30 de septiembre de 2011

El cocodrilo / Felisberto Hernandez

El cocodrilo
Felisberto Hernandez

En una noche de otoño hacía calor húmedo y yo fui a una ciudad que me era casi desconocida; la poca luz de las calles estaba atenuada por la humedad y por algunas hojas de los árboles. Entré a un café que estaba cerca de una iglesia, me senté a una mesa del fondo y pensé en mi vida. Yo sabía aislar las horas de felicidad y encerrarme en ellas; primero robaba con los ojos cualquier cosa descuidada de la calle o del interior de las casas y después la llevaba a mi soledad. Gozaba tanto al repasarla que si la gente lo hubiera sabido me hubiera odiado. Tal vez no me quedara mucho tiempo de felicidad. Antes yo había cruzado por aquellas ciudades dando conciertos de piano; las horas de dicha habían sido escasas, pues vivía en la angustia de reunir gentes que quisieran aprobar la realización de un concierto; tenía que coordinarlos, influirlos mutuamente y tratar de encontrar algún hombre que fuera activo. Casi siempre eso era como luchar con borrachos lentos y distraídos: cuando lograba traer uno el otro se me iba. Además yo tenía que estudiar y escribirme artículos en los diarios.
Desde hacía algún tiempo ya no tenía esa preocupación: alcancé a entrar en una gran casa de medias para mujer. Había pensado que las medias eran más necesarias que los conciertos y que sería más fácil colocarlas. Un amigo mío le dijo al gerente que yo tenía muchas relaciones femeninas, porque era concertista de piano y había recorrido muchas ciudades: entonces, podría aprovechar la influencia de los conciertos para colocar medias.

El gerente había torcido el gesto; pero aceptó, no sólo por la influencia de mi amigo, sino porque yo había sacado el segundo premio en las leyendas de propaganda para esas medias. Su marca era "Ilusión". Y mi frase había sido: "¿Quién no acaricia, hoy, una media Ilusión?". Pero vender medias también me resultaba muy difícil y esperaba que de un momento a otro me llamaran de la casa central y me suprimieran el viático. Al principio yo había hecho un gran esfuerzo. (La venta de medias no tenía nada que ver con mis conciertos: y yo tenía que entendérmelas nada más que con los comerciantes). Cuando encontraba antiguos conocidos les decía que la representación de una gran casa comercial me permitía viajar con independencia y no obligar a mis amigos a patrocinar conciertos cuando no eran oportunos. Jamás habían sido oportunos mis conciertos. En esta misma ciudad me habían puesto pretextos poco comunes: el presidente del Club estaba de mal humor porque yo lo había hecho levantar de la mesa de juego y me dijo que habiendo muerto una persona que tenía muchos parientes, media ciudad estaba enlutada. Ahora yo les decía: estaré unos días para ver si surge naturalmente el deseo de un concierto; pero le producía mala impresión el hecho de que un concertista vendiera medias. Y en cuanto a colocar medias, todas las mañanas yo me animaba y todas las noches me desanimaba; era como vestirse y desnudarse. Me costaba renovar a cada instante cierta fuerza grosera necesaria para insistir ante comerciantes siempre apurados. Pero ahora me había resignado a esperar que me echaran y trataba de disfrutar mientras me duraba el viático.

De pronto me di cuenta que había entrado al café un ciego con un arpa; yo le había visto por la tarde. Decidí irme antes de perder la voluntad de disfrutar de la vida; pero al pasar cerca de él volví a verlo con un sombrero de alas mal dobladas y dando vuelta los ojos hacia el cielo mientras hacía el esfuerzo de tocar; algunas cuerdas del arpa estaban añadidas y la madera clara del instrumento y todo el hombre estaban cubiertos de una mugre que yo nunca había visto. Pensé en mí y sentí depresión.

Cuando encendí la luz en la pieza de mi hotel, vi mi cama de aquellos días. Estaba abierta y sus varillas niqueladas me hacían pensar en una loca joven que se entregaba a cualquiera. Después de acostado apagué la luz pero no podía dormir. Volví a encendería y la bombita se asomó debajo de la pantalla como el globo de un ojo bajo un párpado oscuro. La apagué en seguida y quise pensar en el negocio de las medias pero seguí viendo por un momento, en la oscuridad, la pantalla de luz. Se había convertido a un color claro; después, su forma, como si fuera el alma en pena de la pantalla, empezó a irse hacia un lado y a fundirse en lo oscuro. Todo eso ocurrió en el tiempo que tardaría un secante en absorber la tinta derramada.

Al otro día de mañana, después de vestirme y animarme, fui a ver si el ferrocarril de la noche me había traído malas noticias. No tuve carta ni telegrama. Decidí recorrer los negocios de una de las calles principales. En la punta de esa calle había una tienda. Al entrar me encontré en una habitación llena de trapos y chucherías hasta el techo. Sólo había un maniquí desnudo, de tela roja, que en vez de cabeza tenía una perilla negra. Golpeé las manos y en seguida todos los trapos se tragaron el ruido. Detrás del maniquí apareció una niña, como de diez años, que me dijo con mal modo:

-¿Qué quieres?

-¿Está el dueño?

-No hay dueño. La que manda es mi mamá.

-¿Ella no está?

-Fue a lo de doña Vicenta y viene en seguida.

Apareció un niño como de tres años. Se agarró de la pollera de la hermana y se quedaron un rato en fila, el maniquí, la niña y el niño. Yo dije:

-Voy a esperar.

La niña no contestó nada. Me senté en un cajón y empecé a jugar con el hermanito. Recordé que tenía un chocolatín de los que había comprado en el cine y lo saqué del bolsillo. Rápidamente se acercó el chiquilín y me lo quitó. Entonces yo me puse las manos en la cara y fingí llorar con sollozos. Tenía tapados los ojos y en la oscuridad que había en el hueco de mis manos abrí pequeñas rendijas y empecé a mirar al niño. Él me observaba inmóvil y yo cada vez lloraba más fuerte. Por fin él se decidió a ponerme el chocolatín en la rodilla. Entonces yo me reí y se lo di. Pero al mismo tiempo me di cuenta que yo tenía la cara mojada.

