30 de mayo de 2011

El coloso / Manuel Mujica Lainez

El coloso
Manuel Mujica Lainez

EL COLOSO de Goya no es tan colosal como Goya lo pinta, pero es enorme. Su cabeza no se pierde en la negrura de las nubes tormentosas, ni su corpachón desnudo se hunde a medias en las montañas; ni se dan a la fuga ante él, despavoridos, en multitud, los carros, las gentes y las bestias. El frenético imaginar del sordo lo agigantó y lo transformó en una alegoría del pánico. Poco tuvo que ver con esta fabulosa pesadilla, quien le sirvió de modelo: el novelista es testigo de su torpe andar nocturno por el Museo, y asegura que mide unos dos metros cincuenta, y que tanto impresiona su mole musculosa y desgreñada, como su lento y balanceado paso de plantígrado. Eso es lo que parece: un oso oscuro y peludo, de cuya ronda más conviene esfumarse.
También ha averiguado el novelista que en el Museo está desde 1930, por donación, y que a partir de entonces ha cometido importantes desaguisados. Así, una vez se entró, sin previo aviso, en el elegante salón de Luis Paret y. Alcázar donde la Corte mira comer, con respeto ceremonioso, al Rey Carlos III. Fue un desastre. Todo el mundo disparó: los grandes señores que presentaban las fuentes de hinojos; los que en torno y en voz baja departían; los canes devoradores de presas; y el propio Rey, con su banda roja y su peluca. En segundos, humo se hicieron las casacas bordadas, las sedas, los oros, la púrpura del cardenal. Todo ello para que el Coloso se limitara a frotar con una uña negra el plato de Su Majestad, se llevara a la boca el sabor de una perdiz, y escupiera, colérico.
Otra vez surgió, de repente como acostumbra, en medio del corro de hechiceras que rodea al tétrico Satanás, el cual ha asumido la traza de un macho cabrío, y allí no valieron ni el poder del propio Demonio, ni la ciencia diabólica de las brujas, ni siquiera el hecho de que fueran, Coloso y jorguinas, hijos del mismo pintor porque se produjeron una desbandada loca y unos alaridos aterrados, y al chivo cornudo se lo vio brincar y se lo oyó balar y putear con alternativa desesperación.
Y luego está el caso de Luca Giordano y de su Salomón entregado al sueño. El napolitano se re¬godeó pintando un muchacho hermosísimo, dormido, semidesnudo. ¿Cómo se le ocurriría hacerlo rubio al monarca de Israel? Recurrió a un caballero barbado para que le «posara» como Dios Padre, y a unos agradables mocitos, a fin de que representaran su séquito angelical, y sucedió otro tanto: el Coloso interrumpió la escena; despertóse, espantado, el hijo de David; recogió sus vestiduras el Eterno, y huyeron entre aletazos.
Pero ahora el desagradable matón, amparado en su brutal corpulencia, ha osado inmiscuirse en la feliz algazara de los Borrachos de Velázquez. Esos borrachos son unos individuos excelentes. Viven entre ellos, la pasan bien, y a nadie incomodan. En ciertas oportunidades, sus canciones y sus risotadas provocan los chistidos de los vecinos; ellos se sosiegan al punto y prosiguen libando sabiamente, con los rapaces que personifican a Baco y su acompañante. Se comprenderá, entonces, el repudio que ha merecido la insolencia del Coloso pendenciero. Por supuesto, hubo la escapada habitual. Baco perdió las escasas ropas; los labradores, sus sombreros y botijos; en el lugar quedó un destrozo de jarras y platos, como testimonio de la deserción.
Los Borrachos han conservado sangre en el ojo.
-¡A nosotros no se nos puede tratar así! -exclama el buen hombre del chapeo aludo.
-¿Qué se creerá ese animal? -interroga Baco, masajeándose el blando pecho.
El miedo crece, pues se ha sabido la tentativa del Coloso de perturbar la serenidad de la Madonna del Pez de Rafael Sanzio, a quien todos reverencian, de modo que los Borrachos, no obstante su benignidad, resuelven encargarse de eliminar el peligro permanente que entraña el camorrista. Por consecuencia mandan al que Baco coronó con hojas de viña, para que converse con el extractor de la piedra de la locura, a fin de conocer su opinión y saber si cuentan con su auxilio.
Este personaje de Jheronimus Bosch es diestro en operaciones quirúrgicas. Recibe gravemente al mensajero, quitándose el embudo que usa de sobrero, y prosigue la larga, la larguísima tarea de hurgar con una lanceta la cabeza de un desventurado, mientras lo observa una mujer misteriosa, que mantiene un libro en equilibrio sobre el cráneo. Escucha al enviado el curandero, y reflexiona. Con anterioridad, han llegado a sus oídos las quejas de las víctimas del bravucón, en especial las de las brujas de Goya, con quienes mantiene relaciones profesionales.
-Bien -responde-, me ocuparé.
Lo más arduo será reducir al Coloso. Para ello disponen los Borrachos de la inesperada colaboración del San Jorge de Rubens, el cual, enterado del plan de los bebedores velazqueños, la ofrece espontáneamente. Desde esa noche, los cordiales ebrios se turnan en la vigilancia del gigante maldito, sin perder jamás contacto ni con el vino ni con el vencedor del dragón. Una semana más tarde, manifiéstase la propicia coyuntura. El Coloso ha sido avistado, cuando aparentemente se dirigía a angustiar el Parnaso de Poussin. Reina allí la armonía más perfecta. Dioses, musas y poetas coronados, conviven en dulce amistad retórica. Uno de los vates está por declamar una poesía, rodeado por la benévola atención general, en momentos en que el barbarote intercepta el acto académico con lluvia de palabrotas y puñetazos. Hay un instante de estupor. Echan a correr, mezclados, las musas y los escritores. Vuelan por el aire volúmenes y laureles.
Pero esta vez la fechoría imbécil no logra el éxito fácil que previamente obtuvo. He aquí al caballero San Jorge. Relampaguea el acero de su coraza, de su casco alígero; flotan, revueltas, las crines de su albo corcel; blande la espada que derribó al dragón; también él es vigoroso, como evidencian sus piernas y brazos forzudos. Además dispone en su favor de la sorpresa. El Coloso no está habituado a que se le opongan, y estupefacto cae, de un mandoble que le acierta en la dura frente. Suena el golpe, como si el monstruo fuese de piedra.
Entonces los Borrachos, tambaleándose, hipando, estimulándose con alegres gruñidos, circundan al corpachón tumbado. Lo levantan entre los seis, con harto esfuerzo, pasándose la jarra de tintillo de Esquivias y, encabezados por Baco y su edecán, se dirigen multiplicando el zigzagueo hasta la sala del Bosco, donde ya los espera el charlatán del embudo.
No cabe aquí detallar la tajante intervención. El curandero es habilísimo, y actuó con tan segura rapidez que el Coloso no se movió en tanto que el experto trabajaba. Por fin, el espantajo del Museo del Prado abrió los ojos. Distinguió alrededor, a una turbia compañía: el cirujano del singular bonete, los borrachos jocundos y parleros y el San Jorge soberbiamente triunfal.
-¿Qué diablos ocurre? ¿Qué me habéis hecho? -gritó. Y le salió una aguda voz de tiple que provocó un coro de carcajadas.
De ese día en más, el matasiete no ha vuelto a inquietar el sosiego de la noble casa, y permanece quietito y calladito, dentro de su marco.

