24 de septiembre de 2009

La cuestión de la dama en el Max Lange / Abelardo Castillo

Espero que les guste, no es tan largo y vale la pena.
Un abrazo!

La cuestión de la dama en el Max Lange
Abelardo Castillo

El hombre que está subiendo por la escalera en la oscuridad no es corpulento, no tiene ojos fríos ni grises, no lleva ningún arma en el bolsillo del piloto, ni siquiera lleva piloto. Va a cometer un asesinato pero todavía no lo sabe. Es profesor secundario de Mate­mática, está en su propia casa, acaba de llegar del Círculo de Ajedrez y, por el momento, sólo le preocupa una cosa en el mundo. Qué pasa si, en el ataque Max Lange, las blancas trasponen un mo­vimiento y, en la jugada once, avanzan directamente el peón a 4CR. ¿Adonde va la dama? En efecto, ¿cómo acosar a esa dama e impedir el enroque largo de las piezas negras? Debo decir que nunca resol­vió satisfactoriamente ese problema; también debo decir que aquel hombre era yo. Entré en mi estudio y encendí la luz. Mi mujer aún no había vuelto a casa esa noche, lo cual, dadas las circunstancias, me puso de buen humor. Nuestros desacuerdos eran tan perfectos que, podría decirse, habíamos nacido el uno para el otro. Busqué el tablero de ajedrez, reproduje una vez más la posición, la analicé un rato. Desde mi estudio se veía (todavía se ve) nuestro dormitorio: Laura se había vestido apurada, a juzgar por el desorden, o a último momento había cambiado de opinión acerca de la ropa que quería ponerse. ¿Adonde va la dama? Cualquier jugador de ajedrez sabe que muchas veces se analiza con más claridad una posición si no se tienen las piezas delante. Me levanté y fui hacia su secretaire. Estaba sin llave. Lo abrí mecánicamente y encontré el borrador de la carta.

Estoy seguro de que si no hubiera estado pensando en esa trasposición de jugadas no lo habría mirado. Nunca fui curioso. Mi respeto por la intimidad ajena, lo descubrí esa noche, es casi suici­da. Tal vez no me crean si digo que mi primera intención fue dejar el papel donde estaba, sin leerlo, pero eso es exactamente lo que habría hecho de no haber visto la palabra puta.

Laura tenía la manía de los borradores. Era irresoluta e in­segura, alarmantemente hermosa, patéticamente vacía, mitómana a la manera de los niños y, por lo que dejaba entrever ese borrador, infiel. Me ahorro la incomodidad de recordar en detalle esa hoja de cuaderno ("sos mi Dios, soy tu puta, podes hacer de mí lo que quieras"), básteme decir que me admiró. O mejor, admiré a una mujer (la mía) capaz de escribir, o al menos pensar que es capaz de escribir, semejante carta. La gente es asombrosa, o tal vez sólo las mujeres lo son.

No es muy agradable descubrir que uno ha estado casado casi diez años con una desconocida, para un profesor de Matemática no lo es. Se tiene la sensación de haber estado durmiendo diez años con la incógnita de una ecuación. Mientras descifraba ese papel, sentí tres cosas: perplejidad, excitación sexual y algo muy parecido a la más absoluta incapacidad moral de culpar a Laura. Una mujer capaz de escribir obscenidades tan espléndidas –de sentir de ese modo– es casi inocente: tiene la pureza de una tempestad. Carece de perversión, como un cataclismo. Pensé (¿adonde acorralar a la dama?) quién y cómo podía ser el hombre capaz de desatar aquel demonio, encadenado hasta hoy, por mí, a la vulgaridad de una vida de pueblo como la nuestra; pensé, con naturalidad, que debía ven­garme. Guardé el papel en un bolsillo y seguí analizando el ataque Max Lange. El avance del peón era perfectamente jugable. La dama negra sólo tenía dos movidas razonables: tomar el peón blanco en seis alfil o retirarse a tres caballo. La primera me permitía sacrificar una torre en seis rey; la segunda requería un análisis más paciente. Cuando me quise acordar, había vuelto al dormitorio y había deja­do el papel en el mismo lugar donde lo encontré. La idea, comple­ta y perfecta, nació en ese momento: la idea de matar a Laura. Esto, supongo, es lo que los artistas llaman inspiración.

Volví a mi tablero. Pasó una hora.

–Hola –dijo Laura a mi lado–. ¿Ya estás en casa? Laura hacía este tipo de preguntas. Pero todo el mundo hace este tipo de preguntas.

–Parece evidente –dije. Me levanté sonriendo y la besé. Tal vez haga falta jugar al ajedrez para comprender cuánta inespe­rada gentileza encierra un acto semejante, si se está analizando una posición como aquélla. –Parece evidente –repetí sin dejar de son­reír–, pero nunca creas en lo demasiado evidente. Quizá éste no soy yo. Estás radiante, salgamos a comer.

Era demasiado o demasiado pronto. Laura me miraba casi alarmada. Si alguna vez mi mujer sospechó algo, fue en ese instan­te brevísimo y anómalo.

–¿A comer?

–A comer afuera, a cualquier restaurante de la ruta. Estás vestida exactamente para una salida así.

La mayoría de las cosas que aprendí sobre Laura las aprendí a partir de esa noche; de cualquier modo, esa noche ya sabía algo sobre Las mujeres en general: no hay una sola mujer en el mundo que resista una invitación a comer fuera de su casa. Creo que es lo único que realmente les gusta hacer con el marido. Tampoco hay ninguna que después de una cosa así no imagine que el bárbaro va a arrastrarlas a la cama. Ignoro qué excusa iba a poner Laura para no acostarse conmigo esa noche: yo no le di oportunidad de usarla. La llevé a comer, pedí vino blanco, la dejé hablar, hice dos o tres bromas inteligentes lo bastante sencillas como para que pudiera enten­derlas, le compré una rosa y, cuando volvimos a casa, le pregunté si no le molestaba que me quedara un rato en mi estudio. Ustedes créanmelo: intriguen a la mujer, aunque sea la propia.
No debo ocultar que soy un hombre lúcido y algo frío. Yo no quería castigar brutalmente a Laura sino vengarme, de ella y de su amante, y esto, en términos generales, requería que Laura volviera a enamorarse de mí. Y sobre todo requería que a partir de allí comenzara a hacer comparaciones entre su marido y el evidente cretino mental que la había seducido. Que él era un cretino de inte­ligencia apenas rudimentaria no me hacía falta averiguarlo, bastaba con deducir que debía ser mi antípoda. De todos modos, hice mis indagaciones. Investigué dónde se encontraban, con cuánta frecuen­cia, todas esas cosas. Se encontraban una vez por semana, los jueves. Ramallo es una ciudad chica. La casa donde se veían, cerca del río, quedaba más o menos a diez o quince cuadras de cualquier parte, es decir a unos dos o tres minutos de auto desde el Círculo de Ajedrez. Enamorar a mi mujer no me impidió seguir analizando el ataque Max Lange y evitar cuidadosamente jugar 11. P4CR en mis parti­das amistosas en el Círculo, sobre todo con el ingeniero Gontrán o cuando él estaba presente. Y esto exige una delicada explicación, a ver si alguien sospecha que este buen hombre era el amante de Laura. No. Gontrán sencillamente debía jugar conmigo antes de fin de año –lunes y jueves–, el match por el campeonato del Círculo de Ajedrez, y yo sabía que, por complejas razones ajedrecísticas y psicológicas que no hacen al caso, aceptaría entrar, por lo menos una vez, en el ataque Max Lange.

Hay un momento de la partida en que casi todo ajedrecista se detiene a pensar mucho tiempo. El ingeniero Gontrán era exacta­mente el tipo de jugador capaz de ponerse a meditar cincuenta mi­nutos o una hora un determinado movimiento de la apertura. Lo único que a mí me hacía falta eran esos minutos. Casi una hora de tiempo, un jueves a la tarde: cualquiera de los seis jueves en que yo llevaría las piezas blancas. Claro que esto exigía saber de antemano en qué jugada exacta se pondría a pensar. También exigía saber que justamente los jueves yo jugaría con blancas, cosa que al principio me alarmó, pero fue un problema mínimo.

