30 de abril de 2010

Abelardo Castillo: "La verdad, esté donde esté"

En este post, les dejo lo escrito por Abelardo Castillo en vistas de los 50 años de la muerte del gran escritor argelino, Albert Camus. Por otra parte, si no leyeron nada del autor, les recomiendo "El extranjero" y "La peste".
Saludos!

"Lo que falta hoy son hombres terriblemente éticos, que no hagan ninguna concesión", dice Castillo al hablar del legado de Albert Camus, de cuya muerte se cumplen 50 años. El gran escritor nacido en Argelia, narrador, dramaturgo y ensayista, fue una figura central para la generación del escritor argentino, que publicó en su revista la polémica Camus-Sartre.

La lluvia contiene el aliento con paciencia de francotirador. Es una de esas noches previas a la Navidad en Buenos Aires –sobre mugrosa, mojada– y en calles no lejanas se duerme y se muere entre cartones que envolvieron baratijas venidas de Taiwán. El absurdo del mundo acecha, como dice Camus, "a la vuelta de cualquier esquina", y el calor evoca vaticinios de fin del mundo, parece imponer a los seres humanos de su destino colectivo, de su inescapable historicidad: la certeza de que finalmente todos –los de la sartén por el mango y los que han vivido y sufrido para echar en ella los frutos de la tierra, y los que han recibido las sobras del banquete, y los que han mirado hacia otra parte– nos coceremos en el mismo caldo recalentado. Y sin embargo, ventanas adentro, hay todavía la posibilidad de un ámbito sereno, un estudio pulcro y ordenado, con sus cuatro paredes barrocamente recubiertas por el tesoro de los libros venerables y queridos, donde un escritor cita de memoria y casi sin error un párrafo de El mito de Sísifo, el famoso ensayo de 1942 en el que Albert Camus fundamentaba su filosofía del absurdo: "Suele suceder que los decorados se derrumben. Levantarse, tomar el tranvía, cuatro horas de oficina o de fábrica, la comida, el tranvía, cuatro horas de trabajo, la cena, el sueño y lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado con el mismo ritmo, es una ruta que se sigue fácilmente durante la mayor parte del tiempo. Pero un día..."

Seguramente es ya un "derrumbe de los decorados" lo que a su manera oscura prefiguraba el genio de Kafka en 1915 (cuando Camus era apenas un pichón de pied noir) y que podría colocarse, con toda naturalidad, a continuación de aquella cláusula del "pero un día": "[Pero] una mañana, Gregor Samsa despertó de un sueño intranquilo y se encontró convertido en un enorme insecto".

Y el hombre que día tras día se levanta y toma el tranvía podría ser el mismo que, antes y después de El mito de Sísifo, despojaba Beckett de todo menos la remota nostalgia de un sentido: "[Pero] el sol brillaba, no teniendo otra alternativa, sobre lo nada nuevo" (Murphy, 1938); "[Pero] pronto, a pesar de todo, estaré por fin completamente muerto" (Malone muere, 1952). Ese reconocimiento atraviesa toda la cultura de nuestra época.

Pero, pero, pero... pocos, entre nosotros, han hecho tan explícitamente suyo ese "pero" como Abelardo Castillo, quien en 1961 –apenas un año después de la muerte "absurda" de Albert Camus en un accidente automovilístico el 4 de enero de 1960– incluía en su primer volumen de cuentos, Las otras puertas, el memorable relato "Also sprach el señor Núñez" (clara alusión al Nietzsche que hay detrás de todo Camus bien leído), el cual arranca precisamente así:
"Pero un lunes, sin aviso previo, Núñez llegó a la Pirotecnia con una valija, o tal vez era un baúl grandioso, descomunal, pasó por la portería a las diez y media, no marcó tarjeta, no subió al guardarropa. Abrió la puerta vaivén de un puntapié y dijo:
–Buen día, miserables."
"Lo que está antes del 'pero' es la frase de Camus –declara Castillo en la calma de su estudio, en la vieja casa donde él y su pareja, Sylvia Iparraguirre, han construido un doble refugio de vida en común y escrituras solitarias–; frase que yo todavía no había leído, eso es lo curioso, pero que sentía con mucha fuerza. Es la irrupción del absurdo, dice Camus: 'Pero un día surge el por qué y todo comienza con esa lasitud teñida de asombro'. Es como si en ese momento, con ese movimiento de la conciencia, cambiara todo. También es el momento en que se empieza a ser consciente del tiempo y de la propia precariedad."

Los argelinos
Venir a hablar de Camus con Abelardo Castillo no es una arbitrariedad impuesta por la efeméride o por el ingenio contorsionista de un editor a la caza de un "tratamiento periodístico". Camus murió hace cincuenta años y, aquí y ahora, cuando su nombre parece haber dejado de acudir a los labios de quienes enumeran influencias, hay pocas memorias tan lúcidas como la del autor de El que tiene sed y Crónica de un iniciado a las que apelar en busca de una visión especular de aquello que, desde mediados del siglo XX, marcó debates políticos y culturales decisivos a ambos lados del Atlántico. Si de efemérides se trata, poco antes y poco después de la muerte de Camus se concentran, para Castillo, algunas fechas decisivas. En 1959 era premiado con la publicación y representación de su primera obra teatral, El otro Judas (donde el tema de la traición y la culpa pone en acto la cuestión de la responsabilidad individual, tema tan afín a los del existencialismo y el propio Camus); ese mismo año fundó junto con Arnoldo Liberman, Humberto Constantini y otros la revista de literatura El Grillo de Papel, de la que llegaron a aparecer seis números antes de que, en 1960, el gobierno de Arturo Frondizi la prohibiera por su clara filiación marxista. En 1961, Castillo reincidió al fundar –junto con Liliana Heker– la revista El Escarabajo de Oro, que aparecería hasta 1974 y que llegó a ser una de las publicaciones más influyentes y representativas de aquella época, como en la década anterior lo había sido Contornos. El escarabajo de oro puso en circulación textos de Miguel Angel Asturias, Cortázar, Carlos Fuentes, Juan Goytisolo, Beatriz Guido, Augusto Roa Bastos, Ernesto Sabato, Dalmiro Sáenz; y dio por primera vez espacio a Liliana Heker, Ricardo Piglia, Miguel Briante, Alejandra Pizarnik, Haroldo Conti. En el marco de la "Biblioteca El Escarabajo de Oro", en 1964, Castillo y Heker editaron en un volumen hoy casi inhallable la famosa Polémica Sartre/Camus que había tenido lugar en 1951 en Les Temps Modernes, dirigida por Sartre, a raíz de una crítica a El hombre rebelde de Camus escrita por Francis Jeanson, y que por el 53 o el 54 Castillo había leído en las páginas de Capricornio, otra revista mítica que supo dirigir Bernardo Kordon.

"Mi primera lectura de Camus fue casi simultánea con el descubrimiento de Sartre –dice Castillo–. Yo tenía 18 o 19 años, y con un amigo de San Pedro leíamos la polémica Sartre/Camus a la sombra de un árbol. Lo que da la medida de la irradiación que tenían esos nombres en esa época. Porque no es Buenos Aires, no es el Petit Café o El Aguila donde estaban los existencialistas, o la Facultad de Filosofía; es un pueblo de la provincia de Buenos Aires que no se caracteriza por sus relaciones con la filosofía contemporánea. Eso llegaba casi a todos lados de una manera muy inmediata, se publicaban ciertas cosas en Francia y acá salían en las revistas literarias. Sartre me llevaba treinta años, y Camus veintitantos, pero uno los sentía como a sus contemporáneos. Esa cercanía empieza con la generación de Contorno, tal vez los primeros lectores de Sartre aquí, aunque ellos tomaron más el Sartre de la noción del compromiso en literatura, cosa que a mí nunca me interesó demasiado. Yo me interesé en la filosofía existencialista, en el Sartre posterior, que relee la noción de compromiso. Con él aprendí a pensar, y saqueé sus libros porque quería esa influencia. La influencia de Camus, por lo menos en mí, fue menor que la de Sartre; pero por una razón paradojal. Es como si yo ya hubiera venido influido por Camus. No necesitaba su influencia, porque su visión del mundo era algo que me era constitutivo. Pertenecía a mi propia experiencia. Hoy citaba Sylvia (Iparraguirre) ese pasaje de El primer hombre en que el narrador habla de su padre: 'Lo que odiaban de él era el argelino'. Es algo que yo he sentido muy fuertemente dentro de la intelectualidad de Buenos Aires. Siempre me sentí como una especie de argelino, uno venido de afuera, que se las arregla como puede.

La edición de la polémica por El Escarabajo de Oro, además de las cartas de Camus a Sartre y de Sartre a Camus, reponía la reseña crítica de Jeanson y un epílogo de éste a la controversia, cuyo detonante fue la reacción de Camus a las críticas recibidas por su libro y que marcó el distanciamiento de esas dos personalidades de la cultura francesa. Además, incluía el texto que años más tarde dedicaría Sartre a la memoria del antiguo amigo y camarada y que se reproduce en estas páginas (véase "El cartesiano del absurdo"). "Siempre se le ha criticado a Camus, sobre todo en su último año, la ruptura con la llamada 'izquierda'. Camus se atrevió a decir cosas que en ese momento yo también criticaba –confiesa Castillo– porque entonces quería estar más cerca de Sartre, aunque espiritualmente me sentía más cerca de Camus. Llegó a decir: 'Si la verdad estuviera a la derecha, yo iría a buscarla ahí'. Era una especie de blasfemia, en el mundo de la posguerra, en el mundo de Sartre, decir eso. Pero es de la mayor lucidez, porque las verdades están en cualquier parte y hay que ir a buscarlas donde estén, no de acuerdo con un presupuesto ideológico previo. Lo que separa a Camus de Sartre no es en absoluto la filosofía o su relación con el mundo o su actitud ante la vida; es una cuestión meramente política. La discusión de ellos pasa por esto: ¿era prudente o no hablar entonces de los campos de concentración soviéticos? Ese era el nudo de la cuestión."

Para el 64, el editor de El Escarabajo de Oro ya no era el adolescente que quería dejarse influir por la irradiación del pensamiento sartreano, y a la hora de rescatar la discusión entre Camus y Sartre en su propia revista podía ver un anuncio de sus propias controversias: "En el 59 o 60 se desata la polémica mía con Héctor Agosti. Lo que se discutía era si era razonable y conveniente discutir con el Partido Comunista en ese momento, cuando era perseguido; si era hacerle el juego a la derecha o no. Esa polémica la publiqué tiempo después, en un libro que se llama Discusión crítica a 'La crisis del marxismo', porque en ese momento, aunque Liberman decía que había que publicarla y que las verdades deben ser dichas en el momento, yo sostenía que no era oportuno, digamos, porque era como darle a la derecha una herramienta servida en bandeja. Discusión permanente de los intelectuales argentinos, que no necesitan ser sólo argentinos ni sólo intelectuales. Todos estábamos como cargados de responsabilidad; no estaría mal que volviera un poco eso porque dan escalofríos, hoy, la falsa responsabilidad y la banalización de las ideas".

Es posible que Camus necesitara librarse de la enorme sombra proyectada por Sartre a su alrededor. Castillo señala ese párrafo de El mito de Sísifo donde Camus habla del absurdo como "lo inhumano" que "también los hombres segregan": "Este malestar ante la inhumanidad del hombre mismo, esta caída incalculable ante la imagen de lo que somos, esta 'náusea', como la llama un autor de nuestros días, es también lo absurdo". "Es notable –dice Castillo– que en este libro se cite con nombre y apellido a Malraux, a Jaspers, a Husserl, a Heidegger, a Kierkegaard, y que a su amigo Sartre no lo haya nombrado. Decir 'náusea' es decir Sartre; pero todo lo que nosotros buscábamos acá, ser sartreanos, ser existencialistas ateos, ser camuseanos..., a Camus parece que le molestaba mucho. Sin duda el peso de Sartre debe haber sido en Francia más o menos como el peso de Borges en la Argentina o el de Neruda en Chile. Y Camus era un hombre demasiado singular, que no tenía ningún interés en que lo confundieran con los otros, que no quería parecerse a nadie."

"No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio", escribió Camus. La radicalidad de la declaración que inicia El mito de Sísifo tenía que tener necesariamente un eco en el espíritu afín de Castillo. "La irrupción de Camus en mi generación –dice el escritor argentino–, es a partir de ese libro. Pero uno de los errores de interpretación más frecuentes al leerlo es decir que se trata de una especie de exaltación del suicido, o una defensa del suicidio, cuando es todo lo contrario. Lo que Camus se proponía era mostrar que, pese a que tal vez la vida no merece ser vivida, la elección de la vida es un acto de soberana libertad. Como él señala, casi nunca los grandes pensadores pesimistas, los que han abominado de la vida, se han matado. El caso típico es Schopenhauer; también podríamos mencionar a Cioran. Y sí suelen matarse los grandes amadores de la vida. Esa canción que dice: 'Gracias a la vida / que me ha dado tanto' fue escrita por una suicida. Maiacovsky, el gran exaltador de la vida, termina matándose. Es el que idealiza el mundo el que va a sufrir la desilusión más terrible. Lo que Camus hace es demostrar las razones por las que un hombre debe vivir. Y a su manera lo consigue."

