida por la música, la amaba, le suplicaba a Dios que le permitiera ser músico… Pero el talento lo tenía Mozart, que era un irresponsable. En literatura, pasa lo mismo.

Puesto a descubrir talentos literarios, Abelardo Castillo es un experto. Para muestra, su radical intervención en el destino de Liliana Heker. Ella es hoy una de las grandes narradoras argentinas y en sus talleres se formaron autores de la talla de Silvia Schujer, Ricardo Mariño, Pablo Ramos, Samanta Schweblin y Raúl Brasca, entre otros. Pero en 1959, Heker era una muchacha precoz que mientras cursaba el último año de la escuela secundaria, había dado el examen de ingreso a la Facultad de Ciencias Exactas con el propósito de estudiar Física, carrera que abandonó tras aprobar el cuarto año. Interesada por la escritura desde muy chica, el día que cayó en sus manos un ejemplar de la revista literaria El Grillo de Papel en el que se alentaba a los jóvenes a presentar sus obras, envió un poema junto a una carta de presentación. Le respondió uno de los directores, Abelardo Castillo. La contestación le traía una de cal y otra de arena: el poema estaba rechazado; la carta, en cambio, acababa de convertirse en la llave que le abriría las puertas del mundo literario. "El poema no era nada bueno pero la carta era muy buena –recuerda Castillo–. Le dije que viniera a la revista porque para mí, era una escritora en prosa y no una poeta. Liliana tenía entonces 16 años pero a esa edad, un poeta ya escribe como poeta. Y ella no escribía como Alejandra Pizarnik a la misma edad. Y a esa edad, Alejandra no escribía en prosa como Liliana, que como prosista ya era muy buena."

Con la autoridad que le otorga la experiencia de dirigir talleres desde 1978, Heker sostiene que "no se puede enseñar a escribir pero un escritor aprende su oficio. A partir de cierta predisposición cada escritor hace su búsqueda –amplía la autora de Zona de clivaje–. En ella intervienen factores como la propia experiencia y el vínculo natural que se tiene con el lenguaje. Pero ante todo, un escritor es un enamorado de la lectura, y se va formando con lo que lee. El taller no inventa escritores pero puede contribuir a la formación del que esencialmente ya es escritor.

–¿De qué modo concreto ayuda al escritor un taller?
–Le aporta la mirada de alguien que desde su conocimiento de la creación literaria puede decir qué falla en un texto, por qué una buena idea a veces consigue un cuento malo y por qué de una idea mínima puede salir un buen cuento, por qué el comienzo de un relato es demasiado alargado o demasiado informativo, por qué determinado cuento mejora si se lo narra en tercera persona y no en primera. Las miradas de ciertos otros actúan como los catalizadores en química, es decir, como sustancias mínimas que aceleran procesos que tal vez ocurrirían igual pero llevarían más tiempo. En ese sentido, a veces, los talleres funcionan.

–¿Qué buscan quienes se inscriben en sus talleres?
–A mí no me importa lo que busca la gente. Cuando los entrevisto les digo lo que busco yo: la formación de escritores; es lo único que me interesa. No les pido que traigan textos a la entrevista porque no me preocupa si escriben bien o mal. Creo que todos empezamos haciendo mal todo lo que hacemos, y vamos aprendiendo.

–¿Qué requisitos hay que reunir para ser aceptado en sus talleres?
–Sólo dos condiciones. La primera, que sea un lector; quiero a los enamorados de las novelas, de los cuentos, de la poesía. La segunda, que esté convencido de que la literatura es un trabajo, que si es necesario corregir veinte veces un cuento para que sea lo que uno está buscando, vale la pena. La corrección es una parte fundamental del proceso creador: quien no lo entiende así no puede venir a un taller, porque nadie acude a un taller para deslumbrar a los otros con sus textos sino porque cree que algo está fallando en su escritura y de una manera implícita está aceptando que viene a corregir sus textos. Sé que puedo comunicar mi saber a los otros: lo hago naturalmente y me apasiona. Pero sólo les doy mi saber a quienes son capaces de pelear contra el texto hasta conseguir todo lo que ese texto puede dar.

