30 de enero de 2009

El gato negro / Edgar Allan Poe

Uno de los mejores clásicos de este escritor.
Espero les guste! Es conocido pero siempre da placer leerlo una vez mas.
Saludos! Estanis

El gato negro
Edgar Allan Poe

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo
a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia.
Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera
aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple,
sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de
esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no
intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos
que baroques. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis
fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos
excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una
vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que
abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis
compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una
gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que
cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y,
cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer.
Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan
que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía.
Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón
de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al
observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los
más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro,
conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de
una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no
poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los
gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo
menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón —tal era el nombre del gato— se había convertido en mi favorito y mi
camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba
mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo)
mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio.
Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los
sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por
infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de
mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin
embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que
hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el
afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba —pues, ¿qué
enfermedad es comparable al alcohol?—, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba
viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis
correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos,
pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de
mí una furia demoniaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se
separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra,
estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí
mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo.
Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores
de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen
cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una
vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo
sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo
presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de
costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me
quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente
antipatía de un animal que alguna vez me ha querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó
en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el
espíritu de la PERVERSIDAD. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin
embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los
impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles,
uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a
sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple
razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que
enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la
Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en
mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar
su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a
consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre
fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué
mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el
corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que
no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un
pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla —si ello fuera
posible— más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y
más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de:
«¡Incendio!» Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo.
Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo
quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que
resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el
desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar
ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo
una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de
poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera
de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su
reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias
personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras
«¡extraño!, ¡curioso!» y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en
la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco
gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor
del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición —ya que no podía considerarla otra cosa— me sentí
dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que
había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio,
la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar
al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en
esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad
contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco
del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el
extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos
meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un
sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de
lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba,
algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame,
reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que
constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando
dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo
alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era una gato negro muy grande, tan grande
como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle: Plutón no tenía el menor pelo
blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha
blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra
mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que
precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me
contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció
dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para
inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se
convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era
exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero —sin que pueda decir cómo ni
por qué— su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el
sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba
encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño
me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerle
víctima de cualquier violencia; pero gradualmente —muy gradualmente— llegué a mirarlo
con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una
emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente
de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue
precisamente la que le hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado
esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente
de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía
mis pasos con una pertinacia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me
sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas
caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o
bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En
esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el
recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo —quiero confesarlo ahora mismo— por un
espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería
imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer —sí, aún en
esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto
que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras
que sería dado concebir—. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la
forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia
entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha,
aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de
manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como
fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora
algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del
monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa
atroz, siniestra..., ¡la imagen del PATÍBULO! ;Oh lúgubre y terrible máquina del horror y
del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una
bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de
producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios!
¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella
criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más
horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso
—pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme— apoyado eternamente
sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de
bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los
más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse
en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer,
que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y
frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa
donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada
escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura.
Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían
detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de
haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por
su intervención a una rabia más que demoniaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en
la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la
tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de
noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron
mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se
me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el
cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería
común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que
me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice
que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente
y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no
había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa
chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano.
Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y
tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo
sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una
palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve
en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después
de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del
anterior, y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí
seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada.
Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me
dije: «Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano.»
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al
final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su
destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la
violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi
humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de
la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez
desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente, sí, pude dormir, aun con
el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré
como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no
volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción
me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó
mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se
descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y
procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era
impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara
en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez,
bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía
tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro
del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para
allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría
de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo
menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
—Caballeros —dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera—, me alegro mucho de
haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de
paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir
alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras.) Repito que es una
casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?...
tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que
llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la
esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado
el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo
y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente
hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un
aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede
haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los
demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui
tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera
quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que
cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada,
apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y
el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había
inducido al asesinato, y cuya voz delatora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al
monstruo en la tumba!

