30 de agosto de 2009

Un fenómeno inexplicable / Leopoldo Lugones

Un excelente cuento. Espero lo disfruten. Saludos!

Un fenómeno inexplicable
Leopoldo Lugones

Hace de esto once años. Viajaba por la región agrícola que se dividen las provincias de Córdoba y de Santa Fe, provisto de las recomendaciones indispensables para escapar a las horribles posadas de aquellas colonias en formación. Mi estómago, derrotado por los invariables salpicones con hinojo y las fatales nueces del postre, exigía fundamentales refacciones. Mi última peregrinación debía efectuarse bajo los peores auspicios. Nadie sabía indicarme un albergue en la población hacia donde iba a dirigirme. Sin embargo, las circunstancias apremiaban, cuando el juez de paz que me profesaba cierta simpatía. vino en mi auxilio.
-Conozco allá -me dijo- un señor inglés viudo y solo. Posee una casa, lo mejor de la colonia, y varios terrenos de no escaso valor. Algunos servicios que mi cargo me puso en situación de prestarle, serán buen pretexto para la recomendación que usted desea, y que si es eficaz le proporcionará excelente hospedaje. Digo si es eficaz, pues mi hombre, no obstante sus buenas cualidades, suele tener su luna en ciertas ocasiones, siendo, además, extraordinariamente reservado. Nadie ha podido penetrar en su casa más allá del dormitorio donde instala a sus huéspedes, muy escasos por otra parte. Todo esto quiere decir que va usted en condiciones nada ventajosas, pero es cuanto puedo suministrarle. El éxito es puramente casual. Con todo, si usted quiere una carta de recomendación...

Acepté y emprendí acto continuo mi viaje, llegando al punto de destino horas después.

Nada tenía de atrayente el lugar. La estación con su techo de tejas coloradas; su andén crujiente de carbonilla; su semáforo a la derecha, su pozo a la izquierda. En la doble vía del frente, media docena de vagones que aguardaban la cosecha. Más allá el galpón, bloqueado por bolsas de trigo. A raíz del terraplén, la pampa con su color amarillento como un pañuelo de yerbas; casitas sin revoque diseminadas a lo lejos, cada una con su parva al costado; sobre el horizonte el festón de humo del tren en marcha, y un silencio de pacífica enormidad entonando el color rural del paisaje.

Aquello era vulgarmente simétrico como todas las fundaciones recientes. Notábase rayas de mensura en esa fisonomía de pradera otoñal. Algunos colonos llegaban a la estafeta en busca de cartas. Pregunté a uno por la casa consabida, obteniendo inmediatamente las señas. Noté en el modo de referirse a mi huésped, que se lo tenía por hombre considerable.

No vivía lejos de la estación. Unas diez cuadras más allá, hacia el oeste, al extremo de un camino polvoroso que con la tarde tomaba coloraciones lilas, distinguí la casa con su parapeto y su cornisa, de cierta gallardía exótica entre las viviendas circundantes; su jardín al frente; el patio interior rodeado por una pared tras la cual sobresalían ramas de duraznero. El conjunto era agradable y fresco; pero todo parecía deshabitado.

En el silencio de la tarde, allá sobre la campiña desierta, aquella casita, no obstante su aspecto de chalet industrioso, tenía una especie de triste dulzura, algo de sepulcro nuevo en el emplazamiento de un antiguo cementerio.

Cuando llegué a la verja, noté que en el jardín había rosas, rosas de otoño, cuyo perfume aliviaba como una caridad la fatigosa exhalación de las trillas. Entre las plantas que casi podía tocar con la mano, crecía libremente la hierba; y una pala cubierta de óxido yacía contra la pared, con su cabo enteramente liado por una guía de enredadera.

Empujé la puerta de reja, atravesé el jardín, y no sin cierta impresión vaga de temor fui a golpear la puerta interna. Pasaron minutos. El viento se puso a silbar en una rendija, agravando la soledad. A un segundo llamado, sentí pasos; y poco después la puerta se abría, con un ruido de madera reseca. El dueño de casa apareció saludándome.

Presenté mi carta. Mientras leía, pude observarlo a mis anchas. Cabeza elevada y calva; rostro afeitado de clergyman; labios generosos, nariz austera. Debía de ser un tanto místico. Sus protuberancias supercialiares, equilibraban con una recta expresión de tendencias impulsivas, el desdén imperioso de su mentón. Definido por sus inclinaciones profesionales, aquel hombre podía ser lo mismo un militar que un misionero. Hubiera deseado mirar sus manos para completar mi impresión, mas sólo podía verlas por el dorso.

Enterado de la carta, me invitó a pasar, y todo el resto de mi permanencia, hasta la hora de comer, quedó ocupado por mis arreglos personales. En la mesa fue donde empecé a notar algo extraño.

Mientras comíamos, advertí que no obstante su perfecta cortesía, algo preocupaba a mi interlocutor. Su mirada invariablemente dirigida hacia un ángulo de la habitación, manifestaba cierta angustia; pero como su sombra daba precisamente en ese punto, mis miradas furtivas nada pudieron descubrir. Por lo demás, bien podía no ser aquello sino una distracción habitual.

La conversación seguía en tono bastante animado, sin embargo. Tratábase del cólera que por entonces azotaba los pueblos cercanos. Mi huésped era homeópata, y no disimulaba su satisfacción por haber encontrado en mí uno del gremio. A este propósito, cierta frase del diálogo hizo variar su tendencia. La acción de las dosis reducidas acababa de sugerirme un argumento que me apresuré a exponer.

-La influencia que sobre el péndulo de Rutter -dije concluyendo una frase-, ejerce la proximidad de cualquier substancia, no depende de la cantidad. Un glóbulo homeopático determina oscilaciones iguales a las que produciría una dosis quinientas o mil veces mayor.

Advertí al momento, que acababa de interesar con mi observación. El dueño de casa me miraba ahora.

-Sin embargo -respondió- Reichenbach ha contestado negativamente esa prueba. Supongo que ha leído usted a Reichenbach.

-Lo he leído, sí; he atendido sus críticas, he ensayado, y mi aparato, confirmando a Rutter, me ha demostrado que el error procedía del sabio alemán, no del inglés. La causa de semejante error es sencillísima, tanto que me sorprende cómo no dio con ella el ilustre descubridor de la parafina y de la creosota.

Aquí, sonrisa de mi huésped: prueba terminante de que nos entendíamos.

-¿Usó usted el primitivo péndulo de Rutter, o el perfeccionado por el doctor Leger?

-El segundo -respondí.

-Es mejor. ¿Y cuál sería, según sus investigaciones, la causa del error de Reichenbach?

-Esta: los sensitivos con que operaba, influían sobre el aparato, sugestionándose por la cantidad del cuerpo estudiado. Si la oscilación provocada por un escrúpulo de magnesia, supongamos, alcanzaba una amplitud de cuatro líneas, las ideas corrientes sobre la relación entre causa y efecto, exigían que la oscilación aumentara en proporción con la cantidad: diez gramos, por ejemplo. Los sensitivos del barón, eran individuos nada versados por lo común en especulaciones científicas; y quienes practican experiencias así, saben cuán poderosamente influyen sobre tales personas las ideas tenidas por verdaderas, sobre todo si son lógicas. Aquí está, pues, la causa del error. El péndulo no obedece a la cantidad, sino a la naturaleza del cuerpo estudiado solamente; pero cuando el sensitivo cree que la cantidad mayor influye, aumenta el efecto, pues toda creencia es una volición. Un péndulo, ante el cual el sujeto opera sin conocer las variaciones de cantidad, confirma a Rutter. Desaparecida la alucinación...

-Oh, ya tenemos aquí la alucinación -dijo mi interlocutor con manifiesto desagrado.

-No soy de los que explican todo por la alucinación, a lo menos confundiéndola con la subjetividad, como frecuentemente ocurre. La alucinación es para mí una fuerza, más que un estado de ánimo, y así considerada, se explica por medio de ella buena porción de fenómenos. Creo que es la doctrina justa.

-Desgraciadamente es falsa. Mire usted, yo conocí a Home, el medium, en Londres, allá por 1872. Seguí luego con vivo interés las experiencias de Crookes, bajo un criterio radicalmente materialista; pero la evidencia se me impuso con motivo de los fenómenos del 74. La alucinación no basta para explicarlo todo. Créame usted, las apariciones son autónomas...

-Permítame una pequeña digresión -interrumpí, encontrando en aquellos recuerdos una oportunidad para comprobar mis deducciones sobre el personaje-: quiero hacerle una pregunta, que no exige desde luego contestación, si es indiscreta. ¿Ha sido usted militar?...

-Poco tiempo; llegué a subteniente del ejército de la India.

-Por cierto, la India sería para usted un campo de curiosos estudios.

-No; la guerra cerraba el camino del Tíbet a donde hubiese querido llegar. Fui hasta Cawnpore, nada más. Por motivos de salud, regresé muy luego a Inglaterra; de Inglaterra pasé a Chile en 1879; y por último a este país en 1888.

