31 de agosto de 2008

Los cuentos de Alberto Laiseca 2da. parte


Acá les dejo la segunda parte con dos cuentos más, relatados por el genial Alberto Laiseca. Los primeros dos cuentos los pueden ver acá: Los cuentos de Alberto Laiseca 1era. parte. Disfrutenlos! No tienen desperdicio!Saludos! Estanis



El brujo postergado
Infante Don Juan Manuel



La balsa
Stephen King

26 de agosto de 2008

David Lynch / Entrevista

Les dejo la nota realizada al director de cine por la revista Ñ en esta semana. Disfruten!
Saludos
Estanis

El delirio y la mística
Fanático de la meditación, el director de Imperio presentó en Brasil un libro que revela las huellas de esta disciplina en su cinematografía. Allí conversó con Ñ acerca de la experimentación constante como sello de su obra. Aquí, el relato de ese encuentro, su filmografía y la opinión de Quintín sobre Lynch, un maestro del cine que compite con Godard "en el mercado de la devoción".

David Lynch cruza la puerta a medianoche. Camina con los brazos tiesos al costado de su traje azul. Alguien lo saluda y él responde con un hi, how are you , a la vez cordial y automático. Y sigue. Alguien le tiende la mano y él se la estrecha, agradece los gestos de admiración y sigue. Deja atrás a las personas de pie en el hall de arribos del aeropuerto Salgado Filho de Porto Alegre (Brasil) que se dan vuelta y miran al hombre de la camisa blanca prendida hasta el cuello. Es el creador de una obra maestra como Terciopelo azul (1986) y de una serie que revolucionó la televisión como Twin Peaks (1990). Es, sin dudas, el director de cine más inquietante de los últimos treinta años y por eso lo cruza un fotógrafo y dispara su cámara. El flash marea a un Lynch que sigue hacia su objetivo. Quiere salir a la calle. Necesita fumar.
Se ubica junto a la parada de taxis y saca un cigarrillo. Le convidan fuego. Lynch abre los ojos y acerca su rostro hasta la llama. En su primera visita a Brasil, acaba de pasar cinco días entre hoteles de San Pablo, Río de Janeiro y escuelas públicas de Belo Horizonte. Llega para brindar una conferencia en el ciclo Fronteras del Pensamiento Copesul Brasken en la Universidad Federal do Río Grande do Sul (UFRGS). Y además aprovecha para promocionar su libro autobiográfico sobre creatividad, cine y meditación trascendental Catching the big fish (algo así como "Atrapando al gran pez", que a principios de 2009 saldrá en la Argentina). No tuvo tiempo para recorrer las ciudades, le dice a Ñ, pero le encantó "la comida, la gente y el mood (humor)". Habla despacio, arquea las cejas. Dice: "Maravillosas montañas".
Tiene el perfil del tío extravagante: el saco arrugado, los zapatos sin lustrar. Y el fanático, desde luego, intentará encontrar en él los rasgos de alguno de sus personajes. ¿O acaso en el episodio piloto de Twin Peaks , el agente Dale Cooper (Kyle McLachlan) no se maravilla con los árboles que bordean el camino? "A veces llego a pensar que Kyle es una especie de alter ego", decía el director después del estreno de Terciopelo azul . Cooper como doppelgänger de Lynch.
Llega precedido por una declaración que repercutió en los medios: "La meditación trascendental puede terminar con la violencia de Río", dijo Lynch en su faceta de predicador del pensamiento de su gurú Maharishi Mahesh Yogui.
Hace treinta y cinco años que practica esta técnica ("si meditas es porque quieres acceder a un nivel más profundo de la vida", dice) y en julio de 2005 creó la David Lynch Foundation, que trabaja en programas de educación basada en la conciencia y la paz mundial en escuelas públicas y privadas de Estados Unidos y el resto del globo. En los últimos días de vida del Maharishi (murió en Holanda, en febrero de 2008), Lynch observó que nadie escuchaba a su maestro y decidió "salir" a comunicar el mensaje. "Si experimentas este nivel más profundo, la conciencia comienza a expandirse. Con práctica, todas las personas pueden hacerlo." Mientras aguarda que sus colaboradores salgan del aeropuerto, aclara que la meditación no es una religión, y recuerda que cuando comenzó con su fundación había tres escuelas implementando esta técnica. Ahora son dieciséis. Lynch se entusiasma: "El mundo está cambiando", dice, convencido. Y arroja el cigarrillo al suelo y lo pisa. Aunque sus amigos le digan que deje de fumar, comenta, no lo consigue.

¿Cómo convive su inconsciente, reflejado en la oscuridad de sus obras, con este mensaje de la meditación trascendental?

Hacer una historia feliz en el cine no tiene por qué hacerte feliz, y puedes contar una historia oscura, de la que te enamoras. Puedes entrar en esos mundos tenebrosos y aún estar feliz por dentro. No es lo mismo sufrir que mostrar el sufrimiento.

Aunque sus personajes deban descubrir el mal (como Jeffrey Beaumont a partir de una oreja cortada) o experimenten la locura (Fred Madison en Carretera perdida ), Lynch no está de acuerdo con aquello que decía Rimbaud ("el sufrimiento del poeta debe ser inmenso"). Dice que "hay una idea muy romántica en la que el artista tiene que sufrir, tiene que pasar hambre o estar deprimido, para expresar algo". Mueve la cabeza. "Si el artista está sufriendo realmente, no podría hacer su trabajo. Si uno tiene hambre, no tiene ganas de hacer nada más. Cuanta menos negatividad, mayor es el flujo de creatividad y esa es la razón por la que he estado practicando meditación trascendental todos estos años." El director reflexiona: "Estoy seguro de que Van Gogh hubiese hecho cosas aún más maravillosas de no haber sido por las restricciones que le impusieron sus tormentos".

¿La meditación le permitió combinar recursos narrativos clásicos y experimentales?

Hay una parte importante de experimentación en mi cine, pero lo importante son las ideas. Lo son todo. Cuando llegan, piensas: "este es el tema". Es la historia que conecta todas estas abstracciones. A veces, para llegar a la verdad, tienes que experimentar.

