tag:blogger.com,1999:blog-332970682024-03-13T04:16:18.256-03:00Al MargenEste es mi blog. Estoy abierto a cualquier sugerencia, duda o concepto que me quieran trasmitir. Espero lo disfruten.Estanislaohttp://www.blogger.com/profile/01672699099038447789noreply@blogger.comBlogger399125tag:blogger.com,1999:blog-33297068.post-32209174106601406672014-12-15T12:22:00.001-03:002014-12-15T12:22:31.752-03:00Entrevista a Leonardo Padura<span style="color: purple;">Estoy comenzando a leer "El hombre que amaba a los peros", el primer libro que agarro de este escritor cubano. Este 2014, -en el mes de mayo- visitó la Argentina, y aquí les dejo una entrevista que le hizo el diario La Nación.</span><br />
<span style="color: purple;">Saludos!</span><br />
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<a href="http://literofilia.com/wp-content/uploads/2013/04/Leonardo-Padura-600x300.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img alt="Leonardo Padura" border="0" src="http://literofilia.com/wp-content/uploads/2013/04/Leonardo-Padura-600x300.jpg" height="160" title="Leonardo Padura" width="320" /></a></div>
<b><br /></b>
<b>Leonardo Padura:</b> "La realidad cubana es demasiado peculiar para explicarla con prejuicios a favor o en contra"<br />
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Dice que la escritura fue su tabla de salvación, que lo rescató de la locura y la desesperación en los años noventa cuando la crisis de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) arrasó las promesas y los sueños de la utopía socialista y sumergió a Cuba, su patria, el país en el que vive y al que vuelve después de sus múltiples viajes al exterior, en una crisis inimaginable.<br />
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Leonardo Padura, el periodista y escritor que cautiva a miles de lectores en todo el mundo y que ha desatado una verdadera "Paduramanía", que escribe en Cuba sobre Cuba y que no ahorra críticas demoledoras a esa utopía trunca en sus múltiples novelas y trabajos periodísticos escritos para una agencia de noticias internacional, lo dice pausada y cálidamente, desde la isla, en una conversación telefónica pautada en vísperas de su llegada a la Argentina.<br />
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El sábado próximo presentará, en la Feria del Libro de Buenos Aires, El viaje más largo (Capital Intelectual- Futuro Anterior), un libro que compila crónicas periodísticas escritas en los años ochenta y noventa, que conforman una travesía por la identidad cubana a través de algunos momentos, hitos y personajes.<br />
Esos trabajos, escritos en un momento singular para el periodismo cubano -que dio lugar a la experimentación y al vuelo literario-, hoy sorprenden por su vigencia y la calidad de la escritura.<br />
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"Los escribí pensando en textos que no murieran con su publicación y que tuvieran una existencia un poco más dilatada. Me agrada mucho que esos trabajos escritos hace tantos años se publiquen, se editen y se estudien en las escuelas de periodismo como una forma de utilización de las técnicas narrativas, del lenguaje, del oficio literario", relata.<br />
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Después de ese paréntesis creativo en la historia del periodismo cubano, en los años 80, Padura explica que hubo un retorno a una prensa "politizada y utilitaria" que presenta "una imagen edulcorada del país". Autor de El hombre que amaba a los perros - una novela sobre Trotsky y su asesino, Ramón Mercader- y una saga de novelas policiales que tienen por protagonista al ya célebre detective Mario Conde, Padura reconoce en Conde una suerte de alter ego, atravesado por la nostalgia, el desencanto y la desilusión de esa revolución que no fue y de ese futuro prometido que no llegó como lo esperaban.<br />
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<b>-De todas las herramientas de trabajo usted ha elegido la palabra. ¿Por qué?</b><br />
-Seguramente porque fui incapaz de ser un buen jugador de béisbol, y porque habría sido un desastre si hubiera intentado hacer alguna labor manual, la que sea, o porque no tengo vocación para el espectáculo y por lo tanto no podría ser actor ni político. En fin, porque es lo mejor que sé hacer, creo que lo único que sé hacer, y la palabra es la reina de la comunicación: existió antes que la literatura y va a existir después de la era digital. Y la palabra me dio esa posibilidad de satisfacer lo que se convirtió en una necesidad: comunicar algo.<br />
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<b>-¿Comunicar qué?</b><br />
-Las más disímiles actitudes, realidades, sentimientos. Cuando uno escribe literatura o periodismo tiene que preguntar para qué lo escribe. Y muchas veces la respuesta a esa pregunta está en un pequeño detalle de la vida cotidiana o en un gran acontecimiento. Depende de muchas razones que no siempre son las mismas. A veces veo a una persona y eso me da pie para crear un personaje literario o escribir una crónica periodística, pero siempre tratando de que eso tenga una dimensión dentro de la sociedad que yo vivo y me permita comunicar una historia de esa sociedad y le permita al lector, identificarla.<br />
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<b>-De todas maneras, su caso es atípico: vive en Cuba, escribe sobre Cuba y sus textos periodísticos y literarios no se publican en Cuba, sino en otros países.</b><br />
-Es cierto. Es una situación extraña: hacer periodismo sobre una realidad y que dentro de esa realidad no tenga un efecto o una relación directa con las personas que la conforman. Pero hay una relación indirecta; de una forma u otra, muchos de esos textos circulan y se leen bastante en Cuba. Tanto que con muchísima frecuencia me encuentro con personas que me hablan de un texto mío que escribí hace dos años como si lo hubiera escrito la semana anterior, porque fue entonces que lo leyeron. Y tanto circulan en ese medio alternativo que últimamente me ha ocurrido algo que no es extraño pero tampoco es agradable, y es que determinadas personas han puesto a circular textos como si los hubiera escrito yo, pero que no son míos.<br />
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<b>-¿Cómo se combaten las propias limitaciones, los propios obstáculos a la hora de escribir?</b><br />
-El mío es trabajar mucho. Escribo varias versiones de mis novelas. La escribo, la reviso, la doy a leer, la vuelvo a escribir, la vuelvo a revisar, la vuelvo a dar a leer, la vuelvo a reescribir y así hasta llegar a un punto en que esté conforme con lo que he escrito. El resultado de mi trabajo es un empecinamiento, una lucha por tratar de decir del mejor modo posible lo que quiero decir. Y esa es también mi actitud con respecto al periodismo. Ahora mismo estoy escribiendo un reportaje que explique qué cosa es la vida en Cuba. Lo he comenzado cuatro veces y todavía no estoy conforme.<br />
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<b>-Pero escribe en Cuba sobre Cuba. ¿Eso no facilita la escritura?</b><br />
-El problema no es tener la experiencia. Muchas personas tienen la experiencia, pero no tienen la capacidad de comunicar esa experiencia y de hacerlo de la mejor forma posible. Y eso se logra únicamente con mucho trabajo.<br />
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<b>-¿Cuánto hay del desencanto, del escepticismo, de la desilusión de su personaje el detective Mario Conde en Leonardo Padura?</b><br />
-Hay mucho. Hay una relación muy estrecha entre el personaje y yo. Mario Conde en la novela es mi forma de expresar la realidad cubana. Son los ojos míos para ver la realidad. Mario Conde es un hombre típico de mi generación que arrastra la nostalgia, el desencanto, las esperanzas perdidas, las ilusiones todavía existentes de mi generación y a través de él yo he conseguido poder expresar mis propias relaciones con la realidad que se ha vivido y se vive en Cuba.<br />
<br />
<b>-A cincuenta años de la revolución cubana, se advierte hoy esa promesa que no fue, ese anhelo trunco.</b><br />
-Sí, tiene que ver con las promesas no realizadas. Yo recuerdo que se hablaba mucho del futuro, de un futuro que llegaría en algún momento y cuando ese futuro llegó, no trajo esas promesas que nos habían hecho. Más bien por el contrario, fue esa década del noventa en que mi generación está su momento de primera madurez y apogeo y nos sorprende una crisis que paraliza al país y que fundamentalmente paraliza a las personas. No hubo muchas posibilidades de desarrollo. Yo tuve la suerte de que mis posibilidades de expresión estaban en la literatura y que en esos años la literatura me salvó de la desesperación y de la locura. Escribí y publiqué muchísimo, y esa fue mi tabla de salvación en una situación material muy complicada para la vida de las personas y para el país en general.<br />
<br />
<b>-Usted participó de esa "primavera" del periodismo. ¿Se podría hablar de un interregno?</b><br />
-Fue un paréntesis muy especial en el desarrollo del periodismo cubano, en el que hubo una serie de condiciones, como se dice habitualmente, objetivas y subjetivas que permitieron hacer un periodismo diferente. Y como en casi todo, lo importante es estar en el lugar correcto, en el momento adecuado. Y a mí me sorprendió en el lugar correcto, en el momento adecuado y pude hacer ese tipo de periodismo.<br />
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<b>-Después de ese paréntesis se volvió a una prensa "politizada y utilitaria", como usted mismo la definió. ¿Qué lugar ocupa ese tipo de prensa? ¿Se lee?</b><br />
-Tiene un lugar preponderante en la sociedad cubana en la medida en la que es la única prensa que circula de manera oficial. Lo que ocurre es que la credibilidad de esa prensa es mucho menor de la que debería tener. Hay un chiste un poco macabro en Cuba que dice "cuando quieras conseguir comida, o leche o lo que sea, búscalo en el periódico o en el noticiero de televisión". Ese periodismo es una imagen edulcorada del país y la gente la asume con esa distancia.<br />
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<b>-¿Por qué cree que después de la década del 80 el periodismo cubano no volvió a experimentar innovaciones como aquellas de las que usted fue parte?</b><br />
-Porque en la década del 90 prácticamente desaparecieron los periódicos y revistas cuando dejó de llegar el papel que enviaba la URSS. Sin ese soporte, era imposible hacer periodismo, y sólo quedó espacio para la propaganda oficial, salvo alguna que otra excepción en las publicaciones culturales que con mucho esfuerzo sobrevivieron. Después, a finales de la década del 90, comenzó a haber una recuperación de espacios físicos, pero se mantuvo la evidente regresión en los espacios de creación, información y análisis, por lo que fue imposible soñar siquiera con aquel periodismo literario de los años 80. Se utilizó la prensa como mecanismo de propaganda estatal y no hubo ese espacio de libertad. Hoy, con espacios alternativos -revistas, blogs- existe un periodismo diferente, pero muy poco divulgado, y por lo tanto, con efectividad limitada. Lo mejor de la prensa cubana de hoy está en los análisis, en los artículos periodísticos, los fuera de la prensa más oficial.<br />
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<b>-¿Se puede hacer "periodismo militante"? ¿En qué medida el militante se traga al periodista?</b><br />