-¿Enfermó usted en la India?

-Sí -respondió con tristeza el antiguo militar, clavando nuevamente sus ojos en el rincón del aposento.

-¿El cólera?... -insistí.

Apoyó él la cabeza en la mano izquierda, miró por sobre mí, vagamente. Su pulgar comenzó a moverse entre los ralos cabellos de la nuca. Comprendí que iba a hacerme una confidencia de la cual eran prólogo aquellos ademanes, y esperé. Afuera chirriaba un grillo en la oscuridad.

-Fue algo peor todavía -comenzó mi huésped-. Fue el misterio. Pronto hará cuarenta años y nadie lo ha sabido hasta ahora. ¿Para qué decirlo? No lo hubieran entendido, creyéndome loco por lo menos. No soy un triste, soy un desesperado. Mi mujer falleció hace ocho años, ignorando el mal que me devoraba, y afortunadamente no he tenido hijos. Encuentro en usted por primera vez un hombre capaz de comprenderme.

Me incliné agradecido.

-¡Es tan hermosa la ciencia, la ciencia libre, sin capilla y sin academia! Y no obstante, está usted todavía en los umbrales. Los fluidos ódicos de Reichenbach no son más que el prólogo. El caso que va usted a conocer, le revelará hasta dónde puede llegarse.

El narrador se conmovía. Mezclaba frases inglesas a su castellano un tanto gramatical . Los incisos adquirían una tendencia imperiosa, una plenitud rítmica extraña en aquel acento extranjero.

-En febrero de 1858 -continuó- fue cuando perdí toda mi alegría. Habrá usted oído hablar de los yoghis, los singulares mendigos cuya vida se comparte entre el espionaje y la taumaturgia. Los viajeros han popularizado sus hazañas, que sería inútil repetir. Pero, ¿sabe en qué consiste la base de sus poderes?

-Creo que en la facultad de producir cuando quieren el autosonambulismo, volviéndose de tal modo insensibles, videntes...

-Es exacto. Pues bien, yo vi operar a los yoghis en condiciones que imposibilitaban toda superchería. Llegué hasta fotografiar las escenas, y la placa reprodujo todo, tal cual yo lo había visto. La alucinación resultaba, así, imposible, pues los ingredientes químicos no se alucinan... Entonces quise desarrollar idénticos poderes. He sido siempre audaz, y luego no estaba entonces en situación de apreciar las consecuencias. Puse, pues, manos a la obra.

-¿Por cuál método?

Sin responderme, continuó:

-Los resultados fueron sorprendentes. En poco tiempo llegué a dormir. Al cabo de dos años producía la traslación consciente. Pero aquellas prácticas me habían llevado al colmo de la inquietud. Me sentía espantosamente desamparado, y con la seguridad de una cosa adversa mezclada a mi vida como un veneno. Al mismo tiempo, devorábame la curiosidad. Estaba en la pendiente y ya no podía detenerme. Por una continua tensión de voluntad, conseguía salvar las apariencias ante el mundo. Mas, poco a poco, el poder despertado en mí se volvía más rebelde... Una distracción prolongada, ocasionaba el desdoblamiento. Sentía mi personalidad fuera de mí, mi cuerpo venía a ser algo así como una afirmación del no yo, diré expresando concretamente aquel estado. Como las impresiones se avivaban, produciéndome angustiosa lucidez, resolví una noche ver mi doble. Ver qué era lo que salía de mí, siendo yo mismo, durante el sueño extático.

-¿Y pudo conseguirlo?

-Fue una tarde, casi de noche ya. El desprendimiento se produjo con la facilidad acostumbrada. Cuando recobré la conciencia, ante mí, en un rincón del aposento, había una forma. Y esa forma era un mono, un horrible animal que me miraba fijamente. Desde entonces no se aparta de mí. Lo veo constantemente. Soy su presa. A donde quiera él va, voy conmigo, con él. Está siempre ahí. Me mira constantemente, pero no se le acerca jamás, no se mueve jamás, no me muevo jamás...

Subrayo los pronombres trocados en la última frase, tal como la oí. Una sincera aflicción me embargaba. Aquel hombre padecía, en efecto, una sugestión atroz.

-Cálmese usted -le dije, aparentando confianza-. La reintegración no es imposible.

-¡Oh, sí! -respondió con amargura-. Esto es ya viejo. Figúrese usted, he perdido el concepto de la unidad. Sé que dos y dos son cuatro, por recuerdo; pero ya no lo siento. El más sencillo problema de aritmética carece de sentido para mí, pues me falta la convicción de la cantidad. Y todavía sufro cosas más raras. Cuando me tomo una mano con la otra, por ejemplo, siento que aquélla es distinta, como si perteneciera a otra persona que no soy yo. A veces veo las cosas dobles, porque cada ojo procede sin relación con el otro...

Era, a no dudarlo, un caso curioso de locura, que no excluía el más perfecto raciocinio.

-Pero en fin, ¿ese mono?..., pregunté para agotar el asunto.

-Es negro como mi propia sombra, y melancólico al lado de un hombre. La descripción es exacta, porque lo estoy viendo ahora mismo. Su estatura es mediana, su cara como todas las caras de mono. Pero siento, no obstante, que se parece a mí. Hablo con entero dominio de mí mismo. ¡Ese animal se parece a mí!

Aquel hombre, en efecto, estaba sereno; y sin embargo, la idea de una cara simiesca formaba tan violento contraste con su rostro de aventajado ángulo facial, su cráneo elevado y su nariz recta, que la incredulidad se imponía por esta circunstancia, más aún que por lo absurdo de la alucinación.

Él notó perfectamente mi estado; púsose de pie como adoptando una resolución definitiva:

-Voy a caminar por este cuarto, para que usted lo vea. Observe mi sombra, se lo ruego.

Levantó la luz de la lámpara, hizo rodar la mesa hasta un extremo del comedor y comenzó a pasearse. Entonces, la más grande de las sorpresas me embargó. ¡La sombra de aquel sujeto no se movía! Proyectada sobre el rincón, de la cintura arriba, y con la parte inferior sobre el piso de madera clara, parecía una membrana, alargándose y acortándose según la mayor o menor proximidad de su dueño. No podía yo notar desplazamiento alguno bajo las incidencias de luz en que a cada momento se encontraba el hombre.

Alarmado al suponerme víctima de tamaña locura, resolví desimpresionarme y ver si hacía algo parecido con mi huésped, por medio de un experimento decisivo. Pedíle que me dejara obtener su silueta pasando un lápiz sobre el perfil de la sombra.

Concedido el permiso, fijé un papel con cuatro migas de pan mojado hasta conseguir la más perfecta adherencia posible a la pared, y de manera que la sombra del rostro quedase en el centro mismo de la hoja. Quería, como se ve, probar por la identidad del perfil entre la cara y su sombra (esto saltaba a la vista, pero el alucinado sostenía lo contrario) el origen de dicha sombra, con intención de explicar luego su inmovilidad asegurándome una base exacta.

Mentiría si dijera que mis dedos no temblaron un poco al posarse en la mancha sombría, que por lo demás diseñaba perfectamente el perfil de mi interlocutor; pero afirmo con entera certeza que el pulso no me falló en el trazado. Hice la línea sin levantar la mano, con un lápiz Hardtmuth azul, y no despegué la hoja concluido que hube, hasta no hallarme convencido por una escrupulosa observación, de que mi trazo coincidía perfectamente con el perfil de la sombra, y éste con el de la cara del alucinado.

Mi huésped seguía la experiencia con inmenso interés. Cuando me aproximé a la mesa, vi temblar sus manos de emoción contenida. El corazón me palpitaba, como presintiendo un infausto desenlace.

-No mire usted -dije.

-¡Miraré! -me respondió con un acento tan imperioso, que a pesar mío puse el papel ante la luz.

Ambos palidecimos de una manera horrible. Allí ante nuestros ojos, la raya de lápiz trazaba una frente deprimida, una nariz chata, un hocico bestial. ¡El mono! ¡La cosa maldita!

Y conste que yo no sé dibujar.

Fin

25 de agosto de 2009

El presidente del jurado / Charles Dickens


El presidente del jurado
Charles Dickens

Han pasado ya algunos años desde que se cometió en Inglaterra un asesinato que atrajo poderosamente la atención pública. En nuestro país se oye hablar con bastante frecuencia de asesinos que adquieren una triste celebridad. Pero yo hubiese enterrado con gusto el recuerdo de aquel hombre feroz de haber podido sepultarlo tan fácilmente como su cuerpo lo está en la prisión de Newgate. Advierto, desde luego, que omito deliberadamente hacer aquí alusión alguna a la personalidad de aquel hombre.

Cuando el asesinato fue descubierto, nadie sospechó -o, mejor dicho, nadie insinuó públicamente sospecha alguna- del hombre que después fue procesado. Por la circunstancia antes expresada, los periódicos no pudieron, naturalmente, publicar en aquellos días descripciones del criminal. Es esencial que se recuerde este hecho.

