30 de octubre de 2012

La crudeza necesaria de Sándor Márai


En estos días, Salamandra publicará Liberación, novela ambientada en el cerco de Budapest, que el autor húngaro escribió en 1945. La ficción y la autobiografía se enlazan con uno de los episodios más cruentos de la Segunda Guerra en una obra memorable.


El cerco de Budapest durante la Segunda Guerra Mundial duró más de cuarenta días, desde fines de diciembre de 1944 hasta el 13 de febrero de 1945. En él murieron 40.000 civiles, casi 80.000 soldados del Ejército Rojo y 38.000 defensores que pertenecían a las fuerzas del Tercer Reich. A propósito de ese episodio, con una crudeza inusual en su obra, el escritor húngaro Sándor Márai (1900-1989) muestra en la novela Liberación (Salamandra) cómo los hechos trágicos de la historia colectiva obligan a enfrentar con los ojos bien abiertos la verdad que no se quiere ver. Esos períodos de revelación, a veces meros instantes, tienden a ser velados rápidamente porque muy pocos soportan la intensidad de un tipo de luz semejante. En sus libros de memorias, Confesiones de un burgués , ¡Tierra, tierra! , en los Diarios y en las novelas ( El último encuentro y Los rebeldes , entre otras), también desarrolla este tema que, de un modo u otro, es el telón de fondo y el motor de su vasta producción. De allí, la vigencia de un autor que obtuvo la fama póstuma varias décadas después de su muerte.

Márai escribió Liberación entre julio y septiembre de 1945, es decir, apenas terminado el asedio. Durante la batalla por la capital húngara, había abandonado su piso en Buda, la parte antigua de la ciudad, para refugiarse en Leányfalu, una localidad de veraneo sobre el Danubio, a unos 30 kilómetros de Pest. Leányfalu estaba habitada en aquella época por campesinos pobres que vivían en las laderas de la colina, en casas muy humildes, mientras que los burgueses habían levantado sus residencias de descanso a orillas del río o en sus cercanías. La pequeña ciudad, poco más que un pueblo, tenía una tradición literaria: varios escritores se habían instalado allí o pasaban en la zona largos períodos de reposo y aislamiento; entre ellos, Zsigmond Móricz, uno de los grandes novelistas húngaros, muerto en 1942, cuya casa, saqueada por los comunistas, hoy se ha convertido en museo.

Liberación responde a las tres reglas de la tragedia clásica: la unidad de acción, de tiempo y de lugar; la acción es el sitio de Budapest; el lugar, el refugio antiaéreo, bajo un edificio del centenario barrio del Castillo, donde se guarecen ciento cuarenta hombres y mujeres que sólo buscan sobrevivir; en cuanto al tiempo, todo debería ocurrir en una jornada; y en verdad es así, porque las seis semanas del asedio transcurren en la penumbra de un sótano donde no hay días ni noches, sólo una larga espera. La protagonista de la narración es una joven judía, Erzsébet, amparada por un falso documento de identidad que le atribuye el apellido Sós. Ha debido ocultarse no sólo por su raza, sino porque su padre es una celebridad científica, un astrónomo cuya cara y cuyo nombre son conocidos por todos quienes leen los diarios y están al tanto de la actividad intelectual del país. El padre, al que quizá se le habría perdonado hasta la raza, de haber tomado partido por los nazis, eligió, en cambio, mantener un silencio tan desafiante como una condena explícita de la barbarie desatada sobre su patria. Por eso, es uno de los primeros perseguidos en cuanto los alemanes se hacen cargo de la ciudad y desplazan a las autoridades húngaras. La hija y el padre se ven obligados a separarse y a ocultarse en lugares distintos, hasta que Erzsébet, enterada de que el escondite paterno ha sido descubierto, logra encontrarle un nuevo asilo, justo enfrente del refugio donde ella misma aguarda la llegada de los rusos.


