30 de diciembre de 2009

Una mujer casada / Estanislao Zaborowski

Para terminar el año, les dejo un cuento de mi autoría. Espero sea de agrado!
Les deseo un excelente 2010!! Un abrazo, Estanis.


Una mujer casada
Por Estanislao Zaborowski

Su padre se sentó sobre la cama mientras él se ahogaba entre las sábanas.
- A ver, ¿me vas a contar que te pasa? – le dijo con voz suave.
Un inquieto silencio se coló entre ambos.
- Nada pá – susurró por lo bajo.
- Entonces, ¿Por qué te encerraste estos días? ¿Porque no salís ni siquiera a pasear con tu hermana?
- Estoy cansado nada mas – la mirada del niño descansó en la ventana.
La habitación del apartamento, apenas iluminada por el claro de luna, parecía un escenario teatral en vísperas de estreno
- No podes estar cansado al tercer día de vacaciones. Algo te tiene que pasar.
Miró fijo a su padre como si no lo conociera. Entornó los ojos escrutando sus pensamientos.
- No me vas a entender – dijo por fin desahuciado.
- Si me lo contás, te prometo que lo intento.
Se incorporó levemente sobre la almohada almidonada y le preguntó:
- ¿A que edad te enamoraste por primera vez?
El padre se inclinó hacia atrás al recibir el impacto de la pregunta. No porque no supiera la respuesta, sino porque jamás la hubiera formulado a los nueve años.
- ¿Estas enamorado? – contestó al recuperarse
- ¿Ves que no me entendes?
- Ok, va de nuevo. Si mal no recuerdo, mi primer amor fue a los trece años cuando ingresé al secundario.
- ¿Y antes nada?
- ¿A que te referís con “nada”? – sus palabras salieron disparadas como bala de revolver.
- Claro, ¿nada de nada? ¿Antes de eso, nunca te gustó nadie?
- Bueno, me gustaba la maestra de sexto grado, pero eso no cuenta como amor.
- ¿Y te gustaba físicamente?
- Digamos que estaba buena. No era nada del otro mundo, pero tenía algo que me gustaba.
- ¿Y era casada?
Su metro ochenta y cinco se puso de pie. Se asomó por la ventana y observó los pocos autos que a esas horas se esfumaban en la avenida. Perdió su mirada entre la sombra de las copas de los árboles. En aquellos segundos, recordó su maestra. Su cara, su cuerpo y hasta como movía las caderas cuando pasaba entre las filas de bancos. Se acordó cuando al regresar del receso de invierno, le dio un beso en la mejilla. Y la tarde que le robó con un suspiro las lágrimas que rodaron el último día de clases.
Cuando volvió al lado de la cama, Matías había girado su cuerpo en sentido opuesto.
- Sí, era casada - contestó entre el carraspeo.
- Ella también - el niño giró pesado como si hubiera realizado un esfuerzo indigno.
- ¿Quien es ella?
- No me acuerdo de su nombre pero si que era una mujer casada.
- ¿Y como la conociste?
Matías se sentó sobre la cama y luego de meditar por algunos instantes comenzó su relato.
Dos días atrás, junto a su hermana Eugenia y a su madre, fueron a conocer el museo más importante de la ciudad.
Ingresaron por el portón principal que parecía evaporarse ante la inmensidad del parque que servía de anfitrión.
En el centro de aquel espacio verde, una pileta circular atesoraba el reflejo de las personas que se acercaban a observarla. Todas sin excepción, como descendientes de Narciso, fijaban sus ojos en las aguas imperturbables del lago artificial. Rodeando aquel espejo de agua, las esculturas blancas, veintidós en total; custodiaban la grandeza del rosedal.
Luego de adquirir las entradas pasaron al vestíbulo rectangular, donde el público entre el bullicio y el alboroto, ignoraba la serenidad del arte. Siguiendo el mapa, comenzaron a recorrer las galerías de óleos, algunas de ellas más inmensas que el jardín que habían dejado afuera.
Eugenia, de la mano de su madre, prestaba mayor atención a las personas que pasaban a su alrededor que a las obras de arte. Matías, detrás de las mujeres, caminaba arrastrando los pies.
En la sala del Renacimiento, permanecieron más de una hora observando los trabajos de los más famosos pintores italianos. Luego continuaron con artistas españoles, holandeses y por último alemanes.
Matías, no le daba importancia a las obras de arte; ni siquiera levantaba la mirada cuando las personas que pasaban a su lado le revolvían el cabello con mueca de simpatía.
Sin embargo, al cruzar por la intersección de dos pasillos interminables, algo llamó su atención. Caminó entre la aglomeración e incluso se dejó llevar por la marea de gente. En ocasiones se abría paso con los codos, en otras lo hacía de perfil. En cierta oportunidad, llegó a gatear para poder deslizarse entre tres señoras excedidas de peso que provocaban un tumulto difícil de esquivar.
Cuando alcanzó el final del pasillo, pudo satisfacer su curiosidad. Ella se encontraba entre la multitud que se abarrotaba en el ingreso a una nueva sala. No parecía ir hacia ningún lado en particular, solo registraba como lo hacían los demás en pos de una mejor ubicación frente a las obras de arte.
Los latidos de Matías retumbaban con ritmo acelerado. Su percusión podía escucharse desde el centro del salón. Se movía entre agitado y nervioso ante la indiferencia de la mujer. Para poder contemplarla con mayor detenimiento, el niño buscó otro ángulo de observación. Fue allí donde pudo advertir su rostro con mayor detalle. Era joven; le calculó no más de veinte años. Su rostro le pareció perfecto. Los ojos claros casi transparentes, jugaban curiosos explorando la fauna que iba y venía a su alrededor. Su nariz respingada, daba a luz una combinación sensual, junto a sus pómulos gruesos y labios carnosos. Se quedó estudiando las líneas de sus facciones por varios minutos. Aprovechando que la concurrencia se detuvo a registrar una pintura de Botticelli, continuó analizándola en detalle. Su cabello era rubio y lo llevaba recogido con un rodete sujetado por hebillas. Con tal prolijidad, adivinó el perfume que debían desprender, cuando una vez sueltos, jugaran con el viento esa mañana de verano.
De pronto, un contingente de coreanos lo cruzó por delante sin verlo. Lo arrastró varios metros alejándolo de la señorita; incluso hasta el centro del salón. Matías tuvo que esforzarse contra la marea humana para situarse de nuevo ante la dama. Allí, pudo espiar en detalle el vestido que llevaba puesto. Era blanco como la pureza y parecía de seda. Por lo menos, eso le pareció a él, aunque solo conocía esa tela y el algodón. Igualmente, poco le importó. Lo que si llamó su atención, fueron los hombros de la muchacha. Estaban al descubierto. Le parecieron sensuales; lívidos. Dotados de una belleza que no había visto ni siquiera en las revistas de moda de su madre. Formando un triangulo con ellos, el cuello equilibraba su torso como si fuera la balanza de la justicia. Se imaginó acariciándolo con el movimiento suave de sus manos, escalándolo hasta alcanzar su boca. Vivió sus deseos todo lo que su imaginación le permitió. Lo sintió como si aquella mujer fuera de él.
Al cabo de unos segundos, al despertar de su ensueño, se encontró con la mirada de la muchacha. No supo que hacer. Quedó paralizado como una de las estatuas que había visto en el jardín. Pero no palideció, todo lo contrario. Un calor casi asfixiante recorrió su cuerpo como nunca antes. Creyó que se ahogaba de sudor. Giró de un salto simulando curiosidad en otro punto lejano. Lo hizo por miedo. Por miedo a quedar en evidencia. A que ella supiera que desde hacía varios minutos la admiraba. Dejo pasar unos instantes y dio media vuelta sobre su hombro. La jovencita ya no lo miraba. Entonces, tomó valor y se decidió a hablarle. Tragó saliva, codeó a un señor alto que se encontraba delante de él, y cuando estuvo frente a ella, le dijo:
- Me llamo Matías, soy argentino ¿y vos?
Antes de poder escuchar su respuesta o aunque sea leer sus labios, una mano de mujer lo arrugó por el brazo y lo alejó de la dama. No necesitó girar para saber que se trataba de su madre. Lo había encontrado en el momento menos deseado.
Dejó caer una lágrima de impotencia que la gente a su alrededor ni siquiera percató. Un niño llorando llamaba la atención en cualquier escenario, sin embargo su duelo fue anónimo.
Continuaron recorriendo las restantes salas del museo hasta que el sol señaló el mediodía. Pero no volvió a ver a la muchacha del cabello rizado. En varias ocasiones, aún de la mano de su madre, entornó los ojos creyendo que la había encontrado. Pero nunca era ella.
Al fin, se desanimó. Su cuerpo ya no caminaba, se dejaba arrastrar. Su cuerpo ya no respondía, se dejaba dominar.
- Ahora te entiendo Matías - dijo el padre al término del relato.
- Entonces, ¿alguna vez te pasó? - respondió el niño secándose la tristeza que rodó por sus mejillas.
- No, no es eso. Solo que entiendo que te hayas enamorado – dijo mientras tomaba un libro que tenía al alcance.
- Ya no la voy a volver a ver, da lo mismo que lo entiendas.
- Esta es la bella mujer que viste en el museo, ¿no es así?
- ¿Ves? De Milo - arrulló con decepción - te dije que era casada.

25 de diciembre de 2009

Superfreakonomics

Les dejo la nota que se público en La Nación el 22/11/09 con motivo de la edición de la continuación de Freakonomics; un libro sensacional que en lo personal me gustó mucho. Muy recomendable. Saludos! Estanis

Irreverencia, creatividad y osadía intelectual fueron rasgos que identificaron a Stephen Levitt y Steven Dubner en sus investigaciones económicas. Ahora, con Superfreakonomics, retoman aquel camino y se atreven a poner en duda, incluso, el calentamiento global

Si usted es un terrorista que planea un atentado suicida debería sacar un seguro de vida. ¿Suena ilógico dado que éstos no cubren suicidios? Lo es. Pero también lo son, a simple vista, la mayor parte de las conclusiones a las que llega el flamante libro de Stephen Levitt y Steven Dubner, Superfreakonomics .

Sí, el dúo dinámico artífice de Freakonomics -uno de los fenómenos editoriales y de las Ciencias Sociales más llamativos de los últimos años- está de vuelta. La nueva edición llega después de un paréntesis de casi cinco años en los cuales su fórmula fue copiada hasta el hartazgo en el mercado de libros anglosajón: basta poner el título en la librería virtual Amazon.com para ver la cantidad de textos similares que se ofrecen. Pero, inalterables, ellos siguen dispuestos a recoger datos estadísticos sobre temas que van de lo dramático a lo mundano para llegar a resultados totalmente inesperados. Para muchos, lo siguen haciendo mejor que nadie. Superfreakonomics "no sólo es un libro con ideas que vuelan la cabeza, investigación innovadora e investigación periodística de calidad, sino que es también una historia sobre la creatividad y sobre cómo se pueden dar vuelta las verdades establecidas", escribió The Wall Street Journal .

Desde el comienzo de su asociación, Levitt y Dubner contaban con gran prestigio en sus respectivas áreas. Ambos se conocieron cuando la revista dominical de The New York Times envió a Dubner (periodista que también colabora con el New Yorker y que ya había publicado best sellers como Turbulent Souls y Confessions of a hero worshipper ) a hacer una nota de tapa sobre un inusual economista: Stephen Levitt.

Levitt, profesor de la Universidad de Chicago, había saltado a la fama poco antes cuando recibió la medalla de la American Economic Association al mejor economista "sub-40" (el "Nobel Junior" como se la suele llamar) por un trabajo académico muy controvertido, en el cual daba una explicación radicalmente nueva sobre el descenso en la criminalidad en Estados Unidos de los últimos años. Su tesis: una mayor cantidad de abortos en los hogares que eran modelos de adversidad y hervideros de potenciales delincuentes tras el fallo Roe vs. Wade que autorizaba la práctica. En el texto que Dubner publicó en la revista del New York Times , Leavitt se mostraba ideológicamente opuesto a todo esto, pero insistía en que la economía debe reflejar lo que sucede y no lo que debería suceder, y daba varios otros ejemplos considerablemente más alegres.

La nota tuvo una enorme repercusión y distintas editoriales comenzaron a ofrecerles mucho dinero para que escribieran un libro juntos con el espíritu del artículo publicado que, a pesar de lo dramático del tema de fondo, dejaba entrever un humor muy sutil y una actitud iconoclasta que sigue siendo su marca en el orillo.

Cuando empezaron a trabajar juntos no podían imaginar el fenómeno que desatarían: dada la enorme demanda, The New York Times incluso les habilitó un blog ( http://freakonomics.blogs.nytimes.com ) para que siguieran dando explicaciones contraintuitivas sobre fenómenos de la vida cotidiana en base a una ciencia.

"La economía no tiene por qué ser sobre inflación o tasas de interés. Además, ¡Steven Leavitt ni siquiera sabe mucho de inflación o tasas de interés!", explicó Dubner durante un encuentro con esta redactora cuando salió Freakonomics .

En Superfreakonomics los autores también se niegan a analizar fenómenos macro, vanagloriándose en la introducción de que se trata de uno de los pocos libros de economía publicados este año que ignoran radicalmente la crisis. "¿Por qué? Porque la macroeconomía y sus múltiples partes, móviles y complejas, simplemente no son de nuestro dominio", aclaran en la introducción, para luego agregar que, dados los hechos de público conocimiento ocurridos en el mundo financiero recientemente, uno debería preguntarse si serán del dominio de alguien.

Con status de estrellas
Con sus anteojos redondos, rulos oscuros y el libro que estaba reseñando en ese momento bajo el brazo, Dubner no podía ser sino el típico intelectual del Upper West Side neoyorquino. Leavitt, que vive cerca del campus de la Universidad de Chicago, cultivaba, en cambio, en las palabras del propio Dubner, el look " high nerd " ("alto tragalibros").

Casi cuatro años después, el tiempo parece no haberles pasado, pero el status de estrellas que tienen ahora es incontestable, no sólo en el ámbito popular, sino también en el académico. Prueba de esto fue una reciente conferencia que dieron en la London School of Economics (LSE) con motivo de su nueva colaboración. Tal fue el furor y la concurrencia que el chiste que circulaba era que se debía haber cambiado el nombre de la institución a London School of Freakonomics (LSF) aunque fuera por el día.