Al abrir, durante el desayuno, mi periódico matutino, que contenía el relato del descubrimiento del crimen, lo encontré muy interesante y lo leí con atención. Volví, incluso, a leerlo otra vez, o quizá dos. El descubrimiento había tenido lugar en un dormitorio. Cuando dejé el diario tuve la impresión, fugaz, como un relámpago, de que veía pasar ante mis ojos aquella alcoba. Semejante visión, aunque instantánea, fue clarísima, tanto que hasta pude observar, con alivio, la ausencia del cuerpo de la víctima en el lecho mortuorio.

Esta curiosa sensación no se produjo en ningún lugar misterioso, sino en una de las vulgares habitaciones de Piccadilly en que me alojaba, próxima a la esquina de St. James Street. Y fue una experiencia nueva en mi vida.

En aquel instante me hallaba sentado en mi butaca, y la visión fue acompañada de un estremecimiento tan fuerte, que la desplazó del lugar en que se encontraba; si bien procede advertir que las patas de la butaca terminaban en sendas ruedecillas. A continuación me acerqué a una ventana (la habitación, situada en un segundo piso, tenía dos) a fin de tranquilizarme con la visión del animado tráfago de Piccadilly.

Era una luminosa mañana de otoño y la calle se extendía ante mí resplandeciente y animada. Soplaba un fuerte viento. Al asomarme, el viento acababa de levantar numerosas hojas caídas en el parque, elevándolas y formando con ellas una columna en espiral. Cuando la columna se derrumbó y las hojas se dispersaron, vi a dos hombres en el lado opuesto de la calle, caminando de oeste a este. Iban uno tras otro. El primero miraba con frecuencia hacia atrás, por encima del hombro. El segundo lo seguía a una distancia de unos treinta pasos, con la mano derecha levantada amenazadoramente. Al principio, la singularidad de tal actitud en una avenida tan frecuentada atrajo mi atención, pero en seguida se desvió hacia otra y más notable particularidad: nadie reparaba en ellos. Ambos hombres se movían entre los demás peatones con una suavidad increíble, aun sobre aquel pavimento tan liso, y nadie, según pude observar, los rozaba, los miraba o les abría paso. Al llegar ante mi ventana los dos dirigieron su mirada hacia mí. Entonces distinguí sus rostros con toda claridad y me di cuenta de que podría reconocerlos en cualquier parte; no se crea por esto que yo aprecié conscientemente nada de extraordinario en sus rostros, excepto el detalle de que el hombre que iba en primer lugar tenía un aspecto muy abatido y que la faz de su perseguidor era del mismo tono de la cera sin refinar.

Soy soltero y toda mi servidumbre se limita a un criado y su mujer. Trabajo en la filial de un banco, como jefe de un negociado, y debo agregar que desearía sinceramente que mis deberes fuesen tan leves como generalmente se supone. Lo digo porque esos deberes me retenían en la ciudad aquel otoño, a pesar de hallarme muy necesitado de reposo y de un cambio de ambiente. No es que estuviese enfermo, pero no me encontraba bien. El lector se hará cargo de mi estado si le digo que me sentía cansado, deprimido por la sensación de llevar una vida monótona y "ligeramente dispéptico". Mi médico, hombre de mucho prestigio profesional, me aseguró, a requerimiento mío, que éste era mi verdadero estado de salud en aquella época; que no padecía ninguna enfermedad ni grave depresión, y yo cito sus palabras al pie de la letra.

A medida que las circunstancias del asesinato iban intrigando gradualmente al público, yo procuraba alejarlas de mi cerebro tanto como era posible alejar un objeto del interés y comentarios generales. Supe que se había dictado un veredicto previo de asesinato con premeditación y alevosía contra el presunto criminal, y que éste había sido conducido a Newgate para que estuviese presente cuando se dictara sentencia definitiva. Me enteré, igualmente, de que el proceso quedaba aplazado para una de las próximas audiencias de la Sala Central de lo Criminal, fundándose en algún precepto de la Ley y en la necesidad de dejar tiempo al abogado para preparar la defensa. Es posible también que yo me enterase, aunque creo que no, de la fecha exacta o aproximada en que debía celebrarse la vista de la causa.

Mi salón, dormitorio y tocador se encuentran en el mismo piso. La última de dichas habitaciones sólo tiene entrada por el dormitorio. Cierto que tiene también una puerta que da a la escalera, pero, en el tiempo que nos ocupa, hacía años ya que mi baño la obstruía, por tanto la habíamos inutilizado, cubriéndola de arpillera claveteada.

Una noche, a hora bastante avanzada, estaba yo en mi alcoba, dando instrucciones al criado antes de acostarme; la puerta que comunicaba con el cuarto de baño que daba frente a mí, en aquel momento estaba cerrada. Mi criado daba la espalda a la puerta. Y he aquí que, de repente, vi abrirse aquella puerta y aparecer a un hombre que reconocí en el acto y que me hizo una misteriosa señal. Era el segundo de los dos que caminaban aquel día en Piccadilly, el que tenía la cara del color de la cera sin refinar.

Hecho aquel signo, la figura retrocedió y cerró la puerta de nuevo. Rápidamente me acerqué a la puerta del tocador, la abrí y miré. Yo tenía en la mano una vela encendida. No esperaba encontrar a nadie allí, y, en efecto, no encontré a nadie.

Comprendiendo que mi criado estaba sorprendido, me volví hacia él y le dije:

-¿Creería usted, Derrick, que a pesar de encontrarme en la plenitud de mis facultades he imaginado ver...?

Al hablar, apoyé mi mano en su hombro. Con un repentino sobresalto, él exclamó:

-¡Oh, Dios mío, sí! Ha visto usted a un muerto que le hacía señales.

No creo que Juan Derrick, devoto y honrado servidor mío durante más de veinte años, hubiese captado la situación antes de que yo lo tocase. Su reacción, cuando apoyé mi mano sobre él, fue tan súbita, que albergo la firme certeza de que la provocó aquel contacto.

Pedí a Derrick que me trajese coñac, le ofrecí una copa y yo tomé otra. No le dije ni una palabra sobre lo que me había sucedido anteriormente. Me sentía seguro de no haber visto nunca aquel rostro fantasma, salvo la mañana de Piccadilly.

Pasé la noche muy inquieto, aunque sintiendo cierta certidumbre, difícil de explicar, de que la aparición no volvería. Al apuntar el día caí en un pesado sueño, del que me despertó Derrick cuando entró en mi habitación con una papel en la mano.

Aquel papel había motivado una ligera discusión entre su portador y mi sirviente. Era una citación para concurrir como jurado a una próxima sesión de la Audiencia. Yo nunca había sido requerido como jurado, y Juan Derrick lo sabía. Él opinaba -aun hoy no sé a punto fijo si con razón o no- que era costumbre nombrar jurados a personas de menor categoría que yo y no quiso, en consecuencia, aceptar la citación. El hombre que la llevaba tomó la negativa de mi criado con mucha frialdad. Dijo que mi asistencia o no asistencia al tribunal le tenía sin cuidado, y que su cometido se limitaba a entregar la citación.

Durante un par de días estuve indeciso entre asistir o no. No sentí, en verdad, la menor influencia misteriosa en ningún sentido. Estoy tan absolutamente seguro de esto como de todo lo que estoy narrando. Por último, resolví asistir, ya que de este modo rompería la monotonía de mi vida.

La mañana de la cita resultó ser una muy cruda del mes de noviembre. En Piccadilly había una densa niebla que se oscurecía por momentos hasta adquirir una negrura opresiva.

Cuando llegué al Palacio de Justicia, encontré los pasillos y escaleras que conducían a la sala del tribunal iluminados por luces de gas. La sala estaba alumbrada de igual modo. Creo sinceramente que hasta que los ujieres no me condujeron a ella y vi la concurrencia que se apiñaba allí, no recordé que la vista del proceso por el mencionado asesinato se celebraba aquel día. Incluso me parece que hasta que, no sin considerables dificultades por el mucho gentío, fui introducido en la sala de lo criminal, ignoré si se me citaba a ésta o a otra. Pero lo que ahora señalo no debe considerarse como un aserto positivo, porque este extremo no está suficientemente aclarado en mi mente.

Me senté en el lugar de los jurados y, mientras esperaba, contemplé la sala a través del espeso vapor mixto de niebla y vaho de respiraciones que constituía su atmósfera. Observé la negra bruma que se cernía, como sombrío cortinón, más allá de las ventanas, y escuché el rumor de las ruedas de los vehículos sobre la paja o el serrín que alfombraba el pavimento de la calle. Oí también el murmullo de la concurrencia, sobre el que a veces se elevaba alguna palabra más fuerte, alguna exclamación en voz alta, algún agudo silbido. Poco después entraron los magistrados, que eran dos, y ocuparon sus asientos. Se acalló el rumor en la sala, y se dio la orden de hacer comparecer al acusado. En el mismo instante en que se presentó lo reconocí como el primero de los dos hombres que yo viera caminando por Piccadilly.