Ya es tarde. Lynch se despide y mientras se aleja, un plano microscópico llega hasta la colilla aplastada en el piso. Fuma American Spirit.


Una historia sencilla
Para entender el legado de la obra de Lynch en la historia del cine, cabe hacerse algunas preguntas. ¿Qué sería de Tarantino sin Lynch? Algunos críticos aseguran que el director de Pulp fiction no podría existir si los espectadores no poseyeran los códigos interpretativos que se han ido forjando a través de autores como él. Y así también los hermanos Coen ( Barton Fink ) o Jim Jarmusch ( Extraños en el paraíso ) o Gus van Sant ( Mi Idaho privado ). ¿Cómo se entiende el fenómeno de una serie como Lost si antes, alguien no hubiese creado esa mezcla de policial, soap opera y surrealismo que significó Twin Peaks ?

El director nació en Missoula (Montana), en esa "verdadera América profunda" que habitaron pueblos originarios como los Sioux (quienes sostenían que la sabiduría estaba en los sueños), y vivió rodeado de naturaleza: su padre, investigador del Ministerio de Agricultura, se dedicaba al estudio de los árboles. Lynch dice que adoraba jugar en el bosque ("era mágico") y aunque en esa época tenía muchos amigos, a veces prefería quedarse solo, viendo de cerca a los insectos. No le gustaba estudiar. Jugaba al béisbol, nadaba y soñaba despierto. Siempre le gustó dibujar, así que los domingos asistía a un taller de pintura. Alguna vez comentó: "Para mí, en esos momentos, la escuela era un crimen que se cometía contra la juventud. Allí se destruían los gérmenes de libertad; no se estimulaba ni el conocimiento ni una actitud positiva. La gente que me interesaba no iba a clase".

Plasmó esa crítica en su primer corto, The Alphabet , pero más allá de eso Lynch llevaba una existencia apacible en una familia sin conflictos, que tuvo que vivir en diferentes ciudades del país. Una visita a su abuela materna que vivía en Brooklyn fue decisiva. Los ruidos y olores de esa ciudad lo impresionaron. Como una visión situacionista sobre el desarrollo urbano, Lynch decía que Filadelfia (donde se fue a vivir con su primera mujer, mientras comenzaba a filmar Eraserhead , de 1976) "era la más violenta, la más degradada, la más enferma, la más decadente y sucia de las ciudades".

Una noche, mientras vivía en Alexandria (Virginia), Lynch conoció al pintor Bushnell Keeler, padre de un amigo, y se dio cuenta de qué significaba ser un artista.

Aunque Lynch se hizo célebre por sus filmes, nunca dejó de pintar. En estos últimos años expuso en París y Nueva York (sus dealers de arte son Leo Castelli y James Corcoran). Sus obras recorren un abanico cromático que va del gris al rojo y conjugan el mismo idioma y los mismos temas que sus filmes. Sin embargo, está claro que el nivel de deformación del mundo que busca Lynch en el cine es limitado mientras que en sus dibujos y pinturas ese límite está abolido.

Desde el color de sus obras (eligió el blanco y negro para sus primeros filmes), Lynch opera a favor de una lógica particular, que exige la renuncia a las interpretaciones a priori. "Las sombras en el cuadro te permiten trasladarte y soñar. Si todo es visible y hay demasiada luz, la cosa es lo que la cosa es, pero no es más que eso."

Como un mito, Lynch cuenta que su vida cambió una tarde en la Academia de Bellas Artes de Pensilvania. Estaba frente a una "tela sombría con plantas que emergían de la oscuridad". De repente tuvo la impresión de que las plantas se movían e incluso creyó escuchar el viento. "No estaba drogado", aclara. "Quería que desaparecieran los bordes, y entrar en el interior de la obra". Había descubierto el cine.

Lynch hace de Lynch en un cortometraje que filma Andréia Vigo en una motorhome estacionada en un baldío del barrio Menino Deus, junto al hotel Blue Tree Millenium. Uno de esos hoteles new age que tienen cajitas con leyendas como "paz", "ternura" y "amor" para los jabones y las gorras de baño.
Sentado en un sillón incómodo, frente a varios reflectores colgados del techo, Lynch tiene que memorizar un par de líneas. La historia, desde luego, baraja los elementos lyncheanos: la desaparición de un hombre, una mujer misteriosa y una especie de médium (Lynch).
La vida y la obra de Lynch podrían sintetizarse en la imagen de un ventilador. Aparece al principio de Twin Peaks y se convierte en un plano recurrente. Un ventilador encendido en un lugar insólito: arriba de la escalera que conduce a las habitaciones en la casa de Laura Palmer. ¿Qué significa? "No sé por qué lo puse ahí", dijo siempre Lynch. No le gusta explicar las cosas ("el filme debe bastar", se queja). Esa figura y ese sonido (el del aire) podría ser la vida misma, "absurda y siempre ahí".
Según el investigador francés Michael Chion, Lynch es un creador que cree en la pluralidad de los niveles de sentido y de realidad. "La belleza de los niños es la habilidad que tienen de ver el mundo con los ojos abiertos, sin los límites del intelecto", dice Lynch y critica esa permanente necesidad occidental de dar explicaciones sobre la obra. "Sin la lógica o la razón siempre hay algo más, algo que no hemos visto".
Hay un elemento que Lynch entendió (y explotó) desde el principio: la materialidad del sonido. Desde sus cortometrajes iniciáticos, The Alphabet y The Grandmother , pasando por el deslumbramiento de su particular mirada en Eraserhead hasta Imperio , Lynch comprendió que los sonidos (como los mantras) quedan registrados a un nivel básicamente distinto del nivel del lenguaje o de los modos de comunicación visual. Como señala Chion, Lynch "ha renovado el cine" mediante este elemento. Si bien su reparto de escenas es clásico y transparente (aunque retorcido), su trabajo sonoro es personal. El espectador se enfrenta a un autor que manipula los bajos (sonoros, pero también del instinto y el inconsciente) hasta la incomodidad. No busca tanto la reflexión intelectual como la sensorial. Siento, luego existo.
Y en ese contexto, su prédica sobre la meditación trascendental resulta coherente. "El potencial del ser humano es la conciencia infinita", dice ahora Lynch y explica que en la educación no se tiene en cuenta este proceso. "No se está haciendo nada para mejorar al ser humano. Su potencial es la iluminación suprema".
De regreso al hotel, casi no sale de su penthouse , donde se dedica a meditar (veinte minutos) o a charlar con su editora en Brasil, Gisela Zincone, mientras almuerza un sandwich de pavita y una lata de Coca-Cola.