Salí de allí antes que viniera la dueña. Al pasar por una joyería me miré en un espejo y tenía los ojos secos. Después de almorzar estuve en el café; pero vi al ciego del arpa revolear los ojos hacia arriba y salí en seguida. Entonces fui a una plaza solitaria de un lugar despoblado y me senté en un banco que tenía enfrente un muro de enredaderas. Allí pensé en las lágrimas de la mañana. Estaba intrigado por el hecho de que me hubieran salido; y quise estar solo como si me escondiera para hacer andar un juguete que sin querer había hecho funcionar, hacía pocas horas. Tenía un poco de vergüenza ante mí mismo de ponerme a llorar sin tener pretexto, aunque fuera en broma, como lo había tenido en la mañana. Arrugué la nariz y los ojos, con un poco de timidez para ver si me salían las lágrimas; pero después pensé que no debería buscar el llanto como quien escurre un trapo; tendría que entregarme al hecho con más sinceridad; entonces me puse las manos en la cara. Aquella actitud tuvo algo de serio; me conmoví inesperadamente; sentí como cierta lástima de mí mismo y las lágrimas empezaron a salir. Hacía rato que yo estaba llorando cuando vi que de arriba del muro venían bajando dos piernas de mujer con medias "Ilusión" semibrillantes. Y en seguida noté una pollera verde que se confundía con la enredadera. Yo no había oído colocar la escalera. La mujer estaba en el último escalón y yo me sequé rápidamente las lágrimas; pero volví a poner la cabeza baja y como si estuviese pensativo. La mujer se acercó lentamente y se sentó a mi lado. Ella había bajado dándome la espalda y yo no sabía cómo era su cara. Por fin me dijo:

-¿Qué le pasa? Yo soy una persona en la que usted puede confiar...

Transcurrieron unos instantes. Yo fruncí el entrecejo como para esconderme y seguir esperando. Nunca había hecho ese gesto y me temblaban las cejas. Después hice un movimiento con la mano como para empezar a hablar y todavía no se me había ocurrido qué podría decirle. Ella tomó de nuevo la palabra:

-Hable, hable nomás. Yo he tenido hijos y sé lo que son penas.

Yo ya me había imaginado una cara para aquella mujer y aquella pollera verde. Pero cuando dijo lo de los hijos y las penas me imaginé otra. Al mismo tiempo dije:

-Es necesario que piense un poco.

Ella contestó:

-En estos asuntos, cuanto más se piensa es peor.

De pronto sentí caer, cerca de mí, un trapo mojado. Pero resultó ser una gran hoja de plátano cargada de humedad. Al poco rato ella volvió a preguntar:

-Dígame la verdad, ¿cómo es ella?

Al principio a mí me hizo gracia. Después me vino a la memoria una novia que yo había tenido. Cuando yo no la quería acompañar a caminar por la orilla de un arroyo -donde ella se había paseado con el padre cuando él vivía- esa novia mía lloraba silenciosamente. Entonces, aunque yo estaba aburrido de ir siempre por el mismo lado, condescendía. Y pensando en esto se me ocurrió decir a la mujer que ahora tenía al lado:

-Ella era una mujer que lloraba a menudo.

Esta mujer puso sus manos grandes y un poco coloradas encima de la pollera verde y se rió mientras me decía:

-Ustedes siempre creen en las lágrimas de las mujeres.

Yo pensé en las mías; me sentí un poco desconcertado, me levanté del banco y le dije:

-Creo que usted está equivocada. Pero igual le agradezco el consuelo.

Y me fui sin mirarla.

Al otro día, cuando ya estaba bastante adelantada la mañana, entré a una de las tiendas más importantes. El dueño extendió mis medias en el mostrador y las estuvo acariciando con sus dedos cuadrados un buen rato. Parecía que no oía mis palabras. Tenía las patillas canosas como si se hubiera dejado en ellas el jabón de afeitar. En esos instantes entraron varias mujeres; y él, antes de irse, me hizo señas de que no me compraría, con uno de aquellos dedos que habían acariciado las medías. Yo me quedé quieto y pensé en insistir; tal vez pudiera entrar en conversación con él, más tarde, cuando no hubiera gente; entonces le hablaría de un yugo que disuelto en agua le teñiría las patillas. La gente no se iba y yo tenía una impaciencia desacostumbrada; hubiera querido salir de aquella tienda, de aquella ciudad y de aquella vida. Pensé en mi país y en muchas cosas más. Y de pronto, cuando ya me estaba tranquilizando, tuve una idea: "¿Qué ocurriría si yo me pusiera a llorar aquí, delante de toda la gente?". Aquello me pareció muy violento; pero yo tenía deseos, desde hacía algún tiempo, de tantear el mundo con algún hecho desacostumbrado; además yo debía demostrarme a mí mismo que era capaz de una gran violencia. Y antes de arrepentirme me senté en una sillita que estaba recostada al mostrador; y rodeado de gente, me puse las manos en la cara y empecé a hacer ruido de sollozos. Casi simultáneamente una mujer soltó un grito y dijo: "Un hombre está llorando". Y después oí el alboroto y pedazos de conversación: "Nena, no te acerques"... "Puede haber recibido alguna mala noticia"... "Recién llegó el tren y la correspondencia no ha tenido tiempo"... "Puede haber recibido la noticia por telegrama"... Por entre los dedos vi una gorda que decía: "Hay que ver cómo está el mundo. ¡Si a mí no me vieran mis hijos, yo también lloraría!". Al principio yo estaba desesperado porque no me salían lágrimas; y hasta pensé que lo tomarían como una burla y me llevarían preso. Pero la angustia y la tremenda fuerza que hice me congestionaron y fueron posibles las primeras lágrimas. Sentí posarse en mi hombro una mano pesada y al oír la voz del dueño reconocí los dedos que habían acariciado las medias. Él decía:

-Pero compañero, un hombre tiene que tener más ánimo...

Entonces yo me levanté como por un resorte; saqué las dos manos de la cara, la tercera que tenía en el hombro, y dije con la cara todavía mojada:

-¡Pero si me va bien! ¡Y tengo mucho ánimo! Lo que pasa es que a veces me viene esto; es como un recuerdo...

A pesar de la expectativa y del silencio que hicieron para mis palabras, oí que una mujer decía:

-¡Ay! Llora por un recuerdo...

Después el dueño anunció:

-Señoras, ya pasó todo.

Yo me sonreía y me limpiaba la cara. En seguida se removió el montón de gente y apareció una mujer chiquita, con ojos de loca, que me dijo:

-Yo lo conozco a usted. Me parece que lo vi en otra parte y que usted estaba agitado.

Pensé que ella me habría visto en un concierto sacudiéndome en un final de programa; pero me callé la boca. Estalló conversación de todas las mujeres y algunas empezaron a irse. Se quedó conmigo la que me conocía. Y se me acercó otra que me dijo:

-Ya sé que usted vende medias. Casualmente yo y algunas amigas mías...