La máquina de corregir

Uno de los grandes escritores argentinos contemporáneos, Luis Chitarroni, quien además cuenta con una larga carrera de editor, dirigió talleres desde 1986 hasta 2000. Buceando en sus declaraciones sobre la pedagogía y la literatura, aparece un concepto clave: "Creo que es posible enseñar a corregir, no a escribir", dijo el autor de El carapálida.

En la polémica acerca de la posibilidad o imposibilidad de enseñar a escribir, las opiniones se abren como un delta. Pero cuando se alude a la corrección de los textos, todas las aguas desembocan en el mismo río, el de la necesidad. "Lo difícil no es escribir sino corregir, porque no hay profundidad alguna sino infinitas superficies", declaró el portugués António Lobo Antunes, eterno candidato al premio Nobel, finalista para el Príncipe de Asturias y ganador del Premio de Literatura en Lenguas Romances de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara en el mes de septiembre último.

"Escribir es humano y corregir es divino", afirma Stephen King en Mientras escribo. El novelista que saltó a la fama con Carrie se sincera con el aspirante a escritor: "Si no tienes ganas de trabajar como una mula, será inútil que intentes escribir bien. Confórmate con tu medianía y da gracias de tenerla por cojín. Existe un muso (tradicionalmente las musas eran mujeres, pero el mío es varón), pero no esperes que baje revoloteando y esparza polvos mágicos creativos sobre tu máquina de escribir u ordenador. Vive en el subsuelo. Es un habitante del sótano. Tendrás que bajar a su nivel y, cuando hayas llegado, amueblarle el piso. Digamos que te toca a ti sudar la gota gorda, mientras el muso se queda sentado, fuma, admira las copas que ha ganado en la bolera y finge ignorarte. ¿Te parece justo? Pues a mí sí".

Ganador del Premio Nacional de Literatura 1999-2000 por El buen dolor, Guillermo Saccomano suma su voz al coro que predica la cultura del esfuerzo: "No creo en la iluminación del que se sentó y le salió –apunta–. No salís escritor, el escritor se hace trabajando; el nuestro es un oficio de paciencia. Talento tenemos todos pero la literatura exige disciplina y constancia. Hay que escribir desde las cinco y media de la mañana hasta las once y luego, corregir y leer", aconseja Saccomano, quien reside en la ciudad de Villa Gesell y viaja regularmente a Buenos Aires para dar sus talleres.

Raymond Carver describió en detalle las maratónicas sesiones de reescritura que les imponía John Gardner a él y a sus compañeros en la Universidad de Chico:

A los escritores de relatos cortos que tenía en clase les exigía que escribieran uno de entre diez y quince páginas de extensión. Y a los que querían escribir novela –creo que habría uno o dos–, un capítulo de unas veinte páginas, junto con un esbozo del resto. Lo malo era que el cuento o el capítulo de la novela podían llegar a revisarse hasta diez veces durante el curso semestral, para que Gardner se quedara satisfecho. Tenía por principio básico que el escritor encontraba lo que quería decir en el continuo proceso de ver lo que había dicho. Y a ver de esta forma, o a ver con mayor claridad, se llegaba por medio de la revisión. Creía en la revisión, la revisión interminable; era algo muy serio para él y que consideraba vital para el escritor en cualquier etapa de su desarrollo como tal. Y nunca perdía la paciencia al releer la narración de un alumno, aunque la hubiera visto en cinco encarnaciones anteriores. […] No sé cómo sería Gardner con sus otros alumnos cuando llegaba el momento de entrevistarse con ellos para comentar lo que habían escrito. Supongo que demostraría un considerable interés con todos. Pero yo tenía y sigo teniendo la impresión de que durante aquel período se tomaba mis relatos con mayor seriedad y ponía al leerlos más atención de la que yo tenía derecho a esperar. Yo no estaba en absoluto preparado para el tipo de crítica que recibía de él. Antes de nuestra entrevista había corregido el relato y tachado oraciones, frases o palabras inaceptables, incluso algo de la puntuación; y me daba a entender que aquellas supresiones no eran negociables. En otros casos encerraba las oraciones, frases o palabras entre paréntesis, y ésos eran los puntos por tratar, esos casos sí eran negociables. Y no vacilaba en añadir algo a lo que yo había escrito, una o varias palabras aquí y allá y quizá hasta una frase que aclaraba lo que yo pretendía decir. Hablábamos de las comas que había en mi historia como si nada en el mundo pudiera importar más en aquel momento; y, en efecto, así era.

