30 de julio de 2009

El susto hace crecer

Les dejo una excelente nota extraìda del blog de Alberto Laiseca, que dicho sea de paso, comparto en su totalidad. Espero les guste tanto como a mi. Saludos!!

El susto hace crecer
Por Alberto Laiseca

La narración oral es la forma más antigua del arte. Cuando aún no se había inventado la escritura, nuestros antepasados, mientras comían reunidos alrededor del fuego, escuchaban a un inventor de cuentos. Si yo les dijese a ustedes, personas contemporáneas: “Hoy, mientras venía para aquí, encontré al sapo más grande del mundo. Creo que medía entre cuatro y cinco metros de alto. Una bruja me atacó furiosa porque yo estaba molestando a su sapo. A duras penas pude escapar”. Ustedes sonreirían. Pero no nuestros antepasados. Se creían todo pues en esa época abundaba la ignorancia y la credulidad. Eran oyentes ideales. Ya quisiera uno tenerlos hoy. Se parecían muchísimo a los niños. El mundo era muy duro en aquella época y esa circunstancia hacía que la gente estuviese más que dispuesta a creer en toda clase de maravillas adversas. Pero si los monstruos estaban ahí afuera y te podían comer en un segundo.
Ahí en Camilo Aldao, mi pueblo, yo fui un niño soviético, sometido a la dictadura paterna. Mi única salida era la imaginación. Me escapaba todas las noches para ir a lo de unas viejitas vecinas que contaban historias espantosas. Según ellas no eran invenciones: “Esto es todo verídico”, decían. La luz mala, el Chupador de Sangre, el Cangrejo de Catorce Patas. “Al Dr. Fulano lo enterraron vivo. Se supo porque cuando lo desenterraron para reducción vieron que estaba todo arañado y dado vuelta”. Papá me había prohibido terminantemente estas salidas, porque decía que después yo no podía dormir. Tenía razón. Pero este era el precio que había que pagar. Podemos considerar al susto como el indispensable tratamiento de shock que te ayuda para que empieces a imaginar. En el siglo XIX todas las historias para niños eran espantosas: a los pibes les serruchaban las piernas para que fuesen juiciosos y estudiaran el piano, o los metían en grandes hornos para asarlos como si fueren lechónidas. Pinocho mismo, de Carlo Collodi, es un libro violento. El muñeco mata de un mazazo al grillo parlante (lloré como una magdalena) y él no se salva de que lo quieran transformar en burro para venderlo. Las ilustraciones de este libro me hacían morir de miedo. La persecución nocturna de Pinocho (todo en blanco y negro), por parte de los dos ladrones (en realidad el Zorro y el Gato, disfrazados con bolsas de arpillera) no tenía para mí nada gracioso: unos bultos enormes y oscuros, de ojos brillantes, que perseguían al muñeco con intenciones de ahorcarle de la rama de una encina.
Yo estoy a favor de estos cuentos decimonónicos pues su objetivo era enseñarles a los niños que los monstruos son una realidad, de modo que pueden defenderse en el futuro cuando sean grandes. ¿No existen acaso los violadores, los asesinos seriales y otra gente encantadora?
Papá también me había prohibido leer a Edgar Allan Poe, de modo que lo frecuenté a escondidas. Los primeros cuentos que conocí de este autor fueron El caso del señor Valdemar, El barril de amontillado y El gato negro. Confieso que no me asustaron, pero en este último la crueldad del personaje para con sus mascotas y particularmente para con el gato me hizo llorar. ¿Cómo podía ser tan cruel al pedo?
Pero mi horror más espantoso era el Monstruo que Vivía Debajo de la Cama. No podía imaginarle forma alguna. No tenía dientes afilados, no babas ni tentáculos. Era in abstractum. Para colmo la casa de Camilo era de planta baja y primer piso y yo dormía arriba. Para acceder a la parte superior era preciso ascender por una escalera de piedra en hélice, la mayor parte de ella envuelta en las más espesas tinieblas pues mi viejo no había hecho poner allí ni una luz. Cuando me mandaban a dormir yo subía hasta el borde que separaba la luz de las sombras. Allí juntaba coraje para enfrentar el espanto que seguía: subir a la disparada hasta el hall superior y encender la luz. Pero los terrores no habían hecho sino empezar. Luego venía la parte de llegar a mi cuarto, pasar mi manito por detrás del ropero y prender el foco. Cualquier con dos dedos de frente sabe que detrás del ropero en sombras acecha el HORRIBLE-BASTATOSO (espan). ¿Ya nos salvamos? No. En absoluto. Ahora hay que prender el velador y retroceder para apagar la luz del hall y la general del cuarto, introduciendo la manito nuevamente detrás del ropero. Ya acostado leía todo lo que podía. Me estaba muriendo de sueño pero no me animaba a apagar la luz del velador, porque bien sabía yo que en esos segundos en que demorase en meter mi bracito adentro de las mantas el Monstruo que Vivía Debajo de la Cama te ¡Aaaarfff! A que te pome. A que te toca. A que te mata pa´ siempre. Toda mi infancia fue así. Tardé décadas en comprender que el Monstruo que Vivía Debajo de la Cama era mi propio padre. Por eso permanecía in abstractum: no me atrevía a darle forma porque eso hubiera equivalido a reconocer que mi enemigo era mi viejo. Plato demasiado fuerte para un niño.
De todas maneras a mi anciano viejecillo tengo que agradecerle por lo menos dos cosas: que me haya iniciado en la lectura es una. Por él conocí mi primera versión de El fantasma de la Ópera de Gastón Leroux, y también el gusto por la música. En casa se escuchaba mucha música clásica. Confieso que al principio no la entendía. Para mí era impenetrable. Se lo dije a papá y éste me contestó: “Y bueno, Alberto, serás un idiota musical”. Cosa curiosa esta frase terrible me hizo bien. Claro está que yo no quería ser idiota en nada. Y una tarde (era casi de noche) en que mi padre estaba escuchando un vigoroso pasaje de Rachmaninoff comprendí. Empecé a seguir la música y me puse tan violento como ella. Empecé a chocar sillas y sillones, a rebotar contra las paredes, etcétera. Estaba eufórico. ¡No era un idiota musical! No necesito decir que mi padre lo tomó como un ataque de locura y me cagó a pedos. Pero el bien ya estaba hecho.
Tal vez a alguien le extrañe que, amando el terror como lo amo, casi no tenga obras por el estilo. Es que yo soy demasiado delirante y escandaloso. Me lleno de buenos propósitos pero después va y me sale otra cosa. El único cuento de espanto que escribí es Perdón por ser médico, de mi libro En sueños he llorado. Otro, de la misma obra, es El cuarto tapiado. Este último es de terror sólo en parte. Cuentos para niños y de terror tienen lineamientos muy precisos. Cualquier desviación y el miedo (o si no el acercamiento a la infancia) se destruye. Supongamos que yo me propongo ser muy remalísimo (como decía mi hija cuando era chica). Naturalmente voy a escribir El castillo de las secuestraditas. Ya estoy puesto en el papel de ogro poseedor de húmedas ergástulas. Secuestro, en efecto, a esas pobres chicas. Pero termino atándolas desnudas a camitas confortables, donde las acaricio con plumitas en axilas y pezones. Esto no asusta a nadie, ni siquiera a las supuestas víctimas. El terror se ha transformado en una pincelada sadomasoporno. Miren en qué termino siempre. Tengo otra cabeza, eso es evidente. En algún lugar una pena, porque para mí el terror no es solamente pasatismo o entretenimiento. Es escuela de imaginación y, por otra parte, desata los miedos más oscuros que tenemos dentro. Todos esos monstruos, si no existen o han existido pueden llegar a existir. Basta echar un vistazo a la sociedad actual. Y atención: creo que lo peor aún no ocurrió. Y lo digo después de los nazis y del stalinismo. Siempre hay gente encantadora esperando por su parte. Es más fácil que ocurra lo malo que lo bueno, y de esto da cuenta el género de terror. Nos gusta verlo escrito en la esperanza de que no suceda.
Hay un genio entre nosotros que, sin embargo, nunca va a ganar el premio Nobel. Stephen King. Se lo considera un escritor menor. Los escritores profesionales lo miran por arriba del hombro. Hace muchos años (aún no lo conocíamos a King) yo intenté defender a Henry Rider Haggard (Ella, Ayesha, Las minas del rey Salomón). Los “profesionales” me taparon la boca con un “eso no se lee”. Así. Pese a que Oscar Wilde, en uno de sus ensayos, dijo que Haggard era un genio. Algo parecido ocurre ahora con Stephen King. Antes de leer El resplandor yo pensaba que el trillado tema de las casas encantadas estaba agotado. Entonces vino King, con su novela, y me probó que me equivocaba. Ese hotel espectral, lleno de fantasmas, es una maravilla originalísima. Las fuerzas maléficas van penetrando al personaje principal hasta transformarlo en uno de ellos. A King no le gustó la adaptación cinematográfica de Kubrick. No sé bien por qué. Yo amo ambas obras y las considero complementarias.
En La danza de la muerte, del mismo autor, hay una escena memorable. Debido a una peste ha muerto la mayor parte de la humanidad. Un loco, potenciado por el demonio, entra a una base nuclear norteamericana. Está intacta pero vacía, puesto que todos sus soldados han muerto. El demente es un bruto, pero el diablo le da toda la información necesaria para que tenga acceso a los silos duros y robe una bomba de hidrógeno. El chiflado la sube a la superficie con un montacargas. Hace mucho frío y el tipo toca la helada superficie de la bomba. Las radiaciones lo están quemando pero a él le parece tocar hielo. En realidad yo hago una síntesis precaria de algo que King describe minuciosa y genialmente. Ahora bien, yo desafiaría a los “profesionales”, tan despreciativos ellos, a que demuestren ser capaces de escribir una sola página como ésta.
Stephen King ha sido un soplo fresco para la literatura. Qué casualidad: lo hizo con el terror, el género más difícil (juntamente con la literatura para chicos).
Durante tres años yo conté cuentos de terror para el canal I Sat. Mis cortos iban luego del horario de protección al menor. Hay muchos cuentos que al miedo unen el erotismo. Hubiese podido contarlos, pero me negué terminantemente. Yo sabía que muchos niños me veían después de hora, autorizados por sus padres. He tenido admiradores muy, muy chicos. Si llego a contar algo así como El ataque de las zombis desnudas (no existe: al título lo acabo de inventar) los papis no hubiesen permitido que sus hijos siguieran viendo mi programa. Y yo tenía particular interés en los niños. Ellos son nuestro futuro. Con el avance de la internet cada vez es menor la cantidad de chicos que leen. Yo tenía la esperanza de que, a través de este género tan atractivo para ellos, terminaran interesándose en la lectura. Si les gustó un cuento de Edgar Allan Poe, contado por mí, es probable que terminen por leer un libro con narraciones de Poe.
Hoy los escritores de cuentos para niños tratan de ser “amables”: nada de chicos abandonados en el bosque porque los mayores no tienen para alimentarlos; nada de padres ogros que obligan a sus hijas a calzar zuecos de hierro para “disciplinarlas”; nada de Hombre de la Bolsa que se lleva a los chicos para que sus nenas les coman los ojitos. Nada de nada. Pues esto me parece una tontería y un error. ¡Pero si lo que los niños quieren es asustarse! Lo que los niños quieren, en el fondo, es crecer. Tenían razón los autores del siglo XIX. Convendría repensar todo esto.

