26 de marzo de 2010

"España pudo ser un país avanzado... pero la cagó sola"


Arturo Perez Reverte, el creador del Capitán Alatriste, recorre los escenarios de su flamante novela "El asedio", que en los próximos meses llegará a la Argentina. El texto es un monumental fresco de aventuras, guerra, amor y crímenes en el bullicioso Cádiz de 1811, asediado por los franceses, cuando el destino de España, según el autor, todavía podía ser otro.

La ciudad de Cádiz se despertó ayer ventosa para recibir al novelista Arturo Pérez-Reverte , quien se paseaba con su genuina determinación chulesco-simpática por las estrechas calles del municipio acompañado de un séquito de periodistas. Parecía inspeccionar que ahí estaban los escenarios de su nueva novela, El asedio, recién publicada por Alfaguara en España, y ambientada en 1811 y 1812, cuando la ciudad sureña, como si fuera el pueblo galo de Astérix, resistía día sí y día también los embates del ejército imperial (en este caso, el francés), que la bombardeaba constantemente.

Con casi toda la península conquistada por el ejército napoleónico, Cádiz era, además, la capital provisional de España, con las Cortes "reunidas ahí mismo -señala Pérez-Reverte-, en la iglesia de san Felipe Neri". El escritor se maravilla de que "su topografía no ha cambiado apenas en dos siglos, si pones un mapa del XVIII sobre uno de hoy coincide milagrosamente, y eso me dio seguridad para mover a mis personajes por ella. Para documentarse basta con pasear, es como un museo del siglo XVIII. Sus características climatológicas, sus fuertes vientos, su situación como un barco en medio de la bahía, le iban muy bien a la historia, son muy literarias. Es una ciudad que no es lo que parece, que va más allá de su imagen alegre. Aquí -dice deteniéndose en una esquina de la calle san Miguel-, al ver esa escultura del arcángel, el comisario Tizón se da cuenta de que hay una ciudad oculta, de que las calles tienen estratos".

El autor, víctima del fervor ciudadano frente a una de las diferentes torres de vigía que todavía se conservan en la ciudad, admite que, en realidad, "podría haber situado la acción en Troya, el Leningrado cercado por los nazis, el Madrid de la guerra civil o el Sarajevo del 92, porque yo trato un conflicto moderno, una historia humana y punto. Es una novela sobre el corazón humano, sobre las oscuridades de las personas, que son capaces de ser al tiempo ángel y bestia. Quiero mostrar que el hombre es un animal muy peligroso. Yo no podía escribir la novela del cerco de Cádiz, limitarme a reflejar la ciudad de las Cortes, porque eso ya lo han hecho muy bien Pérez Galdós y Ramón Solís".

Superposición de géneros
Lo que él quiso fue "superponer varios géneros: el policíaco, el amor folletinesco, las aventuras, el misterio, la política, la ciencia... todo ello, en el marco de un mundo que se acaba, la España a punto de perder su condición de potencia transatlántica. En la memoria del lector quedan grabados personajes como el capitán francés de artillería Desfosseux, apasionado por la ciencia y obstinado en cambiar el tipo de bombardeo a Cádiz, tan ineficaz que hace nacer coplillas populares ("Murieron tres mil gabachos / en la batalla del Cerro, / y consiguieron a cambio / que una bomba mate a un perro"). El implacable policía Tizón, lo más parecido a un sabueso corrupto de la serie 'The Wire ' y que Pérez-Reverte define como "venal, bestia y vulgar pero, incluso así, quería que el lector empatizara con él, que le comprendiera". La fascinante Lolita Palma, dueña y consejera delegada -que diríamos hoy- de una importante empresa naviera. El capitán Lobo, apuesto marino devenido corsario por imperativos económicos. El enigmático taxidermista Fumagal... Unos villanos y otros héroes, algunos las dos cosas a la vez. En fin, para el escritor "mis héroes son todos héroes cansados: han tenido fe, han creído en cosas, pero al final la vida les ha despojado de eso y ellos intentan encontrar una ética o una disciplina que les permita mantenerse en pie. Para mí, el héroe de verdad es el que sabe que el destino depara malos tragos pero que, aun así, sale al encuentro de ellos".

La imposibilidad de bloquear el puerto deja abierta a los resistentes su puerta comercial principal, el mar, con lo que "se produce la paradoja de que viven mejor abastecidos los sitiados que los sitiadores, unos tienen de todo y los otros pasan hambre y se abastecen por el contrabando". El libro permite vislumbrar, asimismo, la pérdida de la condición de puerta de América de la ciudad, por las independencias de los países americanos, entonces todavía representados con delegados en las Cortes. "Eso mató a Cádiz, que era la bisagra, por eso hoy debería jugar un papel de nuevo de puente, contra los indigenismos demagógicos que atacan a la antigua metrópolis", cree el novelista, mientras pasamos por la calle Ancha, "que era el Wall Street de la época". Más tarde, Pérez-Reverte nos mostrará también las zonas de "la Cádiz animada, de la playa de la Caleta, con sus putas, sus bailarinas y sus chiringuitos".

La Cádiz de hace doscientos años
Aquella ciudad fue, sobre todo, "el lugar más liberal de Europa, un foco de esperanza que creó la Constitución de 1812, la llamada 'Pepa', que instauró la soberanía popular o la libertad de imprenta. Por eso mi mirada es triste, porque ahí se ve la España que pudo ser y no fue, se frustró el sueño de un país diferente. Aquí la aristocracia era moderna, no de nobles, sino de comerciantes, comparable a la de Inglaterra, y había una clase dirigente abierta y viajada, donde la religión ya no mandaba y la política se supeditaba a la economía. Mientras que en otras zonas de España lo que había era, básicamente, curas, reyes, ministros y aristocracia corrupta. Cádiz no era España, era una isla de modernidad, con su burguesía ilustrada que leía libros, sus mujeres que trabajaban... Fue la ciudad que, por ejemplo, abolió la tortura. 1812 fue, por tanto, un momento hermoso, aunque luego todo se estropeara. ¡Qué lástima que aquí no hubo guillotina! Nos hubiera ido mejor, hubiéramos sido un país como Dios manda, hubiéramos descabezado de verdad al antiguo régimen. Ojo, que los constitucionalistas también se equivocaron, hiciendo una carta magna radical de la noche a la mañana. El español es el máximo enemigo de sí mismo, siempre se carga lo que le pongan por delante. Cuando lees historia, ves que el enemigo no está fuera, somos nosotros. Ya entonces se dio la ruindad cainita, en los debates políticos y en la prensa, en donde emergía ese hijo de puta que nos ha caracterizado siempre, la idea de exterminar al enemigo. España pudo ser un país avanzado, pero la cagó sola. Visto ahora, con el tiempo, no nos hubiera ido mal que hubieran ganado los franceses...". De hecho, la novela coincide con los preparativos de los fastos del bicentenario de la Constitución, que él ve como "una aventura crucial que merece ser recordada". No en vano, ayer el autor estuvo arropado por Teófila Martínez, la alcaldesa del PP de Cádiz, y por Manuel María de Bernardo, alcalde andalucista de San Fernando, que ven en la novela un potente reclamo turístico y de promoción internacional para sus municipios.
El enigma policíaco de la obra se centra en unos misteriosos asesinatos de mujeres a latigazos, en las zonas donde caen los obuses franceses, que por problemas técnicos sólo llegaban hasta "esta plaza, la de San Antonio, el punto máximo de alcance de los artilleros". Un poco más allá, se distingue el café Apolo, "donde se producían las tertulias políticas, de un nivel cultural hoy inimaginable. La actual degradación intelectual de la clase política es enorme, no ya comparado con hace 200 años, sino con la misma república o la transición". Preguntado al respecto, afirma que "yo no soy ni de derechas ni de izquierdas ni de centro. Tengo mis opiniones. Si pido la guillotina para monseñor Rouco Varela, que lo hago ahora mismo, no parezco muy de derechas, pero si digo que la ley de memoria histórica es de analfabetos no parezco muy de izquierdas. La memoria histórica no es algo que se limite a la guerra civil, la mía tiene 3.000 años, al menos. En este país nunca ha habido buenos y malos, que no nos vengan con monsergas, todos hemos sido unos hijos de puta".

Novela de novelas
" El asedio " es, quizá, la novela más lograda de su autor, lo que es mucho teniendo en cuenta que el hombre ha escrito ya 21 obras de ficción. Aquí parecen cobrar vuelo, todos a la vez, recursos desplegados en diversas de sus obras anteriores. Él lo admite: "No he sacrificado nada, quise que aquí estuvieran todas mis novelas, un poco de cada una, reunir a todos mis lectores y a todos los Pérez-Reverte posibles". Cree que "todo autor que no escriba siempre el mismo libro está robando a otro o mintiendo. Yo voy evolucionando poco a poco, contando lo mimo pero a través de las sucesivas miradas que la vida va dejando en mis ojos". Aunque reconoce, que en cuanto a la novela histórica napoleónica, tras cinco novelas, "me he cortado la coleta, ahora buscaré otra cosa". De momento, "me voy a poner con otro Alatriste , el séptimo, es que hay lectores que sólo leen Alatriste y cada vez que saco otro tipo me insultan, me dicen: 'Déjese de mariconadas y vuelva a lo suyo'".

" El asedio " es un ejemplo de cómo, desde España, se pueden escribir best-sellers ágiles, competitivos en el gran mercado internacional, que no renuncien por ello a la calidad literaria y aporten el peso de una tradición genuina. Pero Pérez-Reverte dice: "A mí me parecen muy bien los Dan Brown, yo no digo nada, cabemos todos, yo he disfrutado tanto con Ken Follett como con Martin Amis, pero hay idiotas -póngalo así- que creen que quien lee a Follett no lee a Faulkner".
Sobre los horrores de la guerra que el escritor vivió en su etapa de corresponsal de TVE (Sarajevo, Beirut, Eritrea...), dice que "sin los libros que he leído, todos esos fantasmas me habrían vuelto loco, estaría disparando contra la gente. Los libros me han hecho digerir lo indigerible". Cree que "el mundo es un lugar peligroso, muy jodido, con catástrofes, guerras, virus... y nosotros lo hemos olvidado".

En " El asedio ", el frente de batalla está en las salinas de la isla de San Fernando, que también visitamos. "En realidad -apunta- Cádiz era un sitio tranquilo, que simplemente sufría algunos bombardeos de vez en cuando". En el ayuntamiento, es recibido por la guardia salinera, cuerpo de voluntarios que todavía existe (ahora con fines pacíficos), ataviada con casaca, cuchillo y bayoneta, como su personaje Felipe Majarra, "un cazador furtivo que se alista con los fusileros locales, y que no usa alpargatas porque sus pies están endurecidos por la sal del suelo, es un arquetipo de mis novelas: un buen vasallo sin señor".

Mientras indica los lugares que, en el proceso de investigación, recorría en todoterreno, para ambientar en ellos sus batallas, a veces se le escapa alguna de esas palabras que provocan el paladeo léxico del lector -términos como 'jábega', 'botafuego', 'zafacoca' o 'falucho', que solamente pueden aparecer juntos, hoy por hoy, en una novela de Arturo Pérez-Reverte. En fin, los 320.000 ejemplares de la primera edición en España podrían no ser suficientes. Bravucón y simpático, él asegura que no es así por el éxito: "Antes de escribir libros, era igual de chulo".

© La Vanguardia y Clarín

Pérez-Reverte Básico
Escritor. Cartagena, España, 1951

Durante 21 años, como corresponsal de guerra, Arturo Pérez-Reverte cubrió los conflictos armados de Angola, El Salvador, Malvinas y la ex Yugoslavia, entre muchos otros. Aquellas experiencias fueron la base de su novela, Teritorio comanche (1994), llevada al cine en una película que protagonizaron Imanol Arias y Cecilia Dopazo. En 1994 decidió abandonar el periodismo y dedicarse sólo a la literatura.

Es autor de novelas como El húsar (1986), El maestro de esgrima (1988), El club Dumas (1993), La piel del tambor (1995), Cabo Trafalgar (2004) y la saga de Las aventuras del capitán Alatriste, traducida a 28 idiomas. Es miembro de la Real Academia Española.

21 de marzo de 2010

Manuel Mujica Lainez

Este año se cumple el centenario de su nacimiento. Es uno de los grandes escritores argentinos del siglo XX, creador de la llamada "saga porteña", notable fresco de una época y de una clase. Además, fue un personaje novelesco, que fascinaba a quienes lo conocían con anécdotas, humor, irreverencia y una pose de esteta decadente

Ahora que Manuel Mujica Lainez espera al lector en cualquier anaquel, sin otro objetivo que el gusto y el placer, como esperan siempre un Henry James, Stendhal o Galdós; ahora que, sin haber padecido el cono de sombra de las posteridades esquivas, los años lo han liberado de anécdotas que fraguaron una versión frívola de su persona, es oportuno señalar, para quienes no vivieron su época, el relieve que alcanzó su figura sobre todo en los movidos años 60, de variada actividad en todos los órdenes de la cultura y el arte. Mujica Lainez había institucionalizado desde tiempo atrás sus cumpleaños, los 11 de septiembre, en su casa de la calle O´Higgins, entre Juramento y Mendoza, donde circulaban a lo largo de la tarde y la noche amigos, conocidos y medio conocidos, gente del mundo social, artistas en general, gente encumbrada y gente común, halagada por la generosidad del agasajado y a la vez gran agasajador. Ya era un personaje.