Si Sartre definió a Camus como un cartesiano de la moral, no deja de haber en ello –aun en el marco del panegírico– un señalamiento crítico. Aunque Sartre estaba en desacuerdo con los maoístas, en cierto momento juzgó oportuno poner su prestigio de ese lado. "Camus nunca hubiera hecho eso porque Camus necesitaba que la verdad fuera un absoluto –dice Castillo–. Tal vez era más ingenuo en ese sentido, y mucho menos práctico. Pero creo que ése es el gran legado de Camus. Porque lo que nos falta hoy son hombres terriblemente éticos que no hagan ninguna concesión, que vayan a buscar la verdad adonde esté, no en el eslogan o en la ideología previa".

Un poco de literatura
Si se trata del contacto primordial entre el escritor Camus y el lector Castillo, en términos más estrictamente literarios, las opiniones de Castillo tienen la misma contundencia que los debates ideológicos. "Lo primero de Camus que me dio vuelta del revés fue Calígula. Sigo creyendo que es una de las tres o cuatro grandes obras de teatro del siglo XX junto con Galileo Galilei de Brecht, El diablo y Dios de Sartre y alguna más, y de las más grandes entre las piezas de corte histórico. Contiene todos los grandes temas de Camus. En la última escena de mi obra Israfel, cuando Israfel frente al espejo tira la botella, no hace falta ser un lince para darse cuenta de que hay una influencia poderosa del Calígula de Camus, que dice frente al espejo: 'estoy vivo todavía'. Esa última frase es como la corporización del mito de La peste, por entonces aún no escrita. Es la peste que siempre está latente, dispuesta a surgir en cualquier momento. Cuando Camus le hace decir a Calígula 'estoy vivo todavía', en realidad está haciendo hablar a lo que Calígula significa en la pieza; es decir: 'yo soy la peste'. Después cayó en mis manos El extranjero, que no es el libro de Camus que más me gusta. Siempre me ha gustado mucho más La caída. El extranjero revolucionó las letras de su tiempo, pero entonces yo ya había leído La náusea y no podía dejar de cotejarlo: sentía que La náusea era mucho más poderoso. Sin embargo, hoy no sabría decir cuál de los dos escritores era mejor creador literario, porque para juzgar a Camus tenés que leer no sólo El extranjero sino también La caída, La peste, los relatos de El exilio y el reino, y sobre todo la obra que se encuentra después de la muerte de Camus, El primer hombre, que para mí es su mejor obra, de alguna manera mejorada por el hecho de que Camus no la pudo terminar. Camus tenía tendencia a ornamentar demasiado, y eso se nota en su prosa ensayística. Pienso que obras como El primer hombre, como Calígula o La caída se escriben muy rara vez en la historia".

Castillo prepara hoy, bajo el título de Desconsideraciones, una edición de sus propios ensayos que no casualmente incluirá un texto suyo sobre Camus, "El argelino silencioso". El texto busca en la muerte de Camus las claves para leer su vida y su obra: "Cuando Camus, absurdamente, se mató en un accidente automovilístico tenía 46 años. Absurdamente: escribir que esta muerte prematura fue absurda no es intercalar un adverbio emotivo, sino aceptar las leyes del mundo espiritual de Camus. En un universo absurdo, la muerte, si no se la ha elegido, es una contingencia tan irrazonable como la vida. [ ...] Justamente por absurda, la muerte de Camus se constituyó como destino. Cuando tenía treinta años, escribió: 'Existe un hecho evidente que parece enteramente moral: un hombre es siempre presa de sus verdades. Una vez que las reconoce no puede apartarse de ellas. No hay más remedio que pagarlas'. Tuberculoso desde la adolescencia, sobreviviente de la miseria africana, de la guerra, del suicidio –escribió un libro entero para justificar el no matarse y exaltar la esperanza en un mundo que afirma la desesperación y niega la vida–, parecía inmunizado contra la muerte. Sólo podía matarlo el azar. Pero, si es cierto que siempre pagamos por nuestras verdades, el azar es una forma secreta del destino. 'Mi obra no ha comenzado', solía decir. En Estocolmo, en su discurso ante la academia sueca, se describió a sí mismo como un hombre 'cuya obra está todavía en el telar'. Se tiene la tentación de creerle. El extranjero, La peste, La caída, unas pocas piezas de teatro, de las cuales sólo una (Calígula) puede ser considerada definitiva, algunos relatos y ensayos impecablemente escritos, conforman la obra total de Camus", escribe Castillo, en consonancia con la invitación de Sartre, que afirmaba: "Habrá que aprender a ver esta obra mutilada como una obra total".

Camus Básico
Mondovi (Argelia), 1913 - Villeblerin (Francia), 1960.
Escritor

Vivió su infancia y juventud en Argelia, experiencia que dominó su pensamiento y su literatura. En 1940 se instaló en París donde encontró trabajo como periodista. Con la publicación de El extranjero y del ensayo El mito de Sísifo, obras que reflejan la influencia que sobre él tuvo el existencialismo, su nombre comenzó a cobrar peso en los círculos intelectuales franceses. Su obra refleja la sensación de desencanto de la sociedad, junto a la afirmación de las cualidades positivas de la dignidad humana. En 1957 recibió el Premio Nobel.

25 de abril de 2010

El matadero / Esteban Echeverría

Sé que es un poco largo, en comparación con otros cuentos que suelo subir al blog; pero les aseguro que vale la pena.
Un abrazo!