¿De qué trata el nuevo libro? El subtítulo adelanta: "Enfriamiento global, prostitutas patrióticas y las razones por las cuales un terrorista que piensa cometer un atentado suicida debería sacar un seguro de vida" y, como en el libro anterior, se utilizan estudios propios de Levitt así como los de otros economistas que no han llegado al oído del gran público. En cuanto a las críticas, el capítulo sobre el enfriamiento global, que va directamente en contra de muchas de las suposiciones con las que se maneja Al Gore, ya ha levantado una enorme polémica y se ha acusado a los autores de reduccionistas en un tema complejo. En cambio fue muy bien recibido su manejo sobre la economía del sexo para el cual, como prueba de su popularidad sin límites, una prostituta que había leído Freakonomics se contactó con ellos ofreciéndoles colaborar con el nuevo proyecto.

También fue altamente ponderado el capítulo dedicado al terrorismo, donde explican, como parte de un análisis mucho más complejo, que un potencial terrorista suicida es mucho menos propenso a tener un seguro de vida que la media, por lo cual el que quiera encubrirse debería sacarlo.

Pero hay varios temas más. Por ejemplo, supongamos -parafraseando el estilo narrativo bien accesible de los autores- que estamos de visita en la casa de un amigo en EE.UU. y bebemos unas copas de más. Le avisamos, entonces, al dueño de casa que volveremos a pie las cuadras que nos separan del hotel en vez de hacerlo manejando, una decisión que todos los invitados aplauden. Pero, ¿no se estarán apresurando? Manejar borracho es tremendamente riesgoso, pero, ¿qué hay de caminar borracho?

En Superfreakonomics se sugiere prestar atención a ciertas estadísticas habitualmente dejadas de lado que, combinadas, indican que, por milla, es ocho veces más probable que muera alguien que camina borracho por la calle que alguien que conduce borracho.

Reconocen, claro, una diferencia importante. Quien camina borracho se acostará a dormir la siesta en las vía del tren o se lanzará a correr a través de una autopista, pero es poco probable que lastime o mate a un tercero, a diferencia de quien está al volante en el mismo estado de intoxicación. En los accidentes mortales que involucran alcohol, el 36 por ciento de las víctimas son peatones, pasajeros u otros conductores. Pero lo interesante es que, aun así, e introduciendo la muerte de inocentes en la ecuación, Levitt y Dubner explican que caminar borracho lleva a cinco veces más muertes en total por milla que manejar borracho.

"Al dejar la fiesta, entonces, debería estar claro: manejar borracho es más seguro que caminar borracho", sostienen los freakonomistas. Pero aclaran que mucho más seguro aún es no tomar tanto, o llamar a un taxi, ésas son las decisiones que los amigos deberían aplaudir.

Recientemente, la revista Time colocó a Levitt (quien reconoce la herencia del Nobel de economía Gary Becker en su análisis) en la lista de las "Cien personas que modelan nuestro mundo". De hecho, si Freakonomics tuvo tan extraordinario éxito , fue en parte por su habilidad para convertir un tema árido en lectura accesible para una audiencia de gente interesada, pero no especializada, como años antes lo había hecho de Simon Singh con las matemáticas en El enigma de Fermat .

Con este nuevo libro, sin embargo, han recibido duras críticas que señalan, sobre todo, la falta de seriedad y los errores en el tema del calentamiento global. The New Republic llegó a decir que "lo triste es que Dubner y Levitt ni siquiera se insertan en el campo del escepticismo climático sofisticado. Sólo muestran una falta de voluntad básica de siquiera conocer el tema en términos generales". Y concluye, lapidaria, con un lamento "a los díscolos ya no los hacen como antes".

Juana Libedinsky
© LA NACION

Quiénes son
Steven D. Levitt:
Realizó sus estudios de Economía en Harvard y en el M.I.T., desde 1997 es profesor en forma ininterrumpida. En 2004 fue reconocido como uno de los economistas más influyentes menores de 40 años.

Stephen J. Dubner:
Como periodista ha trabajado para medios tales como The New Yorker, The New York Times Magazine y Time ; también ha escrito numerosos libros. El primero, Highlights por children , cuando tenía 11 años.

20 de diciembre de 2009

Manuel Mujica Lainez en A Fondo

Ponganse cómodos y disfruten de esta excelente entrevista a uno de los mejores escritores argentinos.
La entrevista completa en el programa A fondo de la TVE.
Saludos!




Aqui pueden leer su biografia: Manuel Mujica Lainez en Al Margen

Aqui pueden leer un cuento del autor:El hombrecito del azulejo

15 de diciembre de 2009

Carlos Ruiz Zafòn / Entrevista

“El éxito no es una cuestión de ingredientes, como los flanes”

Según cuentan las cifras, “La sombra del viento” es “el mayor éxito mundial de la novela española contemporánea”: siete millones de ejemplares vendidos en 5o países en sólo cinco años. Ruiz Zafón, 41 años, irónico y poco amigo de los estereotipos, no se siente impresionado.
El encuentro sucede en entorno de la Sagrada Familia (Barcelona) o el barrio de CRZ (así firma). No imaginen que se trata de un cubículo de acceso críptico y paredes rezumantes, transido de niebla. Nada. Esto (su estudio) es un piso moderno que huele a casa nueva prematuramente descuidada; concedamos, tal vez esté poco aireada porque en ella se concitan cada noche las pasiones del genio: música y literatura. Sus habitantes son dragones. Pero no, tampoco imaginen dragones telúricos surgidos de las entrañas de la tierra en llamas. Bah, muñecotes de cómic, y hasta los hay de tebeo, aunque el fotero y una misma nos hayamos afanado en buscar los más terribles para la foto.
CRZ es un niño grande. Tierno y tremendamente grande: un hijo aventajado de su generación, ésta que nació en los 60 y que asomada a la adolescencia se dio de bruces con un mundo que nadie osara contarle. No, no me digan que lo mismo se repite cada decenio en cualquier lugar, porque no: entre unos padres de posguerra civil española y un hijo adolescente postfranquista median varios decenios pero una sola generación. Así que a CRZ le tocó ser el raro.
Y a ver si pillan ustedes pronto la mordacidad de sus respuestas, porque a mí me ha llevado un rato (por veces, cierto sinsabor).

Había nacido normal (clase media, barrio medio, tardofranquismo y mediocridad la-la-la) y creció con conciencia de raro, sí: "El colegio me aburría". Jesuitas de mano blanda (máxima liberalidad de la Iglesia por entonces, hoy perdida) y 3.000 alumnos baby-boom sin rastro de rebeldía. "Una fábrica de galletas". ¿Cómo dice? "Sí, de galletas". Mariafontaneda, sin duda, que le aburrían, "tiempo de espera"; y él, ya se sabe, ocupó el tiempo dibujando y contando a los niños historias de miedo que inventaba y hacía creíbles, los niños aterrorizados y las madres protestando en tutorías.
Había nacido con suerte y no la desdeñó: salió de la factoría y corrió, a facultades donde no encontró nada (Ciencias de la Información, un solo año) y, fuera ya, vampiros rifándose su talento (agencias de publicidad) y él, sus pesetas. Creció dibujando historias, fascinado por la estructura. Y ¿qué es la estructura? "Matemáticas, música, arquitectura: todo lo que está bien hecho". Estudió música por su cuenta (aprendió piano como quien aprehende el manejo del teclado con método ciego y, esto sí, lo lamenta) y aquí nos tienen, vísperas de Sant Jordi, escuchando en su cueva (vacía) de dragones la banda sonora que él mismo compuso para escribir La sombra del viento. Llega el sonido desde el ordenador y, en su pantalla, Los Ángeles, L.A., California, USA, el no lugar donde el tierno niño grande ha encontrado por fin su sitio.

El mundo entero está en Los Ángeles, un lugar donde se vive entre aquí y allí, un sitio y otro, no hay un núcleo preciso, entre Beverly Hills y West Hollywood.

Un poco como es su vida ahora.
Sí, de aquí para allá.

Será por eso que no tiene hijos.
Mis hijos son los libros.

¿Cómo se siente cuando le llaman "niño prodigio de la literatura", a sus 41 años?
No sabía que nadie me llamara así. Me lo tomaré como una gentileza para con mi encanto juvenil.

De su infancia cuenta sobre todo que fue una casa frente a la Sagrada Familia. Si la infancia es la patria del escritor, ¿qué significa esa casa?
Era el domicilio familiar en el que me crié, un edificio cualquiera de pisos en El Ensanche barcelonés. Yo diría que la patria del escritor, y del lector, es quizás la memoria, porque el ser humano será 75% agua, pero el resto es lo que recordamos. Mi memoria es de DVD: tengo la desgracia de acordarme de todo.

La arquitectura, que tanto peso tiene en su literatura, ¿puede acaso hacernos mejores o peores?
La arquitectura sostiene, pero lo que nos hace mejores o peores como personas son, por un lado, las cartas que nos da la vida, que no las elegimos, y por otro, cómo las jugamos, que sí depende de nosotros. Aunque lo que apunta es interesante: habría que ver hasta qué punto el espacio personal, o la falta de él en estos días de viviendas minúsculas y de generaciones enteras que no pueden ni acceder a tener su propio hogar, nos condiciona como personas. Probablemente es más difícil ser una buena persona y un ciudadano ejemplar cuando se vive en una pocilga de 20 metros cuadrados.

Zafón, tengo entendido que fue usted un niño asaz brillante, pitagoritas, ¿se recuerda insoportable?
En absoluto. Era un encanto y un modelo de urbanidad y civismo. Más o menos como hoy.

¿Su éxito estaba escrito?, ¿lo supo desde niño, como Daniel [personaje coprotagonista de La sombra del viento]?
Me parece que el éxito se lo escribe uno, trabajando. De niño nunca tuve la certeza de que fuera a tener o no éxito. No creo que nadie la tenga: en esa época uno tiene sueños y aspiraciones más o menos imposibles. Pero sí tenía una firme ambición.

Si "la casualidad no existe", como tantas veces se dice en la novela, ¿qué margen tiene la voluntad de uno frente al destino?
Las personas acabamos siendo lo que somos por propia mano. No creo que haya un destino prefijado que nos gobierne, como mucho será el inconsciente, que es difícil de dominar, pero hay que hacer el esfuerzo.

¿Usted domina el suyo?
Intento que no me domine a mí y supongo que, con el tiempo, he acabado conociéndome bastante bien, sí.

Sigo su biografía. Atrás el colegio de jesuitas, sus pasos fueron bien certeros: a)Ciencias de la Información, b) agencias de publicidad, y c) cine en la meca del cine. ¿No son éstos los mimbres de la literatura que hoy vende, los infalibles ingredientes del éxito?
No. La literatura que vende, desde los días de Cervantes y Shakespeare, es la que cuenta historias de un modo eficaz y profesional. No creo que el éxito sea una cuestión de ingredientes. Eso son los flanes de sobre. Los éxitos o los fracasos son algo más complicados.

¿Le descubrieron los jóvenes o usted descubrió el filón del lector joven?
No creo que los jóvenes sean un filón. Son lectores, acaso más avispados, menos pacientes e infinitamente menos proclives a aceptar los prejuicios y el esnobismo que tan a menudo emboba la percepción del mundo literario de los mal llamados adultos.

Ruiz Zafón, anuncian, el escritor español de mayor éxito del siglo XXI. Sin embargo a usted el suceso no le ha conmovido, dice, porque llevaba tiempo en esto aunque nadie hable del éxito de sus novelas de juventud. ¿Por eso ha vendido sus derechos a Planeta, para que se sepa?
No se precipite, que el siglo XXI acaba de empezar y habrá quien tenga más éxito que yo. Las cuatro novelas juveniles que publiqué antes de La sombra del viento nunca estuvieron ni bien editadas ni bien distribuidas, y lo que ahora quiero, como cualquier escritor, no es que se hable de ellas, sino que se lean y se disfruten.

Usted mismo ha contado que La sombra del viento no fue un hallazgo de Planeta. ¿De quién era aquella mano que contra toda norma abrió su plica en el fallo del premio Fernando Lara 2000 y se empeñó en que la editorial le publicara?
La historia empieza en manos de una lectora de Planeta que estaba seleccionando originales que se presentaban al premio Fernando Lara. Ella fue la primera descubridora de la novela, que paulatinamente pasó de mano en mano dentro de la editorial, hasta llegar al jurado donde, a través de la generosa actuación del tristemente fallecido Terenci Moix, su existencia se hizo pública y se transmitió a Planeta la recomendación de publicarla.

En principio fue el boca/oreja lo que hizo funcionar el libro, pero ahora, muy al contrario, CRZ vive en un sin parar, de aquí a la China y lo sucesivo. ¿La promoción puede llegar a secarle el cerebro a uno?
Yo creo que el cerebro se seca más de no usarlo, no de viajar y ver mundo. Es un privilegio poder promocionar tu obra en tan diferentes países donde despierta interés y es muy bien acogida; aunque a veces se coma tiempo y energía, es enriquecedor.

¿Por qué entonces decide no dar más entrevistas en España? ¿No teme que pueda considerarse soberbia, con 41 años y una sola novela adulta?
No creo que sea soberbia, sino más bien un deseo de no aburrir. Entiendo que un escritor debe conceder entrevistas cuando publica una obra, cosa que yo no hago desde hace ya un tiempo. Además, estoy trabajando en una nueva novela y creo que es más sensato dedicar mi tiempo a ello que a aparecer en los medios diciendo bobadas, que es lo que uno acaba haciendo siempre.

El éxito no le ha volado la cabeza, ¿y el dinero, cómo le ha cambiado, le ha hecho más conservador?
El éxito no me ha volado nada, ni la cabeza ni los pies. Soy el mismo y sigo haciendo lo mismo: contar historias. En todo caso, más que volverme conservador, lo que me produce la buena acogida de los lectores es un sentimiento de gratitud y serenidad, porque me confirma que aquello que intento hacer tiene una cabida en el mundo: puedo alegrar un poquito la vida de algunos semejantes.

Se espera su segunda entrega para dentro de un año: mismo escenario, apenas 30 años atrás, misma música o tonalidad, algunos personajes que vuelven. Ahora que tiene los lectores garantizados, ¿no le apetecería arriesgarse con distintas texturas?
Debería darle un tirón de orejas a sus informadores: ni es el mismo escenario ni la misma música ni servicio de cocina. Y los lectores nunca están garantizados, y siempre existen riesgos y nuevas texturas, en cada párrafo. Cada libro es un paso adelante y, aunque la próxima novela esté ligada de algún modo al mundo misterioso y gótico de La sombra del viento, eso no significa que sea fotocopia ni secuela.