Pero a partir de la publicación de la novela Bomarzo y, más aún, a raíz de la prohibición, por el gobierno militar de Juan Carlos Onganía, de la ópera homónima, cuya autoría compartió con Alberto Ginastera, el escritor multiplicó la venta de sus libros y se convirtió en figura mediática y hasta popular, reconocible a donde fuera y requerida por los semanarios y por los programas de radio y televisión. Fue ingenioso comensal de más de un almuerzo con Mirtha Legrand y entrevistado forzoso en suplementos y revistas. No era habitual entonces, en un escritor, ese frecuente primer plano.

Mujica Lainez lo alcanzaba pasados ya los cincuenta años, pues había nacido en el año del Centenario de Mayo de 1810, en tiempo de solemnes y frecuentes celebraciones. La Argentina era una fiesta, había conseguido situarse entre las primeras naciones del mundo y, para muchos, estaba destinada a proseguir, de modo incesante, el ascendente camino emprendido en las últimas décadas. Los poetas, sobre todo, competían en exaltarla: así dos grandes como Rubén Darío y Leopoldo Lugones, los de mayor prestigio entonces, le dedicaron cantos de gloria en el número con que LA NACION conmemoró el feliz jubileo. Puede suponerse que el futuro escritor, antes de asomarse al mundo y durante sus primeros meses, debió de haber absorbido ese efluvio de fervor patriótico que flotaba en el aire, amalgama de gozo, orgullo y esperanza.

Creció en una familia de vocaciones literarias. Por su madre, Lucía Lainez Varela, también escritora, estaba emparentado con los neoclásicos Juan Cruz y Florencio Varela, próceres de nuestra literatura; con los Varela periodistas de La Tribuna , hombres del 80; con el romántico Miguel Cané, a quien le dedicó un libro; con el hijo de éste, el autor de Juvenilia , y con Manuel Lainez, fundador y director de El Diario . Es natural que en los hábitos y en las conversaciones familiares gravitaran de modo profundo estas herencias y remembranzas, sobre todo en el infante Manuchito (así lo apodaban), imaginativo y predestinado a escribir.

Lo mimaba un grupo femenino formado por su abuela materna, Justa Varela Cané, y sus hijas Justa (madrina del chico), Josefina, Ana María y Marta. Estas tres últimas vivieron largamente, siempre pendientes del sobrino preferido, quien, cuando se mudó a El Paraíso, en las sierras cordobesas, las llevó consigo. Junto a las hermanas Lainez, su memoria y su espíritu se impregnaron, desde temprano, de cultura francesa, según era habitual en los hogares cultos latinoamericanos. Los clásicos de Francia reinaban por sobre los clásicos del propio idioma, el francés era índice no sólo de cultura sino también de buenas maneras y refinamiento. Así ocurría hasta en la Rusia de los zares.

En la década de 1920, dificultades económicas decidieron al paterfamilias a establecerse en París. ¿Era un lujo? No. Gracias al fuerte valor del peso argentino, una familia podía mantener su buen nivel de vida, gastando menos en ese destino por tantos codiciado. La permanencia en Europa les permitió a la señora recoger material para un libro que publicó en 1928 con el título de Recordando , y a los chicos, Manuel y su hermano Roberto, afianzar el francés y luego, en Londres, el inglés. Asimismo, en esa estancia europea, se afirmó en Manuel el apego a los libros y a los objetos bellos que lo acompañaron siempre. Particular importancia tuvieron para él los meses pasados en la école Descartes, de París, donde las enseñanzas del profesor Charles-Marie Bernard le resultaron de gran provecho cuando llegó el momento de optar por el periodismo.

Ese momento llegó cuando, luego de concluir los estudios secundarios en San Isidro e iniciar y abandonar los de Derecho en la facultad correspondiente, reemplazó un puesto para él insufrible en el entonces Ministerio de Agricultura y Ganadería, por el de "redactor de crónicas" en LA NACION, donde ya habían aparecido algunas colaboraciones suyas. Nada podía resultarle más grato, como ámbito y como oportunidad, al bisoño escritor. Su alborozo se demostró en seguida en la redacción del Cancionero de LA NACION , donde anotaba versos circunstanciales dedicados a sus compañeros de entonces: los escritores Alberto Gerchunoff, Álvaro Melián Lafinur, Eduardo Mallea, Leonidas de Vedia, Margarita Abella Caprile, el dibujante Alejandro Sirio, el músico Roberto García Morillo. Las charlas se animaban, en la vieja Redacción de la calle San Martín, con la presencia de Leopoldo Lugones, Juan Pablo Echagüe, Enrique García Velloso, Enrique Loncán, Alfonso de Laferrere, Arturo Cancela, Enrique Méndez Calzada y tantos otros.

Los primeros libros
Mujica Lainez publicó casi treinta libros, y a un cuarto de siglo de su muerte, acaecida en 1984, algunos de los más logrados siguen reeditándose y, lo que importa, leyéndose. Impresiona la congruencia de una obra que fue edificándose con sabia cautela, paso a paso, afirmándose en sucesivos grados de madurez. En los comienzos, el joven escritor se probaba a sí mismo escribiendo cuentos y poemas en el estilo del posmodernismo en retirada. Los poemas exhibían destrezas pictóricas y los cuentos revelaban la capacidad de seducción de un narrador nato, dotado de exuberante inventiva. Ninguna de esas páginas pasó de las publicaciones periódicas en que aparecieron. El autor no las consideraba dignas del libro. Sólo mucho después, en años de fama, consintió en que algunas de ellas fueran rescatadas del olvido. Y fueron bienvenidas, porque cuando un creador ha dado rebosantes pruebas de talento, aun lo menor cobra nuevo sentido al acomodarse en la perspectiva de la totalidad.

Si no editó sus primicias de poeta y de narrador, en cambio, consideró que merecían ese honor los ensayos reunidos en Glosas castellanas (1936), su primer libro. Son trabajos publicados en LA NACION, frutos de lecturas de clásicos de la lengua, indicios de admiración y reconocimiento a una herencia secular que los hispanoamericanos compartimos con los peninsulares. Dos años después apareció su primera novela, Don Galaz de Buenos Aires , semblanza de un personaje iluso y fracasado en la precaria villa del siglo XVII. La prosa muestra el nostálgico gusto por las sensaciones modernistas, ya probadas por autores como Enrique Larreta, el Valle Inclán de las Sonatas , Gabriel Miró. Es el primer eslabón de una serie de obras propiamente argentinas o, con mayor precisión, porteñas, que se prolonga hasta fines de la década de 1950. Por ese cauce nacional van las biografías de Miguel Cané (padre), en 1942; Hilario Ascasubi, el de Santos Vega (1943); y Estanislao del Campo, el autor del Fausto criollo (1948). Tres libros rigurosos y encantadores, en los cuales el autor ensaya sus recursos narrativos. De la misma época son Canto a Buenos Aires (1943), su único libro en verso; y Estampas de Buenos Aires (1946), comentarios a las imágenes de barrios porteños trazadas por la dibujante Marie Elisabeth Wrede.

La onda porteña
La línea literaria del escritor asciende de modo notable con los dos libros siguientes: Aquí vivieron (1949) y Misteriosa Buenos Aires (1950), sucesión de relatos que transcurren, el primero, en San Isidro, pago entrañable para Mujica Lainez, y el segundo, en Buenos Aires, desarrollados desde el asentamiento de Pedro de Mendoza hasta casi los años contemporáneos del escritor. Son obras de un excepcional cuentista, con piezas en su mayoría antológicas, por su interés narrativo y su prosa impecable, en las que revela, por vez primera, su gusto por volar imaginativamente a través del tiempo. Misteriosa Buenos Aires , en particular, se ha convertido en una referencia asidua entre los ecos literarios suscitados por la capital porteña.

A continuación, cuatro obras narrativas que profundizan en la alta clase porteña -ya indagada, en parte, en los relatos anteriores- nos dan la medida de la identificación del escritor con un sector social que fue el propio y que él mostró con luces y sombras, con actitud veraz impregnada de nostalgia e ironía. Los Ídolos (1953), La casa (1954), Los viajeros (1955) e Invitados en El Paraíso (1957), calificados habitualmente como "saga porteña" por la relación establecida entre personajes del mismo círculo familiar, constituyen el punto más alto de la obra de Mujica Lainez, no sólo por su magistral construcción literaria, sino también por lo que contienen de testimonio profundamente sentido. Son narraciones luminosas, pobladas de personajes contemplados con humor, con mirada no torva ni demoledora sino piadosa y hasta jovial.

Entre la última novela de la saga y la obra siguiente mediaron cinco años, inusitado paréntesis en un autor para quien escribir era una necesidad, un modo de ser. Después de Invitados en El Paraíso , como le ocurría siempre al poner punto final y fecha a un libro, se sentía vacío por la falta de un tema que lo instigase a volver a empuñar la leal estilográfica. Consideraba cerrado el ciclo porteño y su imaginación necesitaba nuevas incitaciones. Sin embargo, actividades de otro tipo lo distrajeron de la desazón que le provocaba el período de pausa y busca. Eran los años del primer posperonismo. Le había tocado dirigir las relaciones culturales del Ministerio de Relaciones Exteriores, después de lo cual se dio a los placeres de viajar. También lo distrajeron las satisfacciones de los premios que por entonces distinguieron su obra.

La onda histórica
En uno de esos viajes por Europa, conoció Bomarzo, no lejos de Roma, donde, en el parque del castillo, un noble italiano había hecho esculpir unos sorprendentes monstruos de piedra. Nada mejor que este hallazgo para encender la inventiva del escritor y franquearle la entrada al mundo deslumbrante del Renacimiento; nada mejor para espolear su portentosa imaginación y su pasión de erudito. La novela se apoyó en una copiosa y precisa documentación, rebuscada con deleite y asentada en cuadernos que han quedado como testimonios de una empresa asombrosa. En Los Ídolos había llamado "flaubertismo" a este afán de documentarse. En tal sentido, Bomarzo (1962) resultó una de las hazañas de nuestra literatura.

Ganado por la fascinación de la Historia y dispuesto a trasladarse hacia otros tiempos, Mujica Lainez rumbeó hacia otra etapa de la historia de Occidente: la Edad Media, con la misma pasión por documentarse y, en este caso, por captar el misterio de una época poco afín a la mentalidad contemporánea. La nueva novela apareció en 1965 con el título de El unicornio . La pueblan personajes de carne y hueso y personajes feéricos que se entremezclan en el siglo XII, en tiempos de las Cruzadas. Recluida en el campanario de la iglesia de Lusignan, donde pasa su infinito tiempo leyendo libros de historia, el hada Melusina, la protagonista, "graduada en fantasía", como dice el autor, redacta sus complicadas memorias. Inmortal como el duque de Bomarzo, escribe desde la perspectiva de siglos, con la angustia de haber fracasado, también como el duque, en el logro del amor.

Dos obras publicadas seguidamente son réplicas y reacciones respecto del empeño documental manifiesto en Bomarzo y El unicornio . Se trata de Crónicas reales (1967) y De milagros y de melancolías (1968). En ellas resuelve inventar la historia, sin apelar a bibliotecas ni archivos: en el primer caso -una serie de relatos-, las vicisitudes de unos reyes que gobiernan un nebuloso país próximo al mar Negro; y, en el segundo -una novela-, nada menos que la historia de América. Al entusiasta lector de libros sobre épocas pasadas lo intrigaban las relaciones entre la historia y la verdad. No era nueva en él la reacción contra la idealización y la deshumanización de los sucesos históricos. Veía con irónico escepticismo a los próceres solidificados en poses estatuarias propias de la Historia como Panteón.

En referencia a De milagros y de melancolías , dijo que era una "tentativa de probar que la historia es una invención del historiador". Al final del texto figura una bibliografía apócrifa, presuntamente utilizada para sustentar la narración, pero, en verdad, con la intención de burlarse de su propia manía "flaubertiana". En cuanto a ambos libros, Mujica Lainez afirmó que juntos formaban una especie de antihistoria del mundo occidental, compuesta por un escritor que se vengó así, alegremente, de las torturas que le había impuesto la celosa Historia, cuando escribía novelas como Bomarzo y El unicornio .

Entre la novela que reinventa la historia americana y el próximo libro pasaron cuatro años. Otro paréntesis llamativo. Corresponde al período de la instalación en Cruz Chica, donde había comprado una mansión ya bautizada como El Paraíso, al igual que la casa de la última novela del ciclo porteño, Invitados en El Paraíso . El traslado fue una aventura fatigosa caracterizada, en lo literario, por cierta sequedad creadora y algunos proyectos desechados. El auxilio provino de la propia angustia del autor sin tema. En un relato indirectamente autobiográfico titulado Cecil (1972), es el perro, obsequio del fotógrafo Cecil Beaton, quien relata las vicisitudes de su pobre amo, perturbado por los dolores de cabeza que le provocaba el ordenamiento de libros y objetos queridos en la nueva morada. Es un relato conmovedor por su sinceridad.

Luego de este remezón doméstico, Mujica Lainez retomó su disciplina y su ritmo de trabajo. Hasta el año de su muerte, los nuevos libros se sucedieron acompasadamente y bebiendo en fuentes ya probadas. El laberinto (1974) recrea la España barroca y la América de los conquistadores, y utiliza, como en aquéllas, documentación histórica. El viaje de los siete demonios (1974) es otro desafío a la Historia, en el cual a cada pecado corresponde un demonio y una distinta ubicación en el tiempo y en el espacio. Las tres novelas siguientes - Sergio (1976), Los cisnes (1977) y, sobre todo, El Gran Teatro (1979)- retoman aproximadamente la línea del ciclo porteño.