El matadero
Esteban Echeverría

A pesar de que la mía es historia, no la empezaré por el arca de Noé y la genealogía de sus ascendientes como acostumbraban hacerlo los antiguos historiadores españoles de América, que deben ser nuestros prototipos. Tengo muchas razones para no seguir ese ejemplo, las que callo por no ser difuso. Diré solamente que los sucesos de mi narración, pasaban por los años de Cristo del 183... Estábamos, a más, en cuaresma, época en que escasea la carne en Buenos Aires, porque la Iglesia, adoptando el precepto de Epicteto, sustine, abstine (sufre, abstente), ordena vigilia y abstinencia a los estómagos de los fieles, a causa de que la carne es pecaminosa, y, como dice el proverbio, busca a la carne. Y como la Iglesia tiene ab initio y por delegación directa de Dios, el imperio inmaterial sobre las conciencias y estómagos, que en manera alguna pertenecen al individuo, nada más justo y racional que vede lo malo.
Los abastecedores, por otra parte, buenos federales, y por lo mismo buenos católicos, sabiendo que el pueblo de Buenos Aires atesora una docilidad singular para someterse a toda especie de mandamiento, sólo traen en días cuaresmales al matadero, los novillos necesarios para el sustento de los niños y de los enfermos dispensados de la abstinencia por la Bula y no con el ánimo de que se harten algunos herejotes, que no faltan, dispuestos siempre a violar las mandamientos carnificinos de la Iglesia, y a contaminar la sociedad con el mal ejemplo.
Sucedió, pues, en aquel tiempo, una lluvia muy copiosa. Los caminos se anegaron; los pantanos se pusieron a nado y las calles de entrada y salida a la ciudad rebosaban en acuoso barro. Una tremenda avenida se precipitó de repente por el Riachuelo de Barracas, y extendió majestuosamente sus turbias aguas hasta el pie de las barrancas del Alto. El Plata creciendo embravecido empujó esas aguas que venían buscando su cauce y las hizo correr hinchadas por sobre campos, terraplenes, arboledas, caseríos, y extenderse como un lago inmenso por todas las bajas tierras. La ciudad circunvalada del Norte al Este por una cintura de agua y barro, y al Sud por un piélago blanquecino en cuya superficie flotaban a la ventura algunos barquichuelos y negreaban las chimeneas y las copas de los árboles, echaba desde sus torres y barrancas atónitas miradas al horizonte como implorando la misericordia del Altísimo. Parecía el amago de un nuevo diluvio. Los beatos y beatas gimoteaban haciendo novenarios y continuas plegarias. Los predicadores atronaban el templo y hacían crujir el púlpito a puñetazos. Es el día del juicio, decían, el fin del mundo está por venir. La cólera divina rebosando se derrama en inundación. ¡Ay de vosotros, pecadores! ¡Ay de vosotros unitarios impíos que os mofáis de la Iglesia, de los santos, y no escucháis con veneración la palabra de los ungidos del Señor! ¡Ah de vosotros si no imploráis misericordia al pie de los altares! Llegará la hora tremenda del vano crujir de dientes y de las frenéticas imprecaciones. Vuestra impiedad, vuestras herejías, vuestras blasfemias, vuestros crímenes horrendos, han traído sobre nuestra tierra las plagas del Señor. La justicia del Dios de la Federación os declarará malditos.
Las pobres mujeres salían sin aliento, anonadadas del templo, echando, como era natural, la culpa de aquella calamidad a los unitarios.
Continuaba, sin embargo, lloviendo a cántaros, y la inundación crecía acreditando el pronóstico de los predicadores. Las campanas comenzaron a tocar rogativas por orden del muy católico Restaurador, quien parece no las tenía todas consigo. Los libertinos, los incrédulos, es decir, los unitarios, empezaron a amedrentarse al ver tanta cara compungida, oír tanta batahola de imprecaciones. Se hablaba ya, como de cosa resuelta, de una procesión en que debía ir toda la población descalza y a cráneo descubierto, acompañando al Altísimo, llevado bajo palio por el obispo, hasta la barranca de Balcarce, donde millares de voces conjurando al demonio unitario de la inundación, debían implorar la misericordia divina.
Feliz, o mejor, desgraciadamente, pues la cosa habría sido de verse, no tuvo efecto la ceremonia, porque bajando el Plata, la inundación se fue poco a poco escurriendo en su inmenso lecho sin necesidad de conjuro ni plegarias.
Lo que hace principalmente a mi historia es que por causa de la inundación estuvo quince días el matadero de la Convalecencia sin ver una sola cabeza vacuna, y que en uno o dos, todos los bueyes de quinteros y aguateros se consumieron en el abasto de la ciudad. Los pobres niños y enfermos se alimentaban con huevos y gallinas, y los gringos y herejotes bramaban por el beefsteak y el asado. La abstinencia de carne era general en el pueblo, que nunca se hizo más digno de la bendición de la Iglesia, y así fue que llovieron sobre él millones y millones de indulgencias plenarias. Las gallinas se pusieron a seis pesos y los huevos a cuatro reales y el pescado carísimo. No hubo en aquellos días cuaresmales promiscuaciones ni excesos de gula; pero en cambio se fueron derecho al cielo innumerables ánimas, y acontecieron cosas que parecen soñadas.
No quedó en el matadero ni un solo ratón vivo de muchos millares que allí tenían albergue. Todos murieron o de hambre o ahogados en sus cuevas por la incesante lluvia. Multitud de negras rebusconas de achuras, como los caranchos de presa, se desbandaron por la ciudad como otras tantas arpías prontas a devorar cuanto hallaran comible. Las gaviotas y los perros, inseparables rivales suyos en el matadero, emigraron en busca de alimento animal. Porción de viejos achacosos cayeron en consunción por falta de nutritivo caldo; pero lo más notable que sucedió fue el fallecimiento casi repentino de unos cuantos gringos herejes que cometieron el desacato de darse un hartazgo de chorizos de Extremadura, jamón y bacalao y se fueron al otro mundo a pagar el pecado cometido por tan abominable promiscuación.
Algunos médicos opinaron que si la carencia de carne continuaba, medio pueblo caería en síncope por estar los estómagos acostumbrados a su corroborante jugo; y era de notar el contraste entre estos tristes pronósticos de la ciencia y los anatemas lanzados desde el púlpito por los reverendos padres contra toda clase de nutrición animal y de promiscuación en aquellos días destinados por la Iglesia al ayuno y 1a penitencia. Se originó de aquí una especie de guerra intestina entre los estómagos y las conciencias, atizada por el inexorable apetito y las no menos inexorables vociferaciones de los ministros de la Iglesia, quienes, como es su deber, no transigen con vicio alguno que tienda a relajar las costumbres católicas: a lo que se agregaba el estado de flatulencia intestinal de los habitantes, producido por el pescado y los porotos y otros alimentos algo indigestos.
Esta guerra se manifestaba por sollozos y gritos descompasados en la peroración de los sermones y por rumores y estruendos subitáneos en las casas y calles de la ciudad o dondequiera concurrían gentes. Alarmóse un tanto el gobierno, tan paternal como previsor, del Restaurador, creyendo aquellos tumultos de origen revolucionario y atribuyéndolos a los mismos salvajes unitarios, cuyas impiedades, según los predicadores federales, habían traído sobre el país la inundación de la cólera divina; tomó activas providencias, desparramó sus esbirros por la población, y por último, bien informado, promulgó un decreto tranquilizador de las conciencias y de los estómagos, encabezado por un considerando muy sabio y piadoso para que a todo trance y arremetiendo por agua y todo, se trajese ganado a los corrales.
En efecto, el decimosexto día de la carestía, víspera del día de Dolores, entró a nado por el paso de Burgos al matadero del Alto una tropa de cincuenta novillos gordos; cosa poca por cierto para una población acostumbrada a consumir diariamente de 250 a 300, y cuya tercera parte al menos gozaría del fuero eclesiástico de alimentarse con carne. ¡Cosa extraña que haya estómagos privilegiados y estómagos sujetos a leyes inviolables y que la Iglesia tenga la llave de los estómagos!
Pero no es extraño, supuesto que el diablo con la carne suele meterse en el cuerpo y que la Iglesia tiene el poder de conjurarlo: el caso es reducir al hombre a una máquina cuyo móvil principal no sea su voluntad sino la de la Iglesia y el gobierno. Quizá llegue el día en que sea prohibido respirar aire libre, pasearse y hasta conversar con un amigo, sin permiso de autoridad competente. Así era, poco más o menos, en los felices tiempos de nuestros beatos abuelos que por desgracia vino a turbar la revolución de Mayo.
Sea como fuere; a la noticia de la providencia gubernativa, los corrales del Alto se llenaron, a pesar del barro, de carniceros, achuradores y curiosos, quienes recibieron con grandes vociferaciones y palmoteos los cincuenta novillos destinados al matadero.
-Chica, pero gorda -exclamaban-. ¡Viva la Federación! ¡Viva el Restaurador!
Porque han de saber los lectores que en aquel tiempo la Federación estaba en todas partes, hasta entre las inmundicias del matadero, y no había fiesta sin Restaurador como no hay sermón sin San Agustín. Cuentan que al oír tan desaforados gritos las últimas ratas que agonizaban de hambre en sus cuevas, se reanimaron y echaron a correr desatentadas conociendo que volvían a aquellos lugares la acostumbrada alegría y la algazara precursora de abundancia.
El primer novillo que se mató fue todo entero de regalo al Restaurador, hombre muy amigo del asado. Una comisión de carniceros marchó a ofrecérselo a nombre de los federales del matadero, manifestándole in voce su agradecimiento por la acertada providencia del gobierno, su adhesión ilimitada al Restaurador y su odio entrañable a los salvajes unitarios, enemigos de Dios y de los hombres. El Restaurador contestó a la arenga, rinforzando sobre el mismo tema y concluyó la ceremonia con los correspondientes vivas y vociferaciones de los espectadores y actores. Es de creer que el Restaurador tuviese permiso especial de su Ilustrísima para no abstenerse de carne, porque siendo tan buen observador de las leyes, tan buen católico y tan acérrimo protector de la religión, no hubiera dado mal ejemplo aceptando semejante regalo en día santo.
Siguió la matanza y en un cuarto de hora cuarenta y nueve novillos se hallaban tendidos en la playa del matadero, desollados unos, los otros por desollar. El espectáculo que ofrecía entonces era animado y pintoresco aunque reunía todo lo horriblemente feo, inmundo y deforme de una pequeña clase proletaria peculiar del Río de la Plata. Pero para que el lector pueda percibirlo a un golpe de ojo preciso es hacer un croquis de la localidad.
El matadero de la Convalecencia o del Alto, sito en las quintas al Sud de la ciudad, es una gran playa en forma rectangular colocada al extremo de dos calles, una de las cuales allí se termina y la otra se prolonga hacia el Este. Esta playa con declive al Sud, está cortada por un zanjón labrado por la corriente de las aguas pluviales en cuyos bordes laterales se muestran innumerables cuevas de ratones y cuyo cauce, recoge en tiempo de lluvia, toda la sangraza seca o reciente del matadero. En la junción del ángulo recto hacia el Oeste está lo que llaman la casilla, edificio bajo, de tres piezas de media agua con corredor al frente que da a la calle y palenque para atar caballos, a cuya espalda se notan varios corrales de palo a pique de ñandubay con sus fornidas puertas para encerrar el ganado.
Estos corrales son en tiempo de invierno un verdadero lodazal en el cual los animales apeñuscados se hunden hasta el encuentro y quedan como pegados y casi sin movimiento. En la casilla se hace la recaudación del impuesto de corrales, se cobran las multas por violación de reglamentos y se sienta el juez del matadero, personaje importante, caudillo de los carniceros y que ejerce la suma del poder en aquella pequeña república por delegación del Restaurador. Fácil es calcular qué clase de hombre se requiere para el desempeño de semejante cargo. La casilla, por otra parte, es un edificio tan ruin y pequeño que nadie lo notaría en los corrales a no estar asociado su nombre al del terrible juez y a no resaltar sobre su blanca pintura los siguientes letreros rojos: "Viva la Federación", "Viva el Restaurador y la heroína doña Encarnación Ezcurra", "Mueran los salvajes unitarios". Letreros muy significativos, símbolo de la fe política y religiosa de la gente del matadero. Pero algunos lectores no sabrán que la tal heroína es la difunta esposa del Restaurador, patrona muy querida de los carniceros, quienes, ya muerta, la veneraban como viva por sus virtudes cristianas y su federal heroísmo en la revolución contra Balcarce. Es el caso que un aniversario de aquella memorable hazaña de la mazorca, los carniceros festejaron con un espléndido banquete en la casilla a la heroína, banquete al que concurrió con su hija y otras señoras federales, y que allí en presencia de un gran concurso ofreció a los señores carniceros en un solemne brindis, su federal patrocinio, por cuyo motivo ellos la proclamaron entusiasmados patrona del matadero, estampando su nombre en las paredes de la casilla donde se estará hasta que lo borre la mano del tiempo.
La perspectiva del matadero a la distancia era grotesca, llena de animación. Cuarenta y nueve reses estaban tendidas sobre sus cueros y cerca de doscientas personas hollaban aquel suelo de lodo regado con la sangre de sus arterias. En torno de cada res resaltaba un grupo de figuras humanas de tez y raza distinta. La figura más prominente de cada grupo era el carnicero con el cuchillo en mano, brazo y pecho desnudos, cabello largo y revuelto, camisa y chiripá y rostro embadurnado de sangre. A sus espaldas se rebullían caracoleando y siguiendo los movimientos, una comparsa de muchachos, de negras y mulatas achuradoras, cuya fealdad trasuntaba las arpías de la fábula, y entremezclados con ellas algunos enormes mastines, olfateaban, gruñían o se daban de tarascones por la presa. Cuarenta y tantas carretas toldadas con negruzco y pelado cuero se escalonaban irregularmente a lo largo de la playa y algunos jinetes con el poncho calado y el lazo prendido al tiento cruzaban por entre ellas al tranco o reclinados sobre el pescuezo de los caballos echaban ojo indolente sobre uno de aquellos animados grupos, al paso que más arriba, en el aire, un enjambre de gaviotas blanquiazules que habían vuelto de la emigración al olor de carne, revoloteaban cubriendo con su disonante graznido todos lo ruidos y voces del matadero y proyectando una sombra clara sobre aquel campo de horrible carnicería. Esto se notaba al principio de la matanza.
Pero a medida que adelantaba, la perspectiva variaba; los grupos se deshacían, venían a formarse tomando diversas actitudes y se desparramaban corriendo como si en el medio de ellos cayese alguna bala perdida o asomase la quijada de algún encolerizado mastín. Esto era, que inter el carnicero en un grupo descuartizaba a golpe de hacha, colgaba en otro los cuartos en los ganchos a su carreta, despellejaba en éste, sacaba el sebo en aquél, de entre la chusma que ojeaba y aguardaba la presa de achura salía de cuando en cuando una mugrienta mano a dar un tarazón con el cuchillo al sebo o a los cuartos de la res, lo que originaba gritos y explosión de cólera del carnicero y el continuo hervidero de los grupos, dichos y gritería descompasada de los muchachos.
-Ahí se mete el sebo en las tetas, la tía -gritaba uno.
-Aquél lo escondió en el alzapón -replicaba la negra.
-Che, negra bruja, salí de aquí antes de que te pegue un tajo -exclamaba el carnicero.
-¿Qué le hago, ño Juan? ¡No sea malo! Yo no quiero sino la panza y las tripas.
-Son para esa bruja: a la m...
-¡A la bruja! ¡A la bruja! -repitieron los muchachos-: ¡Se lleva la riñonada y el tongorí! - Y cayeron sobre su cabeza sendos cuajos de sangre y tremendas pelotas de barro.
Hacia otra parte, entretanto, dos africanas llevaban arrastrando las entrañas de un animal; allá una mulata se alejaba con un ovillo de tripas y resbalando de repente sobre un charco de sangre, caía a plomo, cubriendo con su cuerpo la codiciada presa. Acullá se veían acurrucadas en hilera cuatrocientas negras destejiendo sobre las faldas el ovillo y arrancando uno a uno los sebitos que el avaro cuchillo del carnicero había dejado en la tripa como rezagados, al paso que otras vaciaban panzas y vejigas y las henchían de aire de sus pulmones para depositar en ellas, luego de secas, la achura.
Varios muchachos gambeteando a pie y a caballo se daban de vejigazos o se tiraban bolas de carne, desparramando con ellas y su algazara la nube de gaviotas que columpiándose en el aire celebraban chillando la matanza. Oíanse a menudo a pesar del veto del Restaurador y de la santidad del día, palabras inmundas y obscenas, vociferaciones preñadas de todo el cinismo bestial que caracteriza a la chusma de nuestros mataderos, con las cuales no quiero regalar a los lectores.
De repente caía un bofe sangriento sobre la cabeza de alguno, que de allí pasaba a la de otro, hasta que algún deforme mastín lo hacía buena presa, y una cuadrilla de otros, por si estrujo o no estrujo, armaba una tremenda de gruñidos y mordiscones. Alguna tía vieja salía furiosa en persecución de un muchacho que le había embadurnado el rostro con sangre, y acudiendo a sus gritos y puteadas los compañeros del rapaz, la rodeaban y azuzaban como los perros al toro y llovían sobre ella zoquetes de carne, bolas de estiércol, con groseras carcajadas y gritos frecuentes, hasta que el juez mandaba restablecer el orden y despejar el campo.