Dice que su Barcelona gótica, cruel y misteriosa sucumbe bajo los efluvios de una ciudad falsa, divertida y rutilante. ¿Esto no lo para ni el Gobierno de izquierdas?
No recuerdo haber dicho eso, pero si lo he hecho me parece una bobada monumental. Lo que yo llamo "mi Barcelona gótica" es simplemente un escenario literario, una estilización creada a efectos puramente narrativos, no es un reflejo de la ciudad real.

¿Le augura al tripartito una pronta ruptura en tres?
Mis talentos de pitonisa son muy limitados y por eso no puedo augurar roturas, ni siquiera esguinces, a nadie. Además, estas cosas son como el turrón de almendras, nunca se rompen por donde uno espera, y eso forma parte del encanto.

Me tranquiliza apreciar que se dulcifica usted, con el turrón. Tengo entendido, y espero no volver a "confundirme", que anda cabreado con el resurgir de viejos nacionalismos y rancias y crispadas derechonas, pero ¿no era éste nuestro carácter cainita; idiosincrasia, sin más?
No se lo tome a mal, pero me temo que lo de cabreado es licencia poética suya. Yo me siento bastante tranquilo; acaso por el efecto sedante de sus preguntas. Y en referencia a esos síntomas que apunta, quizá lo que estoy es decepcionado, porque ingenuamente había creído que nuestro proceso histórico nos había permitido avanzar hacia una versión más racional, serena y honesta de nosotros mismos.

Dice que se siente un marciano en este país y se vuelve a Los Ángeles, ¿acaso el sistema Bush se acerca más a su sensibilidad?
No me siento un marciano ni en este país ni en ningún otro.

Voy a darle de una vez por todas una cita textual: "Pronto regresaré a Estados Unidos. No me interesan las cosas que hoy suceden aquí, me siento como un marciano" (Style Magazine, número de marzo). ¿A quién reclamamos la respuesta, a Gianni Valenti, que firma la entrevista, o al departamento de quejas de Iberia, si tal?
Si reclama usted a compañías aéreas le deseo suerte y paciencia: yo ya me he aprendido esa lección. La que no me he aprendido es la de responder a preguntas en entrevistas donde no se transcribe exactamente lo que uno dice, sino una aproximación fuera de contexto y de tono; de modo que lo que era una broma, aparece como una sentencia bobalicona y hueca. La culpa es mía, por hacer generalizaciones y bromas banales, y no de Gianni, que es un tipo estupendo y un gran periodista.

Permítame que insista, ¿el sistema Bush le pone?
He vivido 11 años en California, que tiene tanto que ver con "el sistema Bush" como la velocidad con el tocino. Allí tengo buenos amigos y experiencias vitales claves. Allí encontré un hogar y muchísimas cosas, no de orden político ni religioso ni tribal, infinitamente interesantes, estimulantes y muy próximas a mi sensibilidad personal y mis intereses. Yo, que para esto de los sistemas soy bastante escéptico, diría que los pueblos son infinitamente más grandes que sus gobernantes transitorios y, en los casos en que esos gobernantes son particularmente minúsculos, aún más.

La sombra del viento es algo así como un grito contra la destrucción de la Historia y la justificación, por tanto, del neoliberalismo a ultranza, donde ¿el Cementerio de los Libros es un trasunto de la memoria?
Me encanta cuando se pone usted apocalíptica, aunque me ha asustado un poco con eso del neoliberalismo a ultranza. El Cementerio de los Libros Olvidados es ciertamente una metáfora transparente de la memoria, de libros e ideas, personas y mundos olvidados. La falsificación de la Historia y la invención de un pasado que nunca fue para justificar un presente y un futuro que nunca debió ser, es algo muy viejo, una industria en sí misma.

"Odiar de veras es un talento que se aprende con los años" [cita de la novela], ¿lo ha conseguido ya o prefiere conservarse inmaduro?
Son palabras de un personaje de la novela, no mías. Pero yo me temo que tengo la cabeza un tanto fría para el odio, que me parece una pérdida de tiempo y energía y, en general, un error estratégico.

La fascinación por el mal, lo prohibido, el maligno, es patrimonio común, pero en su caso (en su literatura al menos) es tan pronunciada que me gustaría preguntarle si tiene relación con algún episodio vital, ¿lo ha analizado?
A riesgo de generalizar y banalizar, lo que llamamos "el mal" es parte de nuestra propia naturaleza y del equilibro y la lucha constante de las cosas. Como narrador, lógicamente, me interesa y lo empleo. Y como persona, sin duda, lo veo constantemente, siempre presente a su manera: esa manera mediocre, hipócrita, codiciosa, envidiosa y maliciosa que nos recuerda las miserias que cada uno tenemos dentro.

¿Cómo lo lleva con su atracción por el mal, la repugnancia del propio deseo?
Me temo que me confunde usted con el Profesor Moriarty o con el Conde Drácula. Pero yo en general me llevo divinamente con todas mis atracciones.

. Me llama la atención que, después de tanta repercusión, se sepa tan poco de su historia personal. ¿Cuánto hay de usted en el niño que nace al mundo al saber que es un hijo putativo?
Pues nada. No soy hijo putativo ni ilegítimo ni adoptado. Mi historia es mucho más común y similar a la de la mayoría, desprovista de todo melodrama: crecí dentro de mi propia familia, con mi padre, mi madre y un hermano mayor.

¿Tuvo la familia algo que ver con su literatura?
No. Mi padre es aficionado a la lectura, pero el tema no es una tradición familiar. A mi familia, en general a la gente, siempre les parecí un raro: nunca han sabido dónde ponerme.

¿Daniel era usted?
No. El personaje de la novela que más se me parece es Julián Carax, que a ratos es casi una caricatura de mí mismo. Preferiría parecerme a Daniel, que es una versión amable de mí, pero lamentablemente soy más escéptico. En el fondo, hay cosas mías en todos los personajes de la historia: siempre son parte de uno mismo.

¿Los reencontraremos algún día?
Tal vez. Dese un paseo por las Ramblas, o váyase de librerías de viejo y seguro que tropieza con Daniel y con Fermín, en alguna de sus aventuras secretas. De Daniel respondo, pero con Fermín allá se las apañe usted solita...

10 de diciembre de 2009

El Horla / Guy de Maupassant


EL HORLA
Por Guy de Maupassant

8 de mayo

¡Qué hermoso día! He pasado toda la mañana tendido sobre la hierba, delante de mi casa, bajo el enorme plátano que la cubre, la resguarda y le da sombra. Adoro esta región, y me gusta vivir aquí porque he echado raíces aquí, esas raíces profundas y delicadas que unen al hombre con la tierra donde nacieron y murieron sus abuelos, esas raíces que lo unen a lo que se piensa y a lo que se come, a las costumbres como a los alimentos, a los modismos regionales, a la forma de hablar de sus habitantes, a los perfumes de la tierra, de las aldeas y del aire mismo.

Adoro la casa donde he crecido. Desde mis ventanas veo el Sena que corre detrás del camino, a lo largo de mi jardín, casi dentro de mi casa, el grande y ancho Sena, cubierto de barcos, en el tramo entre Ruán y El Havre.

A lo lejos y a la izquierda, está Ruán, la vasta ciudad de techos azules, con sus numerosas y agudas torres góticas, delicadas o macizas, dominadas por la flecha de hierro de su catedral, y pobladas de campanas que tañen en el aire azul de las mañanas hermosas enviándome su suave y lejano murmullo de hierro, su canto de bronce que me llega con mayor o menor intensidad según que la brisa aumente o disminuya.

¡Qué hermosa mañana!

A eso de las once pasó frente a mi ventana un largo convoy de navíos arrastrados por un remolcador grande como una mosca, que jadeaba de fatiga lanzando por su chimenea un humo espeso.

Después, pasaron dos goletas inglesas, cuyas rojas banderas flameaban sobre el fondo del cielo, y un soberbio bergantín brasileño, blanco y admirablemente limpio y reluciente. Saludé su paso sin saber por qué, pues sentí placer al contemplarlo.

11 de mayo

Tengo algo de fiebre desde hace algunos días. Me siento dolorido o más bien triste.

¿De dónde vienen esas misteriosas influencias que trasforman nuestro bienestar en desaliento y nuestra confianza en angustia? Diríase qué el aire, el aire invisible, está poblado de lo desconocido, de poderes cuya misteriosa proximidad experimentamos. ¿Por qué al despertarme siento una gran alegría y ganas de cantar, y luego, sorpresivamente, después de dar un corto paseo por la costa, regreso desolado como si me esperase una desgracia en mi casa? ¿Tal vez una ráfaga fría al rozarme la piel me ha alterado los nervios y ensombrecido el alma? ¿Acaso la forma de las nubes o el color tan variable del día o de las cosas me ha perturbado el pensamiento al pasar por mis ojos? ¿Quién puede saberlo? Todo lo que nos rodea, lo que vemos sin mirar, lo que rozamos inconscientemente, lo que tocamos sin palpar y lo que encontramos sin reparar en ello, tiene efectos rápidos, sorprendentes e inexplicables sobre nosotros, sobre nuestros órganos y, por consiguiente, sobre nuestros pensamientos y nuestro corazón.

¡Cuán profundo es el misterio de lo Invisible! No podemos explorarlo con nuestros mediocres sentidos, con nuestros ojos que no pueden percibir lo muy grande ni lo muy pequeño, lo muy próximo ni lo muy lejano, los habitantes de una estrella ni los de una gota de agua. . . con nuestros oídos que nos engañan, trasformando las vibraciones del aire en ondas sonoras, como si fueran hadas que convierten milagrosamente en sonido ese movimiento, y que mediante esa metamorfosis hacen surgir la música que trasforma en canto la muda agitación de la naturaleza... con nuestro olfato, más débil que el del perro... con nuestro sentido del gusto, que apenas puede distinguir la edad de un vino.

¡Cuántas cosas descubriríamos a nuestro alrededor si tuviéramos otros órganos que realizaran para nosotros otros milagros!

16 de mayo

Decididamente, estoy enfermo. ¡Y pensar que estaba tan bien el mes pasado! Tengo fiebre, una fiebre atroz, o, mejor dicho, una nerviosidad febril que afecta por igual el alma y el cuerpo. Tengo continuamente la angustiosa sensación de un peligro que me amenaza, la aprensión de una desgracia inminente o de la muerte que se aproxima, el presentimiento suscitado por el comienzo de un mal aún desconocido que germina en la carne y en la sangre.

18 de mayo

Acabo de consultar al médico pues ya no podía dormir. Me ha encontrado el pulso acelerado, los ojos inflamados y los nervios alterados, pero ningún síntoma alarmante. Debo darme duchas y tomar bromuro de potasio.

25 de mayo

¡No siento ninguna mejoría! Mi estado es realmente extraño. Cuando se aproxima la noche, me invade una inexplicable inquietud, como si la noche ocultase una terrible amenaza para mí. Ceno rápidamente y luego trato de leer, pero no comprendo las palabras y apenas distingo las letras. Camino entonces de un extremo a otro de la sala sintiendo la opresión de un temor confuso e irresistible, el temor de dormir y el temor de la cama. A las diez subo a la habitación. En cuanto entro, doy dos vueltas a la llave y corro los cerrojos; tengo miedo. . . ¿de qué?. . . Hasta ahora nunca sentía temor por nada. . . abro mis armarios, miro debajo de la cama; escucho... escucho... ¿qué?... ¿Acaso puede sorprender que un malestar, un trastorno de la circulación, y tal vez una ligera congestión, una pequeña perturbación del funcionamiento tan imperfecto y delicado de nuestra máquina viviente, convierta en un melancólico al más alegre de los hombres y en un cobarde al más valiente? Luego me acuesto y espero el sueño como si esperase al verdugo. Espero su llegada con espanto; mi corazón late intensamente y mis piernas se estremecen; todo mi cuerpo tiembla en medio del calor de la cama hasta el momento en que caigo bruscamente en el sueño como si me ahogara en un abismo de agua estancada. Ya no siento llegar como antes a ese sueño pérfido, oculto cerca de mi, que me acecha, se apodera de mi cabeza, me cierra los ojos y me aniquila.

Duermo durante dos o tres horas, y luego no es un sueño sino una pesadilla lo que se apodera de mí. Sé perfectamente que estoy acostado y que duermo. . . lo comprendo y lo sé. . . y siento también que alguien se aproxima, me mira, me toca, sube sobre la cama, se arrodilla sobre mi pecho y tomando mi cuello entre sus manos aprieta y aprieta... con todas sus fuerzas para estrangularme.

Trato de defenderme, impedido por esa impotencia atroz que nos paraliza en los sueños: quiero gritar y no puedo; trato de moverme y no puedo; con angustiosos esfuerzos y jadeante, trato de liberarme, de rechazar ese ser que me aplasta y me asfixia, ¡pero no puedo!

Y de pronto, me despierto enloquecido y cubierto de sudor. Enciendo una bujía. Estoy solo.

Después de esa crisis, que se repite todas las noches, duermo por fin tranquilamente hasta el amanecer.

2 de junio

Mi estado se ha agravado. ¿Qué es lo que tengo? El bromuro y las duchas no me producen ningún efecto. Para fatigarme más, a pesar de que ya me sentía cansado, fui a dar un paseo por el bosque de Roumare. En un principio, me pareció que el aire suave, ligero y fresco, lleno de aromas de hierbas y hojas vertía una sangre nueva en mis venas y nuevas energías en mi corazón. Caminé por una gran avenida de caza y después por una estrecha alameda, entre dos filas de árboles desmesuradamente altos que formaban un techo verde y espeso, casi negro, entre el cielo y yo.

De pronto sentí un estremecimiento, no de frío sino un extraño temblor angustioso. Apresuré el paso, inquieto por hallarme solo en ese bosque, atemorizado sin razón por el profundo silencio. De improviso, me pareció que me seguían, que alguien marchaba detrás de mí, muy cerca, muy cerca, casi pisándome los talones.

Me volví hacia atrás con brusquedad. Estaba solo. Únicamente vi detrás de mí el resto y amplio sendero, vacío, alto, pavorosamente vacío; y del otro lado se extendía también hasta perderse de vista de modo igualmente solitario y atemorizante.

Cerré los ojos, ¿por qué? Y me puse a girar sobre un pie como un trompo. Estuve a punto de caer; abrí los ojos: los árboles bailaban, la tierra flotaba, tuve que sentarme. Después ya no supe por dónde había llegado hasta allí. ¡Qué extraño! Ya no recordaba nada. Tomé hacia la derecha, y llegué a la avenida que me había llevado al centro del bosque.

3 de junio

He pasado una noche horrible. Voy a irme de aquí por algunas semanas. Un viaje breve sin duda me tranquilizará.