La prueba del marciano

"Si no tiene tiempo para leer, no tendrá el tiempo o las herramientas necesarias para escribir", advierte Stephen King. No debe haber escritor en este mundo interesado en discutir esa postura. "Nadie escribe igual después de haber leído a Proust, Tolstoi o Faulkner y de haber desmontado sus textos, de la misma manera que nadie filma igual después de haber mirado una y otra vez las películas de Coppola, Visconti o Pasolini", dice Saccomano, y confiesa que a sus alumnos les recomienda un libro de cabecera: Ser escritor, de Abelardo Castillo.

"Yo enseño a leer, no a escribir –afirma el propio Castillo–. A mis talleres no entra nadie que no tenga muy buenas lecturas o una enorme necesidad de tenerlas. Uno de los problemas de los jóvenes es que no tienen una guía para aprender a leer; no saben qué es lo que deben leer. Lo primero que les pregunto a los que quieren inscribirse en mi taller es qué leyeron cuando pasaban de la infancia a la adolescencia, porque entre todo lo que uno lee a los 10 o 12 años, siempre hay algún libro importante. En esa etapa, siempre leíste a Poe o a Mark Twain, incluso sin saber que es uno de los fundadores de la prosa norteamericana y un gran escritor de lengua inglesa. Después, pregunto qué libros eligieron por sí mismos en la adolescencia. En general, aparecen Borges, Cortázar, Bioy Casares o Sabato. Me fijo mucho si leyeron Tolstoi, Chejov, Flaubert. Los que leyeron a Faulkner, y además les gustó, tienen una enorme tendencia literaria. Al final, les hago la prueba del marciano: viene un marciano a la Tierra, tiene que irse en 15 minutos y te pide que le hagas, de apuro, la lista con los quince o veinte libros que son los fundamentos de la literatura en este planeta. Ahí entran desde la Biblia hasta la Divina Comedia, la Odisea o Crítica de la razón pura. Cuando me dan la lista, les pregunto cuáles leyeron y cuáles no. ¿Por qué no los leíste si sabías que eran fundamentales? Si la respuesta que me dan es acertada, entran a mi taller; si no, no. Una respuesta acertada es ‘Porque recién tengo 20 años’ o ‘Porque tengo 35 años pero trabajé todo el tiempo en el mercado de Abasto para mantener a mi familia’. El que contesta ‘Porque empecé leyendo literatura contemporánea y entonces ese lenguaje…’ suele estar equivocado: no hay como leer a Homero para entender que es más contemporáneo que el 70 por ciento de los escritores argentinos actuales."

Además de la necesidad de corregir los textos con la obsesión de un tábano, John Gardner les inculcó a sus discípulos la pasión por la lectura, según relata Carver en el prólogo a Para ser novelista :

