25 de octubre de 2012

La mano del ahogado / Estanislao Zaborowski

La mano del ahogado
Estanislao Zaborowski

Sentado a mi lado, Pablo Carmona se deshacía en vida. Su respiración era débil, perdía intensidad; como esos atardeceres que se apagan en la niebla. Así lo encontré cuando la enfermera me señaló el camino a la capilla del hospital. La galería, que corría paralela a la calle Saboya, se hacía angosta en la esquina donde alcanzaba el oratorio. Al ingresar, lo vi acomodado en la primera hilera de bancos. Sin saludar, me acerqué ubicándome a su izquierda. Estábamos solos.
El Cristo, la única decoración del recinto, parecía estar esperando nuestra confesión. Desde la pared blanca que protegía, tenía la mirada perdida en el suelo y sus brazos clavados en cruz. En la penumbra, se me antojaba un ladrón descolgándose por una ventana.
Pablo Carmona tenía las manos entrecruzadas sobre las piernas, le temblaban a pesar del calor.
- Me llamaste Pablo - el eco de mis palabras se dejó notar.
Volteándose, miró mis ojos como si estuviera analizando un objeto a través del microscopio, con los parpados a medio abrir.
- Ayer me dieron los resultados de los estudios, no encontraron la causa de la fiebre. Van a realizar un diagnóstico por exclusión.
- Vine porque me dijiste que era una urgencia.
- Llegué a tener cuarenta y dos grados Cristian. Cuando me desperté no sabía si estaba vivo. Sudé tanto que hasta el colchón de la cama se había mojado. Los médicos no sabían cómo bajarla.
Noté que su bata sanitaria estaba manchada en el frente, esas aureolas amarillentas parecían contornearse y sonreír.
- ¿Querías despedirte entonces?
- Quería saber de vos, pasaron cinco años.
- Desde la muerte de Catalina – dije con voz apenas audible.
Se puso de pie, se acercó al Cristo y apoyó las manos sobre el altar. Las llamas del candelabro danzaban en el caos de su ataque de tos.
- Estoy bien, me agarra de repente y no puedo parar. Me atraganto con la saliva - dijo levantando la palma en señal de disculpas
Me paré a su lado sin mirar a Cristo.
- Te llamé porque tenía que contarte la historia que no conoces - remató.
Intenté en vano encontrar sus ojos. Los tenía bailando en sus cuencas, como si fuera un par de hielos solitarios en un último whisky.

Cuando salí del hospital, encendí un cigarrillo y evité la hilera de taxis que esperaban en la explanada. Caminé en dirección a la costa, escuchando con cada aspiración el ruido del oxigeno penetrar mis pulmones. El día estaba despejado y frío. Las pocas nubes que lo manchaban, eran apenas tres líneas impresionistas. Al cabo de algunas cuadras, cansado al fin de observar los árboles flamear, intenté atar las palabras que Pablo Carmona le había dedicado a mi mujer.

La mañana del 31 de diciembre, Catalina no intuía que moriría aquel día. Se había acercado al Hotel Conrad para encontrarse con un cliente de su estudio. Al ingresar, le informaron que Hugo Dellepiane la esperaba en el lounge Los Veleros. Cruzó la recepción, atravesó el lobby y lo vio sentado en una mesa junto al ventanal. Cuando llegó a su lado, la sonrisa de Hugo se hizo más amplia. La besó en cada mejilla y luego de que se sentara la dama, se acomodó con las piernas cruzadas.
- No te veía desde la semana pasada, te tuve que llamar.
- ¿Trajiste lo que te pedí? - la voz de Catalina apenas tembló.
- Ya te dije que te olvides de eso, no te pienso seguir el juego.
- Las fotos le van a llegar a tu esposa hoy por la noche. No te queda mucho tiempo para pensarlo.
- No hay nada que pensar, no juegues conmigo. ¿Por qué no hablamos de otra cosa? ¿Pedimos la habitación del otro día?

Llegué a la rambla y me quedé mirando el hilo del horizonte. Brillaba más que en los días de verano. Las gaviotas se habían posado sobre el muelle y desfilaban a lo largo de los maderos despertando la curiosidad de los turistas. Tenía las manos húmedas a pesar de esconderlas en los bolsillos del saco. Me senté en el banco de madera, a esperar que las lágrimas se secaran con el viento de mar.

La adicción al juego, era uno de los pecados que Pablo Carmona se había esmerado en pulir. Las noches venidas en largas madrugadas que pasaba en el casino, lo habían hecho un hombre de pulso fuerte. El 31 de diciembre, lo iba a pasar en la chacra de su socio. Pero para encontrarse con él, aún faltaban seis horas.
La ruleta del Conrad giraba y su cabeza simulaba el mismo movimiento. Si la bolilla saltaba su mentón subía, y si la bolilla frenaba su mirada se descolocaba. El rojo y el negro se tornaban en violeta y de allí al anaranjado. Otra vez cero, y la casa se quedaba con las últimas fichas. Antes de retirarse y para llorar su suerte esquiva, llamó al mozo y pidió otro Jack Daniels.
- Permítame cargarlo en mi cuenta por favor.
El hombre que le hablaba era más alto que él. Tenía una sonrisa sin dientes que lo incomodó tanto más que su bigote desprolijo.
- No gracias, todavía me quedan algunas perras para pagarlo. No soy un paria como así me ve.
- Insisto. Lo he estado observando desde hace un buen rato, creo que es un excelente jugador, aunque hoy no haya tenido suerte – el bigote se movía como un carpincho que columpiaba en sus labios.
- ¿Trabaja acá?
- No, estoy muy lejos de eso. Soy un jugador como usted que simplemente ha tenido unas buenas manos en el póker.
- Me alegro por usted, porque para mí fue un día de mierda. Menos mal que ya se acaba este puto año, a ver si el que viene se arremanga.
- ¿Porqué no me permite ayudarlo a terminarlo bien?
- Si usted ni siquiera me conoce, ¿qué carajo dice?
- Tomemos una copa en el bar, usted me cae simpático.
Pablo Carmona no tenía nada que perder, lo siguió al bar con la desconfianza entre las cejas. El hombre que caminaba delante de él, casi levitaba.