Fin

25 de mayo de 2011

El cuato hombre / Agatha Christie


El cuarto hombre
Agatha Christie

El canónigo Parfitt jadeaba. El correr para alcanzar el tren no era cosa que conviniera a un hombre de sus años. Su figura ya no era lo que fue y con la pérdida de su esbelta silueta había ido adquiriendo una tendencia a quedarse sin aliento, que el propio canónigo solía explicar con dignidad diciendo "¡Es el corazón!"
Exhalando un suspiro de alivio se dejó caer en una esquina del compartimento de primera. El calorcillo de la calefacción le resultaba muy agradable. Fuera estaba nevando. Además era una suerte haber conseguido situarse en una esquina siendo el viaje de noche y tan largo. Debieron haber puesto coche-cama en aquel tren.
Las otras tres esquinas estaban ya ocupadas, y al observarlo, el canónigo Parfitt se dio cuenta de que el hombre sentado en la más alejada, le sonreía con aire de reconocimiento. Era un caballero pulcramente afeitado, de rostro burlón y cabellos oscuros que comenzaban a blanquear en las sienes. Su profesión era sin duda alguna la de abogado, y nadie le hubiera tomado por otra cosa ni un momento siquiera. Sir Jorge Durand era ciertamente un abogado muy famoso.
-Vaya, Parfitt -comenzó con aire jovial-. Se ha echado usted una buena carrerita, ¿no?
-Y con lo malo que es para mi corazón -repuso el canónigo-. Qué casualidad encontrarle, sir Jorge. ¿Va usted muy al norte?
-Hasta Newcastle -replicó sir Jorge-. A propósito -añadió-: ¿Conoce usted al doctor Campbell Clark?
Y el caballero sentado en el mismo lado que el canónigo inclinó la cabeza complacido.
-Nos encontramos en la estación -continuó el abogado-. Otra coincidencia.
El canónigo Parfitt vio al doctor Campbell Clark con gran interés. Había oído aquel nombre muy a menudo. El doctor Clark estaba en la primera fila de los médicos especialistas en enfermedades mentales, y su último libro El problema del subconsciente había sido la obra más discutida del año.
El canónigo Parfitt vio una mandíbula cuadrada, unos ojos azules de mirada firme, y una cabeza de cabellos rojizos sin una cana, pero que iban clareándose rápidamente. Asimismo tuvo la impresión de hallarse ante una vigorosa personalidad.
Debido a una lógica asociación de ideas, el canónigo miró el asiento situado frente al suyo esperando encontrar allí otra persona conocida, mas el cuarto ocupante del departamento resultó ser totalmente extraño... tal vez un extranjero. Era un hombrecillo moreno de aspecto insignificante, que embutido en un grueso abrigo parecía dormir.
-¿Es usted el canónigo Parfitt de Bradchester? -preguntó el doctor Clark con voz agradable.
El canónigo pareció halagado. Aquellos "sermones científicos" habían sido un gran acierto... especialmente desde que la prensa se había ocupado de ellos. Bueno, aquello era lo que necesitaba la Iglesia... modernizarse.
-He leído su libro con gran interés, doctor Campbell Clark -le dijo-. Aunque es demasiado técnico para mí, y me resulta difícil seguir algunas de sus partes.
Durand intervino.
-¿Prefiere hablar o dormir, canónigo? -le preguntó-. Confieso que sufro de insomnio y, por lo tanto, me inclino en favor de lo primero.
-¡Oh, desde luego! De todas maneras -explicó el canónigo-, yo casi nunca duermo en estos viajes nocturnos y el libro que he traído es muy aburrido.
-Realmente formamos una reunión muy interesante -observó el doctor con una sonrisa-. La Iglesia, la Ley y la profesión médica.
-Es difícil que no podamos formar opinión entre los tres, ¿verdad? El punto de vista espiritual de la Iglesia, el mío puramente legal y mundano, y el suyo, doctor, que abarca el mayor campo, desde lo puramente patológico a lo... superpsicológico. Entre los tres podríamos cubrir cualquier terreno por completo.
-No tanto como usted imagina -dijo el doctor Clark-. Hay otro punto de vista que ha pasado usted por alto y que es en este aspecto muy importante.
-¿A cuál se refiere? -quiso saber el abogado.
-Al punto de vista del hombre de la calle.
-¿Es tan importante? ¿Acaso el hombre de la calle no se equivoca generalmente?
-¡Oh, casi siempre! Pero posee lo que le falta a toda opinión experta... el punto de vista personal. Ya sabe que no puede prescindir de las relaciones personales. Lo he descubierto en mi profesión. Por cada paciente que acude realmente enfermo, hay por lo menos cinco que no tienen otra cosa que incapacidad para vivir felizmente con los inquilinos que habitan en la misma casa. Lo llaman de mil maneras... desde "rodilla de fregona" a "calambre de escribiente", pero es todo lo mismo: asperezas producidas por el roce diario de una mentalidad con otra.
-Tendrá usted muchísimos pacientes con "nervios", supongo -comenzó el canónigo, cuyos nervios eran excelentes.
-Ah, ¿qué es lo que quiere usted decir con eso? -El doctor volvióse hacia él con gesto rápido e impulsivo-. ¡Nervios! La gente suele emplear esa palabra y reírse después, como ha hecho usted. "Esto no tiene importancia -dicen- ¡Sólo son nervios!" ¡Dios mío!, ahí tiene usted el quid de todo. Se puede contraer una enfermedad corporal y curarla, pero hasta la fecha se sabe poco más de las oscuras causas de las ciento y una forma de las enfermedades nerviosas que se sabía... bueno... durante el reinado de la reina Isabel.
-Dios mío -exclamó el canónigo Parfitt un tanto asombrado por su salida-. ¿Es cierto?
-Y creo que es un signo de gracia -continuó el doctor Campbell-. Antiguamente considerábamos al hombre como un simple animal con inteligencia y un cuerpo al que daba más importancia que a nada.
-Inteligencia, cuerpo y alma -corrigió el clérigo con suavidad.
-¿Alma? -El doctor sonrió de un modo extraño-. ¿Qué quiere decir exactamente? Nunca ha estado muy claro, ya sabe. A través de todas las épocas no se han atrevido ustedes a dar una definición exacta.
El canónigo aclaró su garganta dispuesto a pronunciar un discurso, pero ante su disgusto, no le dieron oportunidad, ya que el médico continuó:
-¿Está seguro de que la palabra es alma... y no puede ser almas?
-¿Almas? -preguntó sir Jorge Durand enarcando las cejas con expresión divertida.
-Sí -Campbell Clark dirigió su atención hacia él inclinándose hacia delante para tocarle en el pecho-. ¿Está usted seguro -dijo en tono grave-, que hay un solo ocupante en esta estructura... porque esto es lo que es, ya sabe... envidiable residencia que no se alquila amueblada por siete, veintiuno, cuarenta y uno, setenta y un años... los que sean? Y al final el inquilino traslada sus cosas... poco a poco... y luego se marcha de la casa de golpe... y ésta se viene abajo convertida en una masa de ruinas y decadencia. Usted es el dueño de la casa, admitamos eso, pero nunca se percata de la presencia de los demás... criados de pisar quedo, en los que apenas repara, a no ser por el trabajo que realizan... trabajo que usted no tiene conciencia de haber hecho. O amigos... estados de ánimo que se apoderan de uno y le hacen ser un "hombre distinto", como se dice vulgarmente. Usted es el rey del castillo, ciertamente, pero puede estar seguro de que allí está también instalado tranquilamente el "pillastre redomado".
-Mi querido Clark -replicó el abogado-, me hace usted sentirme realmente incómodo. ¿Es que mi interior es, en realidad, campo de batalla en que luchan distintas personalidades? ¿Es la última palabra de la ciencia?
Ahora fue el médico quien se encogió de hombros.
-Su cuerpo lo es -dijo en tono seco-. ¿Por qué no puede serlo también la mente?
-Muy interesante -exclamó el canónico Parfitt-. ¡Ahí Maravillosa ciencia... maravillosa ciencia!
Y para sus adentros agregó:
-Puedo preparar un sermón muy atrayente basado en esta idea.
Mas el doctor Campbell Clark se había vuelto a reclinar en su asiento una vez pasada su excitación momentánea.
-A decir verdad -observó con su aire profesional-, es un caso de doble personalidad el que me lleva esta noche a Newcastle. Un caso interesantísimo. Un individuo neurótico, desde luego, pero un caso auténtico.
-Doble personalidad -repitió sir Jorge Durand pensativo-. No es tan raro según tengo entendido. Existe también la pérdida de memoria, ¿no es cierto? El otro día surgió un caso así ante el Tribunal de Testamentarias.
El doctor Clark asintió.
-Desde luego, el caso clásico fue el de Felisa Bault. ¿No recuerda haberlo oído?
-Claro que sí -expuso el canónigo Parfitt-. Recuerdo haberlo leído en los periódicos... pero de eso hace mucho tiempo... por lo menos siete años.
El doctor Campbell asintió.
-Esa muchacha se convirtió en una de las figuras más célebres de Francia, y acudieron a verla científicos de todo el mundo. Tenía cuatro personalidades nada menos, y se las conocía por Felisa Primera, Felisa Segunda, Felisa Tercera y Felisa Cuarta.
-¿Y no cabía la posibilidad de que fuera un truco premeditado? -preguntó sir Jorge.
-Las personalidades de Felisa Tres y Felisa Cuatro ofrecían algunas dudas -admito el médico-. Pero el hecho principal persiste. Felisa Bault era una campesina de Bretaña. Era la tercera de cinco hermanos, hija de un padre borracho y de una madre retrasada mental. En uno de sus ataques de alcoholismo el padre estranguló a su mujer, siendo, si no recuerdo mal, desterrado por vida. Felisa tenía entonces cinco años. Unas personas caritativas se interesaron por la criatura, y Felisa fue criada y educada por una dama inglesa que tenía una especie de hogar para niños desvalidos. Aunque consiguió muy poco de Felisa, la describe como una niña anormal, lenta y estúpida, que aprendió a leer y escribir sólo con gran dificultad y cuyas manos eran torpes. Esa dama, la señora Slater, intentó prepararla para el servicio doméstico y le buscó varias casas donde trabajar cuando tuvo la edad conveniente, mas en ninguna estuvo mucho tiempo debido a su estupidez y profunda pereza.
El doctor hizo una pausa, y el canónigo, mientras se arropaba aún más en su manta de viaje se dio cuenta de pronto de que el hombre sentado frente a él se había movido ligeramente, y sus ojos, que antes tuviera cerrados, ahora estaban abiertos y en ellos brillaba una expresión indescifrable que sobresaltó al clérigo. Era como si hubiese estado regocijándose interiormente por lo que oyera.
-Existe una fotografía de Felisa Bault tomada cuando tenía diecisiete años -prosiguió el médico-. Y en ella aparece como una burda campesina de recia constitución, sin nada que indique que pronto iba a ser una de las personas más famosas de Francia.
"Cinco años más tarde, cuando contaba veintidós, Felisa Bault tuvo una enfermedad nerviosa, y al reponerse empezaron a manifestarse los extraños fenómenos. Lo que sigue a continuación son hechos atestiguados por muchísimos científicos eminentes. La personalidad llamada Felisa Primera era completamente distinta a la Felisa Bault de los últimos años. Felisa Primera escribía apenas el francés, no hablaba ningún otro idioma, y no sabía tocar el piano. Felisa Segunda, por el contrario, hablaba correctamente el italiano y algo de alemán. Su letra era distinta por completo de la de Felisa Primera, y escribía y se expresaba a la perfección en francés. Podía discutir de política, arte y era muy aficionada a tocar el piano. Felisa Tercera tenía muchos puntos en común con Felisa Segunda. Era inteligente y al parecer bien educada, pero en la parte moral era un contraste absoluto. Aparecía como una criatura depravada... pero en un sentido parisiense, no provinciano. Conocía todo el argot de París, y las expresiones del demi monde elegante. Su lenguaje era obsceno, y hablaba mal de la religión y la "gente buena" en los términos más blasfemos. Y por fin surgió la Felisa Cuarta... una criatura soñadora piadosa y clarividente, pero esta cuarta personalidad fue poco satisfactoria y duradera, y se la consideró un truco deliberado por parte de Felisa Tercera... una especie de broma que le gastaba al público crédulo. Debo decir que, aparte de la posible excepción de la Felisa Cuarta, cada personalidad era distinta y separada y no tenía conocimiento de las otras. Felisa Segunda fue sin duda la más predominante y algunas veces duraba hasta quince días, luego Felisa Primera, aparecía bruscamente por espacio de uno o dos días. Después, tal vez la Felisa Tercera o Cuarta, pero estas dos últimas, rara vez denominaban más de unas pocas horas. Cada cambio iba acompañado de un fuerte dolor de cabeza y sueño profundo, y en cada caso sufría la pérdida completa de la memoria de los otros estados, y la personalidad en cuestión tomaba vida a partir del momento en que la había abandonado, inconsciente del tiempo.
-Muy notable -murmuró el canónigo-. Muy notable. Hasta ahora sabemos apenas nada de las maravillas del universo.
-Sabemos que hay algunos impostores muy astutos -observó el abogado en tono seco.
-El caso de Felisa Bault fue investigado por abogados, así como por médicos y científicos -replicó el doctor Campbell con presteza-. Recuerde que Maitre Quimbellier llevó a cabo la investigación más profunda y confirmó la opinión de los científicos. Y al fin y al cabo, ¿por qué hemos de sorprendernos tanto? ¿No tenemos los huevos de dos yemas? ¿Y los plátanos gemelos? ¿Por qué no ha de poder darse el caso de la doble personalidad... o en este caso, la cuádruple personalidad... en un solo cuerpo?
-¿La doble personalidad? -protestó el canónigo.
El doctor Campbell Clark volvió sus penetrantes ojos azules hacia él.
-¿Cómo podríamos llamarle si no?
-Menos mal que estas cosas son únicamente un capricho de la naturaleza -observó sir Jorge-. Si el caso fuera corriente se prestarían muchas complicaciones.
-Desde luego, son casos muy anormales -convino el médico-. Fue una lástima que no pudiera efectuarse otro estudio más prolongado, pero puso fin a todo, la inesperada muerte de Felisa.
-Hubo algo raro sino recuerdo mal -dijo el abogado despacio.
El doctor Campbell Clark asintió.
-Fue algo inesperado. Una mañana la muchacha fue encontrada muerta en su cama. Había sido estrangulada, pero ante la estupefacción de todos, demostró sin lugar a dudas que se había estrangulado ella misma. Las señales de su cuello eran las de sus dedos. Un sistema de suicidio que aunque no es físicamente imposible, requiere una extraordinaria fuerza muscular y una voluntad casi sobrehumana. Nunca se supo lo que había impulsado a suicidarse. Claro que su equilibrio mental siempre había sido insuficiente. Sin embargo, ahí tiene. Se ha corrido para siempre la cortina sobre el misterio de Felisa Bault.
Fue entonces cuando el ocupante de la cuarta esquina se echó a reír.
Los otros tres hombres saltaron como si hubieran oído un disparo. Habían olvidado por completo la existencia del cuarto, y cuando se volvieron hacia el lugar donde se hallaba sentado y todavía arrebujado en su abrigo, rió de nuevo.
-Deben perdonarme, caballeros -dijo en perfecto inglés, aunque con un ligero acento extranjero, y se incorporó mostrando un rostro pálido con un pequeño bigotillo-. Sí, deben ustedes perdonarme -dijo con una cómoda inclinación de cabeza-. Pero la verdad: ¿es que la ciencia dice alguna vez la última palabra?
-¿Sabe algo del caso que estábamos discutiendo? -le preguntó el doctor cortésmente.
-¿Del caso? No. Pero la conocí.
-¿A Felisa Bault?
-Sí. Y a Annette Ravel también. No han oído hablar de Annette Ravel, ¿verdad? Y, no obstante, la historia de una, es la historia de la otra. Créame, no sabrán nada de Felisa Bault si no conocen también la historia de Annette Ravel.
Sacó un reloj para consultar la hora.
-Falta media hora hasta la próxima parada. Tengo tiempo de contarles la historia... es decir, si a ustedes les interesa escucharla.
-Cuéntela, por favor -dijo el médico.
-Me encantaría oírla -exclamó el pastor.
Sir Jorge Durand limitóse a adoptar una actitud de atenta escucha.
-Mi nombre, caballeros -comentó el extraño compañero de viaje- es Raúl Latardeau. Usted acaba de mencionar a una dama inglesa, la señorita Slater, que se ocupa en obras de caridad. Yo la conocí en Bretaña, en un pueblecito pesquero, y cuando mis padres fallecieron víctimas de un accidente ferroviario, fue la señorita Slater quien vino a rescatarme y me salvó de algo equivalente a los reformatorios ingleses. Tenía unos veinte chiquillos a su cuidado... niños y niñas. Entre éstas se encontraban Felisa Baúl y Annette Ravel. Si no consigo hacerles comprender la personalidad de Annette, caballeros, no comprenderán nada. Era hija de lo que ustedes llaman una filie de joie que había muerto tuberculosa abandonada por su amante. La madre fue bailarina y Annette también tenía el deseo de bailar. Cuando la vi por primera vez tenía once años, y era una niña vivaracha de ojos brillantes y prometedores... una criatura todo fuego y vida. Y en seguida, en seguida... me convirtió en su esclavo. "Raúl, haz esto; Raúl, haz lo otro...", y yo obedecía. Yo la idolatraba y ella lo sabía.
