29 de marzo de 2007

La paradoja de Rocío


La paradoja de Rocío
Por Estanislao Zaborowski

Tras un mes de incertidumbre, la espera había llegado a su fin. Las dudas que rodeaban su decisión, se esfumarían una vez abierto el sobre. La carta contendría la respuesta que durante tantas noches, los había mantenido en vela. Por fin, el manto del misterio se levantaría en pocos segundos y daría a conocer su tirana voluntad. Para sus adentros, Pedro y José mantenían intacta su confianza. Si bien Rocío, les había prometido que en esta misiva explicaría con detalles su irrevocable deseo, ellos intuían que su argumento solo expondría las causas por las cuales no se podía decidir por ninguno de los dos hermanos. Y no era difícil esperar tal cosa, puesto que ambos tenían un excelente porte y brillaban por la admirable inteligencia que sus amigos les envidiaban. Aunque sus compañeros del internado, desconfiaban sanamente, ellos no ahorraban palabras para asegurar que la decisión de la dama, sería tomada al pie de la letra y sin derecho a reclamo por ninguno de los pretendientes. No obstante, era impensada la posibilidad de que alguno desistiera de su amor hacia ella y buscara esos sentimientos en los brazos de otra mujer. La sola mención de su nombre, les agitaba la sangre de las venas que bullía como el agua ante el hervor. De ahí surgió, la decisión de pedirle a su amada, que definiera una postura única e irrefutable.
Firmaron el certificado de recepción y con una propina por demás generosa, despidieron al cartero y se acomodaron en el sillón ubicado debajo de la ventana de la habitación. Los gestos de ambos, eran severos pero cargados de animosidad. Las gemas azules que tenían por pupilas despedían un brillo similar al cautivo oleaje del mar mediterráneo. Los dedos de Pedro tamborileaban sobre su rodilla al ritmo de una canción de cuna. Por su parte José, se desajustaba el nudo de la corbata, desabrochándose al mismo tiempo un par de botones de la camisa almidonada. Sin más rituales de nervios y con el sudor recorriéndoles la frente, los hermanos abrieron la carta.

Queridos José y Pedro:

Ante todo es mi deseo agradecerles el sinfín de halagos que he recibido en vuestra última carta. También me han llenado de gozo los poemas que con tanta pasión han escrito para mí. No puedo dejar de mencionar que las flores que acompañaban la entrega, eran tan bellas que me sentí minúscula ante su esplendor. Esas rosas blancas de origen austriaco, adornaron mi habitación impregnándola de un aroma tan característico como cautivante. Mi madre me ha mencionado cada mañana en este último mes, que vuestra caballerosidad es de lo mas atenta y sublime. Aún mi padre, el más celoso de los mortales, no escatimó halagos hacia ustedes. Y fue el quién me animó a escribir estas palabras y enviárselas envueltas de enorme gratitud. Debo confesar que en los días de lluvia, mi única defensa ante la melancolía, son vuestras líneas que colman mi ser de la más colorida esperanza.
Con respecto a la cuestión cuya respuesta tanta inquietud les acarrea, debo confesar que he pasado tumultuosas noches de insomnio, tratando de tomar la decisión mas acertada y que por obvia que parezca la aclaración, no traicione mi corazón. Esas veladas de silenciosa oscuridad, fueron las damas de compañía, de la dicotomía que se ahogaba en el océano de la decepción. Y menciono lo antedicho, para que mis próximas palabras no anuden en vuestra garganta, la más terrible de las penas, el amor no correspondido.
He intentado resolver el interrogante, con la más absoluta sinceridad y transparencia que mis sentimientos me lo han permitido. Así, he llegado a la siguiente conclusión: “Es falso que los amo a los dos por igual” y de esa observación salen a la luz mis deseos más ocultos. Espero que no os haya decepcionado y encuentren en mí decisión una ventana a vuestro noble corazón.

Con mi más sincero cariño, Rocío.