-Se lo traga completo. El militante obedece al Partido. El Partido decide y manda. El periodista entonces desaparece.<br />
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<b>-¿Qué errores o distorsiones se cometen cuando se mira a Cuba desde afuera? Me refiero a los que tienen una mirada idealizada de Cuba o a los que ven en ella a una dictadura feroz.</b><br />
-Conocer una realidad como la cubana es un desafío. Resulta demasiado peculiar, singular, sin paralelos como para poder entenderla por comparación u oposición, o para intentar explicarla a partir de un par de prejuicios, a favor o en contra. La realidad cubana muchas veces toca el absurdo, diría que es una realidad que en ocasiones se convierte en irreal. Por eso la premisa más importante para intentar una interpretación de la realidad y la vida cubana es vivirla, pues sólo así se puede empezar a entender algo, aunque nunca se entenderá todo. Yo vivo en Cuba y escribo sobre lo que veo, conozco, sé, experimento. Nunca intento hacer suposiciones y por eso me molesta tanto que me pregunten mis predicciones sobre el futuro de Cuba. Hablo de la realidad concreta, tal y como yo la veo, pero sin deformar esa realidad. Por eso creo que puedo escribir sobre Cuba viviendo en Cuba y dar una imagen que si no es la realidad, sí se parece bastante a ella.<br />
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<b>-¿Cómo definiría su posición dentro de Cuba? ¿Un crítico tolerado? ¿Cómo ha construido y defendido ese espacio de autonomía e independencia que tiene usted allí?</b><br />
-Soy un escritor independiente y un periodista que no vive de ese oficio, pero que no deja de practicarlo, aun cuando mi trabajo de los últimos casi 20 años se haya publicado más fuera de Cuba que en Cuba. No sé si soy tolerado, si alguien lo pensó y me dio esa categoría, lo que sí sé es que he podido hacer mi trabajo reciente sin que nadie me moleste. Aunque, claro, pago el precio de que mi periodismo no se divulgue en Cuba, que la gente tenga que leerlo de manera aleatoria, cuando alguien reenvía por correo electrónico alguna de mis crónicas. Pero es un precio que pago con agrado, a cambio de libertad.<br />
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<b>-¿Cuán profunda es la "apertura" económica, política y social que se está difundiendo fuera de Cuba últimamente?</b><br />
-No sé si es profunda, creo que no, pero es una apertura con algunos elementos interesantes que están moviendo aspectos de la vida económica y social cubana, aunque sea de manera muy tímida. Hoy son más las personas que viven en el país sin depender del Estado, son más las que viajan al extranjero y se quedan o regresan, más los que obtienen mejores dividendos por su trabajo, y eso es importante, da movilidad a la estructura social y, a la larga, dará movilidad a la estructura política. En la vida intelectual, por ejemplo, la relación de los independientes con el Estado es ahora sobre todo fiscal, pero no hay que pedir permiso para viajar a un sitio, publicar, exponer o actuar, hacer una obra personal comprometida con el arte y no con las instituciones. Aunque falta mucho por ganar, sobre todo en el mundo de los medios.<br />
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<b>-Me gustaría una definición suya sobre el régimen cubano.</b><br />
-Sucede en este caso lo mismo que en otros, en los que se trata de explicar a Cuba a partir de modelos establecidos (o pre-establecidos) que no consiguen expresar la peculiaridad del caso cubano. Cuba es un país donde existe una trinidad de poder: el Estado-Gobierno-Partido (único) ejerce el poder a través de la misma persona y confunde sus atribuciones, las mezcla, las une. Incluso, se identifica esa trinidad con otro binomio, el de patria-nación, y el resultado es un quinteto de elementos reales y abstractos reunidos en un solo poder. Cuba es verdaderamente socialista, al estilo siglo XX, y su estructura política es típica del sistema, con elecciones y legislaciones que responden a esa estructura. Cuba es simplemente un país donde gobierna un partido único con un líder máximo que es a la vez presidente del consejo de Estado y del consejo de ministros, o sea el gobierno.<br />
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<b>-Usted habló de un futuro que no llegó como lo esperaban. ¿Cómo le gustaría que fuera Cuba en un futuro? ¿Qué país anhela?</b><br />
-¡Esta es la pregunta que nunca me deberían hacer! Todavía no tengo la bola mágica. Y como anhelo. pues anhelo la normalidad. Un país que sea normal, no excepcional.<br />
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<br />Estanislaohttp://www.blogger.com/profile/01672699099038447789noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-33297068.post-81503713974722236432013-05-25T13:50:00.000-03:002013-05-28T14:09:19.689-03:00Césped / Estanislao Zaborowski<br />
<strong>Césped</strong><br />
Por Estanislao Zaborowski<br />
La oscuridad cede, se arrincona suplicando minutos que mi hermana ignora, y percibo el amanecer levitar en la habitación antes de abrir mis ojos al sol. De espalda, sus órdenes me saben a traición; como la de Danglars, el primo Fernando y las mil noches en el Castillo de If.<br />
Sus pasos la alejan, un portazo seco se perdió en la distancia. En vilo, escucho que en la cocina la radio asegura para hoy veintinueve grados sin grises; después suena un tema que no conozco. <br />
La ducha es tibia, el vapor de baño me envuelve en plata etérea, a veces cómplice; a veces asfixiante. Golpean la puerta, se quién es. Solo una queja se escucha: ¡Dale estúpido!. Así grita mi hermana cuando las discusiones en la mesa se van en pellizcos y tobillos morados. Creo que aún me odia porque el verano pasado no la defendí. Porque la tarde que perdió unas matas de pelo en los puños de la prima Isabel, no la defendí. Ni fui tras ella cuando su corrida dejó quebradas las margaritas del jardín. Estas vacaciones no vamos a ir a la casa que tienen mis tíos en la costa, ni Josefina pisará sus flores. Mi madre dijo que nos quedábamos en casa, y repitió la otra noche en la cena: En la colonia te vas a hacer de muchos amigos. La ducha es tibia, mi torso brilla como si fuera un espejismo a punto de romperse.<br />
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No recuerdo que más tengo que guardar en el bolso; el aroma a mermelada y pan tostado arremetió por debajo de la puerta, colmó la habitación de un sabor dulzón. El traje de baño, los botines para fútbol, las cartas de star wars y el conde de Montecristo. Freno antes de bajar la escalera, el pasillo apenas iluminado parece un fantasma desnutrido. En la habitación de Josefina se escucha música, de niñas. Me acerco despacio, como caminan los ladrones; taco planta y punta. Ella abre la puerta de golpe, casi cuando estaba apoyando mi cabeza. ¿Qué hacés?, dice. No le respondo. Y después digo: ¿Justin Bieber?. Grita dos o tres palabras, y camina desairada hacia el corazón del fantasma, luego se mete en el baño.<br />
Sin levantar la vista de la taza, le pregunto cuánto dura la colonia de vacaciones. Al responderme mi madre no se da vuelta, permanece con la vista fija en algo del otro lado de la ventana como si estuviera esperando a alguien. La radio continúa hablando del clima, ahora dice que por culpa del calentamiento global los veranos van a ser más largos y los inviernos más cortos, eso es tener mala suerte. Y antes de poder preguntarle si ella usa bolsas para reciclar, mi hermana se sienta en la mesa. Lleva puestas dos hebillas una a cada lado de la cabeza. Su frente queda despejada, da la sensación de ser una chica inteligente. A pesar de llevarme dos años, pienso que la diferencia no se nota. Le digo que le quedan graciosas, latiendo desprecio me trata de tarado. Pienso una respuesta pero no la digo porque mi madre se queja en voz alta. Dice que algo es increíble, como puede ese algo ser tan idiota. El ómnibus que nos tenía que pasar a buscar se olvidó de nosotros. Ya son las nueve pasadas, camina hacia el living para llamar por teléfono a la colonia. Ignoro el porqué, pero me acuerdo del acto de fin de curso del colegio. Fue en diciembre pasado, tuvimos que cantar un tema en inglés y otro en castellano. Una de las canciones es la de Serrat que habla de la libertad, y está inspirada en poemas de Antonio Machado. Entonces pienso que tengo bien presente esa canción porque cuando la preparábamos tuve una controversia con mi maestra de sexto grado; que no hubiese pasado si ella evitara usar minifaldas tan cortas. Es más, pienso que nada de lo que sucedió hubiera ni siquiera sido un rumor o una leyenda urbana, si la maestra no trepaba la escalera. Pero alguien tenía que colgar en el pizarrón la cartulina con la letra de la canción, y no hay ningún alumno en el curso más alto que ella. Así que cuando subió, varios nos acercamos. Y lo que creímos ver fue mejor que lo que vimos. Pero la maestra no pensó lo mismo cuando desde arriba se dio vuelta y nos vio al pie del primer escalón con la mirada puesta en su entrepierna. Por eso varios salimos del aula corriendo a pesar de escuchar risas en el salón, y solo volví dos días después con una carta de disculpas en el pantalón, y una mejilla morada que derritió varios hielos hasta recuperar su rosado habitual.<br />
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Josefina en el asiento de atrás tiene los auriculares puestos. Son grandes, de cuero blanco y le tapan toda la oreja. Mi madre mira fijo el semáforo, como si se estuviera concentrando para cambiarlo de color con poderes extrasensoriales. Pero el rojo no cambia. En realidad cambia uno de los dos; el que es para doblar. Pero nosotros no doblamos y entonces mi madre resopla. <br />
Van a llegar un poco tarde, dice mirando el espejo retrovisor, justo cuando el semáforo se pone verde. Le tocan bocina. Otra vez se queja, ahora susurra por lo bajo: Imbécil. Al cabo de algunas cuadras, dobla para tomar una calle más ancha. Todavía no hay mucho tráfico, son las nueve y media. Acelera en la avenida, los árboles con sus copas al viento parecen correr hacia el otro extremo. Se escapan, corren gigantes agitando sus armas: Huyen de la colonia. Al llegar, Josefina cierra el auto de un portazo, se acerca a la ventanilla del conductor, le da un pequeño beso en la boca. Abro la puerta del acompañante y siento que mi madre me sonríe, pero no me mira aunque tenga los ojos clavados en mi.<br />
<br />
Caminamos hasta el arco donde se encuentran las casillas de ingreso, al cruzarlo el sendero se divide en dos. Un cartel indica a la derecha el vestuario de varones, el de mujeres al fondo. Josefina se va directamente sin siquiera saludarme, supone que la veré después. Es eso, o su total desinterés. Pienso en lo segundo justo cuando en la entrada del vestuario alguien pregunta si tengo el certificado médico para entrar en la pileta. Le digo que no, y el señor pone cara de apenado. Entonces no vas a poder entrar, dice. Tampoco es que me interesara mucho respondo, y le agrego que vengo a la colonia de vacaciones.<br />