En el último tramo de su obra, ya en la década del 80, da a conocer dos libros de ficción: El escarabajo (1982) y Un novelista en el Museo del Prado (1984). El escarabajo se sitúa en la línea de las obras históricas, pero con más elementos paródicos y satíricos. El punto de vista narrativo es similar al de La casa y Cecil , es decir, un ser no humano, aunque humanizado; en este caso, un escarabajo de lapislázuli, un talismán egipcio forjado para la reina Nefertari, que va pasando de mano en mano a través de los siglos y los espacios geográficos.

En Un novelista en el Museo del Prado , el itinerario se verifica, en cambio,por medio de figuras del mundo del arte, que escapan de sus marcos y cobran vida de noche, cuando el silencio y la penumbra invaden los salones del Museo. Entre la publicación de estos libros, el autor reúne narraciones y crónicas aparecidas, en su mayoría, en LA NACION. Se editan con el título de El brazalete y otros cuentos (1978), Los porteños (1980) y Placeres y fatigas de los viajes (1983-1984). Este esquema de la obra mayor de Mujica Lainez deja al margen pero no olvida los poemas dispersos, las páginas sobre pintores argentinos, los trabajos en colaboración con el fotógrafo Aldo Sessa, las traducciones de Shakespeare, Molière y Racine, las conferencias y las lecturas radiales, los libretos de la cantata Bomarzo y de la ópera; los escolios a la colección Clásicos Castellanos de Estrada y los dibujados y coloreados laberintos en los que se enredan breves y poéticos textos, aparte de intentos inéditos o inconclusos que se guardan en El Paraíso.

El personaje
Este autor de tan excepcional categoría vivía, como tal, sometido a una disciplina severa, cuyos resultados potenciaba la natural facilidad de pluma, la de su siempre pronta estilográfica. A esa ventaja, que lucía, sobre todo, en la actividad periodística, se sumaban la rápida inteligencia y la curiosidad insaciable. Y otra virtud, la de no dejar nada escribible para después. Por la mañana redactaba a mano las páginas de sus libros; luego las pasaba a la atareada Underwood que hoy se exhibe en la casa museo de Cruz Chica, entre cientos de objetos y miles de libros. El resto del tiempo lo dedicaba a LA NACION -donde durante muchos años tuvo a su cargo la crítica de arte- y a la vida social. Comidas en casa de gente amiga (era un comensal codiciado), cócteles y jornadas de teatro, ópera, conciertos y cine lo mantenían al tanto de la actualidad artística. Sus intereses, en esta esfera, eran múltiples. Cabía preguntarse cómo persona de tanta actividad laboral y social podía, a la vez, escribir libros tan elaborados y de extensión considerable.

Cuidadoso del atuendo desde siempre, en los años de fama y éxitos (a partir de la década del 60) le añadió notas ligeramente extravagantes de hombre de mundo con hábitos de dandi: el monóculo, los chalecos llamativos, las corbatas tipo plastrón y el bastón ornamental que ocultaba un estoque. Cuando se mudó a El Paraíso, la indumentaria se tornó más sobria, más campesina, con sombrero flexible o boina; campera o abrigo de gruesa lana resistente a los fríos serranos y el bastón ahora más servicial.

En la conversación no desaprovechaba oportunidad de dar rienda suelta a sus ocurrencias del momento. Alguien que lo conocía bien y le tenía afecto decía que, en esas ocasiones, Manucho (así lo llamaban todos) no reparaba en los riesgos que sus ironías podían causar a la amistad. Muestras de la gracia o del ingenio burlesco constan en sus improvisaciones en verso. En las sesiones de la Academia Argentina de Letras, de la cual fue miembro desde 1955, solía empuñar la estilográfica para dibujar mientras atendía a las deliberaciones.

Se debatía una vez sobre si el diminutivo de la palabra mano era manito o manita. Por entonces el escritor debía asistir, en Quito, junto con Ángel J. Battistessa, a un coloquio académico. De inmediato Mujica le hizo llegar a su colega estos cuatro versos: "Ya que nos vamos a Quito/ donde el corazón palpita,/ tomémonos la manito/ Battistessa, o la manita". En otra ocasión, ante la duda de si a la dama que integra un gabinete debía decírsele ministro o ministra, compuso los siguientes: "Según se sacuda el sistro/ que nuestro cuerpo registra,/ se puede decir ministro/ o ministra".

En el mencionado Cancionero de LA NACION abundan las referencias a colegas del diario suscitadas por algún rasgo personal, o porque alguien emprendía un viaje o regresaba, porque había publicado un libro o recibido un premio, acontecimientos celebrados en almuerzos o comidas, con infaltables discursos o, como en el caso de Manucho, versos alusivos. También figuran los dedicados a amigos, como los dirigidos a Alejandra Pizarnik, con motivo precisamente de una cena que se le ofreció en noviembre de 1966. "Como el buzo en su escafandra/ y el maniático en su tic,/ me refugio en ti, Alejandra/ Pizarnik./ ¡Oh, tú, ligera balandra,/ oh, literario pic-nic,/ con tu aire de salamandra/ modelada por Lalique!/ ¡Oh Alejandra,/ oh mi Casandra/ chic!"

Como Borges, era un antiperonista constitucional. Como su gran colega, estimaba que los secuaces del inquietante movimiento eran incorregibles. El hecho, tan comprobado a lo largo de sus interminables avatares, lo movió a concentrarse en su trabajo de escritor, protegido por su propensión a mirar desde lo alto las miserias humanas. Cuando una joven periodista le preguntó qué opinaba del "retorno" (el de Perón, claro), se sacó el lazo del cuello respondiendo que, según él, era un galicismo, juicio enigmático que dejó a la periodista sin elementos para seguir indagando.

El escritor
No fue Mujica Lainez un innovador ni perdía el sueño por el afán de situarse en las líneas de vanguardia ni por pertenecer a los círculos "de culto", como suele decirse. Fue más bien un marginal de la literatura. Muy seguro de sí mismo, de lo que quería y de lo que podía, se mantuvo fiel a sus convicciones, aun cuando marchara contra la corriente. Fue un escritor de personalidad perfectamente definida. No escribió novelas históricas cuando ni porque estaban de moda. Sus temas y su estilo de escritura obedecían a inclinaciones muy enraizadas en él y a una preparación que, como se ha visto, fue larga y minuciosa. Sus libros emprendieron una trayectoria propia y sus reediciones y traducciones señalan que si tuvo fieles lectores en vida, los sigue teniendo hoy más allá de las inconstancias del gusto y las modas.

Favoreció este extrañamiento del escritor no sólo su peculiar mundo imaginario, proyectado hacia el pasado, sino también el desajuste cronológico respecto de las generaciones o los grupos literarios de su época. Cuando aparecieron sus primeros libros, hacía tiempo que los martinfierristas se habían dispersado. Las llamadas Novísima Generación del 30 y Generación del 40 fueron sobre todo promociones de poetas. En cuanto al grupo Sur, cuando la revista nació y se expandió, en las décadas de 1930 y 1940, Mujica no había publicado las obras narrativas que ratificaron su talento. Su vida intelectual se centraba en el diario LA NACION, donde trabajaba junto a notables escritores, y, durante algunos años, en el Museo de Arte Decorativo, donde se consagró "a la lenta y fragosa" elaboración del catálogo descriptivo de las colecciones.

Como Borges, tuvo una visión idealizada de la Argentina, una Argentina criolla, sobria y decente. En un poema que aquél le dedicó en La moneda de hierro , le dice con exactitud: "Tu versión de la patria, con sus fastos y brillos,/ entra en mi vaga sombra como si entrara el día". En los pareados finales, sin embargo, registra, con reprimido dolor, la certidumbre de que esa Argentina ya no existe: "Manuel Mujica Lainez, alguna vez tuvimos/ una patria -¿recuerdas?- y los dos la perdimos". Hay en esa visión del país y de la literatura cierto anacronismo a la vez irónico y poético, que esquiva lo contemporáneo y opta por lo secular y lo inmortal. En ese vasto friso, el hombre no deja de mostrarse como el ser menesteroso, pequeño y frágil que es, capaz de resentimiento y de traición, pero también de gestos heroicos y, sobre todo, capaz de percibir y crear belleza.

Por Jorge Cruz Para LA NACION - Buenos Aires, 2010

16 de marzo de 2010

Sacrificio / Philip K. Dick

Sacrificio
Philip K. Dick

El hombre salió al porche delantero y contempló el día. Claro y fresco... El rocío cubría la hierba. Se abrochó la chaqueta y hundió las manos en los bolsillos.
Mientras bajaba la escalera, las dos orugas que esperaban junto al buzón cuchichearon entre sí.
—Ahí va —dijo la primera—. Envía tu informe.
Cuando la otra empezó a girar sus antenas, el hombre se detuvo y dio media vuelta.
—Os oí —dijo.
Golpeó con el pie la pared, y las dos orugas cayeron sobre el pavimento. Las aplastó.
Después bajó corriendo por el sendero hasta la acera. Miró con recelo a su alrededor. Un pájaro daba saltitos en el cerezo, picoteando las cerezas. El hombre lo examinó. ¿Algún problema? El pájaro levantó el vuelo. No, ningún problema con los pájaros.
Siguió adelante. En la esquina tropezó con una telaraña que se extendía desde los matorrales al poste telefónico. Su corazón latió con violencia. Manoteó frenéticamente para abrirse paso. Luego miró por encima del hombro y comprobó que la araña se acercaba desde el matorral para inspeccionar los desperfectos de su obra.
Las arañas constituían un enigma. Necesitaba más hechos... Aún no se había producido ningún contacto.
Se detuvo en la parada del autobús. Golpeó el suelo con los pies para hacerles entrar en calor.
El autobús llegó y él subió a la plataforma, contento de sentarse entre la gente cálida y silenciosa que miraba al frente con indiferencia. Una vaga oleada de seguridad le invadió.
Rió entre dientes y se relajó, por primera vez en muchos días.
El autobús prosiguió su camino.

Tirmus agitó sus antenas, excitada.
—Votad, si ése es vuestro deseo —ascendió por el montículo—, pero antes de empezar dejadme que os recuerde lo que dije ayer.
—Ya lo sabemos —dijo Lala con impaciencia—. Pongámonos en marcha. Ya hemos trazado los planes. ¿Qué nos detiene?
—Más a mi favor. —Tirmus paseó la mirada por los dioses allí reunidos—. Toda la Colina está preparada para atacar al gigante en cuestión. ¿Por qué? Sabemos, sin ningún género de dudas, que no puede comunicarse con sus congéneres. El tipo de vibración, el lenguaje que utiliza, todo hace imposible que logre popularizar la idea que tiene de nosotros, de nuestros...
—Tonterías. —Lala se irguió—. Los gigantes se comunican muy bien.
—¡No existe la menor noticia de que un gigante haya hecho pública ninguna información sobre nosotras!
El ejército se removió, inquieto.
—Adelante —dijo Tirmus—, pero es un esfuerzo vano. Es inofensivo..., está aislado. ¿Para qué perder el tiempo en...?
—¿Inofensivo? —Lala la miró fijamente—. ¿Es que no lo comprendes? ¡Sabe lo que está ocurriendo!
Tirmus bajó del montículo.
—Me repugna la violencia innecesaria. Deberíamos guardar nuestras fuerzas para el día que las necesitemos.
Se procedió a la votación. Como era de esperar, el ejército se manifestó a favor de atacar al gigante. Tirmus suspiró y trazó un mapa sobre la tierra.
—Éste es el lugar donde vive. Es lógico suponer que volverá cuando termine la jornada. La situación, según mi punto de vista...
Siguió desarrollando su plan sobre el suave terreno.
Uno de los dioses se inclinó hacia su compañero hasta que las antenas se tocaron.
—Este gigante no tiene la menor oportunidad de salvarse. Por una parte, me da pena. ¿Por qué se le ocurrió entremeterse?
—Un accidente —sonrió el otro—. Ya sabes la manía que tienen de meter las narices en todo.
—Lo siento por él, a pesar de todo.