25 de enero de 2009

La salud de los enfermos / Julio Cortazar

Uno de los mejores cuentos de Cortazar. Que lo disfruten! Saludos. Estanis

La salud de los enfermos
Julio Cortazar

Cuando inesperadamente tía Clelia se sintió mal, en la familia hubo un momento de pánico y por varias horas nadie fue capaz de reaccionar y discutir un plan de acción, ni siquiera tío Roque que encontraba siempre la salida más atinada. A Carlos lo llamaron por teléfono a la oficina, Rosa y Pepa despidieron a los alumnos de piano y solfeo, y hasta tía Clelia se preocupó más por mamá que por ella misma. Estaba segura de que lo que sentía no era grave, pero a mamá no se le podían dar noticias inquietantes con su presión y su azúcar, de sobra sabían todos que el doctor Bonifaz había sido el primero en comprender y aprobar que le ocultaran a mamá lo de Alejandro. Si tía Clelia tenía que guardar cama era necesario encontrar alguna manera de que mamá no sospechara que estaba enferma, pero ya lo de Alejandro se había vuelto tan difícil y ahora se agregaba esto; la menor equivocación, y acabaría por saber la verdad. Aunque la casa era grande, había que tener en cuenta el oído tan afinado de mamá y su inquietante capacidad para adivinar dónde estaba cada uno. Pepa, que había llamado al doctor Bonifaz desde el teléfono de arriba, avisó a sus hermanos que el médico vendría lo antes posible y que dejaran entornada la puerta cancel para que entrase sin llamar. Mientras Rosa y tío Roque atendían a tía Clelia que había tenido dos desmayos y se quejaba de un insoportable dolor de cabeza, Carlos se quedó con mamá para contarle las novedades del conflicto diplomático con el Brasil y leerle las últimas noticias. Mamá estaba de buen humor esa tarde y no le dolía la cintura como casi siempre a la hora de la siesta. A todos les fue preguntando qué les pasaba que parecían tan nerviosos, y en la casa se habló de la baja presión y de los efectos nefastos de los mejoradores en el pan. A la hora del té vino tío Roque a charlar con mamá, y Carlos pudo darse un baño y quedarse a la espera del médico. Tía Clelia seguía mejor, pero le costaba moverse en la cama y ya casi no se interesaba por lo que tanto la había preocupado al salir del primer vahído. Pepa y Rosa se turnaron junto a ella, ofreciéndole té y agua sin que les contestara; la casa se apaciguó con el atardecer y los hermanos se dijeron que tal vez lo de tía Clelia no era grave, y que a la tarde siguiente volvería a entrar en el dormitorio de mamá como si no le hubiese pasado nada.
Con Alejandro las cosas habían sido mucho peores, porque Alejandro se había matado en un accidente de auto a poco de llegar a Montevideo donde lo esperaban en casa de un ingeniero amigo. Ya hacía casi un año de eso, pero siempre seguía siendo el primer día para los hermanos y los tíos, para todos menos para mamá ya que para mamá Alejandro estaba en el Brasil donde una firma de Recife le había encargado la instalación de una fábrica de cemento. La idea de preparar a mamá, de insinuarle que Alejandro había tenido un accidente y que estaba levemente herido, no se les había ocurrido siquiera después de las prevenciones del doctor Bonifaz. Hasta María Laura, más allá de toda comprensión en esas primeras horas, había admitido que no era posible darle la noticia a mamá. Carlos y el padre de María Laura viajaron al Uruguay para traer el cuerpo de Alejandro, mientras la familia cuidaba como siempre de mamá que ese día estaba dolorida y difícil. El club de ingeniería aceptó que el velorio se hiciera en su sede y Pepa, la más ocupada con mamá, ni siquiera alcanzó a ver el ataúd de Alejandro mientras los otros se turnaban de hora en hora y acompañaban a la pobre María Laura perdida en un horror sin lágrimas. Como casi siempre, a tío Roque le tocó pensar. Habló de madrugada con Carlos, que lloraba silenciosamente a su hermano con la cabeza apoyada en la carpeta verde de la mesa del comedor donde tantas veces habían jugado a las cartas. Después se les agregó tía Clelia, porque mamá dormía toda la noche y no había que preocuparse por ella. Con el acuerdo tácito de Rosa y de Pepa, decidieron las primeras medidas, empezando por el secuestro de La Nación -a veces mamá se animaba a leer el diario unos minutos- y todos estuvieron de acuerdo con lo que había pensado el tío Roque. Fue así como una empresa brasileña contrató a Alejandro para que pasara un año en Recife, y Alejandro tuvo que renunciar en pocas horas a sus breves vacaciones en casa del ingeniero amigo, hacer su valija y saltar al primer avión. Mamá tenía que comprender que eran nuevos tiempos, que los industriales no entendían de sentimientos, pero Alejandro ya encontraría la manera de tomarse una semana de vacaciones a mitad de año y bajar a Buenos Aires. A mamá le pareció muy bien todo eso, aunque lloró un poco y hubo que darle a respirar sus sales. Carlos, que sabía hacerla reír, le dijo que era una vergüenza que llorara por el primer éxito del benjamín de la familia, y que a Alejandro no le hubiera gustado enterarse de que recibían así la noticia de su contrato. Entonces mamá se tranquilizó y dijo que bebería un dedo de málaga a la salud de Alejandro. Carlos salió bruscamente a buscar el vino, pero fue Rosa quien lo trajo y quien brindó con mamá.
La vida de mamá era bien penosa, y aunque poco se quejaba había que hacer todo lo posible por acompañarla y distraerla. Cuando al día siguiente del entierro de Alejandro se extrañó de que María Laura no hubiese venido a visitarla como todos los jueves, Pepa fue por la tarde a casa de los Novalli para hablar con María Laura. A esa hora tío Roque estaba en el estudio de un abogado amigo, explicándole la situación; el abogado prometió escribir inmediatamente a su hermano que trabajaba en Recife (las ciudades no se elegían al azar en casa de mamá) y organizar lo de la correspondencia. El doctor Bonifaz ya había visitado como por casualidad a mamá, y después de examinarle la vista la encontró bastante mejor pero le pidió que por unos días se abstuviera de leer los diarios. Tía Clelia se encargó de comentarle las noticias más interesantes; por suerte a mamá no le gustaban los noticieros radiales porque eran vulgares y a cada rato había avisos de remedios nada seguros que la gente tomaba contra viento y marea y así les iba.
María Laura vino el viernes por la tarde y habló de lo mucho que tenía que estudiar para los exámenes de arquitectura.
-Sí, mi hijita -dijo mamá, mirándola con afecto-. Tenés los ojos colorados de leer, y eso es malo. Ponete unas compresas con hamamelis, que es lo mejor que hay.
Rosa y Pepa estaban ahí para intervenir a cada momento en la conversación, y María Laura pudo resistir y hasta sonrió cuando mamá se puso a hablar de ese pícaro de novio que se iba tan lejos y casi sin avisar. La juventud moderna era así, el mundo se había vuelto loco y todos andaban apurados y sin tiempo para nada. Después mamá se perdió en las ya sabidas anécdotas de padres y abuelos, y vino el café y después entró Carlos con bromas y cuentos, y en algún momento tío Roque se paró en la puerta del dormitorio y los miró con su aire bonachón, y todo pasó como tenía que pasar hasta la hora del descanso de mamá.
La familia se fue habituando, a María Laura le costó más pero en cambio sólo tenía que ver a mamá los jueves; un día llegó la primera carta de Alejandro (mamá se había extrañado ya dos veces de su silencio) y Carlos se la leyó al pie de la cama. A Alejandro le había encantado Recife, hablaba del puerto, de los vendedores de papagayos y del sabor de los refrescos, a la familia se le hacía agua la boca cuando se enteraba de que los ananás no costaban nada, y que el café era de verdad y con una fragancia... Mamá pidió que le mostraran el sobre, y dijo que habría que darle la estampilla al chico de los Marolda que era filatelista, aunque a ella no le gustaba nada que los chicos anduvieran con las estampillas porque después no se lavaban las manos y las estampillas habían rodado por todo el mundo.
-Les pasan la lengua para pegarlas - decía siempre mamá- y los microbios quedan ahí y se incuban, es sabido. Pero dásela lo mismo, total ya tiene tantas que una más...
Al otro día mamá llamó a Rosa y le dictó una carta para Alejandro, preguntándole cuándo iba a poder tomarse vacaciones y si el viaje no le costaría demasiado. Le explicó cómo se sentía y le habló del ascenso que acababan de darle a Carlos y del premio que había sacado uno de los alumnos de piano de Pepa. También le dijo que María Laura la visitaba sin faltar ni un solo jueves, pero que estudiaba demasiado y que eso era malo para la vista. Cuando la carta estuvo escrita, mamá la firmó al pie con un lápiz, y besó suavemente el papel. Pepa se levantó con el pretexto de ir a buscar un sobre, y tía Clelia vino con las pastillas de las cinco y unas flores para el jarrón de la cómoda.
Nada era fácil, porque en esa época la presión de mamá subió todavía más y la familia llegó a preguntarse si no habría alguna influencia inconsciente, algo que desbordaba del comportamiento de todos ellos, una inquietud y un desánimo que hacían daño a mamá a pesar de las precauciones y la falsa alegría. Pero no podía ser, porque a fuerza de fingir las risas todos habían acabado por reírse de veras con mamá, y a veces se hacían bromas y se tiraban manotazos aunque no estuvieran con ella, y después se miraban como si se despertaran bruscamente, y Pepa se ponía muy colorada y Carlos encendía un cigarrillo con la cabeza gacha. Lo único importante en el fondo era que pasara el tiempo y que mamá no se diese cuenta de nada. Tío Roque había hablado con el doctor Bonifaz, y todos estaban de acuerdo en que había que continuar indefinidamente la comedia piadosa, como la calificaba tía Clelia. El único problema eran las visitas de María Laura porque mamá insistía naturalmente en hablar de Alejandro, quería saber si se casarían apenas él volviera de Recife o si ese loco de hijo iba a aceptar otro contrato lejos y por tanto tiempo. No quedaba más remedio que entrar a cada momento en el dormitorio y distraer a mamá, quitarle a María Laura que se mantenía muy quieta en su silla, con las manos apretadas hasta hacerse daño, pero un día mamá le preguntó a tía Clelia por qué todos se precipitaban en esa forma cuando María Laura venía a verla, como si fuera la única ocasión que tenían de estar con ella. Tía Clelia se echó a reír y le dijo que todos veían un poco a Alejandro en María Laura, y que por eso les gustaba estar con ella cuando venía.
-Tenés razón, María Laura es tan buena -dijo mamá-. El bandido de mi hijo no se la merece, creeme.
-Mirá quién habla -dijo tía Clelia-. Si se te cae la baba cuando nombrás a tu hijo.
Mamá también se puso a reír, y se acordó de que en esos días iba a llegar carta de Alejandro. La carta llegó y tío Roque la trajo junto con el té de las cinco. Esa vez mamá quiso leer la carta y pidió sus anteojos de ver cerca. Leyó aplicadamente, como si cada frase fuera un bocado que había que dar vueltas y vueltas paladeándolo.
-Los muchachos de ahora no tienen respeto -dijo sin darle demasiada importancia-. Está bien que en mi tiempo no se usaban esas máquinas, pero yo no me hubiera atrevido jamás a escribir así a mi padre, ni vos tampoco.
-Claro que no -dijo tío Roque-. Con el genio que tenía el viejo.
-A vos no se te cae nunca eso del viejo, Roque. Sabés que no me gusta oírtelo decir, pero te da igual. Acordate cómo se ponía mamá.
-Bueno, está bien. Lo de viejo es una manera de decir, no tiene nada que ver con el respeto.
-Es muy raro -dijo mamá, quitándose los anteojos y mirando las molduras del cielo raso-. Ya van cinco o seis cartas de Alejandro, y en ninguna me llama... Ah, pero es un secreto entre los dos. Es raro, sabés. ¿Por qué no me ha llamado así ni una sola vez?
-A lo mejor al muchacho le parece tonto escribírtelo. Una cosa es que te diga... ¿cómo te dice?...
-Es un secreto -dijo mamá-. Un secreto entre mi hijito y yo.
Ni Pepa ni Rosa sabían de ese nombre, y Carlos se encogió de hombros cuando le preguntaron.
-¿Qué querés, tío? Lo más que puedo hacer es falsificarle la firma. Yo creo que mamá se va a olvidar de eso, no te lo tomés tan a pecho.
A los cuatro o cinco meses, después de una carta de Alejandro en la que explicaba lo mucho que tenía que hacer (aunque estaba contento porque era una gran oportunidad para un ingeniero joven), mamá insistió en que ya era tiempo de que se tomara unas vacaciones y bajara a Buenos Aires. A Rosa, que escribía la respuesta de mamá, le pareció que dictaba más lentamente, como si hubiera estado pensando mucho cada frase.
-Vaya a saber si el pobre podrá venir -comentó Rosa como al descuido-. Sería una lástima que se malquiste con la empresa justamente ahora que le va tan bien y está tan contento.
Mamá siguió dictando como si no hubiera oído. Su salud dejaba mucho que desear y le hubiera gustado ver a Alejandro, aunque sólo fuese por unos días. Alejandro tenía que pensar también en María Laura, no porque ella creyese que descuidaba a su novia, pero un cariño no vive de palabras bonitas y promesas a la distancia. En fin, esperaba que Alejandro le escribiera pronto con buenas noticias. Rosa se fijó que mamá no besaba el papel después de firmar, pero que miraba fijamente la carta como si quisiera grabársela en la memoria. "Pobre Alejandro", pensó Rosa, y después se santiguó bruscamente sin que mamá la viera.
-Mirá -le dijo tío Roque a Carlos cuando esa noche se quedaron solos para su partida de dominó-, yo creo que esto se va a poner feo. Habrá que inventar alguna cosa plausible, o al final se dará cuenta.
-Qué sé yo, tío. Lo mejor será que Alejandro conteste de una manera que la deje contenta por un tiempo más. La pobre está tan delicada, no se puede ni pensar en...
-Nadie habló de eso, muchacho. Pero yo te digo que tu madre es de las que no aflojan. Está en la familia, che.
Mamá leyó sin hacer comentarios la respuesta evasiva de Alejandro, que trataría de conseguir vacaciones apenas entregara el primer sector instalado de la fábrica. Cuando esa tarde llegó María Laura, le pidió que intercediera para que Alejandro viniese aunque no fuera más que una semana a Buenos Aires. María Laura le dijo después a Rosa que mamá se lo había pedido en el único momento en que nadie más podía escucharla. Tío Roque fue el primero en sugerir lo que todos habían pensado ya tantas veces sin animarse a decirlo por lo claro, y cuando mamá le dictó a Rosa otra carta para Alejandro, insistiendo en que viniera, se decidió que no quedaba más remedio que hacer la tentativa y ver si mamá estaba en condiciones de recibir una primera noticia desagradable. Carlos consultó al doctor Bonifaz, que aconsejó prudencia y unas gotas. Dejaron pasar el tiempo necesario, y una tarde tío Roque vino a sentarse a los pies de la cama de mamá, mientras Rosa cebaba un mate y miraba por la ventana del balcón, al lado de la cómoda de los remedios.
-Fijate que ahora empiezo a entender un poco por qué este diablo de sobrino no se decide a venir a vernos -dijo tío Roque-. Lo que pasa es que no te ha querido afligir, sabiendo que todavía no estás bien.
Mamá lo miró como si no comprendiera.
-Hoy telefonearon los Novalli, parece que María Laura recibió noticias de Alejandro. Está bien, pero no va a poder viajar por unos meses.
-¿Por qué no va a poder viajar? -preguntó mamá.
-Porque tiene algo en un pie, parece. En el tobillo, creo. Hay que preguntarle a María Laura para que diga lo que pasa. El viejo Novalli habló de una fractura o algo así.
-¿Fractura de tobillo? -dijo mamá.
Antes de que tío Roque pudiera contestar, ya Rosa estaba con el frasco de sales. El doctor Bonifaz vino en seguida, y todo pasó en unas horas, pero fueron horas largas y el doctor Bonifaz no se separó de la familia hasta entrada la noche. Recién dos días después mamá se sintió lo bastante repuesta como para pedirle a Pepa que le escribiera a Alejandro. Cuando Pepa, que no había entendido bien, vino como siempre con el block y la lapicera, mamá cerró los ojos y negó con la cabeza.
-Escribile vos, nomás. Decile que se cuide.