2 de julio

Regreso restablecido. El viaje ha sido delicioso. Visité el monte Saint-Michel que no conocía.

¡Qué hermosa visión se tiene al llegar a Avranches, como llegué yo al caer la tarde! La ciudad se halla sobre una colina. Cuando me llevaron al jardín botánico, situado en un extremo de la población, no pude evitar un grito de admiración. Una extensa bahía se extendía ante mis ojos hasta el horizonte, entre dos costas lejanas que se esfumaban en medio de la bruma, y en el centro de esa inmensa bahía, bajo un dorado cielo despejado, se elevaba un monte extraño, sombrío y puntiagudo en las arenas de la playa. El sol acababa de ocultarse, y en el horizonte aún rojizo se recortaba el perfil de ese fantástico acantilado que lleva en su cima un fantástico monumento.

Al amanecer me dirigí hacia allí. El mar estaba bajo como la tarde anterior y a medida que me acercaba veía elevarse gradualmente a la sorprendente abadía. Luego de varias horas de marcha, llegué al enorme bloque de piedra en cuya cima se halla la pequeña población dominada por la gran iglesia. Después de subir por la calle estrecha y empinada, penetré en la más admirable morada gótica construida por Dios en la tierra, vasta como una ciudad, con numerosos recintos de techo bajo, como aplastados por bóvedas y galerías superiores sostenidas por frágiles columnas. Entré en esa gigantesca joya de granito, ligera como un encaje, cubierta de torres, de esbeltos torreones, a los cuales se sube por intrincadas escaleras, que destacan en el cielo azul del día y negro de la noche sus extrañas cúpulas erizadas de quimeras, diablos, animales fantásticos y flores monstruosas, unidas entre sí por finos arcos labrados.

Cuando llegué a la cumbre, dije al monje que me acompañaba:

—¡Qué bien se debe estar aquí, padre!

—Es un lugar muy ventoso, señor—me respondió. Y nos pusimos a conversar mientras mirábamos subir el mar, que avanzaba sobre la playa y parecía cubrirla con una coraza de acero.

El monje me refirió historias, todas las viejas historias del lugar, leyendas, muchas leyendas.

Una de ellas me impresionó mucho. Los nacidos en el monte aseguran que de noche se oyen voces en la playa y después se perciben los balidos de dos cabras, una de voz fuerte y la otra de voz débil. Los incrédulos afirman que son los graznidos de las aves marinas que se asemejan a balidos o a quejas humanas, pero los pescadores rezagados juran haber encontrado merodeando por las dunas, entre dos mareas y alrededor de la pequeña población tan alejada del mundo, a un viejo pastor cuya cabeza nunca pudieron ver por llevarla cubierta con su capa, y delante de él marchan un macho cabrío con rostro de hombre y una cabra con rostro de mujer; ambos tienen largos cabellos blancos y hablan sin cesar: discuten en una lengua desconocida, interrumpiéndose de pronto para balar con todas sus fuerzas.

—¿Cree usted en eso?—pregunté al monje.

—No sé—me contestó.

Yo proseguí:

—Si existieran en la tierra otros seres diferentes de nosotros, los conoceríamos desde hace mucho tiempo; ¿cómo es posible que no los hayamos visto usted ni yo?

—¿Acaso vemos—me respondió—la cienmilésima parte de lo que existe? Observe por ejemplo el viento, que es la fuerza más poderosa de la naturaleza; el viento, que derriba hombres y edificios, que arranca de cuajo los árboles y levanta montañas de agua en el mar, que destruye los acantilados y que arroja contra ellos a las grandes naves, el viento que mata, silba, gime y ruge, ¿acaso lo ha visto alguna vez? ¿Acaso lo puede ver? Y sin embargo existe.

Ante este sencillo razonamiento opté por callarme. Este hombre podía ser un sabio o tal vez un tonto. No podía afirmarlo con certeza, pero me llamé a silencio. Con mucha frecuencia había pensado en lo que me dijo.

3 de julio

Dormí mal; evidentemente, hay una influencia febril, pues mi cochero sufre del mismo mal que yo. Ayer, al regresar, observé su extraña palidez. Le pregunté:

—¿Qué tiene, Jean?

—Ya no puedo descansar; mis noches desgastan mis días. Desde la partida del señor parece que padezco una especie de hechizo.

Los demás criados están bien, pero temo que me vuelvan las crisis.

4 de julio

Decididamente, las crisis vuelven a empezar. Vuelvo a tener las mismas pesadillas. Anoche sentí que alguien se inclinaba sobre mí y con su boca sobre la mía, bebía mi vida. Sí, la bebía con la misma avidez que una sanguijuela. Luego se incorporó saciado, y yo me desperté tan extenuado y aniquilado, que apenas podía moverme. Si eso se prolonga durante algunos días volveré a ausentarme.

5 de julio

¿He perdido la razón? Lo que pasó, lo que vi anoche, ¡es tan extraño que cuando pienso en ello pierdo la cabeza!

Había cerrado la puerta con llave, como todas las noches, y luego sentí sed, bebí medio vaso de agua y observé distraídamente que la botella estaba llena.

Me acosté en seguida y caí en uno de mis espantosos sueños del cual pude salir cerca de dos horas después con una sacudida más horrible aún. Imagínense ustedes un hombre que es asesinado mientras duerme, que despierta con un cuchillo clavado en el pecho, jadeante y cubierto de sangre, que no puede respirar y que muere sin comprender lo que ha sucedido.

Después de recobrar la razón, sentí nuevamente sed; encendí una bujía y me dirigí hacia la mesa donde había dejado la botella. La levanté inclinándola sobre el vaso, pero no había una gota de agua. Estaba vacía, ¡completamente vacía! Al principio no comprendí nada, pero de pronto sentí una emoción tan atroz que tuve que sentarme o, mejor dicho, me desplomé sobre una silla. Luego me incorporé de un salto para mirar a mi alrededor. Después volví a sentarme delante del cristal trasparente, lleno de asombro y terror. Lo observaba con la mirada fija, tratando de imaginarme lo que había pasado. Mis manos temblaban. ¿Quién se había bebido el agua? Yo, yo sin duda. ¿Quién podía haber sido sino yo? Entonces... yo era sonámbulo, y vivía sin saberlo esa doble vida misteriosa que nos hace pensar que hay en nosotros dos seres, o que a veces un ser extraño, desconocido e invisible anima, mientras dormimos, nuestro cuerpo cautivo que le obedece como a nosotros y más que a nosotros.

¡Ah! ¿Quién podrá comprender mi abominable angustia? ¿Quién podrá comprender la emoción de un hombre mentalmente sano, perfectamente despierto y en uso de razón al contemplar espantado una botella que se ha vaciado mientras dormía? Y así permanecí hasta el amanecer sin atreverme a volver a la cama.

6 de julio

Pierdo la razón. ¡Anoche también bebieron el agua de la botella, o tal vez la bebí yo!

10 de julio

Acabo de hacer sorprendentes comprobaciones. ¡Decididamente estoy loco! Y sin embargo...

El 6 de julio, antes de acostarme puse sobre la mesa vino, leche, agua, pan y fresas. Han bebido —o he bebido—toda el agua y un poco de leche. No han tocado el vino, ni el pan ni las fresas.

El 7 de julio he repetido la prueba con idénticos resultados.

El 8 de julio suprimí el agua y la leche, y no han tocado nada.

Por último, el 9 de julio puse sobre la mesa solamente el agua y la leche, teniendo especial cuidado de envolver las botellas con lienzos de muselina blanca y de atar los tapones. Luego me froté con grafito los labios, la barba y las manos y me acosté.

Un sueño irresistible se apoderó de mí, seguido poco después por el atroz despertar. No me había movido; ni siquiera mis sábanas estaban manchadas. Corrí hacia la mesa. Los lienzos que envolvían las botellas seguían limpios e inmaculados. Desaté los tapones, palpitante de emoción . ¡ Se habían bebido toda el agua y toda la leche! ¡Ah! ¡Dios mío!...

Partiré inmediatamente hacia París.

12 de julio

París. Estos últimos días había perdido la cabeza. Tal vez he sido juguete de mi enervada imaginación, salvo que yo sea realmente sonámbulo o que haya sufrido una de esas influencias comprobadas, pero hasta ahora inexplicables, que se llaman sugestiones. De todos modos, mi extravío rayaba en la demencia, y han bastado veinticuatro horas en París para recobrar la cordura. Ayer, después de paseos y visitas, que me han renovado y vivificado el alma, terminé el día en el Théatre-Francais. Representábase una pieza de Alejandro Dumas hijo. Este autor vivaz y pujante ha terminado de curarme. Es evidente que la soledad resulta peligrosa para las mentes que piensan demasiado. Necesitamos ver a nuestro alrededor a hombres que piensen y hablen. Cuando permanecemos solos durante mucho tiempo, poblamos de fantasmas el vacío.

Regresé muy contento al hotel, caminando por el centro. Al codearme con la multitud, pensé, no sin ironía, en mis terrores y suposiciones de la semana pasada, pues creí, sí, creí que un ser invisible vivía bajo mi techo. Cuán débil es nuestra razón y cuán rápidamente se extravía cuando nos estremece un hecho incomprensible.

En lugar de concluir con estas simples palabras : "Yo no comprendo porque no puedo explicarme las causas", nos imaginamos en seguida impresionantes misterios y poderes sobrenaturales.

14 de julio

Fiesta de la República. He paseado por las calles. Los cohetes y banderas me divirtieron como a un niño. Sin embargo, me parece una tontería ponerse contento un día determinado por decreto del gobierno. El pueblo es un rebaño de imbéciles, a veces tonto y paciente, y otras, feroz y rebelde. Se le dice: "Diviértete". Y se divierte. Se le dice: "Ve a combatir con tu vecino". Y va a combatir. Se le dice: "Vota por el emperador". Y vota por el emperador. Después: "Vota por la República". Y vota por la República.

Los que lo dirigen son igualmente tontos, pero en lugar de obedecer a hombres se atienen a principios, que por lo mismo que son principios sólo pueden ser necios, estériles y falsos, es decir, ideas consideradas ciertas e inmutables, tan luego en este mundo donde nada es seguro y donde la luz y el sonido son ilusorios.

16 de julio

Ayer he visto cosas que me preocuparon mucho. Cené en casa de mi prima, la señora Sablé, casada con el jefe del regimiento 76 de cazadores de Limoges. Conocí allí a dos señoras jóvenes, casada una de ellas con el doctor Parent que se dedica intensamente al estudio de las enfermedades nerviosas y de los fenómenos extraordinarios que hoy dan origen a las experiencias sobre hipnotismo y sugestión.

Nos refirió detalladamente los prodigiosos resultados obtenidos por los sabios ingleses y por los médicos de la escuela de Nancy. Los hechos que expuso me parecieron tan extraños que manifesté mi incredulidad.

—Estamos a punto de descubrir uno de los más importantes secretos de la naturaleza—decía el doctor Parent—, es decir, uno de sus más importantes secretos aquí en la tierra, puesto que hay evidentemente otros secretos importantes en las estrellas. Desde que el hombre piensa, desde que aprendió a expresar y a escribir su pensamiento, se siente tocado por un misterio impenetrable para sus sentidos groseros e imperfectos, y trata de suplir la impotencia de dichos sentidos mediante el esfuerzo de su inteligencia. Cuando la inteligencia permanecía aún en un estado rudimentario, la obsesión de los fenómenos invisibles adquiría formas comúnmente terroríficas. De ahí las creencias populares en lo sobrenatural. Las leyendas de las almas en pena, las hadas, los gnomos y los aparecidos; me atrevería a mencionar incluso la leyenda de Dios, pues nuestras concepciones del artífice creador de cualquier religión son las invenciones más mediocres, estúpidas e inaceptables que pueden salir de la mente atemorizada de los hombres. Nada es más cierto que este pensamiento de Voltaire: "Dios ha hecho al hombre a su imagen y semejanza pero el hombre también ha procedido así con él.

"Pero desde hace algo más de un siglo, parece percibirse algo nuevo. Mesmer y algunos otros nos señalan un nuevo camino y, efectivamente, sobre todo desde hace cuatro o cinco años, se han obtenido sorprendentes resultados."

Mi prima, también muy incrédula, sonreía. El doctor Parent le dijo:

—¿Quiere que la hipnotice, señora?

—Sí; me parece bien.

Ella se sentó en un sillón y él comenzó a mirarla fijamente. De improviso, me dominó la turbación, mi corazón latía con fuerza y sentía una opresión en la garganta. Veía cerrarse pesadamente los ojos de la señora Sablé, y su boca se crispaba y parecía jadear.

Al cabo de diez minutos dormía.

—Póngase detrás de ella—me dijo el médico.

Obedecí su indicación, y él colocó en las manos de mi prima una tarjeta de visita al tiempo que le decía: "Esto es un espejo; ¿qué ve en él?"

—Veo a mi primo—respondió.

—¿Qué hace?

—Se atusa el bigote. —¿ Y ahora ?

-—Saca una fotografía del bolsillo.

—¿Quién aparece en la fotografía?

—Él, mi primo.

¡Era cierto! Esa misma tarde me habían entregado esa fotografía en el hotel.

—¿Cómo aparece en ese retrato?

—Se halla de pie, con el sombrero en la mano. Evidentemente, veía en esa tarjeta de cartulina lo que hubiera visto en un espejo.

Las damas decían espantadas: "¡Basta! ¡Basta, por favor!"

Pero el médico ordenó: "Usted se levantará mañana a las ocho; luego irá a ver a su primo al hotel donde se aloja, y le pedirá que le preste los cinco mil francos que le pide su esposo y que le reclamará cuando regrese de su próximo viaje". Luego la despertó.

Mientras regresaba al hotel pensé en esa curiosa sesión y me asaltaron dudas, no sobre la insospechable, la total buena fe de mi prima a quien conocía desde la infancia como a una hermana, sino sobre la seriedad del médico. ¿No escondería en su mano un espejo que mostraba a la joven dormida, al mismo tiempo que la tarjeta?

Los prestidigitadores profesionales hacen cosas semejantes.

No bien regresé me acosté.

Pero a las ocho y media de la mañana me despertó mi mucamo y me dijo:

—La señora Sablé quiere hablar inmediatamente con el señor.

Me vestí de prisa y la hice pasar.

Sentóse muy turbada y me dijo sin levantar la mirada ni quitarse el velo:

—Querido primo, tengo que pedirle un gran favor.

—¿De qué se trata, prima?

—Me cuesta mucho decirlo, pero no tengo más remedio. Necesito urgentemente cinco mil francos.