El lujo de la soledad

Es interesante comparar la descripción que hace Márai en Liberación de esos días de angustia con lo que narra en su segundo libro de memorias, ¡Tierra, tierra! , que empieza precisamente cuando el escritor se encuentra con el primer soldado rojo. Las tropas soviéticas llegaron a Leányfalu antes que a Budapest. En esa población de la periferia no encontraron resistencia y en veinticuatro horas ocuparon las casas de los residentes; en la de Márai, instalaron un taller mecánico de reparaciones. El hogar del escritor funcionaba además como alojamiento militar. Ese hecho le daba, por lo menos, una ventaja: en ningún momento debió meterse en una guarida subterránea para escapar de los bombardeos, porque estaba detrás de las líneas atacantes. Pero la guerra, de todos modos, había llegado a él con aquel primer soldado enemigo o liberador, según se quiera. La intrusión transformó su rutina y los valores de su vida de inmediato. Ante todo, perdió la intimidad. Todos los integrantes de su familia debían dormir y vivir en un solo cuarto. Las otras habitaciones se habían convertido en una especie de fábrica, en dormitorios o en lugares de uso común. Durante las numerosas semanas que las fuerzas soviéticas y los húngaros compartieron bajo el mismo techo, no lograron terminar de entenderse. Y no sólo por una cuestión de lenguaje, sino también de modo de pensar, de actuar, podría decirse literariamente, de "estilo". A pesar de que los soviéticos ya no podían temer nada de los húngaros de Leányfalu, los miraban con desconfianza, mezclada con sorna. No de otro modo Erzsébet y su "primer" ruso se miran en el sótano de Buda cuando éste irrumpe, casi al final del relato, en esa especie de cueva maloliente y sucia. Liberación termina con el capítulo de ese encuentro que tendrá un desarrollo dramático.
En la realidad y en la ficción, el asedio y la entrada de los rusos desbarataron las vidas de los vencidos, particularmente de los burgueses. Ante todo, estar solo se convirtió en un lujo. Erzsébet, al igual que sus compañeros del agujero subterráneo, sólo puede replegarse en sí misma, pero ante la vista de todos, como cuando se está en la sala de espera de un consultorio médico. En definitiva, ese espacio miserable bajo tierra no es otra cosa que una sala de espera donde se revela, en un lapso relativamente breve, hasta qué punto toda la vida no consiste sino en aguardar lo absolutamente desconocido, la muerte. A su vez, Márai, en Leányfalu, había perdido la intimidad, de la que podía disfrutar apenas por cortos lapsos, a ciertas horas, en un cuartito de su casa. Allí, milagrosamente encerrado, leía y, sobre todo, tomaba notas de lo que no podía entender, de cada uno de los gestos y las reacciones de los ocupantes. Con ese material, imaginaría Liberación , a pesar de no haber estado en el centro de la acción.


La reserva y la discreción son dos virtudes burguesas que campean en toda la obra de Márai. Esas virtudes agonizan penosamente en el sótano de Liberación ; las ejercita, por ejemplo, un hombre tullido, casi mudo, tendido al lado de Erzsébet. Es alguien que sólo quiere pasar inadvertido: un judío y, por si fuera poco, un burgués que ha aprendido a callarse y a soportar con la mayor dignidad posible las humillaciones infligidas por los nazis al "pueblo elegido". El silencio y la invisibilidad, o más bien saber hacerse invisible: en eso consiste el secreto y la mejor estrategia de supervivencia. El lisiado es un profesor de matemática, alguien con la misma formación que el padre de Erzsébet, aunque no de la misma jerarquía científica. Una vez al día, siempre sin quejas, se levanta con dificultad, apoyado en su bastón. Con una expresión crispada, de dolor físico y moral, recorre los metros que lo separan de la letrina común, es decir, de la abyección compartida que lo rebaja al estado animal, perdido cualquier resto de pudor. Todos, los señores "distinguidos", como los llama Márai, y la gente "simple", se han esforzado en no ver lo evidente, en ignorar, a sabiendas, los peldaños de degradación que deben bajar para seguir con vida, confiados en la liberación.
Cada uno de los gestos, cada una de las palabras, los restos ya sucios y malolientes de la ropa delatan la condición social de los refugiados en el sótano y le dan matices distintos a la convivencia, a pesar de que ese grupo de desdichados ha ido despojándose, o eso creen, de los atributos detectables de su origen. Lo mismo le ocurría a Márai en su casa invadida de Leányfalu, donde añoraba el pasado irrecuperable. En ¡Tierra, tierra! , dice el autor:
Ser burgués nunca ha sido para mí una categoría social; siempre he considerado que se trata de una vocación. La figura del burgués representa para mí el mejor fenómeno humano creado por la cultura occidental moderna, justamente porque el burgués es quien ha creado la cultura occidental moderna.


El barrio del Castillo en la antigua ciudad de Buda, los palacios -casi todos decrépitos-, las viejas casas señoriales de la aristocracia y de la alta burguesía -a menudo conquistadas por el moho- sintetizaban con su calma melancólica los ideales de Márai, amenazados por la máquina ensordecedora de la guerra, por las balas de los cañones rusos, "bombas baratas y pequeñas", como dice uno de los personajes de Liberación , porque Budapest (en realidad, todo Hungría) no se merece más que esas bombas de segunda categoría: ¿para qué desperdiciar en una capital menor las potentes, lujosas bombas de varias toneladas de los americanos?

El Castillo y el humanismo

La burguesía que había construido la Europa moderna se había parapetado desde hacía siglos en la orilla derecha del Danubio. Dice Márai en Divorcio en Buda a propósito de los vecinos de esa zona de la ciudad (aristócratas, funcionarios, jubilados descendientes de la nobleza):
Éstos eran los habitantes originales del silencioso barrio, junto a ellos, en esas casas que trepaban por la colina, se instalaban los nuevos ricos, generalmente de la segunda generación, también los escritores y artistas que pretendían mantenerse alejados de "la época moderna" y buscaban en esas cuatro o cinco calles el spleen , el "estilo", la vecindad de la gente elegante, el aislamiento de otras clases sociales, ese silencio peculiar, esa quietud que reinaba entre los arcos, por encima de la ciudad, y se extendía por las habitaciones de las viviendas bajo los techos deteriorados.