Pepa obedeció, sin saber por qué escribía una frase tras otra puesto que mamá no iba a leer la carta. Esa noche le dijo a Carlos que todo el tiempo, mientras escribía al lado de la cama de mamá, había tenido la absoluta seguridad de que mamá no iba a leer ni a firmar esa carta. Seguía con los ojos cerrados y no los abrió hasta la hora de la tisana; parecía haberse olvidado, estar pensando en otras cosas.
Alejandro contestó con el tono más natural del mundo, explicando que no había querido contar lo de la fractura para no afligirla. Al principio se habían equivocado y le habían puesto un yeso que hubo de cambiar, pero ya estaba mejor y en unas semanas podría empezar a caminar. En total tenía para unos dos meses, aunque lo malo era que su trabajo se había retrasado una barbaridad en el peor momento, y...
Carlos, que leía la carta en voz alta, tuvo la impresión de que mamá no lo escuchaba como otras veces. De cuando en cuando miraba el reloj, lo que en ella era signo de impaciencia. A las siete Rosa tenía que traerle el caldo con las gotas del doctor Bonifaz, y eran las siete y cinco.
-Bueno -dijo Carlos, doblando la carta-. Ya ves que todo va bien, al pibe no le ha pasado nada serio.
-Claro -dijo mamá-. Mirá, decile a Rosa que se apure, querés.
A María Laura, mamá le escuchó atentamente las explicaciones sobre la fractura de Alejandro, y hasta le dijo que le recomendara unas fricciones que tanto bien le habían hecho a su padre cuando la caída del caballo en Matanzas. Casi en seguida, como si formara parte de la misma frase, preguntó si no le podían dar unas gotas de agua de azahar, que siempre le aclaraban la cabeza.
La primera en hablar fue María Laura, esa misma tarde. Se lo dijo a Rosa en la sala, antes de irse, y Rosa se quedó mirándola como si no pudiera creer lo que había oído.
-Por favor -dijo Rosa-. ¿Cómo podés imaginarte una cosa así?
-No me la imagino, es la verdad -dijo María Laura-. Y yo no vuelvo más, Rosa, pídanme lo que quieran, pero yo no vuelvo a entrar en esa pieza.
En el fondo a nadie le pareció demasiado absurda la fantasía de María Laura, pero tía Clelia resumió el sentimiento de todos cuando dijo que en una casa como la de ellos un deber era un deber. A Rosa le tocó ir a lo de los Novalli, pero María Laura tuvo un ataque de llanto tan histérico que no quedó más remedio que acatar su decisión; Pepa y Rosa empezaron esa misma tarde a hacer comentarios sobre lo mucho que tenía que estudiar la pobre chica y lo cansada que estaba. Mamá no dijo nada, y cuando llegó el jueves no preguntó por María Laura. Ese jueves se cumplían diez meses de la partida de Alejandro al Brasil. La empresa estaba tan satisfecha de sus servicios, que unas semanas después le propusieron una renovación del contrato por otro año, siempre que aceptara irse de inmediato a Belén para instalar otra fábrica. A tío Roque le parecía eso formidable, un gran triunfo para un muchacho de tan pocos años.
-Alejandro fue siempre el más inteligente -dijo mamá-. Así como Carlos es el más tesonero.
-Tenés razón -dijo tío Roque, preguntándose de pronto qué mosca le habría picado aquel día a María Laura-. La verdad es que te han salido unos hijos que valen la pena, hermana.
-Oh, sí, no me puedo quejar. A su padre le hubiera gustado verlos ya grandes. Las chicas, tan buenas, y el pobre Carlos, tan de su casa.
-Y Alejandro, con tanto porvenir.
-Ah, sí -dijo mamá.
-Fijate nomás en ese nuevo contrato que le ofrecen...En fin, cuando estés con ánimo le contestarás a tu hijo; debe andar con la cola entre las piernas pensando que la noticia de la renovación no te va a gustar.
-Ah, sí -repitió mamá, mirando al cielo raso-. Decile a Pepa que le escriba, ella ya sabe.
Pepa escribió, sin estar muy segura de lo que debía decirle a Alejandro, pero convencida de que siempre era mejor tener un texto completo para evitar contradicciones en las respuestas. Alejandro, por su parte, se alegró mucho de que mamá comprendiera la oportunidad que se le presentaba. Lo del tobillo iba muy bien, apenas pudiera pediría vacaciones para venirse a estar con ellos una quincena. Mamá asintió con un leve gesto, y preguntó si ya había llegado La Razón para que Carlos le leyera los telegramas. En la casa todo se había ordenado sin esfuerzo, ahora que parecían haber terminado los sobresaltos y la salud de mamá se mantenía estacionaria. Los hijos se turnaban para acompañarla; tío Roque y tía Clelia entraban y salían en cualquier momento. Carlos le leía el diario a mamá por la noche, y Pepa por la mañana. Rosa y tía Clelia se ocupaban de los medicamentos y los baños; tío Roque tomaba mate en su cuarto dos o tres veces al día. Mamá no estaba nunca sola, no preguntaba nunca por María Laura; cada tres semanas recibía sin comentarios las noticias de Alejandro; le decía a Pepa que contestara y hablaba de otra cosa, siempre inteligente y atenta y alejada.
Fue en esta época cuando tío Roque empezó a leerle las noticias de la tensión con el Brasil. Las primeras las había escrito en los bordes del diario, pero mamá no se preocupaba por la perfección de la lectura y después de unos días tío Roque se acostumbró a inventar en el momento. Al principio acompañaba los inquietantes telegramas con algún comentario sobre los problemas que eso podía traerle a Alejandro y a los demás argentinos en el Brasil, pero como mamá no parecía preocuparse dejó de insistir aunque cada tantos días agravaba un poco la situación. En las cartas de Alejandro se mencionaba la posibilidad de una ruptura de relaciones, aunque el muchacho era el optimista de siempre y estaba convencido de que los cancilleres arreglarían el litigio.
Mamá no hacía comentarios, tal vez porque aún faltaba mucho para que Alejandro pudiera pedir licencia, pero una noche le preguntó bruscamente al doctor Bonifaz si la situación con el Brasil era tan grave como decían los diarios.
-¿Con el Brasil? Bueno, sí, las cosas no andan muy bien -dijo el médico-. Esperemos que el buen sentido de los estadistas...
Mamá lo miraba como sorprendida de que le hubiese respondido sin vacilar. Suspiró levemente, y cambió la conversación. Esa noche estuvo más animada que otras veces, y el doctor Bonifaz se retiró satisfecho. Al otro día se enfermó tía Clelia; los desmayos parecían cosa pasajera, pero el doctor Bonifaz habló con tío Roque y aconsejó que internaran a tía Clelia en un sanatorio. A mamá, que en ese momento escuchaba las noticias del Brasil que le traía Carlos con el diario de la noche, le dijeron que tía Clelia estaba con una jaqueca que no la dejaba moverse de la cama. Tuvieron toda la noche para pensar en lo que harían, pero tío Roque estaba como anonadado después de hablar con el doctor Bonifaz, y a Carlos y a las chicas les tocó decidir. A Rosa se le ocurrió lo de la quinta de Manolita Valle y el aire puro; al segundo día de la jaqueca de tía Clelia, Carlos llevó la conversación con tanta habilidad que fue como si mamá en persona hubiera aconsejado una temporada en la quinta de Manolita que tanto bien le haría a Clelia. Un compañero de oficina de Carlos se ofreció para llevarla en su auto, ya que el tren era fatigoso con esa jaqueca. Tía Clelia fue la primera en querer despedirse de mamá, y entre Carlos y tío Roque la llevaron pasito a paso para que mamá le recomendase que no tomara frío en esos autos de ahora y que se acordara del laxante de frutas cada noche.
-Clelia estaba muy congestionada -le dijo mamá a Pepa por la tarde-. Me hizo mala impresión, sabés.
-Oh, con unos días en la quinta se va a reponer lo más bien. Estaba un poco cansada estos meses; me acuerdo de que Manolita le había dicho que fuera a acompañarla a la quinta.
-¿Sí? Es raro, nunca me lo dijo.
-Por no afligirte, supongo.
-¿Y cuánto tiempo se va a quedar, hijita?
Pepa no sabía, pero ya le preguntarían al doctor Bonifaz que era el que había aconsejado el cambio de aire. Mamá no volvió a hablar del asunto hasta algunos días después (tía Clelia acababa de tener un síncope en el sanatorio, y Rosa se turnaba con tío Roque para acompañarla)
-Me pregunto cuándo va a volver Clelia -dijo mamá.
-Vamos, por una vez que la pobre se decide a dejarte y a cambiar un poco de aire...
-Sí, pero lo que tenía no era nada, dijeron ustedes.
-Claro que no es nada. Ahora se estará quedando por gusto, o por acompañar a Manolita; ya sabés cómo son de amigas.
-Telefoneá a la quinta y averiguá cuándo va a volver -dijo mamá.
Rosa telefoneó a la quinta, y le dijeron que tía Clelia estaba mejor, pero que todavía se sentía un poco débil, de manera que iba a aprovechar para quedarse. El tiempo estaba espléndido en Olavarría.
-No me gusta nada eso -dijo mamá-. Clelia ya tendría que haber vuelto.
-Por favor, mamá, no te preocupés tanto. ¿Por qué no te mejorás vos lo antes posible, y te vas con Clelia y Manolita a tomar sol a la quinta?
-¿Yo? -dijo mamá, mirando a Carlos con algo que se parecía al asombro, al escándalo, al insulto. Carlos se echó a reír para disimular lo que sentía (tía Clelia estaba gravísima, Pepa acababa de telefonear) y la besó en la mejilla como a una niña traviesa.
- Mamita tonta -dijo, tratando de no pensar en nada.
Esa noche mamá durmió mal y desde el amanecer preguntó por Clelia, como si a esa hora se pudieran tener noticias de la quinta (tía Clelia acababa de morir y habían decidido velarla en la funeraria). A las ocho llamaron a la quinta desde e1 teléfono de la sala, para que mamá pudiera escuchar la conversación, y por suerte tía Clelia había pasado bastante buena noche aunque el médico de Manolita aconsejaba que se quedase mientras siguiera el buen tiempo. Carlos estaba muy contento con el cierre de la oficina por inventario y balance, y vino en piyama a tomar mate al pie de la cama de mamá y a darle conversación.
-Mirá -dijo mamá-, yo creo que habría que escribirle a Alejandro que venga a ver a su tía. Siempre fue el preferido de Clelia, y es justo que venga.
-Pero si tía Clelia no tiene nada, mamá. Si Alejandro no ha podido venir a verte a vos, imaginate...
-Allá él -dijo mamá-. Vos escribile y decile que Clelia está enferma y que debería venir a verla.
-¿Pero cuántas veces te vamos a repetir que lo de tía Clelia no es grave?
-Si no es grave, mejor. Pero no te cuesta nada escribirle.
Le escribieron esa misma tarde y le leyeron la carta a mamá. En los días en que debía llegar la respuesta de Alejandro (tía Clelia seguía bien, pero el médico de Manolita insistía en que aprovechara el buen aire de la quinta), la situación diplomática con el Brasil se agravó todavía más y Carlos le dijo a mamá que no sería raro que las cartas de Alejandro se demoraran.
-Parecería a propósito -dijo mamá-. Ya vas a ver que tampoco podrá venir él.
Ninguno de ellos se decidía a leerle la carta de Alejandro. Reunidos en el comedor, miraban al lugar vacío de tía Clelia, se miraban entre ellos, vacilando.
-Es absurdo -dijo Carlos-. Ya estamos tan acostumbrados a esta comedia, que una escena más o menos...
-Entonces llevásela vos -dijo Pepa, mientras se le llenaban los ojos de lágrimas y se los secaba con la servilleta.
-Qué querés, hay algo que no anda. Ahora cada vez que entro en su cuarto estoy como esperando una sorpresa, una trampa, casi.
-La culpa la tiene María Laura -dijo Rosa-. Ella nos metió la idea en la cabeza y ya no podemos actuar con naturalidad. Y para colmo tía Clelia...
-Mirá, ahora que lo decís se me ocurre que convendría hablar con María Laura -dijo tío Roque-. Lo más lógico sería que viniera después de sus exámenes y le diera a tu madre la noticia de que Alejandro no va a poder viajar.
-Pero a vos no te hiela la sangre que mamá no pregunte más por María Laura, aunque Alejandro la nombra en todas sus cartas?
-No se trata de la temperatura de mi sangre -dijo tío Roque-. Las cosas se hacen o no se hacen, y se acabó.
A Rosa le llevó dos horas convencer a María Laura, pero era su mejor amiga y María Laura los quería mucho, hasta a mamá aunque le diera miedo. Hubo que preparar una nueva carta, que María Laura trajo junto con un ramo de flores y las pastillas de mandarina que le gustaban a mamá. Sí, por suerte ya habían terminado los exámenes peores, y podría irse unas semanas a descansar a San Vicente.
-El aire del campo te hará bien -dijo mamá-. En cambio a Clelia... ¿Hoy llamaste a la quinta, Pepa? Ah, sí, recuerdo que me dijiste... Bueno, ya hace tres semanas que se fue Clelia, y mirá vos...
María Laura y Rosa hicieron los comentarios del caso, vino la bandeja del té, y María Laura le leyó a mamá unos párrafos de la carta de Alejandro con la noticia de la internación provisional de todos los técnicos extranjeros, y la gracia que le hacía estar alojado en un espléndido hotel por cuenta del gobierno, a la espera de que los cancilleres arreglaran el conflicto. Mamá no hizo ninguna reflexión, bebió su taza de tilo y se fue adormeciendo. Las muchachas siguieron charlando en la sala, más aliviadas. María Laura estaba por irse cuando se le ocurrió lo del teléfono y se lo dijo a Rosa. A Rosa le parecía que también Carlos había pensado en eso, y más tarde le habló a tío Roque, que se encogió de hombros. Frente a cosas así no quedaba más remedio que hacer un gesto y seguir leyendo el diario. Pero Rosa y Pepa se lo dijeron también a Carlos, que renunció a encontrarle explicación a menos de aceptar lo que nadie quería aceptar.
-Ya veremos -dijo Carlos-. Todavía puede ser que se le ocurra y nos lo pida. En ese caso...
Pero mamá no pidió nunca que le llevaran el teléfono para hablar personalmente con tía Clelia. Cada mañana preguntaba si había noticias de la quinta, y después se volvía a su silencio donde el tiempo parecía contarse por dosis de remedios y tazas de tisana. No le desagradaba que tío Roque viniera con La Razón para leerle las últimas noticias del conflicto con el Brasil, aunque tampoco parecía preocuparse si el diariero llegaba tarde o tío Roque se entretenía más que de costumbre con un problema de ajedrez. Rosa y Pepa llegaron a convencerse de que a mamá la tenía sin cuidado que le leyeran las noticias, o telefonearan a la quinta, o trajeran una carta de Alejandro. Pero no se podía estar seguro porque a veces mamá levantaba la cabeza y las miraba con la mirada profunda de siempre, ni la que no había ningún cambio, ninguna aceptación. La rutina los abarcaba a todos, y para Rosa telefonear a un agujero negro en el extremo del hilo era tan simple y cotidiano como para tío Roque seguir leyendo falsos telegramas sobre un fondo de anuncios de remates o noticias de fútbol, o para Carlos entrar con las anécdotas de su visita a la quinta de Olavarría y los paquetes de frutas que les mandaban Manolita y tía Clelia. Ni siquiera durante los últimos meses de mamá cambiaron las costumbres, aunque poca importancia tuviera ya. El doctor Bonifaz les dijo que por suerte mamá no sufriría nada y que se apagaría sin sentirlo. Pero mamá se mantuvo lúcida hasta el fin, cuando ya los hijos la rodeaban sin poder fingir lo que sentían.
-Qué buenos fueron conmigo -dijo mamá-. Todo ese trabajo que se tomaron. para que no sufriera.
Tío Roque estaba sentado junto a ella y le acarició jovialmente la mano, tratándola de tonta. Pepa y Rosa, fingiendo buscar algo en la cómoda, sabían ya que María Laura había tenido razón; sabían lo que de alguna manera habían sabido siempre.
-Tanto cuidarme... -dijo mamá, y Pepa apretó la mano de Rosa, porque al fin y al cabo esas dos palabras volvían a poner todo en orden, restablecían la larga comedia necesaria. Pero Carlos, a los pies de la cama, miraba a mamá como si supiera que iba a decir algo más.
-Ahora podrán descansar -dijo mamá-. Ya no les daremos más trabajo.
Tío Roque iba a protestar, a decir algo, pero Carlos se le acercó y le apretó violentamente el hombro. Mamá se perdía poco a poco en una modorra, y era mejor no molestarla.
Tres días después del entierro llegó la última carta de Alejandro, donde como siempre preguntaba por la salud de mamá y de tía Clelia. Rosa, que la había recibido, la abrió y empezó a leerla sin pensar, y cuando levantó la vista porque de golpe las lágrimas la cegaban, se dio cuenta de que mientras la leía había estado pensando en cómo habría que darle a Alejandro la noticia de la muerte de mamá.