—Pero cómo, ¿tan luego usted?

—Sí, yo, o mejor dicho mi esposo, que me ha encargado conseguirlos.

Me quedé tan asombrado que apenas podía balbucear mis respuestas. Pensaba que ella y el doctor Parent se estaba burlando de mí, y que eso podía ser una mera farsa preparada de antemano y representada a la perfección.

Pero todas mis dudas se disiparon cuando la observé con atención. Temblaba de angustia. Evidentemente esta gestión le resultaba muy penosa y advertí que apenas podía reprimir el llanto.

Sabía que era muy rica y le dije:

—¿Cómo es posible que su esposo no disponga de cinco mil francos? Reflexione. ¿Está segura de que le ha encargado pedírmelos a mí?

Vaciló durante algunos segundos como si le costara mucho recordar, y luego respondió:

—Sí... sí... estoy segura.

—¿Le ha escrito?

Vaciló otra vez y volvió a pensar. Advertí el penoso esfuerzo de su mente. No sabía. Sólo recordaba que debía pedirme ese préstamo para su esposo. Por consiguiente, se decidió a mentir.

—Sí, me escribió.

—¿Cuándo? Ayer no me dijo nada.

—Recibí su carta esta mañana.

—¿Puede enseñármela?

—No, no... contenía cosas íntimas... demasiado personales... y la he... la he quemado.

—Así que su marido tiene deudas.

Vaciló una vez más y luego murmuró:

—No lo sé.

Bruscamente le dije:

—Pero en este momento, querida prima, no dispongo de cinco mil francos.

Dio una especie de grito de desesperación:

—¡Ay! ¡Por favor! Se lo ruego! Trate de conseguirlos . . .

Exaltada, unía sus manos como si se tratara de un ruego. Su voz cambió de tono; lloraba murmurando cosas ininteligibles, molesta y dominada por la orden irresistible que había recibido.

—¡Ay! Le suplico... si supiera cómo sufro... los necesito para hoy. Sentí piedad por ella.

—Los tendrá de cualquier manera. Se lo prometo.

—¡Oh! ¡Gracias, gracias! ¡Qué bondadoso es usted !

—¿Recuerda lo que pasó anoche en su casa?—le pregunté entonces.

—Sí.

—¿Recuerda que el doctor Parent la hipnotizó?

— Sí..

—Pues bien, fue él quien le ordenó venir esta mañana a pedirme cinco mil francos, y en este momento usted obedece a su sugestión.

Reflexionó durante algunos instantes y luego respondió:

—Pero es mi esposo quien me los pide. Durante una hora traté infructuosamente de convencerla. Cuando se fue, corrí a casa del doctor Parent. Me dijo:

—¿Se ha convencido ahora?

—Sí, no hay más remedio que creer.

—Vamos a ver a su prima.

Cuando llegamos dormitaba en un sofá, rendida por el cansancio. El médico le tomó el pulso, la miró durante algún tiempo con una mano extendida hacia sus ojos que la joven cerró debido al influjo irresistible del poder magnético.

Cuando se durmió, el doctor Parent le dijo:

—¡Su esposo no necesita los cinco mil francos! Por lo tanto, usted debe olvidar que ha rogado a su primo para que se los preste, y si le habla de eso, usted no comprenderá.

Luego le despertó. Entonces saqué mi billetera.

—Aquí tiene, querida prima. Lo que me pidió esta mañana .

Se mostró tan sorprendida que no me atreví a insistir. Traté, sin embargo, de refrescar su memoria, pero negó todo enfáticamente, creyendo que me burlaba, y poco faltó para que se enojase.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Acabo de regresar. La experiencia me ha impresionado tanto que no he podido almorzar.

19 de julio

Muchas personas a quienes he referido esta aventura se han reído de mí. Ya no sé qué pensar. El sabio dijo: "Quizá".

21 de julio

Cené en Bougival y después estuve en el baile de los remeros. Decididamente, todo depende del lugar y del medio. Creer en lo sobrenatural en la isla de la Grenouillère sería el colmo del desatino... pero ¿no es así en la cima del monte Saint-Michel, y en la India? Sufrimos la influencia de lo que nos rodea. Regresaré a casa la semana próxima.

30 de julio >

Ayer he regresado a casa. Todo está bien.

2 de agosto

No hay novedades. Hace un tiempo espléndido. Paso los días mirando correr el Sena.

4 de agosto

Hay problemas entre mis criados. Aseguran que alguien rompe los vasos en los armarios por la noche. El mucamo acusa a la cocinera y ésta a la lavandera quien a su vez acusa a los dos primeros. ¿Quién es el culpable? El tiempo lo dirá.

6 de agosto

Esta vez no estoy loco. Lo he visto... ¡lo he visto! Ya no tengo la menor duda. . . ¡lo he visto! Aún siento frío hasta en las uñas. . . el miedo me penetra hasta la médula... ¡Lo he visto!...

A las dos de la tarde me paseaba a pleno sol por mi rosedal; caminaba por el sendero de rosales de otoño que comienzan a florecer.

Me detuve a observar un hermoso ejemplar de géant des batailles, que tenía tres flores magníficas, y vi entonces con toda claridad cerca de mí que el tallo de una de las rosas se doblaba como movido por una mano invisible: ¡luego, vi que se quebraba como si la misma mano lo cortase! Luego la flor se elevó, siguiendo la curva que habría descrito un brazo al llevarla hacia una boca y permaneció suspendida en el aire trasparente, muy sola e inmóvil, como una pavorosa mancha a tres pasos de mí.

Azorado, me arrojé sobre ella para tomarla. Pero no pude hacerlo: había desaparecido. Sentí entonces rabia contra mí mismo, pues no es posible que una persona razonable tenga semejantes alucinaciones .

Pero, ¿tratábase realmente de una alucinación? Volví hacia el rosal para buscar el tallo cortado e inmediatamente lo encontré, recién cortado, entre las dos rosas que permanecían en la rama. Regresé entonces a casa con la mente alterada; en efecto, ahora estoy convencido, seguro como de la alternancia de los días y las noches, de que existe cerca de mí un ser invisible, que se alimenta de leche y agua, que puede tocar las cosas, tomarlas y cambiarlas de lugar; dotado, por consiguiente, de un cuerpo material aunque imperceptible para nuestros sentidos, y que habita en mi casa como yo...

7 de agosto

Dormí tranquilamente. Se ha bebido el agua de la botella pero no perturbó mi sueño.

Me pregunto si estoy loco. Cuando a veces me paseo a pleno sol, a lo largo de la costa, he dudado de mi razón; no son ya dudas inciertas como las que he tenido hasta ahora, sino dudas precisas, absolutas. He visto locos. He conocido algunos que seguían siendo inteligentes, lúcidos y sagaces en todas las cosas de la vida menos en un punto. Hablaban de todo con claridad, facilidad y profundidad, pero de pronto su pensamiento chocaba contra el escollo de la locura y se hacía pedazos, volaba en fragmentos y se hundía en ese océano siniestro y furioso, lleno de olas fragorosas, brumosas y borrascosas que se llama "demencia ".

Ciertamente, estaría convencido de mi locura, si no tuviera perfecta conciencia de mi estado, al examinarlo con toda lucidez. En suma, yo sólo sería un alucinado que razona. Se habría producido en mi mente uno de esos trastornos que hoy tratan de estudiar y precisar los fisiólogos modernos, y dicho trastorno habría provocado en mí una profunda ruptura en lo referente al orden y a la lógica de las ideas. Fenómenos semejantes se producen en el sueño, que nos muestra las fantasmagorías más inverosímiles sin que ello nos sorprenda, porque mientras duerme el aparato verificador, el sentido del control, la facultad imaginativa vigila y trabaja. ¿Acaso ha dejado de funcionar en mí una de las imperceptibles teclas del teclado cerebral? Hay hombres que a raíz de accidentes pierden la memoria de los nombres propios, de las cifras o solamente de las fechas. Hoy se ha comprobado la localización de todas las partes del pensamiento. No puede sorprender entonces que en este momento se haya disminuido mi facultad de controlar la irrealidad de ciertas alucinaciones.

Pensaba en todo ello mientras caminaba por la orilla del río. El sol iluminaba el agua, sus rayos embellecían la tierra y llenaban mis ojos de amor por la vida, por las golondrinas cuya agilidad constituye para mí un motivo de alegría, por las hierbas de la orilla cuyo estremecimiento es un placer para mis oídos.

Sin embargo, paulatinamente me invadía un malestar inexplicable. Me parecía que una fuerza desconocida me detenía, me paralizaba, impidiéndome avanzar, y que trataba de hacerme volver atrás. Sentí ese doloroso deseo de volver que nos oprime cuando hemos dejado en nuestra casa a un enfermo querido y presentimos una agravación del mal.

Regresé entonces, a pesar mío, convencido de que encontraría en casa una mala noticia, una carta o un telegrama. Nada de eso había, y me quedé más sorprendido e inquieto aún que si hubiese tenido una nueva visión fantástica.

8 de agosto

Pasé una noche horrible. Él no ha aparecido más, pero lo siento cerca de mí. Me espía, me mira, se introduce en mí y me domina. Así me resulta más temible, pues al ocultarse de este modo parece manifestar su presencia invisible y constante mediante fenómenos sobrenaturales.

Sin embargo he podido dormir.

9 de agosto

Nada ha sucedido. pero tengo miedo.

10 de agosto

Nada: ¿qué sucederá mañana?

11 de agosto

Nada, siempre nada; no puedo quedarme aquí con este miedo y estos pensamientos que dominan mi mente; me voy.

12 de agosto, 10 de la noche

Durante todo el día he tratado de partir, pero no he podido. He intentado realizar ese acto tan fácil y sencillo—salir, subir en mi coche para dirigirme a Ruán—y no he podido. ¿Por qué?

13 de agosto

Cuando nos atacan ciertas enfermedades nuestros mecanismos físicos parecen fallar. Sentimos que nos faltan las energías y que todos nuestros músculos se relajan; los huesos parecen tan blandos como la carne y la carne tan líquida como el agua. Todo eso repercute en mi espíritu de manera extraña y desoladora. Carezco de fuerzas y de valor; no puedo dominarme y ni siquiera puedo hacer intervenir mi voluntad. Ya no tengo iniciativa; pero alguien lo hace por mí, y yo obedezco.

14 de agosto

¡Estoy perdido! ¡Alguien domina mi alma y la dirige! Alguien ordena todos mis actos, mis movimientos y mis pensamientos. Ya no soy nada en mí; no soy más que un espectador prisionero y aterrorizado por todas las cosas que realizo. Quiero salir y no puedo. Él no quiere y tengo que quedarme, azorado y tembloroso, en el sillón donde me obliga a sentarme. Sólo deseo levantarme, incorporarme para sentirme todavía dueño de mí. ¡Pero no puedo! Estoy clavado en mi asiento, y mi sillón se adhiere al suelo de tal modo que no habría fuerza capaz de movernos.

De pronto, siento la irresistible necesidad de ir al huerto a cortar fresas y comerlas. Y voy. Corto fresas y las como. ¡Oh Dios mío! ¡Dios mío! ¿Será acaso un Dios? Si lo es, ¡salvadme! ¡Libradme! ¡Socorredme! ¡Perdón! ¡Piedad! ¡Misericordia! ¡Salvadme! ¡Oh, qué sufrimiento! ¡Qué suplicio! ¡Qué horror!

15 de agosto

Evidentemente, así estaba poseída y dominada mi prima cuando fue a pedirme cinco mil francos. Obedecía a un poder extraño que había penetrado en ella como otra alma, como un alma parásita y dominadora. ¿Es acaso el fin del mundo? Pero, ¿quién es el ser invisible que me domina? ¿Quién es ese desconocido, ese merodeador de una raza sobrenatural?

Por consiguiente, ¡los invisibles existen! ¿Pero cómo es posible que aún no se hayan manifestado desde el origen del mundo en una forma tan evidente como se manifiestan en mí? Nunca leí nada que se asemejara a lo que ha sucedido en mi casa. Si pudiera abandonarla, irme, huir y no regresar más, me salvaría, pero no puedo.

16 de agosto

Hoy pude escaparme durante dos horas, como un preso que encuentra casualmente abierta la puerta de su calabozo. De pronto, sentí que yo estaba libre y que él se hallaba lejos. Ordené uncir los caballos rápidamente y me dirigí a Ruán. Qué alegría poder decirle a un hombre que obedece: "¡Vamos a Ruán!"

Hice detener la marcha frente a la biblioteca donde solicité en préstamo el gran tratado del doctor Hermann Herestauss sobre los habitantes desconocidos del mundo antiguo y moderno.

Después, cuando me disponía a subir a mi coche, quise decir: "¡A la estación!" y grité—no dije, grité—con una voz tan fuerte que llamó la atención de los transeúntes: "A casa", y caí pesadamente, loco de angustia, en el asiento. Él me había encontrado y volvía a posesionarse de mí.

17 de agosto

¡Ah! ¡Qué noche! ¡Qué noche! Y sin embargo me parece que debería alegrarme. Leí hasta la una de la madrugada. Hermann Herestauss, doctor en filosofía y en teogonía, ha escrito la historia y las manifestaciones de todos los seres invisibles que merodean alrededor del hombre o han sido soñados por él. Describe sus orígenes, sus dominios y sus poderes. Pero ninguno de ellos se parece al que me domina. Se diría que el hombre, desde que pudo pensar, presintió y temió la presencia de un ser nuevo más fuerte que él —su sucesor en el mundo—y que como no pudo prever la naturaleza de este amo, creó, en medio de su terror, todo ese mundo fantástico de seres ocultos y de fantasmas misteriosos surgidos del miedo. Después de leer hasta la una de la madrugada, me senté junto a mi ventana abierta para refrescarme la cabeza y el pensamiento con la apacible brisa de la noche.

Era una noche hermosa y tibia, que en otra ocasión me hubiera gustado mucho.

No había luna. Las estrellas brillaban en las profundidades del cielo con estremecedores destellos.

¿Quién vive en aquellos mundos? ¿Qué formas, qué seres vivientes, animales o plantas, existirán allí? Los seres pensantes de esos universos, ¿serán más sabios y más poderosos que nosotros? ¿Conocerán lo que nosotros ignoramos? Tal vez cualquiera de estos días uno de ellos atravesará el espacio y llegará a la tierra para conquistarla, así como antiguamente los normandos sometían a los pueblos más débiles.

Somos tan indefensos, inermes, ignorantes y pequeños, sobre este trozo de lodo que gira disuelto en una gota de agua.