Si mi nombre hubiese sido pronunciado en aquel instante, creo que no hubiese tenido ánimos para responder. Pero como lo mencionaron en sexto u octavo lugar, me encontré con fuerzas para contestar: "¡Presente!"

Y ahora, lector, fíjese en lo que sigue. Apenas hube ocupado mi lugar, el preso, que nos estaba mirando a todos con fijeza, pero sin dar muestras de interés particular, experimentó una agitación violenta e hizo una señal a su abogado. Tan manifiesto era el deseo del acusado de que me sustituyesen, que ello provocó una pausa, en el curso de la cual el defensor, apoyando la mano en la barra, cuchicheó con su defendido, moviendo la cabeza. Supe luego -por el propio abogado- que las primeras y presurosas palabras del acusado habían sido éstas: "Haga sustituir a ese hombre como sea". Pero, al no alegar razón alguna para ello, y habiendo de reconocer que no me conocía ni había oído mi nombre hasta que lo pronunciaron en la sala, no fue atendido su deseo.

Como no deseo avivar la memoria de la gente respecto a aquel asesino, y también porque no es indispensable para mi relato narrar al detalle los incidentes del largo proceso, me limitaré a citar las particularidades que nos acontecieron a los jurados y a mí durante los diez días, con sus noches, en que estuvimos juntos. Mencionaré, sobre todo, las curiosas experiencias personales que atravesé. Es en este aspecto, y no acerca del asesino, sobre lo que quiero despertar el interés del lector.

Me designaron presidente del jurado. En la segunda mañana del proceso, después de invertir más de dos horas en examinar las piezas de convicción -yo podía saber el transcurso del tiempo porque oía la campana del reloj de una iglesia-, habiéndoseme ocurrido dirigir la mirada a mis compañeros de jurado, encontré una inexplicable dificultad en contarlos. Los enumeré varias veces y siempre con la misma dificultad. En resumen, contaba uno de más.

Toqué suavemente al más próximo a mí y le cuchicheé:

-Hágame el favor de contarnos.

Él, aunque pareció sorprendido por la petición, volvió la cabeza y nos contó a todos.

-¡Pero si somos trece! -exclamó-. No, no es posible. Uno, dos... Somos doce.

A través de mis cálculos de aquel día saqué en limpio que éramos siempre doce si se nos enumeraba individualmente, pero que siempre salía uno de más si nos considerábamos en conjunto. Éramos doce, pero alguien se nos agregaba con insistencia, y yo, en mi fuero interno, sabía de quién se trataba.

Nos alojaron en la London Taverns. Dormíamos todos en un amplio aposento, en lechos individuales, y estábamos constantemente atendidos y vigilados por un funcionario. No veo razón alguna para omitir el verdadero nombre de aquel funcionario. Era un hombre inteligente, amabilísimo, cortés y muy respetado. Tenía una agradable apariencia, bellos ojos, patillas envidiablemente negras y voz agradable y bien timbrada. Se llamaba Harker.

Nos acostamos en nuestros lechos respectivos. El de Harker estaba colocado transversalmente ante la puerta. La segunda noche, como no sentía deseos de dormir y vi que Harker permanecía sentado en su cama, me acerqué a él, me senté a su lado y le ofrecí un poco de rapé. Su mano rozó la mía al tocar la tabaquera y en el acto le agitó un estremecimiento y exclamó:

-¿Qué es eso?

Siguiendo la dirección de su mirada divisé a quien esperaba ver: el segundo de los hombres de Piccadilly. Me incorporé, anduve unos cuantos pasos, me paré y miré a Harker. Éste, que ya no sentía la menor turbación, me dijo con toda naturalidad, riendo:

-Me había parecido por un momento que había un jurado de más, aunque sin cama. Pero es un efecto de la luz de la luna.

Sin hacer revelación alguna al señor Harker, me limité a proponerle que diéramos una paseíto de un extremo a otro de la habitación. Mientras andábamos procuré vigilar los movimientos de la misteriosa figura. Ésta se detenía por unos instantes a la cabecera de cada uno de mis once compañeros de jurado, acercándose mucho a la almohada. Seguía siempre el lado derecho de cada cama, y cruzaba ante los pies para dirigirse a la siguiente. Por los movimientos de su cabeza parecía que se limitaba a mirar, pensativo, a cada uno de los que descansaban. No reparó en mí ni en mi lecho, que era el más próximo al rayo de luz lunar que penetraba por una ventana alta. Aquella figura desapareció como por una escalera aérea. Por la mañana, al desayunar, resultó que todos habían soñado con la víctima del crimen, excepto Harker y yo.

Acabé por quedar convencido de que el segundo de los hombres que yo viera en Piccadilly -si podía aplicársele la expresión "hombre"- era el asesinado, persuasión que tuve mediante su testimonio directo. Pero esto sucedió de una manera para la cual yo no estaba preparado.

El quinto día de la vista, cuando iba a cerrarse el capítulo de cargos, fue mostrada una miniatura del asesinado que se había echado de menos en el lugar del crimen, encontrándose después en un lugar recóndito donde el asesino había estado practicando una fosa. Una vez identificada por los testigos, fue pasada al tribunal y examinada por el jurado. Mientras un funcionario vestido con una toga negra nos la iba entregando a todos, la figura del hombre que yo viera en segundo lugar en Piccadilly surgió impetuosamente de entre la multitud, asió la miniatura de manos del funcionario, la puso en las mías y, antes de que yo viera la miniatura, que iba en un dije, me dijo, en tono bajo y profundo:

-Yo era entonces más joven y la sangre no había desaparecido de mi rostro como ahora.

Luego la aparición se situó entre mi persona y la del siguiente jurado a quien yo había de entregar la miniatura, y a continuación entre éste y el otro jurado, y así sucesivamente hasta que el objeto volvió a mi poder. Ninguno, salvo yo, reparó en la aparición.

Cuando nos sentábamos a la mesa y, en general, siempre que nos encerrábamos juntos bajo la custodia del señor Harker, los componentes del jurado discutíamos mucho acerca del asunto que nos ocupaba. El quinto día, terminado el capítulo de cargos y teniendo, por lo tanto, este lado de la cuestión completamente claro ante nosotros, nuestra discusión se hizo más reflexiva y seria.

Figuraba entre nosotros cierto sacristán -el hombre más obtuso que he visto en mi vida- que oponía a las más claras evidencias las más absurdas objeciones, apoyado por dos hombres de poco carácter que le conocían por frecuentar su misma parroquia. Por cierto que aquellas gentes pertenecían a un distrito tan castigado por las fiebres epidémicas, que más bien debían haber solicitado un proceso contra ellas como causantes de quinientos asesinatos, por lo menos. Cuando aquellos testarudos se hallaban en la cúspide de su elocuencia, que fue hacia medianoche, y todos nos disponíamos a abandonarlos e irnos a la cama, volvía a ver al hombre asesinado. Se detuvo detrás de ellos y me hizo una señal. Al acercarme a aquellos hombres e intervenir en su conversación, lo perdí de vista. Éste fue el principio de una serie interminable de apariciones, limitadas por entonces al vasto aposento en que el jurado se hallaba reunido. En cuanto varios se agrupaban para hablar, yo veía surgir entre ellos la cabeza del asesinado. Siempre que los comentarios lo desfavorecían, me hacía imperiosos e irresistibles signos para que lo defendiera.

Téngase en cuenta que desde el quinto día, cuando se exhibió la miniatura, yo no había vuelto a ver la aparición en la sala del juicio. Tres novedades se produjeron en esta situación tan pronto como entramos en el tribunal para oír el alegato de la defensa. En primer lugar mencionaré juntos dos de ellos. La figura permanecía continuamente en la sala y no me miraba nunca; dedicaba su atención a la persona que estaba hablando en el momento. El asesinato se había cometido mediante el degüello de la víctima, y en el curso de la defensa se insinuó la posibilidad de que se tratase no de un crimen, sino de suicidio. En aquel instante, la aparición, colocándose ante los mismos ojos del defensor, y situando la garganta en la horrible postura en que fuera descubierta, comenzó a accionar ante la tráquea, ora con la mano derecha, ora con la izquierda, como para sugerir al abogado la imposibilidad de que semejante herida pudiese ser causada por la víctima. La segunda novedad consistió en que, habiendo comparecido como testigo de descargo una mujer respetable, que afirmó que el asesino era el mejor de los hombres, la aparición se plantó ante ella, mirándola al rostro, y señaló con el brazo extendido la mala catadura del asesino.