Por un lado dos muchachos se adiestraban en el manejo del cuchillo tirándose horrendos tajos y reveses; por otro cuatro ya adolescentes ventilaban a cuchilladas el derecho a una tripa gorda y un mondongo que habían robado a un carnicero; y no de ellos distante, porción de perros flacos ya de la forzosa abstinencia, empleaban el mismo medio para saber quién se llevaría un hígado envuelto en barro. Simulacro en pequeño era éste del modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y sociales. En fin, la escena que se representaba en el matadero era para vista, no para escrita.
Un animal había quedado en los corrales de corta y ancha cerviz, de mirar fiero, sobre cuyos órganos genitales no estaban conformes los pareceres porque tenía apariencias de toro y de novillo. Llególe su hora. Dos enlazadores a caballo penetraron al corral en cuyo contorno hervía la chusma a pie, a caballo y horquetada sobre sus ñudosos palos. Formaban en la puerta el más grotesco y sobresaliente grupo varios pialadores y enlazadores de a pie con el brazo desnudo y armado del certero lazo, la cabeza cubierta con un pañuelo punzó y chaleco y chiripá colorado, teniendo a sus espaldas varios jinetes y espectadores de ojo escrutador y anhelante.
El animal prendido ya al lazo por las astas, bramaba echando espuma furibundo y no había demonio que lo hiciera salir del pegajoso barro donde estaba como clavado y era imposible pialarlo. Gritánbanlo, lo azuzaban en vano con las mantas y pañuelos los muchachos prendidos sobre las horquetas del corral, y era de oír la disonante batahola de silbidos, palmadas y voces tiples y roncas que se desprendía de aquella singular orquesta.
Los dicharachos, las exclamaciones chistosas y obscenas rodaban de boca en boca y cada cual hacía alarde espontáneamente de su ingenio y de su agudeza excitado por el espectáculo o picado por el aguijón de alguna lengua locuaz.
-Hi de p... en el toro.
-Al diablo los torunos del Azul.
-Malhaya el tropero que nos da gato por liebre.
-Si es novillo.
-¿No está viendo que es toro viejo?
-Como toro le ha de quedar. ¡Muéstreme los c... si le parece, c...o!
-Ahí los tiene entre las piernas. ¿No los ve, amigo, más grandes que la cabeza de su castaño; ¿o se ha quedado ciego en el camino?
-Su madre sería la ciega, pues que tal hijo ha parido. ¿No ve que todo ese bulto es barro?
-Es emperrado y arisco como un unitario. -Y al oír esta mágica palabra todos a una voz exclamaron-: ¡Mueran los salvajes unitarios!
-Para el tuerto los h...
-Sí, para el tuerto, que es hombre de c... para pelear con los unitarios.
-El matahambre a Matasiete, degollador de unitarios. ¡Viva Matasiete!
-¡A Matasiete el matahambre!
-Allá va -gritó una voz ronca, interrumpiendo aquellos desahogos de la cobardía feroz-. ¡Allá va el toro!
-¡Alerta! ¡Guarda los de la puerta! ¡Allá va furioso como un demonio!
Y en efecto, el animal acosado por los gritos y sobre todo por dos picanas agudas que le espoleaban la cola, sintiendo flojo el lazo, arremetió bufando a la puerta, lanzando a entre ambos lados una rojiza y fosfórica mirada. Dióle el tirón el enlazador sentando su caballo, desprendió el lazo del asta, crujió por el aire un áspero zumbido y al mismo tiempo se vio rodar desde lo alto de una horqueta del corral, como si un golpe de hacha la hubiese dividido a cercén, una cabeza de niño cuyo tronco permaneció inmóvil sobre su caballo de palo, lanzando por cada arteria un largo chorro de sangre.
-Se cortó el lazo -gritaron unos-: ¡allá va el toro!
Pero otros deslumbrados y atónitos guardaron silencio porque todo fue como un relámpago.
Desparramóse un tanto el grupo de la puerta. Una parte se agolpó sobre la cabeza y el cadáver palpitante del muchacho degollado por el lazo, manifestando horror en su atónito semblante, y la otra parte compuesta de jinetes que no vieron la catástrofe se escurrió en distintas direcciones en pos del toro, vociferando y gritando:
-¡Allá va el toro! ¡Atajen! ¡Guarda!
-¡Enlaza, Siete pelos!
-¡Que te agarra, botija!
-¡Va furioso; no se le pongan delante!
-¡Ataja, ataja, morado!
-¡Déle espuela al mancarrón!
-¡Ya se metió en la calle sola!
-¡Que lo ataje el diablo!
El tropel y vocifería era infernal. Unas cuantas negras achuradoras sentadas en hilera al borde del zanjón oyendo el tumulto se acogieron y agazaparon entre las panzas y tripas que desenredaban y devanaban con la paciencia de Penélope, lo que sin duda las salvó, porque el animal lanzó al mirarlas un bufido aterrador, dio un brinco sesgado y siguió adelante perseguido por los jinetes. Cuentan que una de ellas se fue de cámaras; otra rezó diez salves en dos minutos, y dos prometieron a San Benito no volver jamás a aquellos malditos corrales y abandonar el oficio de achuradoras. No se sabe si cumplieron la promesa.
El toro entretanto tomó hacia la ciudad por una larga y angosta calle que parte de la punta más aguda del rectángulo anteriormente descripto, calle encerrada por una zanja y un cerco de tunas, que llaman sola por no tener más de dos casas laterales y en cuyo apozado centro había un profundo pantano que tomaba de zanja a zanja. Cierto inglés, de vuelta de su saladero vadeaba este pantano a la sazón, paso a paso, en un caballo algo arisco, y sin duda iba tan absorto en sus cálculos que no oyó el tropel de jinetes ni la gritería sino cuando el toro arremetía al pantano. Azoróse de repente su caballo dando un brinco al sesgo y echó a correr dejando al pobre hombre hundido media vara en el fango. Este accidente, sin embargo, no detuvo ni refrenó la carrera de los perseguidores del toro, antes al contrario, soltando carcajadas sarcásticas:
-Se amoló el gringo; levántate, gringo -exclamaron, y cruzando el pantano amasando con barro bajo las patas de sus caballos, su miserable cuerpo. Salió el gringo, como pudo, después a la orilla, más con la apariencia de un demonio tostado por las llamas del infierno que un hombre blanco pelirrubio. Más adelante al grito de ¡al toro, al toro! cuatro negras achuradoras que se retiraban con su presa se zambulleron en la zanja llena de agua, único refugio que les quedaba.
El animal, entretanto, después de haber corrido unas veinte cuadras en distintas direcciones azorando con su presencia a todo viviente, se metió por la tranquera de una quinta donde halló su perdición. Aunque cansado, manifestaba bríos y colérico ceño; pero rodeábalo una zanja profunda y un tupido cerco de pitas, y no había escape. Juntáronse luego sus perseguidores que se hallaban desbandados y resolvieron llevarlo en un señuelo de bueyes para que expiase su atentado en el lugar mismo donde lo había cometido.
Una hora después de su fuga el toro estaba otra vez en el Matadero donde la poca chusma que había quedado no hablaba sino de sus fechorías. La aventura del gringo en el pantano excitaba principalmente la risa y el sarcasmo. Del niño degollado por el lazo no quedaba sino un charco de sangre: su cadáver estaba en el cementerio.
Enlazaron muy luego por las astas al animal que brincaba haciendo hincapié y lanzando roncos bramidos. Echáronle, uno, dos, tres piales; pero infructuosos: al cuarto quedó prendido en una pata: su brío y su furia redoblaron; su lengua estirándose convulsiva arrojaba espuma, su nariz humo, sus ojos miradas encendidas.
-¡Desjarreten ese animal! -exclamó una voz imperiosa. Matasiete se tiró al punto del caballo, cortóle el garrón de una cuchillada y gambeteando en torno de él con su enorme daga en mano, se la hundió al cabo hasta el puño en la garganta mostrándola en seguida humeante y roja a los espectadores. Brotó un torrente de la herida, exhaló algunos bramidos roncos, vaciló y cayó el soberbio animal entre los gritos de la chusma que proclamaba a Matasiete vencedor y le adjudicaba en premio el matambre. Matasiete extendió, como orgulloso, por segunda vez el brazo y el cuchillo ensangrentado y se agachó a desollarlo con otros compañeros.
Faltaba que resolver la duda sobre los órganos genitales del muerto, clasificado provisoriamente de toro por su indomable fiereza; pero estaban todos tan fatigados de la larga tarea que la echaron por lo pronto en olvido. Mas de repente una voz ruda exclamó:
-¡Aquí están los huevos! -Y sacando de la barriga del animal y mostrándolos a los espectadores, dos enormes testículos, signo inequívoco de su dignidad de toro. La risa y la charla fue grande; todos los incidentes desgraciados pudieron fácilmente explicarse. Un toro en el Matadero era cosa muy rara, y aún vedada. Aquél, según reglas de buena policía debió arrojarse a los perros; pero había tanta escasez de carne y tantos hambrientos en la población, que el señor Juez tuvo a bien hacer ojo lerdo.
En dos por tres estuvo desollado, descuartizado y colgado en la carreta el maldito toro. Matasiete colocó el matambre bajo el pellón de su recado y se preparaba a partir. La matanza estaba concluida a las doce, y la poca chusma que había presenciado hasta el fin, se retiraba en grupos de a pie y de a caballo, o tirando a la cincha algunas carretas cargadas de carne.
Mas de repente la ronca voz de un carnicero gritó:
-¡Allí viene un unitario! -y al oír tan significativa palabra toda aquella chusma se detuvo como herida de una impresión subitánea.
-¿No le ven la patilla en forma de U? No trae divisa en el fraque ni luto en el sombrero.
-Perro unitario.
-Es un cajetilla.
-Monta en silla como los gringos.
-La mazorca con él
-¡La tijera!
-Es preciso sobarlo.
-Trae pistoleras por pintar.
-Todos estos cajetillas unitarios son pintores como el diablo.
-¿A que no te le animás, Matasiete?
-¿A qué no?
-A que sí.
Matasiete era hombre de pocas palabras y de mucha acción. Tratándose de violencia, de agilidad, de destreza en el hacha, el cuchillo o el caballo, no hablaba y obraba. Lo habían picado: prendió la espuela a su caballo y se lanzó a brida suelta al encuentro del unitario.
Era éste un joven como de veinticinco años de gallarda y bien apuesta persona que mientras salían en borbotón de aquellas desaforadas bocas las anteriores exclamaciones trotaba hacia Barracas, muy ajeno de temer peligro alguno. Notando empero, las significativas miradas de aquel grupo de dogos de matadero, echa maquinalmente la diestra sobre las pistoleras de su silla inglesa, cuando una pechada al sesgo del caballo de Matasiete lo arroja de los lomos del suyo tendiéndolo a la distancia boca arriba y sin movimiento alguno.
-¡Viva Matasiete! -exclamó toda aquella chusma cayendo en tropel sobre la víctima como los caranchos rapaces sobre la osamenta de un buey devorado por el tigre.
Atolondrado todavía el joven, fue lanzando una mirada de fuego sobre aquellos hombres feroces, hacia su caballo que permanecía inmóvil no muy distante a buscar en sus pistolas el desagravio y la venganza. Matasiete dando un salto le salió al encuentro y con fornido brazo asiéndolo de la corbata lo tendió en el suelo tirando al mismo tiempo la daga de la cintura y llevándola a su garganta.
Una tremenda carcajada y un nuevo viva estentóreo volvió a vitorearlo.
¡Qué nobleza de alma! ¡Qué bravura en los federales! siempre en pandillas cayendo como buitres sobre la víctima inerte.
-Degüéllalo, Matasiete: quiso sacar las pistolas. Degüéllalo como al toro.
-Pícaro unitario. Es preciso tusarlo.
-Tiene buen pescuezo para el violín.
-Tocale el violín
-Mejor es la resbalosa.
-Probemos, dijo Matasiete y empezó sonriendo a pasar el filo de su daga por la garganta del caído, mientras con la rodilla izquierda le comprimía el pecho y con la siniestra mano le sujetaba por los cabellos.
-No, no lo degüellen -exclamó de lejos la voz imponente del Juez del Matadero que se acercaba a caballo.
-A la casilla con él, a la casilla. Preparen la mazorca y las tijeras. ¡Mueran los salvajes unitarios! ¡Viva el Restaurador de las leyes!
-¡Viva Matasiete!
-¡Mueran! ¡Vivan! -repitieron en coro los espectadores y atándolo codo con codo, entre moquetes y tirones, entre vociferaciones e injurias, arrastraron al infeliz joven al banco del tormento como los sayones al Cristo.
La sala de la casilla tenía en su centro una grande y fornida mesa de la cual no salían los vasos de bebida y los naipes sino para dar lugar a las ejecuciones y torturas de los sayones federales del Matadero. Notábase además en un rincón otra mesa chica con recado de escribir y un cuaderno de apuntes y porción de sillas entre las que resaltaba un sillón de brazos destinado para el Juez. Un hombre, soldado en apariencia, sentado en una de ellas cantaba al son de la guitarra la resbalosa, tonada de inmensa popularidad entre los federales, cuando la chusma llegando en tropel al corredor de la casilla lanzó a empellones al joven unitario hacia el centro de la sala.
-A ti te toca la resbalosa -gritó uno.
-Encomienda tu alma al diablo.
-Está furioso como toro montaraz.
-Ya le amansará el palo.
-Es preciso sobarlo.
-Por ahora verga y tijera.
-Si no, la vela.
-Mejor será la mazorca.
-Silencio y sentarse -exclamó el Juez dejándose caer sobre su sillón. Todos obedecieron, mientras el joven de pie encarando al juez exclamó con voz preñada de indignación.
-Infames sayones, ¿qué intentan hacer de mí?
-¡Calma! -dijo sonriendo el juez-; no hay que encolerizarse. Ya lo verás.
El joven, en efecto, estaba fuera de sí de cólera. Todo su cuerpo parecía estar en convulsión. Su pálido y amoratado rostro, su voz, su labio trémulo, mostraban el movimiento convulsivo de su corazón, la agitación de sus nervios. Sus ojos de fuego parecían salirse de la órbita, su negro y lacio cabello se levantaba erizado. Su cuello desnudo y la pechera de su camisa dejaban entrever el latido violento de sus arterias y la respiración anhelante de sus pulmones.
-¿Tiemblas? -le dijo el juez.
-De rabia porque no puedo sofocarte entre mis brazos.
-¿Tendrías fuerza y valor para eso?
-Tengo de sobra voluntad y coraje para ti, infame.
-A ver las tijeras de tusar mi caballo: túsenlo a la federala.
Dos hombres le asieron, uno de la ligadura del brazo, otro de la cabeza y en un minuto cortáronle la patilla que poblaba toda su barba por bajo, con risa estrepitosa de sus espectadores.
-A ver -dijo el Juez-, un vaso de agua para que se refresque.
-Uno de hiel te haría yo beber, infame.
Un negro petiso púsosele al punto delante con un vaso de agua en la mano. Dióle el joven un puntapié en el brazo y el vaso fue a estrellarse en el techo salpicando el asombrado rostro de los espectadores.
-Este es incorregible.
-Ya lo domaremos.
-Silencio -dijo el juez-, ya estás afeitado a la federala, sólo te falta el bigote. Cuidado con olvidarlo. Ahora vamos a cuentas. ¿Por qué no traes divisa?
-Porque no quiero.
-¿No sabes que lo manda el Restaurador?
-La librea es para vosotros esclavos, no para los hombres libres.
-A los libres se les hace llevar a la fuerza.
-Sí, la fuerza y la violencia bestial. Esas son vuestras armas; infames. El lobo, el tigre, la pantera también son fuertes como vosotros. Deberíais andar como ellas en cuatro patas.
-¿No temes que el tigre te despedace?
-Lo prefiero a que maniatado me arranquen como el cuervo, una a una las entrañas.
-¿Por qué no llevas luto en el sombrero por la heroína?
-Porque lo llevo en el corazón por la Patria, ¡por la Patria que vosotros habéis asesinado, infames!
-¿No sabes que así lo dispuso el Restaurador?
-Lo dispusísteis vosotros, esclavos, para lisonjear el orgullo de vuestro señor y tributarle vasallaje infame.
-¡Insolente! Te has embravecido mucho. Te haré cortar la lengua si chistas.
-Abajo los calzones a ese mentecato cajetilla y a nalga pelada dénle verga, bien atado sobre la mesa.
Apenas articuló esto el Juez, cuatro sayones salpicados de sangre, suspendieron al joven y lo tendieron largo a largo sobre la mesa comprimiéndole todos sus miembros.
-Primero degollarme que desnudarme; infame canalla.
Atáronle un pañuelo a la boca y empezaron a tironear sus vestidos. Encogíase el joven, pateaba, hacía rechinar los dientes. Tomaban ora sus miembros la flexibilidad del junco, ora la dureza del fierro y su espina dorsal era el eje de movimiento parecido al de la serpiente. Gotas de sudor fluían por su rostro grandes como perlas; echaban fuego sus pupilas, su boca espuma, y las venas de su cuello y frente negreaban en relieve sobre su blanco cutis como si estuvieran repletas de sangre.
-Atenlo primero -exclamó el Juez.
-Está rugiendo de rabia -articuló un sayón.
En un momento liaron sus piernas en ángulo a los cuatro pies de la mesa volcando su cuerpo boca abajo. Era preciso hacer igual operación con las manos, para lo cual soltaron las ataduras que las comprimían en la espalda. Sintiéndolas libres el joven, por un movimiento brusco en el cual pareció agotarse toda su fuerza y vitalidad, se incorporó primero sobre sus brazos, después sobre sus rodillas y se desplomó al momento murmurando:
-Primero degollarme que desnudarme, infame, canalla.
Sus fuerzas se habían agotado. Inmediatamente quedó atado en cruz y empezaron la obra de desnudarlo. Entonces un torrente de sangre brotó borbolloneando de la boca y las narices del joven, y extendiéndose empezó a caer a chorros por entrambos lados de la mesa. Los sayones quedaron inmóviles y los espectadores estupefactos.
-Reventó de rabia el salvaje unitario -dijo uno.
-Tenía un río de sangre en las venas -articuló otro.
-Pobre diablo: queríamos únicamente divertirnos con él y tomó la cosa demasiado a lo serio -exclamó el Juez frunciendo el ceño de tigre-. Es preciso dar parte, desátenlo y vamos.
Verificaron la orden; echaron llave a la puerta y en un momento se escurrió la chusma en pos del caballo del Juez cabizbajo y taciturno.
Los federales habían dado fin a una de sus innumerables proezas.
En aquel tiempo los carniceros degolladores del Matadero eran los apóstoles que propagaban a verga y puñal la federación rosina, y no es difícil imaginarse qué federación saldría de sus cabezas y cuchillas. Llamaban ellos salvaje unitario, conforme a la jerga inventada por el Restaurador, patrón de la cofradía, a todo el que no era degollador, carnicero, ni salvaje, ni ladrón; a todo hombre decente y de corazón bien puesto, a todo patriota ilustrado amigo de las luces y de la libertad; y por el suceso anterior puede verse a las claras que el foco de la federación estaba en el Matadero.