Márai era uno de los escritores aludidos en Divorcio? Vivía amparado por la sombra de los palacetes nobiliarios, las antiguas mansiones burguesas y las buenas maneras. Del ensueño, lo arrancó primero el nazismo y después el bolchevismo. En todos sus escritos, el sigilo, el tacto, la moderación encarnan las virtudes opacas pero más valiosas de los personajes. Los sobrentendidos son el código de elegancia moral en una sociedad cultivada y también en la literatura: por una simple cuestión de economía. Y la economía es la principal preocupación de un ser humano, ya que compromete la supervivencia. En húngaro la palabra polgár designa al burgués, pero también al ciudadano. Y cuando Márai se refiere al burgués, resulta claro que está pensando en el humanismo y en la Europa ilustrada que él conoció. El humanismo fue, según sus palabras, el mayor regalo de Europa a la humanidad. Y resume aquel concepto en muy pocas palabras: "El humanismo es la constatación de que el ser humano es la medida de todas las cosas". Dice en ¡Tierra, tierra! :

Alguna vez existió una Europa apasionada en la que la gente no solamente quería saber sino también apasionarse. ¿Apasionarse por qué? Por las ilusiones, o sea por Dios. O bien por el amor, porque sentían una energía creadora en el amor. O bien por la armonía erótica de la belleza y la proporción. ¿Qué buscaban? No solamente la verdad, sino una aventura noble y estimulante, caldeada por la pasión; porque querían cultura y sin pasión no hay cultura. Una aventura que convertir en arte o en tragedia. [?] Unas ciudades maravillosamente organizadas que habían sabido envejecer con sabiduría y armonía y donde vivía gente que no solamente pretendía habitar en sus casas, sino vivir, gente que no pensaba que el abono sintético fuera tan importante como el contrapunto.