Alberto Laiseca

24 de julio de 2009

El listado de los 100 mejores libros

Les dejo la nota extraìda de la Revista Newsweek, donde detallan el ranking de los 100 mejores libros segùn el criterio que explican debajo. Juzguen ustedes, pero para mi hay grandes ausentes, de los cuales entre otros menciono a 3: 2001 Odisea del espacio, Farenheit 457 y Los miserables. Saludos! Estanis

Sobre el escritorio en el que ahora escribo, cuelga una vieja copia enmarcada que muestra a Sam Weller —el astuto criado de Mr. Pickwick— indicándole a su pequeño amo regordete, que viste calzas, polainas y lentes, que observe una gran muchedumbre de pequeñas figuras: son los personajes que Charles Dickens crearía en sus novelas luego de publicar “Los papeles del Club Pickwick”. Todavía no logré identificarlos a todos, pero sí puedo reconocer a los ladronzuelos Fagin y Dodger de “Oliver Twist”, a la pequeña Nell y su abuelo de “La tienda de antigüedades”, el farsante buenazo Mr. Pecksniff de “Vidas y aventuras de Martin Chuzzlewit”, el colérico Mayor Bagstock de “Dombey e Hijo”, y Bob Cratchit de “Una canción de Navidad” con su hijo, el pequeño Tim. ¡Y, sí! Ése es el viejo dealer vestido con ropa de segunda mano de “David Copperfield”. Debe ser porque nunca me canso de personajes como éstos, que la mitad de mis libros de Dickens están remendados con cinta adhesiva. Las obras de Dickens, curiosamente, no figuran en esta meta-lista de Newsweek de los 100 mejores libros de todos los tiempos (que como cualquier clasificación, trae injusticias y olvidos), ¡pero sí que aparecen aquí propuestas de textos para volver a leer!

Por lo general, el “disfrute de releer” historias trae consigo una disculpa obligada por ceder ante los placeres “infantiles” de la repetición “obsesiva". Se conoce bien la diferencia entre la relectura estrictamente literaria que realizan académicos y escritores cuando estudian una obra con detenimiento, y la lectura “por placer” que queda relegada a espacios como la playa, el baño o la habitación.¿Pero existe realmente una línea tan marcada entre lo respetablemente energético y lo vergonzosamente narcótico? Nunca se me ocurriría incluir “Drácula” en el programa de una materia, ni en el ranking de los mejores libros, ni leer “El innombrable”, de Samuel Beckett, antes de dormir (a pesar de que algunos podrían decir que es la cura perfecta para el insomnio).

Aún así, sospecho que los autores más releídos en inglés son Dickens, Shakespeare (“Hamlet”, “El Rey Lear”, “Otelo” y “Sonetos” figuran en los puestos 48, 49, 50 y 51 del ranking) y Jane Austen. Por lo general, no paso ni un mes sin volver a visitar alguno de ellos. Estos autores combinan dos atractivos fundamentales para la hora de dormir: historia y personajes, con todo el desafío, la complejidad y la fuente inagotable de sorpresas que todos buscamos. He enseñado a todos ellos en mis clases, y en mi habitación sus libros se escurrieron de mis manos para entrar en mi mundo onírico más de una vez.

En una publicación reciente de The New York Times, Verlyn Klinkenborg escribió un editorial en defensa de la relectura, donde comparte su lista de libros favoritos —resultó ser otro fanático de Dickens— y argumenta: “No se trata de un canon, sino de un refugio”. Y en un artículo aún más reciente del New Yorker, Roger Angell habla de “una dulce sensación de culpa. Es verdad que deberíamos adentrarnos en temas nuevos, que debemos saberlo todo acerca del mercado bursátil, Darwin, los esteroides y demás, pero no ahora, por favor, no”.

A pesar de esto, la mayoría de nosotros goza de un canon propio en lo que a música se refiere —si no, ¿cómo se explicaría la venta de tantos iPods?—, y aún así, nadie parece sentirse culpable de escuchar “Once in a Lifetime”, de los Talking Heads, más de una sola vez en la vida.

Mi lista personal de relecturas perennes es mucho más que un refugio: un mundo lleno de continentes, cada uno repleto de héroes, villanos y bichos raros, como esa imagen de Dickens en mi pared. Me ofrece un círculo de amigos y conocidos mucho más amplio, y en algunos casos mucho más profundo, de lo que yo —o cualquiera— podría llegar a tener en lo que nos gusta llamar el “mundo real”.

En su ensayo “El vicariato culpable”, el poeta angloestadounidense W. H. Auden analiza su autoconfesa “adicción” a las novelas policiales. “Sospecho que el típico lector de historias de detectives es como yo, alguien que sufre de una sensación de pecado”, dice.

Comparto la afición de Auden por Sherlock Holmes y el Padre Brown de G. K. Chesterton (¡ninguno está en este listado!), pero sus hábitos de lectura y los míos no podrían ser más disímiles. “Me olvido de la historia apenas la termino y no tengo deseos de volver a leerla. Si resulta ser —como a veces sucede— que empiezo a leer una historia y después de un par de páginas descubro que ya la leí, no puedo seguir”, decía. Mientras que yo releí todas las historias de Sherlock Holmes y muchas de las del Padre Brown más veces de lo que mis dedos podrían enumerar, y siempre tengo una media docena de los misterios de Nero Wolfe de Rex Stout en mi mesita de luz, junto a “La mano del teñidor”. De hecho, si debo viajar a la noche llevo sí o sí uno o dos libros en mi equipaje. Y hasta donde yo sé, no tengo ninguna sensación de pecado.

Los amantes de estas historias, por lo general, reconocen que parte de su atractivo reside en sus escenarios que resultan tan familiares como reconfortantes. Las habitaciones de Holmes y Watson en la Calle Baker, el “gasógeno” (sea lo que sea) y la pantufla persa repleta de tabaco de pipa, o la casa de Wolfe sobre la Calle 35 Oeste, con su cocina en el primer piso y sus invernaderos en el techo. Pero el verdadero factor atrapante aquí son los personajes: el arrogante y racional Holmes; el impasible y aun así inseguro Watson; el malhumorado, sedentario e insoportablemente erudito Wolfe y su Watson o el hiperactivo y ciertamente jamás inseguro Archie Goodwin, dueño de una de las voces narrativas en primera persona más atractivas de la ficción.

A todos los libros que releo una y otra vez, siempre vuelvo por los personajes, y muchas veces, simplemente, por sus voces. También releí las historias de Ernest Hemingway (cuyas novelas “Por quien doblan las campanas” y “Fiesta” sí tienen cabida en el ranking) para oír de nuevo las voces de sus personajes: tiene un oído aún mejor que el de Billy Herman.

Y no sólo los personajes se han convertido en mis compañeros, sino también los mismos escritores. Supongo que jamás habría querido tratar con algunos de ellos en persona, pero en sus páginas son algunas de las personas con quienes más disfruto estar.

Por ejemplo, en Opiniones Contundentes, una colección de entrevistas y cartas de lectores, el autor de “Lolita”, Vladimir Nabokov, me aclara los tantos una y otra vez acerca de Joseph Conrad (“No puedo soportar [su] estilo de tienda de souvenirs, sus bajeles embotellados y collares de clichés románticos”) o Sigmund Freud (“Que los crédulos y los mediocres sigan creyendo que todas las enfermedades mentales pueden curarse mediante una aplicación diaria de viejos mitos griegos en sus partes íntimas”).

