5 de octubre de 2008

El velo de los cinco

Les dejo un cuento de mi autoría que nació como ejercicio del taller de escritura. Espero les guste.
Saludos
Estanis


El velo de los cinco
Por Estanislao Zaborowski

El reloj marcaba las ocho en punto, cuando advertí que aquellas traviesas rodaban cuesta abajo con incierto destino. Se movían zigzagueantes entre los pliegues del terreno, dibujando con su estela, curvas de lo más disímiles. La viuda, arrugó la esquina de su pañuelo, lo llevó al rostro y las secó con suavidad. A unos metros de ella, se encontraban dos amigos del difunto. Nicolás, apoyado en la pared se mordía los labios con gesto de congoja. Juan, no disimulaba su creciente interés en aquella función privada. El féretro permanecía abierto, sin embargo, las personas apenas lo observaban. Laura ingresó al recinto, dirigió una mirada ausente a su alrededor y se acercó a la viuda con desubicada sensualidad. Su vestido negro, ceñido al cuerpo, dejaba entrever su llamativa figura. Frente a ella, le murmuró palabras al oído mientras sus ojos se fijaban alternadamente entre Juan y el difunto. La mujer, sin dar crédito a lo que acababa de escuchar, salió con prisa de la sala no sin antes insultar al joven que se encontraba cerca de la puerta.
A las ocho en punto, ingresé detrás de Juan. El cansancio de la noche anterior agrietaba mi cuerpo a su antojo. Miré al Señor Cohen de reojo, porque temía que aquella imagen perdurara en mi retina más de lo que deseaba. La vieja decaída, que en esta ocasión aparentaba más edad, se encontraba muy cerca del féretro, derramando lágrimas que se me asemejaron falsas. Nos acomodamos cerca de la puerta con la firme decisión de permanecer allí por poco tiempo. Al cabo de algunos minutos, ingresaron dos tetas que conocía muy bien. Su llegada, no solo me hizo olvidar la fatiga, sino que despertó mis cinco sentidos. En realidad, solo uno. Juan no pareció percatarse de ella, o si lo hizo, lo disimuló muy bien. Observé que Laura se dirigía hacia la viuda flameando sus pechos como si fuera a ofrecérselos con sentido pésame. Desde allí, pude observar su redondo trasero, mientras me mordía mis labios conteniendo la respiración. De repente, su belleza se hizo a un lado y la decrépita se dirigió a nosotros a paso veloz. Antes de salir, miró a Juan y lo insultó con palabras que no se deberían haber dicho bajo estas circunstancias.
Mi reloj pulsera marcaba las ocho de la mañana. Era la primera vez que asistía a un velorio a féretro abierto. Y no pude ocultar mi curiosidad en cuanto ingresé al salón. El recinto apenas iluminado, solo podía albergar como máximo doce personas. A pocos metros del ataúd, lloraba la Señora Cohen. Llevaba un vestido azul marino que combinaba sensualmente con el color de sus ojos. La tristeza, había embellecido su rostro con poética dulzura. Recordé, sin respeto hacia el difunto, cuando la enamoré hace dos veranos. Pobre Esteban, pensé. Falleció sin saberlo. Quizás lo intuía pero jamás se separaría de su mujer. Pobre Esteban, pobre infeliz. Eugenia tomó su pañuelo y se lo llevó al rostro con cuidado, intentando no estropear su maquillaje. Una mujer que no conocía se le arrimó. Parecía susurrarle algo al oído. Lo codeé a mi amigo para ver si él había notado lo mismo. No respondió. Tenía el rostro consumido en la melancolía. Sus dientes mordían los labios con extrema desazón. Al instante, mi Eugenia, aún con lágrimas en su rostro, se dirigió a nosotros y antes de salir al pasillo, insultó con verborragia a Nicolás.
El reloj que llevaba en la muñeca, me lo había regalado Esteban cuando cumplimos cinco años de casados. Ahora, las agujas, marcaban las ocho en punto. El féretro se encontraba abierto de par en par, tal como él lo hubiese querido. Sus amigos siempre lo elogiaban por su elegancia y esta ocasión no iba a ser la salvedad. Me dispuse a un costado porque en cualquier momento empezarían a circular por allí sus conocidos. Observaba la corona de flores largas y perfumadas que había llegado esta madrugada, cuando noté que dos jóvenes ingresaban al salón. El primero era Juan Guiraldes. Llevaba puesto un traje oscuro con demasiado uso y para no desentonar, traía consigo su cara de estúpido. No en vano se había ganado el mote de boludo. Detrás de él, Nicolás Remozo entraba haciendo gala de la inmadurez que yo conocía muy bien. Ambos se quedaron cerca de la puerta y apenas miraron de reojo a Esteban. Saqué de la cartera el pañuelo y mientras secaba mis lágrimas, una mujer se acercó. Sus ojos se encontraron con los míos. Cuando me disponía a preguntarle quién era, me relató en susurros lo sucedido hace dos noches, cuando mi marido aún respiraba vitalidad. Me acaloré al extremo que no pude ocultar mi furia y me dirigí hacia la puerta no sin antes detenerme a insultar a ese desgraciado.
El reloj de la pared sonó a las ocho en punto con un timbrado lúgubre y excesivamente repugnante. Con los ojos cerrados, podía escuchar los susurros que reinaban entre las cuatro paredes del salón. No vacilé en deducir a quién pertenecía cada una de las voces. Reconocí a Eugenia muy cerca de donde me encontraba; su llanto era inconfundible. Era lento, agudo y persistente. Parecía no respirar. También la reconocí por su perfume. Siempre usaba la misma fragancia floreal, incluso en invierno. Al rato, escuché pasos. Por el tipo de pisada arrastrada y cansina, supuse que era Nicolás. Y que no estaba solo. Adiviné, ahora sí, que lo acompañaba su mejor amigo Juan. También encontré entre el murmullo la voz de Laura. Parecía nerviosa, incluso algunas palabras sonaban temblorosas. La entendí. El breve pero intenso acto que debía llevar a cabo no era sencillo. Pero alguien debía ser el protagonista en aquél salón. Y alguien de algún modo iba a responder ante aquello en el mismo lugar. Por eso, comprendí los insultos. Pero no podía actuar: No tenía ni voz ni voto.

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