Los minutos que siguieron a la finalización de la lectura, transcurrieron entre el incierto y la reflexión. Sin decir palabra alguna, José se puso de pie y comenzó a dar vueltas por la habitación. Su contrincante, que continuaba sentado, fruncía el ceño como indagando un fantasma.
- Su postura me confunde, ya que no nos ama a los dos por igual pero sin embargo no menciona con quién se quedará – las palabras de José, yacían colmadas de desazón.
- No te entiendo, veo claramente que su decisión es amarnos por igual. ¿Porque dices que no hace una elección?
- Te equivocas, ella sin lugar a dudas, toma una decisión.
- Eso no es cierto, es lo que a ti te ha parecido. Es obvio que nuestra amada, quiere quedarse con los dos.
- No seas obstinado, ha hecho su elección, solo que no la ha mencionado.
- En ningún momento explica lo que tú dices. Le ha sido difícil decidirse, y es por eso, que ha preferido ser prudente y continuar con nuestra amistad.
- Continúas viendo el asunto con tu corta perspectiva. Deberías ver más allá de sus palabras y prestar atención a lo que insinúa.
- Déjame leer nuevamente su voluntad – Pedro tomó la carta entre sus manos y repitió en voz alta la frase de la discordia.
- ¿Ves? Si suponemos que lo que ella expresa allí, es verdadero, significa que no nos ama a los dos por igual. Solo que no menciona a quién elige.
- Te vuelves a equivocar una y otra vez. Te demostraré que tomando su frase como falsa, se llega a la conclusión de que tal como te lo he dicho, no puede descartar a ninguno.
- ¿Y porque tomas su oración como falsa?
- ¿Y tú porque la tomas como verdadera? ¿Donde menciona que su deseo es propiamente el que tú dices?
Los hermanos no llegaron a un acuerdo para poder refutar o confirmar lo que aquella extraña carta decía. Puesto que si se tomaba como cierta, su explicación era una y si se tomaba como falsa, se entendía de la misma, justamente lo opuesto. Tras varias horas de febril discusión, se rindieron ante la idea de que la musa de sus sentimientos, no podía decirles con exactitud lo que su corazón le dictaba. Sin embargo, ese agujero en la lógica, no los desalentaba. Continuaron enviándole postales y notas de amor a su prometida. Y ella, mas complaciente que distante, les respondía con la misma ambigüedad con la que los tenía acostumbrados. Algunas de las postales de la mujercita, eran simples palabras de agradecimiento, otras por el contrario, encontraban entre sus trazos de tinta, confesiones explicitas de anhelos no consumados. Luego de intercambiar cumplidos y afectos durante varios meses, olvidaron el intrincado dilema que los mantuvo en vilo. A pesar de lo vivido, no a temprana edad concluyeron, que las paradojas del amor no encuentran solución, en la fértil lógica de la razón.

26 de marzo de 2007

El Revelde / La Renga

Elegí esta canción para brindar por el nuevo formato del blog. Tiene una letra excepcional y refleja bastante mi mundo interior.
Un abrazo y bienvenidos!!
Estanis



El Revelde
La Renga

Soy el que nunca aprendió
desde que nació
cómo debe vivir el humano
llegué tarde, el sistema ya estaba enchufado
así funcionando.
Siempre que haya reunión
será mi opinión
la que en familia desate algún bardo
no puedo acotar, está siempre mal
la vida que amo.

Caminito al costado del mundo
por ahí he de andar
buscándome un rumbo
ser socio de esta sociedad me puede matar.

Y me gusta el rock, el maldito rock
siempre me lleva el diablo, no tengo religión
quizá éste no era mi lugar
pero tuve que nacer igual.

No me convence ningún tipo de política
ni el demócrata, ni el fascista
porque me tocó ser así
ni siquiera anarquista.

Yo veo todo al revés, no veo como usted
yo no veo justicia, sólo miseria y hambre
o será que soy yo que llevo la contra
como estandarte.

Perdónenme pero soy así soy, yo no sé por qué
se que hay otros también
es que alguien debía de serlo, que prefiera la rebelión
a vivir padeciendo

25 de marzo de 2007

La ejecución / Hermann Hesse


Sobran palabras para definir a este escritor. Les dejo este pequeño cuento que con poco dice mucho. Espero que les guste. Estanis


La ejecución
Hermann Hesse


En su peregrinación, el maestro y algunos de sus discípulos bajaron de la montaña al llano y se encaminaron hacia las murallas de la gran ciudad. Ante la puerta se había congregado una gran muchedumbre. Cuando se hallaron más cerca vieron un cadalso levantado y los verdugos ocupados en llevar a rastras hacia el tajo a un individuo ya muy debilitado por el calabozo y los tormentos. La plebe se agolpaba alrededor del espectáculo. Hacían mofa del reo y le escupían, movían bulla y esperaban con impaciencia la decapitación.

-¿Quién será y qué delitos habrá perpetrado -se preguntaban unos a otros los discípulos- para que la multitud desee su muerte con tanto afán? Aquí no se ve a nadie que manifieste compasión ni que llore.