Intervino el dueño:

-No se preocupe, señora (y dirigiéndose a mí): Venga esta tarde.

-Me voy después del almuerzo. ¿Quiere dos docenas?

-No, con media docena...

-La casa no vende por menos de una...

Saqué la libreta de ventas y empecé a llenar la hoja del pedido escribiendo contra el vidrio de una puerta y sin acercarme al dueño. Me rodeaban mujeres conversando alto. Yo tenía miedo que el dueño se arrepintiera. Por fin firmó el pedido y yo salí entre las demás personas.

Pronto se supo que a mí me venía "aquello" que al principio era como un recuerdo. Yo lloré en otras tiendas y vendí más medias que de costumbre. Cuando ya había llorado en varias ciudades mis ventas eran como las de cualquier otro vendedor.

Una vez me llamaron de la casa central -yo ya había llorado por todo el norte de aquel país- esperaba turno para hablar con el gerente y oí desde la habitación próxima lo que decía otro corredor:

-Yo hago todo lo que puedo; ¡pero no me voy a poner a llorar para que me compren!

Y la voz enferma del gerente le respondió:

-Hay que hacer cualquier cosa; y también llorarles...

El corredor interrumpió:

-¡Pero a mí no me salen lágrimas!

Y después de un silencio, el gerente:

-¿Cómo, y quién le ha dicho?

-¡Sí! Hay uno que llora a chorros...

La voz enferma empezó a reírse con esfuerzo y haciendo intervalos de tos. Después oí chistidos y pasos que se alejaron.

Al rato me llamaron y me hicieron llorar ante el gerente, los jefes de sección y otros empleados. Al principio, cuando el gerente me hizo pasar y las cosas se aclararon, él se reía dolorosamente y le salían lágrimas. Me pidió, con muy buenas maneras, una demostración; y apenas accedí entraron unos cuantos empleados que estaban detrás de la puerta. Se hizo mucho alboroto y me pidieron que no llorara todavía. Detrás de una mampara, oí decir:

-Apúrate, que uno de los corredores va a llorar.

-¿Y por qué?

-¡Yo qué sé!

Yo estaba sentado al lado del gerente, en su gran escritorio; habían llamado a uno de los dueños, pero él no podía venir. Los muchachos no se callaban y uno había gritado: "Que piense en la mamita, así llora más pronto". Entonces yo le dije al gerente.

-Cuando ellos hagan silencio, lloraré yo.

Él, con su voz enferma, los amenazó y después de algunos instantes de relativo silencio yo miré por una ventana la copa de un árbol -estábamos en un primer piso- , me puse las manos en la cara y traté de llorar. Tenía cierto disgusto. Siempre que yo había llorado los demás ignoraban mis sentimientos; pero aquellas personas sabían que yo lloraría y eso me inhibía. Cuando por fin me salieron lágrimas saqué una mano de la cara para tomar el pañuelo y para que me vieran la cara mojada. Unos se reían y otros se quedaban serios; entonces yo sacudí la cara violentamente y se rieron todos. Pero en seguida hicieron silencio y empezaron a reírse. Yo me secaba las lágrimas mientras la voz enferma repetía: "Muy bien, muy bien". Tal vez todos estuvieron desilusionados. Y yo me sentía como una botella vacía y chorreada; quería reaccionar, tenía mal humor y ganas de ser malo. Entonces alcancé al gerente y le dije:

-No quisiera que ninguno de ellos utilizara el mismo procedimiento para la venta de medias y desearía que la casa reconociera mi... iniciativa y que me diera exclusividad por algún tiempo.

-Venga mañana y hablaremos de eso.

Al otro día el secretario ya había preparado el documento y leía: "La casa se compromete a no utilizar y a hacer respetar el sistema de propaganda consistente en llorar..." Aquí los dos se rieron y el gerente dijo que aquello estaba mal. Mientras redactaban el documento, yo fui paseándome hasta el mostrador. Detrás de él había una muchacha que me habló mirándome y los ojos parecían pintados por dentro.

-¿Así que usted llora por gusto?

-Es verdad.

-Entonces yo sé más que usted. Usted mismo no sabe que tiene una pena.

Al principio yo me quedé pensativo; y después le dije:

-Mire: no es que yo sea de los más felices; pero sé arreglarme con mi desgracia y soy casi dichoso.

Mientras me iba -el gerente me llamaba- alcancé a ver la mirada de ella: la había puesto encima de mí como si me hubiera dejado una mano en el hombro.

Cuando reanudé las ventas, yo estaba en una pequeña ciudad. Era un día triste y yo no tenía ganas de llorar. Hubiera querido estar solo, en mi pieza, oyendo la lluvia y pensando que el agua me separaba de todo el mundo. Yo viajaba escondido detrás de una careta con lágrimas; pero yo tenía la cara cansada.

De pronto sentí que alguien se había acercado preguntándome:

-¿Qué le pasa?

Entonces yo, como el empleado sorprendido sin trabajar, quise reanudar mi tarea y poniéndome las manos en la cara empecé a hacer los sollozos.

Ese año yo lloré hasta diciembre, dejé de llorar en enero y parte de febrero, empecé a llorar de nuevo después de carnaval. Aquel descanso me hizo bien y volví a llorar con ganas. Mientras tanto yo había extrañado el éxito de mis lágrimas y me había nacido como cierto orgullo de llorar. Eran muchos más los vendedores; pero un actor que representara algo sin previo aviso y convenciera al público con llantos...

Aquel nuevo año yo empecé a llorar por el oeste y llegué a una ciudad donde mis conciertos habían tenido éxito; la segunda vez que estuve allí, el público me había recibido con una ovación cariñosa y prolongada; yo agradecía parado junto al piano y no me dejaban sentar para iniciar el concierto. Seguramente que ahora daría, por lo menos, una audición. Yo lloré allí, por primera vez, en el hotel más lujoso; fue a la hora del almuerzo y en un día radiante. Ya había comido y tomado café, cuando de codos en la mesa, me cubrí la cara con las manos. A los pocos instantes se acercaron algunos amigos que yo había saludado; los dejé parados algún tiempo y mientras tanto, una pobre vieja -que no sé de dónde había salido- se sentó a mi mesa y yo la miraba por entre los dedos ya mojados. Ella bajaba la cabeza y no decía nada; pero tenía una cara tan triste que daban ganas de ponerse a llorar...