Conquistar a una mujer puede resultar más o menos com­plejo. La mayoría de las veces es cuestión de paciencia o de suerte y en los demás casos basta con la estupidez, ellas lo hacen todo. El problema es cuando hay que reconquistarla. No puedo detenerme a explicar los detalles íntimos de mis movimientos durante tres me­ses, pero debo decir que hice día a día y minuto a minuto todo lo que debía hacer. Veía crecer en Laura el descubrimiento de mí mismo y su culpa como una planta carnívora, que la devoraba por dentro. Tal vez ella nunca dejó de quererme, tal vez el hecho de acostarse con otro era una forma invertida de su amor por mí, eso que llaman despecho. ¡Despecho!, nunca había pensado hasta hoy en la profunda verdad simbólica que encierran ciertas palabras. Me es suficiente pensar en esto, en lo que las palabras significan sim­bólicamente, para no sentir el menor remordimiento por lo que hice: en el fondo de mi memoria sigue estando aquella carta y la palabra puta. Dispuse de casi tres meses para reconquistar a Laura. Es un tiempo excesivo, si se trata de enamorar a una desconocida; no es mucho si uno está hablando de la mujer que alguna vez lo quiso. Me conforta pensar que reconstruí en tres meses lo que esta ciudad y sus rutinas habían casi demolido en años. Cuando se acer­caba la fecha de la primera partida con el ingeniero Gontrán tuve un poco de miedo. Pensé si no me estaba excediendo en mi papel de marido seductor. Vi otro proyecto de carta. Laura ya no podía tolerar su dualidad afectiva y estaba por abandonar a aquel imbécil. Como satisfacción intelectual fue grande, algo parecido a probar la exactitud de una hipótesis matemática o la corrección de una va­riante; emotivamente, fue terrible. La mujer que yo había recon­quistado era la mujer que su propio amante debía matar. El senti­do de esta última frase lo explicaré después.
El sorteo de los colores resultó un problema mínimo, ya lo dije. La primera partida se jugaría un lunes. Si Gontrán ganaba el sorteo elegiría jugar esa primera partida con blancas: el noventa por ciento de los ajedrecistas lo hace. Si lo ganaba yo, me bastaba elegir las negras. Como fuera, los jueves yo llevaría las piezas blancas. Claro que Gontrán podía ganar el sorteo y elegir las negras, pero no lo tuve en cuenta; un poco de azar no le hace mal a la Lógica.

El match era a doce partidas. Eso me daba seis jueves para iniciar el juego con el peón de rey: seis posibilidades de intentar el ataque Max Lange. O, lo que es lo mismo, seis posibilidades de que en la jugada once Gontrán pensara por lo menos cuarenta o cin­cuenta minutos su respuesta. La primera partida fue una Indobenoni. Naturalmente, yo llevaba las negras. En la jugada quince de esta primera partida hice un experimento de carácter extra ajedrecístico: elegí casi sin pensar una variante poco usual y me puse de pie, como el que sabe perfectamente lo que ha hecho. Oí un murmullo a mi alrededor y vi que el ingeniero se arreglaba inquieto el cuello de la camisa. Todos los jugadores hacen cosas así. "Ahora va a pensar", me dije. "Va a pensar bastante." A los cinco minutos abandoné la sala de juego, tomé un café en el bar, salí a la vereda. Hasta hice una pequeña recorrida imaginaria en mi auto, en dirección al río. Veinticinco minutos más tarde volví a entrar en la sala de juego. Sucedía precisamente lo que había calculado. Gon­trán no sólo continuaba pensando sino que ni él ni nadie había re­parado en mi ausencia. Eso es exactamente un lugar donde se juega al ajedrez: la abstracción total de los cuerpos. Yo había desaparecido durante casi media hora, y veinte personas hubieran jurado que estuve todo el tiempo allí, jugando al ajedrez. Contaba, incluso, con otro hecho a mi favor: Gontrán podría haber jugado en mi ausencia sin preocuparse, ni mucho menos, por avisarme: nadie se hubiera preocupado en absoluto. El reloj de la mesa de ajedrez, el que mar­caba mi tiempo, eso era yo. Podía haber ido al baño, podía haberme muerto: mientras el reloj marchara, el orden abstracto del límpido mundo del ajedrez y sus leyes no se rompería. No sé si hace falta decir que este juego es bastante más hermoso que la vida.

–Cómo te fue, amor –preguntó Laura esa noche.

–Suspendimos. Tal vez pierda, salí bastante mal de la apertura.

–Comemos y te preparo café para que analices –dijo Laura.

–Mejor veamos una película. Pasé por el video y saqué Casablanca.

Casablanca es una película ideal. Ingrid Bergman, deses­perada y poco menos que aniquilada entre dos amores, era justo lo que le hacía falta a la conciencia de Laura. Lamenté un poco que el amante fuera Bogart. Debí hacer un gran esfuerzo para no identifi­carme con él. Menos mal que el marido también tiene lo suyo. En la parte de La Marsellesa pude notar de reojo que Laura lloraba con silenciosa desesperación. No está de más intercalar que aquélla no era la primera película cuidadosamente elegida por mí en los últi­mos tres meses. Mutilados que vuelven de la guerra a buscar a la infiel, artistas incomprendidos del tipo Canción inolvidable, esposas que descubren en la última toma que su gris marido es el héroe jus­ticiero, hasta una versión del ciclo artúrico donde Lancelot era un notorio papanatas. Una noche, no pude evitarlo, le pasé Luz de gas. Tampoco está mal dar un poco de miedo, a veces.
No analicé el final y perdí la suspendida. Las partidas sus­pendidas se jugaban martes y sábados, vale decir, sucediera lo que sucediese, los jueves yo jugaría con blancas. Es curioso. Siento que cuesta mucho menos trabajo explicar un asesinato y otras gra­ves cuestiones relacionadas con la psicología del amor, que explicar los ritos inocentes del ajedrez. Esto debe significar que todo hom­bre es un criminal en potencia, pero no cualquiera entiende este juego.

El jueves jugué mi primer P4R. Gontrán respondió en el acto con una Defensa Francesa. No me importó demasiado. Lo úni­co que ahora debía preocuparme era que Gontrán padeciera mucho. Debía obligarlo a intentar un Peón Rey en alguno de los próximos jueves. Cosa notable: en la jugada doce (jugué un ataque Keres), fui yo quien pensó sesenta y dos minutos. Cuando jugué, me di cuen­ta de que Gontrán se había levantado de la mesa en algún momen­to. Sesenta y dos minutos. Cuando el ingeniero reapareció en mi mundo podía venir de matar a toda su familia y yo hubiera jurado que no había abandonado su silla. Era otra buena comprobación, pero no me distrajo. Puse toda mi concentración en la partida hasta que conseguí una posición tan favorable que se podía ganar a cie­gas. En ese momento, ofrecí tablas. Hubo un murmullo, Gontrán aceptó. Yo aduje más tarde que me dolía la cabeza y que temía arruinar la partida. Había conseguido dos cosas: seguir un punto atrás y hacer que mi rival desconfiara de su Defensa Francesa. Esto le daría ánimos para arriesgarse, por fin, a entrar en el Max Lange.

El lunes volvió a jugar un Peón Dama y yo no insistí con la Indobenoni. Esto significaba: No hay ninguna razón, mi querido ingeniero, para probar variantes inseguras, carezcamos de orgullo, intentemos nuevas aperturas. Significaba: Si yo no insisto, usted está libre para hacer lo mismo. Tablas. El miércoles me anunciaron que Gontrán estaba enfermo y que pedía aplazamiento hasta el lunes siguiente. Esto es muy común en ajedrez. Sólo que en mi caso significaba un desastre. Los colores se habían invertido. Los lunes yo jugaría con blancas.