El gran pez

A las tres de la tarde de este domingo, Lynch está sentado en una sala del tercer piso, custodiada por un guardaespaldas gaúcho, minutos antes de reunirse con los promotores de su conferencia. Sonríe. Todo aquel que se encuentra con el director describe la extraña sensación de su cordialidad. El mismo hombre que embelleció el gore en Eraserhead , escribe en Catching the big fish : "Todos nacemos para ser felices, felices como cachorros moviendo la cola". El mismo hombre que en una obra plástica ( Bee board ) coloca abejas muertas con nombres como Jack, Dougie o Bob, en consonancia escribe en su libro: "Existe una textura extraordinaria en un cuerpo descompuesto". Como decía The New York Times en enero de 1990: Lynch es "un Norman Rockwell psicópata" (en referencia al ilustrador de las familias felices de Coca-Cola).
Autobiografía con recuerdos de filmaciones o un manual básico de autoayuda, por momentos el libro resulta desconcertante. ¿Cachorros moviendo la cola? En varios capítulos, Lynch se detiene sobre la manera en que captura sus ideas. "Me enamoro de una idea", escribe. "Muchas veces no sé lo que significa así que tengo que pensar en ella y llegar a un entendimiento."

¿Nunca le dan miedo sus ideas?
No. Cuando llegué por primera vez a Los Angeles me gustaba ir a un lugar llamado Bob's Big Boy, donde solía sentarme durante años a tomar un milkshake y pensar, y por más oscura que pareciera la idea, la seguridad volvía cuando entraba a ese sitio. Algo así pasa con la meditación.
Acompaña la charla con un movimiento de su mano derecha y un mechón cae de su peinado. Para Lynch el cine es un lenguaje singular, un medio mágico. Es como ingresar a otro mundo. Una mesa del Bob's Big Boy, una sala frente a un telón rojo o un bosque de abedules. Esa influencia se observa en el escritor japonés Haruki Murakami, para quien un bosque se convierte en la puerta a universos paralelos ( Kafka en la orilla ) y la mente, un pasillo con puertas cerradas ( Crónica del pájaro que da cuerda al mundo ).

"Es divertido crear esos mundos y tener una experiencia", continúa Lynch. "Vivimos en un mundo que a veces es mucho peor que cualquier cosa que podamos imaginar."

Hay un comercial que puede verse por You tube donde Lynch dice que "nunca, ni en un trillón de años", podrás tener la experiencia del cine desde un teléfono celular. Ahora, sentado a esta mesa, Lynch añade: "No sé realmente qué es lo que está pasando, pero hay una especie de transición". Considera que éste es un momento difícil. "Bajan las representaciones teatrales, la gente no va al cine. Se podrían aprovechar todos los elementos adecuados de los teatros para los filmes, elegir el sonido, la pantalla enorme: ahí podemos realmente meternos en otro mundo y tener una experiencia. En la pantalla pequeña, con un sonido horrible, es muy difícil lograrlo". Sin embargo asegura que el avance de la tecnología digital ( Imperio la filmó de este modo) permite una mayor experimentación por parte del realizador. "Estoy adorando el video digital", dice aunque sus amigos le reprochen la baja calidad de imagen. "La alta definición es una especie de ficción científica. Todo está demasiado claro", dice. Como en la tela, Lynch busca en sus filmes las sombras, la distorsión, el misterio.

En "Imperio" llegó a un nivel de abstracción que, podría decirse, niega el análisis. ¿Qué podemos esperar después?

Trataré de seguir investigando, de experimentar. Tras Imperio no sabemos, ni siquiera yo, qué esperar. Por ahora seguiré pintando.

¿Cómo definiría a un artista?
Como alguien que crea experiencias, para él y para otros. Es como un espectro. Hacer algo nuevo es como dar vida. Todo comienza con una idea, que son como burbujas que se crean y van subiendo. Así puedes atraparlas en un nivel superior, más profundo, con más información, más verdad. Se hace consciente lo inconsciente. En definitiva se trata de ser feliz. Mucha gente hace cosas, pero no para ser feliz sino por la recompensa posterior. Pero las ideas fluyen mejor cuando uno está feliz.

Lynch es el hombre que filmó esa mano extendida con los dedos separados de Lula (Laura Dern), en Corazón salvaje (1990), mientras un desagradable Bobby Perú (William Defoe) la obliga a decir fuck me . Y cuando lo dice, la deja (y nos deja) sin hacerle nada, con la sensación de haber asistido a una "violación verbal" (Chion). La referencia del nombre Bob atraviesa toda su filmografía. Sus pinturas. Todos, incluso el bien peinado Cooper, tenemos un Bob dentro, la representación del mal. "Siempre digo que las películas son historias y en ellas hay contrastes. En mis películas hay mucha oscuridad, pero también hay luz. El contraste es una condición humana", dice el director mientras el sol ingresa por un ventanal enorme.

Así es Lynch. Una colilla aplastada de American Spirit en el interior de una cajita de jabón con la inscripción "love".

David Lynch en Ñ

David Lynch en IMDB

24 de agosto de 2008

El marica / Abelardo Castillo


El mes pasado, subí un cuento de este escritor,titulado Macabeo. Me recomendaron el que les dejo a continuación. A pesar de ser sencillo, me gustó mucho.
Espero les guste. Gracias Karina!
Saludos
Estanis

El marica
Abelardo Castillo

Escuchame, César: yo no sé por dónde andarás ahora, pero cómo me gustaría que leyeras esto. Sí. Porque hay cosas, palabras, que uno lleva mordidas adentro, y las lleva toda la vida. Pero una noche siente que debe escribirlas, decírselas a alguien porque si no las dice van a seguir ahí, doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Y entonces yo siento que tengo que decírtelo. Escuchame.