Anochecía. La calle estaba oscura y desierta. El hombre avanzaba por la acera, con el periódico bajo el brazo. Caminaba con rapidez, echando furtivas miradas a su alrededor. Rodeó el gran árbol plantado en la esquina y cruzó ágilmente la calle hacia la acera opuesta. Al girar la esquina se enredó con la telaraña, tejida desde el matorral al poste telefónico. Manoteó de forma automática para librarse del repelente contacto. Entonces escuchó un débil murmullo, metálico y agudo.
—...¡espera!
El hombre se detuvo.
—...cuidado..., dentro..., espera...
Su mandíbula colgó flojamente. Los últimos hilos se rompieron en sus manos y prosiguió su camino. La araña se deslizó detrás de él por los restos de la tela, esperando. El hombre volvió la vista atrás.
—Estás chiflada —dijo—. No me voy a arriesgar a quedarme ahí bien atadito.
Llegó al sendero que conducía a su casa. Lo subió, evitando aproximarse a los matorrales. Sacó la llave y la metió en la cerradura.
Se inmovilizó. ¿Dentro? Mejor que fuera, en especial de noche. Un período malo, la noche. Demasiado movimiento bajo los matorrales. Malo. Abrió la puerta y entró. La alfombra, un pozo de negrura, se extendía ante él. Al otro lado vislumbró la forma de una lámpara.
Cuatro pasos hacia la lámpara. Alzó un pie. Se detuvo.
¿Qué había dicho la araña? ¿Esperar? Esperó, y escuchó. Silencio.
Sacó el mechero y lo encendió.
Una alfombra de hormigas cayó sobre su cabeza, como un diluvio. Ganó el porche de un salto. Las hormigas se arrastraron con toda la velocidad de que eran capaces sobre el suelo, a la débil luz que entraba por las ventanas.
El hombre rodeó la casa. Cuando la primera oleada de hormigas se derramó en el porche, ya estaba girando la llave del agua, con la manguera preparada.
El chorro de agua dispersó las hormigas. El hombre ajustó la lanza de la manguera, forzando la vista para discernir en la oscuridad. Avanzó y disparó el chorro de un lado a otro.
—Malditas seáis —dijo con los dientes apretados—. Así que espera adentro...
Estaba aterrorizado. Dentro... ¡nunca antes! Un sudor frío le cubría la cara. Dentro. Nunca habían entrado antes. Alguna mariposa, y moscas, por supuesto. Pero eran inofensivas, ruidosas...
¡Una alfombra de hormigas!
Las roció salvajemente hasta que rompieron filas y fueron a refugiarse en la hierba, en los matorrales, bajo la casa.
Se sentó en la acera, sin dejar de aferrar la manguera, temblando de pies a cabeza.
Lo habían planeado a la perfección. No se trataba de un ataque rabioso, frenético y espasmódico, sino de una acción de guerra planificada en todos sus detalles. Le habían esperado. Un paso más.
Gracias a Dios por la araña.
Cortó el agua y se puso en pie. No se oía el menor ruido; silencio absoluto. Los matorrales se agitaron. ¿Un escarabajo? Algo negro surgió; lo aplastó con el pie. Un mensajero, probablemente. Un corredor de primera. Entró cabizbajo en la casa, iluminándose con el mechero.
Estaba sentado ante su escritorio, con el pulverizador de acero y cobre a mano. Acarició la fría superficie con los dedos.
Las siete. La radio sonaba con el volumen muy bajo. Se inclinó hacia adelante y movió la lámpara del escritorio para que iluminara el suelo.
Encendió un cigarrillo. Cogió papel y pluma. Reflexionó unos minutos.
Lo habían planeado todo para eliminarle. La desesperación se abatió sobre él como un torrente. ¿Qué podía hacer? ¿A quién iba a pedir ayuda? ¿Quién le iba a creer? Apretó los puños y se irguió en la silla.
La araña se dejó caer sobre el escritorio.
—Lo siento. Confío en que no te haya asustado, como en el poema.
El hombre la contempló sin pestañear.
—¿Eres la misma? ¿Aquella de la esquina? ¿La que me avisó?
—No, ésa era otra. Una Hilandera. Yo, en concreto, soy una Masticadora. Observa mis mandíbulas. —Abrió y cerró la boca—. Me las como a puñados.
—Estupendo —sonrió el hombre.
—Desde luego. ¿Sabes cuántas de nosotras hay en, digamos, un acre de tierra? A ver si lo adivinas.
—Un millar.
—No. Dos millones y medio, de todas clases: Masticadoras, como yo, o Hilanderas, o Picadoras.
—¿Picadoras?
—Son las mejores. Por ejemplo, la que llamáis viuda negra. Muy valiosa. Pero...
—¿Qué?
—También tenemos nuestros problemas. Los dioses...
—¡Dioses!
—Hormigas, como decís vosotros. Los líderes. Están por encima de nosotras. Es una pena. Tienen un sabor detestable..., me enferma. Vamos a abandonarlas en favor de los pájaros.
El hombre se puso en pie.
—¿Los pájaros? ¿Son...?
—Bueno, hemos llegado a un acuerdo. Esto ya ha durado mucho tiempo. Te contaré la historia. Aún nos queda un poco de tiempo.
El corazón del hombre se contrajo.
—¿Algo de tiempo? ¿Qué quieres decir?
—Nada. Un problemilla sin importancia que se suscitará más tarde. Deja que te cuente los antecedentes. Creo que no los conoces.
—Adelante, te escucho.
Empezó a pasear por la habitación.
—Ellas gobernaban la Tierra muy bien, hace un millón de años. Los hombres vinieron de otro planeta. ¿De cuál? Lo ignoro. Aterrizaron y decidieron apoderarse de la Tierra. Hubo una guerra.
—Así que somos nosotros los invasores —musitó el hombre.
—Pues sí. La guerra condujo a la barbarie a ambos bandos. Vosotros olvidasteis vuestros conocimientos, y ellas degeneraron en un sistema de clases sociales muy rígido, hormigas, termitas...
—Entiendo.
—El último grupo de hombres que recordaba la historia nos adiestró. Fuimos educadas —la araña rió entre dientes a su manera—, educadas en algún lugar para este propósito. Las mantuvimos a raya. ¿Sabes cómo nos llaman? Las Devoradoras. Desagradable, ¿verdad? Dos arañas más descendieron hacia el escritorio. Las tres se agruparon para conferenciar.
—Es mucho más serio de lo que pensaba —dijo la Masticadora —No sabía absolutamente nada. La Picadora...
La viuda negra se aproximó al borde del escritorio.
—Gigante —gritó con voz aflautada—, me gustaría hablar contigo.
—Adelante —dijo el hombre.
—Vamos a tener algunos problemas. Se acerca un ejército de hormigas. Nos quedaremos contigo un rato.
—Entiendo. —El hombre se mojó los labios y se alisó el pelo con dedos temblorosos—. ¿Crees que... hay alguna oportunidad de...?
—¿Oportunidad? —La Picadora osciló pensativamente—. Bueno, hace mucho tiempo que nos dedicamos a esta tarea. Casi un millón de años. A pesar de los inconvenientes, pienso que les llevamos ventaja. Nuestros acuerdos con los pájaros y, por supuesto, con los sapos...
—Creo que podemos salvarte —interrumpió la Masticadora con optimismo—. De hecho, prevemos acontecimientos como éste.
Por debajo de las tablas del piso se oyó un sonido distante y rasposo, el ruido de una multitud de alas y garras diminutas que vibraban débilmente. Al oírlo, el hombre se puso a temblar.
—¿Estáis seguras? ¿Podréis hacerlo?
Se secó el sudor que se agolpaba sobre el labio superior y cogió el pulverizador.
El sonido aumentaba de potencia, dilatándose bajo el suelo, bajo sus pies. Los matorrales cercanos a la casa se agitaron y varias mariposas volaron hacia la ventana. El sonido crecía en intensidad por todas partes, un ascendente murmullo de cólera y determinación. El hombre miró de un lado a otro.
—¿Seguro que podéis hacerlo? —murmuró—. ¿Podéis salvarme?
—Oh —exclamó la Picadora, confundida—. No me refería a esto. Me refería a las especies, a la raza..., no a ti como individuo.
El hombre la miró boquiabierto y las tres Devoradoras se removieron, incómodas. Otras mariposas se estrellaron contra la ventana. El suelo bajo sus pies se combaba.
—Entiendo —dijo el hombre—. Lamento haber comprendido mal vuestras palabras.

Fin

11 de marzo de 2010

¿Quièn dice que la poesìa es inùtil?

Juan Gelman, premio Cervantes, es considerado uno de los más importantes poetas en lengua española. Aquí habla de su vida, su infancia, su juventud, su familia, su nieta y el oficio de escribir maravillas en forma de verso.

La conversación, esta conversación, empezó en 1965. Entretanto, media vida. O un pestañeo de tiempo, si es el sol el que mira. Gelman llega a Las Violetas diez minutos después de lo acordado. Ya por el modo de disculparse advierto que, por más que sea argentino y Premio Cervantes, sigue siendo Juan. Este hombre sin corbata, campera liviana, no podría tener otro nombre que el de esa sola sílaba arrojada. En la confitería están armando dos mesas de temer, una para veinte varones y otra para cincuenta mujeres. Será difícil conversar en esta babel. El mozo, pícaro, avisa: "Serán sólo cuarenta y nueve". "Ah no, si no son cincuenta, nos vamos." Cruzamos de vereda y encontramos más sosiego en el café-pizzería Tuñín. Me quedé tildado con una pregunta huevona, que no hago: ¿Alguien al que sólo le resta el premio Nobel puede ser tan uno más? Pensé encontrarme con un tipo con ojeras de melancólico, gruñendo falta de tiempo. Pero no. Se disculpa otra vez por la tardanza. Viene de almorzar con un nieto y me muestra, como si fueran trofeos, una longaniza y un par de vidrios con vino de Luján de Cuyo adentro.

"Un espresso con espuma de leche", pide este hombre que supo encontrar a su nieta robada en los años de limbo y de infierno, cuando no sólo se violaba a la vida, también se violaba a la muerte; y se robaban criaturas. Su dolor de padre y de abuelo pudo haber estrangulado a su poesía metiéndola en el callejón del puro desgarramiento y del furioso reclamo. Pero Gelman no abdicó; sin arriar el insomnio de su conciencia, no le dio tregua a la espiral sedienta de su poesía. Vadeó las eternas preguntas eternas y afrontó las de un tiempo inclemente en el que el surrealismo se volvió canción de cuna porque en la palpable realidad la condición humana se desfondó. Este hombre, ¿qué viene haciendo con su poesía? A las cansadas palabras, tan deshilachadas, tan desteñidas, él directamente les mete tajo, hondo, las raja por la costura o por donde venga, las hace crujir, alarir. Destripando palabras, al sustantivo lo muta verbo; al otoño lo hace otoñar; al pan, panar; ¿y al mundo? Mundar. No le alcanza a Gelman con llevarse bien con la sintaxis, él necesita ir por más, tajo mediante, buscando, como Girondo, "la másmedula", y después.

Traigo yo un par de fotos del encuentro de hace 44 años. Se las mostraré más tarde. Empiezo con una pregunta grave:

¿Cómo te llevás, Juan, con eso que llamamos "el tiempo"?
El único consuelo es que envejece con uno.

Los años vienen más cortos, ¿nos están afanando? A vos, ¿cuántos meses te duró este año?
-Esto depende de lo que pase, viejo, a mí me resultó muy largo. Es lo que llaman el tiempo psicológico. Pero si pienso que voy a cumplir 80, digo ¡pucha, qué rápido pasó!

¿Cómo es eso de tener 80?
Lo estoy averiguando.

¿Te jode si hablamos lo menos posible de literatura?
De lo que quieras. Vos preguntá.

Contame de tu parto. ¿Colaboraste o te sentaste en la retranca?
Colaboré. Cuando mi madre me dio a luz, yo quería estar al lado de ella, es lo menos que puede hacer un caballero.

¿Te recordás naciendo?
¡Por supuesto! Lo que me costó. Parece que mi madre estaba bien conmigo y no me dejaba afuera. Estuvo veintiséis horas en lo que se llamaba la cama dura, hasta que yo, peleando un poco, pude salir, con cinco kilos y medio. Me llamaban el torito de la sala y según mi mamá, me quiso robar una monja.

Una monja, casualmente.
Creo que esto pertenece a la leyenda familiar.

Por ahí no es leyenda. Alguna vez Bradbury me contó que chequeó con su madre cosas que él recordaba de su cuarto día. Por ejemplo, al doctor que se inclinaba sobre él con el bisturí para la circuncisión.
No sé, no sé...

¿Te suena a mentira?
Más bien me resulta no cierto.

Volvamos a tu nacimiento.
Fue a las once de la mañana, creo. Había luz de día. Yo fui el último hijo. Los otros eran uno ucraniano y la hermana, moscovita. Yo, porteño. Nací en el hospital Durand. Había una cancha por ahí, a la que después íbamos los del barrio a jugar a la pelota.

Para muchos no de carne, de fútbol somos. ¿El fútbol te interesa?
Sí, claro, por supuesto.

Seguro hincha de Atlanta.
Sí, hombre, no me lo recuerdes. Siempre de Atlanta, ¡aunque ganara!

Cuando se ronda, intenso, los 80, ¿se siente la presencia de los padres?
Sí, es curioso, porque más bien lo que he sentido es la presencia de mi madre y últimamente estoy sintiendo la de mi padre. Lo veo por los poemas que escribo. Gestos cariñosos de él recuerdo uno o dos, a lo mejor hubo más. Una vez que estuve enfermo a los 12 años, se sentó al lado de mi cama y me leía cuentos de Scholem Aleijem en idish. Me acuerdo de eso, pero era un hombre silencio; para mí, distante. Y sin embargo cuando muere, en 1964, me costó mucho admitirlo, mucho. Yo llegué a casa, ya le habían puesto la tapa al cajón y exigí que la levantaran porque no podía creer que se hubiera muerto. Yo tenía 34 y él 74. Y bueno, después la vida y las cosas... Sí, en los últimos años aparece mi padre. No sé por qué se produce porque ya... mis hijos, bueno, a uno lo mató la dictadura, la otra vive aquí, ya tiene más de 50; hace años que no convivo con hijos. A lo mejor ésa es la razón, no sé.