-Supongo que será un hereje -dijo el maestro con tristeza.

Siguieron acercándose, y cuando se vieron confundidos con el gentío los discípulos preguntaron a izquierda y derecha quién era y qué crímenes había cometido el que en aquellos momentos se arrodillaba frente al tajo.

-Es un hereje -decía la gente muy indignada-. ¡Hola! ¡Ahora inclina su cabeza condenada! ¡Acabemos de una vez! En verdad ese perro quiso enseñarnos que la ciudad del Paraíso tiene sólo dos puertas, ¡cuando a todos nosotros nos consta perfectamente que las puertas son doce!

Asombrados, los discípulos se reunieron alrededor del maestro y le preguntaron:

-¿Cómo lo adivinaste, maestro?

Él sonrió y, mientras echaba de nuevo a andar, dijo en voz baja:

-No ha sido difícil. Si fuese un asesino, o un bandolero o cualquier otra especie de criminal, habríamos visto entre las gentes del pueblo pena y compasión. Muchos llorarían y algunos hasta pondrían el grito en el cielo proclamando su inocencia. Al que tiene una creencia diferente, en cambio, se le puede sacrificar y echar su cadáver a los perros sin que el pueblo se inmute.

8 de marzo de 2007

Lord Byron // Biografía



Poeta inglés, uno de los escritores más versátiles e importantes del Romanticismo. Nació en Londres el 22 de enero de 1788 y estudió en el colegio de Harrow y la Universidad de Cambridge. En 1798, al morir su tío abuelo William, quinto barón Byron, heredó el título y las propiedades. Más adelante, en 1822, adoptó el nombre de Noel para recibir una herencia de su suegra. En 1807 se publicó su libro de poemas Horas de ocio; una crítica adversa aparecida en el Edimburgh Review provocó su réplica en verso titulada Bardos ingleses y críticos escoceses (1809). En 1809 ocupó un escaño en la Cámara de los Lores y emprendió un viaje de dos años por España, Portugal y Grecia.


La publicación en 1812 de los dos primeros cantos de Childe Harold, poema que narra sus viajes por Europa, le llevó a la fama. El héroe del poema, Childe Harold, fue el primer ejemplo de lo que llegaría a conocerse como el héroe byroniano: un joven de emociones tormentosas que rechaza la humanidad y vaga por la vida bajo el peso de un sentimiento de culpa causado por misteriosos pecados del pasado. Este héroe byroniano, inspirado en la vida y personalidad del autor, es el mismo estereotipo que se repetiría en sus poemas narrativos de los dos años siguientes, El infiel (1813), La novia de Abydos (1813), El corsario (1814) y Lara (1814). En 1815, año en que publicó Melodías hebreas, se casó con Anna Isabella Milbanke, que tras dar a luz a la única hija legítima del poeta, Augusta Ada, le abandonó. En 1816, acordó la separación legal de su esposa. Los rumores sobre sus relaciones incestuosas con su hermanastra Augusta y las dudas sobre su cordura provocaron su ostracismo social. Amargado profundamente, Byron abandonó Inglaterra en 1816 y nunca volvió.
En Génova vivió con los Shelley y Claire Clairmont, escribió el tercer canto de Childe Harold y el poema narrativo El prisionero de Chillon (1816). De 1816 a 1819 estableció su residencia en Venecia, donde escribió el drama en verso Manfred (1817), que originó su correspondencia con Goethe, los dos primeros cantos de Don Juan (1818-1819) y el cuarto y último canto de Childe Harold (1818). También escribió allí Beppo (1818), un poema satírico escrito en octava rima (estrofa de ocho versos de once o doce sílabas), el mismo estilo que escogió y desarrolló por completo en Don Juan. Durante dos años viajó por Italia hasta que en 1821 se instaló en Pisa. Allí escribió los dramas en verso Caín y Sardanápalo y los poemas narrativos Mazeppa y La isla. En 1822 fundó en Pisa la revista The Liberal con los poetas Percy Bysshe Shelley y Leigh Hunt, pero la muerte de Shelley aquel mismo año y una pelea con Hunt puso fin a esta empresa cuando sólo habían publicado tres ejemplares. También entabló una polémica literaria con el poeta Robert Southey, que había atacado su Don Juan en el prefacio de su libro Una visión del juicio final.