El día en que yo di mi primer concierto tenía cierta nerviosidad que me venía del cansancio; estaba en la última obra de la primera parte del programa y tomé uno de los movimientos con demasiada velocidad; ya había intentado detenerme; pero me volví torpe y no tenía bastante equilibrio ni fuerza; no me quedó otro recurso que seguir; pero las manos se me cansaban, perdía nitidez, y me di cuenta de que no llegaría al final. Entonces, antes de pensarlo, ya había sacado las manos del teclado y las tenía en la cara; era la primera vez que lloraba en escena.

Al principio hubo murmullos de sorpresa y no sé por qué alguien intentó aplaudir, pero otros chistaron y yo me levanté. Con una mano me tapaba los ojos y con la otra tanteaba el piano y trataba de salir del escenario. Algunas mujeres gritaron porque creyeron que me caería en la platea; y ya iba a franquear una puerta del decorado, cuando alguien, desde el paraíso me gritó:

-¡Cocodriiilooooo!!

Oí risas; pero fui al camerín, me lavé la cara y aparecí en seguida y con las manos frescas terminé la primera parte. Al final vinieron a saludarme muchas personas y se comentó lo de "cocodrilo". Yo les decía:

-A mí me parece que el que me gritó eso tiene razón: en realidad yo no sé por qué lloro; me viene el llanto y no lo puedo remediar, a lo mejor me es tan natural como lo es para el cocodrilo. En fin, yo no sé tampoco por qué llora el cocodrilo.

Una de las personas que me habían presentado tenía la cabeza alargada; y como se peinaba dejándose el pelo parado, la cabeza hacía pensar en un cepillo. Otro de la rueda lo señaló y me dijo:

-Aquí, el amigo es médico. ¿Qué dice usted, doctor?

Yo me quedé pálido. Él me miró con ojos de investigador policial y me preguntó:

-Dígame una cosa: ¿cuándo llora más usted, de día o de noche?

Yo recordé que nunca lloraba en la noche porque a esa hora no vendía, y le respondí:

-Lloro únicamente de día.

No recuerdo las otras preguntas. Pero al final me aconsejó:

-No coma carne. Usted tiene una vieja intoxicación.

A los pocos días me dieron una fiesta en el club principal. Alquilé un frac con chaleco blanco impecable y en el momento de mirarme al espejo pensaba: "No dirán que este cocodrilo no tiene la barriga blanca. ¡Caramba! Creo que ese animal tiene papada como la mía. Y es voraz..."

Al llegar al Club encontré poca gente. Entonces me di cuenta que había llegado demasiado temprano. Vi a un señor de la comisión y le dije que deseaba trabajar un poco en el piano. De esa manera disimularía el madrugón. Cruzamos una cortina verde y me encontré en una gran sala vacía y preparada para el baile. Frente a la cortina y al otro extremo de la sala estaba el piano. Me acompañaron hasta allí el señor de la comisión y el conserje; mientras abrían el piano -el señor tenía cejas negras y pelo blanco- me decía que la fiesta tendría mucho éxito, que el director del liceo -amigo mío- diría un discurso muy lindo y que él ya lo había oído; trató de recordar algunas frases, pero después decidió que sería mejor no decirme nada. Yo puse las manos en el piano y ellos se fueron. Mientras tocaba pensé: "Esta noche no lloraré... quedaría muy feo... el director del liceo es capaz de desear que yo llore para demostrar el éxito de su discurso. Pero yo no lloraré por nada del mundo".

Hacía rato que veía mover la cortina verde; y de pronto salió de entre sus pliegues una muchacha alta y de cabellera suelta; cerró los ojos como para ver lejos; me miraba y se dirigía a mí trayendo algo en una mano; detrás de ella apareció una sirvienta que la alcanzó y le empezó a hablar de cerca. Yo aproveché para mirarle las piernas y me di cuenta que tenía puesta una sola media; a cada instante hacía movimientos que indicaban el fin de la conversación; pero la sirvienta seguía hablándole y las dos volvían al asunto como a una golosina. Yo seguí tocando el piano y mientras ellas conversaban tuve tiempo de pensar: "¿Qué querrá con la media?... ¿Le habrá salido mala y sabiendo que yo soy corredor...? ¡Y tan luego en esta fiesta!"

Por fin vino y me dijo:

-Perdone, señor, quisiera que me firmara una media.

Al principio me reí; y en seguida traté de hablarle como si ya me hubieran hecho ese pedido otras veces. Empecé a explicarle cómo era que la media no resistía la pluma; yo ya había solucionado eso firmando una etiqueta y después la interesada la pegaba en la media. Pero mientras daba estas explicaciones mostraba la experiencia de un antiguo comerciante que después se hubiera hecho pianista. Ya me empezaba a invadir la angustia, cuando ella se sentó en la silla del piano, y al ponerse la media me decía:

-Es una pena que usted me haya resultado tan mentiroso... debía haberme agradecido la idea.

Yo había puesto los ojos en sus piernas; después los saqué y se me trabaron las ideas. Se hizo un silencio de disgusto. Ella, con la cabeza inclinada, dejaba caer el pelo; y debajo de aquella cortina rubia, las manos se movían como si huyeran. Yo seguía callado y ella no terminaba nunca. Al fin la pierna hizo un movimiento de danza, y el pie, en punta, calzó el zapato en el momento de levantarse, las manos le recogieron el pelo y ella me hizo un saludo silencioso y se fue.

Cuando empezó a entrar gente fui al bar. Se me ocurrió pedir whisky. El mozo me nombró muchas marcas y como yo no conocía ninguna le dije:

-Déme de esa última.

Trepé a un banco del mostrador y traté de no arrugarme la cola del frac. En vez de cocodrilo debía parecer un loro negro. Estaba callado, pensaba en la muchacha de la media y me trastornaba el recuerdo de sus manos apuradas.

Me sentí llevado al salón por el director del liceo. Se suspendió un momento el baile y él dijo su discurso. Pronunció varias veces las palabras "avatares" y "menester". Cuando aplaudieron yo levanté los brazos como un director de orquesta antes de "atacar" y apenas hicieron silencio dije:

-Ahora que debía llorar no puedo. Tampoco puedo hablar y no puedo dejar por más tiempo separados los que han de juntarse para bailar-. Y terminé haciendo una cortesía.

Después de mi vuelta, abracé al director del liceo y por encima de su hombro vi la muchacha de la media. Ella me sonrió y levantó su pollera del lado izquierdo y me mostró el lugar de la media donde había pegado un pequeño retrato mío recortado de un programa. Yo me sentí lleno de alegría pero dije una idiotez que todo el mundo repitió:

-Muy bien, muy bien, la pierna del corazón.