21 de enero de 2009

Los libros, la política y la aventura / Entrevista a Juan Sasturain

Periodista, narrador, guionista y poeta, Sasturain ha logrado últimamente concitar audiencia para un programa nocturno sobre libros. Lo conduce con amenidad y es un éxito. Aquí, el autor del guión de Perramus y de novelas y relatos, habla con el también escritor Marcelo Birmajer sobre géneros literarios, historietas, los años 60, el peronismo.

La primera vez que vi a Sasturain, él estaba jugando al fútbol. Esto no tendría nada de particular, de no ser porque se desplazaba en una silla giratoria. Y tampoco sería especialmente recordable si no agregara que el partido sucedía en una redacción, con una pelota de papel. La revista era Fierro y Sasturain era el director. Yo llegaba con una nota escrita a máquina, arrugada, literalmente hecha un bollo. Probablemente la pelota de papel fuera más prolija que mi nota. Pero de algún modo aquella fue la primera vez que me pagaron por un artículo. Era el invierno de 1986. Maradona en su mejor momento. La Argentina, al borde de abandonar uno de sus mejores momentos. Trabajar en Fierro era acceder a la cornisa más divertida de la cultura. Allí se reunían figuras nuevas como los dibujantes Tati y Podetti. Pablo De Santis acababa de ganar el premio al mejor guión; Juan Pablo Gonzalez –Max Cachimba– al mejor dibujo. Y las plumas más importantes de la historieta y el humor: Altuna, Trillo, Nine, Fontanarrosa, Limura, por sólo mencionar algunos. Juan Manuel Lima llevaba el arte de la revista. Todo sucedía dentro de La Urraca, la inolvidable editorial de Andrés Cascioli.