Vos eras raro. Uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En la laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas delante de nosotros. A ellos les daba risa, y a mí también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada uno es como es. Y vos eras raro. Cuando entraste a primer año, venías de un colegio de curas; San Pedro debió de parecerte, no sé, algo así como Brobdignac. No te gustaba trepar a los árboles, ni romper faroles a cascotazos, ni correr carreras hacia abajo entre los matorrales de la barranca. Ya no recuerdo como fue. Cuando uno es chico, encuentra cualquier motivo para querer a la gente. Sólo recuerdo que de pronto éramos amigos y que siempre andábamos juntos. Una mañana hasta me llevaste a misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez, dijo con voz de flauta: “adiós los novios”. A vos se te puso la cara como fuego. Y yo me di vuelta, puteándolo, y le pegué tan tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que me lastimé la mano. Después, vos me la querías vendar. Me mirabas.

—Te lastimaste por mí, Abelardo.

Cuando hablaste sentí frío en la espalda: yo tenía mi mano entre las tuyas y tus manos eran blancas, delgadas. No sé. Demasiado blancas, demasiado delgadas.

—Soltame —dije.

A lo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo: tus manos y tus gestos y tu manera de moverte, de hablar. Yo ahora pienso que antes también lo entendía, y alguna vez lo dije: dije que todo eso no significaba nada, que son cuestiones de educación, de andar siempre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían y uno también, César, acaba riéndose. Acaba por reírse de macho que es.

Y pasa el tiempo y una noche cualquiera es necesario recordar, decirlo todo.

Fuimos inseparables. Hasta el día en que pasó aquello yo te quise de verdad. Oscura e inexplicablemente como quieren los que todavía están limpios. Me gustaba ayudarte. A la salida del colegio íbamos a tu casa y yo te enseñaba las cosas que no comprendías. Hablábamos. Entonces era fácil contarte, escuchar todo lo que a los otros se les calla. A veces me mirabas con una especie de perplejidad, con una mirada rara; la misma mirada, acaso, con la que yo no me atrevía a mirarte. Una tarde me dijiste:

—Sabés, te admiro.

No pude aguantar tus ojos; mirabas de frente, como los chicos y decías las cosas del mismo modo. Eso era.

—Es un marica.

—Déjense de macanas. Qué va a ser marica.

—Por algo lo cuidás tanto…

Y se reían. Y entonces daban ganas de decir que todos nosotros, juntos, no valíamos la mitad de lo que valía él, de lo que valías, pero en aquel tiempo la palabra era difícil, y la risa fácil. Y uno también acepta —uno también elige—, acaba por enroñarse, quiere la brutalidad de esa noche, cuando vino el negro y dijo me pasaron un dato. Me pasaron un dato, dijo, que por las quintas hay una gorda que cobra cinco pesos, vamos y de paso lo hacemos debutar al machón, al César. Y yo dije macanudo.

—César, esta noche vamos a dar una vuelta con los muchachos. Quiero que vengas.

—¿Con los muchachos?…

—Sí. Qué tiene.

—Y bueno, vamos.

Porque no sólo dije macanudo, sino que te llevé engañado. Y fuimos. Y vos te diste cuenta de todo cuando llegamos al rancho. La luna enorme, me acuerdo: alta entre los árboles.

—Abelardo, vos lo sabías.

—Callate y entrá.

—¡Lo sabías!

—Entrá, te digo.

El marido de la gorda, grandote como la puerta, nos miraba socarronamente. Dijo que eran cinco pesos. Cinco pesos por cabeza, pibes: siete por cinco treinta y cinco. Verle la cara a Dios, había dicho el negro. De la pieza salió un chico, tendría cuatro o cinco años. Moqueando, se pasaba el revés de la mano por la boca. Nunca me voy a olvidar de aquel gesto. Sus piecitos desnudos eran del mismo color que el piso de tierra.

El negro hizo punta. Yo sentía una cosa, una pelota en el estómago. No me atrevía a mirarte. Los demás hacían chistes brutales. Desacostumbradamente brutales, en voz de secreto. Estaban, todos estábamos asustados como locos. A Roberto le tembló el fósforo cuando me dio fuego.

—Debe estar sucia.

Después, el negro salió de la pieza y venía sonriendo. Triunfador. Abrochándose.

Nos guiñó un ojo.

—Pasa vos, Cacho.

—No, yo no. Yo después.

Entró el colorado, después Roberto. Y cuando salían, salían distintos. Salían no sé, salían hombres. Si, esa era la impresión que yo tenía.

Después entré yo. Y cuando salí, vos no estabas.

—¿Dónde está César?

No recuerdo si grité, pero quise gritar. Alguien me había contestado: disparó. Y el alemán —un ademán que pudo ser idéntico al del negro— se me heló en la punta de los dedos, en la cara, me lo borró el viento del patio, porque de pronto yo estaba fuera del rancho.

—Vos también te asustaste, pibe.

Tomando mate contra un árbol vi al marido de la gorda; el chico jugaba entre sus piernas.

—Qué me voy a asustar. Busco al otro, al que se fue.

—Agarró pa ayá —con la misma mano que sostenía la pava, señaló el sitio. Y el chico sonreía. El chico también dijo pa ayá.

Te alcancé frente al Matadero Viejo; quedaste arrinconado contra un cerco. Me mirabas. Siempre me mirabas.

—Lo sabías.

—Volvé.

—No puedo, Abelardo, te juro que no puedo.

—Volvé, ¡Animal!

—Por Dios que no puedo.

—Volvé o te llevo a patadas en el culo.

La luna grande, no me olvido, blanquísima luna de verano entre los árboles y tu cara de tristeza o de vergüenza, tu cara de pedirme perdón, a mí, tu hermosa cara iluminada, desfigurándose de pronto. Me ardía la mano. Pero había que golpear, lastimar, ensuciarte para olvidarme de aquella cosa, como una arcada, que me estaba atragantando.

—Bruto —dijiste—. Bruto de porquería. Te odio. Sos igual, sos peor que los otros.

Te llevaste la mano a la boca, igual que el chico cuando salía de la pieza. No te defendiste.

