10 de noviembre de 2006

Dos horas para morir



Esta es la continuación!
Saludos
Estanis

Dos horas para morir
Por Estanislao Zaborowski

No muy lejos de allí…

Me enredaba en las sábanas con Sharon Stone mientras de fondo sonaba Hey Jude de Los Beatles. A oscuras, con nuestras piernas entrelazadas, podía observar el paraíso sin necesidad de abrir los ojos. Sus manos, de largos y finos dedos, me acariciaban los hombros tiernamente.
- Gustavo - su voz era gruesa, muy diferente a lo que parecía en las películas - Por favor, levantate tenemos que cerrar. Gustavo, dale.
- Sharon, tienes que dejar de fumar. Si sigues así, nunca te van a ofrecer ponerle la voz a alguna doncella animada - con los ojos cerrados me imaginaba sus dulces facciones.
- ¿Qué Sharon? ¡Levantate querés y soltá esa botella! ¡Son las cuatro de la mañana!
- Mi cosita, no es forma de… - abrí los ojos como huevos al ver los bigotes de Ricardo a cinco centímetros de mi nariz.
- Por fin, te tenes que ir, estamos cerrando. ¡Y dame esa botella por favor! - el dueño del bar Los Carmelos me sacudía fuerte pero con un dejo de cariño.
- ¿Las cuatro de la mañana? - secándome el sudor de la cara con la servilleta, saqué el celular del bolsillo y marqué los números de memoria.
Nada, apagado o fuera del área de cobertura. No era lo que habíamos convenido.
Recordaba bien sus palabras antes de marcharse, “si no aparezco en una hora llamá a la policía y desaparecé”. Observé que mi reloj pulsera marcaba dos horas desde su partida. Me encontraba ante la dicotomía de respetar su pedido o de ir a buscarlo. Tengo que aceptar, que no poseo sus mismas dotes de valentía y decisión como para sumergirme en ese mundo de delincuencia. Sin embargo, sino hacía algo al respecto, podía ir despidiéndome de mi amigo y su hija para siempre. Como estaban las cosas, no me quedaba otra que aceptar el reto de convertirme en un marginal por una noche. Al cabo de quince minutos, de jean y con el torso desnudo, bajaba la escalera caracol y me sumergía en Inframundo.
Apenas traspasé la puerta, dos hombres vestidos con un taparrabo estilo tarzán, me enseñaban sus músculos y me invitaban a pasar una noche de lujuria. Les agradecí el convite con una sonrisa fingida y continué caminando. Miré a lo largo el pasillo atestado de extraños y decidí revisar cada una de las habitaciones. En la primera puerta que abrí, dos mujeres desnudas practicaban extrañas posiciones sexuales, mientras mojaban sus lenguas en pintura violeta y se las pasaban por el cuerpo. Bodypainting, pensé y continué mi recorrido.
La segunda habitación estaba completamente a oscuras, pero por los gemidos y gritos de placer, me di cuenta que a su modo no la estaban pasando nada mal. La cerré de inmediato ofreciendo mis disculpas por la interrupción y me dirigí a la próxima puerta.
Al cabo de media hora y de no tener indicios del paradero de mi amigo, decidí relajarme y tomarme un trago en la barra del salón que crucé hace escasos minutos. Después de todo, no había hecho nada malo, excepto que se considere una maldad haber interrumpido un ritual sadomasoquista entre una anciana y su sirviente. Me acerqué a la barra y pedí la carta con el listado de bebidas que allí preparaban.
- Un éxodo de neuronas por favor - la mujer de la barra tenía un estilo alternativo pero por demás sensual.
- ¿Vos no sos de acá, no? - gritó por encima de la música mientras preparaba el trago.
- No, es la primera vez que vengo. Esta lindo. - mis palabras contrastaban con el vocabulario que se escuchaba de otras conversaciones.
- ¿Y que estás buscando?
- Vine a encontrarme con un amigo, pero no lo veo por acá.
- Que lástima que no buscas una amiga. – sus ojos parpadearon intermitentemente.
- Eh… ¡no! Me malinterpretaste, estoy buscando a un amigo que vino por una chica. Por casualidad ¿la conocés? – le extendí una foto de Sofía de hace cuatro años.
- Obvio, trabaja acá. Hace rato que no la veo, debe estar entre la gente.
Le agradecí con un beso en la comisura de la boca, y disfrutando el trago empecé a recorrer el lugar con la mirada.
Al cabo de diez minutos y mientras caminaba por la pista de baile improvisada en el medio del salón, observé extraños movimientos en una puerta apartada del bullicio.
Me dirigí hacia ella esperando enterarme de lo que sucedía y notando el incipiente alboroto que allí se estaba gestando.
Cuando pude acercarme lo suficiente, advertí gritos y discusiones fuertes que se podían escuchar claramente de este lado de la pared. Al parecer eran exclamaciones entre llantos de una niña, intercalados con golpes y cachetadas.
Aprovechando que en ese momento no había ninguna persona de seguridad en las inmediaciones y siguiendo puramente mis reflejos, ingresé en la habitación.
De espaldas a la puerta y sin poder escuchar a causa del volumen exagerado, dos hombres de contextura importante golpeaban a Baltasar y Sofía sin indicios de piedad.
No llegué a dar dos pasos hacia delante, cuando uno de ellos dio media vuelta y me enfrentó con un bate de madera en la mano y mirada desafiante. Su primer golpe lo acertó en el estomago, pero inclinándome hacia atrás pude amortiguarlo. Le respondí con una patada en los testículos de tal manera que quedara arrodillado y allí mismo sin piedad, sacando la rabia desde el fondo de mi ser, le arremetí una patada en la cara con mis nuevas botas tejanas. Casi al instante y sin poder reaccionar, el otro hombre me empujó contra la pared y de la primera trompada me dejo en el suelo aturdido y desorientado. Tengo un vago recuerdo de lo que sucedió después.
- ¡Sofía no! – grité, al ver que pudo desatarse de las cuerdas que la amarraban a la silla y se tiraba encima del hombre que aún permanecía de pie.
En dos o tres movimientos de kung fu, dejó a su combatiente en el piso cerca de donde había caído el primero. Al desatarme le di un fuerte abrazo y juntos levantamos a Gustavo que aún no volvía en si mismo.
Dejamos la habitación e intentamos mezclarnos entre la gente que no paraba de saltar y de sacudirse como si tuvieran espasmos. Corrimos por el pasillo central hacia la única puerta de acceso que conocíamos. Cuando llegamos, el guardia se interpuso en nuestro camino y no tuvimos mas remedio que enfrentarlo entre los tres. Al rato, con magullones de recuerdo, salíamos del lugar. Sin mirar hacia atrás corrimos por Suipacha y nos perdimos en la noche del Microcentro. Cuando llevábamos seis cuadras, notamos que no estábamos los tres. Sin pensarlo, regresamos. Pero al llegar todo había cambiado. Tres patrulleros de la policía y una ambulancia se encontraban en la puerta del lugar con sus luces y sirenas encendidas. Minutos después, mezclados entre los curiosos, observamos que los enfermeros retiraban del lugar un hombre en una camilla. El hombre que yacía sin moverse, era mi amigo.
Ese mismo día me citaron a la morgue judicial para reconocer su cuerpo.

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