En su respuesta, Byron mostró su habilidad como satírico componiendo un devastador ataque, en el estilo de Una visión del juicio final, al elogio que Southey escribió a la muerte de Jorge III. Don Juan, poema heroicoburlesco de 16 cantos, supone una sátira brillante sobre la sociedad inglesa de la época. Considerada por muchos como su mejor obra, la terminó en 1823. Al enterarse de las noticias de la rebelión de los griegos contra los turcos, haciendo caso omiso de su débil condición física, se unió a los insurgentes en julio de 1823 en Missolonghi. No sólo reclutó un regimiento para la causa de la independencia griega sino que contribuyó con grandes sumas de dinero. Los griegos le nombraron Comandante en jefe de sus fuerzas en enero de 1824. Murió de fiebre en Missolonghi, tres meses después sin participar en ningún combate importante.
Como confirmación de su atracción y simpatía por los liberales españoles y la causa de los patriotas hispanoamericanos, se puede recordar que puso el nombre de "Bolívar" a su barco.
No es de extrañar que en la España del absolutismo de Fernando VII y en una América hispana que luchaba por su emancipación, la vida y obra de Byron actuaran como acicate y modelo. El español Alcalá Galiano lo convierte en un héroe y el argentino José Marmol inicia sus poemas con epígrafes de Byron. También se encuentran sus influencias en el puertorriqueño Eugenio Mª de Hostos y en el colombiano Rafael Pombo. Hasta Gertrudis Gómez de Avellaneda, nacida en Cuba, prefirió seguir esta poesía romántica antes del modelo valorado en la época de Cecilia Böhl de Faber. Incluso la rima de Gustavo Adolfo Bécquer 'Tu pupila es azul' sigue desarrollando temas byronianos.

5 de marzo de 2007

El entierro / Lord Byron



Les dejo un cuento de este célebre poeta inglés.
Muy pronto, publico su biografía para que sepan de quién se trata.
Un abrazo
Estanis


El entierro

En el año de 17..., después de haber meditado por algún tiempo sobre la posibilidad de viajar por países que hasta ahora los viajeros no frecuentan mucho, partí en compañía de un amigo, a quien me referiré como August Darvell.

Era unos años mayor que yo, un hombre de fortuna considerable y familia de prosapia. Ventajas que él ni devaluaba ni sobreestimaba gracias a su gran capacidad. Algunas circunstancias singulares en su historia personal lo habían convertido para mí en objeto de atención, interés y hasta de estimación, que no disminuían ni sus modales reservados ni las ocasionales muestras de angustia que a veces le acercaban a la enajenación mental.

Yo era todavía un joven y había empezado a vivir temprano; pero mi intimidad con él era reciente: asistimos a las mismas escuelas y universidad; mas su paso por ellas me había precedido, y él ya se había iniciado a fondo en lo que se ha llamado el mundo, mientras yo estaba todavía en el noviciado. Durante ese tiempo, escuché detalles en abundancia tanto de su vida pasada como de la presente y, aunque en estas narraciones había muchas e irreconciliables contradicciones, podía yo inferir que él no era un ser común, sino alguien que, aun cuando se esforzara por no ser conspicuo, seguía siendo notable.

Había trabado conocimiento con él e intenté conquistar posteriormente su amistad, pero parecía que ésta era inalcanzable; los afectos que pudiera haber sentido aparentaban para entonces o haberse extinto o concentrarse en él. Tuve suficientes oportunidades para observar que sus sentimientos eran intensos; pues aún cuando los podía controlar, le era imposible encubrirlos por completo; sin embargo, tenía la facultad de dar a una pasión la apariencia de otra, de modo que resultaba difícil definir la naturaleza de lo que sucedía en su interior; y las expresiones de su rostro podían variar con tal rapidez, aunque ligeramente, por lo que resultaba inútil tratar de escudriñar su origen.

Era manifiesto cómo lo dominaba una angustia incurable; pero nunca pude descubrir si era a causa de la ambición, el amor, el remordimiento o la pena, de uno solo o de todos estos, o sencillamente por un temperamento mórbido, semejante a una enfermedad. Existían circunstancias supuestas que habrían podido justificar su atribución a cualquiera de estas causas; pero como antes dije, éstas eran tan contrarias y contradictorias que ninguna podía considerarse definitiva.

