9 de septiembre de 2006

El acuerdo

El acuerdo
Por Estanislao Zaborowski

La fría noche de invierno, se anunciaba entre sombras y quejidos.
Fuera de la casa, todo era niebla y oscuridad. La luna, casi moribunda, se ocultaba detrás de los apocalípticos nubarrones que delataban furiosos el comienzo de la tormenta. Sin embargo, aún no llovía. El césped del jardín, recién cortado, permanecía apenas húmedo por el tímido rocío que había caído aquel atardecer.
Repasé en mi mente, los hechos transcurridos en las últimas horas.
Apenas comenzado el día, me encargué de los preparativos. Realicé las compras muy temprano en el almacén de la esquina, que con puntualidad, abría todas las mañanas cuando el reloj marcaba las diez. Compré todo lo necesario para la velada, desde copas nuevas con vivos plateados, hasta un juego de mantelería moderna. Incluso especias importadas para condimentar la carne que serviría como plato principal. También me atreví a llevar una tarta de manzana para acompañar el café, pero dudaba que el encuentro se arrimara hasta esa instancia.
En otras ocasiones, no hubo tiempo para aquella costumbre, los acontecimientos pasaban con tal velocidad que era difícil pronosticar el rumbo que tomaría el encuentro. De aquellas noches pasadas, el café nunca había marcado el final, ni siquiera tan solo un punto de inflexión.
Por la tarde, me dediqué a la limpieza, no quería que mi invitada pensara que me encontraba dejado, a la deriva y sin reparar la atención necesaria en las tareas domesticas. Recuerdo un encuentro hace ya seis meses, donde me recriminó que en la cocina se encontraban los platos sucios de por lo menos cinco días antes. Fue en esa misma ocasión, cuando olvidé la ropa dentro de la secadora, provocando que esta se impregnara de un olor a humedad bastante pronunciado, obligándome a lavarla otra vez sin haberla usado. En aquella oportunidad, como en otras anteriores, tuvo razón. No obstante, quería evitar darle motivos para que su regaño se hiciera costumbre cada vez que me visitaba.
El momento del encuentro se acercaba lento pero sin pausa a medida que ultimaba los detalles. A las once de la noche la cena estaba lista. Para agasajar su compañía, elegí un menú que me asegurara su agrado y reconocimiento. De entrada serviría una tabla de quesos y fiambres selectos, con panes de distinta elaboración y salsas suaves para untarlos. Luego, vendría la carne mechada con hierbas y acompañada de vegetales varios horneados en su punto justo. El vino también estaría presente, era la oportunidad ideal para abrir aquella botella que guardaba como un preciado tesoro en la alacena del comedor.
Decidí que la velada transcurra iluminada tan solo, por la luz tenue de las velas que se encontraban en el centro de la mesa, de tal manera que la puesta en escena marcara sutilmente un tono armónico, romántico y relajado a la vez.
Sentado en mi sillón preferido, me serví una copa de licor de higo y esperé a que llegara mi visita. El reloj de roble que pendía de la pared del comedor, señalaba las doce menos cinco de la noche.
Me pareció quedarme dormido por unos minutos, cuando desperté con el timbre de la puerta que sonó en el mismo instante en que las campanas del reloj iniciaban su concierto.
- Buenas noches querido - mi invitada hacía su aparición con la belleza y pomposidad que la caracterizaba.
- Veo que la puntualidad sigue siendo tu fuerte - comenté al recibirla.
- No quería hacerte esperar, de hecho debes estar impaciente por comenzar.
Su tono de voz era seco, sin embargo en su caluroso abrazo y sus besos en ambas mejillas, denotaba cierta afectuosidad que se esmeraba en disimular.
Como era de esperar, se encontraba vestida de negro de pies a cabeza. Desde el piloto que acababa de colgar en el perchero al lado de la puerta, hasta las medias que cubrían sus tersas y largas piernas.
Puede ser que en su vida haya sido atleta - pensé mientras observaba el movimiento hipnótico de sus caderas al moverse de un lado a otro delante mío.
Como en todas las visitas, hicimos el recorrido por la casa. Empezamos por las habitaciones, luego el baño, la cocina y por último terminamos en el comedor.
- Esta vez, tengo que reconocer que no hay nada por reprocharte. Haz cumplido al pie de la letra lo pactado.
- ¡Y si! No es para menos, es la cuarta vez que nos encontramos. Se supone que ya aprendí de todas tus indicaciones - observé levantando un poco el tono de voz.
- Es cierto, ¿cenamos?
La cena transcurrió en silencio, intercambiando solo algunas palabras cuando la ocasión ameritaba. De lo contrario, permanecíamos callados cada uno pensando en el desafío que vendría cuando nuestra cena llegara a su fin.