En clase [Gardner] siempre hacía referencia a escritores cuyos nombres yo no conocía. O si los conocía, no había leído obras suyas. Conrad, Céline, Katherine Anne Porter, Isaac Babel, Walter van Tilburg Clark, Chejov, Hortense Calisher, Curt Harnack, Robert Penn Warren… (Leímos una historia de Warren llamada "Blackberry Winter" que por la razón que fuera a mí no me gustó, y se lo dije a Gardner. "Pues vuélvela a leer", me dijo, y hablaba en serio). William Gass era otro de los que nombraba. [...] Hablaba de Henry James, Flaubert e Isaac Dinesen como si vivieran un poco más abajo siguiendo la carretera, en Yuba City. "Estoy aquí tanto para enseñaros a escribir como para deciros qué leer", decía. Yo salía de clase aturdido y me iba directamente a la biblioteca a buscar libros de los escritores de que hablaba. Los autores que estaban en boga en aquella época eran Hemingway y Faulkner. Pero en total yo había leído como máximo dos o tres libros suyos. De todos modos, eran tan conocidos y se hablaba tanto de ellos que no podían ser tan buenos, ¿no? Recuerdo que Gardner me dijo: "Lee todo el Faulkner que encuentres y luego lee todo lo de Hemingway para limpiar de Faulkner tu manera de escribir".

Cuando se escucha que el consejo compartido es leer a los más grandes de la Historia de la literatura, la cuestión se complica, porque sus obras generan tal admiración que uno queda perplejo. ¿Será posible aprender en estado de absoluto asombro? ¿No será, acaso, más prudente comenzar a aprender leyendo a los correctos, luego a las buenos, más tarde a los muy buenos y reservar la lectura de los geniales antes para el puro goce que para la pedagogía?

"Los escritores que pueden enseñar las pequeñas técnicas o trampas literarias son escritores menores, no los grandes escritores –responde Castillo–. Nadie puede imitar la técnica de Tolstoi, porque él no la tenía; era sencillamente un hombre genial. ¿Cómo se hace para escribir como Dostoievski? Recuerdo que mi encuentro con la literatura fue El lobo estepario, de Hermann Hesse, y que yo quería escribir un libro como ése. Más aún, quería escribir de nuevo El lobo estepario. Eso ocurre cuando uno empieza a escribir. Después, uno comprende que nadie salvo Tolstoi podrá llegar al nivel de Guerra y paz, pero también descubre que uno puede decir sus cosas."

Liliana Heker descarta que el estado de asombro sea un impedimento para el aprendizaje: "Nunca hay que perder esa alegría de leer, ese sentido de la aventura que implica el hecho de leer para deslumbrarse, la sensación de estar sumergido en un libro y no querer salir de él. Ése es el acto primordial de la lectura y lo mejor es no perder ese estado de inocencia. Pero uno también puede aprender a descubrir de qué está hecho eso que a uno lo ha deslumbrado".

–¿Podría dar un ejemplo concreto?
–Sí, la construcción de los diálogos. En general, los principiantes dialogan mal en literatura. Creen que el diálogo es algo prolijo, en el que alguien expone y el otro contesta. Pero la gente no dialoga así, la gente dice lo que no quiere decir, reitera frases, tiene asociaciones libres, a veces niega con los gestos lo que dice con las palabras. En literatura, los personajes dialogan y la historia ocurre debajo del diálogo.

–¿Qué autor recomienda leer para aprender a escribir diálogos?
–Salinger. Lo deslumbrante de sus textos es que debajo de los diálogos que no son explícitos, uno descubre la complejidad de los personajes. "Un día perfecto para el pez banana" es un excelente ejemplo. Si te explican por qué ese texto es deslumbrante, no sólo vas a seguir deslumbrándote y leyéndolo cien veces sin saber jamás qué le pasa a Seymour Glass sino que también vas a aprender cómo un gesto mínimo puede revelar más sobre un personaje que una larga descripción. "Corte de pelo", de Ring Lardner, deslumbra pero también es útil para aprender a trabajar el tiempo y el lenguaje coloquial en un cuento. Ring Lardner presenta a un peluquero que le cuenta al extraño que llegó al pueblo lo divertido que es todo allí. Lo dice con un lenguaje de peluquero que no tiene ninguna pretensión literaria, pero debajo de su discurso acerca de lo divertido que es el pueblo, uno descubre una historia atroz. Este tipo de observaciones se pueden comunicar en un taller.