Se supone generalmente que donde hay misterio existe también la perversidad: no sé cómo pueda ser esto, pero es un hecho que en él existía el primero aunque no podría atestiguar los alcances de la segunda —y estaba poco dispuesto, en lo que a él se refería, a creer en su existencia. Recibía mi proximidad con bastante reserva; mas yo era joven y difícil para el desaliento; y, con el tiempo, tuve éxito al entablar, hasta cierto punto, ese vínculo común y esa confianza moderada de los intereses mutuos y cotidianos que crean y cimentan la comunión de empeños, y la frecuencia de encuentros que se llama intimidad o amistad según las ideas de quienes utilizan esas palabras para su expresión.

Darvell había viajado ampliamente; me dirigí a él para que me aconsejara respecto al viaje que pretendía realizar. Era mi deseo secreto que se dejara persuadir para acompañarme; además, era una perspectiva improbable; basada en la vaga inquietud que había observado en él y a la cual daban renovada fuerza el entusiasmo que parecía sentir hacia tales temas y su aparente indiferencia por todo lo que lo rodeaba muy de cerca.

Al principio insinué mi deseo y después lo expresé abiertamente: su respuesta, aun cuando yo la esperaba en alguna medida, me dio todo el placer de una sorpresa: aceptó; y, al término de los preparativos necesarios, comenzamos nuestra travesía.

Después de viajar por varios países del sur de Europa, volvimos la atención hacia el Este, de acuerdo con nuestro destino original; y fue en nuestro recorrido a través de estas regiones que ocurrió el incidente que da ocasión a mi relato.

La complexión de Darvell, que, dada su apariencia, debía haber sido en su juventud más robusta de lo normal, estaba decayendo gradualmente desde algún tiempo atrás, sin que mediara ninguna enfermedad manifiesta: no tenía tos ni tisis; sin embargo, cada día se debilitaba más; sus hábitos eran moderados, no admitía ni se quejaba de fatiga; no obstante, era evidente que se estaba consumiendo: se volvía cada vez más y más silencioso e insomne y, por fin, se alteró de tan notable manera que mi preocupación aumentó de manera proporcional al peligro que yo consideré le amenazaba.

A nuestra llegada a Esmirna, nos habíamos propuesto ir a una excursión a las ruinas de Éfeso y Sardis, de la cual intenté disuadirlo debido a su indisposición —pero en vano: parecía existir una opresión en su mente, y una solemnidad en sus modales que no correspondían con su ansiedad para seguir con lo que yo consideraba un simple viaje de placer, totalmente inadecuado para una persona delicada; pero no me opuse más, y unos días después partimos en compañía únicamente de un guía y un cargador.

Habíamos recorrido la mitad del camino hacia los vestigios de Éfeso, dejando atrás los contornos mas fértiles de Esmirna y nos adentrábamos en esa región inhóspita y deshabitada a través de los pantanos y desfiladeros que llevan a las pocas chozas que aún subsisten sobre las destrozadas columnas de Diana —las paredes sin techo de la cristiandad expulsada y la aún más reciente pero total desolación de las mezquitas abandonadas— cuando la súbita y vertiginosa enfermedad de mi compañero nos obligó a detenernos en un cementerio turco, cuyas lápidas coronadas de turbantes eran el solo indicio de que la vida humana había morado alguna vez en ese yermo. La única caravana que vimos había quedado unas horas atrás; no se podía ver ni esperar vestigio alguno de pueblo o cabaña siquiera, y esta "ciudad de los muertos" parecía ser el único refugio para mi desafortunado amigo, quien se veía próximo a convertirse en su siguiente morador.

En esta situación, busqué por los alrededores un lugar en el que pudiera reposar con más comodidad: al contrario del aspecto usual de los cementerios mahometanos, los cipreses de éste eran escasos, esparcidos sobre toda la superficie; la mayoría de las tumbas estaban derruidas y desgastadas por los años: sobre una de las más grandes y bajo de uno de los árboles más frondosos, Darvell se apoyó, inclinándose con gran dificultad. Pidió agua. Yo dudaba que pudiéramos encontrarla, aunque me dispuse ir a buscarla a pesar de mi desaliento: pero él deseaba que yo permaneciera con él; y volviéndose hacia Suleiman, nuestro cargador, que fumaba con gran tranquilidad, le dijo:

—Suleimán, verbena su— ( o sea, trae un poco de agua) y continuó describiéndole con gran detalle el punto donde podría encontrarla. Era un pequeño pozo para camellos, algunos cientos de yardas a la derecha. El jenízaro obedeció.