El lunes me enfermé yo y las cosas volvieron a la normali­dad. Cuando llevábamos siete partidas, siempre con un punto atrás, supe que por fin ése era el día. Jugué P4R. Al anotar en la planilla su respuesta, me temblaba la mano: P4R. Jugué mi caballo de rey y él su caballo de dama. Jugué mi alfil y él pensó cinco minutos. Jugó su alfil. Todo iba bastante bien: esto es lo que se llama un Giucco Piano. Digo bastante bien porque, en ajedrez, nunca se está seguro de nada. Desde esta posición podíamos o no entrar en el ataque Max Lange. Pensé varios minutos y enroqué. Sin pensar, jugó su caballo rey; yo adelanté mi peón dama. Casi estábamos en el Max Lange. Sólo era necesario que él tomara ese peón con su peón, yo avanzara mi peón a cinco rey y él jugara su peón dama: las cuatro jugadas siguientes eran casi inevitables. Sucedió exacta­mente así.

Escrito, lleva diez líneas. En términos ajedrecísticos, para llegar a esta posición debieron descartarse cientos, miles de po­sibilidades. Estaba pensando en esto cuando me tocó hacer la juga­da once. Yo había preparado todo para este momento, como si fuera fatal que ocurriera, pero no tenía nada de fatal. Que Laura fuera a morir dentro de unos minutos era casi irracional. Mi odio la ma­taba, no mi inteligencia. Sé que en ese momento Laura estuvo por salvar su vida. Jugué mi peón de caballo rey a la cuarta casilla no porque quisiera matarla sino porque, aún hoy, pienso que ésa es la mejor jugada en semejante posición. Casi con tristeza me puse de pie. No me detuve a verificar si Gontrán esperaba o no esa jugada.

Unos minutos después había llegado a la casa junto al río.

Dejé el auto en el lugar previsto, recogí del baúl mi ma­letín y caminé hasta la casa. Los oí discutir.

Golpeé. Hubo un brusco silencio. Cuando él preguntó quién es, yo dije sencillamente:

–El marido.

En un caso así, un hombre siempre abre. Qué otra cosa puede hacer. Entré.

–Vos –le dije a Laura– te encerrás en el dormitorio y esperas.

Cuando él y yo quedamos solos abrí el maletín. El revólver que saqué de ahí era, quizá, un poco desmedido; pero yo necesitaba que las cosas fueran rápidas y elocuentes. No sé si ustedes han visto un Magnun en la realidad. Se lo puse en el cuenco de la oreja y le pedí que se relajara.

–No vine a matarlo, así que ponga atención, no me inte­rrumpa y apele a toda su lucidez, si la palabra no es excesiva. No vine a matar a nadie, a menos que usted me obligue. Escúcheme sin pestañear porque no voy a repetir una sola de las palabras que diga.

En ese maletín tengo otro revólver, más discreto que éste. Con una sola bala. Usted va a entrar conmigo en el dormitorio y con ese revólver va matar a Laura. No abra la boca ni mueva un dedo. A un abuelo mío se le escapó un tiro con un revólver de este calibre y le acertó a un vecino: por el agujero podían verse las constelaciones. Usted mismo, excelente joven, va a matar a mi mujer. Ni bien la mate, yo lo dejo irse tranquilamente adonde guste. Supongamos que usted es un romántico, supongamos que, por amor a ella, se niega. Ella se muere igual. No digo a la larga, como usted y como yo; digo que si usted se niega la mato yo mismo. Con el agravante de que además lo mato a usted. A usted con el revólver más chico, como si hubiera sido ella, y a ella con este lanzatorpedos. Observará que llevo guantes. Desordeno un poco la casa, distribuyo la armería y me voy. Viene la policía y dice: Muy común, pelea de amantes. Como en Duelo al sol, con Gregory Peck y Jennifer Jones. Mucha alternativa no tiene; así que vaya juntando coraje y recupere el pulso. Déle justo y no me la desfigure ni la haga sufrir. Le aconse­jo el corazón, su lugar más vulnerable. El revolvito tiene una sola bala, ya se lo dije; no puedo correr el riesgo de que usted la mate y después, medio enloquecido, quiera balearme a mí. Cállese, le leo en los ojos la pregunta: qué garantías tiene de que, pese a todo, yo no me enoje y lo mate lo mismo. Ninguna garantía; pero tampoco tiene elección. Confórmese con mi palabra. No sé si habrá oído que el hombre mata siempre lo que ama; yo a usted lo detesto, y por lo tanto quiero saber durante mucho tiempo que está vivo. Perseguido por toda la policía de la provincia, pero vivo. Escondido en algún pajonal de las islas o viajando de noche en trenes de carga, pero vivo. A ella la amamos, usted y yo. Es ella a quien los dos debemos matar. Usted es el ejecutor, yo el asesino. Todo está en orden. Vaya. Vaya, m'hijo.

La escritura es rara. Escritas, las cosas parecen siempre más cortas o más largas. Este pequeño monólogo, según mis cálculos previos, debió durar dos minutos y medio. Pongamos tres, agre­gando la historia del Magnun del abuelo y alguna otra inspiración del momento.

No soy propenso a los efectos patéticos. Digamos simple­mente que la mató. Laura, me parece, al vernos entrar en el dormi­torio pensó que íbamos a conversar. Yo contaba con algo que efec­tivamente ocurrió: una mujer en estos casos evita mirar a su amante y sólo trata de adivinar cómo reaccionará su marido. Yo entré detrás de él, con el Magnun a su espalda, a la altura del llamado hueso dulce. Ella misma, mirándome por encima del hombro de él, se acercó hacia nosotros. Él meció la mano en el bolsillo. Ella no se dio cuenta de nada ni creo que haya sentido nada.

–Puedo perder tres o cuatro minutos más –le dije a él, cuando volvimos a la sala–.. Supongo que no imaginará que puede ir con una historia como ésta a la policía. Nadie le va a creer. Lo que le aconsejo es irse de este pueblo lo más rápido posible. Le voy a decir cuánto tiempo tiene para organizar su nueva vida. Digamos que es libre hasta esta madrugada, cuando yo, bastante preocupado, llame a la comisaría para denunciar que mi esposa no ha vuelto. El resto, imagíneselo. Un oficial que llega y me pregunta, algo con­fuso, si mi mujer, bueno, no tendría alguna relación equívoca con alguien. Yo que no entiendo y, cuando entiendo, me indigno, ellos que revisan el cuarto de Laura y encuentran borradores de cartas, tal vez cartas de usted mismo. Mañana o pasado, un revólver con sus huellas, las de usted, que aparece en algún lugar oculto pero no inaccesible. Espere, quiero decirle algo. Un tipo capaz de matar a una mujer como Laura del modo en que lo hizo usted es un perfec­to hijo de puta. Vayase antes de que le pegue un tiro y lo arruine todo.

Se fue. Yo también.

Gontrán, en el Círculo, seguía pensando. Habían pasado treinta y siete minutos. Gontrán pensó diez minutos más y jugó la peor. Tomó el peón de seis alfil con la dama, y yo, sin sentarme siquiera, moví el caballo a cinco dama y cuando él se retiró a uno dama sacrifiqué mi torre. La partida no tiene gran importancia teórica porque, como suele ocurrir en estos casos, el ingeniero, al ir poniéndose nervioso, comenzó a ver fantasmas y jugó las peores. En la jugada treinta y cinco detuvo el reloj y me dio la mano con dis­gusto, no sin decir:

–Esa variante no puede ser correcta.

–Podemos intentarla alguna otra vez –dije yo.

A las tres de la mañana llamé a la policía.

No hay mucho que agregar. Salvo, quizá, que Gontrán no volvió a entrar en el Max Lange, que el match terminó empatado y el título quedó en sus manos por ser él quien lo defendía. De todos modos, ya no juego al ajedrez. A veces, por la noche, me distraigo un poco analizando las consecuencias de la retirada de la dama a tres caballo, que me parece lo mejor para las negras.