¿Alguna otra imagen de tu papá?
Pocas palabras... después fui entendiendo su pasado. En las familias se hablaba poco de ciertas cosas importantes. Lo que pasó durante la inmigración quedaba atrás; cortina y a otra cosa. Recién a los 70 descubrí que había tenido otro hermano, que murió en Rusia. Y era hermano de mi hermano mayor; ni siquiera él me habló de eso. No hijo de mi mamá, sino del primer matrimonio de mi papá. Mirá, nunca supe el nombre. Quien me habló de él y me mostró una foto fue la viuda de mi hermano Boris. Así que recuperé un hermano, muerto, mil años después de que se fuera. Historias que pasan en la mayoría de las familias, zonas que no se tocan... No sé, el secreto familiar siempre anda por ahí. Que si una tía fue borracha, que si otra se escapó con un tipo...

Con tu padre no se hablaba de mujeres.
No. Por Dios. Cómo ibas a hacer eso.

La palabra sexo...
... nunca la escuché en mi casa. Sí en la calle, en el colegio, ja, pero en la casa... Mi papá era carpintero, después fue poniendo una pequeña fábrica de camisas. Una empresa familiar, años de crisis, hasta yo ayudé un poco lavando lo que llamaban esqueletos de los pedidos. Bueno, después de la Guerra Mundial la cosa mejoró, pude estudiar, mi hermana también. Y ya me vine grande, me casé, me fui de casa.

¿Y tu mamá?
-Ella apoyó esta pequeña empresa. Mi padre enfermó, años padeció lo que supongo que era un cáncer, porque lo tuvieron que operar, y ella sostuvo la casa. Por otra parte, era una mujer culta, leía mucho. No sé cómo hacía, pero a mi hermana y a mí nos llevaba una vez por año al Colón, al paraíso. No sé, juntaría los centavitos. Ahí escuché a lo mejor de la época. Un acontecimiento para los hijos era. Cuando las cosas mejoraron, nos puso a estudiar piano y demás... me llevaba al cine...

-Siempre hay una película iniciática.
-Sí, me acuerdo que me llevó a ver... esa película del panadero que quiere suicidarse porque lo engaña la mujer... También me llevaba al teatro. En su juventud estudiaba medicina; se produce la revolución rusa y cambia todo. Y mi papá también era un hombre culto, participó en la revolución rusa de 1905. Cosa que nunca me dijeron en casa pero que yo averigüé con la familia en Moscú, cuando fui. Él era uno de esos obreros activistas del centro de Europa y del Este, que sabían de todo: política, economía, historia, literatura, lingüística... Dirigentes obreros así raro que haya.

-En tu casa libros no faltaban.
-Siempre había libros. Boris era un lector voraz, yo le saqueaba la biblioteca; se hacía el que no se daba cuenta él. Tuvimos una relación muy buena. Me enseñó a jugar al ajedrez, me recitaba poemas de Pushkin en ruso... Todavía me acuerdo de algún verso aunque sigo sin saber qué significa.

-Si recordás, es que algo rescatabas.
-Sí, la música y el ritmo. Yo creo que eso influyó en mi relación con la poesía, que el que me despertó algo fue mi hermano. Me recitaba esos poemas a los 5 o 6 años míos, y yo no entendía un pito. Alguna vez me tradujo qué era, pero nunca los retuve, lo que me encantaba era el ritmo y el sonido del ruso. Yo lo acosaba, le pedía que me los volviera a decir. Y eso me creaba una sensación como de estar en otra parte, en el sentido de sentir algo no habitual.

-¿Te recordás aprendiendo a leer?
-Me enseñó Teodora, mi hermana, que falleció cerca de Jerusalén. El tema de la dispersión de la familia es una constante, porque mi hermano falleció en Brasil y tengo cuatro nietos en cuatro países.

-No te queda otra que ser ciudadano del mundo.
-Vos sabés que eso no existe, porque, mirá, yo no creo que exista tampoco el amor a la humanidad.

-¿Y aquello del amor universal?
-Uno no puede querer a la humanidad entera, no existe el amor universal; no puedo querer a los militares que mataron a mi hijo. Entonces mi amor es bastante selectivo.

-Volvamos sobre Juan aprendiendo a leer.
-Mi hermana dijo públicamente que yo aprendí a los 3 años; lo dudo. Esa cosa de embellecer, ¿no? Aprendí antes de ir a la escuela, eso sí.

-¿Cuál fue el libro que primero te sacudió?
-Mirá, leía las cosas escolares, pero a los 8 o 9 años empecé con los clásicos españoles, no Quevedo sino los poetas del siglo XIX. El primer libro que me produjo una emoción muy grande fue Humillados y ofendidos, de Dostoievski, que tenía mi hermano... Él tenía una habitación arriba, con una escalera de hierro. Un domingo se fue y subí y le saqué ese libro. Me senté en la escalera y me lo leí de arriba a abajo. Después estuve en cama dos días con fiebre. Tenía 14 años. Y no era que estuviera resfriado ni nada por el estilo. Eso fue una conmoción tremenda. Seguramente tuve lecturas superiores, pero ésa fue la que... no sé, me impresionó de un modo muy particular.

-¿En qué momento te das cuenta de tu vínculo con la poesía?
-Vos sabés que eso no es fácil, ¿no? En el Colegio Nacional de Buenos Aires conocí al que después se convirtió en una especie de hermano, Marcelo Ravoni, un poeta italiano que ya falleció. Nos mostrábamos las cosas, pero, bueno, uno entonces no pensaba que iba a ser poeta ni nada por el estilo.

-¿Y a la hora de la vocación?
-En la universidad elegí doctorado en Química. Abandoné el primer año, intenté al siguiente y volví a abandonar. Me puse a trabajar en distintas cosas para ganarme la vida. Seguía viviendo en casa de mis padres, pero, claro, ya tenía 19 años...

-Se te cruzó algo...
-Sí, ahora recuerdo que a los 15 años tuve un sueño maravilloso, ¡eso sí que fue extraordinario! Mis hermanos se habían casado, yo había heredado la pieza de arriba con algunos libros, pero ya tenía los míos... De ese sueño todavía me acuerdo, ¡pero mirá vos!

-¿Cuál era ese sueño?
-Entonces yo soñé, día tras día y no me acuerdo por cuánto tiempo, que yo era un paje en una corte y que me enamoraba de no sé quién, y le escribía un poema extraordinario. Yo me dormía con un papel en blanco y un lápiz al lado de la cama porque, me decía, cuando lo escuche me despierto y lo escribo. Bueno, nunca ocurrió.

-Te querías afanar el poema.
-Me quería afanar el poema del sueño, sí... pero nunca me desperté. Otro sueño estoy recordando... ya tenía más de 30, soñaba con que me tocaba de nuevo el servicio militar. ¡Y eso era una pesadilla! Bue, menos mal que pasó. Y que ya no hay servicio militar.

-¿Vos lo hiciste completo o eras "apto relativo"?
-Sí, sí, claro: trece meses en un regimiento de caballería. Ahí se produjo el golpe de Menéndez, contra Perón. Y lo que pasó alrededor del golpe, la vida ahí en el regimiento, todo eso vuelve a cachos, porque es una larga interrupción. Fue muy largo eso.

-Aparte del emprendimiento familiar, ¿por dónde se te dio?
-Mirá, cuando tenía 19, trabajé para una revista de las aseguradoras. Iba adonde pasaba algo, a ver si tenían seguro o no. En general tenían. Pero una vez me tocó ir al puerto porque se había incendiado una lancha que era de dos hermanos; llego y estaban de lo más alicaídos. Ahí les digo: "Ustedes tenían seguro, ¿no?" "Se venció ayer", me dicen. Volví con esa historia, agobiado, y el director se restregó las manos y "¡Fantástico, escribila ya!". La escribí y me fui. Terrible.

-Más que amarillo, periodismo sádico.
-Sí, crónicas sádicas... Voy a pedir otro café... (Hace una seña, "Cortado con espuma de leche, por favor. Y agua".) Bueno, después trabajé de camionero.

-¿Tenés auto?
-No.

-Nunca te imaginé manejando, y menos camionero.
-Y dentro de la ciudad no es fácil, eh. Trabajé en una fábrica de muebles también y después en una casa de repuestos de automóviles, hasta que entré en el periodismo. Al mismo tiempo publicaba mi primer libro. Yo tenía 26... Cuando se lo llevé a mi mamá, me dijo: "¡De esto nunca vas a poder vivir!". Y tuvo razón, pero lo recibió con una ancha sonrisa.

-¿Cuándo te das cuenta de que lo tuyo es la poesía?
-Con este amigo Marcelo, a los 17, merodeaba por revistas literarias. Había un grupo de poetas que andaban por los 23, incluso habían publicado; se reunían en un café, les presentábamos poemas ¡y siempre desaprobaban los míos! Entonces un día dije esto no puede ser, tan malo no soy. Escribí uno y se lo atribuí a un poeta hebreo del siglo XII. Llegué al café y les dije "Miiiren, traje este poema; no sé si lo quieren leer..." "Sí, sí, cómo no." Se deshicieron en elogios. Ahí me di cuenta de varias cosas y de la más importante: lo único que vale es la escritura. Nada más. Me di cuenta de la vanidad que rodea a toda esta historia.

-Hablando de la utilidad de la poesía se dice que sirve para "levantar mujeres". ¿Vos le diste ese uso alguna vez?
-Cuando tenía 9 años. Quería enganchar a una vecinita de 11 y yo le mandaba poemas de Almafuerte como si fueran míos.

-¿Y?
-No pasaba nada, entonces dije bueno voy a escribir yo.

-¿Y?
-Nada, pero yo seguí. Me consta que hay gente que ha usado mi poesía. Yo escribí un poema que se llama "Ofelia" y que empieza diciendo "Esta Ofelia no es la prisionera de su propia voluntad...". Un día me invita un cubano, en México, a una fiesta, y voy con mi mujer. Se acercan dos mujeres a saludarla y me dice una: "Le quiero presentar a mi esposo, porque después va a contarle algo". Y viene el tipo y me cuenta: que él primero había conocido a la amiga de su mujer, la que estaba ahí con ella, y le había enchufado el poema con su nombre, suponete, Patricia: "Esta Patricia no es la prisionera...". La cosa no caminó. Después conoció a la que fue su mujer, no sabía que eran amigas, y le enchufa el poema: "Esta Carolina no es la prisionera...". Ja, otra que me pasó fue una vez que justo salió un libro de Benedetti y uno mío, entonces nos hicieron una entrevista radial, pero en un café. Nos piden que cada uno lea un poema. Él leyó el suyo; yo, el mío, de amor. Termina la entrevista. Se me acerca una chica y me dice: "¿Ese poema es suyo?". Digo sí. "¡Hijo de puta!" "Mire, disculpe, el poema no será muy bueno pero yo soy un hombre decente." "No -me dice-, hijo de puta el novio que tuve, que me lo mandó como que era de él."

-A veces uno no puede usar ni su propio poema.
-Pero a mí eso me alegra, porque ¿quién dice que la poesía no sirve, que la poesía es inútil? Además, en el siglo II un filósofo chino, no me acuerdo el nombre, decía que todo el mundo habla de la utilidad de lo útil, pero nadie repara en la utilidad de lo inútil.

-Volvamos al eterno "para qué sirve la poesía".
-Ésa es una pregunta que se hizo, sobre todo, Hölderlin: ¿para qué poetas en estos tiempos mezquinos y miserables?

-Justamente.
-Sí, justamente.

-La abundancia de poetas abonará la teoría de las compensaciones.
-Mirá, los poemas son botellas al mar que por ahí llegan a la playa de un alma.

-Un alma, nada menos.

(Viene el café. Es el momento de mostrarle a Gelman aquellas dos fotos. "Te las traigo sin ánimo de andar nostalgiando." Las mira y cabecea: "¿Pero esto es pa´ reprocharme la vejez?". Las fotos tienen pulso. Mediados de los años 60: la escena sucede en Mendoza, al oeste del paraíso. Alberto Patiño Correa (galerista, casado con Pampa Mercado, cuñado de Tununa) invita a Mendoza a Juan Gelman, Paco Urondo, Tata Cedrón y dos músicos más. Para presentar Madrugada, un disco con poemas de Gelman y tangos de Cedrón. En aquel encuentro apunté para una crónica palabras de Urondo: "Nos guste o nos reviente, no hay poesía regular o pasable; ser buenos muchachos no alcanza, no sirve para esto".

Pero volvamos a las fotos: fue el día anterior al recital, vivimos horas de ésas que la memoria no suelta. Gelman recuerda enseguida: "Chivito. Comimos un chivito en la montaña". Habíamos ido en dos autos, camino adentro de la precordillera. En Puesto Lima almorzamos y bebimos luminoso vino oscuro, sin miramientos. De vuelta, desandando la montaña, nos encontramos con unas nubes tan gordas que reventaban; muy bajas, lamían el camino pedregoso. Alguien dijo: "¡Paremos un rato!" El auto hizo caso. Enseguida Cedrón y los otros dos músicos, guitarra, violín y bandoneón, se pusieron a tocar. Parece soñado, parece mentira, pero las fotos atraparon aquel pestañeo de eternidad: ahí está Gelman bailando a la intemperie con Zulema Katz (entonces compañera de Urondo). Ahí estamos, en racimo. Al decir de Patiño Correa, "entonces bailábamos valses y estábamos todos..." Cosas que pasan cuando colisionan música, poesía y vino. Sumado a corazones en estado de vida. No imaginábamos lo que nos esperaba a la vuelta de la década. Soñábamos a raja cincha, sin tiempo para presagios.)