Cuando te ibas, todavía alcancé a decir:

—Maricón. Maricón de mierda.

Y después lo grité.

Escuchame, César. Es necesario que leas esto. Porque hay cosas que uno lleva mordidas, trampeadas en la vergüenza toda la vida, hay cosas por las que uno, a solas, se escupe la cara en el espejo. Pero de golpe, un día, necesita decirlas, confesárselas a alguien. Escuchame.

Aquella noche, al salir de la pieza de la gorda, yo le pedí, por favor, no se lo vaya a contar a los otros.

Porque aquella noche yo no pude. Yo tampoco pude.

14 de agosto de 2008

El conductor del rápido / Horacio Quiroga

Muy bueno! Espero les guste.Un abrazo
Estanis

El conductor del rápido
Horacio Quiroga

Desde 1905 hasta 1925 han ingresado en el Hospicio de las Mercedes 108 maquinistas atacados de alienación mental
Cierta mañana llegó al manicomio un hombre escuálido, de rostro macilento, que se tenía malamente en pie. Estaba cubierto de andrajos y articulaba tan mal sus palabras que era necesario descubrir lo que decía. Y, sin embargo, según afirmaba con cierto alarde su mujer al internarlo, ese maquinista había guiado su máquina hasta pocas horas antes.
En un momento dado de aquel lapso de tiempo, un señalero y un cambista alienados trabajaban en la misma línea y al mismo tiempo que dos conductores, también alienados.
Es hora, pues, dados los copiosos hechos apuntados, de meditar ante las actitudes fácilmente imaginables en que podría incurrir un maquinista alienado que conduce un tren.
Tal es lo que leo en una revista de criminología, psiquiatría y medicina legal, que tengo bajo mis ojos mientras me desayuno.
Perfecto. Yo soy uno de esos maquinistas. Más aun: soy conductor del rápido del Continental. Leo, pues, el anterior estudio con una atención también fácilmente imaginable.
Hombres, mujeres, niños, niñitos, presidentes y estabiloques: desconfiad de los psiquiatras como de toda policía. Ellos ejercen el contralor mental de la humanidad, y ganan con ello: ¡ojo! Yo no conozco las estadísticas de alienación en el personal de los hospicios; pero no cambio los posibles trastornos que mi locomotora con un loco a horcajadas pudiera discurrir por los caminos, con los de cualquier deprimido psiquiatra al frente de un manicomio.
Cumple advertir, sin embargo, que el especialista cuyos son los párrafos apuntados comprueba que 108 maquinistas y 186 fogoneros alienados en el lapso de veinte años, establecen una proporción en verdad poco alarmante: algo más de cinco conductores locos por año. Y digo ex profeso conductores refiriéndome a los dos oficios, pues nadie ignora que un fogonero posee capacidad técnica suficiente como para manejar su máquina, en caso de cualquier accidente fortuito.
Visto esto, no deseo sino que este tanto por ciento de locos al frente del destino de una parte de la humanidad, sea tan débil en nuestra profesión como en la de ellos.
Con lo cual concluyo en calma mi café, que tiene hoy un gusto extrañamente salado.
Esto lo medité hace quince días. Hoy he perdido ya la calma de entonces. Siento cosas perfectamente definibles si supiera a ciencia cierta qué es lo que quiero definir. A veces, mientras hablo con alguno mirándolo a los ojos, tengo la impresión de que los gestos de mi interlocutor y los míos se han detenido en extática dureza, aunque la acción prosigue; y que entre palabra y palabra media una eternidad de tiempo, aunque no cesamos de hablar aprisa.
Vuelvo en mí, pero no ágilmente, como se vuelve de una momentánea obnubilación, sino con hondas y mareantes oleadas de corazón que se recobra. Nada recuerdo de ese estado; y conservo de él, sin embargo, la impresión y el cansancio que dejan las grandes emociones sufridas.
Otras veces pierdo bruscamente el contralor de mi yo, y desde un rincón de la máquina, transformado en un ser tan pequeño, concentrado de líneas y luciente como un bulón octogonal, me veo a mí mismo maniobrando con angustiosa lentitud.
¿Qué es esto? No lo sé. Llevo 18 años en la línea. Mi vista continúa siendo normal. Desgraciadamente, uno sabe siempre de patología más de lo razonable, y acudo al consultorio de la empresa.

- Yo nada siento en órgano alguno -he dicho-, pero no quiero concluir epiléptico. A nadie conviene ver inmóviles las cosas que se mueven.

-¿Y eso?-me ha dicho el médico mirándome-. ¿Quién le ha definido esas cosas?

-Las he leído alguna vez-respondo-. Haga el favor de examinarme, le ruego.

-El doctor me examina el estómago, el hígado, la circulación y la vista, por descontado.

-Nada veo -me ha dicho-, fuera de la ligera depresión que acusa usted viniendo aquí... Piense poco, fuera de lo indispensable para sus maniobras, y no lea nada. A los conductores de rápidos no les conviene ver cosas dobles, y menos tratar de explicárselas.

-¿Pero no sería prudente -insisto- solicitar un examen completo a la empresa? Yo tengo una responsabilidad demasiado grande sobre mis espaldas para que me baste...

-...el breve examen a que lo he sometido, concluya usted. Tiene razón, amigo maquinista. Es no sólo prudente, sino indispensable hacerlo así. Vaya tranquilo a su examen; los conductores que un día confunden las palancas no suelen discurrir como usted lo hace.