Escribir para ganar concursos

El mercado editorial tiene leyes no escritas. Entre otras, la que dice que el talento literario no garantiza la publicación. A los escritores inéditos los concursos se les antojan un camino difícil, pero camino al fin, para llegar a publicar y conseguir cierta notoriedad. ¿A cuántos de los que asisten a los talleres los moverá el puro deseo de escribir buenas historias y a cuántos otros la ambición de ganar un concurso?

–Cuando doy un taller, los editores y los concursos no me interesan porque a mi criterio, eso no es escribir –responde Castillo–. Lo que alguien puede aprender (ya no en un taller sino en los libros que lee y en la vida) es a contar aquello que quiere contar. A traducir en una forma poética, sea una novela, un cuento, un drama o un poema, lo que tiene para decir del mundo o lo que ve del mundo. Eso se puede aprender al lado de un escritor o en los libros que uno lee; y sobre todo, de los propios errores.

–¿Qué opinión le merecen los concursos?
–No me interesan en absoluto. Yo entré a la literatura ganando un concurso con El otro Judas, pero yo no escribía para ganar concursos. Yo escribí mi obra de teatro solo, en mi casa y por la necesidad de escribirla. No creo que el destino de un escritor sea ganar un concurso y ni siquiera editar. Hay grandes escritores para quienes la edición de sus obras es secundaria. Por ejemplo, Emily Dickinson –sin duda, la poeta lírica más grande de Norteamérica, una de las más grandes de su lengua y tal vez una de las más grandes del mundo– creía que editar era algo que no pertenecía a la literatura. Y está el caso de Kafka: si no hubiera sido por Max Brod apenas conoceríamos de él un librito de cien páginas con sus pequeños poemas en prosa, que son obras menores comparadas con El castillo, El proceso o La metamorfosis. Su obra la conocemos porque Max Brod la conservó. Y hay un ejemplo aún más poderoso: Virgilio. Virgilio quería quemar La Eneida porque la consideraba imperfecta. En el ánimo de un escritor de verdad no siempre está la necesidad de publicar o de ser conocido. La necesidad que experimenta un escritor es la de escribir eso que quiere escribir, de darle forma a aquello que conforma su mundo imaginario. Y si lo escrito no está de acuerdo con su mundo imaginario, algunos escritores prefieren renunciar a su obra a que ésta se conozca imperfecta; ése era el sentimiento de Virgilio.

–¿Existen todavía escritores capaces de tamaña renuncia?
–Tal vez estés en presencia de uno de ellos: yo prefiero quemar una obra a mandarla a imprimir imperfecta. He tardado treinta años en escribir una novela. A los que vienen a mi taller trato de explicarles lo que es la literatura en su sentido esencial. Y no acepto a alguien que me plantea que quiere publicar o ganar un concurso. Tu pregunta no es ingenua, porque cada vez que alguien vinculado a mis talleres gana un concurso, como fue el caso de Paola Kaufmann, empiezan a llamar personas que dicen estar interesadas en venir a mi taller pero lo que en verdad quieren es ver si les pasa lo mismo que a esa escritora que ganó ese concurso. Esa gente no me interesa.

Paola Kaufmann, fallecida en 2006, a la edad de 37 años, era bióloga y se empezó a dedicar con ahínco a la literatura a partir de su ingreso en un taller de Abelardo Castillo, en 1995. En 2002, obtuvo el premio del Fondo Nacional de las Artes por su libro de cuentos El campo de golf del diablo . Un año más tarde, ganó el de Casa de las Américas, por la novela La hermana. Y en 2005, El lago le valió el Premio Planeta de Novela.