-Ahí estás, Juan, bailando el valsecito en la montaña... Te emocionaste.
-Que no se enteren en el barrio.

-Mirá, quiero preguntarte algo pero no sé cómo... Tu hijo y tu nuera y tu nieta desaparecidos... ¿Cómo se hace para soportar tanto dolor, cómo el corazón no estalla en pedazos?
-Hay gente que no lo aguantó, por supuesto; yo creo que eso se resuelve de una manera muy individual. En mi caso yo ya me había convertido en exiliado y pedía a las fuerzas políticas de Europa Occidental solidaridad con el pueblo argentino. Primero fue contra Isabel Perón, cuando empezó el pregolpe. Porque la verdad es que el golpe tuvo dos etapas: una fue la Triple A y después vino la directamente militar. Una de las cosas que me sostuvo fue la poesía, pero no el hecho de escribirla sino el hecho de leerla.

-¿Cuáles fueron esas lecturas?
-San Juan de la Cruz, santa Teresa de Jesús, la Cábala, los profetas, los Rollos del Mar Muerto, en fin, todas esas cuestiones que tienen que ver con el misticismo. Encontré una especie de coincidencia con lo que yo mismo sentía que era, o es, lo que llamé la presencia ausente de lo amado. Para ellos, Dios; para mí, el país, el hijo, los amigos y compañeros desaparecidos. Eso me ayudó mucho. También el Quijote me ayudó, en la medida que podés leer pasajes que te hacen morir de risa... Un consuelo. Además tiene una característica muy importante: Cervantes no sólo inventa palabras sino que también aconseja inventarlas. Esto es interesante porque hace unos años había varios poetas, españoles sobre todo, que decían que no había que lastimar el lenguaje; y es al revés... Porque desde que la gente empezó a hablar lo lastima cada día. Eso es así. Entre comillas lo lastima.

-Porque lo lastiman vive.
-Claro, si no, está muerto. Aunque yo ya venía inventando palabras por necesidad expresiva. Aparte de las lecturas, me ayudaron en esos tiempos amigos, amores, desamores y todo eso.

-En la búsqueda de tu nieta no estuviste solo.
-Quien hizo realmente la investigación para encontrarla fue Mara La Madrid, mi segunda mujer, que no es la madre de mis hijos. Ella, como ciudadana, se interesó mucho y con rigor; archivos, documentos, todas las noches nos reuníamos, desechábamos información, incorporábamos otra, porque cada vez que yo venía a la Argentina no faltaban personas que me venían a ver con fotos y me decían: "Mire, qué parecida a su nuera", o "qué parecido a su hijo". No sabíamos si era niña o niño. Entonces una noche con mi mujer decidimos que no era ésa la forma de buscar, que lo que teníamos que buscar era el destino de mi nuera, María Claudia García Iruretagoyena. Por ese camino sí pudimos dar con ella, después de más de tres años de investigación y de una campaña internacional que yo hice con la ayuda de un poeta alemán y uno colombiano.

-¿El desenlace cómo fue?
-Ubicamos a mi posible nieta. Yo le pedí a un obispo uruguayo que intermediara con la supuesta madre de la chica, el supuesto padre ya había fallecido. En realidad era la única madre que había conocido en su vida. Porque a los dos meses de nacer la separaron de María Claudia, a quien raptaron en Uruguay. A Macarena la pusieron en una canastita y la dejaron en el umbral de la casa de esta familia; él era jefe de policía en un departamento de Uruguay y muy amigo del presidente Sanguinetti. Le di todos los datos al obispo; le digo: "Mire, nosotros tenemos noventa y tanto por ciento de seguridad de que esta persona es mi nieta, vive en tal lado con la señora que la crió y lo que le ruego es que usted hable con ella". Porque la habían anotado como propia, sabés, y a una edad en la que en aquel entonces no era posible que ese matrimonio pudiera concebir un hijo. Bueno, el obispo habló. Mientras tanto, la campaña internacional estaba a pleno. Ahí Sanguinetti cometió una serie de faltas imperdonables. Por ejemplo, Günter Grass escribió una carta y él prácticamente lo calificó de idiota útil y de ignorante. Eso provocó más indignación todavía. La carta por mi nieta fue firmada por más de cien mil personas de cien países, doce premios Nobel, escritores, gente de a pie... A mí siempre me pareció una cosa extraordinaria, porque ¿cómo hacés después de veintitrés años para recuperar a alguien cuya madre fue secuestrada, su padre secuestrado y asesinado y ella... vaya a saber en manos de quién?

-¿Qué resultados obtuvo la gestión del obispo?
-Unos quince días después de que él hablara con esta señora, ella le dijo a Macarena que no era la madre y que probablemente fuera mi nieta. Macarena quiso saber. Vos sabés que hay hijos de desaparecidos que no quieren saber; yo no los critico, no quieren saber y punto. Mi nieta quiso. El obispo sirvió de nexo hasta que mi mujer y yo fuimos a Montevideo. Concertó una reunión y apareció mi nieta en la habitación. Fue una impresión muy fuerte. Ella decía que no tenía abuelo. Después me contó que al entrar me vio y dijo: "Sí, éste es mi abuelo"... Mi mujer la encontró parecida a mi hijo y yo la encontré parecida a mi nuera. En realidad se parece a mi hijo.

-Ahí empieza la relación entre abuelo y nieta.
-Relación que no fue fácil, por supuesto, muchos años de vacío y además, ella vive en Uruguay y yo en México. Pero cuando podemos, nos vemos y entonces la nuestra es una relación afectuosa, cordial, ella no tenía la menor idea de quién era yo, y ahora leyó casi todo lo que escribí... Espero que lo que escribí no la enoje conmigo. Se trata de construir una relación que no es la normal... Yo sé que la búsqueda fue como un deber que yo tenía con mi hijo, la única herencia.

-En esta porción de mapa se desnucaron todos los colmos, se violó la vida y se violó la muerte, hasta se robaron criaturas. La pregunta nos cae sobre la mollera: ¿el promedio de nuestra sociedad aprendió algo?
-Decímelo vos. Yo no estoy seguro. Creo que buena parte de la sociedad se enteró de los horrores de la represión desatada por la Junta Militar. De ahí a desear firmemente que no vuelva algo parecido... Creo que hay diferentes terrenos donde puede haber un aprendizaje. Parece que hay sectores que no tienen el menor deseo de aprender. De un lado y de otro, eh. A lo mejor tiene que pasar más tiempo. No tengo idea. No tengo idea. Pero también depende de los casos individuales; vos podés hacer una apreciación general como la que acabo de hacer, pero tampoco ese patrón se aplica a todo el mundo... Yo creo que además de indiferencia activa, hubo apoyo activo. En la Argentina nunca un golpe militar tuvo éxito sin apoyo civil. En ese sentido, pareciera que la historia argentina está congelada. En ese sentido.

-Según pasan los años, ¿tus obsesiones se han ido modificando?
-Mirá, no se han modificado. Yo creo que todos los artistas pueden cambiar la expresión de sus obsesiones, pero por lo menos en mi caso, las obsesiones no cambian. Siempre tengo la imagen de sor Juana Inés de la Cruz de la espiral como definición de la belleza. Es decir, como si desde el punto donde esa espiral se inicia, también una obsesión se inicia en ese punto y da lugar a la espiral. Después, como si se mirara desde sus distintos puntos, cada vez más alto, cada vez más lejos, a la derecha, a la izquierda y todo lo demás... Mis obsesiones siguen siendo la niñez, el otoño, la muerte, el amor, la justicia social, la revolución. Pero además los hechos hacen que la calidad de la obsesión, su intensidad, se modifique; una cosa era cuando yo creía que estaba haciendo la revolución y otra cosa es lo que veo que pasó y está pasando. Entonces, en mi libro más reciente hay un poema que dice: "la revolución se paró en algún lado".

-¿Se paró o se bajó del mundo?
-Yo no he dicho eso, he dicho que se paró en algún lado... Yo ya sé que yo no la voy a vivir ni la voy a hacer.

-Pero sentís que alguna vez va a suceder.
-Después de tantos fracasos y errores, lo único que puedo decir es que es imposible mutilar en los seres humanos la capacidad de sueños, el deseo de cambio... Hay épocas muy grises, como la actual, que vivimos desde hace años y que viviremos unos años más todavía. Pero la historia enseña que al final algo cambia. Yo creo que en cada caso se cambia de una manera diferente y eso no lo puedo predecir. A pesar de todo el esfuerzo que este mundo globalizado, entre comillas, hace para manufacturar nuestra subjetividad a nivel mundial, para amansarnos, para convertirnos en tierra fértil para los autoritarismos... a pesar de todo yo creo que hay momentos en los que la gente dice basta. La historia muestra eso. ¿Cuándo, cómo, dónde va a ocurrir? No lo sé.

-Eso que llamamos condición humana, ¿ha avanzado al menos un centímetro? Hay hasta genocidios preventivos...
-Yo también digo ¿cómo es posible? Eso no creo que haya cambiado mucho, han cambiado sistemas sociales, pero no sé, no sé... He leído a Freud que habla del instinto de muerte y una cantidad de cosas como componente de la subjetividad humana. No lo veo ese cambio. Desde el comienzo de la historia que conocemos, esto viene ocurriendo. Si es posible que deje de ocurrir, no lo sé.

-En lo personal, la muerte te ha pegado más que de cerca. ¿Qué sentís por ella: furia, asco?
-Asco no, porque es un proceso natural. En De atrásalante en su porfía, yo me enojo con la muerte, pero son momentos... Uno se rebela porque muere la madre, el padre, el hermano, un amigo. Uno siente dolor pero también siente odio. Es inevitable eso. Que uno no se acostumbre es un asunto, pero enojarse por eso es otro asunto.

-¿La suposición del después de la muerte te sirve de algún consuelo?
-Bueno, yo no creo en la otra vida.

-¿Y si la hubiese?
-Bienvenida, no me voy a negar.

-Con Dios, ¿cómo te llevás?
-Hay una creencia que respeto, de mucha gente. Pero yo no creo en Dios, creo que es la creación de los hombres y no al revés... Soy ateo.

-Ateo, ¿nunca agnóstico?
-No, ateo. Lo que no quita que los místicos que te mencioné o toda esa indagación, empezando por la Biblia, siempre me ha interesado. Es un tema serio, más allá de la creencia o no creencia.

-Te propongo ahora jugar un rato.
-Pero no a eso de responder con una palabra.

-No tengás miedo. Vamos a imaginar visitas. Por ejemplo, han entrado César Vallejo y Juanele Ortiz. Se sientan en esas sillas.
-¿Acá, al lado?

-Sí, ya están en esta mesa. Aprovechá para preguntarles.
-A Juanele lo conocí. A Vallejo, no. Yo le preguntaría varias cosas a él. Por ejemplo, cómo empezó a escribir, qué piensa de la poesía actual... una conversación de colegas. No porque yo me considere tan grande ni mucho menos sino porque qué gran poeta fue, es, y yo creo que se puede seguir aprendiendo mucho de él. En cuanto a Juanele, cada tanto me iba a Paraná para verlo. Era un hombre excepcional. Estaba al tanto de todo lo que pasaba en el mundo, dormía cuatro horas, escuchaba la radio... y al mismo tiempo es el poeta que es. Una vez estaba escribiendo un poema sobre el río Gualeguaychú y me dice: "Estoy con un problema". ¿Por qué? "Y bueno, porque hablo de mariposas... Mariposa es una cosa y mainumbí, en guaraní, es otra. Mainumbí, Juan, vuela mucho mejor." Ahí Juanele estaba planteando un tema muy importante, el de la música, el sonido y todo lo demás.

-¿A Oliverio Girondo lo conociste?
-A Oliverio no.

-También él anda por aquí.
-¡Ah, no!... Creo que lo invitaría a al hipódromo, jaaa... Simplemente para ir, tomar unas copas, hablar de lo que venga. Es otro absolutamente extraordinario.

-En los años 70 se solía elegir entre Neruda y Vallejo. Vos ibas por Vallejo.
-Mirá, yo creo que Neruda es, evidentemente, un gran poeta. Pero hay poesía más afín a uno o menos afín. Hay grandes poetas que yo leo y no me tocan nada; no es culpa de ellos, es culpa mía. No hay que hablar de culpas en esto. Es una cuestión de afinidad espiritual, experiencia y todo eso.

-Ya Adán y Eva, parece, discutían qué es poesía. Para algunos, la palabra menos pensada. Para otros, la más pensada.
-Yo te hablo de mí: la escritura de un poema empieza por el primer verso, y hay que poder encontrarlo. Y después ya sigue sigue, sigue, sigue y cuando estás en un poema no es lo mismo que cuando lo terminaste o lo dejaste y lo ves desde otro lugar.

-¿Te das cuenta cuando te sucede el poema?
-Cuando estás en el poema, no sabés bien qué estás diciendo... simplemente me doy cuenta de que lo escribo, pero no de lo que escribo. Y después, cuando uno lo lee, dice bueno, esto está más o menos, esto suena mal, o este poema no se logró y va a la basura.

-¿El trabajo de corrección sobre el texto puede llegar a ser otra etapa de la inspiración?
-En mí no. Corrijo poco; es decir, tiro aquello que me parece que no salió. El poema está o no está. Y después soy consciente de que tiene imperfecciones pero no me pongo a componerlo.