Pensando en eso, me adormecí en medio del fresco viento de la noche.

Pero después de dormir unos cuarenta minutos, abrí los ojos sin hacer un movimiento, despertado por no sé qué emoción confusa y extraña. En un principio no vi nada, pero de pronto me pareció que una de las páginas del libro que había dejado abierto sobre la mesa acababa de darse vuelta sola. No entraba ninguna corriente de aire por la ventana. Esperé, sorprendido. Al cabo de cuatro minutos, vi, sí, vi con mis propios ojos, que una nueva página se levantaba y caía sobre la otra, como movida por un dedo. Mi sillón estaba vacío, aparentemente estaba vacío, pero comprendí que él estaba leyendo allí, sentado en mi lugar. ¡Con un furioso salto, un salto de fiera irritada que se rebela contra el domador, atravesé la habitación para atraparlo, estrangularlo y matarlo! Pero antes de que llegara, el sillón cayó delante de mí como si él hubiera huido. . . la mesa osciló, la lámpara rodó por el suelo y se apagó, y la ventana se cerró como si un malhechor sorprendido hubiese escapado por la oscuridad, tomando con ambas manos los batientes.

Había escapado; había sentido miedo, ¡miedo de mí!

Entonces, mañana. . . pasado mañana o cualquier a de estos... podré tenerlo bajo mis puños y aplastarlo contra el suelo. ¿Acaso a veces los perros no muerden y degüellan a sus amos?

18 de agosto

He pensado durante todo el día. ¡Oh!, sí, voy a obedecerle, seguiré sus impulsos, cumpliré sus deseos, seré humilde, sumiso y cobarde. Él es más fuerte. Hasta que llegue el momento...

19 de agosto

¡Ya sé. . . ya sé todo! Acabo de leer lo que sigue en la Revista del Mundo Científico: "Nos llega una noticia muy curiosa de Río de Janeiro. Una epidemia de locura, comparable a las demencias contagiosas que asolaron a los pueblos europeos en la Edad Media, se ha producido en el Estado de San Pablo. Los habitantes despavoridos abandonan sus casas y huyen de los pueblos, dejan sus cultivos, creyéndose poseídos y dominados, como un rebaño humano, por seres invisibles aunque tangibles, por especies de vampiros que se alimentan de sus vidas mientras los habitantes duermen, y que además beben agua y leche sin apetecerles aparentemente ningún otro alimento.

"El profesor don Pedro Henríquez, en compañía de varios médicos eminentes, ha partido para el Estado de San Pablo, a fin de estudiar sobre el terreno el origen y las manifestaciones de esta sorprendente locura, y poder aconsejar al Emperador las medidas que juzgue convenientes para apaciguar a los delirantes pobladores."

¡Ah! ¡Ahora recuerdo el hermoso bergantín brasileño que pasó frente a mis ventanas remontando el Sena, el 8 de mayo último! Me pareció tan hermoso, blanco y alegre. Allí estaba él que venía de lejos, ¡del lugar de donde es originaria su raza! ¡Y me vio! Vio también mi blanca vivienda, y saltó del navío a la costa. ¡Oh Dios mío!

Ahora ya lo sé y lo presiento: el reinado del hombre ha terminado.

Ha venido aquel que inspiró los primeros terrores de los pueblos primitivos. Aquel que exorcizaban los sacerdotes inquietos y que invocaban los brujos en las noches oscuras, aunque sin verlo todavía. Aquel a quien los presentimientos de los transitorios dueños del mundo adjudicaban formas monstruosas o graciosas de gnomos, espíritus, genios, hadas y duendes. Después de las groseras concepciones del espanto primitivo, hombres más perspicaces han presentido con mayor claridad. Mesmer lo sospechaba, y hace ya diez años que los médicos han descubierto la naturaleza de su poder de manera precisa, antes de que él mismo pudiera ejercerlo. Han jugado con el arma del nuevo Señor, con una facultad misteriosa sobre el alma humana. La han denominado magnetismo, hipnotismo, sugestión. . . ¡qué sé yo! ¡Los he visto divertirse como niños imprudentes con este terrible poder! ¡Desgraciados de nosotros! ¡Desgraciado del hombre! Ha llegado el... el... ¿cómo se llama?. . . el . . . parece qué me gritara su nombre y no lo oyese. . . el. . . sí. . . grita. . . Escucho... ¿cómo?... repite... el... Horla... He oído. . . el Horla. . . es él. . . ¡el Horla. . . ha llegado! . . .

¡Ah! El buitre se ha comido la paloma, el lobo ha devorado el cordero; el león ha devorado el búfalo de agudos cuernos: el hombre ha dado muerte al león con la flecha, el puñal y la pólvora, pero el Horla hará con el hombre lo que nosotros hemos hecho con el caballo y el buey: lo convertirá en su cosa, su servidor y su alimento, por el solo poder de su voluntad. ¡Desgraciados de nosotros!

No obstante, a veces el animal se rebela y mata a quien lo domestica... yo también quiero... yo podría hacer lo mismo... pero primero hay que conocerlo, tocarlo y verlo. Los sabios afirman que los ojos de los animales no distinguen las mismas cosas que los nuestros. . . Y mis ojos no pueden distinguir al recién llegado que me oprime. ¿Por qué? ¡Oh! Recuerdo ahora las palabras del monje del monte Saint-Michel: "¿Acaso vemos la cienmilésima parte de lo que existe? Observe, por ejemplo, el viento que es la fuerza más poderosa de la naturaleza, el viento que derriba hombres y edificios, que arranca de cuajo los árboles, y levanta montañas de agua en el mar, que destruye los acantilados y arroja contra ellos a las grandes naves; el viento, que silba, gime y ruge. ¿Acaso lo ha visto usted alguna vez? ¿Acaso puede verlo? ¡Y sin embargo existe!"

Y yo seguía pensando: mis ojos son tan débiles e imperfectos que ni siquiera distinguen los cuerpos sólidos cuando son trasparentes como el vidrio. . . Si un espejo sin azogue obstruye mi camino chocaré contra él como el pájaro que penetra en una habitación y se rompe la cabeza contra los vidrios. Por lo demás, mil cosas nos engañan y desorientan. No puede extrañar entonces que el hombre no sepa percibir un cuerpo nuevo que atraviesa la luz.

¡Un ser nuevo! ¿Por qué no? ¡No podía dejar de venir! ¿ Por qué nosotros íbamos a ser los últimos? Nosotros no los distinguimos pero tampoco nos distinguían los seres creados antes que nosotros. Ello se explica porque su naturaleza es más perfecta, más elaborada y mejor terminada que la nuestra, tan endeble y torpemente concebida, trabada por órganos siempre fatigados, siempre forzados como mecanismos demasiado complejos, que vive como una planta o como un animal, nutriéndose penosamente de aire, hierba y carne, máquina animal acosada por las enfermedades, las deformaciones y las putrefacciones; que respira con dificultad, imperfecta, primitiva y extraña, ingeniosamente mal hecha, obra grosera y delicada, bosquejo del ser que podría convertirse en inteligente y poderoso.

Existen muchas especies en este mundo, desde la ostra al hombre. ¿Por qué no podría aparecer una más, después de cumplirse el período que separa las sucesivas apariciones de las diversas especies?

¿Por qué no puede aparecer una más? ¿Por qué no pueden surgir también nuevas especies de árboles de flores gigantescas y resplandecientes que perfumen regiones enteras? ¿Por qué no pueden aparecer otros elementos que no sean el fuego, el aire, la tierra y el agua? ¡Sólo son cuatro, nada más que cuatro, esos padres que alimentan a los seres! ¡Qué lástima! ¿Por qué no serán cuarenta, cuatrocientos o cuatro mil? ¡Todo es pobre, mezquino, miserable! ¡Todo se ha dado con avaricia, se ha inventado secamente y se ha hecho con torpeza! ¡Ah! ¡Cuánta gracia hay en el elefante y el hipopótamo! ¡Qué elegante es el camello!

Se podrá decir que la mariposa es una flor que vuela. Yo sueño con una que sería tan grande como cien universos, con alas cuya forma, belleza, color y movimiento ni siquiera puedo describir. Pero lo veo. . . va de estrella a estrella, refrescándolas y perfumándolas con el soplo armonioso y ligero de su vuelo. . . Y los pueblos que allí habitan la miran pasar, extasiados y maravillados . . .

¿Qué es lo que tengo? Es el Horla que me hechiza, que me hace pensar esas locuras. Está en mí, se convierte en mi alma. ¡Lo mataré!

19 de agosto

Lo mataré. ¡Lo he visto! Anoche yo estaba sentado a la mesa y simulé escribir con gran atención. Sabía perfectamente que vendría a rondar a mi alrededor, muy cerca, tan cerca que tal vez podría tocarlo y asirlo. ¡Y entonces!... Entonces tendría la fuerza de los desesperados; dispondría de mis manos, mis rodillas, mi pecho, mi frente y mis dientes para estrangularlo, aplastarlo, morderlo y despedazarlo.

Yo acechaba con todos mis sentidos sobreexcitados.

Había encendido las dos lámparas y las ocho bujías de la chimenea, como si fuese posible distinguirlo con esa luz.

Frente a mí está mi cama, una vieja cama de roble, a la derecha la chimenea; a la izquierda la puerta cerrada cuidadosamente, después de dejarla abierta durante largo rato a fin de atraerlo; detrás de mí un gran armario con espejos que todos los días me servía para afeitarme y vestirme y donde acostumbraba mirarme de pies a cabeza cuando pasaba frente a él.

Como dije antes, simulaba escribir para engañarlo, pues él también me espiaba. De pronto, sentí, sentí, tuve la certeza de que leía por encima de mi hombro, de que estaba allí rozándome la oreja. Me levanté con las manos extendidas, girando con tal rapidez que estuve a punto de caer. Pues bien... se veía como si fuera pleno día, ¡y sin embargo no me vi en el espejo!... ¡Estaba vacío, claro, profundo y resplandeciente de luz! ¡Mi imagen no aparecía y yo estaba frente a él! Veía aquel vidrio totalmente límpido de arriba abajo. Y lo miraba con ojos extraviados; no me atrevía a avanzar, y ya no tuve valor para hacer un movimiento más. Sentía que él estaba allí, pero que se me escaparía otra vez, con su cuerpo imperceptible que me impedía reflejarme en el espejo. ¡Cuánto miedo sentí! De pronto, mi imagen volvió a reflejarse pero como si estuviese envuelta en la bruma, como si la observase a través de una capa de agua. Me parecía que esa agua se deslizaba lentamente de izquierda a derecha y que paulatinamente mi imagen adquiría mayor nitidez. Era como el final de un eclipse. Lo que la ocultaba no parecía tener contornos precisos; era una especie de trasparencia opaca, que poco a poco se aclaraba.

Por último, pude distinguirme completamente como todos los días.

¡Lo había visto! Conservo el espanto que aún me hace estremecer.

20 de agosto

¿Cómo podré matarlo si está fuera de mi alcance?

¿Envenenándolo? Pero él me verá mezclar el veneno en el agua y tal vez nuestros venenos no tienen ningún efecto sobre un cuerpo imperceptible. No... no... decididamente no. Pero entonces... ¿qué haré entonces?

21 de agosto

He llamado a un cerrajero de Ruán y le he encargado persianas metálicas como las que tienen algunas residencias particulares de París, en la planta baja, para evitar los robos. Me haré además una puerta similar. Me debe haber tomado por un cobarde, pero no importa...

10 de setiembre

Ruán, Hotel Continental. Ha sucedido.. . ha sucedido... pero, ¿habrá muerto? Lo que vi me ha trastornado.

Ayer, después que el cerrajero colocó la persiana y la puerta de hierro, dejé todo abierto hasta medianoche a pesar de que comenzaba a hacer frío. De improviso, sentí que estaba aquí y me invadió la alegría, una enorme alegría. Me levanté lentamente y caminé en cualquier dirección durante algún tiempo para que no sospechase nada. Luego me quité los botines y me puse distraídamente unas pantuflas. Cerré después la persiana metálica y regresé con paso tranquilo hasta la puerta, cerrándola también con dos vueltas de llave. Regresé entonces hacia la ventana, la cerré con un candado y guardé la llave en el bolsillo.

De pronto, comprendí que se agitaba a mi alrededor, que él también sentía miedo, y que me ordenaba que le abriera. Estuve a punto de ceder, pero no lo hice. Me acerqué a la puerta y la entreabrí lo suficiente como para poder pasar retrocediendo, y como soy muy alto mi cabeza llegaba hasta el dintel. Estaba seguro de que no había podido escapar y allí lo acorralé solo, completamente solo. ¡Qué alegría! ¡Había caído en mi poder! Entonces descendí corriendo a la planta baja; tomé las dos lámparas que se hallaban en la sala situada debajo de mi habitación, y, con el aceite que contenían rocié la alfombra, los muebles, todo. Luego les prendí fuego, y me puse a salvo después de cerrar bien, con dos vueltas de llave, la puerta de entrada.

Me escondí en el fondo de mi jardín tras un macizo de laureles. ¡Qué larga me pareció la espera! Reinaba la más completa oscuridad, gran quietud y silencio; no soplaba la menor brisa, no había una sola estrella, nada más que montañas de nubes que aunque no se veían hacían sentir su gran peso sobre mi alma.

Miraba mi casa y esperaba. ¡Qué larga era la espera! Creía que el fuego ya se había extinguido por sí solo o que él lo había extinguido. Hasta que vi que una de las ventanas se hacía astillas debido a la presión del incendio, y una gran llamarada roja y amarilla, larga, flexible y acariciante, ascender por la pared blanca hasta rebasar el techo. Una luz se reflejó en los árboles, en las ramas y en las hojas, y también un estremecimiento, ¡un estremecimiento de pánico! Los pájaros se despertaban; un perro comenzó a ladrar; parecía que iba a amanecer. De inmediato, estallaron otras ventanas, y pude ver que toda la planta baja de mi casa ya no era más que un espantoso brasero. Pero se oyó un grito en medio de la noche, un grito de mujer horrible, sobreagudo y desgarrador, al tiempo que se abrían las ventanas de dos buhardillas. ¡Me había olvidado de los criados! ¡Vi sus rostros enloquecidos y sus brazos que se agitaban!...

Despavorido, eché a correr hacia el pueblo gritando: "¡Socorro! ¡Socorro! ¡Fuego! ¡Fuego!" Encontré gente que ya acudía al lugar y regresé con ellos para ver.

La casa ya sólo era una hoguera horrible y magnífica, una gigantesca hoguera que iluminaba la tierra, una hoguera donde ardían los hombres, y él también. Él, mi prisionero, el nuevo Ser, el nuevo amo, ¡el Horla!