"Solíamos ir a la playa... los tres... ya que Felisa venía con nosotros. Y allí Annette, quitándose los zapatos y las medias bailaba sobre la arena, y luego, cuando le faltaba el aliento, nos contaba lo que quería llegar a ser.
"-Veréis, yo seré famosa. Sí, muy famosa. Tendré cientos y miles de medias de seda... de la seda más fina, y viviré en un piso maravilloso. Todos mis adoradores serán jóvenes, guapos y ricos, cuando yo baile, todo París irá a verme. Gritarán y se volverán locos con mis danzas. Y durante los inviernos no bailaré. Iré al sur a gozar del sol. Allí hay pueblecitos con naranjos, y comeré naranjas. Y en cuanto a ti, Raúl nunca te olvidaré por muy rica que sea. Te protegeré para que estudies una carrera. Felisa será mi doncella... no, sus manos son demasiado torpes. Míralas qué grandes y toscas.
"Felisa se ponía furiosa al oír esto, y entonces Annette continuaba pinchándola.
"-Es tan fina, Felisa... tan elegante y distinguida. Es una princesa disfrazada... ja, ja.
"-Mi padre y mi madre estaban casados, y los tuyos no -replicaba Felisa con rencor.
"-Sí, y tu padre mató a tu madre. Bonita cosa ser la hija de un asesino.
"-Y el tuyo dejó morir a tu madre -era la contestación de Felisa.
"-Ah, sí -Annette se ponía pensativa-: Pauvre maman. Hay que conservarse fuerte y bien.
"-Yo soy fuerte como un caballo -presumía Felisa.
"Y desde luego lo era. Tenía dos veces la fuerza de cualquier niña del Hogar y nunca estaba enferma.
"Pero era estúpida, ¿comprenden?, estúpida como una bestia bruta. A menudo me he preguntado porqué seguía a Annette como lo hacía. Era una especie de fascinación. Algunas veces creo que la odiaba, y no es de extrañar, puesto que Annette no era amable con ella. Se burlaba de su lentitud y estupidez, provocándola delante de los demás. Yo había visto a Felisa ponerse lívida de rabia. Algunas veces pensé que iba a rodear la garganta de Annette con sus dedos hasta acabar con su vida. No era lo bastante inteligente como para contestar a los improperios de Anette, pero con el tiempo aprendió una respuesta que nunca fallaba. Era el referirse a su propia salud y fuerza. Había aprendido lo que yo siempre supe: que Annette envidiaba su fortaleza física, y ella atacaba instintivamente el punto débil de la armadura de su enemiga.
"Un día Annette vino hacia mí muy contenta. "Raúl -dijo-, hoy vamos a divertirnos con esa estúpida de Felisa."
"-¿Qué es lo que vas a hacer?
"-Ven detrás del cobertizo y te lo diré.
"Parece que Annette había encontrado cierto libro, parte del cual no entendía y, desde luego, estaba por encima de su cabecita. Era una de las primeras obras de hipnotismo.
-Conseguí que un objeto brillante, el pomo de metal de mi casa, diese vueltas. Hice que Felisa lo mirase anoche. "Míralo fijamente -le dije-. No apartes los ojos de él." Y entonces lo hice girar, Raúl. Estaba asustada. Sus ojos tenían una expresión tan extraña... tan extraña. "Felisa, tú harás siempre lo que yo diga", le dije: "Haré siempre lo que tú digas, Annette", me contestó. Y luego... y luego... dije: "Mañana llevarás un cabo de vela al patio y empezarás a comerla a las doce. Y si alguien te pregunta dirás que es la mejor galleta que has probado en tu vida." ¡Oh, Raúl, imagínate!
"-Pero ella no hará una cosa así -protesté.
"-El libro dice que sí. No es que yo lo crea del todo... ¡pero, oh, Raúl, si lo que dice el libro es cierto, lo que nos vamos a divertir!
"A mí también me pareció divertido. Lo comunicamos a nuestros compañeros y a las doce estábamos todos en el patio. A la hora exacta apareció Felisa con el cabo de la vela en la mano. ¿Y creerán ustedes, caballeros, que empezó a mordisquearlo solemnemente? ¡Todos nos desternillábamos de risa! De vez en cuando alguno de los niños se acercaba a ella y le decía muy serio: ¿Es bueno lo que comes, Felisa? Y ella respondía: "Sí, es una de las mejores galletas que he probado en mi vida."
"Y entonces nos ahogábamos de risa. Al fin nos reímos tan fuerte que el ruido pareció despertar a Felisa y se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Parpadeó extrañada, miró la vela y luego a todos, pasándose la mano por la frente.
"-Pero, ¿qué es lo que estoy haciendo aquí? -murmuró.
"-Te estás comiendo una vela de sebo -le gritamos.
"-Yo te lo hice hacer. Yo te lo hice hacer -exclamó Annette bailándola su alrededor.
"Felisa la miró fijamente unos instantes y luego se fue acercando a ella.
"-¿De modo que has sido tú... has sido tú quien me puso en ridículo? Creo recordar. ¡Ah! Te mataré por esto.
"Habló en tono tranquilo, pero Annette echó a correr refugiándose detrás de mí.
"-¡Sálvame, Raúl! Me da miedo Felisa. Ha sido sólo una broma, Felisa. Sólo una broma ¿Comprendes?
"-No me gustan esta clase de bromas -replicó Felisa-. Te odio. Os odio a todos.
"Y echándose a llorar se marchó corriendo.
"Yo creo que Annette estaba asustada por el resultado de su experimento, y no intentó repetirlo, pero a partir de aquel día su ascendencia sobre Felisa se fue haciendo más fuerte.
"Ahora creo que Felisa siempre la odió, pero sin embargo no podía apartarse de su lado y solía seguirla como un perro.
"Poco después de esto, caballeros, me encontraron un empleo y sólo volví al Hogar durante mis vacaciones. No se había tomado en serio el deseo de Annette de ser bailarina, pero su voz se hizo más bonita a medida que iba creciendo, y la señorita Slater consintió gustosamente en dejarla aprender canto.
"Annette no era perezosa, y trabajaba febrilmente, sin descanso, y la señorita Slater se vio obligada a impedir que se excediera, y en cierta ocasión me habló de ella.
"-Tú siempre has apreciado mucho a Annette -me dijo-. Convéncela para que no se esfuerce demasiado. Últimamente tose de una manera que no me gusta.
"Mi trabajo me llevó lejos poco después de esta conversación. Recibí una o dos cartas de Annette al principio, pero luego silencio, los cinco años que permanecí en el extranjero.
"Por pura casualidad, cuando regresé a París me llamó la atención un cartel anuncio con el nombre de Annette Ravelli y su fotografía. La conocí en seguida. Aquella noche fui al teatro en cuestión. Annette cantaba en francés e italiano, y en escena estaba maravillosa. Después fui a verla a su camerino y me recibió en seguida.
"-Vaya, Raúl -exclamó tendiéndome las manos-. ¡Esto es maravilloso! ¿Dónde has estado todos estos años?
"Yo se lo hubiera dicho, pero no deseaba escucharme.
"-¡Ves, ya casi he llegado!
"Y con un gesto triunfal me señaló el camerino lleno de flores.
"-La señorita Slater debe estar orgullosa de tu éxito.
"-¿Esa vieja? No, por cierto. Ella me había destinado al Conservatorio... a los conciertos... pero yo soy una artista. Y es aquí, en los teatros de variedades, donde puedo expresar mi personalidad.
"En aquel momento entró un hombre de mediana edad, atractivo y distinguido. Por su comportamiento comprendí en seguida que se trataba del mecenas de Annette. Me miró de soslayo y Annette le explicó:
"-Es un amigo de la infancia. Está de paso en París, ha visto mi retrato en un anuncio, et voilá.
"Aquel hombre era muy amable y cortés, y delante de mí sacó una pulsera de brillantes y rubíes que colocó en la muñeca de Annette. Cuando me levanté para marcharme ella me dirigió una mirada de triunfo diciéndome en un susurro:
"-He llegado, ¿verdad? ¿Comprendes? Tengo el mundo a mis pies.
"Pero al salir del camerino la oí toser con una tos seca y dura. Sabía muy bien lo que significaba. Era la herencia de su madre tuberculosa.
"Volví a verla dos años más tarde. Había ido a buscar refugio junto a la señorita Slater. Su carrera estaba arruinada. Era tal lo avanzado de su enfermedad, que los médicos dijeron que nada podía hacerse.
"¡Ah! ¡Nunca olvidaré cómo la vi entonces! Estaba echada en una especie de cobertizo montado en el jardín. La tenían día y noche al aire libre. Sus mejillas estaban hundidas y sus ojos brillantes y febriles.
"Me saludó con tal desesperación que me quedé estupefacto.
"-Cuánto me alegro de verte, Raúl. ¿Tú ya sabes bien lo que dicen... que no me pondré bien? Lo dicen a mis espaldas, ¿comprendes? Conmigo son todos amables y tratan de consolarme. ¡Pero no es cierto, Raúl, no es cierto! Yo no me dejaré morir. ¿Morir? ¿Con la vida tan hermosa que se extiende ante mí? Es la voluntad de vivir lo que importa. Todos los grandes médicos lo dicen. Yo no soy de esos seres débiles que se abandonan. Ya empiezo a sentirme mejor... muchísimo mejor, ¿oyes?
"Y se incorporó, apoyándose sobre un codo para dar más énfasis a sus palabras, luego cayó hacia atrás, presa de un ataque de tos que estremeció su delgado cuerpo.
"-La tos no es nada -consiguió decir-. Y las hemorragias no me asustan. Sorprenderé a los médicos. Es la voluntad lo que importa. Recuerda, Raúl, yo viviré.
"Era una pena. ¿Comprenden? Una pena.
"En aquel momento llegaba Felisa Bault con una bandeja y un vaso de leche caliente, que dio a Annette, mirando como lo bebía con expresión que no pude descifrar... como con cierta satisfacción.
"Annette también captó aquella mirada, y dejó caer el vaso, que se hizo pedazos.
"-¿La has visto? Así es como me mira siempre. ¡Ella se alegra de que vaya a morir! Sí, disfruta. Ella es fuerte y sana. Mírala... ¡nunca ha estado enferma! ¡Ni un solo día! Y todo para nada. ¿De qué le sirve ese corpachón? ¿Qué va a sacar de él?
"Felisa se agachó para coger los pedazos de cristal.
"-No me importa lo que diga -comenzó con voz inexpresiva-. ¿A mí qué? Soy una chica respetable. Y en cuanto a ella, sabrá lo que es el Purgatorio dentro de poco. Yo soy cristiana y nada digo.
"-¡Tú me odias! -exclamó Annette-. Siempre me has odiado. ¡Ah!, pero de todas maneras puedo encantarte. Puedo hacer que hagas mi voluntad. Mira, ahora mismo, si te lo pidiera sin ninguna duda te pondrías de rodillas ante mí encima de la hierba.
"-No seas absurda -dijo Felisa intranquila.
"-Pues sí que lo harás. Lo harás... para complacerme. Arrodíllate. Yo, Annette, te lo pido. Arrodíllate, Felisa.
"No sé si sería por el maravilloso mandato de su voz, o por un motivo más profundo, pero el caso es que Felisa obedeció. Se puso de rodillas lentamente, con los brazos extendidos hacia delante y el rostro ausente mirando estúpidamente al vacío.
"Annette, echando la cabeza hacia atrás, rió con todas sus fuerzas.
"-¡Mira qué cara más estúpida pone! ¡Qué ridícula está! ¡Ya puedes levantarte, Felisa, gracias! Es inútil que frunzas el ceño. Soy tu ama, y tienes que hacer lo que yo diga.
"Desplomóse exhausta sobre las almohadas, y Felisa, recogiendo la bandeja, se alejó lentamente. Una vez volvióse a mirar por encima del hombro, y el profundo resentimiento de su mirada me sobresaltó.
"Yo no estaba allí cuando murió Annette, pero, al parecer, fue terrible. Se aferraba a la vida con desesperación, luchando contra la muerte como una posesa, y gritando: "No moriré. Tengo que vivir... vivir..."
"Me lo contó la señorita Slater, cuando seis meses más tarde fui a verla. "Mi pobre Raúl -me dijo con tono amable-. Tú la querías, ¿verdad?"
"-Siempre la quise... siempre. Pero ¿de qué hubiera podido servirle? No hablemos de eso. Ahora está muerta... ella... tan alegre... y tan llena de vida.
"La señorita Slater era mujer comprensiva y se puso a hablar de otras cosas. Estaba preocupada por Felisa. La joven había sufrido una extraña crisis nerviosa y desde entonces su comportamiento era muy extraño.
"-¿Sabes -me dijo la señorita Slater tras una ligera vacilación- que está aprendiendo a tocar el piano?
"Yo lo ignoraba y me sorprendió mucho. ¡Felisa... aprendiendo a tocar el piano! Yo hubiera jurado que era totalmente incapaz de distinguir una nota de otra.
"-Dicen que tiene talento -continuó la señorita Slater-. No comprendo. Siempre la había considerado..., bueno, Raúl, tú mismo sabes que fue siempre una niña estúpida.
"Asentí.
"-Su comportamiento es tan extraño que no sé qué pensar.
"Pocos minutos después entré en la sala de lectura. Felisa tocaba el piano... la misma tonadilla que oí cantar a Annette en París. Comprendan, caballeros, que me quedé de una pieza. Y luego, al oírme, se interrumpió de pronto volviéndose a mirarme con ojos llenos de malicia e inteligencia. Por un momento pensé..., bueno, no voy a decirles lo que pensé entonces.
"-Tiens! -exclamó-. De manera que es usted... monsieur Raúl.
"No puedo describir cómo lo dijo. Para Annette nunca había dejado de ser Raúl, pero Felisa, desde que volvimos a encontrarnos de mayores, siempre me llamaba monsieur Raúl. Mas entonces lo dijo de un modo distinto..., como si el monsieur fuera algo divertido.
"-Vaya, Felisa -le contesté-, te veo muy cambiada.
"-¿Sí? -replicó pensativa-. Es curioso, pero no te pongas serio, Raúl..., decididamente te llamaré Raúl... ¿Acaso no jugábamos juntos cuando éramos niños...? La vida se ha hecho para reír. Hablemos de la pobre Annette... que está muerta y enterrada. ¿Estará en el Purgatorio, o dónde?
"Y tarareó cierta canción..., desentonando bastante, pero las palabras llamaron mi atención.
"-¡Felisa! -exclamé-. ¿Sabes italiano?
"-¿Por qué no, Raúl? Yo no soy tan estúpida como parecía -y se rió de mi confusión.
"-No comprendo... -comencé a decir.
"-Pues yo te lo explicaré. Soy una magnífica actriz, aunque nadie lo sospechaba. Puedo representar muchos papeles... y muy bien, por cierto.
"Volvió a reír y salió corriendo de la habitación antes de que pudiera detenerla.
"La volví a ver antes de marcharme. Estaba durmiendo en un sillón y roncaba pesadamente. La estuve mirando fascinado..., aunque me repelía. De pronto se despertó sobresaltada, y sus ojos apagados y sin vida se encontraron con los míos.
"-Monsieur Raúl -murmuró mecánicamente.
"-Sí, Felisa. Yo me marcho. ¿Querrás tocar algo antes de que me vaya?
"-¿Yo? ¿Tocar? ¿Se está riendo de mí, monsieur Raúl?
"-¿No recuerdas que esta mañana tocaste para mí?
"Felisa meneó la cabeza.
"-¿Tocar yo? ¿Cómo es posible que sepa tocar una pobre chica como yo?
"Hizo una pausa como si reflexionara, y luego se acercó a mí.
"-¡Monsieur Raúl, ocurren cosas extrañas en esta casa! Le gastan a una bromas. Varían las horas del reloj. Sí, sí, sé lo que digo. Y todo eso es obra de ella.
"-¿De quién? -pregunté sobresaltado.
"-De Annette, esta malvada. Cuando vivía siempre me estaba atormentando, y ahora que ha muerto, vuelve del otro mundo para seguir mortificándome.
"La miré fijamente. Ahora comprendo que estaba al borde del terror y sus ojos estaban a punto de salir de sus órbitas.
"-Es mala. Le aseguro que es mala. Sería capaz de quitar a cualquiera el pan de la boca, la ropa y el alma...
"De pronto se agarró a mí.
"-Tengo miedo, se lo aseguro..., miedo. Oigo su voz..., no en mis oídos... sino aquí... en mi cabeza -se tocó la frente-. Se me llevará muy lejos... y entonces, ¿qué haré... qué será de mí?
"Su voz se fue elevando hasta convertirse en un alarido y vi en sus ojos el terror de las bestias acorraladas.
"De pronto sonrió..., fue una sonrisa agradable, llena de astucia, que me hizo estremecer.
"-Si llegara eso, monsieur Raúl..., tengo mucha fuerza en mis manos..., tengo mucha fuerza en las manos.
"Nunca me había fijado particularmente en sus manos. Entonces las miré y me estremecí a pesar mío. Eran unos dedos gruesos, brutales, y como Felisa había dicho, extraordinariamente fuertes. No sabría explicarles la sensación de náuseas que me invadió. Con unas manos como aquéllas su padre debió estrangular a su madre.
"Aquélla fue la última vez que vi a Felisa Bault. Inmediatamente después marché al extranjero..., a Sudamérica. Regresé dos años después de su muerte. Algo había leído en los periódicos de su vida y muerte repentina. Y esta noche me he enterado de más detalles... por ustedes. Felisa Tercera y Felisa Cuarta... Me estoy preguntando si... ¡Era una buena actriz! ¿Saben?"
El tren fue aminorando su velocidad, y el hombre sentado en la esquina se irguió para abrochar mejor su abrigo.
-¿Cuál es su teoría? -preguntó el abogado.
-Apenas puedo creerlo... -comenzó a decir el canónigo Parfitt.
El médico nada dijo, pero miraba fijamente a Raúl Letardeau.
-Es capaz de quitarle a uno el pan de la boca, la ropa..., el alma... -repitió el francés poniéndose en pie-. Les aseguro, messieurs, que la historia de Felisa Bault es la historia de Annette Ravel. Ustedes no la conocieron, caballeros. Yo sí... y amaba mucho la vida.
Con la mano en el pomo de la puerta, dispuesto a apearse, se volvió de pronto, yendo a dar un golpecito en el pecho del canónigo.
-Monsieur le docteur acaba de decir que esto -le dio un golpe en el estómago y el pastor pegó un respingo- es sólo una coincidencia. Dígame, si encontrara un ladrón en su casa, ¿qué haría? Pegarle un tiro, ¿no?
-No -exclamó el canónigo-. No..., quiero decir... que en este país, no.
Pero sus palabras se perdieron en el aire mientras la puerta del compartimento se cerraba de golpe.
El clérigo, el abogado y el médico se habían quedado solos. El cuarto asiento estaba vacío.