El club es enorme, el mapa que estuve mirando en el vestuario decía que tiene una pileta olímpica, cuatro canchas de futbol cinco, dos de rugby, dos de hockey; y un comedor con sector de parrillas. El grupo de la colonia está compuesto por varones y niñas de distintas edades. Fue difícil dar con ellos porque cuando al fin los encontré, bajo la sombra de unos cuantos árboles, la mayoría de mis conocidos ya se habían dispersado. Me siento sobre el pasto cerca de varios varones, saludo con la mano abierta. Un rubio de flequillo hace señas invitándome al círculo. Tiene la cara redonda como la luna, y piernas gruesas que parecen los panes caseros que los domingos hace mi madre.<br />
<br />
El gordo en voz alta presenta al resto, por la apariencia doy cuenta que me llevan algunos años; luego pregunta mi nombre. Tardo en responder, a unos metros dentro de la pileta mi hermana conversa con dos amigas. La miro pero ella no se da cuenta porque esta de perfil riéndose. Pablo, que tiene una camiseta del barcelona, pregunta si conozco a las chicas. Le respondo que sí, que una es mi hermana. Entonces se miran entre ellos, se paran a mi lado preguntándome cuál es. Les digo que no se, y al instante simulando distracción uno pisa mi mano con el pie descalzo. Duele un poco, agito el brazo poniéndome de pie justo cuando de reojo veo que Josefina se echa a nadar hacia el otro extremo de la pileta. ¿Cómo que no sabes quién es?, dice el más alto. No le respondo, entonces me empuja medio metro hacia atrás. Le digo que no la reconozco porque todas tienen la gorra de baño. Acechan nuevamente, veo que uno se pone a mi espalda, pero no le puedo prestar atención porque acierto la jugada del más alto que se acerca con los brazos extendidos. Cuando siento su fuerza sobre el pecho, adivino que el gordo se había puesto en cuatro patas por detrás. Caigo pero no fuerte, el césped amortigua. Antes de poder levantarme el alto se sienta encima mío, con las rodillas me anula los brazos. Tengo un gusto amargo en la boca, el que juega en barcelona me obliga a comer tierra. Húmeda apenas tibia, como el agua en la ducha y envuelto en ella un golpe en la puerta; el insulto de mi hermana. Unas manos sacuden mi cabeza, y escucho la agresión. No le voy a abrir, que espere a que termine con el baño. El alto no deja de sacudirme, pero dentro del remolino exclaman mi nombre. Sueltan mis brazos, quedo un poco aturdido aunque ya sin escuchar los golpes en la puerta. Entre el calor que me gotea la frente, con los ojos apenas por abrir, veo la sombra preocupada de mi hermana. El sudor sabe a verde rocío de verano, y me arrepiento de no tener el certificado para entrar a la pileta.<br />
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Fin Estanislaohttp://www.blogger.com/profile/01672699099038447789noreply@blogger.com0Buenos Aires, Argentina-34.6037232 -58.381593100000032-34.8128082 -58.704316600000034 -34.394638199999996 -58.05886960000003tag:blogger.com,1999:blog-33297068.post-76365166735571673072013-05-18T14:01:00.000-03:002013-05-28T14:08:17.563-03:00La partida del tren / Clarice Lispector<br />
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<a href="http://www.unilab.edu.br/wp-content/uploads/2013/01/clarice.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; cssfloat: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" height="320" src="http://www.unilab.edu.br/wp-content/uploads/2013/01/clarice.jpg" width="238" yya="true" /></a></div>
<strong>La partida del tren</strong><br />
Clarice Lispector<br />
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La partida era en la Central con su reloj enorme, el más grande del mundo. Marcaba las seis de la mañana. Ángela Pralini pagó el taxi y cogió su pequeña valija. Doña María Rita Alvarenga Chagas Souza Melo descendió del Opel de la hija y se encaminaron hacia las vías. La vieja iba bien vestida y con joyas. De las arrugas que la ocultaban salía la forma pura de una nariz perdida en la edad, y de una boca que en otros tiempos debía haber sido llena y sensible. Pero qué importa. Se llega a un cierto punto y lo que fue no importa. Comienza una nueva raza. Una vieja no puede comunicarse. Recibió el beso helado que su hija le dio antes de que el tren partiera. Antes la ayudó a subir al vagón. Aunque en éste no había un centro, ella se colocó de lado. Cuando la locomotora se puso en movimiento, se sorprendió un poco: no esperaba que el tren siguiera en esa dirección y se encontró sentada de espaldas al camino. <br />
<br />
Ángela Pralini advirtió el movimiento y preguntó: <br />
-¿Quiere cambiar de lugar conmigo? <br />
<br />
Doña María lo rechazó con delicadeza, dijo que no, muchas gracias, a ella le daba lo mismo. Pero parecía haberse perturbado. Se pasó la mano sobre el camafeo afiligranado de oro, pinchado en el pecho, paseó la mano por el broche, la quitó, la llevó hasta el sombrero de fieltro con una rosa de paño, la retiró. Seca. ¿Ofendida? Al final, le preguntó a Ángela Pralini: <br />
-¿Es por mí que desea cambiar de lugar?<br />
<br />
Ángela Pralini dijo que no, se sorprendió, la vieja se sorprendió por el mismo motivo: no se reciben atenciones de una viejita. Ella sonrió un poco demasiado y los labios cubiertos de talco se partieron en surcos secos: estaba encantada. Y un poco agitada: <br />
-Qué amabilidad la suya -le dijo-, qué gentileza. <br />
<br />
Hubo un movimiento de perturbación porque Ángela Pralini rió también, y la vieja continuaba riendo, mostrando una dentadura bien arenada. Dio discretamente un tirón al cinturón que la apretaba demasiado. <br />
-Qué amable- repitió. <br />
<br />
Se recompuso un tanto deprisa, cruzó las manos sobre el bolso que contenía todo lo que se podía imaginar. Las arrugas, mientras reía, habían tomado un sentido, pensó Ángela. Ahora eran otra vez incomprensibles, superpuestas en un rostro otra vez inmodelable. Pero Ángela le quitaba la tranquilidad. Ya conocía a muchas jóvenes nerviosas que se decían: si me río un poco lo arruino todo, va a ser ridículo, tengo que parar, y era imposible, la situación era muy triste. Con inmensa piedad, Ángela vio la cruel verruga en la mandíbula, verruga de la cual salía un pelo negro y tieso. Pero Ángela le quitaba la tranquilidad. Se daba cuenta de que sonreiría en cualquier momento: Ángela la ponía en ascuas. Ahora era una de esas viejitas que parecen pensar que están siempre atrasadas, que se pasaron de hora. No se contuvo un segundo más, se irguió y espió por su ventana, como si fuera imposible mantenerse sentada. <br />
-¿Quiere levantar el cristal? -le dijo un chico que oía a Haendel en una radio a pilas. <br />
-¡Ah! -exclamó ella, aterrorizada. <br />
¡Oh, no!, pensó Ángela, se estaba arruinando todo, el chico no debía haber dicho eso, era demasiado, no había que tocarla otra vez. Porque la vieja, casi a punto de perder la actitud de la que vivía, casi a punto de perder cierta amargura, temblaba como música de clave entre la sonrisa y el extremo encanto. <br />
-No, no, no -dijo ella con falsa autoridad-, de ningún modo, gracias, sólo quería mirar. <br />
<br />
Se sentó inmediatamente como si la delicadeza del chico y de la muchacha la vigilaran. La vieja, antes de subir al tren, se persignó con tres cruces en el corazón, besando discretamente las puntas de los dedos. Llevaba un vestido oscuro con cuello de encaje verdadero y un camafeo de oro puro. En la oscura mano izquierda las dos alianzas gruesas de viuda, gruesas como ya no se hacían. Del otro vagón se oía a un grupo de bandeirantes que cantaban Brasil agudamente. Felizmente, era en el otro vagón. La música de la radio del chico se entrecruzaba con la música de otro, que estaba escuchando a Edith Piaf cantando J´attendrai. <br />
Fue entonces cuando el tren de pronto dio una sacudida y las ruedas se pusieron en movimiento. Comenzó la partida. La vieja murmuró bajo: "¡Ay, Jesús!". Ella se bañaba en la terma de Jesús. Amén. Por la radio a pilas de una mujer se supo que eran las seis y treinta de la mañana, mañana fría, la vieja pensó: Brasil mejora la señalización de sus calles. Un tal Kissinger parecía mandar en el mundo. <br />
<br />
Nadie sabe dónde estoy, pensó Ángela Pralini, y eso la asustaba un poco, ella era una fugitiva. <br />
-Mi nombre es María Rita Alvarenga Chagas Souza Melo, Alvarenga Chagas era el apellido de mi padre -dijo, agregando una petición de disculpas por tener que decir tantas palabras sólo para pronunciar su nombre-. Chagas -añadió con modestia- eran las llagas de Cristo. Pero me puede llamar doña María Rita. ¿Y su nombre? Su gracia, ¿cuál es? <br />
-Mi nombre es Ángela Pralini. Voy a pasar seis meses en la hacienda de mis tías. ¿Y usted?<br />
-¡Ah! Yo voy a la hacienda de mi hijo, me voy a quedar allí el resto de mi vida, mi hija me trajo hasta el tren y mi hijo me espera con el auto en la estación. Soy como un paquete que se entrega de mano en mano. <br />
<br />
Los tíos de Ángela no tenían hijos y la trataban como a una hija. Ángela se acordó de la nota que dejó para Eduardo: "No me busques. Voy a desaparecer de tu vida para siempre. Te amo como nunca. Tu Ángela no fue más tuya porque tú no quisiste".<br />
<br />
Quedaron en silencio. Ángela Pralini se entregó al ruido cadencioso del tren. Doña María Rita miró de nuevo su anillo de brillantes y perla en su dedo, alisó el camafeo de oro: "Soy vieja pero soy rica, más rica que todos aquí en el vagón. Soy rica, soy rica". Espió el reloj, más para ver la gruesa placa de oro que para ver la hora. "Soy muy rica, no soy una vieja cualquiera." Pero sabía, ah, sabía bien que era una viejita cualquiera, una viejita asustada por las menores cosas. Se acordó de sí misma, el día entero sola en su mecedora, sola con los criados, mientras la hija, relacionista pública, pasaba el día afuera, no llegaba hasta las ocho de la noche, y ni siquiera le daba un beso. Se acordó ese día a las cinco de la mañana, todavía oscuro y hacía frío. <br />
<br />
Después de la delicadeza del chico estaba extraordinariamente agitada y sonriente. Parecía más delgada. Cuando se reía, se revelaba como una de esas viejas llenas de dientes. La crueldad dislocada de los dientes. El chico ya se había alejado. Ella abría y cerraba los párpados. De pronto golpeó con los dedos la pierna de Ángela, con extrema rapidez y suavidad: <br />
-Hoy todos están verdaderamente, pero verdaderamente amables, qué gentileza, qué gentileza. <br />
<br />
Ángela sonrió. La vieja permaneció sonriendo sin quitar los ojos profundos y vacíos de los ojos de la muchacha. Vamos, vamos, la fustigaban de todos lados, y ella espiaba para acá y para allá como si fuera a escoger. ¡Vamos, vamos!, la empujaban riendo de todos lados y ella se sacudía, sonriente, delicada. <br />
-Qué amables son todos en este tren -dijo. <br />
<br />
Súbitamente intentó recomponerse, carraspeó falsamente, se contuvo. Debía ser difícil. Temía haber llegado a un punto donde no podía interrumpirse. Se mantuvo en severidad y temor, cerró los labios sobre los innumerables dientes. Pero no podía engañar a nadie. Su rostro tenía tal esperanza que perturbaba los ojos de quienes la veían. Ella ya no dependía de nadie: una vez que la habían tocado, podían irse, ahora ella sola se irradiaba, magra, alta. Pero todavía quería decir algo y ya preparaba un gesto social de cabeza, llena de gracia previa. Ángela se preguntaba si ella sabría expresarse. Ella pareció pensar, pensar y encontrar con ternura un pensamiento ya todo hecho donde mal y mal podía acoger su sentimiento. Dijo con cuidado y sabiduría de anciana, como si precisara tomar ese aire para hablar como vieja: <br />