La nostalgia de ese mundo destruido por los bolcheviques no lo ciega. Admite que ese orden estaba basado en la propiedad de los medios de producción y en el trabajo de una clase proletaria que no tenía conciencia de clase y sobre la que se alzaban los imperios económicos; para que esa clase se rebelara contra su condición y perseverara en la lucha era necesario forjarle un mito, un pathos que la sacudiera: Lenin creó el mito del Partido. Los rusos, hombres orientales en definitiva, son sanjuanistas, creen o creían en la redención y estaban dispuestos a sacrificarse por el reino futuro; los occidentales, en cambio, son prometeicos, están esclavizados por el deseo de posesión y de poder terrenal. A pesar de la catástrofe que se despliega ante sus ojos, Márai formula en sus memorias y en Liberación una postrera defensa de los ideales y los intereses de la burguesía. Esos ideales habían permitido a los burgueses construir ciudades, una cultura, el continente europeo, sin perder de vista que también pretendían elevar a la masa informe a su propia altura.
Claro que la civilización burguesa había sido violada por los nazis antes que por los comunistas y la guerra no había hecho sino sacar a luz el odio latente de los seres humanos, ávidos de ventilar cada tanto las propias miasmas. Erzsébet reflexiona:
Ese destello en la mirada de la gente. El odio con que se miran en los refugios oscuros y en las calles más oscuras, o durante el día, por encima de los cadáveres cubiertos con papel de estraza. Esa mirada en que arde una luz tenebrosa, la misma que está en ojos de todos. Trasluce odio, miedo, remordimiento, crueldad, furia demencial, codicia que hace rechinar los dientes.
En Liberación , se asiste a la destrucción en cuarenta días de lo poco que quedaba del clima civilizado de los salones húngaros. Los buenos modales se convierten en una ficción que resulta casi inverosímil y que lentamente casi todos dejan de practicar. Sólo quedan ruinas, pero por medio de ellas se comprende que el universo afelpado de los hogares acogedores en el barrio del Castillo encerraba el huevo de la serpiente. Los habitantes del sótano se acostumbran a todo con bastante rapidez. Primero, a la promiscuidad; después, al encierro, a la suciedad, al aburrimiento, al bombardeo incesante, al sobresalto de las explosiones cercanas, al hedor que emana de los cuerpos bañados en el sudor del pánico.
Apenas llegan a ese cobijo precario los rumores de que los rusos están a las puertas de la ciudad, más aún, que han entrado en ella y que ya se está combatiendo cuerpo a cuerpo, manzana por manzana; los "señores distinguidos" confraternizan con la gente "simple", abaten las últimas barreras de clase con premura y cuentan anécdotas en las que protegieron a indigentes, a trabajadores, tratan de mostrar de mil modos que son todos iguales; y la gente simple no deja de adular a los que fueron poderosos: saben, por experiencia, que los poderosos casi siempre vuelven a ser poderosos. La supervivencia se juega en pocas horas y la "patria" se ha reducido a una "manzana".
La crueldad por decreto   El sitio es tan prolongado y, a la vez, tan fulminante que hasta hay tiempo para los escrúpulos. De pronto, en la oscuridad, irrumpe un grupo de cruces flechadas, es decir, los secuaces húngaros de los nazis, que ya se saben condenados. Han salido a matar porque necesitan hacer lo que en breve harán con ellos y, naturalmente, buscan a algún judío. Lo encuentran, pero no se trata del tullido, sino de un farmacéutico. Se lo llevan sin que nadie proteste. Un minuto después, se oye un disparo. Entre los refugiados, alguien encuentra la fórmula adecuada para expresar con tono enfático y fariseo una noble y ardiente indignación, la inocencia sorprendida de todos y, en particular, la pretendida falta de responsabilidad del grupo indefenso: "Es demasiado". Son los términos precisos que todo pueblo azotado por una dictadura, pero que no se atrevió a reaccionar de modo apropiado en el momento justo, pronunció alguna vez en circunstancias semejantes. Son ciudadanos, no héroes. ¿Quién podría reprocharles algo? ¿Quién habría hecho otra cosa? Lo más prudente es la absolución general y recíproca. "Hoy por ti, mañana por mí."
En verdad, lo "demasiado" a que se refieren los asilados en el sótano no es la atrocidad cometida por los opresores sino el hecho de que ellos, honestos ciudadanos, la hayan visto. No pensaban que alguna vez les tocaría ser testigos de algo similar, de aquello que hasta pocas horas antes era una murmuración, algo que se decía, pero de lo que no se tenían pruebas y, por lo tanto, era conveniente dejar lo que era "demasiado" en el limbo epistemológico de la duda, casi del chisme. Pero el asesinato del judío no pueden ignorarlo. Todos han quedado involucrados. Negar lo que ocurrió ante ellos sería esconder "demasiado". En ¡Tierra, tierra! hay una frase imborrable como la marca infamante que el verdugo aplicaba con un hierro candente en el cuerpo de los criminales: "El testigo ocular se identifica no solamente con la víctima, sino también con el asesino".
¿Cuál es la causa de la crueldad? Márai se pregunta si no reside en la conciencia de nuestra muerte, en el hecho de hallarnos condenados a luchar y vagar en un universo indiferente cuya única salida es algo tan definitivo como la aniquilación. La desesperanza nos impulsa a la maldad. Por si fuera poco, la única salida tiene un precio feroz que se paga por anticipado: la agonía, morirse? Morirse es peor que la muerte. En ¡Tierra, tierra! se lee:

Un mundo superpoblado y masificado ha inventado, para completar la crueldad individual, sofisticada y humana, nuevos géneros de tortura: la tortura de la autoridad y la tortura por decreto, la constante molestia oficial en la vida privada y la limitación, mediante norma legal, de los derechos humanos naturales. Esta crueldad institucionalizada no es más suave que la crueldad individual.

Durante semanas, los refugiados esperaron la llegada de los rusos, la liberación. Esa espera podría haber terminado con la muerte. Los que sobrevivieron, entre ellos Erzsébet, pueden ver a los soldados del nuevo poder. Con la aparición del primer soldado rojo, se abren otras preguntas y otras esperas. ¿Cómo son los bolcheviques? ¿Qué futuro impondrán a los vencidos? El profesor tullido, con lucidez, se responde que los rusos no traerán más que lo que provenga de su modo de ser. No van a perseguir a los judíos por el hecho de ser judíos, pero tampoco los van a adorar. Porque ningún grupo humano se merece como tal que se lo adore. El sufrimiento no mejora a las personas. "Nadie aprende nada. Todo el mundo quiere retomar las cosas donde las interrumpió." Con su propia conducta, el profesor dará prueba en el desenlace de la novela del escepticismo, la desesperanza y el miedo envilecedor que anida en los seres humanos.


La verdadera liberación no depende de los rusos, ni tampoco de algo exterior. Según Márai, sólo quien es lo bastante fuerte para conocer la realidad de su propia naturaleza sin ofenderse y la acepta, como debería aceptar el final, está cerca de la libertad. El encuentro, a solas, con su primer ruso le mostrará a Erzsébet cuál es el sentido de la suya.