De pronto el techo entero se derrumbó entre las paredes y un volcán de llamas ascendió hasta el cielo. Veía esa masa de fuego por todas las ventanas abiertas hacia ese enorme horno, y pensaba que él estaría allí, muerto en ese horno...

¿Muerto? ¿Será posible? ¿Acaso su cuerpo, que la luz atravesaba, podía destruirse por los mismos medios que destruyen nuestros cuerpos?

¿Y si no hubiera muerto? Tal vez sólo el tiempo puede dominar al Ser Invisible y Temido. ¿Para qué ese cuerpo trasparente, ese cuerpo invisible, ese cuerpo de Espíritu, si también está expuesto a los males, las heridas, las enfermedades y la destrucción prematura?

¿La destrucción prematura? ¡Todo el temor de la humanidad procede de ella! Después del hombre, el Horla. Después de aquel que puede morir todos los días, a cualquier hora, en cualquier minuto, en cualquier accidente, ha llegado aquel que morirá solamente un día determinado en una hora y en un minuto determinado, al llegar al límite de su vida.

No... no... no hay duda, no hay duda... no ha muerto. . . entonces tendré que suicidarme...

Fin

4 de diciembre de 2009

El balcón / Felisberto Hernandez


El balcón
Felisberto Hernández

Había una ciudad que a mí me gustaba visitar en verano. En esa época casi todo un barrio se iba a un balneario cercano. Una de las casas abandonadas era muy antigua; en ella habían instalado un hotel y apenas empezaba el verano la casa se ponía triste, iba perdiendo sus mejores familias y quedaba habitada nada más que por los sirvientes. Si yo me hubiera escondido detrás de ella y soltado un grito, éste enseguida se hubiese apagado en el musgo.
El teatro donde yo daba los conciertos también tenía poca gente y lo había invadido el silencio: yo lo veía agrandarse en la gran tapa negra del piano. Al silencio le gustaba escuchar la música; oía hasta la última resonancia y después se quedaba pensando en lo que había escuchado. Sus opiniones tardaban. Pero cuando el silencio ya era de confianza, intervenía en la música: pasaba entre los sonidos como un gato con su gran cola negra y los dejaba llenos de intenciones.

Al final de uno de esos conciertos, vino a saludarme un anciano tímido. Debajo de sus ojos azules se veía la carne viva y enrojecida de sus párpados caídos; el labio inferior, muy grande y parecido a la baranda de un palco, daba vuelta alrededor de su boca entreabierta. De allí salía una voz apagada y palabras lentas; además, las iba separando con el aire quejoso de la respiración.

Después de un largo intervalo me dijo:

-Yo lamento que mi hija no pueda escuchar su música.

No sé por qué se me ocurrió que la hija se habría quedado ciega; y enseguida me di cuenta que una ciega podía oír, que más bien podía haberse quedado sorda, o no estar en la ciudad; y de pronto me detuve en la idea de que podría haberse muerto. Sin embargo aquella noche yo era feliz; en aquella ciudad todas las cosas eran lentas, sin ruido yo iba atravesando, con el anciano, penumbras de reflejos verdosos.

De pronto me incliné hacia él -como en el instante en que debía cuidar de algo muy delicado- y se me ocurrió preguntarle:

-¿Su hija no puede venir?

Él dijo «ah» con un golpe de voz corto y sorpresivo; detuvo el paso, me miró a la cara y por fin le salieron estas palabras:

-Eso, eso; ella no puede salir. Usted lo ha adivinado. Hay noches que no duerme pensando que al día siguiente tiene que salir. Al otro día se levanta temprano, apronta todo y le viene mucha agitación. Después se le va pasando. Y al final se sienta en un sillón y ya no puede salir.

La gente del concierto desapareció enseguida de las calles que rodeaban al teatro y nosotros entramos en el café. Él le hizo señas al mozo y le trajeron una bebida oscura en el vasito. Yo lo acompañaría nada más que unos instantes; tenía que ir a cenar a otra parte. Entonces le dije:

-Es una pena que ella no pueda salir. Todos necesitamos pasear y distraernos.

Él, después de haber puesto el vasito en aquel labio tan grande y que no alcanzó a mojarse, me explicó:

-Ella se distrae. Yo compré una casa vieja, demasiado grande para nosotros dos, pero se halla en buen estado. Tiene un jardín con una fuente; y la pieza de ella tiene, en una esquina, una puerta que da sobre un balcón de invierno; y ese balcón da a la calle; casi puede decirse que ella vive en el balcón. Algunas veces también pasea por el jardín y algunas noches toca el piano. Usted podrá venir a cenar a mi casa cuando quiera y le guardaré agradecimiento.

Comprendí enseguida; y entonces decidimos el día en que yo iría a cenar y a tocar el piano.

Él me vino a buscar al hotel una tarde en que el sol todavía estaba alto. Desde lejos, me mostró la esquina donde estaba colocado el balcón de invierno. Era en un primer piso. Se entraba por un gran portón que había al costado de la casa y que daba a un jardín con una fuente de estatuillas que se escondían entre los yuyos. El jardín estaba rodeado por un alto paredón; en la parte de arriba le habían puesto pedazos de vidrio pegados con mezcla. Se subía a la casa por una escalinata colocada delante de una galería desde donde se podía mirar al jardín a través de una vidriera. Me sorprendió ver, en el largo corredor, un gran número de sombrillas abiertas; eran de distintos colores y parecían grandes plantas de invernáculo. Enseguida el anciano me explicó:

-La mayor parte de estas sombrillas se las he regalado yo. A ella le gusta tenerlas abiertas para ver los colores. Cuando el tiempo está bueno elige una y da una vueltita por el jardín. En los días que hay viento no se puede abrir esta puerta porque las sombrillas se vuelan, tenemos que entrar por otro lado.

Fuimos caminando hasta un extremo del corredor por un techo que había entre la pared y las sombrillas. Llegamos a una puerta, el anciano tamborileó con los dedos en el vidrio y adentro respondió una voz apagada. El anciano me hizo entrar y enseguida vi a su hija de pie en medio del balcón de invierno; frente a nosotros y de espaldas a vidrios de colores. Sólo cuando nosotros habíamos cruzado la mitad del salón ella salió de su balcón y nos vino a alcanzar. Desde lejos ya venía levantando la mano y diciendo palabras de agradecimiento por mi visita. Contra la pared que recibía menos luz había recostado un pequeño piano abierto, su gran sonrisa amarillenta parecía ingenua.

Ella se disculpó por el hecho de no poder salir y señalando el balcón vacío, dijo:

-Él es mi único amigo.

Yo señalé al piano y le pregunté:

-Y ese inocente, ¿no es amigo suyo también?

Nos estábamos sentando en sillas que había a los pies de ella. Tuve tiempo de ver muchos cuadritos de flores pintadas colocadas todos a la misma altura y alrededor de las cuatro paredes como si formaron un friso. Ella había dejado abandonada en medio de su cara una sonrisa tan inocente como la del piano; pero su cabello rubio y desteñido y su cuerpo delgado también parecían haber sido abandonados desde mucho tiempo. Ya empezaba a explicar por qué el piano no era tan amigo suyo como el balcón, cuando el anciano salió casi en puntas de pie. Ella siguió diciendo:

-El piano era un gran amigo de mi madre.

Yo hice un movimiento como para ir a mirarlo; pero ella, levantando una mano y abriendo los ojos, me detuvo:

-Perdone, preferiría que probara el piano después de cenar, cuando haya luces encendidas. Me acostumbré desde muy niña a oír el piano nada más que por la noche. Era cuando lo tocaba mi madre. Ella encendía las cuatro velas de los candelabros y tocaba notas tan lentas y tan separadas en el silencio como si también fuera encendiendo, uno por uno, los sonidos.

Después se levantó y pidiéndome permiso se fue al balcón; al llegar a él le puso los brazos desnudos en los vidrios como si los recostara sobre el pecho de otra persona. Pero enseguida volvió y me dijo:

-Cuando veo pasar varias veces a un hombre por el vidrio rojo casi siempre resulta que él es violento o de mal carácter.

No pude dejar de preguntarle:

-Y yo ¿en qué vidrio caí?

-En el verde. Casi siempre les toca a las personas que viven solas en el campo.

-Casualmente a mí me gusta la soledad entre plantas -le contesté.

Se abrió la puerta por donde yo había entrado y apareció el anciano seguido por una sirvienta tan baja que yo no sabía si era niña o enana. Su cara roja aparecía encima de la mesita que ella misma traía en sus bracitos. El anciano me preguntó:

-¿Qué bebida prefiere?

Yo iba a decir «ninguna», pero pensé que se disgustaría y le pedí una cualquiera. A él le trajeron un vasito con la bebida oscura que yo le había visto tomar a la salida del concierto. Cuando ya era del todo la noche fuimos al comedor y pasamos por la galería de las sombrillas; ella cambió algunas de lugar y mientras yo se las elogiaba se le llenaba la cara de felicidad.

El comedor estaba en un nivel más bajo que la calle y a través de pequeñas ventanas enrejadas se veían los pies y las piernas de los que pasaban por la vereda. La luz, no bien salía de una pantalla verde, ya daba sobre un mantel blanco; allí se había reunido, como para una fiesta de recuerdos, los viejos objetos de la familia. Apenas nos sentamos, los tres nos quedamos callados un momento; entonces todas las cosas que había en la mesa parecían formas preciosas del silencio. Empezaron a entrar en el mantel nuestros pares de manos: ellas parecían habitantes naturales de la mesa. Yo no podía dejar de pensar en la vida de las manos. Haría muchos años, unas manos habían obligado a estos objetos de la mesa a tener una forma. Después de mucho andar ellos encontrarían colocación en algún aparador. Estos seres de la vajilla tendrían que servir a toda clase de manos. Cualquiera de ellas echaría los alimentos en las caras lisas y brillosas de los platos; obligarían a las jarras a llenar y a volcar sus caderas; y a los cubiertos, a hundirse en la carne, a deshacerla y a llevar los pedazos a la boca. Por último los seres de la vajilla eran bañados, secados y conducidos a sus pequeñas habitaciones. Algunos de estos seres podrían sobrevivir a muchas parejas de manos; algunas de ellas serían buenas con ellos, los amarían y los llenarían de recuerdos, pero ellos tendrían que seguir viviendo en silencio.

Hacía un rato, cuando nos hallábamos en la habitación de la hija de la casa y ella no había encendido la luz -quería aprovechar hasta el último momento el resplandor que venía de su balcón-, estuvimos hablando de los objetos. A medida que se iba la luz, ellos se acurrucaban en la sombra como si tuvieran plumas y se prepararan para dormir. Entonces ella dijo que los objetos adquirían alma a medida que entraban en relación con las personas. Algunos de ellos antes habían sido otros y habían tenido otra alma (algunos que ahora tenían patas, antes habían tenido ramas, las teclas habían sido colmillos), pero su balcón había tenido alma por primera vez cuando ella empezó a vivir en él.

De pronto apareció en la orilla del mantel la cara colorada de la enana. Aunque ella metía con decisión sus bracitos en la mesa para que las manitas tomaran las cosas, el anciano y su hija le acercaban los platos a la orilla de la mesa. Pero al ser tomados por la enana, los objetos de la mesa perdían dignidad. Además el anciano tenía una manera apresurada y humillante de agarrar el botellón por el pescuezo y doblegarlo hasta que le salía vino.

Al principio la conversación era difícil. Después apareció dando campanadas un gran reloj de pie; había estado marchando contra la pared situada detrás del anciano; pero yo me había olvidado de su presencia. Entonces empezamos a hablar. Ella me preguntó:

-¿Usted no siente cariño por las ropas viejas?

-¡Cómo no! Y de acuerdo a lo que usted dijo de los objetos, los trajes son los que han estado en más estrecha relación con nosotros -aquí yo me reí y ella se quedó seria-; y no me parecería imposible que guardaran de nosotros algo más que la forma obligada del cuerpo y alguna emanación de la piel.

Pero ella no me oía y había procurado interrumpirme como alguien que intenta entrar a saltar cuando están torneando la cuerda. Sin duda me había hecho la pregunta pensando en lo que respondería ella.

Por fin dijo:

-Yo compongo mis poesías después de estar acostada -ya, en la tarde, había hecho alusión a esas poesías- y tengo un camisón blanco que me acompaña desde mis primeros poemas. Algunas noches de verano voy con él al balcón. El año pasado le dediqué una poesía.

Había dejado de comer y no se le importaba que la enana metiera los bracitos en la mesa. Abrió los ojos como ante una visión y empezó a recitar:

-A mi camisón blanco.

Yo endurecía todo el cuerpo y al mismo tiempo atendía a las manos de la enana. Sus deditos, muy sólidos, iban arrollados hasta los objetos, y sólo a último momento se abrían para tomarlos.

Al principio yo me preocupaba por demostrar distintas maneras de atender; pero después me quedé haciendo un movimiento afirmativo con la cabeza, que coincidía con la llegada del péndulo a uno de los lados del reloj. Esto me dio fastidio; y también me angustiaba el pensamiento de que pronto ella terminaría y yo no tenía preparado nada para decirle; además, al anciano le había quedado un poco de acelga en el borde del labio inferior y muy cerca de la comisura.

La poesía era cursi, pero parecía bien medida; con «camisón» no rimaba ninguna de las palabras que yo esperaba; le diría que el poema era fresco. Yo miraba al anciano y al hacerlo me había pasado la lengua por el labio inferior, pero él escuchaba a la hija. Ahora yo empezaba a sufrir porque el poema no terminaba. De pronto dijo «balcón» para rimar con «camisón», y ahí terminó el poema.

Después de las primeras palabras, yo me escuchaba con serenidad y daba a los demás la impresión de buscar algo que ya estaba a punto de encontrar:

-Me llama la atención -comencé- la calidad de adolescencia que le ha quedado en el poema. Es muy fresco y...

Cuando yo había empezado a decir «es muy fresco», ella también empezaba a decir:

-Hice otro...

Yo me sentí desgraciado; pensaba en mí con un egoísmo traicionero. Llegó la enana con otra fuente y me serví con desenfado una buena cantidad. No quedaba ningún prestigio: ni el de los objetos de la mesa, ni el de la poesía, ni el de la casa que tenía encima, con el corredor de las sombrillas, ni el de la hiedra que tapaba todo un lado de la casa. Para peor, yo me sentía separado de ellos y comía en forma canallesca; no había una vez que el anciano no manoteara el pescuezo del botellón que no encontrara mi copa vacía.