-La juventud. La juventud amable. <br />
<br />
Rió un poco fingidamente. ¿Iba a tener una crisis de nervios?, pensó Ángela Pralini. Porque estaba tan maravillosa. Pero carraspeó otra vez con austeridad, dio unos golpecitos con las puntas de los dedos como si ordenara con urgencia a la orquesta una nueva partitura. Abrió el bolso, lo revisó hasta encontrar un diario grande y normal, fechado tres días atrás, observó Ángela. Se puso a leer. <br />
Ángela había perdido siete kilos. En la hacienda iba a comer lo que nunca en la vida: guiso de habas y repollo de Minas Gerais, para recuperar los preciosos kilos perdidos. <br />
<br />
Estaba tan delgada por intentar acompañar el raciocinio brillante e interrumpido de Eduardo: bebía café sin azúcar sin parar para mantenerse despierta. Ángela Pralini tenía los senos muy bonitos, eran su punto fuerte. Tenía los ojos con ojeras profundas. Ella aprovechaba el silbido aullante del tren para que fuese su propio grito. Era un berrido agudo, el suyo, sólo que vuelto hacia adentro. Era la mujer que bebía más whisky en el grupo de Eduardo. Aguantaba de seis a siete de una vez, manteniendo una lucidez de terror. En la hacienda iba a beber leche grasa de vaca. Una cosa unía a la vieja y a Ángela: ambas iban a ser recibidas con los brazos abiertos, pero una no sabía eso de la otra. Ángela se estremeció súbitamente: quién daría el último día de vermicida al cachorro. Ah, Ulises, pensó ella del perro, no te abandoné porque quisiera, lo que necesitaba era huir de Eduardo, antes que él me arruinase totalmente con su lucidez: lucidez que iluminaba demasiado y lo quemaba todo. Ángela sabía que los tíos tenían remedio contra la picadura de cobra: pretendía entrar de lleno en la floresta espesa y verde, con botas altas y untada con remedio contra la picadura de mosquito. Como si saliera de la carretera Transamazónica, la exploradora. ¿Qué bichos encontraría? Era mejor llevar una espingarda, comida y agua. Y una brújula. Desde que descubrió -pero lo descubrió realmente con espanto- que iba a morir un día, desde entonces no tuvo más miedo a la vida, y a causa de la muerte, tenía derechos totales: lo arriesgaba todo. Después de haber tenido dos uniones que habían terminado en nada, esta tercera que terminaba en amor-adoración, cortada por la fatalidad del deseo de sobrevivir. Eduardo la había transformado: la hizo volver los ojos hacia adentro. Pero ahora miraba hacia afuera. Veía a través de la ventana los senos de la tierra, en las montañas. ¡Existen pajaritos, Eduardo! ¡Existen nubes, Eduardo!, y cuando yo era una niña cabalgaba a la carrera en un caballo desnudo, sin silla. Y estoy huyendo de mi suicidio, Eduardo. Disculpa, Eduardo, pero no quiero morir. Quiero ser fresca y rara como una granada. <br />
<br />
Y la vieja fingía que leía el periódico. Pero pensaba: su mundo era un suspiro. No quería que los otros la consideraran abandonada. Dios me dio salud para viajar, sólo. Ttambién soy buena de cabeza, no hablo sola y yo misma me baño todos los días. Olía a agua de rosas mustias y maceradas, era su perfume añejo y enmohecido. Tener un ritmo respiratorio, pensó Ángela de la vieja, era la cosa más bella que quedó desde que doña María Rita naciera. Era la vida. <br />
<br />
Doña María Rita pensaba: cuando se hizo vieja comenzó a desaparecer para los otros, sólo la veían por casualidad. Ella ya era el futuro. <br />
Ángela pensó: creo que si encontrara la verdad, no podría pensarla. Sería impronunciable mentalmente. <br />
La vieja siempre fue un poco vacía; bien, un poquito. ¿Muerte? Era raro, no formaba parte de los días. Y aun "no existir" ni existía, era imposible no existir. No existir no cabía en nuestra vida diaria. La hija no era cariñosa. En compensación, el hijo era tan cariñoso, bonachón, medio gordo. La hija era seca, con sus besos rápidos, la relacionista pública. La vieja tenía cierta holganza de vivir. La monotonía, sin embargo, era lo que la sostenía. <br />
Eduardo escuchaba música con el pensamiento. Y entendía la disonancia de la música moderna, sólo sabía entender. Su inteligencia la ahogaba. "Tú eres una temperamental, Ángela", le dijo una vez. ¿Y qué? ¿Qué mal había en eso? Soy lo que soy y no lo que piensas que soy. La prueba de quien soy es esta partida del tren. Mi prueba también es doña María Rita, ahí enfrente. ¿Prueba de qué? Sí. Ella ya tuvo plenitud. Cuando ella y Eduardo estaban tan apasionados uno por el otro que estando juntos en una cama, con las manos unidas, ella sentía la vida completa. Poca gente conocía la plenitud. Y, porque la plenitud es también una explosión, ella y Eduardo cobardemente pasaron a vivir "normalmente". Porque no se puede prolongar el éxtasis sin morir. Se separaron por un motivo fútil casi inventado: no querían morir de pasión. La plenitud es una de las verdades encontradas. Pero el rompimiento necesario fue para ella una ablación, como ocurre a las mujeres a quienes les extraen el útero y los ovarios: vacía por dentro. <br />
Doña María Rita era tan antigua que en la casa de la hija estaban habituados a ella como a un mueble viejo. Ella no era novedad para nadie. Pero nunca le pasó por la cabeza que era una solitaria. Sólo que no tenía nada que hacer. Era un ocio forzado que en ciertos momentos se tornaba doloroso: no tenía nada que hacer en el mundo. Salvo vivir como un gato, como un cachorro. Su ideal era ser dama de compañía de alguna señora, pero eso ya no se usaba y además nadie la creería fuerte a los setenta y siete años, pensarían que era floja. No hacía nada, sólo eso: ser vieja. A veces se deprimía: pensaba que no servía para nada, no servía siquiera a Dios: doña María Rita no tenía infierno dentro de ella. ¿Por qué los viejos, aun los que no tiemblan, sugieren algo delicadamente trémulo? Doña María Rita tenía un temblor quebradizo de música de acordeón. <br />
Pero cuando se trata de la vida, ¿quién nos ampara? Pues cada uno es uno. Y cada vida tiene que ser amparada por esa propia vida de cada uno. Cada uno de nosotros: es con lo que contamos. Como doña María Rita siempre fue una persona común, le parecía que morir no era cosa normal. Morir era sorprendente. Era como si ella no estuviera a la altura del acto de la muerte, pues nunca le había ocurrido hasta ahora nada de extraordinario en la vida que justificara de pronto otro hecho extraordinario. Hablaba y hasta pensaba en la muerte, pero en el fondo era escéptica e incrédula. Pensaba que se moría cuando ocurría un accidente o alguien mataba a alguien. La vieja tenía poca experiencia. A veces tenía taquicardia: bacanal del corazón. Pero sólo eso, y le sucedía desde joven. En su primer beso, por ejemplo, el corazón se desgobernó. Y fue una cosa buena, en el límite con lo malo. Algo que recordaba su pasado, no como hechos sino como vida: una sensación de vegetación en sombra, hierbas, samambayas, culandrillos, frescor verde. Cuando sentía eso otra vez, sonreía. Una de las palabras más eruditas que usaba era "pintoresco". Era bueno. Era como oír el murmullo de una fuente y no saber dónde nacía. <br />
Un diálogo que sostenía consigo misma: <br />
-¿Estás haciendo algo? <br />
-Sí, estoy: estoy siendo triste. <br />
-¿No te molesta estar sola? <br />
-No; pienso <br />
<br />
A veces no pensaba. A veces se quedaba sólo siendo. No necesitaba hacer. Ser era ya un hacer. Podía ser lentamente o un poco de prisa. <br />
En el asiento de atrás, dos mujeres hablaban y hablaban sin parar. Sus voces constantes se fundían con el ruido de las ruedas del tren y de las vías. <br />
Doña María Rita había esperado que la hija permaneciera en la plataforma del tren para decirle adiós, pero esto no sucedió. El tren inmóvil. Hasta que arrancó. <br />
-Ángela -dijo-, una mujer nunca dice la edad, por eso sólo puedo decirte que es mucha. Pero a ti (¿puedo tutearte, verdad?) voy a hacerte una confidencia: tengo setenta y siete años. <br />
-Yo tengo treinta y siete -dijo Ángela Pralini. <br />
<br />
Eran las siete de la mañana. <br />
-Cuando era joven era muy mentirosa. Mentía muchísimo. <br />
Después, como si se hubiera desencantado de la magia de la mentira, dejó de mentir. <br />
Ángela, mirando a la vieja doña María Rita, tuvo miedo de envejecer y de morir. <br />
Sostén mi mano, Eduardo, para no tener miedo de morir. Pero él no sostenía nada. Lo único que hacía era: pensar, pensar y pensar. Ah, Eduardo, ¡quiero la dulzura de Schumann! Su vida era una vida deshecha, evanescente. Le faltaba un hueso duro, áspero y fuerte, contra el cual nadie pudiera nada. ¿Quién sería ese hueso esencial? Para alejar esa sensación de enorme carencia, pensó: ¿cómo se las arreglaban en la Edad Media sin teléfono y sin avión? Misterio. Edad Media, yo te adoro y tus nubes oscuras y cargadas que desembocaron en el Renacimiento luminoso y fresco. <br />
<br />
En cuanto a la vieja, estaba ida. Miraba hacia la nada. <br />
Ángela se miró en el pequeño espejo del bolso. Me parezco a un desmayo. Cuidado con el abismo, le digo a aquella que se parece a un desmayo. Cuando me muera, voy a sentir tanta nostalgia de ti, Eduardo. La frase no resistía la lógica, sin embargo tenía en sí misma un imponderable sentido. Era como si ella quisiera expresar una cosa y expresara otra. <br />
La vieja ya era el futuro. Parecía tener vergüenza. ¿Vergüenza de ser vieja? En algún punto de su vida debería con certeza haber habido un error, y el resultado era ese extraño estado de vida. Que sin embargo no la llevaba a la muerte. La muerte era siempre una sorpresa para quien moría. Tenía, a pesar de todo, el orgullo de no babear ni hacer pipí en la cama, como si esa forma de salud bravía hubiera sido meritoriamente el resultado de un acto de su voluntad. Sólo no era una dama, una señora de edad, por no tener arrogancia: era una viejita digna que de repente tomaba un aire asustadizo. Ella, bueno, ella se elogiaba a sí misma, considerábase una vieja llena de precocidad como una niña precoz. Pero la verdadera intención de su vida, no la sabía. <br />
Ángela soñaba con la hacienda: allí se escuchaban gritos, latidos y aullidos, de noche. "Eduardo -pensó ella para él-, yo estaba cansada de intentar ser lo que tú creías que soy. Tengo un lado malo (el más fuerte y el que predominaba ahora, el que había intentado esconder por ti), y en ese lado fuerte yo soy una vaca, soy una yegua libre que patea en el suelo, soy una mujer de la calle, soy vagabunda, y no una "letrada". Sé que soy inteligente y que a veces escondo eso para no ofender a los otros con mi inteligencia, y que soy una inconsciente. Huí de ti, Eduardo, porque tú me estabas matando con tu cabeza de genio que me obligaba casi a taparme los oídos con las manos y casi a gritar de horror y de cansancio. Y ahora me voy a quedar seis meses en la hacienda, tú no sabes dónde estaré, y todos los días tomaré un baño en el río mezclando con el barro mi propio barro. Soy vulgar, Eduardo, y tienes que saber que me gusta leer historias de folletín, mi amor, oh, mi amor, cómo te amo y cómo amo tus terribles maleficios, ah, cómo te adoro, soy tu esclava. Pero yo soy física, mi amor, yo soy física y tuve que esconder de ti la gloria de ser física. Y tú, que eres el mismo fulgor del raciocinio, entonces no sabía, eras alimentado por mí. Tú, superintelectual y brillante y dejando a todos admirados y boquiabiertos." <br />
<br />