Fin

20 de mayo de 2011

Gabriel Rolón: “El analista puede jugar con que su escritura transmite muchos sentidos”

Best seller insdiscutido de no ficción, el psicoanalista Gabriel Rolón, famoso por sus intervenciones en radio y tevé, decidió pasarse a la columna de ficción del mismo ranking. Porque con su primera novela, Los padecientes (Planeta) está también entre los más vendidos y leídos.“Nunca quise escribir autoayuda”, dijo.

-¿Quiénes son Los padecientes del título?
Los padecientes son todos, por eso me incliné por ese título. Si leés la novela, que es un thriller psicológico, notás que desde aquellos que parecen estar peor hasta los que parecen estar afuera del asunto lo son.

-¿Qué tan presentes estuvieron los lectores a la hora de la escritura?
Escribí de manera que me gustara mucho a mí, que me hubiera gustado leer la novela, que tiene distintos niveles: podés ver el thriller que discurre y al costado del cual va una trama psicológica o ver –como me han dicho muchos– un libro que vuelca padecimientos, estructuras psíquicas y aprovecha el ritmo de thriller para ir mostrando lo demás. Algunos disfrutan mucho más la parte policial y otros de lo psicológico, incluso han venido con notas con conceptos.

-¿Los padecientes seríamos todos también? Como no hay manera de escapar del dolor…
Aprender a vivir sanamente es aprender a vivir con el dolor. No existe, no solamente en el psicoanálisis, no existe en la vida entera una vida sin dolor, lo cual no quiere decir que uno tenga que ser un padeciente, es decir, que tenga que enfermarse de dolor.

-¿Hay historias reales escondidas detrás de la trama?
Sí, hay, no como en el caso de los libros anteriores que eran directamente historias reales (siempre consensuadas con los pacientes y escritas de modo tal que no se vieran expuestos y que nadie pudiera saber quiénes eran). En este caso no, y me he permitido ir más allá porque no podría haber contado tan a fondo, y comprometer tanto a alguien real. Pero sí es cierto que Los padecientes habla de padecimientos que yo he escuchado muchas veces. Excepto el asesinato.

-¿El delito es el límite? ¿Cuál es la necesidad de las personas que cometen delitos de llevarlo al análisis?
Antes se decía que el asesino siempre vuelve al lugar del crimen… por miedo, a ver si se olvidó algo, y yo diría que también porque tiene necesidad de ser descubierto. Excepto que uno esté frente a una personalidad psicopática, que no siente culpa, cuando hacemos algo malo tenemos alguna necesidad de expiar lo que nos provoca, desde que el mundo es mundo. Por eso la confesión y el perdón de los pecados. Hoy la gente lo cuenta en otros ámbitos, por cuestiones creo yo que obvias, porque nosotros los analistas tenemos un límite al secreto profesional, que tiene que ver con que la vida de alguien está en riesgo. Por lo que si alguien está planeando matar a su mujer, nos vemos en la obligación de denunciarlo, ¿no?

No pasa esto con todos los delitos. Estoy pensando y no conozco ningún analista que haya trabajado más de tres o cuatro años y no le haya tocado una mujer que abortó, y ninguno de nosotros denucia a una mujer que abortó aunque el aborto sea un delito. Entonces, hay maneras de pensarlo también desde la ética, y hay en la novela un dilema ético muy fuerte para el personaje.

-¿Por qué los dilemas éticos son tan atractivos para el lector?
Para nosotros los analistas siempre existe el conflicto. Allí donde no hay un dilema ético, donde no hay conflicto no hay psicoanálisis. En ese sentido, es una novela conflictiva, porque los personajes atraviesan dilemas, siempre tienen que elegir. Esa es la gracia del análisis.

-¿A qué se debe el paso hacia la ficción?
No me gusta quedarme demasiado cómodo en los lugares, y tampoco aprovechar algo porque ha funcionado si ya no tengo deseo. Me he llevado bien con el género de narrar historias reales, aunque lo planteé en un formato que era complejo de ubicar porque nunca quise escribir autoayuda; lejos de la autoayuda, mis libros hablan de chicos que se mueren, de mujeres abusadas, del conflicto y del dolor; no de los consejos para ser más feliz. Y la verdad es que no tenía más deseo, aunque supiera que funcionaba: tenía ganas de escribir una novela, algo nada fácil, porque es una obra de relojería: lo que decís en la página 3 se tiene que sostener en la 300.

Me manejo en la vida yendo en pos de ciertas cosas que deseo. Soy un paciente de más de 25 años de análisis, que siempre en esto de “Y usted qué quiere”, “Y usted qué desea”, y en ese sentido me lo pregunté, ahora que tuve la fortuna que me fue bien con los dos libros anteriores: y la verdad que lo que yo deseaba era escribir una novela.

-¿Hay una búsqueda de reconocimiento en otro ámbito, como el literario?
No, porque estoy seguro de que aunque hubiera escrito el Quijote el ámbito literario no me lo iba a reconocer. He tenido la suerte de que por lo menos no la criticaron, lo cual quiere decir que no la vieron tan mal. Pero uno lleva como ciertas manchas de origen a veces, y esto de haber pasado por los medios, este título supuesto de mediático ya me iba a dejar afuera de ciertas consideraciones y está bien. Siempre he tratado de hacer las cosas lo mejor que podía, y también en esto: escribí la novela lo mejor que pude.

-¿Cómo fue la relación con la lectura y los libros?
No hay un momento de mi vida que no me recuerde con un libro en la mano, desde los libros de chiquito que venían con la forma del animalito. Después tuve una cercanía temprana con la novela, con cierta literatura propia de los 10,11 años como la de Herman Hesse, el descubrimiento muy temprano de Victor Hugo y Los Miserables cuando tenía 14 años y que me marcó para toda la vida; el Martín Fierro, que empecé leyendo por obligación y terminó convirtiéndome en un tipo con ideales nacionales y populares.

-La importancia que da psicoanálisis al lenguaje, ¿qué aporta a la escritura de una novela?
Te puede dar alguna herramienta más, no creo que para escribir mejor. De hecho, hay analistas que escriben bastante mal. Saben mucho pero con todo lo que saben podrían escribir un poco mejor. Sí es cierto que este modo particular de relacionbarse con el lenguaje te aporta otras cosas: mientras que muchas veces un autor va en pos de transmitir un sentido, el analista puede jugar con que su escritura transmite muchos sentidos. Sobre todo si vos escribís, como en este caso, una novela de suspenso, me permite decir algo sabiendo que la gente va a entender este sentido y el otro en el bolsillo para tirarlo dentro de 50 páginas. Es ese jueguito de cosas que se dicen, de palabras que se caen y parecen no importantes… Y el psicoanálisis justamente vive de esto: de rescatar aquello que parece no importante y ponerlo en un lugar de importancia. Cuando alguien tiene un lapsus y dice “mirá, mi mamá… ¡no, mi papá!” “quise decir papá!”, finalmente vamos con mamá. Trabajamos, decía Lacan, con el tacho de la basura del lenguaje: lo que el sujeto deshecha nosotros lo tomamos.