Es posible que la vergüenza generada por la relectura no tenga tanto que ver con todos los libros nuevos que uno sabe que debería estar leyendo, sino más bien con lo que hay detrás de la elección de los libros viejos que uno relee.

En mi caso, veo una tendencia marcada hacia la nostalgia. No puedo evitar darme cuenta de la deslumbrante blancura de todos los autores que más releo. Como dijo el poeta y ensayista inglés Samuel Johnson, “ningún hombre es hipócrita en sus placeres”.

Y dada mi condición de heterosexual, parece que mi gusto está muy orientado hacia subculturas exclusivamente masculinas (béisbol y alpinismo), en su mayoría historias de aventuras de hombres (“El Señor de los Anillos”, “Moby-Dick” y la saga de Watergate), historias de hombres solitarios (Samuel Johnson, Philip Larkin y el Padre Brown) y parejas de hombres (Holmes y Watson, Jeeves y Bertie, Nero Wolfe y Archie Goodwin, Mr. Pickwick y Sam, Frodo y Sam).

La respuesta es simple: me producen una tremenda alegría. Me llenan con las voces de personas que conozco, que son miles —varias veces el número en esa vieja copia de Dickens—, los reales y los imaginarios, los vivos y los muertos. Tal vez termine descubriendo que el Cielo es así, pero ¿por qué esperar si también puedo tenerlo aquí y ahora?

Ojalá que este listado de Newsweek sirva de orientación a otros lectores para disfrutar de una experiencia parecida.

Para armar la selección, Newsweek usó diez listas de los mejores libros en inglés o traducidos a ese idioma: desde rankings de The Telegraph, The Guardian y Time, hasta el listado de bestsellers en Wikipedia. Se evaluaron distintos factores, como el impacto en la historia, su aporte cultural y sus ventas. Los títulos se incluyeron en una base de datos única y se ponderaron según la extensión del ranking original. Cuando hubo igualdad, se desempató según la cantidad de resultados de Google.


1) Guerra y paz, León Tolstoi
2) 1984, George Orwells
3) Ulises, Joyce
4) Lolita, Vladimir Nabokov
5) El sonido y la furia, William Faulkner
6) El hombre invisible, Ralph Ellison
7) Al faro, Virginia Woolf
8) La iliada y la Odisea, Homero
9) Orgullo y prejuicio, Jane Austen
10) Divina Comedia, Dante

11) Cuentos de Canterbury, Geoffrey Chaucer
12) Los viajes de Gulliver, Jonathan Swift
13) Middlemarch, George Eliot
14) Todo se desmorona, Chinua Achebe
15) El guardián entre el centeno, J. D. Salinger
16) Lo que el viento se llevó, Margaret Mitchell
17) Cien años de soledad, Gabriel García Márquez
18) El gran Gatsby, Scott Fitzgerald
19) Catch 22, Joseph Heller
20) Beloved, Toni Morrison

21) Viñas de Ira, John Steinbeck
22) Hijos de la medianoche, Salman Rushdie
23) Un mundo feliz, Aldous Huxley
24) Mrs. Dalloway, Virginia Woolf
25) Hijo nativo, Richard Wright
26) De la democracia en América, Alexis de Tocqueville
27) El origen de las especies, Charles Darwin
28) Historia, Heródoto
29) El contrato social, Jean-Jacques Rousseau
30) El capital, Kart Marx

31) El príncipe, Maquiavelo
32) Las confesiones de San Agustín
33) Leviathan, Thomas Hobbes
34) Historia de la guerra del Peloponeso, Tucídides
35) El señor de los anillos, J. R. R. Tolkien
36) Winnie-the-Pooh A. A. Milne
37) Las crónicas de Narnia, C. S. Lewis
38) Pasaje a la India, E. M. Forster
39) En el camino, Jack Kerouac
40) Matar a un ruiseñor, Harper Lee

41) La Biblia
42) La naranja mecánica, Anthony Burgués
43) Luz de agosto, William Faulkner
44) Las almas de la gente negra, W. E. B. Du Bois
45) Ancho mar de los Sargazos, Jean Rhys
46) Madame Bovary, Gustave Flaubert
47) Paraíso perdido, John Milton
48) Anna Karenina, Leon Tolstoi
49) Hamlet, William Shakespeare
50) El rey Lear, William Shakespeare

51) Otello, William Shakespeare
52) Sonetos, William Shakespeare
53) Hojas de hierba, Walt Whitman
54) Las aventuras de Huckleberry Finn, Mark Twain
55) Kim, Rudyard Kipling
56) Frankenstein, Mary Shelley
57) La canción de Solomon, Toni Morrison
58) Alguien voló sobre el nido del cuco, Ken Kesey
59) Por quien doblan las campanas, Hernest Hemingway
60) Matadero 5, Kurt Vonnegut

61) Rebelión en la granja, George Orwell
62) El señor de las moscas, William Holding
63) A sangre fría, Truman Capote
64) El cuaderno dorado, Doris Lessing
65) En busca del tiempo perdido, Marcel Proust
66) El sueño eterno, Raymond Chandler
67) Mientras agonizo, William Faulkner
68) Fiesta, Ernest Hemingway
69) Yo, Claudio, Robert Graves
70) El corazón es un cazador solitario, Carson McCullers

71) Hijos y amantes, D. H. Lawrence
72) Todos los hombres del rey, Robert Penn Warren
73) Ve y dilo en la montaña James Baldwin
74) La Telaraña de Charlotte, E. B. White
75) El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad
76) Noche, Elie Wiesel
77) Conejo, corre J. Updike
78) La edad de la inocencia, Edith Wharton
79) El mal de Portnoy, P. Roth
80) Una tragedia americana, Theodore Dreiser

81) El día de la langosta, Nathanael West
82) Trópico de cáncer, Henry Miller
83) El halcón maltés, Dashiell Ahmet
84) La Materia oscura, Philip Pullman
85) La Muerte del Arzobispo, Willa Cather
86) La interpretación de los sueños, S. Freud
87) La educación de Henry Adams, Henry Adams
88) Pensamiento de Mao Zedong, Mao Zedong
89) Psicología de la religión, William James
90) Retorno a Brideshead, Evelyn Waugh

91) Primavera silenciosa, Rachel Carson
92) Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, John Maynard Keynes
93) Lord Jim, Joseph Conrad
94) Adiós a todo eso, Robert Graves
95) La sociedad opulenta, John Kenneth Galbraith
96) El viento en los sauces, Kenneth Grahame
97) La autobiografía de Malcom X, Alex Haley y Malcolm X
98) Los victorianos eminentes, Lytton Strachey
99) El color púrpura, Alice Walter
100) La segunda Guerra Mundial, Winston Churchill