Fin

18 de septiembre de 2009

Ajedrez y literatura: el arte de leer a un rival

Les dejo una nota muy buena que saliò en el suplemento de ADN Cultura del ùltimo dìa Sàbado. Es muy interesante, espero que les guste.
Saludos
Estanis


Un viaje en compañía de escritores y ajedrecistas a través de la Historia. Secretos y significados de un juego que es una metáfora de la vida

Cinco, casi seis de la tarde de un día de semana. Chalet de dos plantas y ladrillo a la vista, en las afueras de Buenos Aires. El que me hace pasar al jardín del fondo tiene aspecto de esquiador vitalicio, lleva remera blanca de cuello alto y mangas largas. No me escruta como a un rival -por cortesía; nunca podría haber sido su contrincante, ni en una partida a ciegas-, pero la mirada es de una cordialidad impiadosa. Su paso, el de un monarca retirado. Responde con demasiada paciencia en un castellano extranjero, encantador: fuerte, persuasivo. Me limito a tartamudear inexactitudes. Su mera presencia tiene la deferencia de colocar al interlocutor en otro plano (nunca el mismo). Su amabilidad, la falta de prisa atestiguan que si bien el ajedrez no permaneció del todo ajeno a los embates de la puerilidad y la aceleración -que parecen en las últimas décadas de rigor-, el juego y sus fieles mejor dotados han preservado un aura imposible de extinguir.

Por inverosímil que sea, estoy sentado frente al gran maestro danés Bent Larsen, vecino del barrio de Martínez desde 1982. Acabo de estrechar la mano que saludó a Bobby Fischer, unas veces victorioso; otras, derrotado; que saludó a Mijaíl Tal; que saludó a Botvinnik; que saludó a Alekhine; que saludó a... y en segundos uno cree rozar mágicamente el linaje del pasatiempo más insondable, tentado de imaginar que está siendo bendecido por un mero apretón de manos. El "Gran Danés" fue el primer occidental en batir a los rusos y es, según Boris Spassky, el último artista del ajedrez. Larsen pertenece a esa raza de figuras más enigmática que la de las celebridades. Ha sido un rey sin corona, que por motivos azarosos -azarosamente secretos- nunca alcanzó la consagración más pública, vulgar, con la que un ajedrecista sólo se convierte en genio, en loco, o en ambas cosas.

De esa visita hace ya unos años, pero a las frases de Larsen no las he olvidado hasta ahora y no creo que vaya a olvidarlas nunca: "Karpov hace buenas jugadas muy rápido, Korchnoi hace muy buenas jugadas despacio". O, con ironía, señalando cierta posición en el tablero: "Y ahora la partida es más tablas que antes de empezar". Pocos meses más tarde estaría tomando debida nota de sus lecciones en el Club Argentino, rincón mítico que potenciaba la resonancia de sus pasos y palabras: "Me gusta ganar pero no tengo miedo de perder". La rapidez y naturalidad con que disparaba esos epigramas sólo subrayaban su precisión -"con presión de tiempo un caballo es más peligroso que un alfil"- y la mera oportunidad de compartir unas horas con semejante coloso era un sueño realizado, claro que en compensación por el malogrado de convertirme en un distinguido jugador profesional.

Fuera de las casillas
El índice y el pulgar en el aire, a punto de tomar una pieza: golpe magistral o error fatal, a menudo no se sabe con certeza, aun siendo un destacado maestro. Una mínima oscilación en el ánimo y en milésimas una jugada tuerce el destino. ¿Pero qué es distracción y qué, falla de cálculo? Movimientos, celadas: el curso de un cerebro, pensamiento graficado. La atención, desde luego, es la llave, aunque concentrarse no siempre garantiza que las ideas vengan con naturalidad. Los dedos acarician o estrangulan las piezas que están fuera de juego. Torneo abierto. Silencio de biblioteca. Algunas de las partidas, de hecho, serán historia en futuras recopilaciones. (Ciertamente, un libro de ajedrez puede volverse una máquina de relatos: cada partida reproducida supone una narración, una fecha, una geografía y dos antagonistas.)

Hace siglos que expertos y amateurs han jugado para ser otros, para no ser nadie, para perderse en otra dimensión, en lo posible sin perder. Creando debilidades en la defensa del contrario, rogando que una movida cumpla varias funciones a la vez, que cada jugada implique una ofensa hacia el rival. Siglos procurando situarse en posiciones convenientes para el propio temperamento, recurriendo de urgencia al sacrificio como lance para romper con lo predecible. Intentando evitar la humillación, ante el adversario, ante los espectadores y, peor, ante uno mismo (ante la falsa imagen que uno se había hecho de sí como jugador). Siglos sentándose ante un tablero para ponerse a prueba: a ver qué tan lejos llega nuestra inteligencia sobredimensionada, nuestra audacia vacilante, nuestra capacidad de absorber el fracaso. "Los juegos constituyen una prueba continua de habilidad dentro de una confianza fluctuante: el rival percibe la humillación y la duda, y busca redoblarlas", apuntaba Adrian Stokes. Suele repetirse que el ajedrez enseña a saber perder, pero con excesiva frecuencia la derrota invita al mutismo, al olvido. Morder el polvo de lo irreversible no le era ajeno al holandés J. H.

Donner, que decía que "es precisamente su impiadosa falta de ambigüedad y su claridad lo que vuelve a una partida lo opuesto de la vida. La vida oculta nuestros errores". Según Donner, es justamente "la irreparabilidad de un error lo que distingue al ajedrez de otros deportes".

Se ha dicho del ajedrez, también, que enseña a anticiparse al otro, a leer su mente, a administrar el tiempo. Pero como me comentó Oscar Panno en una ocasión, "el reloj fue siempre un enemigo. El reloj es siempre un enemigo de la verdad".

A capa y espada
Analizada en retrospectiva, la Argentina podría ser considerada una Atlántida del ajedrez, un lugar donde sucedieron acontecimientos históricos que, vistos desde hoy, parecen pertenecer a otra era, hundida, borrada, apenas reivindicada por islotes de empeño y entusiasmo en clubes y jugadores tenaces. Los hitos incluyen las Olimpíadas de 1939 y de 1978. Los destierros del polaco Najdorf, el sueco Stahlberg, el alemán Eliskases. Figuras como Pilnik, Pleci, Grau, Jacobo y Julio Bolbochán, Sanguinetti, Rossetto y Panno, seguramente el argentino nativo que más lejos llegó. La visita en 1910 del entonces campeón Emanuel Lasker (que se preparaba para los torneos estudiando las fotografías de sus futuros oponentes). Los subcampeonatos en las Olimpíadas de 1950, 1952 y 1954. Los grandes matches en Buenos Aires, como Fischer-Petrosian en el Teatro San Martín en 1971. Los sucesivos magistrales de Mar del Plata. Sin olvidarnos de otro duelo legendario disputado aquí, Capablanca- Alekhine. Al primero se le caían losboletos de los bolsillos cuando venía de apostar en Palermo y según Cabrera Infante, fue un pionero entre los ajedrecistas interesados en las mujeres: "Se dice que la noche de la partida decisiva contra Alekhine estuvo bailando tango tras tango con una belleza local".