Dije a Darvell:
—¿Cómo supo esto?
—Por nuestra posición— repuso —usted debe notar que el lugar estuvo habitado alguna vez y no podría haberlo estado sin manantiales. Además, ya he estado aquí antes.
—¡Usted ya ha estado aquí! ¿Como nunca me lo mencionó? Y ¿qué hacía usted en lugar semejante donde nadie puede permanecer un momento más sin pedir ayuda?
A esta pregunta no recibí respuesta alguna. Mientras tanto, Suleimán regresó con el agua y dejó al guía y a los caballos en la fuente. Parecía que al mitigar su sed Darvell revivió por un momento; y albergué la esperanza de que pudiese continuar, o por lo menos regresar, y lo exhorté a intentarlo.
Él guardó silencio. Parecía poner orden en sus pensamientos antes de esforzarse al hablar.
—Éste es el fin de mi jornada —comenzó— y de mi vida; vine hasta aquí para morir; pero tengo una súplica que hacer: una orden que dar, pues tales deben ser mis últimas palabras. ¿La cumplirá?
—Desde luego; pero tengo mejores intenciones.
—Yo no tengo esperanzas, ni deseos, sino éste: oculte mi muerte a todo ser humano.
—Espero que no se presente la ocasión; usted se recuperará y...
—¡Silencio!, así debe ser: prométalo.
—Sí.
—Júrelo por lo más— aquí pronunció un juramento de gran solemnidad.
—No hay razón para ello, yo cumpliré con su petición; y dudar de mi es...
—No puedo evitarlo, debe usted jurar.
Pronuncié el juramento y eso pareció aliviarlo. Se quitó del dedo un anillo de sello, que tenía grabados algunos caracteres arábigos, y me lo dio.
—En el noveno día del mes — continuó—, precisamente al mediodía (el mes que usted guste, pero el día debe ser ése) usted deberá arrojar este anillo a la fuentes de agua salada que alimentan la bahía de Eleusis. Al día siguiente, a la misma hora, deberá dirigirse a las ruinas del templo de Ceres y esperar una hora...
—¿Para qué?
—Ya lo verá
—¿Dice usted que el noveno día del mes?
—El noveno.
Cuando hice la observación de que el presente era el noveno día del mes, su semblante cambió e hizo pausa. Mientras estaba sentado, debilitándose visiblemente, una cigüeña con una serpiente en el pico se posó sobre una tumba cercana a nosotros; y, sin devorar su presa, daba la impresión de observarnos fijamente. No sé lo que me impulsó a espantarla, pero el intento fue inútil; hizo algunos círculos en el aire y regresó exactamente al mismo lugar. Darvell la señaló y sonrió. Habló —no sé si para sí mismo o para mí— pero las palabras sólo fueron:
—Está bien.
—¿Qué es lo que está bien? ¿Qué quiere decir?
—No importa; usted deberá enterrarme aquí esta noche, y en el punto exacto en que está parada esa ave. Ya conoce usted el resto de mis mandatos.
Entonces procedió a darme algunas instrucciones sobre cómo podría ocultar mejor su muerte. Cuando terminó, dijo:
—¿Ve usted esa ave?
—Desde luego.
—¿Y la serpiente que se retuerce en su pico?
—Sin duda: no hay nada raro en ello; es su presa natural. Pero resulta extraño que no la devore.
Se rió de una manera espectral y dijo lánguidamente:
—Todavía no es el momento.
Mientras hablaba, la cigüeña emprendió el vuelo. La seguí con los ojos un instante: no pude haber tardado más que en contar diez. Sentí aumentar el peso de Darvell, por poco que fuese, sobre mi hombro y, al volver a verlo a la cara, vi que había muerto.
Me impresionó la repentina certeza inconfundible: en pocos minutos su semblante se tornó casi negro. Hubiera podido atribuir ese cambio tan rápido a la acción de algún veneno, si no hubiera estado consciente de que no tuvo oportunidad alguna de tomarlo sin que yo me diera cuenta. El día se acercaba a su final, el cuerpo se descomponía con rapidez. No quedaba nada más que cumplir su petición. Con ayuda del yatagán de Suleimán y de mi propio sable, excavamos una tumba poco profunda en el sitio que Darvell había indicado: la tierra cedió con facilidad: tiempo atrás había recibido un ocupante mahometano.
Cavamos lo más profundo que el tiempo permitió y, arrojando la tierra seca sobre todo lo que quedaba del ser tan singular que acababa de partir, cortamos algunos bloques del césped más verde que crecía en la tierra menos desgastada que nos rodeaba y lo pusimos sobre su sepulcro.
Entre el asombro y la pena, no podía derramar una lágrima.