Fuente: Obras Completas de D. Esteban Echeverría , edición de Juan María Gutiérrez, Buenos Aires, Carlos Casavalle Editor, 1870-1874.

20 de abril de 2010

La hora del placer / Entrevista a Marcos Aguinis

Charla íntima con un creador de best sellers que, en su último libro, se centra en los vericuetos del goce: desde el humor hasta la filosofía, la felicidad... y el sexo.

Todo lo que publica se convierte en best seller. Su último libro, Elogio del placer (Ed. Sudamericana, ver recuadro), que está por ver la luz de los escaparates, se ubica en el eje de la entrevista. A sus 75 años y aun después de tanto escrito y hablado, Marcos Aguinis nunca baja del todo la guardia. Por momentos no tiene reparos en situarse como un intelectual al viejo estilo, aquel que puede decir, porque está mejor preparado, lo que otros no pueden; pero en otros momentos se confronta con ese mismo concepto de "intelectual". Se lo ve contento. Habla con giros desusados, bien "literarios".

Elogio del placer es un ensayo donde se interpela a usted mismo. Me pareció muy ocurrente.
-En los ensayos, desde el primero que escribí, he tratado de buscar alguna innovación literaria que no sea simplemente dar una clase o exponer una lección, sino buscar una forma que permita crear una relación más íntima con el lector por la cual él se sienta todo el tiempo interpelado y comprometido. En otros ensayos le hablo directamente en formas, a veces, insolentes. En este libro he buscado una suerte de duende que me habla a mí. Y es el duende el que escribe este libro. Me habla y yo me resisto, porque es un tema muy difícil, muy complejo, casi infinito. Abordarlo es un gran desafío. En muchas ocasiones he tenido dudas sobre si realmente esto podía concretarse.

-¿El tema o el libro?
- [Se ríe] El tema.

Cuando los adolescentes dicen todo bien, cuando dicen cool, están pidiendo placer. Es una sociedad que se cansó de la culpa, del sufrimiento. Alguien que argumente el placer es bienvenido.
-Está bien. Lo celebro, porque dado que mi tiempo a veces no se sabe expresar bien, yo he tratado precisamente de estar en mi tiempo y decir lo que mi tiempo quiere que se diga. Por ejemplo, vos mencionaste el tema de la culpa: yo tengo un ensayo que se llama, justamente, Elogio de la culpa . Fue un libro muy difícil, donde también usé una técnica muy especial: hago que hable la culpa, y la culpa es una mujer seductora, inteligente, pícara. Evidentemente, esos rasgos permiten abordar un tema absolutamente amargo y desagradable. A esa innovación técnica me estaba refiriendo en materia de ensayos. Pero, claro, la culpa es otro tema. Se refiere a algo que genera muchas patologías.

-Y muy mala consejera, dicen.
-Sí, muy mala consejera, también... Pero ha cumplido un rol bueno en la historia de la humanidad, porque frenó el fratricidio. Si no hubiera existido la culpa, el género humano no existiría hoy en día. Y si no hubiera culpa, los crímenes que se cometen serían más abundantes aún.

-Nosotros nos conocimos en la Secretaría de Cultura, con Alfonsín presidente. Usted era subsecretario. Tenía un horario y, además, ejercía como psicoanalista.
-La obligación del cargo me obligó prácticamente a dejar mi profesión, a la que volví cuando ya había terminado el período de Alfonsín.

-Sospecho que ha dejado muchas cosas más por la literatura.
-Sí. Dejé todo por la literatura.

-¿En qué momento decidió que iba a vivir de la literatura?
-Te confieso otra cosa: yo he tenido fuertes renuncias en mi vida. Estoy curtido en materia de renuncias. La primera de todas, muy fuerte y muy dolorosa, fue haber abandonado la música. Vos sabés que yo me dediqué con mucha intensidad, con mucho amor, con mucha pasión a la música. Incluso cuando viajé a París para especializarme en neurocirugía lo hice también con el propósito de seguir perfeccionando mis estudios musicales. Pero llegó un momento en que me di cuenta de que eran incompatibles la medicina -y la especialidad que yo había elegido en ese momento- con la música. Entonces, tuve que renunciar [a la música]. Fue una renuncia consciente, pero muy firme, sabiendo que no había alternativa.

-O sea que son desgarros para los que usted se prepara con intensidad.
-Absolutamente. El otro desgarro muy fuerte ocurrió cuando dejé la neurocirugía. Es una especialidad muy exigente, que requiere una exhaustiva preparación. Rendí mi tesis doctoral en base a las investigaciones que hice en temas neuroquirúrgicos y, luego de un tiempo, llegué a la conclusión de que la neurocirugía era una especialidad que me producía una división esquizofrénica. Porque tenía que estar horas y horas encerrado en el quirófano y no podía dedicarme a la literatura.

-¡Cuánta presión ejerce la literatura para ser "tan elegida"!
-[Se ríe] Sí. Puede ser. Yo era neurocirujano cuando escribí mis primeras novelas y cuando gané el Premio Planeta. Entonces, llegó un momento en que tuve que hacer una segunda renuncia: a la neurocirugía. En ese momento, me dediqué al psicoanálisis. Y, finalmente, también dejé el psicoanálisis para volver al primer y más intenso amor: la literatura.

-Esto significa no tener horarios; es "a piacere". ¿Cómo es trabajar sin relación de dependencia?
-A veces me siento muy cansado porque me doy cuenta de que la literatura es una profesión que no te permite tomar recreos ni bajar jamás la persiana. No hay horarios. Yo decido descansar y me voy a algún lugar, por ejemplo, con el propósito de leer, de escuchar música, de caminar...

-Para descansar tiene que alejarse. ¿Cómo sería eso?
-Cuando hago viajes por el mundo hay temas, ideas o proyectos que me están dando vueltas. Y a veces tomo nota. Lo curioso de mis notas es que, cuando acumulo muchas, las guardo en un cajón y nunca las vuelvo a leer.

-¿Toma notas a mano o con una computadora?
-Yo escribí a mano hasta La gesta del marrano . Cuando escribí esa novela ya había aparecido la computadora y contraté a una secretaria que me pasaba mis textos, los imprimía, y eso me facilitaba la corrección. Porque antes yo corregía sobre mi propio manuscrito, lo que significaba páginas ilegibles, con notas al pie y en los márgenes.

-¿No tuvo ni una sola Olivetti en toda su vida?
-Escribía muy poco en máquina de escribir. Yo escribía a mano. Recuerdo que, estando en Río Cuarto, Juan Filloy, con quien desarrollé una gran amistad a pesar de la diferencia de edades, me decía que escribir a mano es pasar directamente de la sangre del cuerpo a la sangre de la tinta que se derrama sobre el papel.

-Parece algo más físico.
-Exactamente. Y es la posibilidad de estar escribiendo en todos lados sin tener que llevar nada, salvo una pluma o birome. Elogio de la culpa ya lo escribí directamente en la "compu". O sea, empecé muy tarde. Y hasta el día de hoy no tengo la posibilidad de teclear con los ojos cerrados. Tengo que estar mirando las teclas, y a veces me suelo equivocar también.

-Marcos, ¿qué peso tiene el dinero en su vida? Hablo de la relación con el placer, con los gustos, con los objetos.
-Desde el lado afectivo, tengo una pésima relación con el dinero. Llevo mal mis cuentas, no sé exactamente cuánto tengo ni cuánto gano, no me cuido en lo que gasto, me pueden engañar con mucha facilidad. En este sentido, tengo un mal manejo del dinero. Esto es lo que me llevó, posiblemente desde chico, a tener ideas revolucionarias, o "izquierdosas", como las queremos llamar hoy en día. Es decir, el dinero no me importaba y me parecía, más bien, un factor de conflictos innecesarios e inhumanos.

-Uno descubre con el tiempo la diferencia entre el valor y el precio. Nosotros, los que trabajamos con la cabeza, creemos que tenemos un valor inconmensurable. Y no (se ríe, cómplice). No es así. Las cosas tienen su precio. Pero usted parece transitar muy fluidamente por ese camino.
-Puede ser. Yo considero que tengo el dinero que necesito. No necesito mucho más. Con lo que tengo me puedo dar los gustos, que no son muy caros, y puedo ayudar a familiares y amigos.

-¿Existe la "fundación Aguinis para la familia"?
-Los chicos han tomado de mí la costumbre de no pedir cuando no hace falta. No te olvides de que yo también tuve padres que han sido muy ejemplares conmigo. Mi papá, por ejemplo, llegó pobrísimo a la Argentina y trabajó de cargador en Dock Sud. Toda su vida fue un trabajador físico. Mi mamá tuvo que interrumpir sus estudios en Europa y no los pudo seguir en la Argentina por la enorme pobreza en que estaba su familia, por lo cual tuvo que ir a trabajar ella también. Me di cuenta de que uno puede vivir muy bien y sentirse feliz sin necesidad de estar acolchado por masas de billetes.

-¿Podría vivir sin trabajar?
-Mirá, Any, en este momento yo me he decidido por lo que llamamos mi primer amor, que es la literatura, y este amor no me deja en paz.