Por David Gates para Newsweek

18 de julio de 2009

La luna roja / Roberto Arlt


La luna roja
Roberto Arlt


Nada lo anunciaba por la tarde.
Las actividades comerciales se desenvolvieron normalmente en la ciudad. Olas humanas hormigueaban en los pórticos encristalados de los vastos establecimientos comerciales, o se detenían frente a las vidrieras que ocupaban todo el largo de las calles oscuras, salpicadas de olores a telas engomadas, flores o vituallas.
Los cajeros, tras de sus garitas encristaladas, y los jefes de personal rígidos en los vértices alfombrados de los salones de venta, vigilaban con ojo cauteloso la conducta de sus inferiores.
Se firmaron contratos y se cancelaron empréstitos.
En distintos parajes de la ciudad, a horas diferentes, numerosas parejas de jóvenes y muchachas se juraron amor eterno, olvidando que sus cuerpos eran perecederos; algunos vehículos inutilizaron a descuidados paseantes, y el cielo, más allá de las altas cruces metálicas pintadas de verde, que soportaban los cables de alta tensión, se teñía de un gris ceniciento, como siempre ocurre cuando el aire está cargado de vapores acuosos.
Nada lo anunciaba.
Por la noche fueron iluminados los rascacielos.
La majestuosidad de sus fachadas fosforescentes, recortadas a tres dimensiones sobre el fondo de tinieblas, intimidó a los hombres sencillos. Muchos se formaban una idea desmesurada respecto a los posibles tesoros blindados por muros de acero y cemento. Fornidos vigilantes, de acuerdo a la consigna recibida, al pasar frente a estos edificios, observaban cuidadosamente los zócalos de puertas y ventanas, no hubiera allí abandonada una máquina infernal. En otros puntos se divisaban las siluetas sombrías de la policía montada, teniendo del cabestro a sus caballos y armados de carabinas enfundadas y pistolas para disparar gases lacrimógenos.
Los hombres timoratos pensaban: “¡Qué bien estamos defendidos!”, y miraban con agradecimiento las enfundadas armas mortíferas; en cambio, los turistas que paseaban hacían detener a sus choferes, y con la punta de sus bastones señalaban a sus acompañantes los luminosos nombres de remotas empresas. Estos centelleaban en interminables fachadas escalonadas y algunos se regocijaban y enorgullecían al pensar en el poderío de la patria lejana, cuya expansión económica representaban dichas filiales, cuyo nombre era menester deletrear en la proximidad de las nubes. Tan altos estaban.
Desde las terrazas elevadas, al punto que desde allí parecía que se podían tocar las estrellas con la mano, el viento desprendía franjas de músicas, “blues” oblicuamente recortados por la dirección de la racha de aire. Focos de porcelana iluminaban jardines aéreos. Confundidos entre el follaje de costosas vegetaciones, controlados por la respetuosa y vigilante mirada de los camareros, danzaban los desocupados elegantes de la ciudad, hombres y mujeres jóvenes, elásticos por la práctica de los deportes e indiferentes por el conocimiento de los placeres. Algunos parecían carniceros enfundados en un “smoking”, sonreían insolentemente, y todos, cuando hablaban de los de abajo, parecían burlarse de algo que con un golpe de sus puños podían destruir.
Los ancianos, arrellanados en sillones de paja japonesa, miraban el azulado humo de sus vegueros o deslizaban entre los labios un esguince astuto, al tiempo que sus miradas duras y autoritarias reflejaban una implacable seguridad y solidaridad. Aun entre el rumor de la fiesta no se podía menos de imaginárseles presidiendo la mesa redonda de un directorio, para otorgar un empréstito leonino a un estado de cafres y mulatillos, bajo cuyos árboles correrían linfas de petróleo.
Desde alturas inferiores, en calles más turbias y profundas que canales, circulaban los techos de automóviles y tranvías, y en los parajes excesivamente iluminados, una microscópica multitud husmeaba el placer barato, entrando y saliendo por los portalones de los “dancings” económicos, que como la boca de altos hornos vomitaban atmósferas incandescentes.
Hacia arriba, en oblicuas direcciones, la estructura de los rascacielos despegaba sobre cielos verdosos o amarillentos, relieves de cubos, sobrepuestos de mayor a menor. Estas pirámides de cemento desaparecían al apagarse el resplandor de invisibles letreros luminosos; luego aparecían nuevamente como “super dreadnoughts”, poniendo una perpendicular y tumultuosa amenaza de combate marítimo al encenderse lívidamente entre las tinieblas. Fue entonces cuando ocurrió el suceso extraño.
El primer violín de la orquesta Jardín Aéreo Imperius iba a colocar en su atril la partitura del “Danubio Azul”, cuando un camarero le alcanzó un sobre. El músico, rápidamente, lo rasgó y leyó la esquela; entonces, mirando por sobre los lentes a sus camaradas, depositó el instrumento sobre el piano, le alcanzó la carta al clarinetista, y como si tuviera mucha prisa descendió por la escalerilla que permitía subir al paramento, buscó con la mirada la salida del jardín y desapareció por la escalera de servicio, después de tratar de poner inútilmente en marcha el ascensor.
Las manos de varios bailarines y sus acompañantes se paralizaron en los vasos que llevaban a los labios para beber, al observar la insólita e irrespetuosa conducta de este hombre. Mas, antes de que los concurrentes se sobrepusieran de su sorpresa, el ejemplo fue seguido por sus compañeros, pues se les vio uno a uno abandonar el palco, muy serios y ligeramente pálidos.
Es necesario observar que a pesar de la prisa con que ejecutaban estos actos, los actuantes revelaron cierta meticulosidad. El que más se destacó fue el violoncelista que encerró su instrumento en la caja. Producían la impresión de querer significar que declinaban una responsabilidad y se “lavaban las manos”. Tal dijo después un testigo.
Y si hubieran sido ellos solos.
Los siguieron los camareros. El público, mudo de asombro, sin atreverse a pronunciar palabra (los camareros de estos parajes eran sumamente robustos) les vio quitarse los fracs de servicio y arrojarlos despectivamente sobre las mesas. El capataz de servicio dudaba, mas al observar que el cajero, sin cuidarse de cerrar la caja, abandonaba su alto asiento, sumamente inquieto se incorporó a los fugitivos.
Algunos quisieron utilizar el ascensor. No funcionaba.
Súbitamente se apagaron los focos. En las tinieblas, junto a las mesas de mármol, los hombres y mujeres que hasta hacía unos instantes se debatían entre las argucias de sus pensamientos y el deleite de sus sentidos, comprendieron que no debían esperar. Ocurría algo que rebalsaba la capacidad expresiva de las palabras, y entonces, con cierto orden medroso, tratando de aminorar la confusión de la fuga, comenzaron a descender silenciosamente por las escaleras de mármol.
El edificio de cemento se llenó de zumbidos. No de voces humanas, que nadie se atrevía a hablar, sino de roces, tableteos, suspiros. De vez en cuando, alguien encendía un fósforo, y por el caracol de las escaleras, en distintas alturas del muro, se movían las siluetas de espaldas encorvadas y enormes cabezas caídas, mientras que en los ángulos de pared las sombras se descomponían en saltantes triángulos irregulares.
No se registró ningún accidente.
A veces, un anciano fatigado o una bailarina amedrentada se dejaba caer en el borde de un escalón, y permanecía allí sentada, con la cabeza abandonada entre las manos, sin que nadie la pisoteara. La multitud, como si adivinara su presencia encogida en la pestaña de mármol, describía una curva junto a la sombra inmóvil.
El vigilante del edificio, durante dos segundos, encendió su linterna eléctrica, y la rueda de luz blanca permitió ver que hombres y mujeres, tomados indistintamente de los brazos, descendían cuidadosamente. El que iba junto al muro llevaba la mano apoyada en el pasamanos.
Al llegar a la calle, los primeros fugitivos aspiraron afanosamente largas bocanadas de aire fresco. No era visible una sola lámpara encendida en ninguna dirección.
Alguien raspó una cerilla en una cortina metálica, y entonces descubrieron en los umbrales de ciertas casas antiguas, criaturas sentadas pensativamente. Estas, con una seriedad impropia de su edad, levantaban los ojos hacia los mayores que los iluminaban, pero no preguntaron nada.
De las puertas de los otros rascacielos también se desprendía una multitud silenciosa.
Una señora de edad quiso atravesar la calle, y tropezó con un automóvil abandonado; más allá, algunos ebrios, aterrorizados, se refugiaron en un coche de tranvía cuyos conductores habían huido, y entonces muchos, transitoriamente desalentados, se dejaron caer en los cordones de granito que delimitaban la calzada.
Las criaturas inmóviles, con los pies recogidos junto al zócalo de los umbrales, escuchaban en silencio las rápidas pisadas de las sombras que pasaban en tropel.
En pocos minutos los habitantes de la ciudad estuvieron en la calle.
De un punto a otro en la distancia, los focos fosforescentes de linternas eléctricas se movían con irregularidad de luciérnagas. Un curioso resuelto intentó iluminar la calle con una lámpara de petróleo, y tras de la pantalla de vidrio sonrosado se apagó tres veces la llama. Sin zumbidos, soplaba un viento frío y cargado de tensiones voltaicas.
La multitud espesaba a medida que transcurría el tiempo.
Las sombras de baja estatura, numerosísimas, avanzaban en el interior de otras sombras menos densas y altísimas de la noche, con cierto automatismo que hacía comprender que muchos acababan de dejar los lechos y conservaban aún la incoherencia motora de los semidormidos.
Otros, en cambio, se inquietaban por la suerte de su existencia, y calladamente marchaban al encuentro del destino, que adivinaban erguido como un terrible centinela, tras de aquella cortina de humo y de silencio.
De fachada a fachada, el ancho de todas las calles trazadas de este a oeste se ocupaba de multitud. Esta, en la oscuridad, ponía una capa más densa y oscura que avanzaba lentamente, semejante a un monstruo cuyas partículas están ligadas por el jadeo de su propia respiración.
De pronto un hombre sintió que le tiraban de una manga insistentemente. Balbuceó preguntas al que así le asía, mas como no le contestaban, encendió un fósforo y descubrió el achatado y velludo rostro de un mono grande que con ojos medrosos parecía interrogarlo acerca de lo que sucedía. El desconocido, de un empellón, apartó la bestia de sí, y muchos que estaban próximos a él repararon que los animales estaban en libertad.
Otro identificó varios tigres confundidos en la multitud por las rayas amarillas que a veces fosforecían entre las piernas de los fugitivos, pero las bestias estaban tan extraordinariamente inquietas que, al querer aplastar el vientre contra el suelo, para denotar sumisión, obstaculizaban la marcha, y fue menester expulsarlas a puntapiés. Las fieras echaron a correr, y como si se hubiera pasado una consigna, ocuparon la vanguardia de la multitud.
Adelantábanse con la cola entre las zarpas y las orejas pegadas a la piel del cráneo. En su elástico avance volvían la cabeza sobre el cuello, y se distinguían sus enormes ojos fosforescentes, como bolas de cristal amarillo. A pesar de que los tigres caminaban lentamente, los perros, para mantenerse a la par de ellos, tenían que mover apresuradamente las patas.
Súbitamente, sobre el tanque de cemento de un rascacielos apareció la luna roja. Parecía un ojo de sangre despegándose de la línea recta, y su magnitud aumentaba rápidamente. La ciudad, también enrojecida, creció despacio desde el fondo de las tinieblas, hasta fijar la balaustrada de sus terrazas en la misma altura que ocupaba la comba descendente del cielo.
Los planos perpendiculares de las fachadas reticulaban de callejones escarlatas el cielo de brea. En las murallas escalonadas, la atmósfera enrojecida se asentaba como una neblina de sangre. Parecía que debía verse aparecer sobre la terraza más alta un terrible dios de hierro con el vientre troquelado de llamas y las mejillas abultadas de gula carnicera.
No se percibía ningún sonido, como si por efectos de la luz bermeja la gente se hubiera vuelto sorda.
Las sombras caían inmensas, pesadas, cortadas tangencialmente por guillotinas monstruosas, sobre los seres humanos en marcha, tan numerosos que hombro con hombro y pecho con pecho colmaban las calles de principio a fin.
Los hierros y las cornisas proyectaban a distinta altura rayas negras paralelas a la profundidad de la atmósfera bermeja. Los altos vitriales refulgían como láminas de hielo tras de las que se desemparva un incendio.
A la claridad terrible y silenciosa era difícil discernir los rostros femeninos de los masculinos. Todos aparecían igualados y ensombrecidos por la angustia del esfuerzo que realizaban, con los maxilares apretados y los párpados entrecerrados. Muchos se humedecían los labios con la lengua, pues los afiebraba la sed. Otros con gestos de sonámbulos pegaban la boca al frío cilindro de los buzones, o al rectangular respiradero de los transformadores de las canalizaciones eléctricas, y el sudor corría en gotas gruesas por todas las frentes.
De la luna, fijada en un cielo más negro que la brea, se desprendía una sangrienta y pastosa emanación de matadero.
La multitud en realidad no caminaba, sino que avanzaba por reflujos, arrastrando los pies, soportándose los unos en los otros, muchos adormecidos e hipnotizados por la luz roja que, cabrilleando de hombro en hombro, hacía más profundos y sorprendentes los tenebrosos cuévanos de los ojos y roídos perfiles.
En las calles laterales los niños permanecían quietos en sus umbrales.
Del tumulto de las bestias, engrosado por los caballos, se había desprendido el elefante, que con trote suave corría hacia la playa, escoltado por dos potros. Estos, con las crines al viento y los belfos vueltos hacia las apantalladas orejas del paquidermo, parecían cuchichearle un secreto.
En cambio, los hipopótamos a la cabeza de la vanguardia, buceaban fatigosamente en el aire, recogiéndolo con los golpes en vacío de sus hocicos acorazados. Un tigre restregando el flanco contra los muros avanzaba de mala gana.
El silencio de la multitud llegó a hacerse insoportable. Un hombre trepó a un balcón y poniéndose las manos ante la boca a modo de altoparlante, aulló congestionado:
—Amigos, ¡qué pasa, amigos! Yo no sé hablar, es cierto, no sé hablar, pero pongámonos de acuerdo.
Desfilaban sin mirarle, y entonces el hombre secándose el sudor de la frente con el velludo dorso del brazo se confundió en la muchedumbre.
Inconscientemente todos se llevaron un dedo a los labios, una mano a la oreja. No podían ya quedar dudas.
En una distancia empalizada de fuego y tinieblas, más movediza que un océano de petróleo encendido, giró lentamente sobre su eje la metálica estructura de una grúa.
Oblicuamente un inmenso cañón negro colocó su cónico perfil entre cielo y tierra, escupió fuego retrocediendo sobre su cureña, y un silbido largo, cruzó la atmósfera con un cilindro de acero.
Bajo la luna roja, bloqueada de rascacielos bermejos, la multitud estalló en un grito de espanto:
—¡No queremos la guerra! ¡No..., no..., no!...
Comprendían esta vez que el incendio había estallado sobre todo el planeta, y que nadie se salvaría.