-Me parece -se dijo en voz baja la vieja-, me parece que esa joven bonita no tiene interés en conversar conmigo. No sé por qué, pero nadie conversa más conmigo. Aun cuando estoy junto a la gente, nadie parece pensar en mí. A fin de cuentas, no tengo la culpa de ser vieja. Pero no hago daño, y me hago compañía. Y también tengo a Nandino, mi hijo querido que me adora. <br />
"¡El placer sufrido de rascarse!", pensó Ángela. Yo, yo que no voy en esa dirección ni en la otra, ¡soy libre! Estoy quedando más saludable, tengo deseos de decir un desafuero en voz alta para asustar a todos. ¿La vieja no entendería? No sé, ella debe haber parido varias veces. Yo no estoy de acuerdo en eso de que lo cierto es ser infeliz, Eduardo. Quiero gozar de todo y después morir y que me dañe, que me dañe, que me dañe. Sé bien que la vieja es capaz de ser infeliz sin saberlo. Pasividad. Y no entro en eso tampoco, nada de pasividad, quiero tomar un baño desnuda en el río barroso que se parece a mí, ¡desnuda y libre! ¡Viva! ¡Tres vivas! ¡Lo abandono todo! ¡Todo! Y así no soy abandonada, no quiero depender sino de unas tres personas, y el resto es: Buenos días, ¿todo bien? Todo bien. Edu, ¿sabes? Te abandono. Tú, en el fondo de tu intelectualismo, no vales la vida de un perro. Te abandono, entonces. Y abandono el grupo falsamente intelectual que exigía de mí un vano y nervioso ejercicio continuo de inteligencia falsa y apresurada. Fue preciso que Dios me abandonara para que yo sintiera su presencia. Necesito matar a alguien dentro de mí. Tú arruinaste mi inteligencia con la tuya que es de genio. Y me obligaste a saber, a saber, a saber. Ah, Eduardo, no te preocupes, llevo conmigo los libros que tú me diste para "seguir un curso en casa", como querías. Estudiaré filosofía cerca del río, por el amor que te tengo. <br />
<br />
Ángela Pralini tenía pensamientos tan hondos que no había palabras para expresarlos. Era mentira decir que sólo se podía tener un pensamiento a la vez: tenía muchos pensamientos que se entrecruzaban y eran diferentes. Sin hablar del "subconsciente" que explota en mí, quiera o no quiera. Soy una fuente, pensó Ángela, pensando al mismo tiempo dónde habría puesto el pañuelo de cabeza, pensando si el cachorro habría tomado la leche que le había dejado, en las camisas de Eduardo, y su extremado agotamiento físico y mental. Y en la vieja doña María Rita. "Nunca voy a olvidar tu rostro, Eduardo." Era un rostro un poco asustado, asustado de su propia inteligencia. Él era un ingenuo. Y amaba sin saber que estaba amando. Iba a quedarse tonto cuando descubriera que ella se había ido, dejando al cachorro y a él. Abandono por falta de nutrición, pensó. Al mismo tiempo pensaba en la vieja sentada enfrente. No era verdad que sólo se pensaba en una sola cosa. Era, por ejemplo, capaz de escribir un talón perfecto, sin un error, pensando en su vida. Que no era buena, pero, en definitiva, era suya. Suya otra vez. La coherencia, no la quiero más. La coherencia es mutilación. Quiero el desorden. Sólo adivino a través de una vehemente incoherencia. Para meditar saqué demasiadas cosas de mí y siento el vacío. Es en el vacío donde se pasa el tiempo. Ella que adoraba una buena playa, con sol, arena y sol. Él está abandonado, perdió el contacto con la tierra, con el cielo. Él ya no vive, existe. El aire entre ella y Eduardo Gomes era de emergencia. Ella se había transformado en una mujer urgente. Es que, para mantener despierta la urgencia, tomaba drogas excitantes que la adelgazaban cada vez más y le quitaban el hambre. Quiero comer, Eduardo, tengo hambre, Eduardo, hambre de mucha comida. ¡Soy orgánica! <br />
"Conozca hoy el supertrén de mañana." Selecciones del Reader´s Digest que ella a veces leía a escondidas de Eduardo. Era como las Selecciones que decían: conozca hoy el supertrén de mañana. Positivamente no estaba conociendo hoy. Pero Eduardo era el supertrén. Súper todo. Ella conocía hoy el súper de mañana. Y no lo soportaba. No soportaba el movimiento perpetuo. Tú eres el desierto, y yo voy a Oceanía, a los mares del Sur, a la isla de Tahití. Aunque estén estragadas por los turistas. Tú no eres más que un turista, Eduardo. Voy hacia mi propia vida, Edu. Y digo como Fellini: en la oscuridad y en la ignorancia creo más. La vida que llevaba con Eduardo tenía olor a farmacia nueva recién pintada. Ella prefería el olor vivo del estiércol por más repugnante que fuera. Él era correcto como una pista de tenis. Además, practicaba el tenis para mantener la forma. En fin, él era un trasto que ella amaba y casi no amaba más. Estaba recobrando en el tren mismo su salud mental. Continuaba apasionada por Eduardo. Y él, sin saber, también lo estaba por ella. Yo que no consigo hacer nada bien, excepto las tortillas. Con una sola mano rompía huevos con una rapidez increíble, y los volcaba en la vasija sin derramar ni una gota. Eduardo moría de envidia de tanta elegancia y eficiencia. Él a veces daba charlas en las universidades y lo adoraban. Ella también asistía, ella también lo adoraba. ¿Cómo empezaba? "No me siento a gusto cuando veo algunas personas que se levantan cuando oyen anunciar que voy a hablar." Ángela siempre tenía miedo que la gente se retirara y lo dejaran solo. <br />
La vieja, como si hubiera recibido una transmisión de pensamiento, pensaba: que no me dejen sola. ¿Qué edad tengo? Ya ni lo sé. <br />
Después, enseguida, vació su pensamiento. Y era tranquilamente nada. Mal existía. Era bueno así, muy bueno. Inmersiones en la nada. <br />
Ángela Pralini, para calmarse, se contó una historia muy calmante, muy tranquila: era una vez un hombre a quien le gustaban mucho las frutas del jabuticabas. Entonces fue hacia un bosque donde había árboles cargados de protuberancias negras, lisas y lustrosas, que le caían en las manos blandamente y que de las manos le caían a los pies. Era tal la abundancia de jabuticabas que se daba el lujo de pisarlas. Y ellas hacían un ruidito muy gracioso. Hacían así: cloc-cloc-cloc, etc. Ángela se calmó con el hombre de las jabuticabas. <br />
En la hacienda había jabuticabas y ella iba a hacer con los pies desnudos el cloc-cloc, suave y húmedo. Nunca sabía si debía o no tragar los carozos. ¿Quién le iba a contestar esa pregunta? Nadie. Sólo tal vez un hombre que, como Ulises, el perro, y contra Eduardo, respondiera: "Mangia, bella, que ti fa bene". Sabía un poquito de italiano pero nunca estaba segura de su sentido. Y después de lo que ese hombre dijera, ella tragaría los carozos. Otro árbol que le gustaba era uno cuyo nombre científico había olvidado pero que en la infancia todos habían conocido directamente, sin ciencia, era uno que en el Jardín Botánico de Río hacía un cloc-cloc sequito. ¿Ves? ¿Ves cómo estás renaciendo? Siete vidas de gato. El número siete la acompañaba, era su secreto, su fuerza. Se sentía linda. No lo era. Pero se sentía. Se sentía también bondadosa. Con ternura hacia la vieja María Rita que se había puesto las gafas para leer el diario. Todo era vagaroso en la vieja María Rita. ¿Cerca del fin? Ay, cómo duele morir. En la vida se sufre más si se tiene algo en la mano: la inefable vida. Pero, ¿y la pregunta sobre la muerte? Era preciso no tener miedo: ir hacia el frente, siempre. <br />
Siempre. <br />
<br />
Como el tren. <br />
Y en algún lugar existe una cosa escrita en el muro. Y es para mí, pensó Ángela. De las llamas del Infierno llegará un telegrama fresco para mí. Y nunca más mi esperanza será decepcionada. Nunca. Nunca más. <br />
La vieja era anónima como una gallina, como había dicho una tal Clarice hablando de una vieja desvergonzada, enamorada de Roberto Carlos. Esa Clarice incomodaba. Hacía gritar a la vieja: ¡tiene! ¡que! ¡haber! ¡una! ¡puerta! ¡de saliiiiida! y la había. Por ejemplo, la puerta de salida de esa vieja era el marido que volvería al día siguiente, eran personas conocidas, era su empleada, era la plegaria intensa y fructífera frente a la desesperación. Ángela se dijo como si se mordiera rabiosamente: tiene que haber una puerta de salida. Tanto para mí como para doña María Rita. <br />
Yo no puedo detener el tiempo, pensó María Rita Alvarenga Chagas Souza Melo. Fracasé. Estoy vieja. Y fingió leer el diario sólo para recuperar la compostura. <br />
Quiero sombra, gimió Ángela, quiero sombra y anonimato. <br />
La vieja pensó: su hijo era tan bondadoso, tan cálido de corazón, tan cariñoso. La llamaba "madrecita". Sí, tal vez pase el resto de mi vida en la hacienda, lejos de la relacionista pública que no me necesita. Y mi vida será muy larga, a juzgar por mis padres y abuelos. Podía alcanzar, fácil, fácil, los cien años, pensó confortablemente. Y morir de repente para no tener tiempo de sentir miedo. Se persignó discretamente y pidió a Dios una buena muerte.<br />
Ulises, si tu cara fuera vista bajo el punto de vista humano, serías monstruoso y feo. Era lindo desde el punto de vista perro. Era vigoroso como un caballo blanco y libre, sólo que era castaño suave, anaranjado, color whisky. Pero su pelo es lindo como el de un enérgico y empinado caballo. Los músculos del pescuezo eran vigorosos y se podían tocar con manos de dedos sabios. Ulises era un hombre. Sin dejar de ser un perro. Era delicado como un hombre. Una mujer debe tratar bien al hombre. <br />
El tren entrando en el campo: los grillos gritaban agudos y ásperos. <br />
Eduardo, una vez, sin gracia, como quien se ve forzado a cumplir una función, le dio de regalo un gélido diamante. Ella hubiera preferido brillantes. En fin, suspiró ella, las cosas son como son. A veces, cuando miraba desde lo alto de su apartamento, tenía deseos de suicidarse. Ah, no por Eduardo, sino por una especie de fatal curiosidad. No se lo contaba a nadie, por miedo de influir en un suicida latente. Ella quería la vida, la vida plana y plena, bonita, leyendo los artículos de Selecciones. Quería morir sólo a los noventa años, en medio de un acto de vida, sin sentir. El fantasma de la locura nos ronda. ¿Qué es lo que haces? Estoy esperando el futuro. <br />
Cuando finalmente el tren se puso en movimiento, Ángela Pralini encendió el cigarrillo en aleluya: tenía miedo de que cuando el tren partiera, no tuviera el coraje de irse y terminara por bajar del vagón. Pero ya estaban sujetos los amortiguadores y las ruedas daban repentinos sobresaltos. El tren marchaba. Y la vieja María Rita suspiraba: estaba más cerca del hijo amado. Con él podría ser madre, ella que era castrada por su hija. <br />
Una vez que Ángela tuvo dolores menstruales, Eduardo intentó, sin mucha gracia, ser cariñoso. Y le dijo una cosa horrorosa: estás enferma, ¿no? Se ruborizaba de vergüenza. <br />
El tren corría cuanto podía. El maquinista feliz: así era bueno, y pitaba a cada curva del camino. Era un largo y grueso silbido de tren en marcha, ganando terreno. La mañana era fresca y llena de hierbas altas y verdes. Así, sí, vamos hacia adelante, dijo el maquinista a la máquina. La máquina respondió con alegría. <br />
La vieja era nada. Y miraba hacia el aire como se mira a Dios. Estaba hecha de Dios. Es decir: todo o nada. La vieja, pensó Ángela, era vulnerable. Vulnerable al amor, al amor de su hijo. La madre era franciscana, la hija polución. <br />
Dios, pensó Ángela, si existes, ¡muéstrate! Porque llegó la hora. Es esta hora, este minuto y este segundo. <br />