-Además, es un amor muy agradecido: le brinda una cuota importante de éxito. Que es una fuente enorme de placer.
-No hay duda. El éxito ayuda a sentirse bien, mejora la autoestima, reconforta, te da apoyo en los momentos en que uno cree que las cosas no van bien. Pero te digo que, junto con eso, yo soy muy autocrítico.

-¿Hay libros que quisiera olvidar?
-Bueno, recuerdo que escribí, ya siendo grande, incluso después de La cruz invertida , una novela...

-Para mí, La cruz invertida es su mejor libro.
-No sé. Tal vez mi mejor libro sea La matriz del infierno o Los iluminados , o quizá La gesta del marrano . Son libros muy ricos, muy densos y con mucho suspenso, con personajes muy fuertes. La cruz invertida también correspondía a una búsqueda de innovación literaria.

-En un mundo con tanta concurrencia de carreras universitarias, y tanto espacio para el estudio, ¿qué lugar ocupan las mujeres? Hablemos de la muerte de su primera mujer.
-De Marita. Fue un duelo muy penoso.

-Eran una linda pareja.
-Sí. Era una mujer extraordinaria, alegre y de una vitalidad arrasadora. La conociste. Falleció a los cincuenta y un años.

-En esa pareja circulaba un erotismo muy interesante. Los recuerdo en Punta del Este.
-Nos amábamos intensamente. Ella era la que leía mis manuscritos.

-¿Le gustó que fuera funcionario?
-[Pausa] Ella tuvo dos momentos de resistencia. El primero fue cuando decidimos venir a vivir a Buenos Aires y dejar Río Cuarto. En esa época, con gran sacrificio, recién habíamos construido nuestra primera casa. El segundo fue cuando fui funcionario. Finalmente, llegó a decir que debía aceptarlo porque se estaba viviendo un clima eufórico y de mucha esperanza.

-¿Qué descubrió de usted mismo siendo funcionario?
-[Lo piensa] Mis limitaciones, que no soy un buen político, que no sé negociar, que no sé esperar, que soy demasiado transparente. Me puso muy mal el hecho de no querer aceptar las, yo diría, mezquindades políticas de ganar espacios de poder sin otro objetivo que ése. Tuve enfrentamientos severos con muchos correligionarios, lo cual llevó a que finalmente me sacaran. [N. de la R: se refiere a la Unión Cívica Radical, UCR.]

-¿Se enfrentaba con la Coordinadora?
-En parte, sí.

-¿Cuál es hoy su mirada política?
-Estoy tan confundido como la mayor parte de la opinión pública argentina. El país ha tenido una decadencia muy seria, muy dolorosa. Es el país con mayores potencialidades de toda América Latina, y lo digo sin el patrioterismo infantil que muchos suelen exhibir. Desde México hasta el polo sur, el mejor país de América Latina sigue siendo el nuestro, en lo físico, en lo intelectual, en los recursos materiales y en los recursos humanos. Sin embargo, es como si nos empeñásemos en no lograr el éxito que está a nuestras puertas.

-Fue muy crítico con los Kirchner.
-Sí, y creo que no exageré. Creo que el mayor pecado de los Kirchner es haber malogrado una oportunidad que estuvo en sus manos. Ellos tuvieron una gran oportunidad para sacar al país adelante y en vez de hacer eso se han preocupado por acumular poder y manejar esto de una manera muy irresponsable y muy triste.

-Volviendo a su vida personal: ¿armó una nueva familia?
-Sí. No me siento cómodo mariposeando por distintos sitios. Necesito una mujer que esté al lado mío, con la cual pueda compartir todo, y fundamentalmente confesar mis inquietudes, mis esperanzas, ser transparente ante ella como no lo soy ante el resto del mundo. Entonces, me volví a casar. Mi mujer actual se llama Norma Fischtein.

-Y le dedica Elogio del placer ...
-[Se sonroja] Tiene diez años de diferencia conmigo. Es muy joven, muy vital, muy alegre. Algo interesante que hicimos desde el primer momento fue ir juntos al cementerio -ella también es viuda- a visitar las tumbas de nuestros respectivos cónyuges: a Marita y a Rubén. Luego pusimos dos grandes fotos de Marita y de Rubén en nuestra casa. No sentimos ningún conflicto por los amores que tuvimos antes. Al contrario, nos hemos dado cuenta de que, en materia de amor, allí sí está permitido ser un gran acumulador. Es bueno acumular amor, y no creer que para que haya un nuevo amor hay que desplazar el anterior.

-Usted, que con Santiago Kovadloff estaba cerca de López Murphy, ¿qué piensa de Carta Abierta, de los intelectuales que apoyan al Gobierno?
-Creo que ese tipo de oficialismo, ese actuar como comisario del poder de turno, les quita objetividad, flexibilidad y el espíritu democrático que debería existir entre nosotros. Carta Abierta me parece irrelevante. No sé por qué se la menciona tanto, si la mayor parte de los que están ahí están a sueldo y usan argumentos muy tirados de los pelos para defender una gestión que es indefendible. En esta gestión ha habido una corrupción a nivel institucional sin paralelos.

-Pregunta en relación a la identidad: ¿ser judío lo define?, ¿lo ha marcado?
-Sí, desde chico. Cuando vivía en Cruz del Eje comencé a leer libros sobre temas religiosos. Mi condición judía fue muy importante y valiosa, porque me creó un espacio de permanente incomodidad. Esa permanente incomodidad es un estímulo creativo que te fuerza a pensar, a indagar, a investigar. Uno no se siente cómodo todas las veces que dice que es judío [en junio próximo, en Israel, la Universidad Hebrea de Jerusalem lo nombrará Doctor Honoris Causa "en reconocimiento a su lucha por la concientización de la democracia"].

-Ha padecido actos de antisemitismo.
-Sí. Por ejemplo, la revista nazi Cabildo me sacó en tapa diciendo: Subversión a sola firma. Los siete pecados capitales de Aguinis . El primer pecado capital es ser judío. El segundo es ser democrático. El tercero, ser intelectual. El cuarto, psicoanalista, y así seguía. Pero el primer pecado era ser judío. No te olvides de que en esa época se hablaba de la sinagoga radical .

Por Any Ventura
revista@lanacion.com.ar

15 de abril de 2010

Un nuevo nivel de pensamiento / Stephen Covey

Les dejo un extracto del libro "Los siete hábitos de la gente altamente efectiva" que por casualidad volví a releer hace poco. Me gusta mucho y comparto la idea del autor y espero que les parezca interesante a ustedes. Para reflexionar.
Saludos!!


Un nuevo nivel de pensamiento

Albert Einstein observó que «los problemas significativos que afrontamos no pueden solucionarse en el mismo nivel de pensamiento en el que estábamos cuando los creamos».
Cuando miramos a nuestro alrededor y en nuestro propio interior, y reconocemos los problemas creados mientras vivimos e interactuamos con la ética de la personalidad, empezamos a comprender que son problemas profundos, fundamentales, que no pueden resolverse en el nivel superficial en el que fueron creados.
Necesitamos un nuevo nivel, un nivel de pensamiento más profundo —un paradigma basado en los principios que describan con exactitud la efectividad del ser humano y sus interacciones— para superar esas preocupaciones profundas.
Sobre este nuevo nivel de pensamiento trata este libro. Nuestro enfoque de la efectividad personal e interpersonal se centra en principios y se basa en el carácter; es «de adentro hacia afuera».
«De adentro hacia afuera» significa empezar por la persona; más fundamentalmente, empezar por la parte más interior de la persona: los paradigmas, el carácter y los motivos.
También significa que si uno quiere tener un matrimonio feliz, tiene que ser el tipo de persona que genera energía positiva y elude la energía negativa en lugar de fortalecerla. Si uno quiere tener un hijo adolescente más agradable y cooperativo, debe ser un padre más comprensivo, empático, coherente, cariñoso. Si uno quiere tener más libertad, más margen en el trabajo, debe ser un empleado más responsable, más útil, más colaborador. Si uno quiere despertar confianza, debe ser digno de confianza. Si uno aspira a la grandeza secundaria del talento reconocido, debe centrarse primero en la grandeza primaria del carácter.
El enfoque de adentro hacia afuera dice que las victorias privadas preceden a las victorias públicas, que debemos hacernos promesas a nosotros mismos, y mantenerlas ante nosotros, y sólo después hacer y mantener promesas ante los otros. Dice también que es fútil poner la personalidad por delante del carácter, tratar de mejorar las relaciones con los otros antes de mejorarnos a nosotros mismos.
De adentro hacia afuera es un proceso, un continuo proceso de renovación basado en las leyes naturales que gobiernan el crecimiento y el progreso humanos. Es una espiral ascendente de crecimiento que conduce a formas progresivamente superiores de independencia responsable e interdependencia efectiva.
He tenido la oportunidad de trabajar con muchas personas: personas maravillosas, personas de talento, personas que aspiraban intensamente a la felicidad y el éxito, personas empeñadas en una búsqueda, personas que se hieren unas a otras... He trabajado con ejecutivos, alumnos universitarios, grupos religiosos y cívicos, familiares y matrimonios. Y en toda mi experiencia nunca he encontrado soluciones duraderas (a los problemas, felicidad y éxito perdurables) que procedieran de afuera hacia adentro.
Según lo que he visto, el paradigma de afuera hacia adentro genera personas infelices que se sienten sacrificadas e inmovilizadas, concentradas en los defectos de otras personas y en las circunstancias a las que atribuyen la responsabilidad por su situación de estancamiento. He visto matrimonios desdichados en los que cada cónyuge quería que cambiara el otro, en los que cada uno «confiesa» los «pecados» del otro, en los que cada uno quiere «moldear» al otro. He visto disputas laborales en las que se consumían cantidades enormes de tiempo y energía tratando de crear leyes que obligaran a la gente a actuar como si realmente existiera un fundamento de confianza.
Miembros de nuestra familia han vivido en tres de los puntos más «calientes» de la Tierra (Sudáfrica, Israel e Irlanda), y creo que la fuente de los continuos problemas de esos lugares ha sido el paradigma social dominante: de afuera hacia adentro. Cada uno de los grupos implicados está convencido de que el problema está «allí afuera», y de que si «ellos» (es decir, todos los otros implicados) «entraran en razón» o «desaparecieran de la vista», ese problema quedaría resuelto.
«De adentro hacia afuera» significa para la mayoría de las personas un cambio dramático de paradigma, en gran medida a causa del poderoso efecto del condicionamiento y del actual paradigma social de la ética de la personalidad.
Pero mi propia experiencia (tanto la personal como la resultante del trabajo con miles de otras personas) y el cuidadoso examen de individuos y sociedades que han tenido éxito en la historia, me han convencido de que muchos de los principios encarnados en los «siete hábitos» se encuentran profundamente arraigados en nuestro interior, en nuestra conciencia moral y en nuestro sentido común. Para reconocerlos y desarrollarlos con el fin de dar respuesta a nuestras preocupaciones más profundas, tenemos que pensar de otro modo, llevar nuestros paradigmas a un nivel nuevo, más profundo, «de adentro hacia afuera».
Si procuramos sinceramente comprender e integrar estos principios en nuestras vidas, estoy convencido de que descubriremos y redescubriremos la verdad de esta observación de T. S. Eliot: "No debemos dejar de explorar, porque al final de nuestra exploración llegaremos a nuestro punto departida y conoceremos el lugar por primera vez."