-Entrarías así en la fabricación del poema.
-Claro, pero, te hablo de mí, hay otros poetas que no, y no es que sean malos poetas, todo lo contrario, son muy buenos y es probable que si yo me dedicara a corregir, mis cosas saldrían mejor. Pero a mí lo que me interesa es el acto de la poesía, y siento que lo traiciono si me pongo a corregir mucho... Como el que escribe es otro, cuando yo corrijo siento que estoy corrigiendo a otro. Y eso no se hace.

-Hay escritores para los que el acto de la escritura resulta tortuoso. Simenon, que tanto escribió, declaró que "escribir no es una profesión, sino una vocación de infelicidad". Otros hay que confiesan gozar como un animal que encuentra su ojal cuando está en celo.
-El mejor momento del poema es para mí su escritura. La infelicidad llega después, cuando lo leo.
-Faulkner decía que era novelista, pero como poeta fracasado. ¿Te acordás de Víctor Hugo Cúneo, el poeta? Tenía un quiosquito de libros al que lo prendieron fuego y después, para redondear, se prendió fuego él, en una plaza de Mendoza. Aquel Cúneo chuceaba a Di Benedetto diciéndole poeta fracasado, y a Tejada Gómez, diciéndole novelista fracasado. ¿Vos alguna vez intentaste una novela?
-Lo intenté una vez.

-¿Y?
-Y llegué a la página 30. Cómo cansa.

-A propósito de Faulkner, escribió: "Porque si en Norteamérica hemos llegado en nuestra cultura desesperada al punto en que debemos asesinar niños, no importa por qué razón o de qué color, no merecemos sobrevivir, y probablemente no sobrevivamos". Esta sociedad, la Argentina, siguiendo este razonamiento, ¿merece sobrevivir?
-Sobrevive, en todo caso. La altisonante afirmación de Faulkner tiene una ligera falla: usa la primera persona del plural y se incluye entre los asesinos. ¿Acaso fue así?

-Graham Greene insistía en que la naturaleza humana no es blanca y negra, sino negra y gris. Para Gelman, ¿cómo es?
-Negra, gris y de todos los colores, hasta los que no existen en la naturaleza.

-Cuando te nombran como un "poeta político", ¿cómo te suena?
-¿Dirías que Arquíloco fue un poeta político? Y sin embargo, escribió poemas pacifistas. ¿Dirías que Shakespeare fue un poeta político? Y sin embargo, nadie como él indagó las crueldades y las infamias de la lucha por el poder. No me estoy comparando, desde luego, no hay que hacer comparaciones, como decía Gardel. Creo que la poesía es palabra calcinada, que su único tema es la poesía.

-Entonces se puede hablar de todo en la poesía.
-Se puede hablar de todo. Hasta de amor.

-¿Cómo imaginás la literatura argentina si Borges no hubiera nacido?
-No me la puedo imaginar. Como no me la puedo imaginar sin Cortázar y tantos otros. La literatura es un tejido. Si alguno falta, queda un agujero.

-Sigamos con la patria: ¿qué extrañas? Si es que extrañás.
-A ver... no es una situación de extrañar, pero por ejemplo cuando llego a Buenos Aires me alegra muchísimo. Buenos Aires me alegra.

-Serías la excepción a la regla de la melancolía. ¿Te llega eso que se ha dado en llamar crispación?
-Yo sé lo que está pasando, pero el tema es que vengo de otro país. Todos los mexicanos que conozco vienen a Buenos Aires y vuelven encantados. Yo siento la vitalidad o crispación de esta ciudad. Crispación que también existe en México, pero se manifiesta de manera diferente... Pero me da alegría estar aquí. No es que necesite esa alegría para vivir, te estoy diciendo lo que Buenos Aires me produce. De pronto reconozco calles vinculadas a mi infancia; me despiertan recuerdos.

-¿Qué olores, colores, palabras te vienen si buscás en el fondo de tu niñez?
-Muchas. Las plantas del patio de mi casa, la cocina a carbón, el sótano en el que mi mamá dejaba fermentar guindas para un vino, los partidos de fútbol en la calle esquivando tranvías y otras y otras.

-Juan, cerrá los ojos para mirar más lejos: a ver, ¿cuál es tu imagen más lejana, la primera?
-Yo sé cuál es, yo sé, a lo mejor es un recuerdo reconstituido, a esta altura ya no estoy seguro, porque me lo recordó mi madre treinta años después de haber sucedido: yo tenía un perro que se llamaba el Negrito, al que por supuesto quería mucho. Yo tenía año y medio... y un día el perro no estaba en la casa, entonces salí a buscarlo, y al rato mi mamá descubrió que yo no estaba y salió a buscarme. Me encontró sentado en el empedrado al lado de un perro que había pisado uno de los raros coches que por aquel entonces pasaban por la ciudad y por esa calle. Entonces mi mamá dice que me encontró llorando. Y cuando ella me lo contó, yo me acordé, pero no estoy seguro de si es un recuerdo o es algo que ella despertó con sus palabras, y entonces ya es otra cosa. Pero digamos que desde el punto de vista de la edad, salvo mi nacimiento, es lo primero que recuerdo.

-Hay preguntas que son tercas, Juan. Para decirlo urgente: ¿Qué es poesía? Decime, ¿con cuál de estas preguntas-respuestas te identificás más? ¿Es la sed hasta las últimas primeras consecuencias? ¿Es el verbo sin retorno, arrojándose sin red? ¿Es el marinero que quiebra adrede el eje de la brújula? ¿Será la desesperación entusiasmada?
-Tiene algo de todo esto y para resumir: es un árbol sin hojas que da sombra.

-Otra pregunta porfiada, la última, y nos vamos a caminar un rato. En este minuto, en éste, ¿cómo es tu relación con la muerte?
-Me molesta.

Ya en la vereda, caminamos por Castro Barros. Una cuadra y doblamos por Don Bosco, paredes sembradas con escrituras en aerosol. Su semblante lo dice: a Gelman esta ciudad le produce alegría. Mientras el fotógrafo hace, me pongo a conversar con hebras entresacadas de un libro suyo. Gelman se retrata en una línea:

-"Miro mi corazón hinchado de desgracias..."

-Pese a todo, pese a tanto, Juan, con nosotros el amor.
-"Somos los que encendimos el amor para que dure, para que sobreviva a toda soledad. Hemos quemado el miedo, hemos mirado frente a frente al dolor antes de merecer esta esperanza."

-La esperanza, ¿derecho o deber? ¿Podemos elegir?
-"Si me dieran a elegir, yo elegiría esta salud de saber que estamos muy enfermos, esta dicha de andar tan infelices."

-¿Sólo eso?
-"Si me dieran a elegir, yo elegiría esta inocencia de no ser inocente, esta pureza en que ando por impuro... este amor con que odio, esta esperanza que come panes desesperados."

Caminamos otra media cuadra, lenta y, creer o reventar, en una pared descascarada, con letra infantil, enorme, alguien escribió: "El poeta". ¿Habrá leído alguna vez a Gelman quien escribió eso? ¿Imaginaría que él lo leería riendo y dichoso? Gelman me pasa la mano por encima del hombro. Pienso pero no se lo digo: "Gelman, cómo no te ibas a llamar Juan".

La música de una sola sílaba, arrojada.

¿Podría ser ahora, Juan, que suspendiéramos toda palabra dicha en voz alta, dicha en grito o dicha en escritura?
¿Podría ser que nos diéramos aquí mismo un abrazo a pleno sol en la plena noche?
A este encuentro le queda todavía media hora. Luego nos llevará un viejo Peugeot 404 modelo 69. La ciudad atorada, espesa de autos y bocinazos. Pero la alegría del poeta no amaina. Imperdonable lo mío, empecé con pregunta grave, concluyo con otra semejante:

-Hace un rato, Juan, me dijiste que la muerte te molestaba. No me dijiste por qué.
-Porque no me va a permitir que siga queriendo a los que quiero.


Por Rodolfo Braceli
Para LA NACION - Buenos Aires, 2010

6 de marzo de 2010

El reino del lápiz rojo

Pueden ser sutiles, indiferentes o despiadados. Cada autor enfrenta manías y obsesiones antes de llegar a la versión final de sus obras.

Héctor Libertella corregía sus originales con liquid paper. Iba tapando palabra a palabra hasta que no quedaba nada en la hoja. Decía: "lo aplico a una palabra, después a otra, después a otra. Y así llego por fin al objetivo final de la literatura: la página en blanco", según cuenta Martín Kohan. César Aira dice que los originales de Osvaldo Lamborghini casi no tenían tachaduras. Susana Thénon se detenía en la disposición de cada palabra en la hoja, y debatía en sus cartas la pertinencia de una "y", de una "o". Lo cierto es que la manera en la que un escritor corrige puede definir una postura en relación con su oficio y la literatura. Basta con pensar en Proust. Las pruebas de galera que le enviaba Gallimard regresaban, no ya con correcciones, sino llenas de anotaciones y agregados; como si al texto original se le superpusiera siempre otro y ninguna palabra fuese definitiva en ese pasaje del recuerdo a la palabra.

Ya sabemos: el poder de la lectura se encuentra en su capacidad para abrir el texto, desenvolverlo, hacerlo propio. Es el lector quien interpreta y da sentido. Pero sería necio no admitir que cuando el texto se convierte en libro, cuando ya no puede ser modificado por su autor, algo se clausura. Por eso, la importancia de ese momento en el cual el escritor se coloca frente a lo ya escrito antes de llevarlo a la imprenta. Sin caer en dramatismos, pero teniendo en cuenta que luego, y hasta nuevas ediciones –si las hay– será demasiado tarde.

Uno se encuentra con sorpresas. Porque se podría pensar que la prosa de Saer –y la complejidad de planos narrativos de una obra como Glosa– sólo puede ser posible luego de infinidad de correcciones, como solía hacer Flaubert ("escribir significa reescribir"). Sin embargo –y para pesar del escritor esforzado, convencido de que sí se trata de 90% trabajo y 10% inspiración– no siempre es así: "Saer escribía lentamente a mano en prolijos cuadernos con renglones y márgenes en donde iba inscribiendo el texto sin borradores anteriores, sin blancos, sin pausas, sin arrepentimientos", dice Julio Premat en su libro Héroes sin atributos. Quizás a esto se deba un efecto no ya de realidad –parafraseando a Barthes– sino de naturalidad, como quien se deja llevar por su propia cadencia interna, para quien no habría pasaje entre procedimiento y resultado. Fogwill, por su parte, que escribió Los Pichiciegos en apenas un puñado de días, admite haber corregido su cuento "Muchacha punk" cada una de las veces que se reeditó: "siempre pienso que es la última", dice.

El riesgo es corregir demasiado quitándole al cuento, la novela o el poema esas impurezas que muchas veces tienen que ver con lo verdadero: "No pienso la revisión o la corrección como una promesa de adecentamiento o emprolijamiento del texto", dice Sergio Chejfec, "sino como un bastión de arbitrariedad. Creo que toda escritura predica lo incompleto, lo esquivo y lo que pierde forma, también predica todo lo erróneo pero cierto que tenemos alrededor; por lo tanto, la corrección, pensada como parte de la escritura, debe proponer la misma imperfección de todo lo construido o artificial y no buscar ocultarlo".

Si quisiéramos llevar la cuestión a posturas extremas, aquí y ahora, tendríamos que pensar en dos nombres, dos modelos si se quiere: Borges y Aira. El del escritor que busca aquella palabra que ya no admita ser cambiada por otra, cual caballero detrás de un santo grial, y el de aquel que pone el acento en el presente de la escritura (y con Aira, Copi, Osvaldo Lamborghini y la ya archiconocida frase "primero publicar y después escribir"), para quien lo importante no es lo escrito sino lo que se va escribiendo, la expansión de la frase y del sentido. La fijeza de la perfección, de lo acabado, la escritura como el camino hacia un lugar preciso. O la opción por lo incompleto, la no depuración del estilo, la frase –o la trama– expandida hacia el infinito y por lo tanto, el abandono de la instancia de corrección. Sin embargo, sobradas razones tenemos para no tomar a los escritores al pie de la letra: Borges publicaba, y mucho, abandonando al menos provisoriamente la búsqueda de ese término perfecto. Y, aunque el proyecto narrativo de Aira se funde en gran medida en esta idea de olvidar lo escrito casi inmediatamente después de haberlo terminado, difícil es creer que no realice una reelectura, cambie de lugar alguna palabra, prefiera, de pronto, esta idea a esta otra.

Es cierto que, en tiempos de tecnología, las tachaduras y los agregados podrían correr el riesgo de perderse para siempre: se puede borrar en la pantalla sin dejar huellas ni rastros, casi instantáneamente, permitiendo ese olvido casi mecánico al que nos remite la obra de Aira. ¿Adiós, entonces, a la crítica acostumbrada a bucear en los manuscritos? ¿Ya no tendrá sentido buscar en los cajones de los escritores, a la espera de encontrar esa primera versión del poema que agregue sentido o, al menos, contribuya en la construcción de su mística? Los críticos interesados en el análisis genético saben que no hay motivos para desesperarse. Lo mismo, los fanáticos, esos que coleccionan los papeles de sus escritores admirados. Con el regreso del autor –de su figura, de esa ficción de sí mismo– vuelven también sus manuscritos. En el blog de Chejfec, por ejemplo, se puede leer el original de su puño y letra, con las correcciones a la vista. "Para mí", explica, "es una manera de ofrecer el original en el sentido plástico de la palabra. El dibujo de lo escrito. Ese dibujo, ya que es una actividad doble, guarda el tiempo en que ha sido compuesto. Algo así como el recuerdo o su estela. El manuscrito exhibido es documento desviado, ya que no corresponde a nada sino a sí mismo, y sin embargo atrae por el grado de incompletud o contingencia que tiene todo lo hecho con las manos, al contrario de lo escrito propiamente dicho, que postula naturalmente la fijación y la permanencia".