Y el resultado fue que tuvo que ocultar las lágrimas que le vinieron a los ojos. Dios de algún modo le respondía. Ella estaba satisfecha y se tragó un sollozo ahogado. Vivir dolía. Vivir era una herida abierta. Vivir es ser como mi cachorro. Ulises no tenía nada que ver con el Ulises de Joyce. Intenté leer a Joyce pero no seguí porque era pesado, disculpa, Eduardo. Sé que es un pesado genial. Ángela estaba amando a la vieja que era nada, la madre que le faltaba. Madre dulce, ingenua y sufriente. Su madre que murió cuando ella tenía nueve años; aun enferma, pero viva, servía. Aun paralítica, servía. <br />
Entre ella y Eduardo el aire tenía gusto de sábado. Y de pronto los dos eran raros, la rareza en el aire. Ellos se sentían raros, no formando parte de las mil personas que iban por la calle. Los dos a veces eran cómplices, tenían una vida secreta porque nadie los comprendía. Y también porque los raros son perseguidos por la gente que no toleran la insultante ofensa de los que se diferencian. Escondían su amor para no herir a los otros con la envidia. Para no herirlos con una estrella demasiado luminosa para los ojos.<br />
Au, au, au, ladrará mi cachorro. Mi gran cachorro. <br />
La vieja pensó: soy una persona involuntaria. tanto que, cuando reía -lo que no ocurría a menudo-, nadie sabía si reía o lloraba. Sí. Ella era involuntaria. <br />
Mientras tanto, Ángela Pralini se sentía efervescente como las gotitas de agua mineral Cachambú: de repente. Así: de repente. ¿De repente qué? Sólo de repente. Cero. Nada. Tenía treinta y siete años y pretendía a cada instante comenzar la vida. Como las gotitas efervescentes del agua Cachambú. Las siete letras de Pralini le daban fuerza. Las seis letras de Ángela la volvían anónima. <br />
Con un largo silbido aullante se llegaba a la pequeña estación donde Ángela Pralini descendería. Cogió su valija. En el espacio entre la gorra del empleado y la nariz de una joven, estaba la vieja durmiendo inflexible, con la cabeza tiesa bajo el sombrero de fieltro, una mano cerrada sobre el diario. <br />
Ángela bajó del vagón. <br />
Naturalmente, eso no tenía la menor importancia: hay personas que siempre se arrepienten, es un rasgo de ciertas naturalezas culpables. Pero la dejó perturbada la imagen de la vieja cuando despertara, la visión de su rostro espantado frente al banco vacío de Ángela. Al fin, nadie sabía si se había adormecido por confianza en ella. <br />
Confianza en el mundo<br />
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FinEstanislaohttp://www.blogger.com/profile/01672699099038447789noreply@blogger.com0Buenos Aires, Argentina-34.6037232 -58.381593100000032-34.8128082 -58.704316600000034 -34.394638199999996 -58.05886960000003tag:blogger.com,1999:blog-33297068.post-62624033798726838542013-04-26T13:44:00.000-03:002013-05-28T13:49:37.086-03:00Ricardo Piglia / Entrevista<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://www.estrelladigital.es/cultura/escritor-Ricardo-Piglia_ESTIMA20110409_0018_10.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; cssfloat: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" height="205" src="http://www.estrelladigital.es/cultura/escritor-Ricardo-Piglia_ESTIMA20110409_0018_10.jpg" width="320" yya="true" /></a></div>
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<strong>Ricardo Piglia: “Hablamos en contra de un mercado que todavía no hemos construido”</strong><br />
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Mientras cuenta detalles de su nuevo libro, un trabajo autobiográfico que saldrá a la venta en agosto, Piglia responde sobre las colecciones que dirige y las que quisiera dirigir, sobre su tarea de divulgador (o canonizador) y sobre el auge del policial. Además, celebra el trabajo de las editoriales chicas frente al avance de los grupos concentrados.<br />
Esta entrevista fue hecha en el vértigo de la Feria del libro, de un modo exprés, al paso, como la mayoría de los encuentros que ocurren en ese espacio infernal. Ricardo Piglia llegaba a La Rural casi corriendo, y en los pocos minutos que restaban para su presentación, se sentó a charlar con nosotros, Revista Ñ, para luego sí rumbear hacia su acto, enfocado en la Serie del Recienvenido la colección que él mismo dirige y que publica Fondo de Cultura Económica (FCE). Sus títulos, entre otros Nanina (Germán García), Minga! (Jorge di Paola) o El mal menor (C. E. Feiling) hablan por sí solos, pero Piglia los respalda con su autoridad. Recupera autores que cayeron en el olvido, o que no tuvieron la circulación que merecían y para ello usa como criterio su valoración personal. Aunque esta sea una entrevista exprés, al frente está uno de los grandes referentes de la literatura argentina, y entonces los temas se disparan solos, se superponen. El autor de Respiración artificial ya no enseña en Princeton, pero su hiperactividad es envidiable. Televisión, prólogos como el que acaba de escribir para los Cuentos completos de Rodolfo Walsh, colecciones como la de FCE, charlas y una nueva novela que saldrá en agosto. “Es una autobiografía de Renzi, un personaje que aparece en mis libros. Se va a los Estados Unidos y allí vive una experiencia que lo marca. Entonces escribe esa novela que es el rastreo de esa experiencia, que en algún punto es la mía”, dice. Y empezamos a lamentar que está sea una nota exprés.<br />
<strong>¿Qué significa para vos haber puesto de nuevo en circulación y lectura estos libros?</strong><br />
Yo creo que hay un déficit en la reedición de textos. Hay un doble déficit. Estos textos deberían haberse reeditado hace mucho tiempo. Pero el mercado funciona de una manera errática, muy sobre el presente, con esa idea de que un libro publicado hace seis meses ya es viejo. Si tenemos un libro de los 60 o de los 80, parece que habláramos del siglo XIX. La colección, básicamente, está integrada por los libros que a mi me gustaría leer o releer, me guió por mi propio gusto. Tienen una capacidad de construcción estilística que le da a la narración la potencia que debe tener.<br />
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<strong>¿Son superadoras de lo que ves en el presente?</strong><br />
Son textos que, publicados en otra época, resuenan hoy. Es como si se hubieran conectado con el presente. Pero también me gustaría encarar una colección de primeras novelas. Soy un lector de primeras novelas bastante continuo, y eso me mantiene al tanto de lo que se está escribiendo. Lo interesante es que todavía no son escritores quienes las escriben. Están en una escena incierta, escucho una voz nueva cuando las leo.<br />
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<strong>Y no van a tener un gran lugar en este mercado acelerado y sobredimensionado…</strong><br />
Sí, y nosotros nos quejamos mucho del mercado con razón, pero en un sentido conceptual. Porque en Argentina no hay un mercado. Me parece que hablamos en contra de un mercado que todavía no hemos construido. Deberíamos construir un espacio de circulación de la literatura que permitiera las reediciones, que hiciera lugar a textos que no están en la velocidad de la circulación. Por el momento lo que encontramos es una renovación de los catálogos y de las mesas donde los libros se exhiben a una velocidad tal que es muy difícil hacerse una idea de qué está sucediendo en esta producción un poco abrumadora por momentos.<br />
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<strong>Esta colección, quieras o no, entra en la misma vorágine, ¿qué espacios hay para sortear esa encerrona?</strong><br />
Miro con mucho interés y simpatía lo que hacen las editoriales chicas o independientes, una alternativa a la concentración de los grandes grupos que trabajan con criterios globales y no se ocupan tanto de los escritores nuevos o de los poetas. Allí editoriales como Mansalva, Entropía, La bestia equilátera, Eterna Cadencia, que hacen un trabajo muy interesante en la línea de lo que venimos hablando.<br />
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<strong>¿El acto de leer se parece cada vez más al de mirar televisión?</strong><br />
Vos sabés que Macedonio hablaba del lector salteado, allá en los años 30. Hay algo de eso, pero yo creo que tenemos dos prototipos de lector, el que se encierra, se evade, el modelo de la isla desierta, como si solo se pudiera leer en una isla desierta porque no hay otra cosa que hacer. Y por otro lado estamos los que leemos mientras hacemos cada vez más cosas. Miramos televisión, contestamos mails. Yo creo que esa lectura interferida, intervenida, es un poco la lectura contemporánea.<br />
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<strong>Se dice, más bien se sabe, que has hecho mucho por muchos autores. Quizá Saer sea el mejor ejemplo de esto, empujaste la difusión de su obra. </strong><br />
Lo que más ayudó fueron los libros que escribió.<br />
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<strong>Claro, pero ¿sentís un peso de canonizador a la hora de hablar de otros autores?</strong><br />
Todos los escritores, como lectores, leemos un libro que nos gusta y se lo queremos pasar a un amigo. Entre los escritores funcionamos así, con una actitud de generosidad en estas actividades que nos gusta compartir. Después otra cosa es el efecto que eso pueda tener ¿Qué es la canonización? Y es una problemática que surge para ordenar el mercado. Es una respuesta a esta circulación acelerada de la que hablábamos.<br />
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<strong>Pero puede haber una canonización virtuosa…</strong><br />
Sí, pueden ser de toda índole. Hay tantos canones que ya, prácticamente, cada uno tiene el suyo.<br />
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<strong>Perdón que insista con esto, pero otro autor con quien tuviste una relación de este tipo fue con Andrés Rivera, cuya obra, a pesar de ser conocida, no alcanzó la magnitud de Saer. ¿Sentís que podrías haber hecho más por algunos autores? </strong><br />
Nunca lo he hecho a modo de política, sino a partir del entusiasmo que me despertaban los libros que estaba leyendo. En el caso de Saer éramos muchos los que pensábamos que era una injusticia. Venía escribiendo textos extraordinarios desde hacía 20 años y sólo un grupo pequeño de lectores estaba al tanto. Pero sí, está esa sensación de que es preciso divulgar algunas obras. Después, los escritores hablamos de aquéllos autores que tienen algo en común con nosotros, con lo que hacemos. No es una cuestión de generosidad abstracta. Eso está muy claro en Borges, que defendía a escritores muy menores porque no quería ser leído con el modelo de la novela de Tomas Mann. Entonces hablaba de Chesterton, Stevenson, la novela policial, y así estaba ayudando a que sus textos tuvieran otro contexto, que no fuera el de Dostoievsky o Mann.<br />
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<strong>El policial parece haber hecho pie entre los autores argentinos. Recuerdo una entrevista con David Viñas, en la que él me dijo. “Viejo, mirá si estará mal la literatura, que hasta Piglia escribe policiales”. Se refería a Blanco Nocturno, creo, pero vos ya lo hacías desde Respiración artificial…</strong><br />