FIN

13 de julio de 2009

Ray Bradbury / Entrevista

Extraje de la revista Ñ, la entrevista a un grande de la literatura contemporánea. El genio viviente de la ciencia ficción. Saludos!

Ray Bradbury: "Debemos volver, y luego ir a Marte"
Desde Los Angeles, el gran patriarca de la ciencia ficción recuerda el día del alunizaje. A los 88 años, sostiene que la humanidad sólo tendrá futuro si coloniza el espacio. Y cuenta un deseo: "Que mis cenizas descansen en Marte dentro de una lata de sopa Campbell´s".


A hora pasó. Ya estuvimos ahí: enero de 1999 ( El verano del cohete ); junio de 2001 ( Aunque siga brillando la Luna ); agosto de 2002 ( Encuentro nocturno ); abril de 2005 ( Usher II ); diciembre de 2005 ( Los pueblos silenciosos ). Estuvimos viviendo, entonces, en esos años/ capítulos en los que Ray Bradbury imaginó –hacia 1946, cuando la pequeña editorial neoyorquina Doubleday lanzó, con cierta timidez, sus Crónicas marcianas – la colonización terrícola de Marte. Y fue eso –la posibilidad de imaginar esos años entonces fantásticos del siglo XXI– lo que guió la medular reflexión de Borges en el prólogo de la edición argentina (la primera de siete) de 1955. Decía, con esa contundencia vitriólica: "Otros autores estampan unas fechas venideras y no les creemos, porque sabemos que se trata de una convención literaria; Bradbury escribe 2004 y sentimos la gravitación, la fatiga, la vasta y vaga acumulación del pasado...".

Ahora es 2009 –las crónicas no dicen nada sobre estos doce meses, saltan a 2026: El picnic de un millón de años – y Ray Bradbury cumple 89 años en agosto. Alexandra Bradbury, una de las cuatro hijas que tuvo junto a Marguerite McClure, pidió que se le mandasen las preguntas por e-mail dos días antes de la entrevista telefónica: sí, el maese de la ciencia ficción no usa computadoras.
Las aborrece. Por eso es que el viejo visionario está tratando ahora de reconstruir el orden de las preguntas junto a uno de los teléfonos de la casona de Beverly Hills. En otro, un tal Santiago auxilia las dudas del patriarca de la ciencia ficción, entre la sordera natural del escritor y la pronunciación ansiosa del periodista. Bradbury pide que se le hable fuerte y despacio. Arranca la interview , entonces.

-Estamos a cuarenta años de la llegada del hombre a la Luna. ¿Por qué cree que ese mito acerca de que todo el asunto fue un montaje no ha cesado? Eso fue una burda mentira desde el comienzo y lo sigue siendo ahora. Fue un ejemplo de estupidez antes; lo sigue siendo hoy. ¿Diría que el del alunizaje fue el día más importante de todo el siglo XX?
- No, digo que fue el día más importante en un millón de años, esperamos miles de años para llegar a la Luna. Miramos hacia la Luna desd e que vivíamos en cuevas y ahora sabemos que llegamos, que podemos estar ahí. Debemos volver. Es más, nunca debimos haber dejado de ir a la Luna; debiéramos habernos quedado y después haber ido a Marte

-Calentamiento global, la batalla por el agua... ¿No cree que los viajes espaciales son hoy menos necesarios para explorar el Cosmos que para escaparnos de la Tierra?
-No... Nuestro futuro descansa en ir a Marte, en colonizarlo por cien o doscientos años. Después deberíamos largarnos al Universo y encontrar otros planetas y poblarlos para que la vida continúe para siempre, para que en un millón de años sigamos vivos en el Universo y seamos inmortales. Tenemos que ser inmortales. No podemos quedarnos en la Tierra, ni quedarnos en Marte, tenemos que llegar hasta Alpha Centauri, o cerca, y vivir para siempre.

Cierta distensión propia del objetivo cumplido hace que el periodista juegue con el orden de las preguntas. Error. Bradbury carraspea nervioso y pide el auxilio de "¡Santiago!". "Número cuatro" –lo calma éste– y lee en voz (muy) alta la pregunta: "¿Alguna vez imaginó que viviría para ver un presidente negro en EE.UU.?". Bradbury tarda medio segundo en dar un golpe de KO: "Nunca imaginé que iban a cambiar el nombre de la Casa Blanca por el de La Cabaña del Tío Tom".

¿Y ahora? Se conoce que Bradbury, condecorado por Bush Jr. en 2004, no es precisamente un intelectual progre pero tamaña visceralidad, en fin, abruma. ¿O responde como un visionario, y al citar al best seller abolicionista de Harrier Beecher Stowe (1811-1896) está sugiriendo la corrección política de un sistema que seguirá indefectiblemente en manos blancas? Como fuera, intercalar preguntas midiendo el clima de la conversación fue un error. Bradbury se planta y pide que se le mande un grabador para responder las preguntas en persona (Buenos Aires/ Los Angeles, mínimo quince horas: no). La comunicación se corta dos veces. Cuando se vuelve a hacer contacto, el escritor saca una solución de la galera: "Leo las preguntas y las voy contestando... ¿Está bien eso para usted?". Y así se hace.

-En su nuevo libro de ensayos (titulado 'Bradbury habla'), usted revisa las adaptaciones que Hollywood hizo de sus libros. Hablando de cine, ¿cuál fue la última gran película que vio?
-No hacen grandes películas hoy en día, pero la última gran película que vi fue As good as it gets (traducida como Mejor imposible ), que se estrenó hará unos doce años. Tenía grandes estrellas, un gran guión, una gran producción, un gran director; búsquelo, ése es el último gran filme que vi.

-¿Qué piensa del e-book? ¿Cree que cambiará al libro tal como lo conocemos?
- No. Déjeme contarle que hace tres semanas me llamó alguien de Yahoo! porque querían subir uno de mis libros a internet. ¿Sabe lo que le dije? "Escuchame bien: ¡Al diablo con vos! ¡¡Al diablo con todos ustedes!!" Eso mismo piensodel e-book: no son libros.