Gentileza Revista Ñ

15 de mayo de 2011

La abeja haragana / Horacio Quiroga


La abeja haragana
Horacio Quiroga

Había una vez en una colmena una abeja que no quería trabajar, es decir, recorría los árboles uno por uno para tomar el jugo de las flores; pero en vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba del todo.
Era, pues, una abeja haragana. Todas las mañanas, apenas el sol calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la colmena, veía que hacía buen tiempo, se peinaba con las patas, como hacen las moscas, y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día. Zumbaba muerta de gusto de flor en flor, entraba en la colmena, volvía a salir, y así se lo pasaba todo el día mientras las otras abejas se mataban trabajando para llenar la colmena de miel, porque la miel es el alimento de las abejas recién nacidas.
Como las abejas son muy serias, comenzaron a disgustarse con el proceder de la hermana haragana. En la puerta de las colmenas hay siempre unas cuantas abejas que están de guardia para cuidar que no entren bichos en la colmena. Estas abejas suelen ser muy viejas, con gran experiencia de la vida y tienen el lomo pelado porque han perdido todos los pelos de rozar contra la puerta de la colmena.
Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole:
—Compañera: es necesario que trabajes, porque todas las abejas debemos trabajar.
La abejita contestó:
—Yo ando todo el día volando, y me canso mucho.
—No es cuestión de que te canses mucho —respondieron—, sino de que trabajes un poco. Es la primera advertencia que te hacemos.
Y diciendo así la dejaron pasar.
Pero la abeja haragana no se corregía. De modo que a la tarde siguiente las abejas que estaban de guardia le dijeron:
—Hay que trabajar, hermana.
Y ella respondió en seguida:
—¡Uno de estos días lo voy a hacer!
—No es cuestión de que lo hagas uno de estos días le respondieron— sino mañana mismo. Acuérdate de esto.
Y la dejaron pasar.
Al anochecer siguiente se repitió la misma cosa. Antes de que le dijeran nada, la abejita exclamó:
—¡Sí, sí hermanas! ¡Ya me acuerdo de lo que he prometido!
—No es cuestión de que te acuerdes de lo prometido —le respondieron—, sino de que trabajes. Hoy es 19 de abril. Pues bien: trata de que mañana, 20, hayas traído una gota siquiera de miel. Y ahora, pasa.
Y diciendo esto, se apartaron para dejarla entrar.
Pero el 20 de abril pasó en vano como todos los demás. Con la diferencia de que al caer el sol el tiempo se descompuso y comenzó a soplar un viento frío.
La abejita haragana voló apresurada hacia su colmena, pensando en lo calentito que estaría allá dentro. Pero cuando quiso entrar, las abejas que estaban de guardia se lo impidieron.
—¡No se entra!—le dijeron fríamente.
—¡Yo quiero entrar! —clamó la abejita—. Esta es mi colmena.
—Esta es la colmena de unas pobres abejas trabajadoras —le contestaron las otras—. No hay entrada para las haraganas.
—¡Mañana sin falta voy a trabajar! —insistió la abejita.
—No hay mañana para las que no trabajan —respondieron las abejas, que saben mucha filosofía.
Y esto diciendo la empujaron afuera.
La abejita, sin saber qué hacer, voló un rato aún; pero ya la noche caía y se veía apenas. Quiso cogerse de una hoja, y cayó al suelo. Tenía el cuerpo entumecido por el aire frío, y no podía volar más.
Arrastrándose entonces por el suelo, trepando y bajando de los palitos y piedritas, que le parecían montañas, llegó a la puerta de la colmena, a tiempo que comenzaban a caer frías gotas de lluvia.
—¡Ay, mi Dios! —clamó la desamparada—. Va a llover, y me voy a morir de frío.
Y tentó entrar en la colmena.
Pero de nuevo le cerraron el paso.
—¡Perdón!—gimió la abeja—. ¡Déjenme entrar!
—Ya es tarde—le respondieron.
—¡Por favor, hermanas! ¡Tengo sueño!
—Es más tarde aún.
—¡Compañeras, por piedad! ¡Tengo frío!
—Imposible.
—¡Por última vez! ¡Me voy a morir! Entonces le dijeron:
—No, no morirás. Aprenderás en una sola noche lo que es el descanso ganado con el trabajo. Vete.
Y la echaron.
Entonces, temblando de frío, con las alas mojadas y tropezando, la abeja se arrastró, se arrastró hasta que de pronto rodó por un agujero; cayó rodando, mejor dicho, al fondo de una caverna.
Creyó que no iba a concluir nunca de bajar. Al fin llegó al fondo, y se halló bruscamente ante una víbora, una culebra verde de lomo color ladrillo, que la miraba enroscada y presta a lanzarse sobre ella.
En verdad, aquella caverna era el hueco de un árbol que habían trasplantado hacía tiempo, y que la culebra había elegido de guarida.
Las culebras comen abejas, que les gustan mucho. Por esto la abejita, al encontrarse ante su enemiga, murmuró cerrando los ojos:
—¡Adiós mi vida! Esta es la última hora que yo veo la luz.
Pero con gran sorpresa suya, la culebra no solamente no la devoró sino que le dijo:
—¿Qué tal, abejita? No has de ser muy trabajadora para estar aquí a estas horas.
Es cierto —murmuró la abejita—. No trabajo, y yo tengo la culpa.
—Siendo así —agregó la culebra, burlona—, voy a quitar del mundo a un mal bicho como tú. Te voy a comer, abeja.
La abeja, temblando, exclamó entonces:
—¡No es justo eso, no es justo! No es justo que usted me coma porque es más fuerte que yo. Los hombres saben lo que es justicia.
—¡Ah, ah! —exclamó la culebra, enroscándose ligero—. ¿Tú conoces bien a los hombres? ¿Tú crees que los hombres que les quitan la miel a ustedes, son más justos, grandísima tonta?
—No, no es por eso que nos quitan la miel —respondió la abeja.
—¿Y por qué, entonces?
—Porque son más inteligentes.
Así dijo la abejita. Pero la culebra se echo a reír, exclamando:
—¡Bueno! Con justicia o sin ella, te voy a comer; apróntate.
Y se echo atrás, para lanzarse sobre la abeja. Pero ésta exclamó:
—Usted hace eso porque es menos inteligente que yo.
—¿Yo menos inteligente que tú, mocosa?— se rió la culebra.
—Así es— afirmó la abeja.
—Pues bien— dijo la culebra—, vamos a verlo. Vamos a hacer dos pruebas. La que haga la prueba más rara, ésa gana. Si gano yo, te como.
—¿Y si gano yo?— preguntó la abejita.
—Si ganas tú —repuso su enemiga—, tienes el derecho de pasar la noche aquí, hasta que sea de día. ¿Te conviene?
—Aceptado— contestó la abeja.
La culebra se echó a reír de nuevo, porque se le había ocurrido una cosa que jamás podría hacer una abeja. Y he aquí lo que hizo:
Salió un instante afuera, tan velozmente que la abeja no tuvo tiempo de nada. Y volvió trayendo una cápsula de semillas de eucalipto, de un eucalipto que estaba al lado de la colmena y que le daba sombra. Los muchachos hacen bailar como trompas esas cápsulas, y les llaman trompitos de eucalipto.
—Esto es lo que voy a hacer —dijo la culebra—. ¡Fíjate bien, atención!
Y arrollando vivamente la cola alrededor del trompito como un piolín la desenvolvió a toda velocidad, con tanta rapidez que el trompito quedó bailando y zumbando como un loco. La culebra reía, y con mucha razón, porque jamás una abeja ha hecho ni podrá hacer bailar a un trompito. Pero cuando el trompito, que se había quedado dormido zumbando, como les pasa a los trompos de naranjo, cayó por fin al suelo, la abeja dijo:
—Esa prueba es muy linda, y yo nunca podré hacer eso.
—Entonces, te como —exclamó la culebra.
—¡Un momento! Yo no puedo hacer eso; pero hago una cosa que nadie hace.
—¿Qué es eso?
—Desaparecer.
—¿Cómo? —exclamó la culebra, dando un salto de sorpresa—. ¿Desaparecer sin salir de aquí?
—Sin salir de aquí.
—¿Y sin esconderte en la tierra?
—Sin esconderme en la tierra.
—Pues bien, ¡hazlo! Y si no lo haces, te como en seguida —dijo la culebra.
El caso es que mientras el trompito bailaba, la abeja había tenido tiempo de examinar la caverna y había visto una plantita que crecía allí. Era un arbustillo, casi un yuyito, con grandes hojas del tamaño de una moneda de dos centavos.
La abeja se arrimó a la plantita, teniendo cuidado de no tocarla, y dijo así:
—Ahora me toca a mí, señora Culebra. Me va a hacer el favor de darse vuelta, y contar hasta tres. Cuando diga "tres" búsqueme por todas partes, ¡ya no estaré más!
Y así pasó, en efecto. La culebra dijo rápidamente: "uno..., dos..., tres", y se volvió y abrió la boca cuan grande era, de sorpresa: allí no había nadie. Miró arriba, abajo, a todos lados, recorrió los rincones, la plantita, tanteó todo con la lengua. Inútil: la abeja había desaparecido.
La culebra comprendió entonces que si su prueba del trompito era muy buena, la prueba de la abeja era simplemente extraordinaria. ¿Qué se había hecho? ¿Dónde estaba?
Una voz que apenas se oía —la voz de la abejita— salió del medio de la cueva.
—¿No me vas a hacer nada? —dijo la voz—. ¿Puedo contar con tu juramento?
—Sí —respondió la culebra—. Te lo juro. ¿Dónde estás?
—Aquí —respondió la abejita, apareciendo súbitamente de entre una hoja cerrada de la plantita.
¿Qué había pasado? Una cosa muy sencilla: la plantita en cuestión era una sensitiva, muy común también en Buenos Aires, y que tiene la particularidad de que sus hojas se cierran al menor contacto. Solamente que esta aventura pasaba en Misiones, donde la vegetación es muy rica, y por lo tanto muy grandes las hojas de las sensitivas. De aquí que al contacto de la abeja, las hojas se cerraron, ocultando completamente al insecto.
La inteligencia de la culebra no había alcanzado nunca a darse cuenta de este fenómeno; pero la abeja lo había observado, y se aprovechaba de él para salvar su vida. La culebra no dijo nada, pero quedó muy irritada con su derrota, tanto que la abeja pasó toda la noche recordando a su enemiga la promesa que había hecho de respetarla.
Fue una noche larga, interminable, que las dos pasaron arrimadas contra la pared mas alta de la caverna, porque la tormenta se había desencadenado, y el agua entraba como un río adentro.
Hacía mucho frío, además, y adentro reinaba la oscuridad más completa. De cuando en cuando la culebra sentía impulsos de lanzarse sobre la abeja, y ésta creía entonces llegado el término de su vida.
Nunca jamás, creyó la abejita que una noche podría ser tan fría, tan larga, tan horrible. Recordaba su vida anterior, durmiendo noche tras noche en la colmena, bien calentita, y lloraba entonces en silencio.
Cuando llegó el día, y salió el sol, porque el tiempo se había compuesto, la abejita voló y lloró otra vez en silencio ante la puerta de la colmena hecha por el esfuerzo de la familia. Las abejas de guardia la dejaron pasar sin decirle nada, porque comprendieron que la que volvía no era la paseandera haragana, sino una abeja que había hecho en sólo una noche un duro aprendizaje de la vida.
Así fue, en efecto. En adelante, ninguna como ella recogió tanto polen ni fabricó tanta miel. Y cuando el otoño llegó, y llegó también el término de sus días, tuvo aún tiempo de dar una última lección antes de morir a las jóvenes abejas que la rodeaban:
—No es nuestra inteligencia, sino nuestro trabajo quien nos hace tan fuertes. Yo usé una sola vez mi inteligencia, y fue para salvar mi vida. No habría necesitado de ese esfuerzo, si hubiera trabajado como todas. Me he cansado tanto volando de aquí para allá, como trabajando. Lo que me faltaba era la noción del deber, que adquirí aquella noche. Trabajen, compañeras, pensando que el fin a que tienden nuestros esfuerzos —la felicidad de todos— es muy superior a la fatiga de cada uno. A esto los hombres llaman ideal, y tienen razón. No hay otra filosofía en la vida de un hombre y de una abeja.

FIN

10 de mayo de 2011

El fabuloso Mister Smith

Wilbur Smith es, sin vueltas, uno de los novelistas más leídos y vendidos en el mundo, con más de 100 millones de ejemplares de sus 35 novelas escritas en los últimos 40 años.
Wilbur Smith esta de visita en Buenos Aires para presentar su última novela, Los que están en peligro, un thriller que tiene escenas muy parecidas a lo que fue la captura de Bin Laden contado por los diarios. Es su novela número 33 de una carrera que solo ha conocido el éxito: ha vendido más de 100 millones de ejemplares. Aquí habla de su vida cómo escritor, sobre sus críticos y sobre el proceso mismo de la escritura, entre otras temas.

Cuando Wilbur Smith terminó su carrera universitaria le avisó a su padre, un hombre imponente, dueño de una estancia en Rodesia del Norte (ahora Zimbabwe) de unas 26 hectáreas. Este le dijo a su hijo que se dejara de dar vueltas y que se buscara un trabajo de verdad. Entonces Smith hizo un curso rápido de contabilidad y por unos cinco años ejerció esa profesión. Pero evidentemente su destino era ser escritor. A escondidas escribió su primera novela que fue publicada en 1965 cuando Smith tenía 31 años. Hoy, a los 78, Smith ha publicado su libro número 33, Los que están en peligro, un thriller sobre el rapto (por piratas somalí) y rescate (por un fornido y aventurero ex soldado de los servicios especiales británica) de la hija de una bella y multimillonaria dueña de una enorme petrolera? Acción, sexo, traición y venganza. Smith puro.

Cada una de las novelas de Wilbur Smith ha sido un best-seller. En total, ha vendido más de 100 millones de ejemplares de su obra. Nos podemos imaginar la cara anonadada del padre Smith desde el más allá. Las novelas de Wilbur Smith se dividen en cuatro categorías. Dos sagas que evocan la África colonial, la cual es la musa principal de Smith; otra saga que ocurre en el antigua Egipcio; y una cuarta categoría que son thrillers sueltos (no atados a ninguna cronología o saga) que están situados en el presente.

Smith recibió a la Revista Ñ Digital en la enorme habitación de un lujoso y moderno hotel de la calle Posadas. Es afable y sonriente y se somete a las preparaciones de la filiación (ver video adjunto) con la destreza de un profesional en el tema de dar entrevistas. Este viaje a la Argentina mezcla business con pleasure ya que se presentará (hoy, sábado 7 de mayo) en la Feria del Libro; pero luego zarpará al norte para practicar una de sus actividades predilectas, la caza.