10 de abril de 2010

Sábado de Gloria / Mario Benedetti

Sábado de Gloria
Mario Benedetti

Desde antes de despertarme, oí caer la lluvia. Primero pensé que serían las seis y cuarto de la mañana y debía ir a la oficina pero había dejado en casa de mi madre los zapatos de goma y tendría que meter papel de diario en los otros zapatos, los comunes, porque me pone fuera de mí sentir cómo la humedad me va enfriando los pies y los tobillos. Después creí que era domingo y me podía quedar un rato bajo las frazadas. Eso -la certeza del feriado- me proporciona siempre un placer infantil. Saber que puedo disponer del tiempo como si fuera libre, como si no tuviera que correr dos cuadras, cuatro de cada seis mañanas, para ganarle al reloj en que debo registrar mi llegada. Saber que puedo ponerme grave y pensar en temas importantes como la vida, la muerte, el fútbol y la guerra.
Durante la semana no tengo tiempo. Cuando llego a la oficina me esperan cincuenta o sesenta asuntos a los que debo convertir en asientos contables, estamparles el sello de contabilizado en fecha y poner mis iniciales con tinta verde. A las doce tengo liquidados aproximadamente la mitad y corro cuatro cuadras para poder introducirme en la plataforma del ómnibus. Si no corro esas cuadras vengo colgado y me da náusea pasar tan cerca de los tranvías. En realidad no es náusea sino miedo, un miedo horroroso. Eso no significa que piense en la muerte sino que me da asco imaginarme con la cabeza rota o despanzurrado en medio de doscientos preocupados curiosos que se empinaran para verme y contarlo todo, al día siguiente, mientras saborean el postre en el almuerzo familiar. Un almuerzo familiar semejante al que liquido en veinticinco minutos, completamente solo, porque Gloria se va media hora antes a la tienda y me deja todo listo en cuatro viandas sobre el primus a fuego lento, de manera que no tengo más que lavarme las manos y tragar la sopa, la milanesa, la tortilla y la compota, echarle un vistazo al diario y lanzarme otra vez a la caza del ómnibus. Cuando llego a las dos, escrituro las veinte o treinta operaciones que quedaron pendientes y a eso de las cinco acudo con mi libreta al timbrazo puntual del vicepresidente que me dicta las cinco o seis cartas de rigor que debo entregar, antes de las siete, traducidas al ingles o al alemán.
Dos veces por semana, Gloria me espera a la salida para divertirnos en un cine donde ella llora copiosamente y yo estrujo el sombrero o mastico el programa. Los otros días ella va a ver a su madre y yo atiendo la contabilidad de dos panaderías, cuyos propietarios -dos gallegos y un mallorquín- ganan lo suficiente fabricando bizcochos con huevos podridos, pero mas aún regentando las amuebladas más concurridas de la zona sur. De modo que cuando regreso a casa, ella esta durmiendo o -cuando volvemos juntos- cenamos y nos acostamos en seguida, cansados como animales. Muy pocas noches nos queda cuerda para el consumo conyugal, y así, sin leer un solo libro, sin comentar siquiera las discusiones entre mis compañeros o las brutalidades de su jefe, que se llama a sí mismo un pan de Dios y al que ellos denominan pan duro, sin decirnos a veces buenas noches, nos quedamos dormidos sin apagar la luz, porque ella quería leer el crimen y yo la página de deportes.
Los comentarios quedan para un sábado como este. (Porque en realidad era un sábado, el final de una siesta de sábado.) Yo me levanto a las tres y media y preparo el té con leche y lo traigo a la cama y ella se despierta entonces y pasa revista a la rutina semanal y pone al día mis calcetines antes de levantarse a las cinco menos cuarto para escuchar la hora del bolero. Sin embargo, este sábado no hubiera sido de comentarios, porque anoche después del cine me excedí en el elogio de Margaret Sullavan y ella sin titubear, se puso a pellizcarme y, como yo seguía inmutable, me agredió con algo más temible y solapado como la descripción simpática de un compañero de la tienda, y es una trampa, claro, porque la actriz es una imagen y el tipo ese todo un baboso de carne y hueso. Por esa estupidez nos acostamos sin hablarnos y esperamos una media hora con la luz apagada, a ver si el otro iniciaba el trámite reconciliatorio. Yo no tenía inconveniente en ser el primero, como en tantas otras veces, pero el sueño empezó antes de que terminara el simulacro de odio y la paz fue postergada para hoy, para el espacio blanco de esta siesta.
Por eso, cuando vi que llovía, pensé que era mejor, porque la inclemencia exterior reforzaría automáticamente nuestra intimidad y ninguno de los dos iba a ser tan idiota como para pasar de trompa y en silencio una tarde lluviosa de sábado que necesariamente deberíamos compartir en un departamento de dos habitaciones, donde la soledad virtualmente no existe y todo se reduce a vivir frente a frente. Ella se despertó con quejidos, pero yo no pensé nada malo. Siempre se queja al despertarse.
Pero cuando se despertó del todo e investigué en su rostro, la noté verdaderamente mal, con el sufrimiento patente en las ojeras. No me acordé entonces de que no nos hablábamos y le pregunté qué le pasaba. Le dolía en el costado. Le dolía muy fuerte y estaba asustada.
Le dije que iba a llamar a la doctora y ella dijo que sí, que la llamara en seguida. Trataba de sonreír pero tenía los ojos tan hundidos, que yo vacilaba entre quedarme con ella o ir a hablar por teléfono. Después pensé que si no iba se asustaría más y entonces bajé y llamé a la doctora.
El tipo que atendió dijo que no estaba en casa. No sé por qué se me ocurrió que mentía y le dije que no era cierto, porque yo la había visto entrar. Entonces me dijo que esperara un instante y al cabo de cinco minutos volvía al aparato e inventó que yo tenia suerte, porque en este momento había llegado. Le dije mire qué bien y le hice anotar la dirección y la urgencia.
Cuando regresé, Gloria estaba mareada y aquello le dolía mucho más. Yo no sabía qué hacer. Le puse una bolsa de agua caliente y después una bolsa de hielo. Nada la calmaba y le di una aspirina. A las seis la doctora no había llegado y yo estaba demasiado nervioso como para poder alentar a nadie. Le conté tres o cuatro anécdotas que querían ser alegres, pero cuando ella sonreía con una mueca me daba bastante rabia porque comprendía que no quería desanimarme. Tomé un vaso de leche y nada más, porque sentía una bola en el estómago. A las seis y media vino al fin la doctora. Es una vaca enorme, demasiado grande para nuestro departamento. Tuvo dos o tres risitas estimulantes y después se puso a apretarle la barriga. Le clavaba los dedos y luego soltaba de golpe.
Gloria se mordía los labios y decía sí, que ahí le dolía, y allí un poco mas, y allá mas aun.
Siempre le dolía más.
La vaca aquella seguía clavándole los dedos y soltando de golpe. Cuando se enderezó tenía ojos de susto ella también y pidió alcohol para desinfectarse. En el corredor me dijo que era peritonitis y que había que operar de inmediato. Le confesé que estábamos en una mutualista y ella me aseguró que iba a hablar con el cirujano.
Bajé con ella y telefoneé a la parada de taxis y a la madre. Subí por la escalera porque en el sexto piso habían dejado abierto el ascensor. Gloria estaba hecha un ovillo y, aunque tenía los ojos secos, yo sabía que lloraba. Hice que se pusiera mi sobretodo y mi bufanda y eso me trajo el recuerdo de un domingo en que se vistió de pantalones y campera, y nos reíamos de su trasero saliente, de sus caderas poco masculinas.
Pero ahora ella con mi ropa era sólo una parodia de esa tarde y había que irse en seguida y pensar.
Cuando salíamos llegó su madre y dijo pobrecita y abrígate por Dios. Entonces ella pareció comprender que había que ser fuerte y se resignó a esa fortaleza. En el taxi hizo unas cuantas bromas sobre la licencia obligada que le darían en la tienda y que yo no iba a tener calcetines para el lunes y, como la madre era virtualmente un manantial, ella le dijo si se creía que esto era un episodio de radio. Yo sabía que cada vez le dolía más fuerte y ella sabía que yo sabía y se apretaba contra mí.
Cuando la bajamos en el sanatorio no tuvo más remedio que quejarse. La dejamos en una salita y al rato vino el cirujano. Era un tipo alto, de mirada distraída y bondadosa. Llevaba el guardapolvo desabrochado y bastante sucio. Ordenó que saliéramos y cerró la puerta.
La madre se sentó en una silla baja y lloraba cada vez más. Yo me puse a mirar la calle; ahora no llovía.
Ni siquiera tenía el consuelo de fumar. Ya en la época de liceo era el único entre treinta y ocho que no había probado nunca un cigarrillo. Fue en la época de liceo que conocí a Gloria y ella tenía trenzas negras y no podía pasar cosmografía. Había dos modos de trabar relación con ella. O enseñarle cosmografía o aprenderla juntos. Lo último era lo apropiado y, claro, ambos la aprendimos.
Entonces salió el médico y me preguntó si yo era el hermano o el marido. Yo dije que el marido y él tosió como un asmático. "No es peritonitis", dijo, "la doctora esa es una burra". "Ah", "Es otra cosa. Mañana lo sabremos mejor." Mañana. Es decir que. "Lo sabremos mejor si pasa esta noche. Si la operábamos, se acaba. Es bastante grave pero si pasa hoy, creo que se salva".
Le agradecí -no sé qué le agradecí- y el agregó: " La reglamentación no lo permite, pero esta noche puede acompañarla." Primero pasó una enfermera con mi sobretodo y mi bufanda. Después pasó ella en una camilla, con los ojos cerrados, inconsciente.
A las ocho pude entrar en la salita individual donde habían puesto a Gloria. Además de la cama había una silla y una mesa. Me senté a horcajadas sobre la silla y apoyé los codos en el respaldo. Sentía un dolor nervioso en los párpados, como si tuviera los ojos excesivamente abiertos. No podía dejar de mirarla. La sábana continuaba en la palidez de su rostro y la frente estaba brillante, cerosa. Era una delicia sentirla respirar, aun así con los ojos cerrados. Me hacía la ilusión de que no me hablaba sólo porque a mí me gustaba Margaret Sullavan, de que yo no le hablaba porque su compañero esa simpático. Pero, en el fondo, yo sabía la verdad y me sentía como en el aire, como si este insomnio fuera una lamentable irrealidad que me exigía esta tensión momentánea, una tensión que de un momento a otro iba a terminar.
Cada eternidad sonaba a lo lejos un reloj y había transcurrido solamente una hora. Una vez me levanté y salí al corredor y caminé unos pasos. Me salió un tipo al encuentro, mordiendo un cigarrillo y preguntándome con un rostro gesticuloso y radiante "Así que usted también está de espera?" Le dije que sí, que también esperaba. "Es el primero", agrego, "parece que da trabajo". Entonces sentí que me aflojaba y entré otra vez en la salita a sentarme a horcajadas en la silla. Empecé a contar las baldosas y a jugar juegos de superstición, haciéndome trampas. Calculaba a ojo el número de baldosas que había en una hilera y luego me decía que si era impar se salvaba. Y era impar. También se salvaba si sonaban las campanadas del reloj antes de que contara diez. Y el reloj sonaba al contar cinco o seis. De pronto me hallé pensando: "Si pasa de hoy..." y me entró el pánico. Era preciso asegurar el futuro, imaginarlo a todo trance. Era preciso fabricar un futuro para arrancarla de esta muerte en cierne. Y me puse a pensar que en la licencia anual iríamos a Floresta, que el domingo próximo -porque era necesario crear un futuro bien cercano- iríamos a cenar con mi hermano y su mujer y nos reiríamos con ellos del susto de mi suegra, que yo haría pública mi ruptura formal con Margaret Sullavan, que Gloria y yo tendríamos un hijo, dos hijos, cuatro hijos y cada vez yo me pondría a esperar impaciente en el corredor.
Entonces entró una enfermera y me hizo salir para darle una inyección. Después volví y seguí formulando ese futuro fácil, transparente. Pero ella sacudió la cabeza, murmuró algo y nada más.
Entonces todo el presente era ella luchando por vivir, sólo ella y yo y la amenaza de la muerte, sólo yo pendiente de las aletas de su nariz que benditamente se abrían y se cerraban, sólo esta salita y el reloj sonando.
Entonces extraje la libreta y empecé a escribir esto, para leérselo a ella cuando estuviéramos otra vez en casa, para leérmelo a mí cuando estuviéramos otra vez en casa.
Otra vez en casa. Qué bien sonaba. Y sin embargo parecía lejano, tan lejano como la primera mujer cuando uno tiene once años, como el reumatismo cuando uno tiene veinte, como la muerte cuando sólo era ayer. De pronto me distraje y pensé en los partidos de hoy, en si los habrían suspendido por la lluvia, en el juez inglés que debutaba en el Estadio, en los asientos contables que escrituré esta mañana.
Pero cuando ella volvió a penetrar por mis ojos, con la frente brillante y cerosa, con la boca seca masticando su fiebre, me sentí profundamente ajeno en ese sábado que habría sido el mío.
Eran las once y media y me acordé de Dios, de mi antigua esperanza de que acaso existiera. No quise rezar, por estricta honradez. Se reza ante aquello en que se cree verdaderamente. Yo no puedo creer verdaderamente en él. Sólo tengo la esperanza de que exista. Después me di cuenta de que yo no rezaba sólo para ver si mi honradez lo conmovía. Y entonces recé. Una oración aplastante, llena de escrúpulos, brutal, una oración como para que no quedasen dudas de que yo no quería no podía adularlo, una oración a mano armada. Escuchaba mi propio balbuceo mental, pero escuchaba sólo la respiración de Gloria, difícil, afanosa. Otra eternidad y sonaron las doce. Si pasa de hoy.
Y había pasado. Definitivamente había pasado y seguía respirando y me dormí. No soñé nada.
Alguien me sacudió el brazo y eran las cuatro y diez. Ella no estaba. Entonces el médico entró y le preguntó a la enfermera si me lo había dicho. Yo grité que sí, que me lo había dicho -aunque no era cierto- y que él era un animal, un bruto más bruto aún que la doctora, porque había dicho que si pasaba de hoy, y sin embargo. Le grité, creo que hasta lo escupí frenético, y él me miraba bondadoso, odiosamente comprensivo, y yo sabía que no tenía razón, porque el culpable era yo por haberme dormido, por haberla dejado sin mi única mirada, sin su futuro imaginado por mí, sin mi oración hiriente, castigada.
Y entonces pedí que me dijeran en dónde podía verla. Me sostenía una insulsa curiosidad por verla desaparecer, llevándose consigo todos mis hijos, todos mis feriados, toda mi apática ternura hacia Dios.