-¿Pero no cree que lo que hace la gente subiendo textos a Internet fue anticipado justamente por usted en 'Fahrenheit 451', con los personajes recordando libros clásicos para que no se perdieran?
-No, es absolutamente diferente. Una cosa es genial y la otra una estupidez... Yo recuerdo cada libro que leí, cada película que vi; eso es maravilloso, cualquier otra cosa es ridícula.

-¿Cree que vivir en un entorno 'hi-tech' le hace las cosas más difíciles al que novela historias de ciencia ficción? ¿Habría que reinventar el género?
-No, no lo creo. Depende de cada uno; tenés que estar enamorado de la vida, eso es todo. No hay nada que reinventar. Soy un amante de la vida, y escribo sobre lo que amo. Y si otros escritores quieren escribir una nueva ciencia ficción tienen que escribir de lo que aman, y amar lo que escriben; es así de simple, todo es amor. Escribir sobre la vida, y amarla. Entonces no reinventás la ciencia ficción, te inventás a vos mismo.

- En su libro tiene palabras amorosas hacia Walt Disney. ¿Por qué cree que él no forma parte del canon de las artes visuales en los Estados Unidos?
-Crecí amando los filmes de Disney. Vi Fantasía y pensé que era uno de los mejores filmes jamás creados. En una Navidad, hará unos cuarenta años, estaba de compras y vi un hombre viniendo hacia mí en el negocio, con unos regalos, y su cabeza agachada arriba de los paquetes, y me acerqué gritando "¡Walt Disney!"... Me presenté, le dije que mi nombre era Ray Bradbury, que admiraba mucho su trabajo y que me gustaría sentarme a almorzar con él algún día. Me dijo: "¿Mañana?". Dijo mañana y no el año que viene o dentro de diez años... ¡Mi dios! ¡Walt
Disney me estaba invitando a su estudio al día siguiente, el día de Nochebuena! Nos hicimos grandes amigos, y tuvimos una hermosa relación. Era alguien enormemente creativo:creó todos los primeros personajes de animación. Yo lo amaba. La gente es estúpida si no considera a Disney entre los grandes artistas. Disneylandia es un hogar lejos del hogar; yo fui por primera vez hace cuarenta años, con Charles Laughton, el gran actor, y me entusiasmó mucho verlo todo. Es uno de los mejores lugares en el país adonde uno puede ir para escapar de todas las estupideces: internet y la política.

-Si bien la política no aparece en el centro de sus escritos, tratándose de una leyenda viva de la cultura de EE.UU. me gustaría preguntarle quiénes considera que han sido el mejor y el peor líder político en EE.UU. en la historia contemporánea.
-Voy a nombrar sólo a uno y ése es Ronald Reagan. Tuve un almuerzo con Gorbachov en Washington en 1992 y le pregunté: "¿Qué piensa usted de Ronald Reagan?". Y Gorbachov me dijo: "Su presidente más grande". Le pregunté por qué decía eso y me contestó: "Mire, Kennedy nunca lo dijo, Nixon tampoco; Reagan, sí: '¡Tiren abajo el muro!'. Reagan les dio libertad a todos los países europeos, por eso fue el mejor". Eso me dijo Gorbachov, y creo lo mismo: Reagan fue fantástico.

-En cuál de las fantasías de ciencia ficción más populares de Hollywood reconoce su herencia?
-Para mí la más grande película de ciencia ficción ha sido Encuentros cercanos del tercer tipo porque es un filme religioso, un fi lme en el que Dios viaja por el Universo para tocar a
Adán, es como la figura de la pintura de Miguel Angel en la bóveda de la Capilla Sixtina del Vaticano. Spielberg hizo la mejor pieza de ciencia ficción que se haya escrito jamás: ojalá algún día yo pueda escribir algo así de grande. La noche en que vi la película, lo llamé y le dije: "Señor Spielberg, ¿puedo ir a verlo?". Y lo vi al día siguiente. Entré a su oficina, él me preguntó para qué estaba yo ahí y le dije: "Quiero que usted sea mi hijo. Creo que usted es maravilloso". Y él me contestó: "Entonces le gustó su película". Yo le dije: "¿Qué quiere decir?". Y él respondió: "Si yo no hubiera visto su película It came from outer space hace veinte años cuando era chico jamás hubiese hecho ésta". Así que él es mi hijo honorario y yo soy su padre honorario. En fin, somos grandes amigos.

-Leí que hay planes de hacer otra versión de 'Fahrenheit 451'... maravilloso ¿Qué expectativas tiene?
-Vea, Mel Gibson me llamó justo ayer, vamos a hacer esa remake el próximo año; él es el guionista y tiene el dinero. Así que voy a hablar con él mañana o pasado y vamos a volver a filmar Fahrenheit 451 , ahora con la plata de Mel Gibson.

-En la primera edición argentina de sus 'Crónicas marcianas' había un prólogo escrito por Jorge Luis Borges... ¿Lo leyó?
-Sí. Hace muchos años leí la introducción de Borges a Crónicas marcianas . Borges me presentó a la gente de la Argentina, y le estoy muy agradecido por eso. Cuando fui a la Argentina se me acercaban por la calle, y luego, de regreso, los pilotos de Aerolíneas Argentinas me invitaron a la cabina porque eran grandes fanáticos de ese libro. ¿No es maravilloso?

-Borges decía en aquel prólogo de 1955 que era conmovedor cómo usted escribía sobre años como '2004'. ¿Cómo se siente ahora que esos años están finalmente entre nosotros?
-Ya lo dije en Crónicas marcianas , donde dibujé el mapa de esa realidad... Tenemos que volver a la Luna e ir a Marte. Y le digo otra cosa: yo voy a ser el primer hombre muerto en llegar allá. Ya les dije a las personas responsables de los viajes espaciales que cuando muera, vayan y pongan mis cenizas en una lata de sopa Campbell's y las lleven a Marte para enterrarlas en un lugar llamado Abismo Bradbury . Ya no podré ser la primera persona viva en llegar a Marte, pero al menos quiero ser el primer muerto en llegar tan lejos.

8 de julio de 2009

El demonio de la perversidad / Edgar Allan Poe


El demonio de la perversidad
Edgar Allan Poe

En la consideración de las facultades e impulsos de los prima mobilia del alma humana los frenólogos han olvidado una tendencia que, aunque evidentemente existe como un sentimiento radical, primitivo, irreductible, los moralistas que los precedieron también habían pasado por alto. Con la perfecta arrogancia de la razón, todos la hemos pasado por alto. Hemos permitido que su existencia escapara a nuestro conocimiento tan sólo por falta de creencia, de fe, sea fe en la Revelación o fe en la Cábala. Nunca se nos ha ocurrido pensar en ella, simplemente por su gratuidad. No creímos que esa tendencia tuviera necesidad de un impulso. No podíamos percibir su necesidad. No podíamos entender, es decir, aunque la noción de este primum mobile se hubiese introducido por sí misma, no podíamos entender de qué modo era capaz de actuar para mover las cosas humanas, ya temporales, ya eternas. No es posible negar que la frenología, y en gran medida toda la metafísica, han sido elaboradas a priori. El metafísico y el lógico, más que el hombre que piensa o el que observa, se ponen a imaginar designios de Dios, a dictarle propósitos. Habiendo sondeado de esta manera, a gusto, las intenciones de Jehová, construyen sobre estas intenciones sus innumerables sistemas mentales. En materia de frenología, por ejemplo, hemos determinado, primero (por lo demás era bastante natural hacerlo), que entre los designios de la Divinidad se contaba el de que el hombre comiera. Asignamos, pues, a éste un órgano de la alimentividad para alimentarse, y este órgano es el acicate con el cual la Deidad fuerza al hombre, quieras que no, a comer. En segundo lugar, habiendo decidido que la voluntad de Dios quiere que el hombre propague la especie, descubrimos inmediatamente un órgano de la amatividad. Y lo mismo hicimos con la combatividad, la idealidad, la casualidad, la constructividad, en una palabra, con todos los órganos que representaran una tendencia, un sentimiento moral o una facultad del puro intelecto. Y en este ordenamiento de los principios de la acción humana, los spurzheimistas, con razón o sin ella, en parte o en su totalidad, no han hecho sino seguir en principio los pasos de sus predecesores, deduciendo y estableciendo cada cosa a partir del destino preconcebido del hombre y tomando como fundamento los propósitos de su Creador.

Hubiera sido más prudente, hubiera sido más seguro fundar nuestra clasificación (puesto que debemos hacerla) en lo que el hombre habitual u ocasionalmente hace, y en lo que siempre hace ocasionalmente, en cambio de fundarla en la hipótesis de lo que Dios pretende obligarle a hacer. Si no podemos comprender a Dios en sus obras visibles, ¿cómo lo comprenderíamos en los inconcebibles pensamientos que dan vida a sus obras? Si no podemos entenderlo en sus criaturas objetivas, ¿cómo hemos de comprenderlo en sus tendencias esenciales y en las fases de la creación?