Pero fue la tercera de las aludidas novedades la que consiguió emocionarme con más intensidad. No trato de teorizar sobre ello: me limito a someterlo a la consideración del lector. Aunque la aparición no era vista por la persona a quien se dirigía, no es menos cierto que tal persona sufría invariablemente algún estremecimiento o desasosiego súbito. Me parecía que a aquel ser le estuviera vedado, por leyes desconocidas, hacerse visible, pero por el contrario podía influir sobre sus mentes. Así, por ejemplo, cuando el defensor expuso la hipótesis de una muerte voluntaria y la aparición se situó ante él realizando aquel lúgubre simulacro de degüello, es innegable que el defensor se alteró, perdió por unos instantes el hilo de su hábil discurso, se puso extremadamente pálido y hasta hubo de secarse la frente con un pañuelo. Y cuando la aparición se colocó ante la respetable testigo de descargo, los ojos de ésta siguieron, sin duda alguna, la dirección indicada por el fantasma y se fijaron, con evidente duda y titubeo, en el rostro del acusado. Bastarán, para que el lector se haga cargo completo de todo, dos detalles más. El octavo día de las sesiones, tras una pausa que hacía diariamente a primera hora de la tarde para descansar y tomar algún alimento, yo regresé a la sala con los demás jurados poco antes que los jueces. Al instalarme en mi asiento y mirar en torno, no distinguí la aparición, hasta que, alzando los ojos hacia la tribuna, vi al espectro inclinarse por encima de una mujer de atractivo aspecto, como para asegurarse de si los magistrados estaban ya en sus sitiales o no. Inmediatamente, la mujer lanzó un grito, se desmayó y hubo que sacarla de la sala. Algo análogo sucedió con el respetable y prudente juez instructor que había incoado el proceso. Cuando la causa estuvo concluida y él comenzaba a ordenar los autos correspondientes, el hombre asesinado, entrando por la puerta de los jueces, se acercó al pupitre y por encima de su hombro miró los papeles que hojeaba el magistrado. En el rostro del magistrado se produjo un cambio, su mano se detuvo, su cuerpo se estremeció con el peculiar temblor que yo conocía tan bien, y al fin hubo de murmurar:

-Perdónenme unos momentos, señores. Este aire tan viciado me ha producido cierta opresión...

No se repuso hasta después de beber un vaso de agua.

A través de la monotonía de seis de aquellos interminables días, siempre los mismos jurados y jueces en el estrado, el mismo asesino en el banquillo, los mismos letrados en la barra, las mismas preguntas y respuestas elevándose hacia el techo de la sala, el mismo raspar de la pluma del juez, los mismos ujieres entrando y saliendo, las mismas luces encendidas a la misma hora cuando el día había sido relativamente claro, la misma cortina de niebla fuera de la ventana cuando había bruma, la misma lluvia batiente y goteante cuando llovía, las mismas huellas de los pies de los celadores y del acusado sobre el serrín, las mismas llaves abriendo y cerrando las mismas pesadas puertas; a través, repito, de aquella fatigosa monotonía que me llevaba a sentirme presidente de jurado desde una época remotísima, y me recordaba el episodio de Piccadilly como si se hubiera producido en tiempos contemporáneos a los de Babilonia, la figura del hombre asesinado no perdió ni un ápice de nitidez ante mis ojos. No debo omitir tampoco el hecho de que la aparición que designo con la expresión "el hombre asesinado" no fijó ni una sola vez la vista en el criminal. Yo me preguntaba repetidamente: "¿Por qué no lo mira?" Pero no lo miró.

Tampoco me miró a mí, desde el día en que se mostró la miniatura, hasta los últimos minutos de la vista, ya conclusa del todo la causa. Nos retiramos a estudiarla a las diez menos siete minutos de la noche. El estúpido sacristán y sus dos amigos nos originaron tantas complicaciones, que hubimos de volver dos veces a la sala para pedir que se nos releyesen los extractos de las notas del juez instructor. Ninguno de nosotros, y creo que nadie en la sala, tenía la menor duda sobre aquellos pasajes, pero el testarudo triunvirato, que no se proponía más que obstruir, discutía sobre ellos sólo por esta razón. Al fin prevaleció el criterio de los demás y el jurado volvió a la sala a las doce y diez.

Esta vez el muerto permanecía de cara al jurado en el extremo opuesto de la sala. Cuando me senté, sus ojos se fijaron en mí con gran detenimiento. El examen pareció dejarlo satisfecho, porque a continuación extendió lentamente, primero sobre su cabeza y luego sobre toda su figura, un amplio velo gris que llevaba al brazo por primera vez.

Cuando yo emití nuestro veredicto de culpabilidad, el velo se dibujó, todo desapareció ante mis ojos, y el lugar que ocupaba el hombre asesinado quedó vacío.

El asesino, interrogado por el juez, como de costumbre, acerca de si tenía algo que alegar antes de que se pronunciase la sentencia, murmuró algunas confusas palabras que los periódicos del día siguiente calificaron de "breves frases titubeantes, incoherentes y casi ininteligibles, en las que pareció entenderse que se lamentaba de no haber sido condenado con justicia, ya que el presidente del jurado estaba predispuesto contra él". Pero la extraordinaria declaración que el acusado hizo en realidad fue ésta:

-Señoría: me constaba que yo era hombre perdido desde que vi sentarse en su puesto al presidente del jurado. Me constaba, Señoría, que no permitiría que saliese libre, porque, antes de que me detuviesen, él, no sé cómo, penetró una noche en mi habitación, se acercó a mi cama, me despertó y me pasó una cuerda alrededor del cuello.

Fin

19 de agosto de 2009

En la escuela damos soluciones a problemas que ya no existen



El periodista defiende la educación pública, habla de la fórmula de su éxito matemático y elogia la democratización de contenidos que trajo Internet.
Si Adrián Paenza volviera a vivir en la Argentina, debería restringir sus apariciones en la vía pública. Al menos mientras le dure el éxito y la fama de su boom matemático. Es que en solo 5 minutos a la intemperie recibió una veintena de saludos y halagos y al menos 5 pedidos para asistir a alguna escuela a charlar con los chicos. El disfruta de esas charlas y hasta cuenta una de estas experiencias increíbles en su último libro, el cuarto de la serie Matemática ¿estás ahí?, publicado por siglo XXI. Pero sus días, como los de todos, tienen 24 horas y la inesperada fascinación que su serie escrita y su programa en TV le están dando a los números, lo exceden por completo. "Si conociera la fórmula del éxito, podría transmitirla", dice Paenza. Pero lo sabe, lo suyo no tiene lógica, los intereses de los lectores no son pura matemática.

¿Con tantos premios, invitaciones y ventas, qué estatura tiene su ego de divulgador matemático?
Para mí es una caricia en el corazón. Si hubiera sabido que esto iba a pasar, hubiese escrito estos libros hace 20 o 30años. Y podría haberlo hecho, pues el material no es nuevo. Cualquiera que estudie matemática en cualquier universidad nacional del país sabe que esto no lo inventé yo. Y no es un ejercicio de humildad lo mío, yo lo miro también como un observador externo y me pregunto cómo puede estar pasando esto. Carlos Díaz, el director de la editorial, imprimió 4 mil ejemplares en la primera edición. Y en la segunda ya fueron 40 mil. Algo pasó que nos excedió a todos. Ahora, hay otra cosa que está pasando en la sociedad. Yo no me puedo atribuir nada, no me puedo sentir responsable de esto.

Si no se lo atribuye usted, ¿Cuánto tiene que en el éxito la forma de contar y de mostrar esto? ¿Es un triunfo de la forma sobre el contenido?
Esa es una pregunta interesante que me gustaría poder responder. Si yo supiera cuál es la fórmula, podría transmitírsela a todos aquellos que sienten que su pasión está siendo olvidada, omitida, con una sordina que les impide trascender tanto como querrían. Pero no se si esa es la clave, ojala tuviera la certeza.

La publicación en paralelo y gratis en Internet, fue uno de sus requisitos, ¿fue ese el trampolín hacia el público joven?
No puedo decir que no tuvo nada que ver ni que lo hice pensando en eso. Lo hice por una convicción personal: todo lo que sea difusión, y más si está relacionado a las ciencias, tiene que ser de acceso universal, sin depender del poder adquisitivo de nadie. Decir ahora que busqué posicionarme con el mundo joven no es real. Lo volvería a hacer, hay que buscar maneras de distribuir la riqueza y no solo la material, sino también la intelectual. Y todo lo que está online equipara, iguala y democratiza. Siempre y cuando tengamos el privilegio de tener acceso a una computadora. Desde ese lugar, es maravilloso por la cantidad de oportunidades que presenta.

¿Por eso criticó tanto el parate del programa One Laptop per Child, que tanto empujó?
Y empujaría otra vez. Esto es una realidad tan obvia. ¿Quién podría discutirlo? El problema esta en que los que tenemos mi edad muchas veces tenemos problemas en aceptar que la tecnología nueva nos deja a nosotros un poco más afuera. Hay ciertas cosas que debemos conservar y nadie dice que haya que tirar nada. La gente no dejó de verse porque apareció el teléfono, al contrario, se hicieron citas más puntuales. Entonces, criticar a los chicos por el uso que hacen de la computadora es no recordar que nosotros nos pasábamos horas jugando con piedritas o con figuritas mientras mi mamá me hacía las mismas preguntas. El problema lo tenemos los mayores. Durante 60 años hicimos cosas que ahora un chico de 5 las resuelve en 2 minutos y eso provoca miedo. A mí me llevaron a escribir a máquina a una Pittman, hoy los chicos aprenden chateando, nadie va a una academia. Decir que sé escribir a máquina es como decir que soy doctor en control remoto...