Martín Kohan es otro de los que escriben a mano, en prolijos cuadernos Rivadavia. Y, aunque en su caso el momento crucial quizá sea ése en el que reescribe el texto pasándolo a máquina, no concibe escribir sin ir corrigiendo sobre la marcha, como si quisiera huir de cierta precariedad del texto, impedir su deriva: "No puedo dejar cosas sin resolver, no puedo tomar decisiones provisorias y dejar la decisión en firme para después, no puedo multiplicar versiones de lo mismo ni dejar abiertas posibilidades distintas. No puedo: tengo que saber, tengo que decidir en firme. Y eso lo voy haciendo a medida que escribo; si no, no puedo seguir". Para Viviana Lysyj, la experiencia es casi la contraria. Encuentra el destino de la narración mucho tiempo después de haber comenzado: "Al principio, siento que trabajo con una enorme piedra a la que hay que cincelar, a tal punto la materia del lenguaje es tosca. Así avanzo, un poco a ciegas, sin saber muy bien adónde voy, hasta aproximadamente la página 70 o incluso la 100, y por fin sé de qué se trata el camino emprendido, de modo que cuando llego al final, tengo que retomar otra vez toda la novela para darle la soltura y el tono finales". Quizá sea fácil decirlo ahora, que cada uno ha revelado la cocina de su escritura pero, leyendo Ciencias morales, de Kohan o Tragamonedas, de Lysyj es posible percibir la manera en la que cada uno trabaja y corrige, casi como si se tratara de una poética. Una prosa medida en la que el escritor pareciera mirar constantemente de reojo, en el caso del primero, y un ritmo vertiginoso donde la prosa cede al exceso, en el caso de Lysyj.

Luego está la mirada del otro. No ya del otro que es uno mismo frente al texto –la poeta Irene Gruss transcribe así ese diálogo en espejo: "suelo hacerle preguntas al poema. Preguntas crueles, también, como el '¿y a mí qué me importa?' o un 'mirá qué bien, ¡qué interesante!'–, sino de esos tres o cuatro lectores a los que se suele recurrir como manera de "probar" lo escrito. Estos pueden comenzar siendo, allá lejos y hace tiempo, cuando recién se perfila la vocación por la literatura, simples compañeros de taller o materializarse en la palabra muchas veces arbitraria del coordinador del grupo. Quienes hayan atravesado esta experiencia –y quien escribe estas líneas puede dar fe– saben que hay que estar preparado. Incluso para hacer oídos sordos.

"La primera vez que fui a un taller literario tendría unos diecisiete, dieciocho años", cuenta Samanta Schweblin. "El tallerista era un escritor que apenas nos doblaba en edad y corregía los textos con una lapicera roja, al mismo tiempo que los leía en voz alta, para todos. Cuando leyó mi texto se detuvo a mitad de la primera hoja, con un gesto de reprobación. Pensé que, tal como había ocurrido con otros alumnos, me haría algún comentario, bueno o malo. Sentí que estaba preparada para todo. Pero él miró su lapicera, se estiró hasta el escritorio, la cambió por un grueso marcador de pizarra rojo y, con toda la meticulosidad del mundo, dibujó una cruz gigante sobre cada una de las tres páginas de mi cuento. 'Vas a tener que empezar de nuevo', me dijo". Parece imposible que ni siquiera se salvara una frase, una palabra, una línea... quizás habría que haber tamizado la lectura del vehemente coordinador con la de alguno de los asistentes del taller, como para salir de dudas. Parafraseando al pragmático Stephen King –él mismo tiene un sistema de corrección según el cual debe disminuirse progresivamente el número de palabras de versión en versión– siempre se trata de valoraciones subjetivas. Cuando coinciden cuatro o más lectores, según King, habría que correr a corregirlo todo.

Con el paso del tiempo, esos grupos de taller pueden transformarse en grupos de pares, con los que se debaten textos en proceso. Gruss así recuerda esta etapa: "El taller de Mario Jorge De Lellis fue mi cimiento. Eramos crueles. En general, se contestaba con el texto de algún grande, se leía mucho. En particular, lo menos que nos decíamos era 'lindo'. A mí me han hecho pasar pruebas durísimas, como el no incluirme en una antología porque 'todavía no estaba para eso'; y tenían razón. Lo acaté y agradecí. En las reuniones de El escarabajo de oro, aprendí por qué un texto es bueno o no. Se fundamentaba todo. El que no leía era eyectado del grupo". Más tarde quizás, se recurra a algún escritor admirado para una "clínica de obra". Muchas veces será la autoridad del nombre detrás del escritor lo que funcione. El lugar que ocupe este lector autorizado dentro del campo literario puede ser algo que no tenga importancia para los más experimentados, pero para el que recién comienza, no es poca cosa. Cualquiera que visite el blog de Gustavo Nielsen, por ejemplo, puede leer la larga transcripción de una charla con Fogwill, allá por el 93, en la que el autor corrige –frase a frase– un cuento del, entonces, inédito Nielsen. Más allá de la anécdota, hacer pública esta intervención implica que algo se juega en ese intercambio.

Otra cuestión, es la del género literario. "En un cuento", dice Schweblin, "una palabra de más, una coma mal elegida, es como un adoquín en medio de la ruta, uno avanza a cien kilómetros por hora, y no es que al esquivarlo no haya chance de sobrevivir, pero sería mucho mejor que no hubiera estado ahí". Claro, una cosa será corregir un cuento en su concepción más clásica, ese engranaje casi de relojería, otra una novela y otras, atender a las demandas de la poesía: "la narrativa pide más culo en silla", sigue Gruss. "Según qué poema, puedo pensar un verso incluso viendo el programa La ley y el orden: sencillamente aparece o se lo encuentra. O no. Ojo, pueden pasar años hasta que lo encuentro". Carver, por ejemplo, llegó a admitir haber corregido un relato más de treinta veces. Y eso que sus cuentos no responden a las normativas más clásicas. Hebe Uhart, podría ser su contracara en cuanto al método. "Me da mucho trabajo corregir. Prefiero tirar y empezar todo de nuevo", dice, "dejar en remojo tampoco me gusta, porque si no he aceptado el texto en su momento es porque tiene alguna deficiencia que, en general, le encuentro después. Eso me pasa porque soy trabajadora pero no empeñosa, no me gusta intercalar, cortar, emparchar. Me gusta más hacer todo de nuevo, lo que es muy trabajoso, porque no soy flexible, lo he descubierto con pena, me gusta ir todo derecho como el caballo a la cuadra".

Quizá tenga que ver con el lugar en el que cada uno ponga el acento: la frase, la palabra, la cadencia pero también la trama, el argumento, los personajes, el género que se aborde. Lo interesante será que la manera de corregir lleve consigo una reflexión sobre el lenguaje y la propia práctica. Que marque una posición –aunque a veces se trate de una pose, una postura, un estereotipo– frente a la literatura. Por supuesto que los extremos siempre se tocan: Borges busca la palabra que no admita más correcciones pero es consciente de la imposibilidad de su empresa. Aira también conoce las limitaciones del lenguaje pero en lugar de depurarlo lo multiplica y lo expande. Cada uno arma un proyecto literario. Y luego, siempre está Fogwill. "Más que no corregir y proseguir la huida hacia delante agregando obras, lo ideal sería componer una obra completa de mil o dos mil páginas –no más– y tener tiempo para corregirla frase por frase justo a la edad en que uno ya sabe todo lo que puede llegar a saber", dice vía correo electrónico. "Pero casi nadie tolera pasarse treinta años de anonimato y todos quieren ser escritores, y escritores famosos, reconocidos, traducidos, bien remunerados, prostituidos y ¡jóvenes! Yo gozo corrigiendo, porque de repente me gusta algo que escribí, y que nadie, ni yo mismo ahora, podría emular, y, entonces, ensoberbecido, me doy ánimos para enfrentar cada frase a la pesca de lo que me autoengañé de haber logrado. Es más fácil corregir un texto que cualquiera de las cagadas que uno fue cometiendo en la vida, especialmente la de publicar y creérsela."

Por: Carolina Esses
Revista Ñ


Toda obra une o separa
El editor Fernando Fagnani despeja fantasmas en torno a la publicación y resalta los intereses compartidos y el compromiso mutuo frente al libro.


Como Michel Foucault afirmaba del hombre, se podría decir que el editor es una invención reciente. No tiene más que un siglo y medio de existencia, y en su modo actual, menos de un siglo. Es una práctica joven, si se la mide en relación con la historia de la literatura o de las letras en su conjunto. Antes estaban el imprentero y el empresario teatral, luego el librero; el editor se hace necesario en la medida en que la alfabetización (y por lo tanto, la lectura y la escritura) se vuelve un objetivo insoslayable de las sociedades occidentales, a fines del siglo XIX. Entonces surgen y crecen las editoriales, y se consolida el mercado del libro. Más de una gota del arte del editor actual proviene de los lejanos editores de periódicos, aquellos que hablaban con Charles Dickens, con Honoré de Balzac, con Alejandro Dumas.

Entre las muchas metamorfosis que el oficio ha tenido, a medio camino entre la especialización y el crecimiento de las empresas, hay una tarea que no ha caído tan en desuso: el trato con los autores. Y esta tarea, por razones un tanto difíciles de entender, genera misterios y malos entendidos, como si hubiera ahí un laboratorio donde el editor hace y deshace a su antojo. Un laboratorio más bien taimado, donde los libros ingresan en un estado, digamos, puro y salen rehechos, según unos criterios que no serían precisamente los de quienes los escribieron.

Las cosas son más simples y menos góticas. Ese laboratorio no es tal, y lo que hay en su lugar es un espacio donde confluyen los intereses compartidos entre un autor y un editor. La forma que adquiere ese espacio es de una diversidad asombrosa. Un mismo editor puede funcionar de maneras muy distintas según el autor con quien trate (y lo mismo corre para los autores). Y no un gran lapso; en el mismo día.

Lo obvio es lo que suele pasarse por alto: que quien determina las características de esta relación no es el editor; es el autor. No porque el editor sea un alma bella o un sujeto pasivo, sino porque el autor es quien tiene el libro, o quien va a escribirlo. Y es él, llegado el caso, quien permitirá o no que un editor lo publique, e intervenga mucho o poco en su texto. Lo cual no quiere decir que acierte si no escucha ninguna sugerencia o si las escucha todas. No hay una fórmula para eso; como en cualquier trabajo, la sutileza cuenta. El argumento trivial de que un autor vio malogrado su libro porque esa era la única manera de verlo publicado, habla mal del editor y mucho peor, del autor. Que el fin justifica los medios nunca ha sido una buena coartada.

A partir de este principio, las relaciones con los autores se pueden desarrollar de manera armónica o pueden terminar rápido y mal (o rápido y bien, claro). Y de nuevo: no es algo tan curioso. Los encuentros entre personas, sean autores, editores o se dediquen a otra cosa, están regidos por estos accidentes. Vanidad y generosidad, confianza y desconfianza, tolerancia y caprichos, están presentes aquí. Como en cualquier amistad, en una relación amorosa o entre compañeros de trabajo.

Sin embargo, hay un rasgo del cual el editor es enteramente responsable: entender el compromiso que un autor tiene con su libro. Se podría decir que la incapacidad para pensar esto hace imposible que alguien sea editor. Un editor debe partir de la base de que ese compromiso es sagrado, y no porque siempre lo sea, vale aclararlo. Pues no importa: hay que presuponer que la entrega a ese texto es completa, y que en la página 4 hay tal palabra o tal giro verbal que está allí por razones contundentes, no por mero azar.

Al editor, leer ese texto le lleva un día o dos; que se pasan con bastante felicidad. Escribirlo puede haber llevado un año o varios, donde seguro hubo felicidad, y también dudas, furias, perplejidad, la sensación fugaz de estar haciendo una obra maestra, y la otra, tan habitual y paralizante, de no saber para qué se escribe lo que se escribe. Más la pregunta fatal: ¿alguien estará interesado en esto? Y si está interesado, ¿leerá lo que quiero que lea o convertirá mi libro en un extraño para mí? Un editor que ignora los avatares de la escritura, que es incapaz de imaginar siquiera de qué está hecha la ambición y el horizonte de los autores, simplemente no es un editor. Manda los libros a la imprenta, que es otra cosa.

Al fin y al cabo, la verdadera relación se establece con la obra, no con el escritor que la trae a la editorial (eso es posterior, y de ningún modo indispensable). El compromiso con esa obra es lo que une o separa a autores y editores, y es la principal fuente de acuerdos o desacuerdos. Hay otras, económicas, personales, etcétera, pero son de segundo orden, y están supeditadas al pacto básico de que un autor ha escrito algo que un editor, por buenas o malas razones, aprecia y, por lo tanto, defiende.

Esa zona común, no obstante, es estrecha. No hay más que comparar la vida diaria de un escritor y de un editor, las responsabilidades que les caben en cada tarea, para apreciar las marcadas diferencias entre uno y otro. Que esa estrechez no desaparezca, y que en la medida de lo posible se expanda, es la tarea del editor en su relación con un autor.

Por: Fernando Fagnani
Revista Ñ