-¿Cuál es la diferencia entre el Wilbur Smith que escribió esta última novela y el que escribió la primera?
-La primera novela, When the Lion Feeds, la escribí a las escondidas, por decirlo de una manera. Tenía un trabajo de tiempo completo, entonces tuve que buscarme tiempo para escribirla. Y, por supuesto, mi matrimonio sufrió por ello y muchas otras cosas… Pagué un precio muy alto por escribirla. Pero valió la pena porque cambió mi vida entera. Fui de ser un empleado a ser desempleado. Y desde entonces que no tengo un trabajo.

La diferencia entre la primera y la última es que ahora me siento más seguro en mi tarea como novelista, se cómo enfrentar un libro, como visualizarlo en mi mente…

No es fácil escribir un libro en los mejor de los tiempos. Y con el paso de los años he ido mejorando mi práctica. El hecho que fue una primera novela le dio un sabor especial. Fue escrita desde el corazón y estaba despojado de los trucos de un novelista — era un cuento contado directamente de un lugar que yo comprendía y de personajes que fueron muy cercanos a mi vida, porque la mayoría estaban basados en mi familia y gente que conocía.

Entonces, ¿La diferencia? La principal diferencia es, claro está, que soy una hombre completamente diferente ahora comparado con el de treinta años que se sentó e intentó a escribir una primera novela. He vivido una vida plena, he visto muchas cosas, he experimentado muchas cosas y he contemplado sobre muchas cosas… Entonces, es un escritor diferente. El Wilbur Smith de ahora no es el Wilbur Smith de hace 47 años.

-¿Cómo le ha cambiado la tarea de escribir después de la revolución digital?
-Hay hecho la vida mucho más fácil. Mis primeras cuatro o cinco novelas fueron escritas a mano, y todas las correcciones fueron también a mano, entonces había tachaduras, flechas por todos lados, escritos en los márgenes; eran un despelote total.

He guardado esos manuscritos originales y creo que valen mucho. Porque me han ofrecido una cantidad importante de dinero por ellos. Por cierto, mucho más dinero que conseguí cuando publiqué los libros originalmente. Pero son parte de mi vida y tienen un lugar especial en la biblioteca de nuestro hogar en Cape Town, donde vivimos.

Por supuesto, el mundo digital es increíble porque si quieres corregir o buscar y cambiar cosas es tan fácil. Hace que el proceso en sí de escribir sea más simple y placentero. No tienes que pensar en el hecho físico de escribir el libro, simplemente tienes que escribir el cuento.

No estoy seguro que eso sea una cosa completamente buena. Porque cuando lo estaba escribieron todo a mano tenía que pensar en cada palabra y cada palabra se tenía que laborar. Y tenías que pensar en la ortografía por que no tenías un spell-check.

Creo que fui muy afortunado de vivir por las dos experiencias, la era pre-digital y, ahora, la era digital… Y creo que toda mi vida fue bien planificada: elegí los padres correctos; elegí el lugar más correcto para nacer — para un escritor, en Africa; y elegí el momento adecuado para empezar a escribir libros y seguir escribiendo libros.

-Dado que su última novela trata de un operativo comando ¿Cómo ha leído las noticias de estos últimos días — la captura de BIn Laden.
-¡Ya lo escribí! Lo escribí en esta novela. ¡Los Seals tomaron mi libro y plagiaron el final!

-¿Tienes un plan a largo plazo sobre qué vas a escribir, ya que tiene varios ciclos de novelas?
Las series crecen por su cuenta… Nunca se cuál va ser el próximo libro. No planifico con anticipación —el libro se tiene que presentarse a mí, los personajes se tiene que presentar en el momento justo… Veremos que pasará.

Hay muchas personas en el mundo editorial que quieren que escriba mi autobiografía. Pero yo siempre contesto que me parece que una autobiografía es el colmo de la pretensión. Si no cambiaste el mundo no tienes derecho de pararte y contarle a todo cuan habiloso eres.

-Una de las características de su escritura son las escenas de sexo. ¿Disfruta esta escritura o la siente como una obligación a sus lectores?
Verás que el hecho sórdido es que me enamoro de todas las protagonistas de mis libros. Entonces, tengo el placer —el placer imaginario, por supuesto— de hacerles el amor.

Ninguna historia es completa sin una historia de amor. Y al haber dicho eso, la parte más difícil de eso es escribir las escenas de amor físico. Porque es tan fácil hacerlas groseras —o desencantar a las lectoras femeninas— entonces tendrías que ser muy suave con eso. Pero yo no soy muy suave. Voy directo al grano y cuento el cuento como debe ser. Entonces sí, las relaciones entre las mujeres y los hombres siempre son una parte central de todos mis relatos.

-Una de las cosas que respeto de usted es que no pide disculpas por ser políticamente incorrecto… Por ejemplo la gente le critica por no hacer un retrato más balanceado del contintent Africano…
África es multifacética. Puedes mirar a África de cualquiera dirección… La gente dice: ¿Por qué no te involucras con los niños con SIDA? Y es que no tengo el tiempo. Siento piedad por los queribles pequeños pero no tengo tiempo para hacerlo todo. No puedo sangrar con cada corazón que necesita que uno sangre con él.

Yo sé lo que me gusta. Tengo puntos de vista fuertes sobre la mayoría de las cosas, desde la religión hasta la literatura; desde la filantropía hasta cazar, por ejemplo; y defiendo esos puntos de vista sin pedir perdón. Y si le ofende a alguien, lo lamento. No fue mi intención ofender, simplemente estoy intentando de vivir mi vida de la manera que me place.

-La caza es un aspecto central, también, de sus novelas. Describe la exitación que solamente cazar puede dar…Es una pregunta media esforzada, pero ¿escribir le causa, alguna vez, una sensación similar?
-Si uno escribe un párrafo o una página es exactamente lo que querías decir — si lo has perfeccionado en tu propia mente— hay una tremenda sensación de satisfacción, una profunda sensación de recompensa que viene conjunto con eso. Cuando he terminado una página y me inclino para atrás en mi asiento, siento la necesidad de pararme y salir para afuera por un rato. Esto suena ridículo pero me descompongo en lágrimas con algunas de las escenas que escribo. Cuando se muere un personaje muy central a la trama — y me hace pensar en la muerte de gente real que conozco. No lloro pero me hacen lágrimas.

Supongo que es como lograr cualquier cosa que es complicado y difícil, y hacerlo bien — a lo máximo de tus habilidades, aunque seas un arquitecto y te quedas parado delante del edificio que diseñaste… Hay esa carga increíble. Ayn Rand fue la primera persona que leí que capturó exactamente la sensación de que Yo estoy haciendo esto de mi manera y lo estoy haciendo de la mejor forma que puedo y creo que lo estoy haciendo bien.
Todo el tiempo pienso que puedo mejorar mis libros.

-¿Les presta atención a sus críticos?
-En mi larga carrera he tenido todo tipo de reseña… Ha habido gente que me detesta por un lado, y por otro lado gente que ha dicho que merezco un Premio Nobel. Ambos son extremos. Si le crees a uno te convertirás en un egomaniático y se le crees a otro se termina tu carrera.

-¿Cómo son sus lecturas actuales y cuáles son tus autores preferidos?
-No puedes ser un escritor sin leer — y leer ampliamente, leer todo de lo que puedas. Cuando era joven era un lector voraz: lo que estaba impreso lo leía. Hasta los libros malos, mal escritos, fueron útiles porque aprendí de los errores allí. Después lees libros perfectos, libros que son maravillosamente perfectos — y de esos también aprendes. Nunca puedes aspirar a ser como los más grandes autores pero si puedes aprender de los autores malos.
Estos días suelo volver a los libros que conozco y amo: como John Stienbeck, Lawrence Durrell, Robert Graves…

-¿Relee sus libros?
-¡Estoy obligado de releer mis libros! Pasan felizmente unos veinte años, y sucede que la trama y los personajes —y hasta los nombres— desaparecen en las neblinas del tiempo. Y la gente me desafía. Una vez, por ejemplo, me senté a cenar con un grupo de estudiantes jóvenes americanos — y eran todos unas mentes jóvenes y alertas, y todos habían leído mis libros hace unos tres meses, y sabían todo. Y me preguntaban sobre una frase particular que había escrito, y me preguntaron ¿cómo justificaba eso? Y me quedé sin palabras. Y me daba cuenta que se miraban entre ellos diciendo: “Este tipo no es Wilbur Smith. ¡Es un impostor!

Por Andrés Hax para Revista Ñ

5 de mayo de 2011

Soy la puerta / Stephen King


Soy la puerta
Stephen King

Richard y yo estábamos sentados en el porche de mi casa, mirando las dunas del Golfo. El humo de su cigarro se enroscaba mansamente en el aire, alejando a los mosquitos. El agua tenía un fresco color celeste y el cielo era de un color azul más profundo y auténtico. Era una combinación agradable.
-Tú eres la puerta -repitió Richard reflexivamente-. ¿Estás seguro de que mataste al chico... y de que no fue todo un sueño?
-No fue un sueño. Y tampoco lo maté... ya te lo he explicado. Ellos lo hicieron. Yo soy la perta.
Richard suspiró.
-¿Lo enterraste?
-Si.
-¿Recuerdas dónde?
-Si. -Hurgué en el bolsillo de la pechera y extraje un cigarrillo. Mis manos estaban torpes con sus vendajes. Me escocían espantosamente-. Si quieres verla, tendrás que traer el "buggy" de las dunas. No podrás empujar esto -señalé mi silla de ruedas-, por la arena.
El "buggy" de Richard era un "Wolkswagen 1959" con neumáticos grandes como cojines. Lo usaba para recoger los maderos que traía la marea. Desde que había dejado su actividad de agente inmobiliario en Maryland, vivía en Key Caroline y confeccionaba esculturas con los maderos de la playa, que luego vendía a los turistas de invierno a precios desorbitados.
Le dio una chupada a su cigarro y miró el Golfo..
-Aún no. ¿Quieres volver a contarme la historia?
Suspiré y traté de encender mi cigarrillo. Me quitó las cerillas y lo hizo él. Di dos chupadas, inhalando profundamente. El prurito de mis dedos era enloquecedor.
-Está bien -asentí-. Anoche a las siete estaba aquí afuera, contemplando el Golfo y fumando, igual que ahora, y...
-Remóntate más atrás -me exhortó.
-¿Más atrás?
-Háblame del vuelo.
Sacudí la cabeza.
-Richard, lo hemos repasado una y otra vez. No hay nada...
Su rostro arrugado y fisurado era tan enigmático como una de sus esculturas de madera pulida por el océano.
-Es posible que recuerdes -dijo-. Es posible que ahora recuerdes.
-¿Te parece?
-Quizá sí. Y cuando hayas terminado, podremos ira buscar la tumba.
-La tumba -repetí-. La palabra tenía un acento hueco, atroz, más tenebroso que todo lo demás, más tenebroso que todo lo demás, más tenebroso aún que aquel tétrico océano por donde Cory y yo habíamos navegado hacía cinco años. Tenebroso, tenebroso, tenebroso.
Bajo las vendas, mis nuevos ojos escrutaron ciegamente la oscuridad que las vendas les imponían. Escocían.