Desde la docencia o desde sus creaciones mediáticas, ha asumido un papel de defensor de la cosa pública...
Hay que defender la igualdad. El problema es que acá, lo público tiene un desvalor, y con ello muchas de las cosas ligadas al Estado. Pero yo tengo mucho orgullo en defender la universidad pública y la educación gratuita. Yo soy un subproducto de la educación pública, y lo mismo debemos empujar para Internet.

¿Y por qué es tan difícil instaurar un programa como OLP?
Porque afecta muchos intereses. Son 200 millones de computadoras a 100 dólares cada una, es mucha plata. Cuando algunas empresas vieron que esto se les iba de las manos lo boicotearon. No es fácil, pero igual la gente va a terminar teniendo lo que le corresponde.

¿Hay decisión política de que esto sea así?
Si yo supiera que hay algún lugar en el que alguien toma decisiones, todos estaríamos ahí, presionando. Pero la gente debería pugnar por tenerlo. Cuando empiecen a ver que el de al lado tiene algo que a su hijo le cambiaría la vida...

¿El discurso sobre la educación pública es para afuera?
En alguna época, los que íbamos a la escuela pública nos sentíamos orgullosos. Nuestros padres se sentían orgullosos. Iban a la escuela privada aquellos que no podían ir a la escuela pública, porque no podían pasar de grado. Ahora, en Buenos Aires, hay mucha gente que no quiere mandar sus hijos a la escuela pública. Tenemos que entenderlo, no es que los maestros tienen que cobrar bien; tienen que cobrar, como los médicos, los mejores sueldos, porque ellos son la clave del futuro del país. Es elemental. Cuanto más educado está un pueblo más preparado está para tomar decisiones, para poder producir, para resolver la deuda interna. Lo público es lo que tenemos para defender. Nadie va a estudiar el problema del dengue si no lo estudiamos nosotros, porque en el hemisferio norte esto no es un problema, al menos por ahora.

Pero los resultados no están siendo buenos, incluso el ministro Tedesco habla de niveles de desaprobación altísimos...
No hay que mirar en los alumnos. El problema no puede estar del otro lado. Cuando esto pasa históricamente, en geografías amplísimas, pasa en Sudamérica y pasa en los EE.UU., entonces, tal vez el problema lo tengamos nosotros, los que tratamos de comunicar. La matemática que se enseña en las escuelas es una cosa tan alejada que atrasa 400 años. El teorema de Pitágoras resolvía un problema, enseñaba a encontrar ángulos rectos. Pero ahora ya no hay problemas para encontrar ángulos rectos. En aquella época se mataban para ver cómo dividir la tierra, y el recíproco de un teorema lo resolvió. Hoy, al teorema de Pitágoras hay que estudiarlo porque es básico y elemental, pero hay que redefinir cuándo y por qué. Tenemos que preguntarnos por qué y para qué enseñamos lo que enseñamos. ¿Por qué estamos tan alejados de los problemas que tienen los chicos? Históricamente fue al revés, aparecían los problemas y buscábamos soluciones, nosotros en la escuela damos soluciones para problemas que ya no existen.

Fin

12 de agosto de 2009

El evangelio segùn San Marcos / Jorge Luis Borges

Lo comparto porque me gustò mucho.
Saludos!

El evangelio segùn San Marcos
Jorge Luis Borges


El hecho sucedió en la estancia Los Álamos, en el partido de Junín, hacia el sur, en los últimos días del mes de marzo de 1928. Su protagonista fue un estudiante de medicina, Baltasar Espinosa. Podemos definirlo por ahora como uno de tantos muchachos porteños, sin otros rasgos dignos de nota que esa facultad oratoria que le había hecho merecer más de un premio en el colegio inglés de Ramos Mejía y que una casi ilimitada bondad. No le gustaba discutir; prefería que el interlocutor tuviera razón y no él. Aunque los azares del juego le interesaban, era un mal jugador, porque le desagradaba ganar. Su abierta inteligencia era perezosa; a los treinta y tres años le faltaba rendir una materia para graduarse, la que más lo atraía. Su padre, que era librepensador, como todos los señores de su época, lo había instruido en la doctrina de Herbert Spencer, pero su madre, antes de un viaje a Montevideo, le pidió que todas las noches rezara el Padrenuestro e hiciera la señal de la cruz. A lo largo de los años no había quebrado nunca esa promesa. No carecía de coraje; una mañana había cambiado, con más indiferencia que ira, dos o tres puñetazos con un grupo de compañeros que querían forzarlo a participar en una huelga universitaria. Abundaba, por espíritu de aquiescencia, en opiniones o hábitos discutibles: el país le importaba menos que el riesgo de que en otras partes creyeran que usamos plumas; veneraba a Francia pero menospreciaba a los franceses; tenía en poco a los americanos, pero aprobaba el hecho de que hubiera rascacielos en Buenos Aires; creía que los gauchos de la llanura son mejores jinetes que los de las cuchillas o los cerros. Cuando Daniel, su primo, le propuso veranear en Los Álamos, dijo inmediatamente que sí, no porque le gustara el campo sino por natural complacencia y porque no buscó razones válidas para decir que no.

El casco de la estancia era grande y un poco abandonado; las dependencias del capataz, que se llamaba Gutre, estaban muy cerca. Los Gutres eran tres: el padre, el hijo, que era singularmente tosco, y una muchacha de incierta paternidad. Eran altos, fuertes, huesudos, de pelo que tiraba a rojizo y de caras aindiadas. Casi no hablaban. La mujer del capataz había muerto hace años.

Espinosa, en el campo, fue aprendiendo cosas que no sabía y que no sospechaba. Por ejemplo, que no hay que galopar cuando uno se está acercando a las casas y que nadie sale a andar a caballo sino para cumplir con una tarea. Con el tiempo llegaría a distinguir los pájaros por el grito.

A los pocos días, Daniel tuvo que ausentarse a la capital para cerrar una operación de animales. A lo sumo, el negocio le tomaría una semana. Espinosa, que ya estaba un poco harto de las bonnes fortunes de su primo y de su infatigable interés por las variaciones de la sastrería, prefirió quedarse en la estancia, con sus libros de texto. El calor apretaba y ni siquiera la noche traía un alivio. En el alba, los truenos lo despertaron. El viento zamarreaba las casuarinas. Espinosa oyó las primeras gotas y dio gracias a Dios. El aire frío vino de golpe. Esa tarde, el Salado se desbordó.

Al otro día, Baltasar Espinosa, mirando desde la galería los campos anegados, pensó que la metáfora que equipara la pampa con el mar no era, por lo menos esa mañana, del todo falsa, aunque Hudson había dejado escrito que el mar nos parece más grande, porque lo vemos desde la cubierta del barco y no desde el caballo o desde nuestra altura. La lluvia no cejaba; los Gutres, ayudados o incomodados por el pueblero, salvaron buena parte de la hacienda, aunque hubo muchos animales ahogados. Los caminos para llegar a la estancia eran cuatro: a todos los cubrieron las aguas. Al tercer día, una gotera amenazó la casa del capataz; Espinosa les dio una habitación que quedaba en el fondo, al lado del galpón de las herramientas. La mudanza los fue acercando; comían juntos en el gran comedor. El diálogo resultaba difícil; los Gutres, que sabían tantas cosas en materia de campo, no sabían explicarlas. Una noche, Espinosa les preguntó si la gente guardaba algún recuerdo de los malones, cuando la comandancia estaba en Junín. Le dijeron que sí, pero lo mismo hubieran contestado a una pregunta sobre la ejecución de Carlos Primero. Espinosa recordó que su padre solía decir que casi todos los casos de longevidad que se dan en el campo son casos de mala memoria o de un concepto vago de las fechas. Los gauchos suelen ignorar por igual el año en que nacieron y el nombre de quien los engendró.

En toda la casa no había otros libros que una serie de la revista La Chacra, un manual de veterinaria, un ejemplar de lujo del Tabaré, una Historia del Shorthorn en la Argentina, unos cuantos relatos eróticos o policiales y una novela reciente: Don Segundo Sombra. Espinosa, para distraer de algún modo la sobremesa inevitable, leyó un par de capítulos a los Gutres, que eran analfabetos. Desgraciadamente, el capataz había sido tropero y no le podían importar las andanzas de otro. Dijo que ese trabajo era liviano, que llevaban siempre un carguero con todo lo que se precisa y que, de no haber sido tropero, no habría llegado nunca hasta la Laguna de Gómez, hasta el Bragado y hasta los campos de los Núñez, en Chacabuco. En la cocina había una guitarra; los peones, antes de los hechos que narro, se sentaban en rueda; alguien la templaba y no llegaba nunca a tocar. Esto se llamaba una guitarreada.