Regresa, entonces, la historia de mi abuela materna, repetida al infinito, contando que su padre había conocido y jugado con Capablanca, que visitó Buenos Aires en 1911, 1914, 1927 y 1939. Las peripecias de Capablanca -nombre predestinado- pueden rastrearse en la magnífica biografía de Edward Winter, autor también de misceláneas como Chess Explorations y Kings, Commoners and Knaves. Ya en 1925 Capablanca decretaba lo "mecánico" del juego de elite, augurando que "dentro de no más de diez años una media docena de jugadores será capaz, cuando lo desee, de hacer tablas a voluntad", algo que décadas más tarde Fischer buscó contrarrestar creando su Fischerandom, que sortea la posición inicial de las piezas mayores. Según Fischer, el conocimiento disponible hoy en día es tal que las partidas entre maestros sólo se ponen interesantes a partir de la jugada número 20. El papel que juega la memoria ha sido siempre central y lo es cada día más. Si recordar posiciones se asemeja al arte de la memoria tal como lo describe Frances Yates, el tablero se vuelve un teatro, los casilleros se convierten en las habitaciones de un palacio y pensar, al modo de Giordano Bruno, equivale a "especular con imágenes". A propósito de la memoria, Novela de ajedrez de Stefan Zweig cuenta un viaje en barco a Buenos Aires -como el que hicieron en 1938 Miguel Najdorf y un aficionado insigne, Witold Gombrowicz- y el protagonista, el gran maestro Mirko Czentovic, nunca es capaz de rehacer una partida de memoria, algo "que los del gremio criticaban tan ásperamente como si entre los músicos un eximio virtuoso o director de orquesta se hubiese mostrado incapaz de interpretar o dirigir una obra sin tener ante sus ojos la correspondiente partitura". El crítico argentino Federico Monjeau, dicho sea de paso, tiene una teoría: que el mejor modo de escuchar música es jugando al ajedrez.

Ars combinatoria
Ha habido tantos intentos de definir el ajedrez como tentativas de agotar las contingencias del tablero. El arte de un jugador de ajedrez, declara el incomparable David Bronstein en Secret Notes, consiste en la habilidad "de encender una chispa mágica de la tediosa e insensata posición inicial". La mencionada novela de Zweig propone delimitarlo así:

un pensamiento que no lleva a nada, una matemática que nada calcula, un arte sin obras, una arquitectura sin sustancia, y aún así más manifiestamente perenne en su esencia y existencia que todos los libros y obras de arte, el único juego que pertenece a todos los pueblos y todas las épocas y del que nadie sabe qué dios lo legó a la tierra para matar el hastío, aguzar los sentidos y estimular el espíritu.

El ensayista George Steiner, autor de The White Knights of Reykjavik, asegura que los problemas que plantea el ajedrez son a la vez muy profundos y completamente triviales. Y que el punto en común entre música, matemática y ajedrez "puede ser, finalmente, la ausencia de lenguaje". Ludwig Wittgenstein recurrió al ajedrez en diversas oportunidades para elaborar o ilustrar símiles, y escribió: "El uso de una palabra es como el uso de una pieza en un juego, y uno no puede comprender el uso de una dama excepto que comprenda los usos de las otras piezas". Son incontables las oportunidades en que la literatura y la filosofía asaltaron la torre del marfil del ajedrez. Robert Burton aludía a "ficciones geométricas". Borges intimaba con "mágicos rigores" y un "severo ámbito en que se odian dos colores", tan similar a la "lucha cuerpo a cuerpo entre dos laberintos" de André Breton. En otro plano, en un texto sobre Alfonso X el Sabio y Capablanca, Lezama Lima aventuraba: "El rey queriendo cerrar cuentas, sellando fijas minuciosidades. El rey queriendo pagar en exactos cuadrados... Una imaginación saludable engendra sus propias causas". Por su parte, E. H. Gombrich se detenía en el efecto visual de un tablero. Jugar con un tablero, para el autor de Meditaciones sobre un caballo de juguete, es replicar "la alternancia perceptiva entre figura y fondo... No en vano los pintores del renacimiento demostraron primero las leyes de la perspectiva por medio de un suelo ajedrezado". Para el cineasta Stanley Kubrick,

el ajedrez es una analogía. Es una serie de pasos que uno da, uno por vez, y se trata de equilibrar los recursos contra el problema, que en el ajedrez es el tiempo y en el cine son el tiempo y el dinero? Grandes maestros a veces dedican la mitad del tiempo asignado a una sola movida porque saben que si no es correcta todo su juego se cae a pedazos.

Cuando Walter Benjamin y Bertolt Brecht disputaban partidas en Skovbostrand, Dinamarca, no se decían una palabra, pero cuando se ponían de pie "era como si hubieran terminado una conversación". No menos curiosas deben de haber sido las partidas que no consiguieron enemistar a Beckett y Giacometti, o a Beckett y Duchamp. El autor de Esperando a Godot -¿metáfora de la idea que nunca llega?- jugaba contra su hermano y su tío, que había vencido a Capablanca en unas simultáneas en Dublín. Para referirse a una jugada, en la novela Murphy se habla de la "ingenuidad de la desesperación". Las narraciones de Beckett se leen, indudablemente, como los devaneos de un ex prodigio y en cierta medida parecen copiar el modo y el método del ajedrez: las oraciones avanzan respondiéndose una a la otra, en estricta sucesión, como si hubiera en efecto dos rivales (y sólo dos) que únicamente pueden dar por terminada la narración cuando queden los dos reyes a solas -la escena absoluta- o por repetición de jugadas, típica circunstancia beckettiana. La defensa, de Vladimir Nabokov, es tal vez la ficción que mejor describe el aleteo del descubrimiento del ajedrez en un niño y las posteriores disfunciones de un gran maestro, aunque omite el salto de un punto a otro. Omisión que, presumamos, justifica el que se trate de un prodigio, para quien todo son atajos.

Fueron muchos los escritores que leconsagraron horas al ajedrez y lo tradujeron en sus páginas: Lewis Carroll, Raymond Roussel, Rodolfo Walsh, John Healy, Braulio Arenas, Juan José Arreola, entre otros. Científicos como Alan Turing, filósofos como Wittgenstein y Daniel Dennett. Una de las analogías que rige El sobrino de Rameau, de Diderot, es el ajedrez. Más cerca, Silvina Ocampo escribía: "El jugador de ajedrez, el matemático, el equilibrista, actúan limpiamente; mientras cumplen su trabajo no tiene tiempo de ser morbosos: cabría decir lo mismo de los autores de novelas policiales". En Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, leemos:

En adelante Kublai Kan no tenía necesidad de enviar a Marco Polo a expediciones lejanas: lo retenía jugando interminables partidas de ajedrez. El conocimiento del imperio estaba escondido en el diseño trazado por los saltos espigados del caballo, por los pasajes en diagonal que se abren a las incursiones del alfil, por el paso arrastrado y cauto del rey y del humilde peón, por las alternativas inexorables de cada partida. El Gran Kan trataba de ensimismarse en el juego, pero ahora era el porqué del juego lo que se le escapaba. El fin de cada partida es una victoria o una pérdida: ¿pero de qué? ¿Cuál era la verdadera apuesta?

Naturalmente, la visión de los grandes maestros es más puntual. Para J. H. Donner, "hay un gran encanto en las partidas en las que uno de los oponentes no juega con sensatez y sin embargo gana... Es mucho más fácil ganar una posición un poco inferior que una de tablas clavada. Nadie piensa cuando va ganando. Sólo se piensa cuando algo va mal. Siempre ha sido muy difícil para mí liquidar a un adversario. ¿Para qué ganar si ya probaste ser el mejor de los dos?". Provocador, Donner señaló una vez que el ajedrez es en realidad un juego de azar: lo que hará el otro no se puede saber.

Con respecto a las virtudes pedagógicas del juego, Panno opina que "el ajedrez es una herramienta formidable, ayuda a razonar. Es una escuela de responsabilidad porque prepara a los chicos a tomar decisiones". Para Larsen, que un chico nunca llegue a conocer el ajedrez es una catástrofe, "algo tan malo como un niño que no conoce lo que es un caballo o un piano".