La revista era una idea de Sasturain, y parecía, también, una puesta en escena de su imaginería: coincidían en esa redacción verdaderos eruditos del policial y monjes de la cinefilia, como Angel Faretta; devotos de la poesía y fanáticos seriales de la ciencia ficción. Ricardo Barreiro, por ejemplo, que nos dejó hace ya unos años, guionista de El Instituto , dibujada por Solano López, solía comentarme que si en el futuro le ofrecían implantarse neuronas artificiales, no pensaba negarse. Sospecho que Barreiro, como tantos otros que fatigaron aquella pequeña oficina con vista a la calle Venezuela –no obstante parecía una casona infinita, que nunca sería tomada–, continuaría hoy tan adelantado a su tiempo como entonces. Como dice Rod Stewart: cuando nosotros éramos los chicos nuevos. El propio Sasturain se acaba de aparecer por la televisión y ya lleva dos temporadas de Ver para leer, sorprendiendo a los espectadores; hace unas cosas rarísimas con ese tema tan frágil y difícil, la literatura.

No he vuelto a visitar una redacción donde se respirara más diversidad, exotismo y libertad. Pero sí visito, 22 años después, la casa de Sasturain en la calle Defensa: el domicilio de la aventura.

El tiempo ha pasado de dos modos muy distintos por Sasturain y por mí. Como si dos pasajeros, en un mismo tren, viajaran en dos direcciones distintas. Sasturain está igual: el mismo tipo de calvicie, la misma cara, la misma forma de hablar. Yo en cambio, como dice la canción mexicana, tengo el pelo completamente blanco. Me cuesta recordar nombres. Y escupo cuando hablo.

La casa de Sasturain tiene algo de aquella redacción de Fierro: no sólo porque está en el mismo barrio. En medio de la mesa, junto al mate, hay un diccionario bíblico; dentro del libro, a modo de señalador, la cubierta de un DVD de Los 39 escalones , de Hitchcock. Por cualquier parte sigue apareciendo Borges, a quien Sasturain me aconsejó leer cuando yo todavía era más ciego que el Maestro. Incunables de Goodis, Jim Thompson, otros logros docentes de Sasturain. Y Salinger, Hammet, Chandler... Creo que de mi fondo literario, los únicos tres que no me recomendó Sasturain son Bashevis Singer, Somerset Maugham y Lion Feuchtwanger. Justo cuando llego a su casa vengo releyendo El agente secreto , de Maugham, y como es de los pocos de los que puedo hablar de igual a igual con él –porque, sin habérmelo presentado, sé que compartimos la afición–, le comento:

–Graham Greene le robó dos ideas a Maugham. Una es la idea de El fin de la aventura , una de las mejores novelas de Greene (la mejor, para mí, sigue siendo El americano impasible ). En Una hora antes del amanecer , la novela de Maugham, un personaje femenino le ofrece a Dios dejar de ver a su amante a cambio de que lo conserve con vida. La Sarah de El fin de la aventura hace lo mismo. La otra la sacó Greene de El agente secreto : en el cuento llamado "Gustavo", el personaje escribe falsos informes de espionaje; igual que en Nuestro hombre en La Habana , de Greene. Y para colmo, Greene se permite escribir un ensayo perdonándole la vida a Maugham, diciendo que sí, que es un buen contador de historias, pero que escribe en un lenguaje convencional.

–No debe haber sido fácil escribir ni siquiera esas tibias palabras a favor de Maugham, en ese momento –me corrige Sasturain–. Lo que queda es que lo defendió en un momento en que todos lo atacaban. Y la verdad es que a Maugham lo atacaron durante toda su vida como escritor.

Desde aquel 1986, y hasta ahora, siempre te veo señalando lo que no está en el escaparate, ya sea un libro, un guión o una película. De hecho, tu programa en televisión está hecho de tal modo que siempre parece algo casual; nunca una consagración de nada.

Las recuperaciones dependen, entre comillas, de las coyunturas y de las olas literarias. Hay cosas que se ponen de moda en un determinado momento... Lo importante a veces es cierta lectura que no necesariamente corresponde a la época. Puntualmente, en la crítica de libros, no creo haber sido demasiado heterodoxo, solamente en algún momento. Pero sí me gusta recordar que durante el año 81, por ejemplo, escribí para un medio atípico como era la revista Humor, sobre toda la literatura argentina que se publicó ese año. Haber acompañado Respiración artificial , de Piglia; o Maldición eterna a quien lea estás páginas , de Puig, por recordar sólo dos, bueno, no está mal.

Yo creo que en tu caso hay una paradoja. Por un lado, trabajas con géneros considerados marginales: la historieta, el policial, el western. Pero vos, en lo personal, nunca tenés una actitud juvenil o transgresora. Sos lo que yo definiría como una persona normal. Ni siquiera fuiste de izquierda.

No, porque fui peronista siempre, por mi viejo, por la historia de mi familia. Además, cuando era pendejo, en mi primera adolescencia fui católico ferviente, es decir que tengo un camino distinto que otros. Cuando otros agarraban la bandera de la militancia, yo agarré la bandera de la militancia espiritual, digamos. La época de la búsqueda de absoluto... pero también pasé por la protoguerrilla.

¿Por la protoguerrilla?... ¿Por Montoneros?

No, proto... Las Far.

¿Cuánto te duró eso?

Un año y medio largo. Desde el 69 hasta el 71. Sobre todo por el contacto con un hombre excepcional: Carlitos Olmedo. Jugábamos al fútbol en la facultad, él me reclutó.

¿Y por qué te vas?

No sé, eso no lo sé, pero no era para mí. Podía reconocer la justicia de la causa, podía entender las razones por las cuales había entrado, pero también sentía las razones personales. En la adolescencia, fue abrazar el cristianismo como una forma de solución mágica a todas las cuestiones... una casa donde encontrás todas las respuestas. Entonces vivo tranquilamente a los 14, 15 años, que tenés un flor de quilombo. Si le tenés mucho temor a los cambios o a hacerte las grandes preguntas, encontrás una buena receta y te metés ahí. De algún modo la militancia revolucionaria te contestaba... y le daba sentido a tu vida. Pero en algún momento me di cuenta de que había algo que podía ser válido para muchos, pero no lo era para mí. Llamalo una cuestión de piel. Yo seguí militando pero no allí.

Aparece Diego, el hijo mayor de Sasturain, al que conozco desde que era más bajo que yo. Ahora creo que me lleva una cabeza. También es novelista. El hijo del medio, Tuto, vive en Barcelona y se dedica al tatoo. Lola, la hija menor, quiere estudiar cine. Nos retiramos de este breve capítulo de la vida de Sasturain.

¿Y es esa búsqueda de absoluto lo que te lleva a buscar estos géneros marginales, poco reconocidos; como si la verdad no pudiera estar expuesta?

Hay dos cosas distintas. Una es la validación de las experiencias personales, que tiene que ver con aquellas cosas que te han hecho feliz, aquellas cosas que te llenaron el alma. Y a mí me pasó con ciertas cosas que reivindico siempre como fundantes. Una puede ser la práctica del fútbol; otra puede ser la lectura de formación, que en mi caso, que es un caso generacional, tuvo que ver con la lectura de cierto tipo de aventuras. Las aventuras pasaban por la historieta y la reivindicación de la historieta viene por ahí. Es la aventura como lugar existencial, como el lugar de las preguntas por el sentido. La aventura es la situación límite en que te jugás no la vida, sino el sentido de tu vida.

Y para vos, el fundador de la aventura es Oesterheld.

Mi reencuentro con [Héctor] Oesterheld, no con él personalmente, sino con su nombre, es de algún modo una parábola. Tené en cuenta que El Sargento Kirk , Ernie Pike , las historietas de Oesterheld que leía en mi infancia, fueron fundamentales para que yo siguiera la carrera de Letras, y me dedicara, finalmente, a escribir mis propias historias. En el 75 yo ejercía la docencia en la carrera de Letras. Me amenazan los de la Triple A. Y poco después, en ese clima irrespirable de la dictadura, decido llamarme a silencio. Entro como corrector en Clarín, y no publico una palabra hasta el 78. Y la primera palabra que publico en el 78, es Oesterheld. El mismo apellido que me había llevado a buscar la escritura y que, de algún modo, también me llevó al silencio cuando no se podía decir lo necesario. Pero vuelvo con ese nombre en el 78, con un artículo sobre El Eternauta , para Clarín, precisamente. En Cultura y Nación. La primera vez que se publica una nota sobre Oesterheld en un suplemento cultural, y sobre El Eternauta .

¿En ese momento él estaba desaparecido?.

¿Dónde estaba en ese momento Oesterheld? Yo no sabía. Yo escribo y digo, como buen ganso, que el autor ahora estaba en el exterior. Porque por lo que yo sabía, lo habían agarrado; pero había podido salir del país. Yo no tenía ningún contacto cercano, ninguna otra información. Entonces, suena el teléfono una noche en la sala de corrección de Clarín, y era Elsa Oesterheld. Me dice: "Habla Elsa Oesterheld, ¿usted sabe dónde está mi marido?". Yo sentí que era exactamente el último de los pelotudos. Yo digo: "No, la verdad no sé." "¿Y por qué puso eso?" "Es lo que me dijeron." "¿Pero usted sabe qué ha pasado?". Yo dije: "No." "Venga a mi casa un día de estos". Entonces fui un día a la casa de Elsa y ahí me enteré de todo... de todo. Y del drama familiar: cuatro hijas desaparecidas. La ilusión de Elsa de recuperar a una de las hijas...

Llega la escritora y guionista Liliana Scliar, la esposa de Sasturain –ahora que lo pienso, Sasturain estuvo en mi casamiento, y yo estuve en el suyo– y aprovechamos para salir de esa noche.

Bueno, a partir del 79 en adelante, es cuando empiezo de nuevo a escribir, pero ya en otro registro. Renuncio a la corrección en el 79 y en lugar de ir a laburar, me pongo a escribir.

Por esa época creás un personaje que te va a acompañar hasta hoy: Etchenique, el protagonista de "Manual de perdedores". Curiosamente, aunque vos por entonces no habías llegado a los cuarenta, tu personaje ya es un veterano. Eso refuerza mi percepción de que siempre te negaste a ser joven.

Tenía una distancia de edad con Etchenique que recién se ha acortado ahora. En la primera versión, el personaje se llamaba Robledo y vivía una historia relacionada con la militancia universitaria, con las organizaciones armadas. Robledo, que tenía treinta y pico de años en esa primera versión, finalmente aparece en Manual de perdedores como Etchenique.

¿A qué edad nace Etchenique?

Cuando nace, Etchenique tiene 67.

Nace como un veterano.

Exactamente. Ahora, yo me aproximo a él mientras él persiste, porque la historia sigue transcurriendo en el año 80.

Permitime un salto en el tiempo, para evitar un salto temático, porque quiero aprovechar el tema de "El Eternauta" para preguntarte por tu propia historieta: "Perramus", ese álbum dibujado por Alberto Breccia. Porque ahí aparece también el tema de la resistencia, del olvido... Ya no como lo trata Oesterheld, pre-dictadura; sino post-dictadura. Precisamente, ese guión me parece muy relacionado con esa noche terrible que pasás con Elsa Oesterheld...

Perramus fue, claramente, al menos para mí, sin demasiada conciencia, un gesto catártico, en varios sentidos. El personaje se me ocurre en el 81, 82, a finales de la dictadura. Lo primero que pensé fue en un hombre que al dormir olvidaba todo y que cada día era otro, volvía a empezar sin memoria. La idea, supongo, era la de vivir en un presente absoluto, libertad plena sin condicionamientos. El olvido no era una limitación; la memoria, en cambio, era un lastre. Pero no pude o no supe hacerlo. O no quise. Y conté otra cosa: el olvido puntual y borrador como elección consciente que no deja rastros de lo que hizo que se lo eligiera... Perramus, abandona a sus compañeros de lucha, indefensos y en inferioridad ante el enemigo. Elige olvidar; y mágicamente el olvido le es concedido. Pero sólo para ser puesto nuevamente a prueba, aunque no sepa quién fue. El tratamiento del tema era y es absolutamente borgiano en todas sus variantes y no es casual que el Maestro tuviera protagonismo en la historia. También hay mucho Oesterheld, mucho Conrad ahí: el hombre que puede o no estar a la altura de las circunstancias –lo que cree, lo que espera de sí mismo– en una situación límite. Y las consecuencias: la culpa y su expiación.

Volvamos al cachorro de escritor, el Sasturain que llega a la Capital.

Yo nací en Gonzales Chaves, provincia de Buenos Aires. Mi viejo era bancario. Cuando llega el golpe del 55, lo echan por peronista. Ahí empezamos a peregrinar por la provincia. Pasé una temporada muy linda en Mar del Plata... mi viejo administraba el hotel de un tío, y yo colaboraba. Ahí también aparecen las revistas de historietas. Después vivimos en lugares como Médanos, Rauch... Vine a la Capital a estudiar Letras.

¿Y qué letras te encontrás?

Si tengo que mencionar un deslumbramiento, al voleo, la literatura norteamericana... Y el segmento policial me ha acompañado desde entonces, como escritor, siempre cruzado por ese hotel de Mar del Plata, y por el murmullo de Rauch o Médanos.

¿Y por qué esa senda policial?

Más como escritor que como lector. Porque yo no leo policiales, así, en general. Leo autores.

Pero leíste todos los policiales.

Yo no leo policiales, Marcelo, yo leo autores...

Leíste todo Dashiell Hammet, te lo sabés de memoria.

Bueno, leo Hammet. Pero autores, no leo cualquiera.