Márai dejó Leányfalu y volvió a Budapest cuando la ciudad quedó liberada. Su piso de Buda había sido destruido. De la biblioteca de seis mil volúmenes, unos pocos se habían salvado del fuego y del agua. Se instaló de un modo precario en otra casa. Terminó Liberación en unos pocos meses y comprendió muy pronto que no podría publicar nunca más en su patria. Las nuevas autoridades no le tenían simpatía, pero tampoco lo veían como un enemigo peligroso. Era un escritor burgués prestigioso, de enorme éxito, que escribía libros burgueses. Para los comunistas, habría sido una conquista importante que colaborara con las nuevas revistas, que tuviera una columna o que publicara de tanto en tanto. Le hubieran tolerado hasta artículos críticos, siempre que las críticas al gobierno fueran ligeras. Habrían confiado en él porque era un "caballero" y un "caballero" sabe hasta dónde puede llegar y cómo debe comportarse en los lugares adonde es invitado. Con un acuerdo de esa clase -no era necesario especificar las condiciones, naturalmente- las obras de Márai habrían podido aparecer. Márai prefirió el silencio. Se apartó. Lo prohibieron. Pero llegó un momento en que no bastaba estar explícitamente en contra, no era suficiente callarse porque callarse era ser culpable.

En 1948, el novelista de El último encuentro se exilió en Estados Unidos. Sus libros no volvieron a editarse en la patria durante décadas. Su nombre cayó casi en el olvido. Vivió con su mujer y su hijo adoptivo en San Diego. Así como en un tiempo los estadounidenses iban a Reno a divorciarse y a Las Vegas para casarse de nuevo, elegían San Diego para suicidarse. Márai no pensó en nada semejante cuando se instaló allí. Pero la vida es una película que siempre termina mal. Las muertes de sus tres hermanos, la de su mujer, Lola, y la de su hijo, en un lapso de un año y medio, lo dejaron en la soledad más absoluta. Tenía la visión muy reducida, leía a duras penas, a modo de consuelo, las obras de grandes autores húngaros como Krúdy (que buscó difundir), y caminaba casi desvalido por una ciudad que nada tenía en común con la altiva y hermosa colina del Castillo de Buda. A los 88 años, aprendió a tirar. Le tomó poco tiempo. Los caballeros, según un pensamiento de Pascal que el escritor húngaro acostumbraba citar, hacen todo bien porque sólo hacen lo que saben. De propia mano, con un disparo en la cabeza, la liberación le llegó el 21 de febrero de 1989.

Gentileza Diario La Nación

25 de octubre de 2012

La mano del ahogado / Estanislao Zaborowski

La mano del ahogado
Estanislao Zaborowski

Sentado a mi lado, Pablo Carmona se deshacía en vida. Su respiración era débil, perdía intensidad; como esos atardeceres que se apagan en la niebla. Así lo encontré cuando la enfermera me señaló el camino a la capilla del hospital. La galería, que corría paralela a la calle Saboya, se hacía angosta en la esquina donde alcanzaba el oratorio. Al ingresar, lo vi acomodado en la primera hilera de bancos. Sin saludar, me acerqué ubicándome a su izquierda. Estábamos solos.
El Cristo, la única decoración del recinto, parecía estar esperando nuestra confesión. Desde la pared blanca que protegía, tenía la mirada perdida en el suelo y sus brazos clavados en cruz. En la penumbra, se me antojaba un ladrón descolgándose por una ventana.
Pablo Carmona tenía las manos entrecruzadas sobre las piernas, le temblaban a pesar del calor.
- Me llamaste Pablo - el eco de mis palabras se dejó notar.
Volteándose, miró mis ojos como si estuviera analizando un objeto a través del microscopio, con los parpados a medio abrir.
- Ayer me dieron los resultados de los estudios, no encontraron la causa de la fiebre. Van a realizar un diagnóstico por exclusión.
- Vine porque me dijiste que era una urgencia.
- Llegué a tener cuarenta y dos grados Cristian. Cuando me desperté no sabía si estaba vivo. Sudé tanto que hasta el colchón de la cama se había mojado. Los médicos no sabían cómo bajarla.
Noté que su bata sanitaria estaba manchada en el frente, esas aureolas amarillentas parecían contornearse y sonreír.
- ¿Querías despedirte entonces?
- Quería saber de vos, pasaron cinco años.
- Desde la muerte de Catalina – dije con voz apenas audible.
Se puso de pie, se acercó al Cristo y apoyó las manos sobre el altar. Las llamas del candelabro danzaban en el caos de su ataque de tos.
- Estoy bien, me agarra de repente y no puedo parar. Me atraganto con la saliva - dijo levantando la palma en señal de disculpas
Me paré a su lado sin mirar a Cristo.
- Te llamé porque tenía que contarte la historia que no conoces - remató.
Intenté en vano encontrar sus ojos. Los tenía bailando en sus cuencas, como si fuera un par de hielos solitarios en un último whisky.

Cuando salí del hospital, encendí un cigarrillo y evité la hilera de taxis que esperaban en la explanada. Caminé en dirección a la costa, escuchando con cada aspiración el ruido del oxigeno penetrar mis pulmones. El día estaba despejado y frío. Las pocas nubes que lo manchaban, eran apenas tres líneas impresionistas. Al cabo de algunas cuadras, cansado al fin de observar los árboles flamear, intenté atar las palabras que Pablo Carmona le había dedicado a mi mujer.