Espinosa, que se había dejado crecer la barba, solía demorarse ante el espejo para mirar su cara cambiada y sonreía al pensar que en Buenos Aires aburriría a los muchachos con el relato de la inundación del Salado. Curiosamente, extrañaba lugares a los que no iba nunca y no iría: una esquina de la calle Cabrera en la que hay un buzón, unos leones de mampostería en un portón de la calle Jujuy, a unas cuadras del Once, un almacén con piso de baldosa que no sabía muy bien dónde estaba. En cuanto a sus hermanos y a su padre, ya sabrían por Daniel que estaba aislado -la palabra, etimológicamente, era justa- por la creciente.

Explorando la casa, siempre cercada por las aguas, dio con una Biblia en inglés. En las páginas finales los Guthrie -tal era su nombre genuino- habían dejado escrita su historia. Eran oriundos de Inverness, habían arribado a este continente, sin duda como peones, a principios del siglo diecinueve, y se habían cruzado con indios. La crónica cesaba hacia mil ochocientos setenta y tantos; ya no sabían escribir. Al cabo de unas pocas generaciones habían olvidado el inglés; el castellano, cuando Espinosa los conoció, les daba trabajo. Carecían de fe, pero en su sangre perduraban, como rastros oscuros, el duro fanatismo del calvinista y las supersticiones del pampa. Espinosa les habló de su hallazgo y casi no escucharon.

Hojeó el volumen y sus dedos lo abrieron en el comienzo del Evangelio según Marcos. Para ejercitarse en la traducción y acaso para ver si entendían algo, decidió leerles ese texto después de la comida. Le sorprendió que lo escucharan con atención y luego con callado interés. Acaso la presencia de las letras de oro en la tapa le diera más autoridad. Lo llevan en la sangre, pensó. También se le ocurrió que los hombres, a lo largo del tiempo, han repetido siempre dos historias: la de un bajel perdido que busca por los mares mediterráneos una isla querida, y la de un dios que se hace crucificar en el Gólgota. Recordó las clases de elocución en Ramos Mejía y se ponía de pie para predicar las parábolas.

Los Gutres despachaban la carne asada y las sardinas para no demorar el Evangelio.

Una corderita que la muchacha mimaba y adornaba con una cintita celeste se lastimó con un alambrado de púa. Para parar la sangre, querían ponerle una telaraña; Espinosa la curó con unas pastillas. La gratitud que esa curación despertó no dejó de asombrarlo. Al principio, había desconfiado de los Gutres y había escondido en uno de sus libros los doscientos cuarenta pesos que llevaba consigo; ahora, ausente el patrón, él había tomado su lugar y daba órdenes tímidas, que eran inmediatamente acatadas. Los Gutres lo seguían por las piezas y por el corredor, como si anduvieran perdidos. Mientras leía, notó que le retiraban las migas que él había dejado sobre la mesa. Una tarde los sorprendió hablando de él con respeto y pocas palabras. Concluido el Evangelio según Marcos, quiso leer otro de los tres que faltaban; el padre le pidió que repitiera el que ya había leído, para entenderlo bien. Espinosa sintió que eran como niños, a quienes la repetición les agrada más que la variación o la novedad. Una noche soñó con el Diluvio, lo cual no es de extrañar; los martillazos de la fabricación del arca lo despertaron y pensó que acaso eran truenos. En efecto, la lluvia, que había amainado, volvió a recrudecer. El frío era intenso. Le dijeron que el temporal había roto el techo del galpón de las herramientas y que iban a mostrárselo cuando estuvieran arregladas las vigas. Ya no era un forastero y todos lo trataban con atención y casi lo mimaban. A ninguno le gustaba el café, pero había siempre un tacita para él, que colmaban de azúcar.

El temporal ocurrió un martes. El jueves a la noche lo recordó un golpecito suave en la puerta que, por las dudas, él siempre cerraba con llave. Se levantó y abrió: era la muchacha. En la oscuridad no la vio, pero por los pasos notó que estaba descalza y después, en el lecho, que había venido desde el fondo, desnuda. No lo abrazó, no dijo una sola palabra; se tendió junto a él y estaba temblando. Era la primera vez que conocía a un hombre. Cuando se fue, no le dio un beso; Espinosa pensó que ni siquiera sabía cómo se llamaba. Urgido por una íntima razón que no trató de averiguar, juró que en Buenos Aires no le contaría a nadie esa historia.

El día siguiente comenzó como los anteriores, salvo que el padre habló con Espinosa y le preguntó si Cristo se dejó matar para salvar a todos los hombres. Espinosa, que era librepensador pero que se vio obligado a justificar lo que les había leído, le contestó:

-Sí. Para salvar a todos del infierno.

Gutre le dijo entonces:

-¿Qué es el infierno?

-Un lugar bajo tierra donde las ánimas arderán y arderán.

-¿Y también se salvaron los que le clavaron los clavos?

-Sí -replicó Espinosa, cuya teología era incierta.

Había temido que el capataz le exigiera cuentas de lo ocurrido anoche con su hija. Después del almuerzo, le pidieron que releyera los últimos capítulos. Espinosa durmió una siesta larga, un leve sueño interrumpido por persistentes martillos y por vagas premoniciones. Hacia el atardecer se levantó y salió al corredor. Dijo como si pensara en voz alta:

-Las aguas están bajas. Ya falta poco.

-Ya falta poco -repitió Gutrel, como un eco.

Los tres lo habían seguido. Hincados en el piso de piedra le pidieron la bendición. Después lo maldijeron, lo escupieron y lo empujaron hasta el fondo. La muchacha lloraba. Espinosa entendió lo que le esperaba del otro lado de la puerta. Cuando la abrieron, vio el firmamento. Un pájaro gritó; pensó: es un jilguero. El galpón estaba sin techo; habían arrancado las vigas para construir la Cruz.

Fin

6 de agosto de 2009

El ruiseñor y la rosa / Oscar Wilde

Me gustó mucho, espero lo disfruten. Saludos!

El ruiseñor y la rosa
Oscar Wilde

-Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja -se lamentaba el joven estudiante-, pero no hay una solo rosa roja en todo mi jardín.

Desde su nido de la encina, oyóle el ruiseñor. Miró por entre las hojas asombrado.

-¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín! -gritaba el estudiante.

Y sus bellos ojos se llenaron de llanto.

-¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad! He leído cuanto han escrito los sabios; poseo todos los secretos de la filosofía y encuentro mi vida destrozada por carecer de una rosa roja.

-He aquí, por fin, el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Le he cantado todas las noches, aún sin conocerlo; todas las noches les cuento su historia a las estrellas, y ahora lo veo. Su cabellera es oscura como la flor del jacinto y sus labios rojos como la rosa que desea; pero la pasión lo ha puesto pálido como el marfil y el dolor ha sellado su frente.

-El príncipe da un baile mañana por la noche -murmuraba el joven estudiante-, y mi amada asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré en mis brazos, reclinará su cabeza sobre mi hombro y su mano estrechará la mía. Pero no hay rosas rojas en mi jardín. Por lo tanto, tendré que estar solo y no me hará ningún caso. No se fijará en mí para nada y se destrozará mi corazón.

-He aquí el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Sufre todo lo que yo canto: todo lo que es alegría para mí es pena para él. Realmente el amor es algo maravilloso: es más bello que las esmeraldas y más raro que los finos ópalos. Perlas y rubíes no pueden pagarlo porque no se halla expuesto en el mercado. No puede uno comprarlo al vendedor ni ponerlo en una balanza para adquirirlo a peso de oro.

-Los músicos estarán en su estrado -decía el joven estudiante-. Tocarán sus instrumentos de cuerda y mi adorada bailará a los sones del arpa y del violín. Bailará tan vaporosamente que su pie no tocará el suelo, y los cortesanos con sus alegres atavíos la rodearán solícitos; pero conmigo no bailará, porque no tengo rosas rojas que darle.

Y dejándose caer en el césped, se cubría la cara con las manos y lloraba.

-¿Por qué llora? -preguntó la lagartija verde, correteando cerca de él, con la cola levantada.

-Si, ¿por qué? -decía una mariposa que revoloteaba persiguiendo un rayo de sol.

-Eso digo yo, ¿por qué? -murmuró una margarita a su vecina, con una vocecilla tenue.

-Llora por una rosa roja.

-¿Por una rosa roja? ¡Qué tontería!

Y la lagartija, que era algo cínica, se echo a reír con todas sus ganas.
Pero el ruiseñor, que comprendía el secreto de la pena del estudiante, permaneció silencioso en la encina, reflexionando sobre el misterio del amor.
De pronto desplegó sus alas oscuras y emprendió el vuelo.
Pasó por el bosque como una sombra, y como una sombra atravesó el jardín.
En el centro del prado se levantaba un hermoso rosal, y al verle, voló hacia él y se posó sobre una ramita.