Sin embargo yo me sentí dichoso y fui al bar. Subí de nuevo a un banco y el mozo me preguntó:

-¿Whisky Caballo Blanco?

Y yo, con el ademán de un mosquetero sacando una espada:

-Caballo Blanco o Loro Negro.

Al poco rato vino un muchacho con una mano escondida en la espalda:

-El Pocho me dijo que a usted no le hace mala impresión que le digan "Cocodrilo".

-Es verdad, me gusta.

Entonces él sacó la mano de la espalda y me mostró una caricatura. Era un gran cocodrilo muy parecido a mí; tenía una pequeña mano en la boca, donde los dientes eran un teclado; y de la otra mano le colgaba una media; con ella se enjugaba las lágrimas.

Cuando los amigos me llevaron a mi hotel yo pensaba en todo lo que había llorado en aquel país y sentía un placer maligno en haberlos engañado; me consideraba como un burgués de la angustia. Pero cuando estuve solo en mi pieza, me ocurrió algo inesperado: primero me miré en el espejo; tenía la caricatura en la mano y alternativamente miraba al cocodrilo y a mi cara. De pronto y sin haberme propuesto imitar al cocodrilo, mi cara, por su cuenta, se echó a llorar. Yo la miraba como a una hermana de quien ignoraba su desgracia. Tenía arrugas nuevas y por entre ellas corrían las lágrimas. Apagué la luz y me acosté. Mi cara seguía llorando; las lágrimas resbalaban por la nariz y caían por la almohada. Y así me dormí. Cuando me desperté sentí el escozor de las lágrimas que se habían secado. Quise levantarme y lavarme los ojos; pero tuve miedo que la cara se pusiera a llorar de nuevo. Me quedé quieto y hacía girar los ojos en la oscuridad, como aquel ciego que tocaba el arpa.

Fin

10 de septiembre de 2011

El vendedor de estatuas/ Silvina Ocampo

El vendedor de estatuas
Silvina Ocampo

Para llegar hasta el comedor, había que atravesar hileras de puertas que daban sobre un corredor estrechísimo y frío, con paredes recubiertas de algunas plantas verdes que encuadraban la puerta del excusado.
En el comedor había manteles muy manchados y sillas de Viena donde se habían sentado muchas mujeres y profesores gordos.
Mme. Renard, la dueña de la pensión, recorría el corredor golpeando las manos y contemplaba a los pensionistas a la hora de las comidas. Había un profesor de griego que miraba fijamente, con miedo de caerse, el centro de la mesa; había un jugador de ajedrez; un ciclista; había también un vendedor de esta-tuas y una comisionista de puntillas, acariciando siempre con manos de ciega las puntas del mantel. Un chico de siete años corría de mesa en mesa, hasta que se detuvo en la del vendedor de estatuas. No era un chico travieso, y sin embargo una secreta enemistad los unía. Para el vendedor de estatuas aun el beso de un chico era una travesura peligrosa; les tenía el mismo miedo que se les tiene a los payasos y a las mascaritas.
En un corralón de al lado el vendedor de estatuas tenía su taller. Grandes letras anunciaban sobre la puerta de entrada: "Octaviano Crivellini. Copias de estatuas de jardines europeos, de cementerios y de salones"; y ahí estaba un batallón de estatuas temibles para los compradores que no sabían elegir. Había mandado construir una pequeña habitación para poder vivir confortablemente. Mientras tanto vivía en la casa de pensión de al lado y antes de dormirse les decía disimuladamente buenas noches a las estatuas.
Sentado en la mesa del comedor Octaviano Crivellini era un hombre devorado de angustias. Estaba delante de los fiambres desganado y triste, repitiendo: "No tengo que preocuparme por estas cosas", "No tengo que preocuparme por estas cosas".
El chico de siete años se alojaba detrás de la silla y con perversidad mala-barista le daba pequeñas patadas invisibles, y esta escena se repetía diariamente; pero eso no era todo. Las patadas invisibles a la hora de las comidas, las hubiera podido soportar como picaduras de mosquitos de otoño, terribles y tolerables porque existe el descanso del mosquitero por la noche, las piezas sin luz y el alambre tejido en las ventanas, pero las diversas molestias que ocasionaba Tirso, el chico de siete años, eran constantes y sin descanso. No había adónde acudir para librarse de él. Debía de tener una madre anónima, un padre aterrorizado que nadie se atrevía a interpelar.

Hacía ya una semana de aquella noche en que se había escapado de la casa detrás de él. Sin duda lo había visto repartir besos con un movimiento habitual de limpieza sobre las cabezas de yeso que se movían en la noche con frialdad de estrella. Tirso se rió destempladamente y cabalgó sobre un león con melena suelta y abultada. La luna hacía de la tierra un lago relleno de sombras donde lloraban ángeles de cementerio, alguna Venus de ojos vacíos, alguna Diana Cazadora corriendo contra el viento, algún busto de Sócrates. Octaviano, al ver a Tirso cabalgando sobre uno de sus leones preferidos, abrevió rápidamente su despedida nocturna y se fue abrumado de vergüenza y terror.
Tirso, creyendo que el vendedor inmóvil de estatuas no lo había visto, sintió que tenía un poder prodigioso de invisibilidad, y volvió a acostarse en puntas de pie con la sensación de haber presenciado un milagro. Desde ese día todas las noches lo había seguido hasta el corralón, se había familiarizado con las estatuas, con las manos y los pies de yeso guardados en los armarios, con los perros blancos. Octaviano en cambio se había distanciado de sus estatuas, las limpiaba ahora con escasas caricias delante del chico.
Tirso empezó a cansarse de ese don de invisibilidad del que gozaba desde hacía poco tiempo. El jugador de ajedrez le había hablado dos o tres veces. El ciclista le había dado un caramelo. La comisionista le había probado un cuello de puntillas, confundiéndolo con una chica, un día que llevaba un delantal, pero el vendedor de estatuas no le hablaba.
Cuando terminaron de comer, Octaviano se levantó como un chico en pe-nitencia, sin postre –él, que hubiera deseado que Tirso se quedara sin postre. Se ató un pañuelo alrededor del pescuezo y salió como de costumbre. Tirso lo siguió. Empezaba a grabar su nombre con tiza colorada en las estatuas y Octaviano creía enloquecer de pena. Tirso lo desalojaba, le robaba su tranquilidad, lo asesinaba subterráneamente, y Tirso era inconmovible e independiente como lo son raras veces los grandes criminales. Cuando volvió a acostarse, al querer cerrar la puerta de su cuarto sintió una fuerza gigante que la retenía; hizo tentativas inútiles por cerrarla, hasta que de pronto, inesperadamente, se le vino encima, aplastándole casi el brazo. Pocos minutos después la puerta volvió a abrirse. No era necesario ver quién abría la puerta con esa fuerza, no podía ser sino Tirso; y esta escena, como las otras, se repitió todas las noches.
Las primeras veces trató de juntar toda su fuerza en los ojos al clavarlos sobre Tirso, pero los ojos de Tirso eran duros como paredes metálicas. Tenía unos ojos que nunca debían de haber llorado, y solamente matándolo se lo podía quizás lastimar un poco.
En el fondo del corralón había un gran armario donde el hombre desesperado se refugió una noche. Tirso, al ver que no estaba allí el vendedor de estatuas, se fue decepcionado. Pero persistió en sus cabalgatas nocturnas. Empezó a notar que sus actos eran tan invisibles como su cuerpo: los nombres que había grabado en las estatuas, no los encontraba nunca la noche siguiente; por eso sacó su cortaplumas para grabarlos, como en los árboles de una manera más segura.
Una noche llena de perros que ladraban a la luna, el vendedor de estatuas se retiró más temprano que de costumbre en el refugio del armario. Tirso no se resolvía a bajarse de encima del león, pero al fin empezó a trotar en círculos y semicírculos enloquecidos, arrastrando un ruido de fierros oxidados por el sue-lo. El vendedor de estatuas después de un rato no oyó más nada; el silencio y el bienestar habían entrado de nuevo en la noche circundante. Iba a salirse del armario cuando oyó dar a la llave dos vueltas que lo encerraban.
Quedaba poco aire respirable, quizás alcanzaría para unas horas de vida; sintió desfilar todas las estatuas que había vendido y que no había vendido a lo largo de su existencia. Un ángel de cementerio estaba cerca de él y le indicaba el ca-mino al cielo. Llevaba un nombre grabado sobre la frente. Tuvo miedo: sacó el pañuelo y borró largamente el nombre en la obscuridad del armario donde se acababan las últimas gotas de aire y de luz que todavía le permitían vivir.