La mañana del 31 de diciembre, Catalina no intuía que moriría aquel día. Se había acercado al Hotel Conrad para encontrarse con un cliente de su estudio. Al ingresar, le informaron que Hugo Dellepiane la esperaba en el lounge Los Veleros. Cruzó la recepción, atravesó el lobby y lo vio sentado en una mesa junto al ventanal. Cuando llegó a su lado, la sonrisa de Hugo se hizo más amplia. La besó en cada mejilla y luego de que se sentara la dama, se acomodó con las piernas cruzadas.
- No te veía desde la semana pasada, te tuve que llamar.
- ¿Trajiste lo que te pedí? - la voz de Catalina apenas tembló.
- Ya te dije que te olvides de eso, no te pienso seguir el juego.
- Las fotos le van a llegar a tu esposa hoy por la noche. No te queda mucho tiempo para pensarlo.
- No hay nada que pensar, no juegues conmigo. ¿Por qué no hablamos de otra cosa? ¿Pedimos la habitación del otro día?

Llegué a la rambla y me quedé mirando el hilo del horizonte. Brillaba más que en los días de verano. Las gaviotas se habían posado sobre el muelle y desfilaban a lo largo de los maderos despertando la curiosidad de los turistas. Tenía las manos húmedas a pesar de esconderlas en los bolsillos del saco. Me senté en el banco de madera, a esperar que las lágrimas se secaran con el viento de mar.

La adicción al juego, era uno de los pecados que Pablo Carmona se había esmerado en pulir. Las noches venidas en largas madrugadas que pasaba en el casino, lo habían hecho un hombre de pulso fuerte. El 31 de diciembre, lo iba a pasar en la chacra de su socio. Pero para encontrarse con él, aún faltaban seis horas.
La ruleta del Conrad giraba y su cabeza simulaba el mismo movimiento. Si la bolilla saltaba su mentón subía, y si la bolilla frenaba su mirada se descolocaba. El rojo y el negro se tornaban en violeta y de allí al anaranjado. Otra vez cero, y la casa se quedaba con las últimas fichas. Antes de retirarse y para llorar su suerte esquiva, llamó al mozo y pidió otro Jack Daniels.
- Permítame cargarlo en mi cuenta por favor.
El hombre que le hablaba era más alto que él. Tenía una sonrisa sin dientes que lo incomodó tanto más que su bigote desprolijo.
- No gracias, todavía me quedan algunas perras para pagarlo. No soy un paria como así me ve.
- Insisto. Lo he estado observando desde hace un buen rato, creo que es un excelente jugador, aunque hoy no haya tenido suerte – el bigote se movía como un carpincho que columpiaba en sus labios.
- ¿Trabaja acá?
- No, estoy muy lejos de eso. Soy un jugador como usted que simplemente ha tenido unas buenas manos en el póker.
- Me alegro por usted, porque para mí fue un día de mierda. Menos mal que ya se acaba este puto año, a ver si el que viene se arremanga.
- ¿Porqué no me permite ayudarlo a terminarlo bien?
- Si usted ni siquiera me conoce, ¿qué carajo dice?
- Tomemos una copa en el bar, usted me cae simpático.
Pablo Carmona no tenía nada que perder, lo siguió al bar con la desconfianza entre las cejas. El hombre que caminaba delante de él, casi levitaba.

Cuando salimos de la capilla, la luz blanca del corredor me encegueció. Tardé algunos segundos en identificar el camino a la habitación. Cuando lo hice, lo vi delante de mí arrastrando los pies como un condenado rumbo a la bastilla. Su tez amarillenta, su bata descolorida y el andar cansino lo hacían el protagonista ideal de una épica francesa.
- Todos cruzamos un Rubicón en nuestras vidas – dijo con la voz tan fina que parecía cortarse en el aire.
Las matas de pelo blanco que le brotaban a los costados de la cabeza, parecían alas de un murciélago canoso.
- No sé cuanto habrá tardado Julio César en cruzarlo, pero el hecho es que lo hizo y con eso cambió el rumbo de la historia. ¿Entendés, Cristian? - continuó.
Pasó una camilla sin prisa entre nosotros con un cuerpo tapado de cabeza a pies. La sábana verde que lo cubría, parecía el césped de un jardín inglés recién cortado.
- No veo la analogía, ni tampoco me imagino una corona sobre tu cabeza.
- Cristo llevó una, lo acabás de ver en el oratorio. Y él no cruzó Rubicón.
- ¿Te comparás con Cristo?
- La redención es el camino, Cristian. La redención.