- ¿Preparaste el tablero? - me preguntó mientras bebía un sorbo de la taza de café.
- Por supuesto, ¿y vos trajiste el documento para firmarlo?
- Jamás lo he olvidado, eso lo sabes bien.
Levanté la mesa y lavé los platos mientras observaba por el rabillo del ojo todos sus movimientos. Nos sentamos enfrentados, mesa de por medio, en los sillones del estar. Frente a nosotros se encontraba la mesa baja con el tablero de ajedrez ya dispuesto para comenzar la partida.
Sacó de su bolsillo un papel doblado en cuatro partes y me lo extendió. Lo leí con atención para corroborar que no había sacado ni agregado ninguna palabra a lo ya establecido en otras oportunidades. Al cabo de algunos minutos, lo firmé y se lo devolví.
- Te noto mas relajado de lo habitual, pareciera que te has acostumbrado a nuestro encuentro bimestral - dijo con voz tierna, mientras me observaba fijo con una mirada extrañamente sensible.
- Uno en la vida se termina por acostumbrar a todo, incluso a las situaciones mas extremas como la que nos ocupa en este momento. Además tengo que reconocer, que llegado el caso y que esta noche se dé por finalizado nuestro acuerdo, podré descansar en paz.
- De eso no me cabe la menor duda - sonrió sarcástica, mientras hacía avanzar su peón por el tablero.
La partida se desarrollo sin pausa pero con mucha intensidad. Sin darnos cuenta llevábamos casi dos horas de juego y ninguno de los dos había mencionado alguna palabra.
Ambos levantamos la mirada del tablero, cuando escuchamos desatarse la tormenta.
Mientras ella se quedó sentada, me levanté y fui a cerciorarme de que todas las ventanas se encontraran trabadas por dentro para que las ráfagas de viento no las abrieran.
Aproveché también para preparar otra vuelta de café y ofrecerle una porción de tarta de manzana. Por lo visto, esta iba a ser una de las partidas mas largas que habíamos jugado.
Cuando se esmeraba, era muy difícil de vencer, era un contrincante por demás complicado. A eso, se sumaba su tranquilidad y sus movimientos fríos y certeros, contrariamente a lo que sucedía en mi lugar.
Mi posición era un tanto más comprometida ya que mi vida dependía de un juego. Pero ese escollo lo había superado y me planteaba las partidas con otra filosofía.
A medida que fui aprendiendo a convivir con mi enfermedad, empecé a prepararme mejor para nuestros encuentros e intentar salir siempre victorioso. No obstante, no dejaba de sorprenderme que haya aceptado mi acuerdo y me dejara con vida hasta definir mediante un juego, como se resolvería el asunto.
Me senté en el sillón y sonreí. En un acto de extraña desconcentración, me había dejado la puerta abierta para la resolución del juego.
- ¡Jaque mate! - grité casi eufórico
- Caramba, es cierto - me respondió sin sobresalto alguno. Creo que me tendrás que ver una vez mas, para un nuevo desafío.
- Así es, lamento que no hayas podido ganarme. De seguro te hubiera encantado dar por finalizado esta cuestión - dije mientras observaba que en sus ojos había un dejo de nostalgia.
- Tal vez si, tal vez no. Apuesto a que en eso te quedaras pensando.
Con sus últimas palabras, se puso de pie. Tomó su piloto, se lo ajustó a la cintura y se asomó por la ventanilla de la puerta.
- Es contradictorio - dijo con la voz entrecortada sin darse vuelta - Mientras que tú te juegas la vida en una partida de ajedrez, mi muerte se asemeja a una carga cada vez mas pesada y difícil de llevar.
Sin darme tiempo a responder, abrió la puerta, miró hacia el cielo y sin volverse, se internó en la tormenta.
Me quedé un momento en la entrada, observando como desaparecía en la noche. Su silueta se iba esfumando, a medida que sus pasos la alejaban de la casa.
Allí de pie, frente a la lluvia que caía como una cortina de pequeñas lagrimas, reflexioné acerca de las circunstancias en las que había sobrevivido un par de meses más.
Hasta llegué a pensar, que la muerte se había enamorado de mí. Lo cual no parecía nada ilógico. ¿O acaso las mujeres no viven y mueren por amores imposibles?

3 comentarios:

Anónimo dijo...

JA! Veo que encontraste un dibujo para ilustrar cuento. Lo digo porque ¿te acordás que Nora lo había sugerido? (es más, preguntó si alguien sabía dibujar). Me gusta el que elegiste! besos!

Anónimo dijo...

Como dice Kari, Nora sugirió dibujarlo, y encima me lo sugirió a mi! Cuanto me alegro de no haberlo hecho ya que nos hubieramos perdido esa tremenda imagen que elegiste.

Anónimo dijo...

Estanis... no todas las mujeres han de caer rendidas a tus pies, no todas Estanis, no todas...