Fin

5 de septiembre de 2011

Acerca de los besos / Hermann Hesse

Acerca de los besos
Hermann Hesse

PIERO CONTÓ:
Esta noche hemos hablado de nuevo sobre el beso y hemos discutido acerca de que clase de beso era el que nos procuraba mas felicidad. Es propio de los jóvenes responder a eso; a nosotros, a la gente mayor, ya nos ha pasado la edad de tentativas y probaturas y, para esos importantes menesteres, sólo podemos recurrir a nuestra engañosa memoria. De mis humildes recuerdos, os quiero, pues, contar la historia de dos besos que fueron para mí a la vez los más dulces y los más amargos de mi vida.
A mis dieciséis o diecisiete años, mi padre poseía una casa de campo en la vertiente bolonesa de los Apeninos en la que pase buena parte de mis años de adolescencia y juventud, época que ahora - lo entendáis o no - me parece la más bonita de toda mi vida. Ya hace tiempo que habría vuelto a ver esa casa o que me la habría quedado como lugar de reposo, si no hubiera sido porque, a causa de una desgraciada herencia, fue a parar a un primo mío con quien ya desde niño me llevaba mal y que, además, tiene un papel importante en esta historia.
Era un hermoso verano, no demasiado caluroso, y mi padre estaba en aquella pequeña casa conmigo y el citado primo, al que había invitado. Por aquel entonces, ya hacía tiempo que mi madre no vivía. Mi padre, todavía de buen ver, era un hombre apuesto, refinado, que a los jóvenes nos servía de modelo tanto en lo tocante a la equitación, la caza, la esgrima y los juegos como in artibus vivendi et amandi. Aún se movía ágilmente y casi de forma juvenil; tenía prestancia y fuerza y, poco antes se había casado por segunda vez.
El primo, que se llamaba Alvise, contaba con veintitrés años y era, tengo que reconocerlo, un hermoso joven. Esbelto y bien formado, con largos rizos y de cara fresca y sonrosadas mejillas, tenía además elegancia y aplomo; era un conversador y un cantante bien dispuesto; bailaba excelentemente y, ya entonces, era reputado por ser uno de los hombres mas codiciados entre las mujeres de nuestra región. Que no nos pudiésemos ver uno a otro tenía su buena razón de ser. Conmigo, actuaba con altanería o con una insufrible condescendencia irónica, y aquella forma desdeñosa de tratarme, a mí, que precisamente superaba en sensatez a los de mi edad, me zahería cada vez más. Asimismo, yo, como buen observador que era, descubría muchos de sus secretos e intrigas, lo que naturalmente, a él, por su parte, le disgustaba sobremanera. Algunas veces intento ganarse mi favor mediante una actitud falsamente amistosa, pero no me deje engatusar. Si yo hubiese sido un poco mayor y más inteligente, le habría correspondido con el doble de astucia, me habría granjeado sus simpatías y le habría hecho caer en mi trampa en el momento oportuno. ¡Es tan fácil engañar a la gente mimada por el éxito y la fortuna! Pero aunque ya era lo suficientemente mayor para detestarlo, seguía siendo muy niño para conocer otras armas que no fuesen la frialdad y la oposición y, en lugar de devolverle con elegancia su saeta envenenada, sólo conseguía, con mi furia impotente, hundirla más profundamente en mi propia carne. Mi padre, a quien, como es lógico, no le pasaba desapercibida nuestra mutua animadversión, se reía de ella y se burlaba de nosotros. Apreciaba al guapo y elegante Alvise, y mi comportamiento hostil no le disuadía de invitarlo a menudo.
De esta forma pasamos juntos aquel verano. Nuestra casa de campo estaba espléndidamente situada en la colina y desde ella se divisaban, por encima de los viñedos, las lejanas llanuras. Por lo que sé, había sido construida por uno de los propietarios Albizzi, un florentino exiliado. Estaba rodeada de un bello jardín alrededor del cual mi padre había hecho levantar un nuevo muro. También hizo esculpir en piedra su blasón en el portal, mientras que, encima de la puerta de la casa todavía pendía el blasón del primer propietario, trabajado en piedra quebradiza y prácticamente irreconocible. Mas allá, hacia la montaña, la caza era abundante; yo iba allí a pie o a caballo casi todos los días, ya fuera solo o con mi padre, que me instruía entonces en el arte de la cetrería.
Como he dicho, yo era todavía un chico, o casi. Pero en realidad ya no lo era, y me encontraba mas bien en mitad de aquel período breve y peculiar en el que los jóvenes deambulan, ansiosos sin razón y tristes sin motivo, por una tórrida calle situada entre el perdido alborozo infantil y la todavía incompleta pubertad, como entre dos jardines perdidos. Naturalmente, escribía un montón de tercetos y poemas, pero aún no me había enamorado de otra cosa que no fuera un ensueño, aunque, de puro anhelo, creyera desvivirme por un amor verdadero. Así que corría de un lado a otro febrilmente, buscaba la soledad y me sentía desgraciado hasta lo indecible. Mis sufrimientos se multiplicaban por el hecho de tener que mantenerlos celosamente escondidos. Porque ni mi padre ni el odiado Alvise, como yo bien sabía, me habrían escatimado sus burlas. También escondía mis hermosas poesías por precaución, como habría hecho un avaro con sus ducados, y cuando me parecía que el cofre había dejado de ser un lugar seguro, llevaba la caja con los papeles al bosque y la enterraba; eso sí, comprobando todos los días que continuaba en su lugar.
En una de aquellas expediciones en busca del tesoro, vi por casualidad a mi primo, que esperaba en el linde del bosque. Como el no se había percatado de mi presencia, tome inmediatamente otra dirección, pero no lo perdí de vista, tan acostumbrado estaba a observarlo, ya fuera por curiosidad o antipatía. Al cabo de poco, vi que una joven sirvienta perteneciente a nuestra casa, avanzaba y se acercaba a Alvise, que la aguardaba. Él le pasó el brazo por la cintura, la atrajo hacia sí y desapareció con ella en el bosque.