Guillermo Saccomano es blanco de una humorada que circula en el ambiente literario: "Si querés ganar el Premio Clarín, anotate en el taller de Saccomano". El chiste viene a cuento de lo ocurrido con dos de sus alumnas: Ángela Pradelli ganó dicho certamen con El lugar del padre, en 2004, y Claudia Piñeiro, en 2005, con Las viudas de los jueves. Saccomano se ríe cuando se le pregunta qué hay de cierto en la broma y señala que antes de obtener el Premio Clarín, ambas habían demostrado su talento literario y que incluso, se habían destacado en otros concursos. De hecho, Piñeiro había sido finalista de "La sonrisa vertical" de Tusquets, en 1991, y del Premio Planeta, en 2003. En cuanto a Pradelli, antes de obtener el galardón de Clarín había publicado dos novelas: Las cosas ocultas y Amigas mías, que recibió el premio Emecé 2002.

Alicia Steimberg escribió con intención literaria desde los 18 años pero recién se atrevió a publicar su primer libro, Músicos y relojeros, a los 38, después de que la obra resultó finalista de los concursos Barral, Barcelona y Monte Ávila, Caracas. ¿Cómo aprendió a escribir durante esos veinte años? "Escribiendo y leyendo, como se ha aprendido desde los comienzos de la narrativa", responde la autora de Aprender a escribir, quien lleva dos décadas dirigiendo talleres, convencida de que "no se puede enseñar a escribir pero sí a que la escritura mejore". Ganadora del Premio Planeta Biblioteca del Sur con Cuando digo Magdalena, finalista en el concurso Barral, Barcelona con La loca 101 y finalista única en "La sonrisa vertical" con Amatista, alienta a sus alumnos a presentarse a los certámenes. "Y les aconsejo no pagar jamás por la publicación de un libro –agrega– porque eso es como comprarse una casita de juguete y decir: ‘Ésta es mi casa propia’’’.

¿Es la literatura un don divino?

A fuerza de escuchar escritores que cuestionan la posibilidad de enseñar a escribir, el sentido común no resiste a la tentación de las preguntas elementales: si se puede enseñar música, escultura, pintura o ballet, ¿por qué no se puede enseñar a escribir?; ¿quién y por qué decidió que aquellas artes admiten una transmisión pedagógica mientras que la literatura es una suerte de don divino que se les concede a unos y se les niega a otros según las veleidades del destino o la genética? Abelardo Castillo ofrece una explicación.

–La diferencia reside en la importancia que tiene la técnica en cada uno de esos casos. Para bailar, necesitás un profundo conocimiento de la técnica y de tu cuerpo. Eso se aprende de un maestro que quizás ya no baila y que tal vez nunca bailó bien, pero que es capaz de enseñarte a poner el cuerpo, a respirar, a moverte. En la pintura, la técnica también es fundamental: tenés que saber mezclar los colores, conocer qué es la perspectiva, manejar nociones de volumen. Alguien te tiene que explicar todo eso. De allí que los talleres o academias de pintura tengan un sentido mucho más preciso y visible que el taller literario, porque en literatura, la técnica pasa a segundo término. No es con técnica como se escribe Guerra y paz. Hay escritores que ni siquiera sabían lo que era la literatura y, sin embargo, han escrito grandes libros.

–Pero es difícil aceptar que la capacidad de imaginar buenas historias y escribirlas bien sea genética. ¿Cómo hicieron aquellos escritores?
–No sé cómo, pero lo hicieron. Benjamin Constant es un buen ejemplo. Era político, no tenía una relación directa con la literatura aunque sí con la cultura. En cierta ocasión, alguien dijo en su presencia que era muy difícil escribir una novela con solamente dos personajes porque resultaría intolerable. "Yo puedo hacerla", lo desafió Constant. Y escribió Adolfo, una obra fundamental de la literatura francesa. Borges era un escritor natural desde los 6 o 7 años. ¿Como aprendió a escribir cuentos? Leyendo los cuentos de los otros. ¿Y por qué no escribió novelas? Porque no pudo; si no, las habría escrito. Tan poca importancia tiene la técnica en la literatura que la técnica de la novela, si es una gran novela, corresponde al novelista que la escribe. No hay una novela arquetípica. Si el Quijote es una novela, el Ulyses, de Joyce, no es una novela. Si Cuarteto de Alejandría , de Lawrence Durrell, es una novela, entonces, las de En busca del tiempo perdido, de Proust, no son novelas. Por lo tanto, ¿qué es una novela? Una novela es un género que inventa cada gran novelista cuando escribe una novela, basándose en su propia intención, en sus propias posibilidades y en su propia técnica ¿Quién le enseñó la técnica de la novela a Joyce? Nadie.