-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.

Pero el rosal meneó la cabeza.

-Mis rosas son blancas -contestó-, blancas como la espuma del mar, más blancas que la nieve de la montaña. Ve en busca del hermano mío que crece alrededor del viejo reloj de sol y quizá el te dé lo que quieres.

Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía entorno del viejo reloj de sol.

-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.

Pero el rosal meneó la cabeza.

-Mis rosas son amarillas -respondió-, tan amarillas como los cabellos de las sirenas que se sientan sobre un tronco de árbol, más amarillas que el narciso que florece en los prados antes de que llegue el segador con la hoz. Ve en busca de mi hermano, el que crece debajo de la ventana del estudiante, y quizá el te dé lo que quieres.

Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía debajo de la ventana del estudiante.

-Dame una rosa roja -le gritó-, y te cantaré mis canciones más dulces.

Pero el arbusto meneó la cabeza.

-Mis rosas son rojas -respondió-, tan rojas como las patas de las palomas, más rojas que los grandes abanicos de coral que el océano mece en sus abismos; pero el invierno ha helado mis venas, la escarcha ha marchitado mis botones, el huracán ha partido mis ramas, y no tendré más rosas este año.

-No necesito más que una rosa roja -gritó el ruiseñor-, una sola rosa roja. ¿No hay ningún medio para que yo la consiga?

-Hay un medio -respondió el rosal-, pero es tan terrible que no me atrevo a decírtelo.

-Dímelo -contestó el ruiseñor-. No soy miedoso.

-Si necesitas una rosa roja -dijo el rosal -, tienes que hacerla con notas de música al claro de luna y teñirla con sangre de tu propio corazón. Cantarás para mí con el pecho apoyado en mis espinas. Cantarás para mí durante toda la noche y las espinas te atravesarán el corazón: la sangre de tu vida correrá por mis venas y se convertirá en sangre mía.

-La muerte es un buen precio por una rosa roja -replicó el ruiseñor-, y todo el mundo ama la vida. Es grato posarse en el bosque verdeante y mirar al sol en su carro de oro y a la luna en su carro de perlas. Suave es el aroma de los nobles espinos. Dulces son las campanillas que se esconden en el valle y los brezos que cubren la colina. Sin embargo, el amor es mejor que la vida. ¿Y qué es el corazón de un pájaro comparado con el de un hombre?

Entonces desplegó sus alas obscuras y emprendió el vuelo. Pasó por el jardín como una sombra y como una sombra cruzó el bosque.
El joven estudiante permanecía tendido sobre el césped allí donde el ruiseñor lo dejó y las lágrimas no se habían secado aún en sus bellos ojos.

-Sé feliz -le gritó el ruiseñor-, sé feliz; tendrás tu rosa roja. La crearé con notas de música al claro de luna y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Lo único que te pido, en cambio, es que seas un verdadero enamorado, porque el amor es más sabio que la filosofía, aunque ésta sea sabia; más fuerte que el poder, por fuerte que éste lo sea. Sus alas son color de fuego y su cuerpo color de llama; sus labios son dulces como la miel y su hálito es como el incienso.
El estudiante levantó los ojos del césped y prestó atención; pero no pudo comprender lo que le decía el ruiseñor, pues sólo sabía las cosas que están escritas en los libros.
Pero la encina lo comprendió y se puso triste, porque amaba mucho al ruiseñor que había construido su nido en sus ramas.

-Cántame la última canción -murmuró-. ¡Me quedaré tan triste cuando te vayas!

Entonces el ruiseñor cantó para la encina, y su voz era como el agua que ríe en una fuente argentina.
Al terminar la canción, el estudiante se levantó, sacando al mismo tiempo su cuaderno de notas y su lápiz.

"El ruiseñor -se decía paseándose por la alameda-, el ruiseñor posee una belleza innegable, ¿pero siente? Me temo que no. Después de todo, es como muchos artistas: puro estilo, exento de sinceridad. No se sacrifica por los demás. No piensa más que en la música y en el arte; como todo el mundo sabe, es egoísta. Ciertamente, no puede negarse que su garganta tiene notas bellísimas. ¿Que lástima que todo eso no tenga sentido alguno, que no persiga ningún fin práctico!"

Y volviendo a su habitación, se acostó sobre su jergoncillo y se puso a pensar en su adorada.
Al poco rato se quedo dormido.
Y cuando la luna brillaba en los cielos, el ruiseñor voló al rosal y colocó su pecho contra las espinas.
Y toda la noche cantó con el pecho apoyado sobre las espinas, y la fría luna de cristal se detuvo y estuvo escuchando toda la noche.
Cantó durante toda la noche, y las espinas penetraron cada vez más en su pecho, y la sangre de su vida fluía de su pecho.
Al principio cantó el nacimiento del amor en el corazón de un joven y de una muchacha, y sobre la rama más alta del rosal floreció una rosa maravillosa, pétalo tras pétalo, canción tras canción.
Primero era pálida como la bruma que flota sobre el río, pálida como los pies de la mañana y argentada como las alas de la aurora.
La rosa que florecía sobre la rama más alta del rosal parecía la sombra de una rosa en un espejo de plata, la sombra de la rosa en un lago.
Pero el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.

-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.

Entonces el ruiseñor se apretó más contra las espinas y su canto fluyó más sonoro, porque cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un hombre y de una virgen.
Y un delicado rubor apareció sobre los pétalos de la rosa, lo mismo que enrojece la cara de un enamorado que besa los labios de su prometida.
Pero las espinas no habían llegado aún al corazón del ruiseñor; por eso el corazón de la rosa seguía blanco: porque sólo la sangre de un ruiseñor puede colorear el corazón de una rosa.
Y el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.

-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.

Entonces el ruiseñor se apretó aún más contra las espinas, y las espinas tocaron su corazón y él sintió en su interior un cruel tormento de dolor.
Cuanto más acerbo era su dolor, más impetuoso salía su canto, porque cantaba el amor sublimado por la muerte, el amor que no termina en la tumba.
Y la rosa maravillosa enrojeció como las rosas de Bengala. Purpúreo era el color de los pétalos y purpúreo como un rubí era su corazón.
Pero la voz del ruiseñor desfalleció. Sus breves alas empezaron a batir y una nube se extendió sobre sus ojos.
Su canto se fue debilitando cada vez más. Sintió que algo se le ahogaba en la garganta.
Entonces su canto tuvo un último destello. La blanca luna le oyó y olvidándose de la aurora se detuvo en el cielo.
La rosa roja le oyó; tembló toda ella de arrobamiento y abrió sus pétalos al aire frío del alba.
El eco le condujo hacia su caverna purpúrea de las colinas, despertando de sus sueños a los rebaños dormidos.
El canto flotó entre los cañaverales del río, que llevaron su mensaje al mar.

-Mira, mira -gritó el rosal-, ya está terminada la rosa.

Pero el ruiseñor no respondió; yacía muerto sobre las altas hierbas, con el corazón traspasado de espinas.

A medio día el estudiante abrió su ventana y miró hacia afuera.

-¡Qué extraña buena suerte! -exclamó-. ¡He aquí una rosa roja! No he visto rosa semejante en toda vida. Es tan bella que estoy seguro de que debe tener en latín un nombre muy enrevesado.

E inclinándose, la cogió.
Inmediatamente se puso el sombrero y corrió a casa del profesor, llevando en su mano la rosa.
La hija del profesor estaba sentada a la puerta. Devanaba seda azul sobre un carrete, con un perrito echado a sus pies.

-Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja -le dijo el estudiante-. He aquí la rosa más roja del mundo. Esta noche la prenderás cerca de tu corazón, y cuando bailemos juntos, ella te dirá cuanto te quiero.

Pero la joven frunció las cejas.

-Temo que esta rosa no armonice bien con mi vestido -respondió-. Además, el sobrino del chambelán me ha enviado varias joyas de verdad, y ya se sabe que las joyas cuestan más que las flores.

-¡Oh, qué ingrata eres! -dijo el estudiante lleno de cólera.

Y tiró la rosa al arroyo.
Un pesado carro la aplastó.

-¡Ingrato! -dijo la joven-. Te diré que te portas como un grosero; y después de todo, ¿qué eres? Un simple estudiante. ¡Bah! No creo que puedas tener nunca hebillas de plata en los zapatos como las del sobrino del chambelán.

Y levantándose de su silla, se metió en su casa.
"¡Qué tontería es el amor! -se decía el estudiante a su regreso-. No es ni la mitad de útil que la lógica, porque no puede probar nada; habla siempre de cosas que no sucederán y hace creer a la gente cosas que no son ciertas. Realmente, no es nada práctico, y como en nuestra época todo estriba en ser práctico, voy a volver a la filosofía y al estudio de la metafísica."
Y dicho esto, el estudiante, una vez en su habitación, abrió un gran libro polvoriento y se puso a leer.

Fin