(Risas) Sí, claro. Pero yo recuerdo la época en que nos veíamos muchísimo con David, a él, pese a que en un momento escribió policiales para ganarse unos pesos, no le gustaba ese asunto. Consideraba que la literatura policial, con tanta violencia, tenía algo de fascista. Y esa visión circulaba mucho en algunos sectores de la izquierda. Nosotros leíamos los policiales justamente al revés, como una gran literatura social. Esos textos tienen un elemento cínico, pero es un elemento cínico romántico, de alguien que ha perdido las esperanzas, como Marlowe. Pero en este tiempo el policial ha encontrado otro espacio, se incorporan al género autores que no escriben en inglés, los nórdicos, los franceses, italianos. Ha empezado a universalizarse el género.<br />
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<strong>¿No tendrá que ver también el mercado?</strong><br />
Si no entendemos el mercado siempre como una especie de maldición. Porque hay estrategias y estrategias en el mercado. Ahora pareciera haber un público que no tiene las características del lector de policiales en los Estados Unidos, que es un público que por lo general sólo lee policiales. <br />
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<strong>Escritor, divulgador, profesor, ¿con cuál de estos roles si es que se pueden separar ten sentís más cómodo?</strong><br />
Circulo por ahí. Es una característica de los intelectuales y escritores en la Argentina. Hacemos periodismo, damos clases y nos ganamos la vida como podemos. Me parece que todo eso que a primera vista puede señalarse como algo que interrumpe el trabajo creativo, finalmente lo alimenta.<br />
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<strong>¿Revindicas entonces la figura del escritor intelectual, muy venida a menos?</strong><br />
Yo la reivindico. Me gustan esa clase de escritores. Pero sabés que soy un gran admirador de la literatura policial, donde los escritores pueden ser un maquinista de tren, un nadador profesional. El escritor puede hacer lo que sea para ganarse la vida, pero después hay que ver los libros que escribe.<br />
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<strong>Pero ahora el escritor que sale de Letras, con formación académica, no tiene ya ese perfil, quizá sí unos juegos lingüísticos, otros recursos…</strong><br />
Pero esa tradición, la del escritor intelectual, es muy argentina. Desde el siglo XIX, incluso en el XX, con Borges mismo, a quien podemos considerar un intelectual en el sentido más amplio. Ahora, la tensión entre los escritores surgidos de un ambiente académico y los otros, la hablamos en otra entrevista.<br />
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<em><span style="font-size: x-small;">Gentileza Revista Ñ</span></em><br />
Estanislaohttp://www.blogger.com/profile/01672699099038447789noreply@blogger.com0Buenos Aires, Argentina-34.6037232 -58.381593100000032-34.8128082 -58.704316600000034 -34.394638199999996 -58.05886960000003tag:blogger.com,1999:blog-33297068.post-9900588097599162762013-03-08T13:38:00.000-03:002013-05-28T13:40:12.805-03:00El inocente / Graham Greene<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://robertarood.files.wordpress.com/2009/04/ggreene.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; cssfloat: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" height="320" src="http://robertarood.files.wordpress.com/2009/04/ggreene.jpg" width="257" yya="true" /></a></div>
<strong>El inocente</strong><br />
Graham Greene<br />
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Había sido un error el llevar allí a Lola, y lo comprendí desde el instante mismo en que descendimos del tren, en la pequeña estación pueblerina. En una tarde de otoño, uno se acuerda más de su niñez que en cualquier otra época del año, y el rostro vivo de mi acompañante y la maletita en la que pretendía llevarlo todo para la noche no armonizaban demasiado con el antiguo almacén de granos, situado al otro lado del canal, las luces que titilaban sobre la colina y los anuncios de una antigua película. Pero había dicho: Vámonos al campo , y el nombre de Bishop´s Hendron fue el primero que acudió a mi cabeza. Nadie me conocería allí, y no se me había ocurrido que el pueblo fuera a recordarme tantas cosas. <br />
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Incluso el viejo portero despertó mis añoranzas. <br />
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-Habrá un coche a la entrada -dije a Lola. <br />
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Y efectivamente así era, aunque al principio no pude verlo, sumido en la contemplación de dos taxis. El lugar resurge de nuevo ante mi vista , pensé. Estaba todo muy oscuro, y la leve niebla otoñal y el olor de la hojarasca húmeda y del agua del canal me resultaban altamente familiares. <br />
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-¿Por qué has escogido este pueblo? -preguntó Lola-. Me parece muy triste. <br />
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Era inútil explicarle que a mí no me causaba semejante impresión, y añadir que la arena apilada junto al canal había estado siempre en aquel sitio. (Cuando tenía tres años creía que aquello era lo que otras personas llamaban playa.) Tomé el maletín, muy ligero como dije antes, y con el cual intentábamos más que otra cosa rodearnos de cierta atmósfera de respetabilidad, y nos pusimos en marcha. Atravesamos el puentecillo arqueado y pasamos ante el arruinado hospicio. Cuando tenía cinco años, vi cómo un hombre de mediana edad penetraba en él para suicidarse. Llevaba un cuchillo en la mano, y muchas personas lo perseguían por la escalera. <br />
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-Jamás creí que el campo fuese así -dijo Lola. <br />
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El hospicio constaba de varias alas, de fea construcción, semejantes a grises bloques de piedra, y nada más. Pero para mí era tan familiar como todo lo demás. Durante el camino me pareció estar escuchando deliciosos acordes. <br />
Era preciso decir algo a Lola. No era culpa suya si no se hallaba allí como en su casa. Pasamos ante la escuela y la iglesia, y salimos a la antigua y amplia calle principal. Yo me sentía de nuevo como en mis doce años. De no haber venido, jamás habría podido saber que dicho sentimiento fuese tan fuerte, porque no recordaba aquella época de mi existencia como particularmente feliz o desgraciada. Fueron unos años rutinarios; pero ahora, con el olor de las fogatas y el frío que parecía levantarse de la propia humedad de las piedras, comprendí la causa que me conmoviera tanto. Lo que yo percibía no era otra cosa sino el olor de la inocencia. <br />
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-Hay una posada excelente -dije a Lola-. Nadie nos molestará en ella, ya lo verás. Cenaremos, beberemos un poco y nos acostaremos. <br />
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Pero lo peor de todo era que no podía menos que desear hallarme solo. No había vuelto a aquel pueblo desde los días de mi infancia, y ello me había impedido comprobar lo bien que recordaba hasta sus menores detalles. Cosas que creía olvidadas, como los montones de arena, volvían a mí, acompañadas de sufrimiento y de nostalgia. Me hubiera sentido muy feliz aquella noche, deambulando en la noche otoñal, recogiendo sugerencias de esa época de la vida en la que, por desgraciados que nos sintamos, no dejamos de confiar en el mañana. No sería igual volver en otra ocasión, porque entonces se interpondría el recuerdo de Lola, y ésta no significaba absolutamente nada para mí. Nos habíamos conocido el día antes en un bar, y los dos simpatizamos. Lola era una chica agradable, pero no cuadraba en aquellos recuerdos. Debíamos haber ido a Maidenhead. También aquello era campo. <br />
La posada no se hallaba exactamente en el lugar que había supuesto. Llegamos frente al Ayuntamiento. Habían construido un nuevo cine con cúpula morisca y un café con garaje. Había olvidado también aquella vuelta a la izquierda, por una colina empinada y llena de casitas. <br />
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-No creas que la carretera pasaba por ahí, en mis tiempos -dije. <br />
-¿Tus tiempos? -preguntó Lola. <br />
-¡Ah! Pero, ¿es que no te lo he contado? Nací aquí. <br />
-¡Mira que traerme a tu pueblo! -exclamó Lola-. Creí que imaginabas cosas así tan sólo cuando eras pequeño. <br />
-Sí -repuse, porque no era culpa suya. <br />
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Tenía razón. Lola usaba un perfume discreto y un tono de carmín muy bonito. Me estaba costando bastante dinero el haberla invitado. Cinco libras por ella, y además los billetes, las propinas, las bebidas... A pesar de todo, lo habría considerado dinero bien gastado de no encontrarnos en Bishop´s Hendron. <br />
Me detuve al llegar a la carretera. Algo pugnaba por perfilarse en mi cerebro. Pero jamás habría tomado forma de no haber sido porque, en aquel instante, una bandada de chiquillos descendió corriendo la colina y pasó bajo la brillante claridad de los faroles, gritando alegremente y expeliendo nubecillas de vapor. Todos llevaban bolsas de lona, algunas de ellas bordadas con sus iniciales, lucían sus mejores atavíos y parecían algo orgullosos. Las niñas formaban grupo aparte, como de costumbre, con sus cintas en el pelo y sus zapatos bien lustrosos. Creí percibir el suave tintineo de un piano, y, de improviso, todo volvió a mi mente con rapidez pasmosa. Regresaban de una clase de danza, igual a aquella a la que yo concurría. La casa, pequeña y cuadrada, se hallaba a medio camino de la colina, entre macizos de rododendros. Más que nunca, deseé verme libre de la presencia de Lola. No cuadraba en aquello. Pensé que algo faltaba al ambiente, y cierto sentimiento de dolor fue surgiendo desde lo más profundo de mi alma. <br />
Bebimos varias copas en el bar, pero transcurrió más de media hora antes de que nos sirviesen la cena. <br />
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-Supongo que no querrás deambular por el pueblo -dije a Lola-. Si no te importa, saldré unos diez minutos para echar un vistazo al lugar. <br />
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Estuvo de acuerdo. En el bar había un hombre, quizá maestro de escuela, que no deseaba otra cosa sino invitar a Lola a un trago. Podía notar cómo envidiaba mi suerte, cómo me consideraba afortunado por venir de la ciudad acompañado de una joven para pasar la noche en el pueblo. <br />
A scendí la colina. Las primeras casas eran todas nuevas, y experimenté cierto disgusto al contemplarlas. Ocultaban campos y verjas que debían haber permanecido como antes. Era como un mapa estropeado, cuyas distintas partes se han pegado entre sí, ocultando, al abrirlo, pedazos enteros. Pero, a mitad de camino, colina arriba, me encontré de pronto ante la escuela, tal como la conociera en otros tiempos. Quizás incluso continuara regenteándola la misma anciana profesora. La presencia de chiquillos exagera la edad de los mayores. En aquellos tiempos debió contar, a lo sumo, treinta y cinco años. Pude escuchar los acordes del piano. A lo que colegí, seguía la misma rutina de siempre. Los alumnos menores de ocho años, de seis a siete de la tarde. Los de ocho a trece, de siete a ocho. Abrí la verja y penetré en el jardín. Trataba de recordar. <br />