Vocaciones derrotadas
El de ser jugador de ajedrez es un sueño que me persiguió sigilosa, persistentemente, y que acaso todavía no he abandonado. Hubo un momento crítico, hacia los doce, trece años, en que habría querido torcer el destino (entonces, ahora) y dedicarme incondicionalmente al ajedrez. La decisión de hacerlo -el coraje para saltar al vacío- era lo que faltaba, porque a decir verdad, lo que faltaba era el talento prodigioso que anula la indecisión de antemano, sobrepasándola e imponiéndole un porvenir. No tenía la madurez -no veo otra palabra- con que hoy veo y estudio el ajedrez (distinto, por cierto, al nivel con el que lo juego). Siempre seré un jugador mediocre: ansío salir rápido de la apertura, confío demasiado en la combinatoria -sobre todo, de la mano de la pareja de caballos- y en el sacrificio atropellado. Sigo sin descifrar aquellas horas que recuerdo, en passant, en Villa Gesell, encorvado sobre un tablero en un chalet cerrado mientras toda la familia partía a la playa. Casi un verano entero jugando a solas, reproduciendo partidas, haciéndome pasar por este y aquel jugador, reviviendo torneos remotos en un teatro privado: un solo titiritero para treinta y dos marionetas. Cultivando una larga obsesión por los nombres extranjeros, no importa de qué origen. Húngaros como Lajos Portisch y Zoltan Ribli, holandeses como Max Euwe y Jan Timman. Ajedrecistas que alcanzaban la categoría de criaturas fantásticas, como el papirólogo y especialista en jeroglíficos Robert Hübner, o los encendidos precursores Tarrasch y Schlechter. Embobado con topónimos (tara que sigo puliendo), desde el balneario de Gesell extendía tentáculos invisibles a otros: Mar del Plata, Palma de Mallorca, Wijk aan Zee, Oostende, Eastbourne, Hastings. "Muchos balnearios he recorrido durante mi vida, pero ninguno tan extravagante, abrumador y decadente como Mar del Plata. En cuanto al ambiente, se parece en algo a nuestro Oostende, pero diez veces más grande", cuenta Timman, y confiesa que recobraba fuerzas nadando en el mar.

En sus Smoking Diaries, Simon Gray revela que las partidas contra su hermano terminaban con los dos rodando por el piso, pateándose, tirándose piñas, agarrándose del cuello, y que cuando jugaba contra su padre, intentaba hacer trampa, pero no calculaba las consecuencias de haber cambiado una pieza de lugar y volvía a perder. Del otro lado del Canal de la Mancha, a los cuatro años, un niño sonámbulo llamado Max Euwe se levantó de la cama y fue a despertar a su madre para decirle: "Mamá, al rey le dieron jaque mate". Ese pequeño holandés mal dormido se consagraría campeón del mundo.

Reyes sin corona
Frente a mí tengo al ganador de innumerables torneos en los años 60 y 70, de quien Donner decía:

Tiene en abundancia una cualidad que es más inusual entre jugadores de ajedrez que lo que se supondría. Siente un gran placer al jugar al ajedrez. Es uno de los poquísimos jugadores que conozco para quienes ganar es menos importante que jugar. Y, es notable, jugadores así ganan con más frecuencia.

Bent Larsen me mira sin parpadear y responde: "Juego todas las posiciones, lo único que me disgusta es hacer tablas". Le pregunto qué es lo que hace a un gran maestro: "Probablemente algo en el carácter". Autor de un compendio excepcional, Larsen?s Selected Games, entre sus admiradores contó con Marcel Duchamp, que una vez le dijo "de todos los pintores, algunos son artistas, pero todos los jugadores de ajedrez lo son".

Holanda es el país al que Heine decía que, si el fin del mundo estuviera cerca, emigraría de inmediato, porque allí todo sucede cincuenta años más tarde. En ajedrez ha sido todo lo contrario; parece ser, incluso, el corazón secreto de su reloj. La pasión que despierta en ese país es comparable a la que provoca en Islandia (dos países que flotan) y se nota en la excelente revista y editorial New in Chess, en los cafés de Ámsterdam, en los torneos de Hoogeveen, Groningen y Wijk aan Zee. En Holanda se refugiaron, después de la Primera Guerra Mundial, Lasker, Reti, Maroczy. En la Olimpíada de Buenos Aires de 1939, Capablanca decía en el diario Crítica que "Holanda es un país en el que el ajedrez se ha desarrollado a un nivel que secunda sólo a la Unión Soviética, y si se tiene en cuenta que se trata de un país pequeño, perfectamente podría llamárselo la nación más ajedrecística del mundo". Esos territorios bajos, anegados, tal vez hayan dado al mejor escritor sobre ajedrez hasta la fecha, J. H. Donner, cuyos artículos se recopilaron en el extraordinario The King. En 1955 decía esto del argentino Panno:

Su principal fortaleza es saber que una partida se juega sobre el tablero, entre dos jugadores, y que la voluntad de ganar es más importante que las ideas brillantes, la voluntad de ganar y la confianza absoluta en las propias capacidades. Su mayor fortaleza -y debilidad- reside en mezclar la confianza con la confianza excesiva. Éste es el sello de los grandes campeones.

Donner vino con el equipo holandés a la Olimpíada Mundial que se jugó en 1978 en Buenos Aires y aquí este barbado fue el primer occidental en perder contra un maestro chino. (A propósito, en un cuento de Julian Maclaren-Ross, dos chicos están jugando una partida y uno le dice al otro que mire la barba del rey, porque "por supuesto que tiene barba, necio, las barbas van con el ajedrez. Todos los ajedrecistas tienen barba".) En The Human Comedy of Chess, Hans Ree comenta:

Donner una vez declaró que era probablemente el único maestro en saber la fecha exacta del día en que aprendió las reglas del ajedrez. Fue en el colegio el 22 de agosto de 1941, cuando tenía catorce años. Lo recordaba con claridad porque cuando regresó a su casa ese día le dijeron que su padre había sido arrestado por los alemanes y deportado.

El ser humano parece ser más exigente, más preciso, cuando se ocupa de lo improductivo: contemplar unas rocas, unos insectos, unas piezas sobre un tablero. Su fervor por lo intangible es capaz de llevarlo a la cima de la perseverancia y la vanagloria más misteriosas. En una clase, Bent Larsen habló del día que Emanuel Lasker perdió una partida en unas simultáneas y los organizadores no se atrevieron a anunciarlo: "Por los altoparlantes dijeron: "Treinta y nueve partidas ganadas, una partida tablas". No hubo aplausos". Larsen no oculta sus lágrimas: "Cada vez que pienso en eso, lloro. No entiendo a los actores cuando dicen que necesitan diez minutos y una luz especial y otras cosas para emocionarse. Pienso en eso y lloro enseguida". En esta inmediata y profunda comprensión del sentido del orgullo y de la humillación, en la reverencia de un maestro por otro, se me ocurre que residen al menos dos de los secretos de un arte que no tiene fin. El ajedrez: novela de suspenso entre dos lectores que tratan de adivinarse, cuyo vencedor será el que mejor lea al otro, el que se convierta en el verdugo.

Por Matías Serra Bradford
Para LA NACION - Buenos Aires, 2009

12 de septiembre de 2009

Jorge Luis Borges

Les dejo a continuación el reportaje realizado en el programa A Fondo de TVE de 1980. Me costó conseguirlo completo, asi que disfrutenlo! Dura una hora y minutos, ponganse comodos.
Saludos
Estanis



De la misma serie de entrevistas, pueden ver la de Julio Cortazar que subì hace un tiempo: Julio Cortazar en A Fondo de TVE

6 de septiembre de 2009

Un mundo nuevo y cruel / Zygmunt Bauman


Entrevista con Zygmunt Bauman
El sociólogo que sacudió a las ciencias sociales con su concepto de "modernidad líquida" advierte, en una entrevista exclusiva, que hay un temible divorcio entre poder y política, socios hasta hoy inseparables en el estado-nación. En todo el mundo, dice, la población se divide en barrios cerrados, villas miseria y quienes luchan por ingresar o no caer en uno de esos guetos. Aún no llegamos al punto de no retorno, dice con un toque de optimismo.