Cuando salimos de la capilla, la luz blanca del corredor me encegueció. Tardé algunos segundos en identificar el camino a la habitación. Cuando lo hice, lo vi delante de mí arrastrando los pies como un condenado rumbo a la bastilla. Su tez amarillenta, su bata descolorida y el andar cansino lo hacían el protagonista ideal de una épica francesa.
- Todos cruzamos un Rubicón en nuestras vidas – dijo con la voz tan fina que parecía cortarse en el aire.
Las matas de pelo blanco que le brotaban a los costados de la cabeza, parecían alas de un murciélago canoso.
- No sé cuanto habrá tardado Julio César en cruzarlo, pero el hecho es que lo hizo y con eso cambió el rumbo de la historia. ¿Entendés, Cristian? - continuó.
Pasó una camilla sin prisa entre nosotros con un cuerpo tapado de cabeza a pies. La sábana verde que lo cubría, parecía el césped de un jardín inglés recién cortado.
- No veo la analogía, ni tampoco me imagino una corona sobre tu cabeza.
- Cristo llevó una, lo acabás de ver en el oratorio. Y él no cruzó Rubicón.
- ¿Te comparás con Cristo?
- La redención es el camino, Cristian. La redención.

La propuesta de Hugo Dellepiane, empezaba a tomar el color del whisky doble. No era del todo transparente, y más bien turbia. Pero decididamente oscura.
- ¿Y qué seguridad me ofrece?
- El pago adelantado, mi querido Pablo. ¿Qué mayor seguridad?
- ¿Y porqué no lo hace usted? ¿Le remuerde la conciencia o no quiere meter las manos en la mierda?
- Me estudia los pasos, no es tonta. Sabe que esta noche voy a estar desesperado.
La conversación siguió su curso, pero Pablo Carmona ya había tomado una decisión. El dinero era fácil, la victima desconocida y su remordimiento era un fulano al que no le conocía la cara.

A través de la ventanilla del taxi, Punta del Este era una niña mimada a la que le habían regalado un vestido nuevo. Uno colorado, de lunares blancos, como el de las holandesas ataviadas en tradición. Encendí un cigarrillo y bajé la ventana para dejar entrar la brisa de la rambla. Las cenizas que iba arrojando, se esparcían en el viento como el aserrín de un tronco recién mutilado. El mercedes tomó la esquina y la mano del ahogado se alzó frente a nosotros. Su imagen me llevó a pensar en Pablo Carmona, en su fiebre y en las últimas palabras que me dijo.

El honda azul estaba estacionado a cincuenta metros del Conrad y su reloj marcaba las 19.30hs. Las luces de la ciudad ya iluminaban el firmamento. Prendió la radio y encendió el último Marlboro. El soplo del atlántico le había ayudado a evaporar el alcohol, y se sentía mas despiadado aún, que cuando aceptó el sobre abultado que ahora guardaba en la guantera. Comenzó a sonar Carmina Burana y su frente brilló de sudor.
No había terminado el tema cuando la vio salir del hotel. Las señas que le había dado Dellepiane eran exactas. Alta, cabellos rubios al viento y una falda verde demasiado corta para ser abogada, pero demasiado estrecha para simular una dignidad que carecía. La siguió con la mirada mientras bajaba la rampa que daba acceso a los autos y comenzaba a caminar por la vereda. La camisa que vestía Pablo Carmona ya no era celeste. La transpiración la había pintado de un azul rancio, tan grisáceo que un siamés se le hubiera arrimado sin vacilar. Cuando vio a Catalina a punto de cruzar la calle, aceleró. Se arrimó a la esquina sin soltar el pedal y no se dio vuelta cuando el cuerpo de ella quedó doblado en el asfalto. Solo cuando miró por el espejo retrovisor, y se aseguró que nadie había registrado su patente, pudo notar por la posición del cuerpo que el cuello estaba quebrado.

La habitación era pequeña y tenía un sillón negro contra la pared debajo de una ventana que daba a la calle. Se recostó en la cama mientras me observaba con ojos de cuervo. Ni Poe los hubiera imaginado peor. Me concentré en sus pensamientos. ¿Estaría midiendo aún mi reacción?
- Todo lo que te conté es cierto, Cristian. Nunca me imaginé que aquella mujer podía ser tu esposa.
- Yo nunca pensé que me engañaba, parecía feliz conmigo. Quizás no le podía dar todo lo que ella quería y por eso los sobornaba, pero aún así creí que estábamos bien juntos
- Tenía que contártelo, no sé si el próximo ataque de fiebre lo voy a poder superar. Me siento demasiado débil.
Las palabras de Pablo Carmona se deshilachaban antes de poder escucharlas. Eran como si al querer cruzar la distancia se fueran desmenuzando hasta fundirse en el vacío. Noté que lo miraba con compasión, como se mira un pez recién sacado del agua que patéticamente intenta tragar el aire con desesperación. Recordé el ataque de tos que tuvo en la capilla.
Me acerqué a la cama y me situé a su lado demostrando sentimientos que no abrigaba. Demostrando una compasión que no sentía. Cuando se relajó y cerró los ojos, no los volvió a abrir. Lo último que supo fue de unos dedos que lo atragantaron, la saliva que lo asfixió y que la redención es un camino que toma la curva en la mano del ahogado.

Fin

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