Entonces me invadió una cierta fiebre y sentí una violenta envidia hacia aquel primo mayor que yo, a quien veía coger frutos inaccesibles para mí. En la cena clave mis ojos en los suyos, porque creía que por su mirada o sus labios se sabría de alguna forma que había besado y disfrutado del amor. Pero era el mismo de siempre y estaba tan alegre y locuaz como de costumbre. A partir de aquel momento me fue imposible observar a aquella sirvienta y a Alvise sin sentir un estremecimiento voluptuoso que me causaba placer y aflicción a la vez.
Por aquel entonces - estabamos en pleno verano - mi primo nos notificó un día que tendríamos nuevos vecinos. Un señor rico de Bolonia y su joven y hermosa esposa, a los que Alvise conocía desde hacia tiempo, se habían instalado en su casa de campo, situada a menos de medía hora de la nuestra y un poco internada en el bosque.
Aquel señor también era un conocido de mi padre, y creo incluso que se trataba de un pariente lejano de mi difunta madre, quien procedía de la casa de los Pepoli; aunque de esto no estoy muy seguro. Su casa en Bolonia se hallaba cerca del Colegio de España. La casa de campo, en cambio, era propiedad de la mujer. El matrimonio e incluso sus tres hijos, que por aquella época todavía no habían nacido, han muerto ya. Y, a excepción de mí mismo, de los que nos reunimos en aquella ocasión sólo mi primo Alvise continúa vivo, y tanto él como yo ya somos viejos sin que, a pesar de ello, nos llevemos mejor.
Al día siguiente, en un paseo a caballo, nos encontramos con el boloñés. Lo saludamos, y mi padre lo animó a visitarnos pronto junto con su mujer. Aquel señor no me pareció mayor que mi padre, pero no cabía comparar a aquellos dos hombres, pues mi padre era alto y de distinguida figura, y el otro, bajo y poco agraciado. Se mostró muy cortés con mi padre, me dirigió algunas palabras y aseguró que nos visitaría al día siguiente, a lo que mi padre correspondió inmediatamente con una invitación a comer de lo más amistosa. El vecino nos lo agradeció, y nos despedimos obsequiosamente y con la mayor de las satisfacciones.
Al día siguiente, mi padre encargó una buena comida y también hizo poner una guirnalda de flores en la mesa en honor de la dama forastera. Esperábamos a nuestros invitados con gran júbilo y emoción y, cuando llegaron, mi padre fue a su encuentro al portal y el mismo ayudó a la dama a desmontar del caballo. Nos sentamos alegremente a la mesa, y durante la comida no pude por menos que admirar a Alvise por encima de mi propio padre. Sabía contar a los forasteros, especialmente a la dama, tantas cosas ocurrentes, lisonjeras y divertidas, que provocaba el alborozo general sin que, ni por un momento, decayeran las charlas y las risas. En aquella ocasión me propuse adquirir yo también aquella valiosa habilidad.
Pero sobre todo me entretuve con la contemplación de aquella noble dama. Era excepcionalmente hermosa, alta y esbelta, iba lujosamente vestida y sus gestos rezumaban naturalidad y seducción. Me acuerdo a la perfección de que en su mano izquierda, justo a mi lado, llevaba tres anillos de oro con grandes piedras preciosas y, en el cuello, una cadenita de oro con pequeñas láminas cinceladas al estilo florentino. Cuando la comida llegaba a su fin y, tras haber contemplado a la dama a placer, yo ya me sentía perdidamente enamorado de ella y experimentaba por vez primera, y de verdad, aquella dulce y perniciosa pasión con la que tanto había soñado y que tantos poemas me había inspirado.
Una vez retirada la mesa nos fuimos todos a descansar un rato. Al salir después al jardín nos instalamos a la sombra y nos deleitamos con entretenimientos varios, en el transcurso de los cuales tuve ocasión de declamar una oda latina y cosechar algunas alabanzas. Al atardecer, comimos en la logia y cuando empezó a oscurecer, los invitados se prepararon para volver a casa. Me ofrecí inmediatamente a acompañarlos, pero Alvise ya había mandado buscar su caballo. Nos despedimos, los tres caballos emprendieron el camino, y yo me quedé con las ganas.
Aquella tarde y por la noche tuve la oportunidad de experimentar por primera vez algo de la verdadera esencia del amor. A lo largo del día me había sentido tan plenamente feliz con la contemplación de la dama, como afligido y desconsolado me quedé a partir del momento en que ella abandonó nuestra casa. Al cabo de una hora oí con desolación y envidia como mi primo volvía, cerraba el portal y entraba en su habitación. Después, me pasé la noche entera en la cama sin poder dormir, exhalando suspiros y lleno de inquietud. Intentaba reproducir con exactitud los rasgos de la dama; sus ojos, cabellos y labios, sus manos y dedos y cada una de las palabras que había pronunciado. Murmuré por lo bajo su nombre más de cien veces, tierna y tristemente, y fue un milagro que al día siguiente nadie reparara en mi alterado aspecto. Durante todo el día no hice otra cosa que idear estratagemas y medios que me permitieran volver a ver a la dama y obtener de ella, en lo posible, algún que otro gesto amable. Naturalmente, me torture en vano: no tenía experiencia alguna, y en el amor todos, incluso los más afortunados, empiezan necesariamente con una derrota.
Un día después me atreví a acercarme a aquella casa de campo, lo que podía hacer fácilmente a hurtadillas, puesto que se hallaba cerca del bosque. Me escondí cauteloso en el linde de la arboleda y a lo largo de varias horas estuve espiando sin que apareciera nada más que un gordo e indolente pavo real, una doncella cantando y una bandada de blancas palomas. A partir de entonces, corría todos los días hacia allí; en un par o tres de ocasiones, tuve incluso el placer de ver a Donna Isabella pasear por el jardín o asomarse a una ventana.