Cuando ella terminó el segundo poema, yo dije:

-Si esto no estuviera tan bueno -yo señalaba el plato- le pediría que me dijera otro.

Enseguida el anciano dijo:

-Primero ella debía comer. Después tendrá tiempo.

Yo empezaba a ponerme cínico, y en aquel momento no se me hubiera importado dejar que me creciera una gran barriga. Pero de pronto sentí como una necesidad de agarrarme del saco de aquel pobre viejo y tener para él un momento de generosidad. Entonces señalándole el vino le dije que hacía poco me habían hecho un cuento de un borracho. Se lo conté, y al terminar los dos empezaron a reírse desesperadamente; después yo seguí contando otros. La risa de ella era dolorosa; pero me pedía por favor que siguiera contando cuentos; la boca se le había estirado para los lados como un tajo impresionante; las «patas de gallo» se le habían quedado prendidas en los ojos llenos de lágrimas, y se apretaba las manos juntas entre las rodillas. El anciano tosía y había tenido que dejar el botellón antes de llenar la copa. La enana se reía haciendo como un saludo de medio cuerpo.

Milagrosamente todos habíamos quedado unidos y yo no tenía el menor remordimiento.

Esa noche no toqué el piano. Ellos me rogaron que me quedara, y me llevaron a un dormitorio que estaba al lado de la casa que tenía enredaderas de hiedra. Al comenzar a subir la escalera, me fijé que del reloj de pie salía un cordón que iba siguiendo a la escalera, en todas sus vueltas. Al llegar al dormitorio, el cordón entraba y terminaba atado en una de las pequeñas columnas del dosel de mi cama. Los muebles eran amarillos, antiguos, y la luz de una lámpara hacía brillar sus vientres. Yo puse mis manos en mi abdomen y miré el del anciano. Sus últimas palabras de aquella noche habían sido para recomendarme:

-Si usted se siente desvelado y quiere saber la hora, tire de este cordón. Desde aquí oirá el reloj del comedor; primero le dará las horas y, después de un intervalo, los minutos.

De pronto se empezó a reír, y se fue dándome las «buenas noches». Sin duda se acordaría de uno de los cuentos, el de un borracho que conversaba con un reloj.

Todavía el anciano hacía crujir la escalera de madera con sus pasos pesados, cuando yo ya me sentía solo con mi cuerpo. Él -mi cuerpo- había atraído hacia sí todas aquellas comidas y todo aquel alcohol como un animal tragando a otros; y ahora tendría que luchar con ellos toda la noche. Lo desnudé completamente y lo hice pasear descalzo por la habitación.

Enseguida de acostarme quise saber qué cosa estaba haciendo yo con mi vida en aquellos días; recibí de la memoria algunos acontecimientos de los días anteriores, y pensé en personas que estaban muy lejos de allí. Después empecé a deslizarme con tristeza y con cierta impudicia por algo que era como las tripas del silencio.

A la mañana siguiente hice un recorrido sonriente y casi feliz de las cosas de mi vida. Era muy temprano; me vestí lentamente y salí a un corredor que estaba a pocos metros sobre el jardín. De este lado también había yuyos altos y árboles espesos. Oí conversar al anciano y a su hija, y descubrí que estaban sentados en un banco colocado bajo mis pies. Entendí primero lo que decía ella:

-Ahora Úrsula sufre más; no sólo quiere menos al marido, sino que quiere más al otro.

El anciano preguntó:

-¿Y no puede divorciarse?

-No; porque ella quiere a los hijos, y los hijos quieren al marido y no quieren al otro.

Entonces el anciano dijo con mucha timidez:

-Ella podría decir a los hijos que el marido tiene varias amantes.

La hija se levantó enojada:

-¡Siempre el mismo, tú! ¡Cuándo comprenderás a Úrsula! ¡Ella es incapaz de hacer eso!

Yo me quedé muy intrigado. La enana no podía ser -se llamaba Tamarinda-. Ellos vivían, según me había dicho el anciano, completamente solos. ¿Y esas noticias? ¿Las habrían recibido en la noche? Después del enojo, ella había ido al comedor y al rato salió al jardín bajo una sombrilla color salmón con volados de gasas blancas. A mediodía no vino a la mesa. El anciano y yo comimos poco y tomamos poco vino. Después yo salí para comprar un libro a propósito para ser leído en una casa abandonada entre los yuyos, en una noche muda y después de haber comido y bebido en abundancia.

Cuando iba de vuelta, pasó frente al balcón, un poco antes que yo, un pobre negro viejo y rengo, con un sombrero verde de alas tan anchas como las que usan los mejicanos.

Se veía una mancha blanca de carne, apoyada en el vidrio verde del balcón.

Esa noche, apenas nos sentamos a la mesa, yo empecé a hacer cuentos, y ella no recitó.

Las carcajadas que soltábamos el anciano y yo nos servían para ir acomodando cantidades brutales de comida y de vinos.

Hubo un momento en que nos quedamos silenciosos. Después, la hija nos dijo:

-Esta noche quiero oír música. Yo iré antes a mi habitación y encenderé las velas del piano. Hace ya mucho tiempo que no se encienden. El piano, ese pobre amigo de mamá, creerá que es ella quien lo irá a tocar.

Ni el anciano ni yo hablamos una palabra más. Al rato vino Tamarinda a decirnos que la señorita nos esperaba.

Cuando fui a hacer el primer acorde, el silencio parecía un animal pesado que hubiera levantado una pata. Después del primer acorde salieron sonidos que empezaron a oscilar como la luz de las velas. Hice otro acorde como si adelantara otro paso. Y a los pocos instantes, y antes que yo tocara otro acorde más, estalló una cuerda. Ella dio un grito. El anciano y yo nos paramos; él fue hacia su hija, que se había tapado los ojos, y la empezó a calmar diciéndole que las cuerdas estaban viejas y llenas de herrumbre. Pero ella seguía sin sacarse las manos de los ojos y haciendo movimientos negativos con la cabeza. Yo no sabía qué hacer; nunca se me había reventado una cuerda. Pedí permiso para ir a mi cuarto, y al pasar por el corredor tenía miedo de pisar una sombrilla.

A la mañana siguiente llegué tarde a la cita del anciano y la hija en el banco del jardín, pero alcancé a oír que la hija decía:

-El enamorado de Úrsula trajo puesto un gran sombrero verde de alas anchísimas.

Yo no podía pensar que fuera aquel negro viejo y rengo que había visto pasar en la tarde anterior; ni podía pensar en quién traería esas noticias por la noche.

Al mediodía, volvimos a almorzar el anciano y yo solos. Entonces aproveché para decirle:

-Es muy linda la vista desde el corredor. Hoy no me quedé más porque ustedes hablaban de una Úrsula, y yo temía ser indiscreto.

El anciano había dejado de comer, y me había preguntado en voz alta:

-¿Usted oyó?

Vi el camino fácil para la confidencia, y le contesté:

-Sí, oí todo, ¡pero no me explico cómo Úrsula puede encontrar buen mozo a ese negro viejo y rengo que ayer llevaba el sombrero verde de alas tan anchas!

-¡Ah! -dijo el anciano-, usted no ha entendido. Desde que mi hija era casi una niña me obligaba a escuchar y a que yo interviniera en la vida de personajes que ella inventaba. Y siempre hemos seguido sus destinos como si realmente existieran y recibiéramos noticias de sus vidas. Ellas les atribuye hechos y vestimentas que percibe desde el balcón. Si ayer vio pasar a un hombre de sombrero verde, no se extrañe que hoy se lo haya puesto a uno de sus personajes. Yo soy torpe para seguirle esos inventos, y ella se enoja conmigo. ¿Por qué no la ayuda usted? Si quiere yo...

No lo dejé terminar:

-De ninguna manera, señor. Yo inventaría cosas que le harían mucho daño.

A la noche ella tampoco vino a la mesa. El anciano y yo comimos, bebimos y conversamos hasta muy tarde de la noche.

Después que me acosté sentí crujir una madera que no era de los muebles. Por fin comprendí que alguien subía la escalera. Y a los pocos instantes llamaron suavemente a mi puerta. Pregunté quién era, y la voz de la hija me respondió:

-Soy yo; quiero conversar con usted.

Encendí la lámpara, abrí una rendija de la puerta y ella me dijo:

-Es inútil que tenga la puerta entornada; yo veo por la rendija del espejo, y el espejo lo refleja a usted desnudito detrás de la puerta.

Cerré enseguida y le dije que esperara. Cuando le indiqué que podía entrar, abrió la puerta de entrada y se dirigió a otra que había en mi habitación y que yo nunca pude abrir. Ella la abrió con la mayor facilidad y entró a tientas en la oscuridad de otra habitación que yo no conocía. Al momento salió de allí con una silla que colocó al lado de mi cama. Se abrió una capa azul que traía puesta y sacó un cuaderno de versos. Mientras ella leía yo hacía un esfuerzo inmenso para no dormirme; quería levantar los párpados y no podía; en vez, daba vuelta para arriba los ojos y debía parecer un moribundo. De pronto ella dio un grito como cuando se reventó la cuerda del piano; y yo salté de la cama. En medio del piso había una araña grandísima. En el momento que yo la vi ya no caminaba, había crispado tres de sus patas peludas, como si fuera a saltar. Después yo le tiré los zapatos sin poder acertarle. Me levanté, pero ella me dijo que no me acercara, que esa araña saltaba. Yo tomé la lámpara, fui dando la vuelta a la habitación cerca de las paredes hasta llegar al lavatorio, y desde allí le tiré con el jabón, con la tapa de la jabonera, con el cepillo, y sólo acerté cuando le tiré con la jabonera. La araña arrolló las patas y quedó hecha un pequeño ovillo de lana oscura. La hija del anciano me pidió que no le dijera nada al padre porque él se oponía a que ella trabajara o leyera hasta tan tarde. Después que ella se fue, reventé la araña con el taco del zapato y me acosté sin apagar la luz. Cuando estaba por dormirme, arrollé sin querer los dedos de los pies; esto me hizo pensar en que la araña estaba allí, y volví a dar un salto.

A la mañana siguiente vino el anciano a pedirme disculpas por la araña. Su hija se lo había contado todo. Yo le dije al anciano que nada de aquello tenía la menor importancia, y para cambiar de conversación le hablé de un concierto que pensaba dar por esos días en una localidad vecina. Él creyó que eso era un pretexto para irme, y tuve que prometerle volver después del concierto.

Cuando me fui, no pude evitar que la hija me besara una mano; yo no sabía qué hacer. El anciano y yo nos abrazamos, y de pronto sentí que él me besaba cerca de una oreja.

No alcancé a dar el concierto. Recibí a los pocos días un llamado telefónico del anciano. Después de las primeras palabras, me dijo:

-Es necesaria su presencia aquí.

-¿Ha ocurrido algo grave?

-Puede decirse que una verdadera desgracia.

-¿A su hija?

-No.

-¿A Tamarinda?

-Tampoco. No se lo puedo decir ahora. Si puede postergar el concierto venga en el tren de las cuatro y nos encontraremos en el Café del Teatro.

-¿Pero su hija está bien?

-Está en la cama. No tiene nada, pero no quiere levantarse ni ver la luz del día; vive nada más que con la luz artificial, y ha mandado cerrar todas las sombrillas.

-Bueno. Hasta luego.

En el Café del Teatro había mucho barullo, y fuimos a otro lado. El anciano estaba deprimido, pero tomó enseguida las esperanzas que yo le tendía. Le trajeron la bebida oscura en el vasito, y me dijo:

-Anteayer había tormenta, y a la tardecita nosotros estábamos en el comedor. Sentimos un estruendo, y enseguida nos dimos cuenta que no era la tormenta. Mi hija corrió para su cuarto y yo fui detrás. Cuando yo llegué ella ya había abierto las puertas que dan al balcón, y se había encontrado nada más que con el cielo y la luz de la tormenta. Se tapó los ojos y se desvaneció.

-¿Así que le hizo mal esa luz?

-¡Pero, mi amigo! ¿Usted no ha entendido?

-¿Qué?

-¡Hemos perdido el balcón! ¡El balcón se cayó! ¡Aquella no era la luz del balcón!

-Pero un balcón...

Más bien me callé la boca. Él me encargó que no le dijera a la hija ni una palabra del balcón. Y yo, ¿qué haría? El pobre anciano tenía confianza en mí. Pensé en las orgías que vivimos juntos. Entonces decidí esperar blandamente a que se me ocurriera algo cuando estuviera con ella.

Era angustioso ver el corredor sin sombrillas.

Esa noche comimos y bebimos poco. Después fui con el anciano hasta la cama de la hija y enseguida él salió de la habitación. Ella no había dicho ni una palabra, pero apenas se fue el anciano miró hacia la puerta que daba al vacío y me dijo:

-¿Vio cómo se nos fue?

-¡Pero, señorita! Un balcón que se cae...

-Él no se cayó. Él se tiró.

-Bueno, pero...

-No sólo yo lo quería a él; yo estoy segura de que él también me quería a mí; él me lo había demostrado.

Yo bajé la cabeza. Me sentía complicado en un acto de responsabilidad para el cual no estaba preparado. Ella había empezado a volcarme su alma y yo no sabía cómo recibirla ni qué hacer con ella.

Ahora la pobre muchacha estaba diciendo:

-Yo tuve la culpa de todo. Él se puso celoso la noche que yo fui a su habitación.

-¿Quién?

-¿Y quién va a ser? El balcón, mi balcón.

-Pero, señorita, usted piensa demasiado en eso. Él ya estaba viejo. Hay cosas que caen por su propio peso.

Ella no me escuchaba, y seguía diciendo:

-Esa misma noche comprendí el aviso y la amenaza.

-Pero escuche, ¿cómo es posible que?...

-¿No se acuerda quién me amenazó?... ¿Quién me miraba fijo tanto rato y levantando aquellas tres patas peludas?

-¡Oh!, tiene razón. ¡La araña!

-Todo eso es muy suyo.

Ella levantó los párpados. Después echó a un lado las cobijas y se bajó de la cama en camisón. Iba hacia la puerta que daba al balcón, y yo pensé que se tiraría al vacío. Hice un ademán para agarrarla; pero ella estaba en camisón. Mientras yo quedé indeciso, ella había definido su ruta. Se dirigía a una mesita que estaba al lado de la puerta que daba hacia al vacío. Antes que llegara a la mesita, vi el cuaderno de hule negro de los versos.

Entonces ella se sentó en una silla, abrió el cuaderno y empezó a recitar:

-La viuda del balcón...

FIN