Me he encogido de hombros a sus espaldas, y he salido más deprimido aún.
¿Para qué ver a los médicos de la empresa si por todo tratamiento racional me impondrán un régimen de ignorancia?
Cuando un hombre posee una cultura superior a su empleo, mucho antes que a sus jefes se ha hecho sospechoso a sí mismo. Pero si estas suspensiones de vida prosiguen, y se acentúa este ver doble y triple a través de una lejanísima transparencia, entonces sabré perfectamente lo que conviene en tal estado a un conductor de tren.
Soy feliz. Me he levantado al rayar el día, sin sueño ya y con tal conciencia de mi bienestar que mi casita, las calles, la ciudad entera me han parecido pequeñas para asistir a mi plenitud de vida. He ido afuera, cantando por dentro, con los puños cerrados de acción y una ligera sonrisa externa, como procede en todo hombre que se siente estimable ante la vasta creación que despierta.
Es curiosísimo cómo un hombre puede de pronto darse vuelta y comprobar que arriba, abajo, al este, al oeste, no hay más que claridad potente, cuyos iones infinitesimales están constituidos de satisfacción: simple y noble satisfacción que colma el pecho y hace levantar beatamente la cabeza.
Antes, no sé en qué remoto tiempo y distancia, yo estuve deprimido, tan pesado de ansia que no alcanzaba a levantarme un milímetro del chato suelo. Hay gases que se arrastran así por la baja tierra sin lograr alzarse de ella, y rastrean asfixiado porque no pueden respirar ellos mismos.
Yo era uno de esos gases. Ahora puedo erguirme sólo, sin ayuda de nadie, hasta las más altas nubes. Y si yo fuera hombre de extender las manos y bendecir, todas las cosas y el despertar de la vida proseguirían su rutina iluminada, pero impregnadas de mí: ¡Tan fuerte es la expansión de la mente en un hombre de verdad!
Desde esta altura y esta perfección radial me acuerdo de mis miserias y colapsos que me mantenían a ras de tierra, como un gas. ¿Cómo pudo esta firme carne mía y esta insolente plenitud de contemplar, albergar tales incertidumbres, sordideces, manías y asfixias por falta de aire?
Miro alrededor, y estoy solo, seguro, musical y riente de mi armónico existir. La vida, pesadísima tractora y furgón al mismo tiempo, ofrece estos fenómenos: una locomotora se yergue de pronto sobre sus ruedas traseras y se halla a la luz del sol.
¡De todos lados! ¡Bien erguida y al sol!.
¡Cuán poco se necesita a veces para decidir de un destino: a la altura henchida, tranquila y eficiente, o a ras del suelo como un gas!
Yo fui ese gas. Ahora soy lo que soy, y vuelvo a casa despacio y maravillado.
He tomado el café con mi hija en las rodillas, y en una actitud que ha sorprendido a mi mujer.

-Hace tiempo que no te veía así -me dice con su voz seria y triste.

-Es la vida que renace -le he respondido-. ¡Soy otro, hermana!

-Ojalá estés siempre como ahora -murmura.

-Cuando Fermín compró su casa, en la empresa nada le dijeron. Había una llave de más.

-¿Qué dices? -pregunta mi mujer levantando la cabeza. Yo la miro, más sorprendido de su pregunta que ella misma, y respondo:

-Lo que te dije: ¡qué seré siempre así!

Con lo cual me levanto y salgo de nuevo.

Por lo común, después de almorzar paso por la oficina a recibir órdenes y no vuelvo a la estación hasta la hora de tomar servicio. No hay hoy novedad alguna, fuera de las grandes lluvias. A veces, para emprender ese camino, he salido de casa con inexplicable somnolencia; y otras he llegado a la máquina con extraño anhelo.
Hoy lo hago todo sin prisa, con el reloj ante el cerebro y las cosas que debía ver, radiando en su exacto lugar.
En esta dichosa conjunción del tiempo y los destinos, arrancamos. Desde media hora atrás vamos corriendo el tren 248. Mi máquina, la 129. En el bronce de su cifra se reflejan al paso los pilares del andén. Perendén.
Yo tengo 18 años de servicio, sin una falta, sin una pena, sin una culpa. Por esto el jefe me ha dicho al salir:

-Van ya dos accidentes en este mes, y es bastante. Cuide del empalme 3, y pasado él ponga atención en la trocha 296-315. Puede ganar más allá el tiempo perdido. Sé que podemos confiar en su calma, y por eso se lo advierto. Buena suerte, y enseguida de llegar informe del movimiento.

¡Calma! ¡Calma! ¡No es preciso, oh, jefes que recomendéis calma a mi alma! Yo puedo correr el tren con los ojos vendados, y el balasto está hecho de rayas y no de puntos, cuando pongo mi calma en la punta del miriñaque a rayar el balasto! Lascazes no tenía cambio para pagar los cigarrillos que compró en el puente...

Desde hace un rato presto atención al fogonero que palea con lentitud abrumadora. Cada movimiento suyo parece aislado, como si estuviera constituido de un material muy duro. ¿Qué compañero me confió la empresa para salvar el empal...

-¡Amigo! -le grito-. ¿Y ese valor? ¿No le recomendó calma el jefe? El tren va corriendo como una cucaracha.

-¿Cucaracha? -responde él-. Vamos bien a presión... y con dos libras más. Este carbón no es como el del mes pasado.

-¡Es que tenemos que correr, amigo! ¿Y su calma? ¡La mía, yo sé dónde está!

-¿Qué?-murmura el hombre.

-El empalme. Parece que allí hay que palear de firme. Y después, del 296 al 315.

-¿Con estas lluvias encima? -objeta el timorato.

-El jefe... ¡Calma! En 18 años de servicio no había yo comprendido el significado completo de esta palabra. ¡Vamos a correr a 110, amigo!

-Por mí... -concluye mi hombre, ojeándome un buen momento de costado.

¡Lo comprendo! ¡Ah, plenitud de sentir en el corazón, como un universo hecho exclusivamente de luz y fidelidad, esta calma que me exalta! ¡Qué es sino un mísero, diminuto y maniatado ser por los reglamentos y el terror, un maquinista de tren del cual se pretendiera exigir calma al abordar un cierto empalme! No es el mecánico azul, con gorra, pañuelo y sueldo, quien puede gritar a sus jefes: ¡La calma soy yo! ¡Se necesita ver cada cosa en el cenit, aisladísimo en su existir! ¡Comprenderla con pasmada alegría! ¡Se necesita poseer un alma donde cada cual posee un sentido, y ser el factor inmediato de todo lo sediento que para ser aguarda nuestro contacto! ¡Ser yo!
Maquinista. Echa una ojeada afuera. La noche es muy negra. El tren va corriendo con su escalera de reflejos a la rastra, y los remaches del ténder están hoy hinchados. Delante, el pasamano de la caldera parte inmóvil desde el ventanillo y ondula cada vez más, hasta barrer en el tope la vía de uno a otro lado.
Vuelvo la cabeza adentro: en este instante mismo el resplandor del hogar abierto centellea todo alrededor del sweater del fogonero, que está inmóvil. Se ha quedado inmóvil con la pala hacia atrás, y el sweater erizado de pelusa al rojo blanco.