La inducción a posteriori hubiera llevado a la frenología a admitir, como principio innato y primitivo de la acción humana, algo paradójico que podemos llamar perversidad a falta de un término más característico. En el sentido que le doy es, en realidad, un móvil sin motivo, un motivo no motivado. Bajo sus incitaciones actuamos sin objeto comprensible, o, si esto se considera una contradicción en los términos, podemos llegar a modificar la proposición y decir que bajo sus incitaciones actuamos por la razón de que no deberíamos actuar. En teoría ninguna razón puede ser más irrazonable; pero, de hecho, no hay ninguna más fuerte. Para ciertos espíritus, en ciertas condiciones llega a ser absolutamente irresistible. Tan seguro como que respiro sé que en la seguridad de la equivocación o el error de una acción cualquiera reside con frecuencia la fuerza irresistible, la única que nos impele a su prosecución. Esta invencible tendencia a hacer el mal por el mal mismo no admitirá análisis o resolución en ulteriores elementos. Es un impulso radical, primitivo, elemental. Se dirá, lo sé, que cuando persistimos en nuestros actos porque sabemos que no deberíamos hacerlo, nuestra conducta no es sino una modificación de la que comúnmente provoca la combatividad de la frenología. Pero una mirada mostrará la falacia de esta idea. La combatividad, a la cual se refiere la frenología, tiene por esencia la necesidad de autodefensa. Es nuestra salvaguardia contra todo daño. Su principio concierne a nuestro bienestar, y así el deseo de estar bien es excitado al mismo tiempo que su desarrollo. Se sigue que el deseo de estar bien debe ser excitado al mismo tiempo por algún principio que será una simple modificación de la combatividad, pero en el caso de esto que llamamos perversidad el deseo de estar bien no sólo no se manifiesta, sino que existe un sentimiento fuertemente antagónico.

Si se apela al propio corazón, se hallará, después de todo, la mejor réplica a la sofistería que acaba de señalarse. Nadie que consulte con sinceridad su alma y la someta a todas las preguntas estará dispuesto a negar que esa tendencia es absolutamente radical. No es más incomprensible que característica. No hay hombre viviente a quien en algún período no lo haya atormentado, por ejemplo, un vehemente deseo de torturar a su interlocutor con circunloquios. El que habla advierte el desagrado que causa; tiene toda la intención de agradar; por lo demás, es breve, preciso y claro; el lenguaje más lacónico y más luminoso lucha por brotar de su boca; sólo con dificultad refrena su curso; teme y lamenta la cólera de aquel a quien se dirige; sin embargo, se le ocurre la idea de que puede engendrar esa cólera con ciertos incisos y ciertos paréntesis. Este solo pensamiento es suficiente. El impulso crece hasta el deseo, el deseo hasta el anhelo, el anhelo hasta un ansia incontrolable y el ansia (con gran pesar y mortificación del que habla y desafiando todas las consecuencias) es consentida.

Tenemos ante nosotros una tarea que debe ser cumplida velozmente. Sabemos que la demora será ruinosa. La crisis más importante de nuestra vida exige, a grandes voces, energía y acción inmediatas. Ardemos, nos consumimos de ansiedad por comenzar la tarea, y en la anticipación de su magnífico resultado nuestra alma se enardece. Debe, tiene que ser emprendida hoy y, sin embargo, la dejamos para mañana; y ¿por qué? No hay respuesta, salvo que sentimos esa actitud perversa, usando la palabra sin comprensión del principio. El día siguiente llega, y con él una ansiedad más impaciente por cumplir con nuestro deber, pero con este verdadero aumento de ansiedad llega también un indecible anhelo de postergación realmente espantosa por lo insondable. Este anhelo cobra fuerzas a medida que pasa el tiempo. La última hora para la acción está al alcance de nuestra mano. Nos estremece la violencia del conflicto interior, de lo definido con lo indefinido, de la sustancia con la sombra. Pero si la contienda ha llegado tan lejos, la sombra es la que vence, luchamos en vano. Suena la hora y doblan a muerto por nuestra felicidad. Al mismo tiempo es el canto del gallo para el fantasma que nos había atemorizado. Vuela, desaparece, somos libres. La antigua energía retorna. Trabajaremos ahora. ¡Ay, es demasiado tarde!

Estamos al borde de un precipicio. Miramos el abismo, sentimos malestar y vértigo. Nuestro primer impulso es retroceder ante el peligro. Inexplicablemente, nos quedamos. En lenta graduación, nuestro malestar y nuestro vértigo se confunden en una nube de sentimientos inefables. Por grados aún más imperceptibles esta nube cobra forma, como el vapor de la botella de donde surgió el genio en Las mil y una noches. Pero en esa nube nuestra al borde del precipicio, adquiere consistencia una forma mucho más terrible que cualquier genio o demonio de leyenda, y, sin embargo, es sólo un pensamiento, aunque temible, de esos que hielan hasta la médula de los huesos con la feroz delicia de su horror. Es simplemente la idea de lo que serían nuestras sensaciones durante la veloz caída desde semejante altura. Y esta caída, esta fulminante aniquilación, por la simple razón de que implica la más espantosa y la más abominable entre las más espantosas y abominables imágenes de la muerte y el sufrimiento que jamás se hayan presentado a nuestra imaginación, por esta simple razón la deseamos con más fuerza. Y porque nuestra razón nos aparta violentamente del abismo, por eso nos acercamos a él con más ímpetu. No hay en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoniaca como la del que, estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él. Aceptar por un instante cualquier atisbo de pensamiento significa la perdición inevitable, pues la reflexión no hace sino apremiarnos para que no lo hagamos, y justamente por eso, digo, no podemos hacerlo. Si no hay allí un brazo amigo que nos detenga, o si fallamos en el súbito esfuerzo de echarnos atrás, nos arrojamos, nos destruimos.

Examinemos estas acciones y otras similares: encontraremos que resultan sólo del espíritu de perversidad. Las perpetramos simplemente porque sentimos que no deberíamos hacerlo. Más acá o más allá de esto no hay principio inteligible, y podríamos en verdad considerar su perversidad como una instigación directa del demonio si no supiéramos que a veces actúa en fomento del bien.

He hablado tanto que en cierta medida puedo responder a vuestra pregunta, puedo explicaros por qué estoy aquí, puedo mostraros algo que tendrá por lo menos una débil apariencia de justificación de estos grillos y esta celda de condenado que ocupo. Si no hubiera sido tan prolijo, o no me hubierais comprendido, o, como la chusma, me hubierais considerado loco. Ahora advertiréis fácilmente que soy una de las innumerables víctimas del demonio de la perversidad.

Es imposible que acción alguna haya sido preparada con más perfecta deliberación. Semanas, meses enteros medité en los medios del asesinato. Rechacé mil planes porque su realización implicaba una chance de ser descubierto. Por fin, leyendo algunas memorias francesas, encontré el relato de una enfermedad casi fatal sobrevenida a madame Pilau por obra de una vela accidentalmente envenenada. La idea impresionó de inmediato mi imaginación. Sabía que mi víctima tenía la costumbre de leer en la cama. Sabía también que su habitación era pequeña y mal ventilada. Pero no necesito fatigaros con detalles impertinentes. No necesito describir los fáciles artificios mediante los cuales sustituí, en el candelero de su dormitorio, la vela que allí encontré por otra de mi fabricación. A la mañana siguiente lo hallaron muerto en su lecho, y el veredicto del coroner fue: «Muerto por la voluntad de Dios.»

Heredé su fortuna y todo anduvo bien durante varios años. Ni una sola vez cruzó por mi cerebro la idea de ser descubierto. Yo mismo hice desaparecer los restos de la bujía fatal. No dejé huella de una pista por la cual fuera posible acusarme o siquiera hacerme sospechoso del crimen. Es inconcebible el magnífico sentimiento de satisfacción que nacía en mi pecho cuando reflexionaba en mi absoluta seguridad. Durante un período muy largo me acostumbré a deleitarme en este sentimiento. Me proporcionaba un placer más real que las ventajas simplemente materiales derivadas de mi crimen. Pero le sucedió, por fin, una época en que el sentimiento agradable llegó, en gradación casi imperceptible, a convertirse en una idea obsesiva, torturante. Torturante por lo obsesiva. Apenas podía librarme de ella por momentos. Es harto común que nos fastidie el oído, o más bien la memoria, el machacón estribillo de una canción vulgar o algunos compases triviales de una ópera. El martirio no sería menor si la canción en sí misma fuera buena o el aria de ópera meritoria. Así es como, al fin, me descubría permanentemente pensando en mi seguridad y repitiendo en voz baja la frase: «Estoy a salvo».

Un día, mientras vagabundeaba por las calles, me sorprendí en el momento de murmurar, casi en voz alta, las palabras acostumbradas. En un acceso de petulancia les di esta nueva forma: «Estoy a salvo, estoy a salvo si no soy lo bastante tonto para confesar abiertamente.»

No bien pronuncié estas palabras, sentí que un frío de hielo penetraba hasta mi corazón. Tenía ya alguna experiencia de estos accesos de perversidad (cuya naturaleza he explicado no sin cierto esfuerzo) y recordaba que en ningún caso había resistido con éxito sus embates. Y ahora, la casual insinuación de que podía ser lo bastante tonto para confesar el asesinato del cual era culpable se enfrentaba conmigo como la verdadera sombra de mi asesinado y me llamaba a la muerte.