La propuesta de Hugo Dellepiane, empezaba a tomar el color del whisky doble. No era del todo transparente, y más bien turbia. Pero decididamente oscura.
- ¿Y qué seguridad me ofrece?
- El pago adelantado, mi querido Pablo. ¿Qué mayor seguridad?
- ¿Y porqué no lo hace usted? ¿Le remuerde la conciencia o no quiere meter las manos en la mierda?
- Me estudia los pasos, no es tonta. Sabe que esta noche voy a estar desesperado.
La conversación siguió su curso, pero Pablo Carmona ya había tomado una decisión. El dinero era fácil, la victima desconocida y su remordimiento era un fulano al que no le conocía la cara.

A través de la ventanilla del taxi, Punta del Este era una niña mimada a la que le habían regalado un vestido nuevo. Uno colorado, de lunares blancos, como el de las holandesas ataviadas en tradición. Encendí un cigarrillo y bajé la ventana para dejar entrar la brisa de la rambla. Las cenizas que iba arrojando, se esparcían en el viento como el aserrín de un tronco recién mutilado. El mercedes tomó la esquina y la mano del ahogado se alzó frente a nosotros. Su imagen me llevó a pensar en Pablo Carmona, en su fiebre y en las últimas palabras que me dijo.

El honda azul estaba estacionado a cincuenta metros del Conrad y su reloj marcaba las 19.30hs. Las luces de la ciudad ya iluminaban el firmamento. Prendió la radio y encendió el último Marlboro. El soplo del atlántico le había ayudado a evaporar el alcohol, y se sentía mas despiadado aún, que cuando aceptó el sobre abultado que ahora guardaba en la guantera. Comenzó a sonar Carmina Burana y su frente brilló de sudor.
No había terminado el tema cuando la vio salir del hotel. Las señas que le había dado Dellepiane eran exactas. Alta, cabellos rubios al viento y una falda verde demasiado corta para ser abogada, pero demasiado estrecha para simular una dignidad que carecía. La siguió con la mirada mientras bajaba la rampa que daba acceso a los autos y comenzaba a caminar por la vereda. La camisa que vestía Pablo Carmona ya no era celeste. La transpiración la había pintado de un azul rancio, tan grisáceo que un siamés se le hubiera arrimado sin vacilar. Cuando vio a Catalina a punto de cruzar la calle, aceleró. Se arrimó a la esquina sin soltar el pedal y no se dio vuelta cuando el cuerpo de ella quedó doblado en el asfalto. Solo cuando miró por el espejo retrovisor, y se aseguró que nadie había registrado su patente, pudo notar por la posición del cuerpo que el cuello estaba quebrado.

La habitación era pequeña y tenía un sillón negro contra la pared debajo de una ventana que daba a la calle. Se recostó en la cama mientras me observaba con ojos de cuervo. Ni Poe los hubiera imaginado peor. Me concentré en sus pensamientos. ¿Estaría midiendo aún mi reacción?
- Todo lo que te conté es cierto, Cristian. Nunca me imaginé que aquella mujer podía ser tu esposa.
- Yo nunca pensé que me engañaba, parecía feliz conmigo. Quizás no le podía dar todo lo que ella quería y por eso los sobornaba, pero aún así creí que estábamos bien juntos
- Tenía que contártelo, no sé si el próximo ataque de fiebre lo voy a poder superar. Me siento demasiado débil.
Las palabras de Pablo Carmona se deshilachaban antes de poder escucharlas. Eran como si al querer cruzar la distancia se fueran desmenuzando hasta fundirse en el vacío. Noté que lo miraba con compasión, como se mira un pez recién sacado del agua que patéticamente intenta tragar el aire con desesperación. Recordé el ataque de tos que tuvo en la capilla.
Me acerqué a la cama y me situé a su lado demostrando sentimientos que no abrigaba. Demostrando una compasión que no sentía. Cuando se relajó y cerró los ojos, no los volvió a abrir. Lo último que supo fue de unos dedos que lo atragantaron, la saliva que lo asfixió y que la redención es un camino que toma la curva en la mano del ahogado.

Fin

20 de octubre de 2012

Fernando Savater nos cuenta sobre su nueva novela

“Me considero un joven novelista, ya que en la ficción recién estoy comenzando”

El filósofo Fernando Savater decidió dedicarse a la narración y presenta su nueva novela.

El gran divulgador español de filosofía, Fernando Savater, autor de más de cincuenta libros, ha dado un giro en su carrera. Su ciclo en las aulas se ha concluido y ha decidido –como lector y como escritor– volver a su primer amor: la ficción. Un fruto de esta vida nueva es una muy entretenida e inteligente novela titulada Los invitados de la princesa . Los “invitados” son los asistentes a un festival de cultura en una república isleña, quienes se quedan varados allí durante una semana como consecuencia de la nube de cenizas de un volcán. En realidad, el libro es un dos en uno. Por un lado, hay siete capítulos en los cuales el protagonista, Xabi Mendia, un joven periodista cultural del país vasco, deambula por el Hotel Universo y la isla de Santa Clara, entre los vanidosos escritores. Intercalados, hay siete cuentos, cada uno de un genero distinto (aventura, fantástico, ciencia ficción, etc). Con un guiño directo al Decamerón de Boccaccio y a los Cuentos de Canterbury de Geoffrey Chaucer, estos relatos son narrados a Mendia por distintos personajes de la novela misma.