-¡Miserable! ¡Ha abandonado su servicio! -rujo lanzándome del arenero.

Calma espectacular. ¡En el campo, por fin, fuera de la rutina ferroviaria!

Ayer, mi hija moribunda. ¡Pobre hija mía! Hoy, en franca convalecencia. Estamos detenidos junto al alambrado viendo avanzar la mañana dulce. A ambos lados del cochecito de nuestra hija, que hemos arrastrado hasta allí, mi mujer y yo miramos en lontananza, felices.

-Papá, un tren -dice mi hija extendiendo sus flacos dedos que tantas noches besamos a dúo con su madre.

-Sí, pequeña -afirmo-. Es el rápido de las 7.45.

-¡Qué ligero va, papá! -observa ella.

-¡Oh!, aquí no hay peligro alguno; puede correr. Pero al llegar al em...

Como en una explosión sin ruido, la atmósfera que rodea mi cabeza huye en velocísimas ondas, arrastrando en su succión parte de mi cerebro, y me veo otra vez sobre el arenero, conduciendo mi tren.
Sé que algo he hecho, algo cuyo contacto multiplicado en torno de mí me asedia, y no puedo recordarlo. Poco a poco mi actitud se recoge, mi espalda se enarca, mis uñas se clavan en la palanca... y lanzo un largo, estertoroso maullido!
Súbitamente entonces, en un ¡trae! y un lívido relámpago cuyas conmociones venía sintiendo desde semanas atrás, comprendo que me estoy volviendo loco.
¡Loco! ¡Es preciso sentir el golpe de esta impresión en plena vida, y el clamor de suprema separación, mil veces peor que la muerte, para comprender el alarido totalmente animal con que el cerebro aúlla el escape de sus resortes!
¡Loco, en este instante, y para siempre! ¡Yo he gritado como un gato! ¡He maullado! ¡Yo he gritado como un gato!

-¡Mi calma, amigo! ¡Esto es lo que yo necesito!... ¡Listo, jefes!

Me lanzo otra vez al suelo.

-¡Fogonero maniatado! -le grito a través de su mordaza-. ¡Amigo! ¿Usted nunca vio un hombre que se vuelve loco? Aquí está: ¡Prrrrr!...

"Porque usted es un hombre de calma, le confiamos el tren. ¡Ojo a la trocha 4004! Gato". Así dijo el jefe.

-¡Fogonero! ¡Vamos a palear de firme, y nos comeremos la trocha 29000000003!

Suelto la mano de la llave y me veo otra vez, oscuro e insignificante, conduciendo mi tren. Las tremendas sacudidas de la locomotora me punzan el cerebro: estamos pasando el empalme 3.
Surgen entonces ante mis pestañas mismas las palabras del psiquiatra:

"...las actitudes fácilmente imaginables en que podría incurrir un maquinista alienado que conduce su tren..."

¡Oh! Nada es estar alienado. ¡Lo horrible es sentirse incapaz de contener, no un tren, sino una miserable razón humana que huye con sus válvulas sobrecargadas a todo vapor! ¡Lo horrible es tener conciencia de que este último quilate de razón se desvanecerá a su vez, sin que la tremenda responsabilidad que se esfuerza sobre ella alcance a contenerlo! ¡Pido sólo una hora! ¡Diez minutos nada más! Porque de aquí a un instante... ¡Oh, si aún tuviera tiempo de desatar al fogonero y de enterarlo!...

-¡Ligero! ¡Ayúdeme usted mismo!...

Y al punto de agacharme veo levantarse la tapa de los areneros y a una bandada de ratas volcarse en el hogar.
¡Malditas bestias... me van a apagar los fuegos! Cargo el hogar de carbón, sujeto al timorato sobre un arenero y yo me siento sobre el otro.

-¡Amigo! -le grito con una mano en la palanca y la otra en el ojo-: cuando se desea retrasar un tren, se busca otros cómplices, ¿eh? ¿Qué va a decir el jefe cuando lo informe de su colección de ratas? Dirá: ojo a la trocha mm... millón! ¿Y quién la pasa a 113 kilómetros? Un servidor. Pelo de castor. ¡Este soy yo! Yo no tengo más que certeza delante de mí, y la empresa se desvive por gentes como yo. ¿Qué es usted?, dicen. ¡Actitud discreta y preponderancia esencial!, respondo yo. ¡Amigo! ¡Oiga el temblequeo del tren!... Pasamos la trocha...

¡Calma, jefes! No va a saltar, yo lo digo... ¡Salta, amigo, ahora lo veo! Salta...

¡No saltó! ¡Buen susto se llevó usted, míster! ¿Y por qué?, pregunté. ¿Quién merece sólo la confianza de sus jefes?, pregunté. ¡Pregunte, estabiloque del infierno, o le hundo el hurgón en la panza!

-Lo que es este tren -dice el jefe de la estación mirando el reloj- no va a llegar atrasado. Lleva doce minutos de adelanto.

Por la línea se ve avanzar al rápido como un monstruo tumbándose de un lado a otro, avanzar, llegar, pasar rugiendo y huir a 110 por hora.

-Hay quien conoce -digo yo al jefe pavoneándome con las manos sobre el pecho -hay quien conoce el destino de ese tren.

-¿Destino? -se vuelve el jefe al maquinista-. Buenos Aires, supongo...