Poco a poco me volví más audaz y me abrí paso varias veces hacia el jardín, cuya puerta abierta, estaba protegida por altos matorrales. Me camuflaba debajo de ellos de tal forma que podía divisar varios caminos y situarme asimismo bastante cerca de un pequeño pabellón, a que por las mañanas Isabella gustaba de visitar. Allí pasaba yo la mitad del día, sin sentir hambre ni fatiga, temblado de gozo y angustia apenas lograba atisbar a la hermosa mujer.
Un día me encontré con el boloñés y corrí doblemente feliz hacia mi puesto, pues sabía que él no estaría en casa. Por esta razón me atreví a internarme más que de costumbre en el jardín y me escondí cerca del pabellón, agazapado tras un oscuro matorral de laurel. Al percibir ruidos en el interior, supe que Isabella estaba allí. En un momento me pareció incluso oír su voz, pero tan débilmente que no estuve del todo seguro. Desde mi penoso acecho, esperaba con paciencia la ocasión de ver su cara, al tiempo que me atenazaba constantemente el miedo a que su marido volviera y me descubriese por azar. Para mi mayor fastidio y pesar, la ventana del pabellón que daba a mi escondrijo estaba cubierta por una cortina de seda azul, de manera que no me era posible atisbar el interior. Con todo, me tranquilizó un poco pensar que desde aquel lado de la villa la tampoco yo podía ser visto.
Tras haber aguardado más de una hora me pareció que la cortina azul empezaba a moverse, como si desde dentro alguien intentase escudriñar el jardín a través de una rendija. Permanecí bien escondido y, emocionado, me mantuve a la expectativa, ya que no estaba ni a tres pasos de la ventana. El sudor se deslizaba por la frente y mi corazón palpitaba con tanta fuerza que temí que pudieran oírlo.
Lo que aconteció después me hirió más que si un sablazo hubiera atravesado mi corazón inexperto. De un tirón, la cortina se descorrió a un lado y, rápido como un rayo, aunque con mucho sigilo, salto un hombre por la ventana. Apenas me había recuperado de aquella indecible consternación y ya me enfrentaba a otra nueva sorpresa: porque acto seguido reconoció en aquel hombre audaz a mi primo y enemigo. Como si un relámpago hubiera cruzado mi mente, en un instante lo comprendí todo. Me puse a temblar de rabia y celos y estuve en un tris de saltar y precipitarme sobre él.
Alvise se había incorporado, sonreía y miraba con cautela a su alrededor. En aquel mismo instante, Isabella, que había abandonado el pabellón por la puerta principal, apareció en la esquina, se aproximó hacia el sonriente, y dulce y suavemente le murmuro: «!Ahora vete, Alvise, vete! !Addio!».
Mientras ella se inclinaba, él la abrazó y apretó sus labios a los suyos. Se besaron una sola vez, pero tan largamente y con tal avidez y ardor, que en aquel minuto mi corazón debió latir cuando menos mil veces. Nunca había visto tan de cerca la pasión, hasta entonces sólo conocida a través de poemas y relatos, y la visión de mi Donna posando sus labios rojos, sedientos y golosos, sobre la boca de mi primo casi me hizo perder la cabeza.
Aquel beso, señores míos, fue a la vez el más dulce y el más amargo de todos los que yo mismo he dado y recibido en mi vida, a excepción quizá de uno del que pronto os hablaré. Aquel mismo día, mientras mi alma todavía temblaba como un pájaro lastimado, fuimos invitados a pasar el día siguiente en la casa del boloñés. Yo no quería ir, pero mi padre me lo ordenó. Así pues, pasé otra noche atormentado y sin dormir. Montamos al fin los caballos y nos dirigimos sin prisa hacia aquella puerta y aquel jardín que yo tan a menudo había franqueado en secreto. Pero mientras que para mí aquello era de lo más penoso y mortificante, Alvise observaba el pabellón y el matorral de laurel con una sonrisa que a mí no podía por menos que sacarme de quicio.
Aunque mis ojos estuvieron también esa vez continuamente pendientes de Donna Isabella, cada una de aquellas miradas me causaba un sufrimiento atroz, puesto que, delante de ella, en la mesa, se sentaba el odiado Alvise, y no me era posible observar a la hermosa dama sin representarme con todo lujo de detalles la escena del día anterior. Sin embargo no paré de contemplar sus labios seductores. La mesa estaba espléndidamente abastecida de manjares y vino, la charla transcurría chispeante y animosa, pero ningún bocado me parecía sabroso y, a lo largo de la conversación, no me atreví a despegar los labios. Mientras que todos estaban contentos a más no poder, a mí la tarde me pareció más larga y dificil, que una semana de penitencia.
Durante la cena el sirviente anunció que en el patio había un mensajero que deseaba hablar con el propietario de la casa. Así que éste se disculpó, prometió volver enseguida y se fue. Mi primo llevaba de nuevo el peso de la conversación. Pero mi padre, creo, había adivinado lo que pasaba entre él e Isabella y se complacía en importunarles con alusiones y extrañas preguntas. Entre otras cosas le preguntó a la dama bromeando:
- Dígame, pues, Donna, ¿a quién de nosotros daría usted más gustosamente un beso?
Entonces, la hermosa mujer estalló en risas y respondió rauda:
- ¡Gustosamente le daría un beso a aquel guapo muchacho de allí!
Con ésas, se levantó de la mesa, se dirigió hacia mí y me dio un beso; pero éste no fue como el del día anterior, largo y ardiente, sino frío y escueto.
Y creo que, de todos los besos nunca recibidos de una mujer amada, aquél fue el que mayor placer y mayor daño me causó.

Fin