Y Agatha Christie

No, no leo Agatha Christie.

¡¡¿No?!!

¡No, no! Conozco algunos, no he leído mucho, ni tampoco me interesa. Yo creo que esa literatura norteamericana fue una marca generacional.

Yo creo que es una marca personal, no generacional. Hablaste de tu padre, peronista que, después del golpe del 55, se niega a renegar del peronismo y pierde su laburo. También me hablaste de la búsqueda de absoluto, y de la culpa. Ahora bien, en el policial tenemos una épica y una ética. Marlowe vive en un tiempo en que se matan seres humanos de a miles, pero él busca al culpable de un asesinato. Sigue buscando a Caín por haber matado a Abel. En el medio esas tramas incomprensibles de Chandler, lo único que entendemos es que el detective quiere reconstituir el orden de la vida: matar al inocente está mal, y se debe hacer justicia.

Lo ético y lo épico juntos, sí. Eso es absolutamente así. Es decir, el descubrimiento de un género que es épico y en el cual la ética es determinante, eso es absolutamente cierto. Y es una marca, para mí, tanto al leer como al escribir.

En algún momento te fuiste de la Argentina...

Yo jamás pensé en irme de acá. Nunca. Nunca junté guita para irme, nunca pensé irme, nunca pensé en vivir en otro lado. Era como un desafío siempre estar acá.

Pero sin embargo te tomaste el buque en los 90. Me acuerdo que estábamos los tres, con De Santis, trabajando en el diario Sur, en una cosa que se llamaba La Yapa. Y te fuiste a España...

Yo no elegí solo mi viaje a España, ni mi permanencia allá. Fueron apenas tres años, siempre en Barcelona, que me encanta. Desde la asunción de Menem al verano del 92. Se dieron circunstancias que saludablemente me "empujaron": el despido de Fierro, una pareja nueva, una hermosa oferta de trabajo (que después no se concretó). Y España, en ese momento, me vino muy bien. Antes, hasta entonces –y tenía más de cuarenta años– jamás había pensado en irme a vivir afuera. Lo sentía como una borrada ideológica... Nunca me gustaron las quejas sobre "este país de mierda", los falsos exilios y otras agachadas. Pero una vez afuera, la lejanía me hizo muy bien. Primero, el indulto de Menem a los milicos y a la conducción de Montoneros me costó un cólico nefrítico y una revisión culposa de qué había votado –por estúpida "disciplina partidaria"– antes de irme. Y enseguida, esa política económica desastrosa... Así que me abrí en ese momento del peronismo con un texto, "Escrito sobre un cuerpo", que está en Carta al sargento Kirk y otros poemas de ocasión . Y en esos pocos años, con dificultades, arrancando de abajo, todo de nuevo, me hice una vida, me adapté a las nuevas condiciones, me la banqué incluso sin ocuparme de cómo iba Boca. Así que laburé un montón y de todo, tuve una hija, escribí tres lindas novelas... Y cuando me estaba consolidando, ya instalado y con papeles a la vista –otra vez por razones de algún modo "externas"– me volví sin decidirlo del todo yo solo. Había dejado a mis hijos mayores adolescentes en banda en Buenos Aires, tenía que hacerme cargo, necesitaba recuperarlos después de algunos desencuentros. Y al volver en el 92, todo fue distinto: yo era otro, y el país también.

Volvamos al presente. El título de tu última novela podría ser una frase de ese otro gran Etchenique, el hacedor de aforismos creado por Fontanarrosa...

El título de Pagaría por no verte , un verso maravilloso de Celedonio Flores, lo tenía desde mucho antes de escribir la novela. La cuestión era encontrar cómo justificarlo después, con algún incidente de la trama. Tenía eso, el título, y otra linda idea: "Los espías no tosen". Partí de ahí. El título me mandaba al pasado, la sensación de no querer volver a ver a alguien, por lo que revuelve... Y lo del espía y la tos me permitía imaginarlo a Etchenique en una situación de tensión entre dos lealtades: investigar a alguien (una mujer, seguro) pero al mismo tiempo, mientras espiaba, toser. No sabía si se le escapaba o si era a propósito... Hasta que supe que algo lo hacía darse a conocer, le impedía seguir investigando. ¿Qué le pasaba? ¿Una culpa vieja? Y como en todas las novelas anteriores de Etchenique –me doy cuenta ahora– siempre hay historias viejas, de padres e hijos, que desde el pasado vienen a aflorar, a reventar en el presente. Lo que pasa es que en este caso el involucrado es el propio veterano.

Elegí un libro, una película y una actriz.

Los Nueve cuentos , de J.D. Salinger; Lauren Bacall a los diecinueve, en Tener y no tene r, de Hawks, y El tercer hombre , de Carol Reed sobre el relato de Graham Greene, con Orson Welles.

¿Qué quiere Dios de nosotros?

Quiere que lo inventemos, que lo creamos (de creer y de crear) necesario

Fuente:Revista Ñ

Sasturain Básico
Gonzáles Chaves, 1945. Escritor y periodista


Ensayista, periodista, profesor de literatura, guionista, narrador y poeta, Sasturain colaboró profusamente con los diarios Clarín y La Opinión y trabajó en Humor y Superhumor. En 1981, con el dibujante Alberto Breccia, creó la historieta Perramus. Dirigió la revista de historietas Fierro entre 1984 y 1994. Volvió a dirigirla cuando se relanzó en 2006. Como narrador, ha publicado entre otras las novelas Manual de perdedores (I y II), Arena en los zapatos, Parecido S.A., Los dedos de Walt Disney, Los sentidos del agua, Brooklin & Medio y La lucha continúa y los relatos de Zenitram y La mujer ducha. Ha escrito dos libros de crónicas y reflexiones sobre fútbol y el libro de poesía Carta al sargento Kirk y otros poemas de ocasión". Conduce en TV el ciclo Ver para leer, que ganó un premio Clarín Espectáculos este año.

17 de enero de 2009

Manuel Mujica Lainez / Biografía

Manuel Mujica Lainez nació el 11 de septiembre de 1910. Descendiente de Juan de Garay, fundador de Buenos Aires, su familia por ambos lados se halla afincada en América desde el tiempo de los virreyes. Su tatarabuelo materno es nada menos que Florencio Varela, político, abogado, publicista y jefe civil de la oposición a Rosas en el exilio.

Su padre, Manuel Mujica Farías, abogado y Ministro de Gobierno de la Provincia de Bs. As., procedía de un ilustre linaje; Eran terratenientes, poseían campos y saladeros.
Por parte de su madre, Lucía Lainez Varela, la familia era más ciudadana; había gentes de letras, coleccionistas, estaban en alguna medida vinculados con el arte. De ella, de Lucía, dueña de una gran ironía, sensibilidad y agudeza, heredó el bagaje cultural.
Ambas familias perdieron todo, todo; salvo el ingenio, y él justamente escribió sobre lo que se fue. Manuel posee la sensibilidad de un niño precoz que vivió entre mayores, aprendió mucho de ellos y, una vez desasido de la mano protectora y falible, los contempla y hace actuar.
Fue un niño muy esperado. Su hermano, el primogénito que llevaba su mismo nombre, murió al año y medio, de manera que cuando ocurre su nacimiento sus cuatro tías, hermanas solteronas de la madre, se dedican a malcriarlo. A los cinco años, andando en un triciclo en la terraza de la casa, cae en un tacho de agua hirviendo, razón por la cual debe pasar un año en cama rodeado de sus tías que le contaban cuentos, de los tradicionales y de los otros, los de la familia; esto lo nutrirá como escritor más adelante.
Su abuela hablaba inglés y francés perfectamente, cosa poco usual en una mujer de esa época. Manuel cuenta que yacía dentro de una cama inmensa, en medio de una habitación circular, a la que se accedía por una puerta. En realidad, se trataba de un kiosco del siglo XVIII donde los chinos tomaban el té. Rodeado de tallas de marfil, él se sentaba en una silla dentro del kiosco y su abuela, desde la cama, le contaba fabulosos cuentos.
Las tías Lainez eran pobres pero los jueves abrían su casa para un almuerzo triunfal al que Manuel llevaba gentes del periodismo. Era la forma en que ellas, haciendo gala de lo que había quedado de las vajillas importantes, se introducían en ese mundo fantástico de su sobrino y conocían artistas, pintores, escultores, poetas, críticos. Ahorraban toda la semana para ese gran evento, y el resto de los días comían frugalmente en cama.
Su madre escribía teatro en francés y español, y alguna vez recibió el elogio del premio Nobel Jacinto Benavente. Manuel escuchaba atentamente mientras su madre recitaba, de manera que no nos extrañe que su primera obra literaria fuera escrita a los seis años en forma de verso, en rebeldía a una comida a la que ni a él ni a su hermano Buby se les permitió asistir: el poema estuvo inspirado en la descompostura de uno de los comensales.
Cuando Manuel cumple trece años se trasladan a Francia por dos motivos: por un lado, era necesario para la cultura, y por el otro, era más barato vivir en París que en Buenos Aires. Junto a su hermano va a l´Ecole Descartes, donde estudia los clásicos franceses y la historia europea. Manuel recuerda que todo lo importante que sabía, junto con el griego y el latín, se lo debía a esa época. La enseñanza, la que contará en adelante para su futuro de escritor, así como el amor que le despiertan Balzac y Hugo, se la deberá a M. Bernard, de quien hereda la utilísima costumbre de las imprescindibles anotaciones en cuadernos y libretas.
Luego se trasladan a Londres durante un año, esta vez a casa de un tutor, Mr. Light, donde aprende el perfecto manejo de la lengua inglesa.

Al cumplir 17 años, regresan a la Argentina donde termina el bachillerato en 1928 y comienza la carrera de abogacía, que abandonaría en 1932. Simultáneamente, gracias a su amigo Mitre inicia su carrera periodística en el diario La Nación a los 21 años, haciendo notas de sociedad. Cansado de llamar por telefono a las familias “de sociedad” para saber sobre sus viajes, cócteles, enfermedades, etc., decide escribir un artículo en serio y llevárselo al jefe de redacción. Allí recibe su primera lección de periodismo: ¡Cuidado con los títulos! Efectivamente, el artículo en cuestión llevaba el nombre de “El culto de las vacas”, y al ser pasado a prueba de galeras, habían omitido la “t”. Imagínense. De esa experiencia aprendió que nunca un título debía dar lugar a ese tipo de equivocaciones.
Así comienza su vida periodística y los viajes que se transformarían en una constante en su vida. Viaja en Zeppelín desde Río de Janeiro a Europa. Estamos en 1935. Luego en submarino al sur de la Argentina. Ya en avión, es enviado como corresponsal a Oriente por seis meses y recorre China cuando Pekín estaba en manos de los japoneses; de allí vuelve con 17 cajones llenos de objetos increíbles, por ejemplo, una enorme estela funeraria de la Manchuria del siglo XIX con una maldición al dorso para quien profanara esa tumba, maldición que no le llega pues él la encuentra abandonada en un jardín. Trae también preciosas tejas chinas en cerámica esmaltaba que se usaban en las puntas de los techos de los templos o pagodas, un bastón de casi dos metros de una sola pieza en madera de cerezo, que perteneció a un monje mendicante. La lista sería larguísima.
Desde pequeño, en París, a orillas del Sena, cuando compra un pequeño plato de faïence, comienza a coleccionar y amar a los objetos. Él mismo dice: “desde niño creo en los objetos más que en los seres humanos. Los humanos pueden traicionarte. Los objetos no. He pasado la vida coleccionando objetos” . Por eso es que en su obra posterior el amor humano está reemplazado por el amor hacia los objetos, los libros, hacia las invisibles presencias revividas en el recuerdo o que se agitan en torno a los personajes y les son adictas y no reclaman compensación.
Estas colecciones impresionantes se encuentran reunidas en El paraíso, su casa en las sierras de Córdoba, en Cruz Chica, donde se instala junto a su mujer Ana de Alvear, su madre y sus cuatro tías en 1969, huyendo un poco, quizás, de tanta fama y frivolidad porteña. El Paraíso era entonces una heredad de 7 hectáreas, con siete casas y siete chimeneas. Hay un gran salón bizarro con ochenta y tantos retratos. El general Alvear, Dorrego y Teresa de Avila nos contemplan junto a otros proto hombres de nuestra historia nacional. Hay ídolos incaicos y estatuas precolombinas de sus viajes a Perú y Ecuador. Florencio Varela se asoma sobre una chimenea del gran. Hay 20.000 volúmenes y manuscritos que atestiguan más de 150 años de tradición literaria en la familia. Hay un manuscrito de la traducción al francés del “Amadís de Gaula” que data de 1540. La colección de retratos en miniatura es única en el país y casi la más importante. También hay una estatua de “Aquiles en el país de las mujeres” que su suegro, Alvear, trajo de París en 1916.
Además de ser uno de los mejores escritores de la Argentina, Manuel ejerció el periodismo, la crítica literaria y artística. Fue traductor de Shakespeare, de Moliere y de Racine, entre varios clásicos franceses. Perteneció a la Academia Argentina de Letras y a la de Bellas Artes. Recibió el Premio Municipal de Literatura y la Faja de Honor de la SADE, donde ocupó la vicepresidencia. En 1982 recibió la Legión de Honor del gobierno de Francia, y ya había recibido la de “Comendatore” de Italia, por “Bomarzo” .
Su fama de aristócrata, desdeñoso y snob, le sirvió de mucho para poner un poco de distancia ante el constante acoso de la gente y de la prensa. Fue muy amigo de sus amigos e inclaudicablemente solidario con la gente en sus momentos difíciles. A todo esto habria que agregar la virtud de la generosidad.
Murió el 21 de abril de 1984, a los setenta y tres años, tal como se lo había predicho Mme. Thèbas, célebre quiromántica parisina. Paradójicamente murió un sábado de gloria, en Semana Santa, y fue enterrado en el cementerio de Los Cocos un domingo de Resurrección.
Su casa se abrió como museo en Julio de 1987.