Al principio hice un esfuerzo para sacudir esta pesadilla de mi alma. Caminé vigorosamente, más rápido, cada vez más rápido, para terminar corriendo. Sentía un deseo enloquecedor de gritar con todas mis fuerzas. Cada ola sucesiva de mi pensamiento me abrumaba de terror, pues, ay, yo sabía bien, demasiado bien, que pensar, en mi situación, era estar perdido. Aceleré aún más el paso. Salté como un loco por las calles atestadas. Al fin, el populacho se alarmó y me persiguió. Sentí entonces la consumación de mi destino. Si hubiera podido arrancarme la lengua, lo habría hecho, pero una voz ruda resonó en mis oídos, una mano más ruda me aferró por el hombro. Me volví, abrí la boca para respirar. Por un momento experimenté todas las angustias del ahogo: estaba ciego, sordo, aturdido; y entonces algún demonio invisible -pensé- me golpeó con su ancha palma en la espalda. El secreto, largo tiempo prisionero, irrumpió de mi alma.

Dicen que hablé con una articulación clara, pero con marcado énfasis y apasionada prisa, como si temiera una interrupción antes de concluir las breves pero densas frases que me entregaban al verdugo y al infierno.

Después de relatar todo lo necesario para la plena acusación judicial, caí por tierra desmayado.

Pero, ¿para qué diré más? ¡Hoy tengo estas cadenas y estoy aquí! ¡Mañana estaré libre! Pero, ¿dónde?

FIN

3 de julio de 2009

Las invasiones jubilosas


Publico esta excelente Nota extraída del suplemento Ñ acerca de la literatura del pais hermano. Espero les interese! Saludos!

Detrás de la estela lejana de escritores como Onetti, Felisberto Hernández, Idea Vilariño, llegaron y llegan la gran obra de Marosa Di Giorgio, el fenómeno del redescubrimiento y canonización de Mario Levrero, la reedición de Armonía Somers y nuevos escritores como Felipe Polleri, Daniel Mella, Alejandro Ferreiro, Ercole Lissardi. Uruguay siempre estuvo cerca.

Mario Levrero murió en su ciudad en agosto del 2004. Tenía 64 años, había pasado casi toda su vida en Montevideo, y dejó una obra extraña y signada por los giros bruscos. Para ponerlo un poco en contexto, dentro del astillado e irreductible mapa de la literatura sudamericana, pensemos lo siguiente: murió un año después que Roberto Bolaño, y a sólo dos semanas de Marosa Di Giorgio. Lo que pasó con Bolaño es conocido: ya antes de volverse póstumo estaba experimentando una escalada de popularidad frenética y sin precedentes, y su muerte aceleró las cosas a niveles pasmosos. Por ejemplo en Estados Unidos, que es históricamente un mercado cerrado y egocéntrico, está hace meses clavado en el cenit de las listas de los más vendidos. El caso de Levrero es, por supuesto, más silencioso, menos estridente. Hay quizás una suerte de justicia poética, como si la obra que dejó se fuera moviendo con la serenidad y la convicción que rige toda su literatura. Una literatura por momentos cansina, incluso exasperante, que sin embargo genera una perversa adicción y que, por su vertiginosa cercanía con la experiencia vital, puede llegar a cambiar la vida.

En estos meses el sello De Bolsillo distribuyó las tres primeras novelas de Levrero, agrupadas bajo el título de Trilogía involuntaria, y a partir de ahora se puede empezar a leer su obra como un conjunto cerrado, con la perspectiva necesaria que da el tiempo, las reediciones y los primeros acercamientos críticos. A los lectores que entraron a la literatura de Mario Levrero a través de El discurso vacío o de La novela luminosa, la Trilogía involuntaria les parecerá quizás una obra de otro escritor. "Esto no es de Levrero", se los ha escuchado balbucear perplejos y en ocasiones indignados. Son tres novelas opacas, de influjo kafkiano, que juegan con los límites del verosímil y que podrían ser traducciones de un esquivo autor centro europeo de principios de siglo. Leyéndolas retrospectivamente, como buscando ahí los primeros estertores de esa literatura maravillosa y altamente contemporánea que estalló en La novela luminosa, esas novelas tienen una cadencia uruguaya, un tono cálido e intimista que es la marca de fábrica de Levrero. Esa es, si se quiere, la etapa del primer Levrero, que se llamó "clásica". Vino luego una larga etapa intermedia, en donde el uruguayo ensayó cuentos fantásticos, manuales de parapsicología, historietas y otras rarezas. En 1987 llegaron Fauna y Desplazamiento, dos nouvelles que junto a Dejen todo en mis manos parecen presagiar algunos lineamientos de su literatura futura: el relato en primera persona que juega al intimismo, la trama vagamente policial, el escepticismo y el sarcasmo. La última etapa, que se llamó "autorrefencial" (una categoría de corto alcance, que habría que discutir), está toda compuesta por su obra maestra, La novela luminosa.

El rescate de la obra de Levrero, entonces, si bien menos escandaloso que el de Bolaño, no deja de ser palpable. La novela luminosa se hace visible en las librerías, los diarios le dedican páginas centrales, y muchos parecen aferrarse a la ridícula batalla del "yo lo descubrí primero". Consultado por esta cuestión, el editor de la editorial independiente uruguaya HUM, Martín Fernández Buffoni, dice: "Me parece tremebundo: que ahora todos se llenen la boca con Levrero me parece lamentable. Pasó lo mismo con Marosa, que falleció el mismo año y con una semana de diferencia. Por supuesto que es alucinante encontrarse con sus libros en vidrieras de plaza; es cool hablar de ellos. Espero sean leídos como merecen". Habrá que dejar pasar algunos años para que se metabolice el legado de Mario Levrero en la literatura uruguaya del futuro. Por lo pronto, en el diario Brecha, de Montevideo, a dos años de la muerte del narrador, ya se hablaba de los "levrerianos"; un grupo de escritores jóvenes que se habían formado en sus agitados talleres virtuales, o que habían leído su obra con el fanatismo y la meticulosidad del plagio.

A veces resulta difícil reconstruir el mapa de una literatura nacional en su conjunto cuando nos llegan sólo fragmentos, esquirlas editoriales que puestas una al lado de la otra sólo arman una topografía fracturada y con una clara inclinación al azar. Además de los grupos editoriales clásicos (Alfaguara, Sudamericana, Planeta), el mercado editorial uruguayo es profuso en casas independientes que publican mucho de lo mejor que está escribiendo la nueva generación (Trilce y Fin de Siglo, por ejemplo). Una de ellas, HUM, ha desparramado su catálogo en nuestras librerías, y ya se pueden conseguir esos hermosos libros rayados que esconden chispazos de una narrativa bien actual. En palabras del editor, "en lo que respecta a HUM, básicamente seguimos nuestro gusto personal; un capricho de lectores, por supuesto con olfato. Hay autores que son necesarios y otros que merecen ser presentados en sociedad porque su obra así lo merece. Respecto de los uruguayos en nuestro fondo editorial: son autores clave en la producción de narrativa en la última década". Algunos de los nombres que llegaron con el desembarco del sello, y que muestran cierto estado de la literatura uruguaya que hoy se escribe, son los de Felipe Polleri, Daniel Mella, Alejandro Ferreiro y Ercole Lissardi (seudónimo). Cuando se le pregunta por el panorama de la literatura actual, Fernández Buffoni dice: "El actual panorama se ve de veras bien. Se está redondeando cierta 'generación' realmente fuerte de escritores, no necesariamente jóvenes. Hay autores que generaron, de manera consciente o no, cierta 'escuela' y línea de trabajo: Onetti, Felisberto, Levrero, Marosa; quizá otros también hayan influenciado a quienes producen literatura hoy día, pero ellos son quienes marcaron fuertemente a un buen puñado de escritores que empezaron a publicar en la última década".

Al mismo tiempo, el Cuenco de Plata está emprendiendo una empresa de necesaria reivindicación, publicando los libros de Armonía Somers. El primer título, una rareza difícil de catalogar, La mujer desnuda, ya está en las librerías. En esas pocas paginitas se condensan, si se quieren, los golpes literarios de Somers –la brevedad y la estructura quebrada, el erotismo, la alegoría, lo onírico–, que colaboraron para que la crítica no pueda pensarla en el contexto de una generación o de una línea literaria. Por su edad se la llamó "el lobo estepario de la generación del 45", porque estaba siempre un poco por afuera de ese grupo, sobrevolándolo o pasándole por abajo. Algunos dicen que practicaba una "literatura imaginativa" (palabras de Angel Rama); una escritura que reniega del realismo pero que tampoco puede ser catalogada como puramente fantástica. En definitiva, una literatura del desconcierto y la perplejidad.

Desde luego, no habría que sucumbir ante la vieja tentación periodística de la exageración y sentenciar aquello de que la literatura uruguaya está en un momento de oro. El tiempo demuestra, finalmente, que los mercados editoriales padecen claras inclinaciones a las euforias pasajeras, y que se trata de ciclos que se repiten: a veces es la literatura chilena, a veces todo es Colombia, otras veces México parece estar a la vuelta de la esquina. Pero lo cierto es que hoy, con los libros de Levrero que se empiezan a conseguir, las reediciones definitivas de la obra extraña de Marosa di Giorgio, la llegada de los libros de HUM y Armonía Somers y algunos títulos sueltos de otras editoriales, la literatura uruguaya vuelve a hacerse visible en los pliegues temblorosos de nuestras librerías, y lo único que se puede hacer es festejar esa vuelta.