Cory y yo entramos en la órbita impulsados por el Saturno 16, aquel que los comentaristas denominaban el cohete Empire State Building. Era una mole, sí señor. Comparado con él, el viejo Saturno 1-B parecía un juguete, y para evitar que arrastrase consigo la mitad de Cabo Kennedy había que lanzarlo desde un silo de setenta metros de profundidad.
Sobrevolamos la Tierra, verificando todos nuestros sistemas, y después nos disparamos. Rumbo a Venus. El Senado quedó atrás, debatiendo un proyecto de ley sobre nuevos presupuestos para la exploración del espacio profundo, mientras la camarilla de la NASA rogaba que descubriéramos algo, cualquier cosa.
-No importa qué -solía decir Don Lovinger, el niño prodigio del Proyecto Zeus, cada vez que tomaba unas copas de más-. Tenéis todos los artefactos, más cinco cámaras de TV reacondicionadas y un primoroso telescopio con un trillón de lentes y filtros. Encontrad oro o platino. Mejor aún, encontrad a unos bonitos y estúpidos hombrecillos azules, para que podamos estudiarlos y explotarlos y sentirnos superiores a ellos. Cualquier cosa. Para empezar, nos conformaríamos con el fantasma de Blancanieves.
Cory y yo estábamos ansiosos por complacerle, a poco que fuera posible. El programa de exploración del espacio profundo había sido siempre un fracaso. Desde Borman, Anders y Lovell que habían entrado en órbita alrededor de la Luna, en 1968, y habían encontrado un mundo vacío, hostil, semejante a una playa sucia, hasta Markhan y Jacks, que se posaron en Marte quince años más tarde y encontraron un páramo de arena helada y unos pocos líquenes maltrechos, el programa había sido un fiasco costoso. Y había habido bajas. Pedersen y Lederer, que girarían eternamente alrededor del Sol porque todo había fallado en el penúltimo vuelo Apolo. John Davis, cuyo pequeño observatorio en órbita había sido perforado por un meteorito a pesar de que sólo existía una posibilidad entre mil de que se produjera semejante accidente. No, el programa espacial no prosperaba. Tal como estaban las cosas, el vuelo orbital alrededor de Venus sería nuestra última oportunidad de cantar victoria.
Fue un viaje de dieciséis días -comimos un montón de concentrados, jugamos muchas partidas de naipes, y nos contagiamos mutuamente un resfriado- y desde el punto de vista técnico fue un paseo. Al tercer día perdimos un transformador de humedad atmosférica, recurrimos al dispositivo auxiliar, y eso fue todo, con excepción de algunas nimiedades, hasta el regreso. Vimos cómo Venus crecía y pasaba del tamaño de una estrella al de una moneda de veinticinco céntimos y luego al de una bola de cristal lechoso, intercambiamos chistes con el control de Huntsville, escuchamos cintas magnetofónicas de Wagner y los Beatles, vigilamos los dispositivos automáticos que lo abarcaban todo, desde las mediciones del viento solar hasta la navegación del espacio profundo. Practicamos dos correcciones de rumbo a mitad de trayecto, ambas infinitesimales, y después de nueve días de vuelo Cory salió de la nave y martilleó la AEP retráctil hasta que ésta se decidió a funcionar. No pasó nada raro hasta que...
-La AEP -me interrumpió Richard-. ¿Qué es eso?
-Un experimento frustrado. La jerga de la NASA para designar la Antena de Radio Profundo... Irradiábamos ondas pi a alta frecuencia para cualquiera que se dignara escucharnos. -Me froté los dedos contra los pantalones pero fue inútil. En todo caso empeoró el prúrito-. El mismo principio del radiotelescopio de West Virginia..., tú sabes, el que escucha a las estrellas. Sólo que en lugar de escuchar, trasmitíamos, sobre todo a los planetas del espacio profundo: Júpiter, Saturno, Urano. Si hay vida inteligente en ellos, en ese momento se estaba echando una siesta.
-¿El único que salió fue Coy?
-Si .Y si introdujo una peste interestelar , la telemetría no la detectó.
-Igualmente...
-No importa -proseguí, irritado-. Sólo interesa el aquí y el ahora. Anoche ellos asesinaron a ese chico, Richard. No fue agradable verlo... ni de sentirlo. Su cabeza... estalló. Como si alguien le hubiese ahuecado los sesos y le hubiera introducido una granada de mano en el cráneo.
-Termina el relato -dijo Richard.
Lancé una risa hueca.
-¿Qué quieres que te cuente?

Entramos en una órbita excéntrica alrededor del planeta. Una onda radical, declinante, de noventa por ciento quince kilómetros. En la segunda pasada nuestro apogeo estuvo más alto y el perigeo más bajo. Disponíamos de un máximo de cuatro órbitas. Recorrimos las cuatro. Le echamos una buena mirada al planeta. Más de seiscientas fotos y Dios sabe cuántos metros de película.
La capa de nubes está formada en partes iguales por metano, amoniaco, polvo y mierda voladora. Todo el planeta se parece al Gran Cañón en un túnel de viento. Cory calculó que el viento soplaba a unos novecientos por hora cerca de la superficie. Nuestra sonda transmitió durante todo el descenso y después se apagó con un gemido. No vimos vegetación ni rastros de vida. El espectroscopio sólo detectó vestigios de minerales valiosos. Y eso era Venus. Nada de nada..., con una sola salvedad: me asustó. Era como girar alrededor de una casa embrujada en medio del espacio. Sé que ésta no es una definición muy científica, pero viví sobrecogido por el miedo hasta que nos alejamos de allí. Creo que si se nos hubieran parado los cohetes, me habría degollado en medio de la caída. No es como en la Luna. La Luna es desolada pero relativamente antiséptica. El mundo que vimos era totalmente distinto de cuantos se habían visto antes. Quizá sea una suerte que esté cubierto por el manto de nubes. Parecía una calavera descarnada... Ésta es la única analogía que se me ocurre.
Durante el vuelo de regreso nos enteramos de que el Senado había resuelto reducir a la mitad el presupuesto para la exploración espacial. Cory dijo algo así como "parece que volvemos a la época de los satélites meteorológicos, Artie". Pero yo estaba casi contento. Quizás el espacio no es un buen lugar para nosotros.
Doce días más tarde Cory estaba muerto y yo había quedado lisiado para toda la vida. Todas las desgracias me ocurrieron durante el descenso. Falló el paracaídas. ¿Qué te parece esta ironía? Habíamos pasado más de un mes en el espacio, habíamos llegado más lejos que cualquier otro ser humano, y todo terminó mal porque un tipo con prisa por tomarse un descanso dejó que se enredaran unos cordeles.
La caída fue violenta. Un tripulante de uno de los helicópteros dijo que nos precipitamos del cielo como un bebé gigantesco, con la placenta flameando atrás. Cuando nos estrellamos me desvanecí.
Recuperé el conocimiento mientras me transportaban por la cubierta del Portland. Ni siquiera habían tenido tiempo de enrollar la alfombra roja que teóricamente deberíamos haber recorrido. Yo sangraba. Sangraba y me llevaban a la enfermería sobre una alfombra roja que no estaba ni remotamente más roja como yo...
-...Pasé dos años en el hospital de Bethesda. Me dieron la Medalla de Honor y una fortuna y esta silla de ruedas. Al año siguiente vine aquí. Me gusta ver cómo despegan los cohetes.
-Lo sé. -Richard hizo una pausa-. Muéstrame las manos.
-No. -La respuesta fue inmediata y vehemente-. No pudo permitir que ellos vean. Te lo he advertido.
-Han pasado cinco años -dijo Richard-. ¿Por qué ahora, Arthur? ¿Me lo puedes explicar?
-No lo sé. ¡No lo sé! Quizás eso, sea lo que fuere, tiene un largo período de gestación. ¿Y quién puede asegurar, además, que me contaminé en el espacio? Eso, lo que sea, pudo haberse implantado en Fort Lauderdale. O tal vez en este mismo porche. Qué se yo.
Richard suspiró y contempló el agua , ahora enrojecida por el sol del crepúsculo.
-Procuro creerte, Arthur, no quiero pensar que estás perdiendo la chaveta.
-Si es indispensable, te mostraré las manos -respondí. Me costó un esfuerzo decirlo-. Pero sólo si es indispensable.
Richard se levantó y cogió su bastón. Parecía viejo y frágil.
-Traeré el "buggy" e las dunas. Buscaremos al chico.
-Gracias, Richard.
Se encaminó hacia la huella accidentada que conducía a su cabaña: veía el tejado de ésta asomando sobre la Duna Mayor, la que atraviesa casi todo el ancho de Key Caroline. El cielo había adquirido un feo color ciruela, sobre el agua, en dirección al Cabo, y el fragor del trueno me llegó débilmente a los oídos.

No sabía cómo se llamaba el chico pero lo veía de vez en cuando, caminando por la playa al ponerse el sol, con l acriba bajo el brazo. El sol le había bronceado y estaba moreno, casi negro, y siempre vestía unos vaqueros deshilachados, tijereteados a la altura del muslo. Del otro lado de Key Caroline hay una placa pública, y en una jornada nada propicia un joven emprendedor puede reunir hasta cinco dólares, tamizando pacientemente la arena en busca de monedas enterradas. A veces le saludaba agitando la mano y él contestaba de igual manera, ambos con displicencia, extraños pero hermanos, eternos habitantes de ese mundo de derroche, de "Cadillacs", de turistas alborotadores. Supongo que vivía en la pequeña aldea apiñada alrededor de la estafeta, a casi un kilómetro de mi casa.
Cuando pasó esa tarde ya hacía una hora que yo estaba en el porche, inmóvil, alerta. Hacía un rato que yo estaba en el porche, inmóvil, alerta. Hacía un rato que me había quitado las vendas. El prurito había sido intolerable, y siempre se aliviaba cuando podían ver con sus ojos.
Era una sensación que no tenía parangón en el mundo: como si yo fuera un portal entreabierto a través del cual espiaban un mundo que odiaban y temían. Pero lo peor era que yo también podía ver, hasta cierto punto. Imaginad que vuestra mente es transportada al cuerpo de una mosca común, una mosca que mira vuestra propia cara con un millar de ojos. Entonces quizás empezaréis a entender por qué tenía las manos vendadas incluso cuando no había nadie cerca, nadie que pudiera verlas.
Empezó en Miami. Yo tenía que tratar allí con un hombre llamado Cresswell, un investigador del Departamento de Marina. Me controla una vez al año, porque durante un tiempo tuvo todo el acceso que es posible tener a los materiales secretos de nuestro programa espacial. No sé qué es exactamente lo que busca. Tal vez un destello taimado en mis ojos, o una letra escarlata en mi frente. Dios sabe por qué. La pensión que cobro es tan generosa que se vuelve casi embarazosa.
Cresswell y yo estábamos sentados en la terraza de su habitación, en el hotel, discutiendo el futuro del programa espacial norteamericano. Eran aproximadamente las tres y cuarto. Empezaron a picarme los dedos. No fue algo gradual. Se activó como una corriente eléctrica. Se lo mencioné a Cresswell.
-De modo que tocó una hiedra venenosa en esa islita escrofulosa -comentó sonriendo.
-El único follaje que hay en Key Caroline es un arbusto de palmito -respondí-. Quizás es la comezón del séptimo año .-Me miré las manos. Manos absolutamente vulgares. Pero me picaban.
Más tarde firmé el mismo viejo documento de siempre ("Juro solemnemente que no he recibido ni revelado ni divulgado ninguna información susceptible de...") y volví a Key Caroline. Tengo un antiguo "Ford", equipado con freno y acelerador de mano. Lo adoro..., me hace sentirme autosuficiente.
El trayecto de regreso es largo, por la Autopista 1, y cuando salí de la carretera y doblé por la rampa de salida de Key Caroline ya estaba casi enloquecido. Las manos me escocían espantosamente. Si alguna vez habéis la cicatrización de un corte profundo o de una incisión quirúrgica, quizás entenderéis la clase de comezón a la que me refiero. Algo vivo parecía estar arrastrándose por mi carne y horadándola.
El sol casi se había ocultado y me estudié cuidadosamente las manos bajo el resplandor de las luces del tablero. Ahora en las puntas de los dedos había unas pequeñas manchas rojas, perfectamente circulares, un poco por encima de la yema donde están las impresiones digitales y donde se forman callos cuando uno toca la guitarra. También había círculos rojos de infección entre la primera y segunda articulación de cada pulgar y de cada dedo, y en la piel que separaba la segunda articulación del nudillo. Me llevé los dedos de la mano derecha a los labios y los aparté rápidamente, con súbita repulsión. Dentro de mi garganta se había formado un nudo de horror, agodonoso y asfixiante. Los puntos donde habían aparecido las marcas rojas estaban calientes, afiebrados y la carne estaba blanda y gelatinosa, como la pulpa de una manzana podrida.
Durante el resto del trayecto traté de convencerme de que en verdad había tocado una hiedra venenosa sin darme cuenta. Pero en el fondo de mi mente germinaba otra idea chocante. En mi infancia había tenido una tía que había pasado los últimos diez años de su vida encerrada en un desván, aislada del mundo. Mi madre le llevaba los alimentos y estaba prohibido pronunciar su nombre. Más tarde me enteré de que había padecido la enfermedad de Hansen, la lepra.
Cuando llegué a casa telefoneé al doctor Flanders, que vivía en tierra firme. Me atendió su servicio de recepción de llamadas. El doctor Flanders estaba participando de un crucero de pesca, pero si se trataba de algo urgente el doctor Ballenger...
-¿Cuándo regresará el doctor Flanders?
-A más tardar mañana por la tarde. ¿Le parece...?
-Sí.
Colgué lentamente el auricular y después marqué el número de Richard. Dejé que la campanilla sonara doce veces antes de colgar. Permanecí un rato indeciso. La comezón se había intensificado. Parecía emanar de la carne misma.
Conduje la silla de ruedas hasta la biblioteca y extraje la destartalada enciclopedia médica que había comprado hace muchos años. El texto era exasperantemente vago. Podría haber sido cualquier cosa, o ninguna.
Me recosté contra el respaldo y cerré los ojos. Oí el tictac del viejo reloj marino montado sobre la repisa, en el otro extremo de la habitación. También oí el zumbido fino y agudo de un reactor que volaba hacia Miami. Y el tenue susurro de mi propia respiración.
Seguía mirando el libro.
El descubrimiento se infiltró lentamente en mí y después se implantó con aterradora brusquedad. Tenía los ojos cerrados pero seguía mirando el libro. Lo que veía era algo desdibujado y monstruoso, una imagen deformada, cuatridimensional, pero igualmente inconfundible, de un libro.
Y yo no era el único que miraba.
Abrí lo ojos y sentí la contracción de mi músculo cardíaco. La sensación se atenuó un poco, pero no por completo. Estaba mirando el libro, viendo con mis propios ojos las letras impresas y las ilustraciones, lo cual era una experiencia cotidiana perfectamente normal, y también lo veía desde un ángulo distinto, más bajo, y con otros ojos. No lo veía como un libro sino como algo anómalo, algo de configuración aberrante e intención ominosa.
Alcé las manos lentamente hasta mi rostro, y tuve una macabra imagen de mi sala transformada en una casa de horrores.
Lancé un alarido.
Unos ojos me espiaban entre las fisuras de la carne de mis dedos. Y en ese mismo instante vi cómo la carne se dilataba, se replegaba, a medida que esos ojos se asomaban insensatamente a la superficie.
Pero no fue eso lo que me hizo gritar. Había mirado mi propia cara y había visto un monstruo.