How to spend it.... Cómo gastarlo. Ese es el nombre de un suplemento del diario británico Financial Times. Ricos y poderosos lo leen para saber qué hacer con el dinero que les sobra. Constituyen una pequeña parte de un mundo distanciado por una frontera infranqueable. En ese suplemento alguien escribió que en un mundo en el que "cualquiera" se puede permitir un auto de lujo, aquellos que apuntan realmente alto "no tienen otra opción que ir a por uno mejor..." Esta cosmovisión le sirvió a Zygmunt Bauman para teorizar sobre cuestiones imprescindibles y así intentar comprender esta era. La idea de felicidad, el mundo que está resurgiendo después de la crisis, seguridad versus libertad, son algunas de sus preocupaciones actuales y que explica en sus recientes libros: Múltiples culturas, una sola humanidad (Katz editores) y El arte de la vida (Paidós). "No es posible ser realmente libre si no se tiene seguridad, y la verdadera seguridad implica a su vez la libertad", sostiene desde Inglaterra por escrito.

Bauman nació en Polonia pero se fue expulsado por el antisemitismo en los 50 y recaló en los 60 en Gran Bretaña. Hoy es profesor emérito de la Universidad de Leeds. Estudió las estratificaciones sociales y las relacionó con el desarrollo del movimiento obrero. Después analizó y criticó la modernidad y dio un diagnóstico pesimista de la sociedad. Ya en los 90 teorizó acerca de un modo diferente de enfocar el debate cuestionador sobre la modernidad. Ya no se trata de modernidad versus posmodernidad sino del pasaje de una modernidad "sólida" hacia otra "líquida". Al mismo tiempo y hasta el presente se ocupó de la convivencia de los "diferentes", los "residuos humanos" de la globalización: emigrantes, refugiados, parias, pobres todos. Sobre este mundo cruel y desigual versó este diálogo con Bauman.

Uno de sus nuevos libros se llama Múltiples culturas, una sola humanidad . ¿Hay en este concepto una visión "optimista" del mundo de hoy?
Ni optimista ni pesimista... Es sólo una evaluación sobria del desafío que enfrentamos en el umbral del siglo XXI. Ahora todos estamos interconectados y somos interdependientes. Lo que pasa en un lugar del globo tiene impacto en todos los demás, pero esa condición que compartimos se traduce y se reprocesa en miles de lenguas, de estilos culturales, de depósitos de memoria. No es probable que nuestra interdependencia redunde en una uniformidad cultural. Es por eso que el desafío que enfrentamos es que estamos todos, por así decirlo, en el mismo barco; tenemos un destino común y nuestra supervivencia depende de si cooperamos o luchamos entre nosotros. De todos modos, a veces diferimos mucho en algunos aspectos vitales. Tenemos que desarrollar, aprender y practicar el arte de vivir con diferencias, el arte de cooperar sin que los cooperadores pierdan su identidad, a beneficiarnos unos de otros no a pesar de, sino gracias a nuestras diferencias.

Es paradójico, pero mientras se exalta el libre tránsito de mercancías, se fortalecen y construyen fronteras y muros. ¿Cómo se sobrevive a esta tensión?
Eso sólo parece ser una paradoja. En realidad, esa contradicción era algo esperable en un planeta donde las potencias que determinan nuestra vida, condiciones y perspectivas son globales, pueden ignorar las fronteras y las leyes del estado, mientras que la mayor parte de los instrumentos políticos sigue siendo local y de una completa inadecuación para las enormes tareas a abordar. Fortificar las viejas fronteras y trazar otras nuevas, tratar de separarnos a "nosotros" de "ellos", son reacciones naturales, si bien desesperadas, a esa discrepancia. Si esas reacciones son tan eficaces como vehementes es otra cuestión. Las soberanías locales territoriales van a seguir desgastándose en este mundo en rápida globalización.

Hay escenas comunes en Ciudad de México, San Pablo, Buenos Aires: de un lado villas miseria; del otro, barrios cerrados. Pobres de un lado, ricos del otro. ¿Quiénes quedan en el medio?
¿Por qué se limita a las ciudades latinoamericanas? La misma tendencia prevalece en todos los continentes. Se trata de otro intento desesperado de separarse de la vida incierta, desigual, difícil y caótica de "afuera". Pero las vallas tienen dos lados. Dividen el espacio en un "adentro" y un "afuera", pero el "adentro" para la gente que vive de un lado del cerco es el "afuera" para los que están del otro lado. Cercarse en una "comunidad cerrada" no puede sino significar también excluir a todos los demás de los lugares dignos, agradables y seguros, y encerrarlos en sus barrios pobres. En las grandes ciudades, el espacio se divide en "comunidades cerradas" (guetos voluntarios) y "barrios miserables" (guetos involuntarios). El resto de la población lleva una incómoda existencia entre esos dos extremos, soñando con acceder a los guetos voluntarios y temiendo caer en los involuntarios.

¿Por qué se cree que el mundo de hoy padece una inseguridad sin precedentes? ¿En otras eras se vivía con mayor seguridad?
Cada época y cada tipo de sociedad tiene sus propios problemas específicos y sus pesadillas, y crea sus propias estratagemas para manejar sus propios miedos y angustias. En nuestra época, la angustia aterradora y paralizante tiene sus raíces en la fluidez, la fragilidad y la inevitable incertidumbre de la posición y las perspectivas sociales. Por un lado, se proclama el libre acceso a todas las opciones imaginables (de ahí las depresiones y la autocondena: debo tener algún problema si no consigo lo que otros lograron ); por otro lado, todo lo que ya se ganó y se obtuvo es nuestro "hasta nuevo aviso" y podría retirársenos y negársenos en cualquier momento. La angustia resultante permanecería con nosotros mientras la "liquidez" siga siendo la característica de la sociedad. Nuestros abuelos lucharon con valentía por la libertad. Nosotros parecemos cada vez más preocupados por nuestra seguridad personal... Todo indica que estamos dispuestos a entregar parte de la libertad que tanto costó a cambio de mayor seguridad.

Esto nos llevaría a otra paradoja. ¿Cómo maneja la sociedad moderna la falta de seguridad que ella misma produce?
Por medio de todo tipo de estratagemas, en su mayor parte a través de sustitutos. Uno de los más habituales es el desplazamiento/trasplante del terror a la globalización inaccesible, caótica, descontrolada e impredecible a sus productos: inmigrantes, refugiados, personas que piden asilo. Otro instrumento es el que proporcionan las llamadas "comunidades cerradas" fortificadas contra extraños, merodeadores y mendigos, si bien son incapaces de detener o desviar las fuerzas que son responsables del debilitamiento de nuestra autoestima y actitud social, que amenazan con destruir. En líneas más generales: las estratagemas más extendidas se reducen a la sustitución de preocupaciones sobre la seguridad del cuerpo y la propiedad por preocupaciones sobre la seguridad individual y colectiva sustentada o negada en términos sociales.

¿Hay futuro? ¿Se puede pensarlo? ¿Existe en el imaginario de los jóvenes?
El filósofo británico John Gray destacó que "los gobiernos de los estados soberanos no saben de antemano cómo van a reaccionar los mercados (...) Los gobiernos nacionales en la década de 1990 vuelan a ciegas." Gray no estima que el futuro suponga una situación muy diferente. Al igual que en el pasado, podemos esperar "una sucesión de contingencias, catástrofes y pasos ocasionales por la paz y la civilización", todos ellos, permítame agregar, inesperados, imprevisibles y por lo general con víctimas y beneficiarios sin conciencia ni preparación. Hay muchos indicios de que, a diferencia de sus padres y abuelos, los jóvenes tienden a abandonar la concepción "cíclica" y "lineal" del tiempo y a volver a un modelo "puntillista": el tiempo se pulveriza en una serie desordenada de "momentos", cada uno de los cuales se vive solo, tiene un valor que puede desvanecerse con la llegada del momento siguiente y tiene poca relación con el pasado y con el futuro. Como la fluidez endémica de las condiciones tiene la mala costumbre de cambiar sin previo aviso, la atención tiende a concentrarse en aprovechar al máximo el momento actual en lugar de preocuparse por sus posibles consecuencias a largo plazo. Cada punto del tiempo, por más efímero que sea, puede resultar otro "big bang", pero no hay forma de saber qué punto con anticipación, de modo que, por las dudas, hay que explorar cada uno a fondo.