Hablamos con Savater por teléfono. Desde su casa en Madrid, en vísperas a su viaje a Buenos Aires, confesó: “La literatura ha sido siempre mi verdadero amor. Hice la carrera de filosofía porque en aquel momento en las facultades españolas no había una carrera de literatura, pero siempre estaba allí el amor a los cuentos y la narración y la ficción. Entonces decidí que cuando terminara mi carrera académica me iba a dedicar fundamentalmente a la ficción.” ‑En el libro hay un personaje que dice: “Para no leer un libro, cualquier libro, basta y sobra una sola razón: la existencia de todos los demás.” Le pregunto en el mismo espíritu: ¿Por qué deberíamos leer su novela?
‑Yo creo que es un libro que celebra el placer de leer. Es un libro que pretende ser un entretenimiento inteligente. Me ha sorprendido que, muchas veces, cuando mis amigos, hablando de una película o de un libro, me dicen: “Es una tontería pero es muy divertido.” Bueno, a mi las tonterías nunca me divierten. Entonces, yo he intentado que este libro sea algo que entretenga y conmueva y emocione. Pero por otra parte que no humille la inteligencia del lector. Sino que le lleve a un poco de reflexión y a un poco de visión irónica de muchas supersticiones modernas.

‑ ¿Hay cosas que puede decir en la ficción y no en los otros géneros en las cual escribe?
‑La ficción te da una sensación de libertad. Yo, acostumbrado de escribir en prensa o el libros más o menos pedagógicos o ensayísticos, siempre tengo que mantenerme dentro de unos límites de, digamos, lo aceptable. En cambio, en la ficción, las ideas y las opiniones son de los personajes. No son mías. Al contrario, tengo el placer de exponer, elocuentemente, ideas que no comparto. Lo cual es una especie de alivio.

‑ Hay un subtexto en esta novela sobre el efecto pernicioso de Internet en el pensamiento. ¿Para usted, como ha cambiado el acto de lectura en el mundo digital?
‑Yo comprendo que, lógicamente, estos nuevos soportes van a introducir formas diferentes de leer. Por ejemplo, no me imagino ya que nadie se compre una enciclopedia como la Británica en cuarenta tomos. Pero la novela policíaca la sigo disfrutando más llevándola a la cama en papel.
‑¿Más allá del soporte, cree que la capacidad de concentración ha sido corrompida por Internet?
‑Yo soy de los que todavía ven una película entera sin saltar de un canal a otro. Me gusta la continuidad. Pero es verdad que, cada vez más, vamos siendo dispersados en la atención. Y eso es peligroso sobre todo por los alumnos. En los Estados Unidos ya hay clases de veinte minutos porque es lo que calculan que pueden aguantar los chicos. Eso me parece realmente grave.
‑¿Como es su vida actual de lector? ¿Qué lee? ¿Para qué lee?
‑Desde que dejé la academia y dejé de dar clases, soy un lector hedónico, como diría Borges. Solo leo por gusto. Siempre he leído mucha más ficción que otra cosa, y ahora me dedico al tipo de narraciones que desarrollo en esta última novela mía: novelas de intriga, de aventuras, de emociones, de acción. Soy poco dado a la novela psicológica o histórica. Pero, además, estoy recuperando el placer de la relectura. Los que hemos sido muy lectores, hemos leído las grandes obras a una edad en que todavía no las podíamos comprender del todo.

‑¿Ahora se va a volcar más a la ficción en su escritura?
‑Umberto Eco tiene un libro de ensayos reciente que se llama Memorias de un joven novelista . El, que es un autor ya muy veterano, dice: “Como novelista soy joven.” Entonces yo me considero también un neófito en el mundo de la novela, porque es algo que estoy comenzando.

‑¿Cómo ha sido esa transición?
‑Es muy difícil abrirse paso, curiosamente, cuando la gente ya te tiene clasificado como otra cosa. Vamos, hay dos dificultades para abrirse paso. Una, que no te conozca nadie, y otra, que te conozcan, pero en otra estantería, en otra sala de la biblioteca.

‑Uno de los personajes centrales le pregunta a un escritor que idolatra qué piensa de la muerte. Le hago la misma pregunta.
‑Como dijo Woody Allen: “Cuando llegue, no quisiera estar allí.”

Gentileza Revista Ñ

15 de octubre de 2012

Berenice: Narrado por Alberto Laiseca

Alberto Laiseca, narra el cuento Berenice de Edgar Allan Poe. Saludos!