La obra
Su obra se inicia en 1936 con “Glosas Castellanas” , donde aborda una revisión del Quijote y Sancho Panza. Es el ejercicio literario en el que prueba sus armas y sus lecturas. Hay un alarde de casticismo y de arcaísmo que nos envuelven en reminiscencias literarias medievales y del siglo de Oro. Sigue en 1938 con “Don Galaz de Buenos Aires” , su primera novela, absolutamente influida por “La Gloria de Don Ramiro” , de Enrique Larreta. Está ambientada en el siglo XVII.
En 1942 escribe la biografía de Miguel Cané padre, hermano de su bisabuela, un romántico porteño. Su “Canto a Buenos Aires” data del año siguiente, está formado por 1092 alejandrinos y fue escrito en cuatro meses. El mismo año publica “Vida de Aniceto, el Gallo” (Hilario Ascasubi) por la que recibe el Premio Municipal. Por último, cerrando el ciclo de las biografías gauchescas, en 1947 aparece “Vida de Anastasio, el Pollo” (Estanislao del Campo). Estas biografías presentan la apariencia de esa elegancia, un poco frívola, de los caballeros porteños del fin del siglo XIX.
La forma biográfica la retomará Mujica Lainez más de diez años después en estudios sobre la vida de pintores como Victorica y Héctor Basaldúa.
En 1948 nos presenta “Aquí vivieron” con el subtítulo de “Historias de una quinta de San Isidro” ; son 23 relatos. En estos cuentos encadenados, que transcurren desde 1583 hasta 1924, crea el mismo ambiente perturbador de algunas narraciones de Valle Inclán.
Siguiendo con los relatos, aparecen en 1950 los cuarenta y dos de “ Misteriosa Buenos Aires” , su libro más vendido. Es la historia de la ciudad contada en cuentos. Su propósito era darle a Buenos Aires una perspectiva mitológica. Hay una carta de un personaje de Voltaire; aparece el Nicolasito Pertusato, el enano del cuadro de las Meninas; otro personaje que al morir se da cuenta que es Luis XVII, el hijo de María Antonieta. El último cuento ensambla directamente con las novelas posteriores.
Luego viene la saga de la aristocracia porteña que algunos llamaron “de la oligarquía”: “Los Idolos” , de 1952, está construida en tres partes cuyos títulos corresponden a los nombres de los personajes de mayor peso. Originalmente era la primera parte del libro y el editor le pidió las otras dos para hacerla más larga. A esto debemos el personaje quizá más espléndido de la novelística de Mujica Lainez, que es la tía Duma. La extraordinaria Duma, mujer poderosa de energía, de dinero y de prestigio social, desprejuiciada y audaz, generosa y egoísta, frívola y apasionada, que aparecerá una y otra vez en sus libros.
“La Casa” (1953). En la calle florida al 556 se encontraba esta mansión espléndida y es ella misma la que cuenta su propia historia mientras la van demoliendo día a día, poblada de remembranzas, seres desencarnados, angélicos y demoníacos.
“Los Viajeros” (1954) inspirada en su familia materna, quizá en sus tías. Son viajeros inmóviles que ya han estado en Europa y se preparan, con las maletas listas, a realizar un viaje que no sucederá nunca. También fue escrita en cuatro meses.
“Invitados en El Paraíso” es el primer libro en donde aparecen personajes tomados de la realidad de Buenos Aires, claramente identificables. También es la única novela de la saga escrita en tercera persona. Las otras tres están en primera persona.
Hasta aquí la que podría llamarse su obra de juventud, en la que alude a un tiempo retrotraído hacia lo pretérito, hacia lo envejecido, lo decadente, lo nostálgico, lo corroído, lo vagamente soñado, lo muerto. Páginas pobladas de seres insólitos, un poco acartonados, celosos del prestigio de casta, que matan el tiempo con pacientes, delicadas e inacabables tareas, y subsisten en el mundo como los peces rojos en su pecera de cristal.
En 1962 comienza su ciclo histórico con el monstruo de “Bomarzo” . Aquí Mujica Lainez, encarnado en el duque Pier Francesco Orsini, se prepara para modelar el sueño humano de la inmortalidad. Es una recreación ímproba del renacimiento. Fue convertido primero en cantata y luego en ópera por el músico Alberto Ginastera, estrenada en Washington y en Nueva York, prohibida por inmoral durante el gobierno de facto de Onganía y finalmente puesta en el Teatro Colón con todo honor y gloria.
En 1965 edita “El Unicornio” , que es una recreación del medioevo francés contada por el hada Melusina donde también se aborda el tema de la inmortalidad. Este es, en expresión de Manuel, el libro que más le costó escribir.
“Crónicas Reales” , junto con “De Milagros y de Melancolías” , fueron su desquite, su venganza hacia la historia. En el primero, inventó una dinastía falsa de reyes europeos y les hizo hacer barbaridades. En el segundo, inventa la fundación, vida y costumbres de una ciudad americana.
“Cecil” es su primer libro escrito en El Paraíso, Córdoba. Cecil es un whippet que lleva ese nombre en honor a Cecil Beaton, pues los Cárcano se lo regalaron en su estancia San Miguel, en Ascochinga, el día en que conoció al famoso fotógrafo. El recurso literario ya había sido empleado por Virginia Woolf con su “Flush” , en el que un cocker spaniel cuenta la vida de la poetisa Elizabeth Barret-Browning. Aquí Cecil nos cuenta la vida del novelista instalado para siempre en las sierras de Córdoba.

Y hablando de analogías, la crítica las señala con referencia a la citada Virginia Woolf y a Henry James. Beberá de Proust toda vez que reproduce escenas y seres que conoció tanto y que le darán inagotable vena inspiradora. Parangona a Henry James en la presentación del espectáculo de una clase social, la europea uno, la porteña el otro, que los fascina a pesar de defraudarlos en ocasiones; por la inclinación hacia las decoraciones suntuosas, refinadas, frívolas del escenario de esas clases. Lo mundano transformado en obra de arte, aunque de ella no se desprende ningún sentido moralizador.
Quizá esté más cerca de Virginia Woolf por la misteriosa capacidad de transmigración narrativa, vencedora de las barreras del tiempo y de los sentidos, que nos aprisionan al común de los mortales. De ahí nacen, en ambos, cierta poesía dolorosa, cierta risueña y festiva ironía.
También fue comparado con Giuseppe Tomasi de Lampedusa, autor de una única novela, “Il Gatto Pardo” , por la intensidad de la nostalgia de una época caduca, por el refinamiento de los medios literarios, por el lirismo que mana de la nostalgia.
Se señalan también sus coincidencias con Oscar Wilde, por el ingenio con frecuencia cáustico, por el “humour”, por la elegancia del construir y el decir.
Y aquí cabe mencionar las coincidencias entre Borges y Mujica Lainez: ambos descienden de familias históricas; a los dos los echan de sus respectivos trabajos (Borges trabajaba en una biblioteca; Mujica Lainez en el Museo de Arte Decorativo); después de la dictadura, Borges es director de la Biblioteca Nacional, Mujica Lainez Director de Relaciones Culturales en el Ministerio de Relaciones Exteriores; los dos entran juntos en la Academia Argentina de Letras; Borges presidente de la SADE, Mujica Láinez vicepresidente; las madres de ambos mueren el mismo año y Borges, en un espléndido poema que le dedica, expresa: “MML, alguna vez los dos tuvimos una patria y los dos la hemos perdido”.
Con “El laberinto” cierra el ciclo de sus novelas históricas y narra la vida de Ginés de Silva, el niño que aparece en primer plano a la izquierda, señalando un medallón, en el conocido cuadro del Greco.
“El entierro del Conde Orgaz” es una novela española, ambientada en la época inmediata posterior a la conquista, que recrea el barroco y el Siglo de Oro español.
También de 1974 es “El viaje de los siete demonios” . Este libro es un derroche de imaginación, gracia y sabiduría en el que siete demonios que holgazanean por el infierno son enviados por el diablo al mundo con la misión de tentar. Cada uno es especialista en un pecado capital y a cada uno se le da un reloj y un mapa. El reloj marca un año y el mapa un lugar.
“Sergio” (1976) nos narra los infortunios de un joven gay que se debate entre la virtud y la belleza. Aquí hay una magistral descripción de Venecia.
“Los cisnes” (1977), cuenta la historia de una casona semi derruida convertida en pensión bohemia y habitada por los personajes más disparatados, desde una prostituta -pintora naif- hasta un poeta que recoge una antología infinita sobre los cisnes.
Seguirán “Los Porteños” , una recopilación de artículos, notas, conferencias, etc, donde se evocan imágenes de un ayer ciudadano y rico convocado a través de personajes ilustres, algunos de su sangre y amigos.
“El Gran Teatro” (1979) cierra magistralmente el ciclo de novelas de personajes de Buenos Aires, y lo hace de la mano de la mítica María Zúñiga y su prima Amalita Zúñiga de Castro. Crónica admirable y risueña que desemboca en un insoslayable documento porteño.
“El Brazalete” (1981) y “Cuentos Inéditos” (1984) reúnen los cuentos escritos en los últimos años de su vida. “Placeres y fatigas de los viajes” es otra recopilación de sus notas como cronista del diario La Nación.
“El escarabajo” es su última gran novela, transcurre desde el antiguo Egipto, en que un anillo de lapislázuli le es regalado a Nefertiti, hasta nuestros días. Es una monumental revisión de la historia de la humanidad a través de elementos emblemáticos, en la que hace gala de todo su saber histórico.
“Un novelista en el Museo del Prado” es una fantasía en la que los personajes de las pinturas y estatuas abandonan sus telas y pedestales e inician aventuras nocturnas dentro del museo.
Su última novela, “Los libres del Sur” , quedó inconclusa. Estaba ambientada durante la tiranía de Rosas. Quedan algunos capítulos escritos y varias páginas de un cuaderno de notas.
En el año 1963, tras permanecer cuatro meses en cama debido a una hepatitis, comenzó a realizar unos álbumes–collage en los que pegaba fotografías y recortes de diarios y revistas sobre cosas que le interesaban, recuerdos de viajes, etc. Son nueve en total y él los llamó “Mis memorias gráficas” . Estos álbumes son una prueba más del exquisito ingenio de Mujica Lainez, puesto de manifiesto en los comentarios al pie que realzan fotos e imágenes. Este material aún es inédito.

Fuente:
Literaturas.com

Pueden ver mas info en:
Manuel Mujica Lainez en la Wiki

11 de enero de 2009

El sordo / Roberto Fontanarrosa

Excelente cuento de Fontanarrosa. Con la actuación del Coco Silly y Mex Urtizberea
Espero que les guste. Un abrazo.
Estanis