El maquinista ya sonríe negando suavemente, guiña un ojo al jefe de estación y levanta los dedos movedizos hacia las partes más altas de la atmósfera.
Y tiro a la vía el hurgón, bañado en sudor: el fogonero se ha salvado.
Pero el tren, no. Sé que esta última tregua será más breve aun que las otras. Si hace un instante no tuve tiempo -¡no material: mental!- para desatar a mi asistente y confiarle el tren, no lo tendré tampoco para detenerlo... Pongo la mano sobre la llave para cerrarla-arla ¡eluf eluf!, amigo ¡Otra rata!
Último resplandor... ¡Y qué horrible martirio! ¡Dios de la razón y de mi pobre hija! ¡Concédeme tan sólo tiempo para poner la mano sobre la palanca-blancapiribanca, ¡miau! El jefe de la estación ante terminal tuvo apenas tiempo de oír al conductor del rápido 248, que echado casi fuera de la portezuela le gritaba con acento que nunca aquél ha de olvidar:

-¡Deme desvío!...

Pero lo que descendió luego del tren, cuyos frenos al rojo habíanlo detenido junto a los paragolpes del desvío; lo que fue arrancado a la fuerza de la locomotora, entre horribles maullidos y debatiéndose como una bestia, eso no fue por el resto de sus días sino un pingajo de manicomio. Los alienistas opinan que en la salvación del tren -y 125 vidas- no debe verse otra cosa que un caso de automatismo profesional, no muy raro, y que los enfermos de este género suelen recuperar el juicio.

Nosotros consideramos que el sentimiento del deber, profundamente arraigado en una naturaleza de hombre, es capaz de contener por tres horas el mar de demencia que lo está ahogando. Pero de tal heroísmo mental, la razón no se recobra.

11 de agosto de 2008

Franz Kafka / Dos cuentos cortos

Les dejo dos cuenos cortos del excelente escritor checoslovaco. Aunque su especialidad no eran los cuentos, a mi me gustaron por su simplicidad y dignificado. Pronto colocaré la biografía.
Saludos
Estanis


Ante la ley
Franz Kafka

Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.
-Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora.

La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:

-Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.

El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.

Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:

-Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.

Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.

-¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable.

-Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?

El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:

-Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla

El viejo manuscrito
Franz Kafka

Podría decirse que el sistema de defensa de nuestra patria adolece de serios defectos. Hasta el momento no nos hemos ocupado de ellos sino de nuestros deberes cotidianos; pero algunos acontecimientos recientes nos inquietan.

Soy zapatero remendón; mi negocio da a la plaza del palacio imperial. Al amanecer, apenas abro mis ventanas, ya veo soldados armados, apostados en todas las bocacalles que dan a la plaza. Pero no son soldados nuestros; son, evidentemente, nómades del Norte. De algún modo que no llego a comprender, han llegado hasta la capital, que, sin embargo, está bastante lejos de las fronteras. De todas maneras, allí están; su número parece aumentar cada día.

Como es su costumbre, acampan al aire libre y rechazan las casas. Se entretienen en afilar las espadas, en aguzar las flechas, en realizar ejercicios ecuestres. Han convertido esta plaza tranquila y siempre pulcra en una verdadera pocilga. Muchas veces intentamos salir de nuestros negocios y hacer una recorrida para limpiar por lo menos la basura más gruesa; pero esas salidas se tornan cada vez más escasas, porque es un trabajo inútil y corremos, además, el riesgo de hacernos aplastar por sus caballos salvajes o de que nos hieran con sus látigos.

Es imposible hablar con los nómades. No conocen nuestro idioma y casi no tienen idioma propio. Entre ellos se entienden como se entienden los grajos. Todo el tiempo se escucha ese graznar de grajos. Nuestras costumbres y nuestras instituciones les resultan tan incomprensibles como carentes de interés. Por lo mismo, ni siquiera intentan comprender nuestro lenguaje de señas. Uno puede dislocarse la mandíbula y las muñecas de tanto hacer ademanes; no entienden nada y nunca entenderán. Con frecuencia hacen muecas; en esas ocasiones ponen los ojos en blanco y les sale espuma por la boca, pero con eso nada quieren decir ni tampoco causan terror alguno; lo hacen por costumbre. Si necesitan algo, lo roban. No puede afirmarse que utilicen la violencia. Simplemente se apoderan de las cosas; uno se hace a un lado y se las cede.

También de mi tienda se han llevado excelentes mercancías. Pero no puedo quejarme cuando veo, por ejemplo, lo que ocurre con el carnicero. Apenas llega su mercadería, los nómades se la llevan y la comen de inmediato. También sus caballos devoran carne; a menudo se ve a un jinete junto a su caballo comiendo del mismo trozo de carne, cada cual de una punta. El carnicero es miedoso y no se atreve a suspender los pedidos de carne. Pero nosotros comprendemos su situación y hacemos colectas para mantenerlo. Si los nómades se encontraran sin carne, nadie sabe lo que se les ocurriría hacer; por otra parte, quien sabe lo que se les ocurriría hacer comiendo carne todos los días.

Hace poco, el carnicero pensó que podría ahorrarse, al menos, el trabajo de descuartizar, y una mañana trajo un buey vivo. Pero no se atreverá a hacerlo nuevamente. Yo me pasé toda una hora echado en el suelo, en el fondo de mi tienda, tapado con toda mi ropa, mantas y almohadas, para no oír los mugidos de ese buey, mientras los nómades se abalanzaban desde todos lados sobre él y le arrancaban con los dientes trozos de carne viva. No me atreví a salir hasta mucho después de que el ruido cesara; como ebrios en torno de un tonel de vino, estaban tendidos por el agotamiento, alrededor de los restos del buey.

Precisamente en esa ocasión me pareció ver al emperador en persona asomado por una de las ventanas del palacio; casi nunca sale a las habitaciones exteriores y vive siempre en el jardín más interior, pero esa vez lo vi, o por lo menos me pareció verlo, ante una de las ventanas, contemplando cabizbajo lo que ocurría frente a su palacio.

-¿En qué terminará esto? -nos preguntamos todos-. ¿Hasta cuando soportaremos esta carga y este tormento? El palacio imperial ha traído a los nómadas, pero no sabe cómo hacer para repelerlos. El portal permanece cerrado; los guardias, que antes solían entrar y salir marchando festivamente, ahora están siempre encerrados detrás de las rejas de las ventanas. La salvación de la patria sólo depende de nosotros, artesanos y comerciantes; pero no estamos preparados para semejante empresa; tampoco nos hemos jactado nunca de ser capaces de cumplirla. Hay cierta confusión, y esa confusión será nuestra ruina.