El "buggy" de las dunas bajó por la pendiente de la lona y Richard lo detuvo junto al porche. El motor ronroneaba intermitentemente. Hice rodar mi silla de ruedas por la rampa situada a la derecha de la escalinata común y Richard me ayudó a subir al vehículo.
-Muy bien, Arthur -dijo-. Tú mandas. ¿A dónde vamos?
Señalé en dirección al agua, donde la Duna Mayor finalmente empieza a menguar. Richard hizo un ademán de asentimiento. Las ruedas posteriores giraron en la arena y partimos. Yo solía burlarme de Richard por su manera de conducir, pero esa noche no lo hice. Tenía demasiadas cosas en las cuales pensar... Y demasiadas cosas para sentir. Ellos estaban disgustados con la oscuridad y me daba cuenta de que hacían esfuerzos por espiar entre las vendas, exigiéndome que se las quitara.
El "buggy" se zarandeaba y rugía entre la arena en dirección al agua, y casi parecía levantar vuelo desde la cresta de las dunas más bajas. A la izquierda, el sol se ponía con sanguinaria espectacularidad. Directamente enfrente y del otro lado del agua, las nubes oscuras avanzaban hacia nosotros. Los rayos zigzagueaban sobre el mar.
-A tu derecha -dije-. Junto a esa tienda.
Richard de tuvo el "buggy" junto a los restos podridos de la tienda, despidiendo un surtidor de arena. Metió la mano en la parte posterior y extrajo una pala. Respingué cuando la vi.
-¿Dónde? -preguntó Richard inexpresivamente.
-Allí -respondí, señalando.
Se apeó y se adelantó despacio por la arena, vaciló un segundo, y después clavó la pala en el suelo. Me pareció que excavaba durante un largo rato. La arena que despedía por encima del hombro tenía un aspecto húmedo. Las nubes eran más negras y estaban más altas, y el agua parecía furiosa e implacable bajo su sombra y en el reflejo rutilante del crepúsculo.
Mucho antes de que dejara de excavar me di cuenta de que no encontraría al chico. Lo habían cambiado de lugar. La noche anterior no me había vendado las manos, de modo que habían podido ver... y actuar. Si habían conseguido servirse de mí para matar al chico también podían haberlo hecho para trasladarlo, incluso mientras dormía.
-No hay nada aquí, Arthur.
Arrojó la parte sucia en la parte posterior del "buggy" y se dejó caer, cansado, en el asiento. La tormenta en ciernes proyectaba sombras movedizas, semicirculares, sobre la playa. La brisa cada vez más fuerte hacía repicar la arena contra la carrocería herrumbrada del vehículo. Me picaban los dedos .
-Me usaron para transportarlo -dije con voz opaca-. Están asumiendo el control, Richard. Están forzando su puerta para abrirla, poco a poco. Cien veces por día me descubro en pie delante de un objeto que conozco como una espátula, un cuadro, o un a lata de guisantes, sin saber cómo he llegado allí, y tengo las manos alzadas, mostrándoselo, viéndolo como lo ven ellos, como algo obsceno, como algo contorsionado y grotesco...
-Arthur -murmuró-. No, Arthur. Eso no. -Bajo la luz menguante su rostro tenía una expresión compungida-. Has dicho que estabas en pie delante de algo. Has dicho que transportaste el cuerpo del chico. Pero tú no puedes caminar, Arthur. Estás muerto de la cintura para abajo.
Toqué el tablero de instrumentos del "buggy" de las dunas.
-Esto también está muerto. Pero cuando lo montas puedes hacerlo marchar. Podrías hacerlo matar. No podría detenerse aunque quisiera. -Oí que mi voz aumentaba de volumen histéricamente-. ¿Acaso no entiendes que soy la puerta? ¡Ellos mataron al chico, Richard! ¡Ellos transportaron el cuerpo!
-Creo que será mejor que consultes a un médico -dijo con tono tranquilo-. Volvamos.
-¡Investiga! ¡Pregunta por el chico, entonces! Averigua...
-Dijiste que ni siquiera sabes cómo se llama.
-Debía de vivir en la aldea. Es un pueblo pequeño. Pregunta...
-Cuando fui a buscar el "buggy" telefoneé a Maud Harrington. No conozco a una persona más chismosa que ella, en todo el Estado. Le pregunté si había oído el rumor de que un chico no había vuelto anoche a su casa. Contestó que no.
-¡Pero tenía que vivir es esta zona! ¡Tenía que vivir aquí!
Arthur se dispuso a hacer girar la llave del encendido, pero le detuve. Se detuvo para mirarme y yo empecé a quitarme las vendas de las manos.
El trueno murmuraba y gruñía desde el Golfo.

No había consultado al médico ni había vuelto a llamar a Richard. Pasé tres semanas con las manos vendadas cada vez que salía. Tres semanas con la ciega esperanza de que desaparecieran. No eran un comportamiento racional, lo confieso. Si yo hubiera sido un hombre sano que no necesitaba una silla de ruedas para sustituir sus piernas, o que había vivido una vida normal, quizás habría recurrido al doctor Flanders o a Richard. Aun en mis condiciones podría haberlo hecho si no hubiera sido por el recuerdo de mi tía, aislada, virtualmente convertida en una prisionera, devorada en vida por su propia carne enferma. De modo que guardé un silencio desesperado y le pedí al cielo que me permitiera descubrir un día, al despertarme, que todo había sido una pesadilla.
Y poco a poco los sentí. A ellos. Una inteligencia anónima. Nunca me pregunté qué aspecto tenían ni de donde provenían. Habría sido inútil. Yo era su puerta, y su ventana abierta sobre el mundo. Recibía suficiente información de ellos para sentir su revulsión y su horror, para saber que nuestro mundo era muy distinto del suyo. La información también me bastaba para sentir su odio ciego. Pero igualmente seguían espiando. Su carne estaba implantada en la mía. Empecé a darme cuenta de que me usaban, de que en verdad me manipulaban.
Cuando pasó el chico, alzando la mano para saludarme con la displicencia de siempre, yo ya casi había resuelto llamar a Cresswell, a su número del Departamento de Marina. Había algo cierto en la teoría de Richard: estaba seguro de que lo que se había apoderado de mí me había atacado en el espacio profundo o en esa extraña órbita alrededor de Venus. La Marina me estudiaría pero no me convertiría en un monstruo de feria. No tendría que volver a ahogar un grito cuando me despertaba en la oscuridad crujiente y los sentía vigilar, vigilar, vigilar.
Mis manos se estiraron hacia el chico y me di cuenta de que no las había vendado. Vi los ojos que miraban en silencio, en la luz crepuscular. Eran grandes, dilatados, de iris dorados. Una vez había pinchado uno con la punta de un lápiz y había sentido que un olor insoportable me recorría el brazo. El ojo pareció fulminante con un odio impotente que fue peor que el dolor físico. No volví a pincharlo.
Y ahora estaban mirando al chico. Sentí que mi mente se disparaba. Un momento después perdí el control de mis actos. La puerta estaba abierta. Corrí hacia él por la arena, moviendo velozmente las piernas insensibles, como si éstas fueran maderos accionados por algún mecanismo. Mis propios ojos parecieron cerrarse y sólo vi con aquellos ojos extraterrestres: vi un monstruoso paisaje marino de alabastro rematado por un cielo semejante a una gran franja purpúrea, y vi una cabaña ladeada y corroída que podría haber sido la carroña de una desconocida bestia carnívora, y vi un ser abominable que se movía y respiraba y llevaba debajo del brazo un artefacto de madera y alambre, un artefacto compuesto por ángulos rectos geométricamente imposibles.
Me pregunto qué pensó él, ese pobre chico anónimo con la criba bajo el brazo y los bolsillos hinchados por una insólita multitud de monedas arenosas perdidas por los turistas, qué pensó él cuando los rayos postreros del sol cayeron sobre mis manos, rojas y fisuradas y fulgurantes con su carga de ojos, qué pensó cuando las manos batieron súbitamente el aire un momento antes de que estallara su cabeza.
Sé qué fue lo que pensé yo.
Pensé que había atisbado por encima del borde del universo y había visto ni más ni menos que los fuegos del infierno.

El viento tironeó de las vendas y las transformó en pequeños gallardetes flameantes a medida que las desenrollaba. Las nubes habían ocultado los vestigios rojos del crepúsculos, y las dunas estaban oscuras y cubiertas de sombras. Las nubes desfilaban y bullían sobre nuestras cabezas.
-Debes hacerme una promesa, Richard -dije, levantando la voz por encima del viento cada vez más fuerte-. Si tienes la impresión de que intento..., hacerte daño, corre. ¿Me entiendes?
-Si.
El viento agitaba y ondulaba su camisa de cuello abierto. Su rostro permanecía impasible, con los ojos reducidos a poco más que dos cavidades en la prematura oscuridad.
Cayeron las últimas vendas.
Yo miré a Richard y ellos miraron a Richard. Yo vi una cara que conocía desde hacía cinco años y que había aprendido a querer. Ellos vieron un monolito viviente, deforme.
-Los ves -dije roncamente-. Ahora los ves.
Se apartó involuntariamente. Sus facciones parecieron dominadas por un súbito pavor incrédulo. Un rayo hendió el cielo. Los truenos rodaban sobre las nubes y el agua se había ennegrecido como la del río Estigia.
-Arthur...
¡Qué inmundo era! ¿Cómo podía haber vivido cerca de él, cómo podía haberle hablado? No era un ser humano sino una pestilencia muda. Era...
-¡Corre! ¡Corre, Richard!
Y corrió. Corrió con grandes zancadas. Se convirtió en un patíbulo recortado contra el cielo imponente. Mis manos se alzaron, se alzaron sobre mi cabeza con un ademán aullante, aleteante, con los dedos estirados hacia el único elemento familiar de ese mundo de pesadilla: estirados hacia las nubes.
Y las nubes respondieron.
Brotó un rayo colosal, blanco azulado, que pareció marcar el fin del mundo. Alcanzó a Richard, lo envolvió. Lo último que recuerda es la fetidez eléctrica del ozono y la carne quemada.
Me desperté en mi porche, plácidamente sentado, mirando hacia la Duna Mayor. La tormenta había pasado y la atmósfera estaba agradablemente fresca. Se veía una tajada de luna. La arena estaba virgen, sin rastros del "buggy" de Richard.
Me miré las manos. Los ojos estaban abiertos pero vidriosos. Se hallaban extenuados. Dormitaban.
Sabía bien qué era lo que debía hacer. Tenía que echar llave a la puerta antes de que pudieran terminar de abrirla. Tenía que clausurarla definitivamente. Ya empezaba a observar los primeros signos de un cambio estructural en las mismas manos. Los dedos empezaban a acortarse... y a modificarse.
En la sala había una pequeña chimenea, y en verano me había acostumbrado a encender una fogata para combatir el frío húmedo de Florida. Prendí otra ahora, moviéndome de prisa. Ignoraba cuánto tardarían en captar mis intenciones.
Cuando vi que ardía vorazmente me encaminé hacia la cuba de queroseno que había en la parte posterior de la casa y me empapé ambas manos. Se despertaron de inmediato, con un alarido de dolor. Casi no pude llegar de vuelta a la sala, y a la fogata. Pero lo conseguí.

Todo eso sucedió hace siete años.
Aún estoy aquí, contemplando el despegue de los cohetes. Últimamente se han multiplicado. Éste es un gobierno que da importancia a la exploración espacial. Incluso se habla en enviar otra serie de sondas tripuladas a Venus.
Averigüé el nombre de chico, aunque eso ya no importa. Tal como sospechaba, vivía en la aldea. Pero su madre creía que pasaría aquella noche en tierra firme, con un amigo, y no dio la alarma hasta el lunes siguiente. En cuanto a Richard..., bien, de todos modos la gente opinaba que Richard era un bicho raro. Piensan que tal vez volvió a Maryland o se fugó con alguna mujer.
A mí me toleran, aunque tengo fama de ser excéntrico. Al fin y al cabo, ¿cuántos exastronautas les escriben regularmente a los funcionarios electos de Washington para decir que sería mejor invertir en otra cosa el dinero que se asigna a la exploración espacial?
Yo me apaño muy bien con estos garfios. Durante el primer año los dolores fueron atroces, pero el cuerpo humano se acostumbra a casi todo. Me puedo afeitar e incluso me ato los cordones de los zapatos. Y como véis, escribo bien a máquina. Creo que no tendré problemas para meterme la escopeta en la boca ni para apretar el gatillo. Veréis, esto empezó hace tres semanas.
Tengo sobre el pecho un círculo perfecto de doce ojos dorados.

FIN