Fin

5 de abril de 2010

La gallina degollada / Narrado por Alberto Laiseca

Del excelente cuento de Horacio Quiroga, les dejo la narración del Alberto Laiseca. Imperdible!!
Saludos!

1 de abril de 2010

La estatua de sal / Leopoldo Lugones

La estatua de sal
Leopoldo Lugones

He aquí cómo refirió el peregrino la verdadera historia del monje Sosistrato:

-Quien no ha pasado alguna vez por el monasterio de San Sabas, diga que no conoce la desolación. Imaginaos un antiquísimo edificio situado sobre el Jordán, cuyas aguas saturadas de arena amarillenta, se deslizan ya casi agotadas hacia el Mar Muerto, por entre bosquecillos de terebintos y manzanos de Sodoma. En toda aquella comarca no hay más que una palmera cuya copa sobrepasa los muros del monasterio. Una soledad infinita, sólo turbada de tarde en tarde por el paso de algunos nómadas que trasladan sus rebaños; un silencio colosal que parece bajar de las montañas cuya eminencia amuralla el horizonte. Cuando sopla el viento del desierto, llueve arena impalpable; cuando el viento es del lago, todas las plantas quedan cubiertas de sal. El ocaso y la aurora se confunden en una misma tristeza. Sólo aquellos que deben expiar grandes crímenes, arrostran semejantes soledades. En el convento se puede oír misa y comulgar. Los monjes que no son ya más que cinco, y todos por lo menos sexagenarios, ofrecen al peregrino una modesta colación de dátiles fritos, uvas, aguas del río y algunas veces vino de palmera. Jamás salen del monasterio, aunque las tribus vecinas los respetan porque son buenos médicos. Cuando muere alguno, le sepultan en las cuevas que hay debajo a la orilla del río, entre las rocas. En esas cuevas anidan ahora parejas de palomas azules, amigas del convento; antes, hace ya muchos años, habitaron en ellas los primeros anacoretas, uno de los cuales fue el monje Sosistrato cuya historia he prometido contaros. Ayúdeme nuestra Señora del Carmelo y vosotros escuchad con atención. Lo que vais a oír me lo refirió palabra por palabra el hermano Porfirio, que ahora está sepultado en una de las cuevas de San Sabas, donde acabó su santa vida a los ochenta años en la virtud y la penitencia. Dios le haya acogido en su gracia. Amén.
Sosistrato era un monje armenio, que había resuelto pasar su vida en la soledad con varios jóvenes compañeros suyos de vida mundana, recién convertidos a la religión del crucificado. Pertenecía, pues, a la fuerte raza de los estilitas. Después de largo vagar por el desierto, encontraron un día las cavernas de que os he hablado y se instalaron en ellas. El agua del Jordán, los frutos de una pequeña hortaliza que cultivaban en común, bastaban para llenar sus necesidades. Pasaban los días orando y meditando. De aquellas grutas surgían columnas de plegarias, que contenían con su esfuerzo la vacilante bóveda de los cielos próxima a desplomarse sobre los pecados del mundo. El sacrificio de aquellos desterrados, que ofrecían diariamente la maceración de sus carnes y la pena de sus ayunos a la justa ira de Dios, para aplacarla, evitó muchas pestes, guerras y terremotos. Esto no lo saben los impíos que ríen con ligereza de las penitencias de los cenobitas. Y sin embargo, los sacrificios y oraciones de los justos son las claves del techo del universo.
Al cabo de treinta años de austeridad y silencio, Sosistrato y sus compañeros habían alcanzado la santidad. El demonio, vencido, aullaba de impotencia bajo el pie de los santos monjes. Estos fueron acabando sus vidas uno tras otro, hasta que al fin Sosistrato se quedó solo. Estaba muy viejo, muy pequeñito. Se había vuelto casi transparente. Oraba arrodillado quince horas diarias, y tenía revelaciones. Dos palomas amigas traíanle cada tarde algunos granos de granada y se los daban a comer con el pico. Nada más que de eso vivía; en cambio olía bien como un jazminero por la tarde. Cada año, el viernes doloroso, encontraba al despertar, en la cabecera de su lecho de ramas, una copa de oro llena de vino y un pan con cuyas especies comulgaba absorbiéndose en éxtasis inefables. Jamás se le ocurrió pensar de dónde vendría aquello, pues bien sabía que el señor Jesús puede hacerlo. Y aguardando con unción perfecta el día de su ascensión a la bienaventuranza, continuaba soportando sus años. Desde hacía más de cincuenta, ningún caminante había pasado por allí.
Pero una mañana, mientras el monje rezaba con sus palomas, éstas asustadas de pronto, echaron a volar abandonándole. Un peregrino acababa de llegar a la entrada de la caverna. Sosistrato, después de saludarle con santas palabras, le invitó a reposar indicándole un cántaro de agua fresca. El desconocido bebió con ansia como si estuviese anonadado de fatiga; y después de consumir un puñado de frutas secas que extrajo de su alforja, oró en compañía del monje.
Transcurrieron siete días. El caminante refirió su peregrinación desde Cesarea a las orillas del Mar Muerto, terminando la narración con una historia que preocupó a Sosistrato.

-He visto los cadáveres de las ciudades malditas -dijo una noche a su huésped-. He mirado humear el mar como una hornalla, y he contemplado lleno de espanto a la mujer de sal, la castigada esposa de Lot. La mujer está viva, hermano mío, y yo la he escuchado gemir y la he visto sudar al sol del mediodía.

-Cosa parecida cuenta Juvencus en su tratado De Sodoma -dijo en voz baja Sosistrato.
-Sí, conozco el pasaje -añadió el peregrino-. Algo más definitivo hay en él todavía; y de ello resulta que la esposa de Lot ha seguido siendo fisiológicamente mujer. Yo he pensado que sería obra de caridad libertarla de su condena...
-Es la justicia de Dios -exclamó el solitario.
-¿No vino Cristo a redimir también con su sacrificio los pecados del antiguo mundo? -replicó suavemente el viajero que parecía docto en letras sagradas-. ¿Acaso el bautismo no lava igualmente el pecado contra la Ley que el pecado contra el Evangelio?...

Después de estas palabras, ambos se entregaron al sueño. Fue aquélla la última noche que pasaron juntos. Al siguiente día el desconocido partió, llevando consigo la bendición de Sosistrato, y no necesito deciros que, a pesar de sus buenas apariencias, aquel fingido peregrino era Satán en persona.
El proyecto del maligno fue sutil. Una preocupación tenaz asaltó desde aquella noche el espíritu del santo. ¡Bautizar la estatua de sal, liberar de su suplicio aquel espíritu encadenado! La caridad lo exigía, la razón argumentaba. En esta lucha transcurrieron meses, hasta que por fin el monje tuvo una visión. Un ángel se le apareció en sueños y le ordenó ejecutar el acto.
Sosistrato oró y ayunó tres días, y en la mañana del cuarto, apoyándose en su bordón de acacia, tomó, costeando el Jordán, la senda del Mar Muerto. La jornada no era larga, pero sus piernas cansadas apenas podían sostenerle. Así marchó durante dos días. Las fieles palomas continuaban alimentándole como de ordinario, y él rezaba mucho, profundamente, pues aquella resolución afligíale en extremo. Por fin, cuando sus pies iban a faltarle, las montañas se abrieron y el lago apareció.
Los esqueletos de las ciudades destruidas iban poco a poco desvaneciéndose. Algunas piedras quemadas, era todo lo que restaba ya: trozos de arcos, hileras de adobes carcomidos por la sal y cimentados en betún... El monje reparó apenas en semejantes restos, que procuró evitar a fin de que sus pies no se manchasen a su contacto. De repente, todo su viejo cuerpo tembló. Acababa de advertir hacia el sur, fuera ya de los escombros, en un recodo de las montañas desde el cual apenas se los percibía, la silueta de la estatua.
Bajo su manto petrificado que el tiempo había roído, era larga y fina como un fantasma. El sol brillaba con límpida incandescencia, calcinando las rocas, haciendo espejear la capa salobre que cubría las hojas de los terebintos. Aquellos arbustos, bajo la reverberación meridiana, parecían de plata. En el cielo no había una sola nube. Las aguas amargas dormían en su característica inmovilidad. Cuando el viento soplaba, podía escucharse en ellas, decían los peregrinos, cómo se lamentaban los espectros de las ciudades.
Sosistrato se aproximó a la estatua. El viajero había dicho verdad. Una humedad tibia cubría su rostro. Aquellos ojos blancos, aquellos labios blancos, estaban completamente inmóviles bajo la invasión de la piedra, en el sueño de sus siglos. Ni un indicio de vida salía de aquella roca. ¡El sol la quemaba con tenacidad implacable, siempre igual desde hacía miles de años, y sin embargo, esa efigie estaba viva puesto que sudaba! Semejante sueño resumía el misterio de los espantos bíblicos. La cólera de Jehová había pasado sobre aquel ser, espantosa amalgama de carne y de peñasco. ¿No era temeridad el intento de turbar ese sueño? ¿No caería el pecado de la mujer maldita sobre el insensato que procuraba redimirla? Despertar el misterio es una locura criminal, tal vez una tentación del infierno. Sosistrato, lleno de congoja, se arrodilló a orar en la sombra de un bosquecillo...
Cómo se verificó el acto, no os lo voy a decir. Sabed únicamente que cuando el agua sacramental cayó sobre la estatua, la sal se disolvió lentamente, y a los ojos del solitario apareció una mujer, vieja como la eternidad, envuelta en andrajos terribles, de una lividez de ceniza, flaca y temblorosa, llena de siglos. El monje que había visto al demonio sin miedo, sintió el pavor de aquella aparición. Era el pueblo réprobo lo que se levantaba en ella. ¡Esos ojos vieron la combustión de los azufres llovidos por la cólera divina sobre la ignominia de las ciudades; esos andrajos estaban tejidos con el pelo de los camellos de Lot; esos pies hollaron las cenizas del incendio del Eterno! Y la espantosa mujer le habló con su voz antigua. Ya no recordaba nada. Sólo una vaga visión del incendio, una sensación tenebrosa despertada a la vista de aquel mar. Su alma estaba vestida de confusión. Había dormido mucho, un sueño negro como el sepulcro. Sufría sin saber por qué, en aquella sumersión de pesadilla. Ese monje acababa de salvarla. Lo sentía. Era lo único claro en su visión reciente. Y el mar... el incendio... la catástrofe... las ciudades ardidas... todo aquello se desvanecía en una clarividente visión de muerte. Iba a morir. Estaba salvada, pues. ¡Y era el monje quien la había salvado! Sosistrato temblaba, formidable. Una llama roja incendiaba sus pupilas. El pasado acababa de desvanecerse en él, como si el viento de fuego hubiera barrido su alma. Y sólo este convencimiento ocupaba su conciencia: ¡la mujer de Lot estaba allí! El sol descendía hacia las montañas. Púrpuras de incendio manchaban el horizonte. Los días trágicos revivían en aquel aparato de llamaradas. Era como una resurrección del castigo, reflejándose por segunda vez sobre las aguas del lago amargo. Sosistrato acababa de retroceder en los siglos. Recordaba. Había sido actor en la catástrofe. Y esa mujer... ¡esa mujer le era conocida!
Entonces un ansia espantosa le quemó las carnes. Su lengua habló, dirigiéndose a la espectral resucitada:

-Mujer, respóndeme una sola palabra.
-Habla... pregunta...
-¿Responderás?
-Sí, habla; ¡me has salvado!

Los ojos del anacoreta brillaron, como si en ellos se concentrase el resplandor que incendiaba las montañas.

-Mujer, dime qué viste cuando tu rostro se volvió para mirar.

Una voz anudada de angustia, le respondió:

-Oh, no... ¡Por Elohim, no quieras saberlo!
-¡Dime qué viste!
-No... no... ¡Sería el abismo!
-Yo quiero el abismo.
-Es la muerte...
-¡Dime qué viste!
-¡No puedo... no quiero!
-Yo te he salvado.
-No... no...

El sol acababa de ponerse.

-¡Habla!

La mujer se aproximó. Su voz parecía cubierta de polvo; se apagaba, se crepusculizaba, agonizando.

-¡Por las cenizas de tus padres!...
-¡Habla!

Entonces aquel espectro aproximó su boca al oído del cenobita, y dijo una palabra. Y Sosistrato, fulminado, anonadado, sin arrojar un grito, cayó muerto. Roguemos a Dios por su alma.

FIN