El sordo
Roberto Fontanarrosa

El sordo - 1era. parte



El sordo - 2da. parte




El tipo apareció de improviso, ante la indiferencia general, por detrás de la
columna. Se inclinó por sobre el hombro del Sordo, lo tocó en un brazo y le dijo
"Quiero hablar con vos". El sordo levantó la vista, lo miró con el ceño fruncido
como si no lo conociera, pegó una hojeada sobre los otros componentes de la mesa
y amagó una evasiva.
- Vamos allá -dijo el otro, señalando las mesas del fondo. El Sordo se puso de
pie, serio. Casi ninguno, ni Pochi, ni Roger, ni Gustavo, se habían percatado de
la situación.
- Pagale al hombre, che -dijo en voz alta, Ricardo, el único que había caído en
la cuenta.
- ¿ Siempre lo mismo, Sordo? -se anotó el Zorro, zumbón-. No lo cagués al
muchacho.
Pero el tipo, muy serio, ya se alejaba hacia el fondo. Ahora sí, los demás
hicieron un instante de silencio, prestándole una mínima atención al suceso.
- Parece que viene pesada la cosa -se rió el Zorro.
- ¿ Y no lo escuchaste al punto? -preguntó Ricardo- "Quiero hablar con vos" le
dijo. Nada de "¿Podría hablar un momentito con vos?" o "¿ Tendrías un minuto
para atenderme?". Nada. "Quiero hablar con vos" y a la lona.
- Será cana.
- Es un novio que se levantó el Sordo en las vacaciones -dijo Pochi.
- Se habrá puesto celoso el quía -supuso el Zorro.
- Lo ve con tantos machos.
- ¿Dónde "machos"? -se hizo el boludo, Guillermo. Y sin transición alguna
volvieron al tema de las bailantas y de las tres negras que había traído el
Flaco Campana del Brasil para bailar en los pueblos. "No le queda guita pero
coge al costo" justificaba el Pochi.
El tipo se había sentado enfrente del Sordo y se quedó mirando hacia el lado del
mostrador, los ojos entrecerrados, rebuscando algo con la lengua entre los
dientes, tomada la mano que sostenía el pucho en el reborde de aluminio de la
mesa. El Sordo pudo mirarlo un poco más. Sin ser muy alto, tenía cierta pinta de
bestia. Algún pozo de viruela en la mejilla, sombra de barba, remera de marca
desconocida abierta en sus tres botones. Prolijo, pese a todo. Por un momento
bastante largo pareció que el tipo no iba a empezar a hablar nunca.
- Vos te encamaste con mi mujer -soltó de golpe mirándolo, ahora sí, al Sordo.
- ¿Cómo? -el Sordo adelantó la cabeza con un sobresalto elástico del cuello,
como un tero al caminar.
- Que vos te encamaste con mi mujer.
- ¿Con tu mujer?
El otro había adelantado el maxilar inferior dejando un orificio circular entre
sus labios, por donde el humo del cigarrillo escapaba y le nublaba los ojos. No
dijo nada más, y, por el casi imperceptible trepidar de la mesa, era notorio que
oscilaba una pierna pivoteando sobre el pie flexionado como si cosiera a
máquina.
- Espera un cachito... Esperá un cachito...-se rascó una ceja el Sordo amagando
una sonrisa forzada-. Yo a vos...¿te conozco?
- Sí, me conocés...
- Porque, vos acá aparecés... -sobrevoló la información del Sordo- ... me venís
a buscar a la mesa, me presionás para que venga a hablar con vos... Me hacés
levantar de la mesa donde...
-Sí me conocés...
-... yo estoy con mis amigos conversando lo más tranquilo y, de rompe y raja, me
salís con esto de que...
- No te hagas el turro que me conocés...
El Sordo paró. Se quedó con la mano izquierda cerrada con la punta de los dedos
hacia arriba, interrogante, junto al pecho.
- ¿Que yo te conozco? ¿De dónde te conozco? A ver si nos volvimos todos locos.
- Me conocés de la puerta de la escuela Mariano Moreno, de Paraguay al 1200...
Vos vas a buscar a tu piba ahí. Y yo también.
- ¿ Vos también?
- Sí señor... Y a veces voy yo y a veces va mi jermu. Y vos a veces chamuyás con
mi jermu ahí y otras veces ... -el tipo inclinó la cabeza como si quisiera
apoyar una oreja en el nerolite de la mesa en tanto golpeaba con el
índice-..chamuyás con ella acá, en este mismo boliche.
-¿Acá?
- Sí señor -el tono del tipo tenía un atisbo de grosería y un siseo remarcado.
- Y... ¿Quién es tu mujer?
- No te hagás el boludo que vos sabés muy bien quién es mi mujer.
- No, mi viejo... -se enojó el Sordo-. No sé quién es tu mujer y tampoco tengo
la más puta idea de quién sos vos... Vos me venís con eso de que vas a buscar a
tus pibes a la escuela Mariano Moreno y yo también voy de vez en cuando a buscar
a mi piba a esa escuela; pero te puedo asegurar que no me acuerdo ni en pedo de
vos ni de tu cara ni de un carajo...
- No levantés la voz, no levantés la voz -pidió el otro, lo que en parte
tranquilizó al Sordo.
Al parecer, el inquisidor no buscaba un escándalo aunque su tono estaba más
cerca de la amenaza que del paternalismo-. Y no te hagas el boludito -al decir
"boludito" sacudió hacia ambos costados la cabeza acompañando cada sílaba-. No
te hagas el boludito -repitió- porque la semana pasada yo fuí con mi mujer a
buscar los pibes al colegio y vos estabas ahí, y justo estabas al lado nuestro,
y estuvimos hablando, así que no me vengas con que no sabés quién mierda es el
que tenés sentado enfrente.
El Sordo se tiró hacia atrás en su silla, en parte como asombrado, en parte para
alejarse de ese par de ojos que amartillaban el reproche demasiado cerca suyo.
Unió las manos en una palmada y se mordió el labio inferior.
- Esto es increíble -dijo como para sí-. Pero mirá las cosas que uno se tiene
que bancar -observó hacia todos lados como buscando una explicación y, de paso,
constató si los muchachos de la mesa seguían las alternativas del episodio y si
llegado el momento, se hallaban dispuestos a entrar en acción en caso de que
volara el primer tortazo.
- El que me la tendría que bancar soy yo -se señaló el pecho el otro-. Y no me
la banco. Así que no me vengas con que no me conocés y tampoco conocés a mi
mujer porque está muy claro que no es así. Y tampoco andés mirando para tu mesa
porque ninguno de esos pelotudos va a venir a ayudarte. Esos son muy buenos para
hablar al pedo pero a la hora de los bifes se borran todos.
- Pero ¿Qué decís? ¡Pero escucháme! -quedó cortado el Sordo, enojado, no tanto
por el análisis social que el intruso había esgrimido impunemente sobre sus
amigos sino más bien porque aquel tipo se había dado cuenta de su mirada de
auxilio hacia la base- ¡Me pongo así para escucharte con el oído sano! ¿O por
qué te pensás que me dicen el Sordo?
- Sí señor...-siguió el otro-. Porque en este boliche son muy de pajearse en
charlas intelectuales, son muy del franeleo pajero todos ustedes y de hacerse
los nórdicos, los suecos, en la cuestión de las minas. Pero en donde yo me crié,
toda esa histeria, no corre, mi querido. Allá estas cosas se resuelven sin tanto
psicoanálisis, estas cosas se resuelven como se resuelven en el barrio. Y yo
sabía, estaba seguro, que esto iba a pasar cuando mi mujer me dijo que venía a
este boliche de mierda, lleno de trolos, de pichicateros y de pajeros.
- Pará un cacho... pará un cacho... -buscó aire el Sordo, sin saber muy bien
cómo seguir.
- Y por eso vos me vas a explicar bien explicado cómo fue todo este fato con mi
mujer, con la hija de puta de mi mujer...
- Pará un cacho... -continuó haciendo tiempo el Sordo-. Te digo una cosa... Te
digo una cosa... Yo te estoy respondiendo, te estoy contestando por una
elemental regla de cortesía. Por una... digamos... elemental norma de respeto
-el otro lo miraba sin entender-. Pero la verdad es que no debería darte ni
cinco de pelota, ni cinco de bola debería darte... Vos no sos mi viejo, ni sos
cana, ni sos el fiscal de la Nación para venir a apurarme con este asunto de ...
- ¿Sabés quién soy yo? ¿Sabés quién soy yo? -el otro volvió a echar el torso
sobre la mesa-. Yo soy el esposo de Marcela. El marido de Marcela. Ése soy yo.
El esposo de la mina con la que vos te encamaste. O te encamás. Eso lo tengo que
averiguar todavía...
El Sordo lo miró un momentito.
- ¿Quién es Marcela? ¿De qué Marcela me estás hablando?
- Marcela Tessone... ¿La ubicás ahora? -podía decirse que una sonrisa cínica
merodeaba la boca del tipo.
- ¿Tessone? Mirá... -El Sordo adoptó un tono condescendiente, como si tuviese
que explicarle a un niño un tema muy distante de su capacidad de razonamiento-.
Acá todo el mundo se conoce por el nombre o por el apodo. Yo, hay muchachos de
la mesa esos que vos decís que son todos putos, que se borran todos - a los que
conozco nada más que por el apodo ¡ y los conozco desde hace años! Pero que no
tengo ni la más puta idea de cómo se llaman, del nombre, del apellido, de nada.
Por eso vos me decís Tessone y yo te digo ... que sí... que puede ser... que por
ahí la...
- La morocha, alta, medio narigona... Que vos le prestaste el libro de
Soljenitsyn...
El Sordo se quedó mirándolo. No había mayores posibilidades de evadir el tema. Y
el tipo había pronunciado el nombre de Soljenitsyn bastante bien.
- ¿Un libro de Soljenitsyn? -caviló, sin embargo, frunciendo los labios-. Ah
sí...
- Para iniciarla en lo intelectual...-de nuevo la sorna.
- Sí... Ya sé cuál es...
- Y la boluda se deslumbra con cualquier cosa. Hasta con un Patoruzito se
deslumbra...
- Marcela...
Se quedaron un momento callados, observándose. Filoso el tipo. Más a la
defensiva el Sordo.
- ¿Entonces? -sacudió el tipo.
- Entonces ... ¿Qué?
El otro mantuvo la mirada fija.
- Y sí -admitió el Sordo sin arriar demasiado sus banderas-. A veces hablamos
con tu mujer. Si es ésa que vos decís, a veces hablamos. Acá, en el boliche.
Cuando ella viene. Pero te digo que viene muy de vez en cuando. Pero nada más.
Yo a ella casi no la conozco. La conozco a la amiga.
- A la Patri.
- A ésa. A la Patricia. A ella la conozco más.
- ¿Así que la conocés a la amiga? -de nuevo la ironía-. La conocés a la amiga
pero le prestás un libro a mi mujer.
- A tu mujer la conozco pero... oíme... la conozco como uno puede conocer a
tanta gente en esta ciudad. Que la conocés de verla mil veces por la calle.
Como... como vos me decías que yo te conocía a vos, de la puerta de la escuela.
Pero eso no quiere decir que te conozco. Sí por ahí te veo y digo "Qué cara
conocida", pero nada más... Rosario es una ciudad chica... Y hablo con ella como
puedo hablar con tanta gente que viene acá, somos todos amigos...
- Sí... Amigos... Amigos... Son todos muy amigos...
- Pero nada más...
El otro se pasó la mano por la cara como para modelarse de nuevo los pómulos.
- Mirá, mirá... -dijo-. No me vengas con versos, a mí ya no me caben los
versos...
- Pero... -arremetió el Sordo-. ¿Y de dónde salió eso de que yo me encamo con tu
mujer? ¿Quién te dijo eso de que yo me encamé con tu mujer? ¿Quién te fué con
esa pelotudez?
- Ella. Ella me lo dijo.
El Sordo sintió el impacto. Se demudó. Miró hacia el techo, hacia la mampara de
madera que separaba el salón del quiosquito que da a la calle Sarmiento. Vió a
Pedro riéndose con una mina. A Cary y a Querol hablando con una pendejita rubia.
El mundo seguía andando y él no podía creer todavía que estaba sentado allí, en
el banquillo de los acusados, ante un inquisidor que manejaba más información de
la tolerable.
- ¿Ella te dijo eso? ¿Marcela?
- Sí señor. Marcela me lo dijo.
El Sordo meneó la cabeza.
- ¿Ella te lo dijo?
- Ella.
- Mentira.
- Ah, claro... Aparte de cornudo, mentiroso... -se sonrió el tipo,
inexplicablemente cordial.
- ¡No! Digo, mentiras de ella. Mentiras, bolazos. Te está macaneando...
- Ah... Me está macaneando...
- ¡Sí señor! Seguro, por supuesto.. Te está macaneando. Está hablando al pedo.
No puede decir esa barbaridad, esa pelotudez...
- ¿Y para qué me lo dice? ¿A ver?
- Qué se yo. Te querrá joder. Te querrá cagar la vida. Andá a saber. Vos sabés
cómo son las mujeres. Las mujeres suelen ser muy hijas de puta, muy...
- Cuidado con lo que decís...
- Bueno... -El Sordo ya no sabía de dónde podía venir el cachetazo, adónde podía
pisar sin que estallase una mina-. Te lo digo en un sentido muy...
- Tenés razón, tenés razón... -acordó el otro, sin embargo-. Mi mujer es una
hija de puta, pero no es boluda. No es ninguna boluda. Y no va a venir a decirme
una cosa así gratuitamente, para que yo la cague a trompadas. No me vino a decir
que se le habían pasado los fideos o que se había olvidado un paraguas, querido.
Me vino a decir que se había encamado con un tipo...
- Sí... ¡Y justo me viene a elegir a mí! ¡A meterme en un quilombo a mí!
- ... y ella sabe que yo no soy un intelectual, mi viejo, ella sabe que yo la
voy a cagar a trompadas, no se la va a llevar de arriba si me aparece con una
cosa de ésas...
- Te querrá cagar la vida, viejo. Qué sé yo... Te sale con esas cosas porque te
habrá dado la cana con alguna mina. Te conocerá alguna fulería y en esas cosas
las mujeres son muy vengativas. Son capaces de inventar cualquier historia con
tal de...
- ¿Inventar cualquier historia? - embistió el otro-. ¿Inventar también el día en
que se encamó con vos? ¿Y la hora? ¿Y el telo al que fueron?
- ¿El telo? ¿ Te dijo el telo? Pero...
- Además, querido... ¡Yo no soy de engañar a mi mujer, mi viejo! -el otro estiró
una mano hacia adelante mostrando al Sordo la palma como si lo hubiesen herido
en lo más profundo-. Yo podré tener mil quilombos con mi mujer, pero eso no hace
que yo ande haciéndome el pelotudo con cualquier mina que se me cruce. Que ella
sea una guacha no quiere decir que...
- ¿También te dió el nombre de un telo? ¡Dios querido! Pero qué imaginación que
tiene esta mina... -el Sordo volvió a estallar sus manos en una palmada.
- Nada de imaginación, mi viejo. Nada de imaginación -el tipo variaba el ángulo
de sus ataques con una velocidad incontrolable.- No sigas haciéndote el boludo
porque ella me lo dijo todo, me batió todo, me lo contó todo...
El Sordo lo observó, algo desarmado.
-... y ella será una guacha que podrá venir a joderme con muchas cosas, pero
nunca con ese tema -siguió el tipo-. Y si me viene a contar una cosa así, es
porque es cierto, es verdad. Eso que me dijo es cierto.
Otro silencio. El Sordo resopló, enarcó las cejas poblando su frente de arrugas
paralelas y horizontales.
Luego se encogió de hombros.
- Y bueno... -suspiró- ¿Qué querés que te diga?... si ella te dijo eso... Si
ella me manda al muere...
- El jueves pasado. A las siete de la tarde. En el Gato Negro. Con video porno y
todos los chiches...
- Y dale, bueno... Agregale cama de agua también... Nunca hubiera imaginado que
a Marcela se le podían ocurrir tantas cosas...
- Entonces, viejo... -pisó firme el otro- ... Yo quiero que arreglemos este
asunto.
El Sordo lo miró, ceñudo, curioso.
- Afuera -señaló el tipo con el mentón.
- Pero... ¿Qué estás diciendo?
- Lo que te digo. En donde se te ocurra. Los dos, vamos y...
- Pero ... ¿de qué me hablás?
- Nos cagamos bien a trompadas.
- ¿A trompadas? -el Sordo lo miraba con una expresión de infinito asombro-.
¿Pero vos estás en pedo?
- Sí señor. A trompadas.
El Sordo se recostó, relajado, sobre el respaldo de su silla.
- Yo no me cago a trompadas ni por mi vieja -aclaró.
- No la metas a tu vieja en este asunto.
- Yo a mi vieja la meto donde se me cantan las bolas. Ahora lo único que falta
es que venga cualquera a decirme lo que tengo que hacer con mi vieja.
- Lo que pasa es que acá -generalizó el otro- están muy acostumbrados a parlarla
demasiado, querido. Acá, vos y todos estos pajeros están muy acostumbrados a
charlarla lunga, de cualquier cosa. Resuelven el fato de la guita, de la
política, de la Revolución, sin levantar el culo de la silla. Son
revolucionarios de café ustedes. Idiotas útiles. Y vos te creés que conmigo va a
ser lo mismo. Y que vas a poder explicarme cómo fue que te cogiste a la hija de
puta de mi mujer en una charla, en una conferencia de prensa; que me vas a poder
decir cómo que te la empomaste y yo te voy a decir "¡Pero mire qué bien, qué
cosa más interesante! ¿Qué diría Soljenitsyn a todo esto?" O algún otro de esos
escritores culorrotos que ustedes se pasan leyendo todo el día....
- Te equivocás, te equivocás... -dijo el Sordo, jugueteando con un tiquet viejo
de consumición entre los dedos-. No nos pasamos leyendo. Vos estás confundido
-más tranquilo al comprobar que, pese a esa encendida llamada a la acción
directa, pese a esa invitación a la violencia, la cosa venía demasiado
dialéctica como para derivar en un holocausto.
- Conmigo no corre ésa. Esa mano no corre conmigo...
- Tu mujer no se encamó conmigo -afirmó el Sordo- Y te voy a decir una cosa, te
voy a decir una cosa... Vos podés creer lo que se te cantes las pelotas, después
de todo es tu mujer. Pero te voy a decir una cosa, como para que vos
entiendas...
- No hay nada que entender, mi viejo... Esto está muy claro... Acá lo ...
- ¿Sabés por qué no me encamé con tu mujer, ni me encamo, ni me encamaría nunca?
Ahí sí el tipo lo miró, atento.
- ¿Sabés por qué? -reafirmó el Sordo.
- ¿Por qué?
- Porque tu mujer no me gusta.
- ¿Cómo que... no te gusta?
- No me gusta. Muy simple. No me gusta.
- ¿Por qué no te gusta?
- Es jovata, viejo. Está muy achacada.
- ¿Jovata? ¡No tiene 40 años, querido! ¡No seas pelotudo!
- Mirá, si no tiene 40 años, los aparenta. Te digo más, yo le daba cerca de 45.
- 37 pirulos tiene. Recién cumplidos.
- ¡Y bueno!
- ¿Qué? ¿ Me vas a decir que alguna de estas pendejas que están por acá,
aquella, por ejemplo, con esa pinta de muerta de hambre, están mejor que mi
mujer? ¿Pero no ves la pinta de pichicateras que tienen todas, que parece que
hace mil años que no toman sol, fumadas todas, sucias, los pelos roñosos? ¿Ésas
son las pendejas que te gustan a vos? ¡Por favor! Dejame de joder. Además, no me
vengas con versos, mi viejo. Si vos tampoco sos ningún pendejo ¿O me vas a venir
con que a vos las pendejas todavía te dan pelota? No te dan ni cinco de pelota a
vos, mi querido ¿O te pensas que yo no te veo? ¿O porqué te pasás, acaso todas
las tardes, sentado en la mesa de todos esos viejos chotos como me dice Marcela
que te pasás? Porque te dan mucha bola las pendejas, seguramente. Por eso.
Viejos chotos haciéndose los galanes...
- A mí no me gusta...
- Además, mi mujer, será una hija de puta que se encama con el primer pelotudo
que le cruza, pero se rompe el culo haciendo gimnasia para mantenerse en forma,
querido ¡Las veces que me he tenido que hacer la comida cuando vuelvo del
trabajo porque ella está haciendo la gimnasia, tirada enfrente del televisor con
la mina esa y el grone de la ESPN, que hacen gimnasia arriba de un portaaviones!
Y te va al gimnasio, y te sale a correr...
- No me gusta. No me digas porque no me gusta...
- Más de una de estas pendejas querría tener el culo que tiene mi mujer. Las
gomas que tiene mi mujer, mirá lo que te digo...
- A vos te parece porque sos el marido. Tenés que convencerte porque...
- ¡No me tengo que convencer un carajo, querido! Yo no soy tan boludo, no me
pongo ciego ante la realidad, yo no me engaño... Marcela será una guacha pero
sigue estando buenísima... ¿O te creés que yo no veo cómo la miran los tipos por
la calle?
- No me gusta.
- Tendrías que verla en bolas...Bueno... -saltó el tipo-. ¡Si vos la viste en
bolas, hijo de puta! ¡Oíme, salgamos y...!
- No es eso, no es eso... Yo no te digo que no esté buena...
- ¿Qué no va a estar buena? ¿Y que me decís entonces?
- No sé... No es mi tipo de mujer... No... No... Qué se yo... Vos no lo tomés a
mal, pero ... La nariz...
- ¿Qué pasa con la nariz? ¡Ahora no me vengas con que no te gustan las
narigonas! Al contrario. Eso es lo que hace interesante a una mujer... ¡ Mirá la
Barbara Streisand, por ejemplo, mirala a ella! Ahora no me vas a salir con que
te gustan estas pendejas que se hacen la estética y que quedan todas con la
misma napia. Ésas te gustan, seguro, esas narices de mierda que parecen
caniches...
- No es eso...
- Además... A la Ley de Almada, mi viejo. Le tapás la cara con una almohada.
- No es eso...
- ¡Por favor, mi viejo! ¿ Que me venís?
- Es que a mi me gusta la mujer más... ¿ cómo decirte? Más...
- ¿Más qué?
- Más dulce, ¿me entendés?... Más modosita... Más manuable... Tu mujer, Marcela,
es muy grandota, muy agresiva. Demasiado...
- ¿Agresiva? ¡Porque tiene personalidad, querido! Ella es así. Avasallante ¿O
querés una boluda de ésas que se creen una muñequita de lujo?
- No te digo agresiva...
- ¡Porque te sabe llevar una conversación! Eso es lo que te jode. Están todos
acostumbrados a estar con minas que se callan la boca y le dicen que sí a todo,
y no se bancan una mina que tenga los ovarios bien puestos como para copar una
mesa y opinar de las cosas igual que los tipos. Eso es lo que pasa. ¡Claro!
Todos los piolas de tu mesa pueden decir mil pelotudeces de lo que se les cante
pero si aparece una mina con ideas propias no se la aguantan...
- Será así... Será así... Por ahí tenés razón...
- Lo que pasa es que ella te sabe llevar una conversación y...
- Y te aclaro que ella no viene a la mesa nuestra.
- Porque ha estudiado, mi viejo ¡Y quién te dice que no ha estudiado más que
cualquiera de todos estos intelectuales...! ¡Intelectuales de la poronga!
- Seré chapado a la antigua. Lo admito -enarcó las cejas el Sordo, casi como
apesadumbrado.
- Fijate que al final, yo... -no detuvo su arremetida el otro- que no soy lo que
puede decirse un tipo de estudios, porque apenas si tengo el secundario, me
banco una mina evolucionada. Pero ustedes no. Para ustedes una...
- ¿Sabés lo que pasa? ¿Sabés lo que pasa? Yo seré un antiguo, pero me jode que
una mina te interrumpa cuando estás hablando ¿viste? No te digo que me joda que
hable. Pero que sepa respetar cuando el que habla es otro. Que no se meta. Y eso
es lo que hace Marcela. Se mete. En ese aspecto es... desubicada... grosera...
- ¡Por favor! ¡Mirá con lo que me salís!
- Te digo más... Más de una vez, pensé, te juro que pensé, sin conocerte, eh,
sin conocerte... "Pobre tipo el marido de esta mina! ¡Lo que debe ser aguantar a
esta mina!"
- Pero... ¡Por favor!... Ella... ¡Ella es una santa! Es incapaz de ...
- Porque una cosa es charlar un ratito acá, todo muy bien, muy lindo, muy
entretenido. Pero otra cosa es tenerla todo el día en tu casa y...
- ¡No estás a su altura, querido! ¡No estás a su altura!... Es una señora...
- Te digo más... Ahora que te conozco, ahora que te conozco y veo que sos un
tipo honesto, frontal, un tipo que va de frente, como viniste de frente conmigo,
un tipo que tiene la grandeza de plantear una cosa delicada como ésta, cara a
cara... merecerías otra mina. No sé... Más dulce, menos agresiva, menos jodida.
- Por favor... Ya quisieras vos encontrar una mina como Marcela. Ya quisieras
vos...
- Puede ser... -caviló el Sordo. La conversación parecía haberse agotado-. Puede
ser...
El otro miró el reloj.
- Me voy -dijo-. Ya debe haber llegado -se paró. El Sordo también, las manos en
los bolsillos.
- ¿Tomamos algo? -frunció las cejas, mirando la mesa vacía y tratando de
recordar. El tipo negó con la cabeza.
- Chau -dijo-. Pero la vamos a seguir -advirtió. Y se fué por la puerta de
Sarmiento y Santa Fé. El Sordo se volvió para la Mesa de los Galanes. Cuando el
tipo pasó junto a donde estaban Cary y Querol, hizo un gesto con el mentón
señalándole al Sordo la adolescente flaquita que charlaba con ellos.
- ¡Seguro que una cosa así te gusta a vos! ¡Qué vas a comparar! -casi gritó,
antes de continuar su retirada.
El Sordo admitió con un gesto ambiguo y siguió para su mesa. Ésta se había
poblado bastante. Habían llegado el Pitufo, el Peruca, Belmondo y Hernán. El
Sordo tuvo que buscarse una silla de otra mesa y ubicarse en segunda fila, en un
ángulo poco favorable.
- Mirá vos -se rió el Zorro-. Tenías ringside y te lo cagaron.
El Sordo iba a contestar cuando volvió el tipo, por el mismo lado que la vez
anterior, por detrás de la misma columna. Era obvio que había salido por la
esquina y había vuelto a entrar por Santa Fé. Le tocó el hombre al Sordo y se
agachó para hablarle al oído.
- ¿Sabés por qué vos decís eso? -le dijo. El Sordo esperó, fastidiado.- ¿ Sabés
porqué vos decís eso?
- ¿Qué digo?
- Que no te gusta.
- ¿Por qué?
- Porque Marcela no te da pelota. Por eso -el Sordo giró para mirarlo -. No te
da bola.
- Sí... Seguro...
- Claro, querido. Como eso de la zorra y las uvas... "Estaban verdes"
- Sí... Seguramente...
- Entonces decís que no te gusta, que es fea, que es un escracho... - El Sordo
meneó, la cabeza con disgusto, resoplando.
- Sí, preguntale...
- Y... ¡No le va a dar bola a un tísico como vos, justamente!
- Claro... Preguntale... -repitió el Sordo, ya engranado.
El otro se irguió, siempre sonriendo y hasta se dio el lujo de palmearlo al
Sordo en el hombro.
- Sí. Seguro. Preguntale que hizo el jueves a la tarde... A eso de las siete...
Preguntale
El otro le dió la última palmada de despedida y se alejó, contento.
- ¡Preguntale! -alcanzó a gritar, airado, el Sordo-. ¡ Qué hizo! ¡Preguntale!
Pero el otro había desaparecido por la puerta de la esquina. Y esta vez ya no
regresó.