Es una época en la que los miedos tienen un papel destacado. ¿Cuáles son los principales temores que trae este presente?
Creo que las características más destacadas de los miedos contemporáneos son su naturaleza diseminada, la subdefinición y la subdeterminación, características que tienden a aparecer en los períodos de lo que puede llamarse un "interregno". Antonio Gramsci escribió en Cuadernos de la cárcel lo siguiente: "La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer: en este interregno aparece una gran variedad de síntomas mórbidos". Gramsci dio al término "interregno" un significado que abarcó un espectro más amplio del orden social, político y legal, al tiempo que profundizaba en la situación sociocultural; o más bien, tomando la memorable definición de Lenin de la "situación revolucionaria" como la situación en la que los gobernantes ya no pueden gobernar mientras que los gobernados ya no quieren ser gobernados, separó la idea de "interregno" de su habitual asociación con el interludio de la trasmisión (acostumbrada) del poder hereditario o elegido, y lo asoció a las situaciones extraordinarias en las que el marco legal existente del orden social pierde fuerza y ya no puede mantenerse, mientras que un marco nuevo, a la medida de las nuevas condiciones que hicieron inútil el marco anterior, está aún en una etapa de creación, no se lo terminó de estructurar o no tiene la fuerza suficiente para que se lo instale. Propongo reconocer la situación planetaria actual como un caso de interregno. De hecho, tal como postuló Gramsci, "lo viejo está muriendo". El viejo orden que hasta hace poco se basaba en un principio igualmente "trinitario" de territorio, estado y nación como clave de la distribución planetaria de soberanía, y en un poder que parecía vinculado para siempre a la política del estado-nación territorial como su único agente operativo, ahora está muriendo. La soberanía ya no está ligada a los elementos de las entidades y el principio trinitario; como máximo está vinculada a los mismos pero de forma laxa y en proporciones mucho más reducidas en dimensiones y contenidos. La presunta unión indisoluble de poder y política, por otro lado, está terminando con perspectivas de divorcio. La soberanía está sin ancla y en flotación libre. Los estados-nación se encuentran en situación de compartir la compañía conflictiva de aspirantes a, o presuntos sujetos soberanos siempre en pugna y competencia, con entidades que evaden con éxito la aplicación del hasta entonces principio trinitario obligatorio de asignación, y con demasiada frecuencia ignorando de manera explícita o socavando de forma furtiva sus objetos designados. Un número cada vez mayor de competidores por la soberanía ya excede, si no de forma individual sin duda de forma colectiva, el poder de un estado-nación medio (las compañías comerciales, industriales y financieras multinacionales ya constituyen, según Gray, "alrededor de la tercera parte de la producción mundial y los dos tercios del comercio mundial").

La "modernidad líquida", como un tiempo donde las relaciones sociales, económicas, discurren como un fluido que no puede conservar la forma adquirida en cada momento, ¿tiene fin?
Es difícil contestar esa pregunta, no sólo porque el futuro es impredecible, sino debido al "interregno" que mencioné antes, un lapso en el que virtualmente todo puede pasar pero nada puede hacerse con plena seguridad y certeza de éxito. En nuestros tiempos, la gran pregunta no es "¿qué hace falta hacer?", sino "¿quién puede hacerlo?" En la actualidad hay una creciente separación, que se acerca de forma alarmante al divorcio, entre poder y política, los dos socios aparentemente inseparables que durante los dos últimos siglos residieron –o creyeron y exigieron residir– en el estado nación territorial. Esa separación ya derivó en el desajuste entre las instituciones del poder y las de la política. El poder desapareció del nivel del estado nación y se instaló en el "espacio de flujos" libre de política, dejando a la política oculta como antes en la morada que se compartía y que ahora descendió al "espacio de lugares". El creciente volumen de poder que importa ya se hizo global. La política, sin embargo, siguió siendo tan local como antes. Por lo tanto, los poderes más relevantes permanecen fuera del alcance de las instituciones políticas existentes, mientras que el marco de maniobra de la política interna sigue reduciéndose. La situación planetaria enfrenta ahora el desafío de asambleas ad hoc de poderes discordantes que el control político no limita debido a que las instituciones políticas existentes tienen cada vez menos poder. Estas se ven, por lo tanto, obligadas a limitar de forma drástica sus ambiciones y a "transferir" o "tercerizar" la creciente cantidad de funciones que tradicionalmente se confiaba a los gobiernos nacionales a organizaciones no políticas. La reducción de la esfera política se autoalimenta, así como la pérdida de relevancia de los sucesivos segmentos de la política nacional redunda en el desgaste del interés de los ciudadanos por la política institucionalizada y en la extendida tendencia a reemplazarla con una política de "flotación libre", notable por su carácter expeditivo, pero también por su cortoplacismo, reducción a un único tema, fragilidad y resistencia a la institucionalización.

¿Cree que esta crisis global que estamos padeciendo puede generar un nuevo mundo, o al menos un poco diferente?
Hasta ahora, la reacción a la "crisis del crédito", si bien impresionante y hasta revolucionaria, es "más de lo mismo", con la vana esperanza de que las posibilidades vigorizadoras de ganancia y consumo de esa etapa no estén aún del todo agotadas: un esfuerzo por recapitalizar a quienes prestan dinero y por hacer que sus deudores vuelvan a ser confiables para el crédito, de modo tal que el negocio de prestar y de tomar crédito, de seguir endeudándose, puedan volver a lo "habitual". El estado benefactor para los ricos volvió a los salones de exposición, para lo cual se lo sacó de las dependencias de servicio a las que se había relegado temporalmente sus oficinas para evitar comparaciones envidiosas.

Pero hay individuos que padecen las consecuencias de esta crisis de los que poco se habla. Los protagonistas visibles son los bancos, las empresas...
Lo que se olvida alegremente (y de forma estúpida) en esa ocasión es que la naturaleza del sufrimiento humano está determinada por la forma en que las personas viven. El dolor que en la actualidad se lamenta, al igual que todo mal social, tiene profundas raíces en la forma de vida que aprendimos, en nuestro hábito de buscar crédito para el consumo. Vivir del crédito es algo adictivo, más que casi o todas las drogas, y sin duda más adictivo que otros tranquilizantes que se ofrecen, y décadas de generoso suministro de una droga no pueden sino derivar en shock y conmoción cuando la provisión se detiene o disminuye. Ahora nos proponen la salida aparentemente fácil del shock que padecen tanto los drogadictos como los vendedores de drogas: la reanudación del suministro de drogas. Hasta ahora no hay muchos indicios de que nos estemos acercando a las raíces del problema. En el momento en que se lo detuvo ya al borde del precipicio mediante la inyección de "dinero de los contribuyentes", el banco TSB Lloyds empezó a presionar al Tesoro para que destinara parte del paquete de ahorro a los dividendos de los accionistas. A pesar de la indignación oficial, el banco procedió impasible a pagar bonificaciones cuyo monto obsceno llevó al desastre a los bancos y sus clientes. Por más impresionantes que sean las medidas que los gobiernos ya tomaron, planificaron o anunciaron, todas apuntan a "recapitalizar" los bancos y permitirles volver a la "actividad normal": en otras palabras, a la actividad que fue la principal responsable de la crisis actual. Si los deudores no pudieron pagar los intereses de la orgía de consumo que el banco inspiró y alentó, tal vez se los pueda inducir/obligar a hacerlo por medio de impuestos pagados al estado. Todavía no empezamos a pensar con seriedad en la sustentabilidad de nuestra sociedad de consumo y crédito. La "vuelta a la normalidad" anuncia una vuelta a las vías malas y siempre peligrosas. De todo modos todavía no llegamos al punto en que no hay vuelta atrás; aún hay tiempo (poco) de reflexionar y cambiar de camino; todavía podemos convertir el shock y la conmoción en algo beneficioso para nosotros y para nuestros hijos.

Fin