La historia de la literatura le da la razón a Castillo: hay talentos que no precisan de los talleres ni las universidades. A Faulkner, le bastó el antojo de llevar una vida relajada para convertirse en escritor. Sucedió en Nueva Orleáns, mientras ganaba el pan haciendo changas: pintaba casas, timoneaba embarcaciones o piloteaba aviones. Por las tardes, veía a Sherwood Anderson paseándose tranquilamente por las calles. A la noche, se sentaba a beber con él y a escucharlo. Pero la vida matinal de Sherwood era un enigma para Faulkner: por mucho que lo buscara, no conseguía encontrarlo jamás. ¿Dónde estaba Sherwood? Encerrado, trabajando. "Decidí que si ésa era la vida de un escritor, lo mío era convertirme en escritor", contó Faulkner. Dicho y hecho: se encerró y en tres semanas, terminó su primer libro, La paga del soldado. Pensó que su vecino podría echarle una mano para que alguien se interesara en publicarlo. Anderson le propuso un trato irrechazable: "Si no estoy obligado a leer tu manuscrito, le diré a mi editor que lo acepte".

Paul Bowles fue un niño solitario al que en vez de juguetes, le regalaban "cosas constructivas", según dijo. Entre otras, unos bloques de madera que llevan grabadas las letras del abecedario. Con ellos aprendió a leer, a los tres años. Y fue así, con cierto ánimo lúdico y en estado de gracia, como se forjó un destino de escritor. "A los dieciséis, ya escribía poesía surrealista. Leía André Breton, que explicaba cómo hacerlo, y así aprendía a escribir sin ser consciente de lo que estaba haciendo", le dijo a Jeffrey Bailey en la entrevista publicada en Paris Review. "Aprendí cómo lograr que lo que escribía fuera gramaticalmente correcto y que tuviera incluso cierto estilo sin la menor idea de lo que estaba escribiendo –confesó–. Una parte de mi mente escribía y Dios sabe lo que estaba haciendo la otra parte. Supongo que estaba excavando en el subconsciente, dragando limo. No sé cómo funcionan esas cosas, y no quiero saberlo".

En un territorio teñido de subjetividades, la pregunta del millón es quién y con qué criterio decide que alguien es escritor. "Él mismo –responde, sin dudarlo, Abelardo Castillo–. En algún momento de su vida, siente que es escritor. Yo sentí que era escritor la primera vez que me compré una libretita y anoté palabras." Lo dice y enseguida, vuelve sobre sus pasos: "La verdad es que la primera vez que me sentí escritor fue en una Feria del Libro, cuando ya tenía más de cincuenta años y ya había escrito mis obras más conocidas, incluso El que tiene sed, que para algunos es mi mejor novela".

–¿Qué sucedió en aquella Feria del Libro que lo hizo sentirse escritor?
–Lo recuerdo muy bien. En el stand de Galerna, veo a un chico que está robando un libro. Yo me pongo a hablar con Levín [N de la R: Hugo Levín, dueño del grupo Galerna] para distraerlo a fin de que el chico robe tranquilo. Lo que robó fue un libro mío. Entonces, me sentí escritor. Te sentís escritor vos mismo, por una decisión tuya en cualquier momento. De pronto has tenido un gran amor, se te ha ido o te has ido, estás deshecho del dolor y de repente, pensás: "¡Qué historia es ésta! Me parece que está para escribirla". En ese momento, decís: soy escritor. No soy un enamorado, porque el enamorado se mata o sale corriendo a buscar a la persona amada. El tipo que al perder un gran amor piensa "Qué tema para un cuento o para una novela", ése es un escritor.

Por Adriana Schettini
Para LA NACION