No sé lo que la hizo volver a mí. Quizá fuese tan sólo el otoño, el frío, las húmedas hojas esparcidas por el suelo, más que el piano, de cuyo interior tantas tonadas diferentes habían salido durante mi niñez. El caso es que, de improviso, recordé a aquella muchachita con la misma nitidez como si la estuviera contemplando en una fotografía. Era un año mayor que yo; debía tener entonces ocho, y la quise con una intensidad como jamás he vuelto a sentir desde entonces. Nunca he cometido la equivocación de reírme del amor de los niños. Este posee una característica inevitable de separación, porque en ningún caso puede ser consumado. Desde luego, uno inventa historias de incendios, de guerras y de actos heroicos con los que se intenta aparecer valiente ante los ojos de ella; pero jamás se saca a relucir el matrimonio. Uno sabe, sin que nadie se lo diga, que tal cosa no puede ocurrir; pero no por eso se sufre menos. Recordé los juegos de la gallina ciega durante fiestas de cumpleaños, cuando vanamente traté de atraparla, disponiendo así de una excusa para estrecharla entre mis brazos; aunque sin conseguirlo jamás, porque siempre se me escabullía de entre las manos. <br />
Durante dos inviernos, gocé de la ocasión una vez por semana. En efecto, tales días podía bailar con ella. Tuve un gran disgusto cuando cierto día me enteré de que iba a pasar a la clase de las mayores. También me quería, estaba seguro, pero jamás tuvimos ocasión de demostrarnos nuestro afecto. Concurría a sus fiestas de cumpleaños, y yo la invitaba a las mías; pero nunca salimos juntos de nuestras clases de baile. No creo que se nos ocurriera tan sólo; nos hubiera parecido demasiado extraño. Veíame precisado de marchar en grupo, con mis burlones compañeros, y ella se alejaba, rodeada de aquellas niñas revoltosas y chillonas. <br />
Estaba tiritando en aquella fría niebla, y hube de levantarme el cuello del gabán. El piano tocaba un bailable de una antigua revista de C. B. Cochran. Me pareció haber recorrido un largo trecho tan sólo para encontrar a Lola al final de él. Existe algo en la inocencia que uno no se resigna nunca a perder. En la actualidad, cuando una chica me fastidia sólo tengo el trabajo de buscarme otra que la sustituya. En aquellos tiempos de mi niñez, consideraba lo mejor escribir apasionadas frases en un pedazo de papel y correr a esconderlas en algún lugar recóndito... ¡Qué raro! ¡Con qué nitidez me acordaba de todo! Una vez hablé a mi amiguita de aquel escondrijo, y estaba seguro de que, más tarde o más temprano, terminaría por encontrar mis amorosas cartas. Me pregunté en qué habrían consistido. En una edad tan temprana, uno no puede expresar gran cosa. Pero, aunque las frases resultaran insulsas, el dolor de escribirlas no era menor al que se experimenta después, en ocasiones parecidas. Recordé cómo, durante varios días, hurgué en el agujero, encontrando siempre el papelito. Luego, las lecciones cesaron, y probablemente al invierno siguiente todo quedó olvidado. <br />
Al transponer la verja miré hacia el lugar en el que había existido mi escondrijo. En efecto, allí estaba. Introduje un dedo, y oculto en su lugar más íntimo, a salvo de las inclemencias del tiempo, y a pesar de los años transcurridos, el pedacito de papel se conservaba intacto. Lo extraje y procedí a desplegarlo. Luego encendí un fósforo. La llamita produjo una tenue claridad en aquella atmósfera neblinosa y húmeda, y a su luz percibí algo que me dejó petrificado. En el papel aparecía dibujada una escena aterradoramente sexual. No, no podía existir error. Mis iniciales aparecían bien claras, al pie del desmañado dibujo infantil, cuyos personajes eran un hombre y una mujer. Pero aquel descarado croquis despertó en mí menos recuerdos que las nubecillas de vapor que surgían de las bocas de los niños, sus bolsas de lona, las hojas mojadas y los montones de arena. No podía reconocerlo como mío. Igualmente hubiera podido ser trazado por un bribón cualquiera en la pared de un retrete. Todo cuanto mi mente evocaba era la pureza, la intensidad, el sufrimiento de mi amor por la pequeña. <br />
Al principio sentí como si hubiera sido traicionado. Después de todo -me dije-, Lola no se encuentra aquí tan fuera de lugar como pensé al principio . Pero más tarde, aquella misma noche, cuando Lola se dispuso a dormir, empecé a comprender la profunda inocencia del dibujo. Era sólo ahora, tras treinta años de agitada vida, que aquella tosca pintura me parecía obscena<br />
<br />
Fin
Estanislaohttp://www.blogger.com/profile/01672699099038447789noreply@blogger.com0Buenos Aires, Argentina-34.6037232 -58.381593100000032-34.8128082 -58.704316600000034 -34.394638199999996 -58.05886960000003tag:blogger.com,1999:blog-33297068.post-11661483803848858312013-02-14T10:58:00.001-03:002013-02-14T10:58:24.335-03:00La tercera orilla / João Guimarães Rosa<br />
<strong>La tercera orilla</strong><br />
João Guimarães Rosa<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgdXUGX57C0evYlIxhf6QzIhGEhIVF_JXVP2ZD-dXvIXy6HQP7xbSd3nZsMAULggM7fUb9APMY9c0sxWgj0vyAuOvJevDaqn02uFfYequbuj9GVaxHWSGjQK_53_yYvpwnthNER/s320/JO%C3%83O+GUIMAR%C3%83ES+ROSA+DESCONTEXTO.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; cssfloat: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgdXUGX57C0evYlIxhf6QzIhGEhIVF_JXVP2ZD-dXvIXy6HQP7xbSd3nZsMAULggM7fUb9APMY9c0sxWgj0vyAuOvJevDaqn02uFfYequbuj9GVaxHWSGjQK_53_yYvpwnthNER/s320/JO%C3%83O+GUIMAR%C3%83ES+ROSA+DESCONTEXTO.jpg" uea="true" width="320" /></a></div>
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Nuestro padre era hombre cumplidor, de orden, positivo; y así había sido desde muy joven y aún de niño, según me testimoniaron diversas personas sensatas, cuando les pedí información. De lo que yo mismo me acuerdo, él no parecía más raro ni más triste que otros conocidos nuestros. Sólo tranquilo. Nuestra madre era quien gobernaba y peleaba a diario con nosotros -mi hermana, mi hermano y yo. Pero sucedió que, cierto día, nuestro padre mandó hacerse una canoa.<br />
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Iba en serio. Encargó una canoa especial, de madera de viñátigo, pequeña, sólo con la tablilla de popa, como para caber justo el remero. Pero tuvo que fabricarse toda con una madera escogida, fuerte y arqueada en seco, apropiada para que durara en el agua unos veinte o treinta años. Nuestra madre maldijo la idea. ¿Sería posible que él, que no andaba en esas artes, se fuera a dedicar ahora a pescatas y cacerías? Nuestro padre no decía nada. Nuestra casa, por entonces, aún estaba más cerca del río, ni a un cuarto de legua: el río por allí se extendía grande, profundo, navegable como siempre. Ancho, que no podía divisarse la otra ribera. Y no puedo olvidarme del día en que la canoa estuvo lista.<br />
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Sin pena ni alegría, nuestro padre se caló el sombrero y nos dirigió un adiós a todos. No dijo otras palabras, no tomó fardel ni ropa, no hizo ninguna recomendación. Nuestra madre, nosotros pensamos que iba a bramar, pero permaneció blanca de tan pálida, se mordió los labios y gritó: “Se vaya usted o usted se quede, no vuelva usted nunca”. Nuestro padre no respondió. Me miró tranquilo, invitándome a seguirle unos pasos. Temí la ira de nuestra madre, pero obedecí en seguida de buena gana. El rumbo de aquello me animaba, tuve una idea y pregunté: “Padre, ¿me lleva con usted en su canoa?”. Él sólo se volvió a mirarme, y me dio su bendición, con gesto de mandarme a regresar. Hice como que me iba, pero aún volví, a la gruta del matorral, para enterarme. Nuestro padre entró en la canoa y desamarró, para remar. Y la canoa comenzó a irse -su sombra igual como un yacaré, completamente alargada.<br />
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Nuestro padre no volvió. No se había ido a ninguna parte. Sólo realizaba la idea de permanecer en aquellos espacios del río, de medio en medio, siempre dentro de la canoa, para no salir de ella, nunca más. Lo extraño de esa verdad nos espantó del todo a todos. Lo que no existía ocurría. Parientes, vecinos y conocidos nuestros se reunieron en consejo.<br />
<br />
Nuestra madre, avergonzada, se comportó con mucha cordura; por eso, todos habían pensado de nuestro padre lo que no querían decir: locura. Sólo algunos creían, no obstante, que podría ser también el cumplimiento de una promesa; o que nuestro padre, quién sabe, por vergüenza de padecer alguna fea dolencia, como es la lepra, se retiraba a otro modo de vida, cerca y lejos de su familia. Las voces de las noticias que daban ciertas personas -caminantes, habitantes de las riberas, hasta de lo más apartado de la otra orilla- decían que nuestro padre nunca se disponía a tomar tierra, ni aquí ni allá, ni de día ni de noche, de modo que navegaba por el río, libre y solitario. Entonces, pues, nuestra madre y nuestros parientes habían establecido que el alimento que tuviera, oculto en la canoa, se acabaría; y él, o desembarcaba y se marchaba, para siempre, lo que se consideraba más probable, o se arrepentía, por fin, y volvía a casa.<br />
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Se engañaban. Yo mismo trataba de llevarle, cada día, un poco de comida robada: la idea la tuve, después de la primera noche, cuando nuestra gente encendió hogueras en la ribera del río, en tanto que, a la luz de ellas, se rezaba y se le llamaba. Después, al día siguiente, aparecí, con dulce de caña, pan de maíz, penca de bananas. Espié a nuestro padre, durante una hora, difícil de soportar: solo así, él a lo lejos, sentado en el fondo de la canoa, detenida en la tabla del río. Me vio, no remó para acá, no hizo ninguna señal. Le mostré la comida, la dejé en el hueco de piedra del barranco, a salvo de alimaña y al resguardo de lluvia y rocío. Eso, que hice y rehice, siempre, durante mucho tiempo. Sorpresa que tuve más tarde: que nuestra madre sabía de ese mi afán, sólo que simulando no saberlo; ella misma dejaba, a la mano, sobras de comida, a mi alcance. Nuestra madre no era muy expresiva.<br />
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Mandó venir a nuestro tío, hermano de ella, para ayudar en la hacienda y en los negocios. Mandó venir al maestro, para nosotros, los niños. Le pidió al cura que un día se revistiera, en la playa de la orilla, para conjurar y gritarle a nuestro padre el deber de desistir de la loca idea. En otra ocasión, por decisión de ella, vinieron dos soldados. Todo lo cual no sirvió de nada. Nuestro padre pasaba de largo, a la vista o escondido, cruzando en la canoa, sin dejar que nadie se acercara a agarrarlo o a hablarle. Incluso cuando fueron, no hace mucho, dos periodistas, que habían traído la lancha y trataban de sacarle una foto, no habían podido: nuestro padre desaparecía hacia la otra banda, guiaba la canoa al brezal, de muchas leguas, el que hay, por entre juncos y matorrales, y sólo él lo conocía, palmo a palmo, en la oscuridad, por entonces.<br />
<br />
Tuvimos que acostumbrarnos a aquello. Apenas, porque a aquello, en sí, nunca nos acostumbramos, de verdad. Lo digo por mí que, cuando quería y cuando no, sólo en nuestro padre pensaba: era el asunto que andaba tras de mis pensamientos. Lo difícil era, que no se entendía de ninguna manera, cómo él aguantaba. De día y de noche, con sol o aguaceros, calor, escarcha, y en los terribles fríos del invierno, sin abrigo, sólo con el sombrero viejo en la cabeza, durante todas las semanas, y meses y años -sin darse cuenta de que se le iba la vida. No atracaba en ninguna de las dos riberas, ni en las islas y bajíos del río; no pisó nunca más ni tierra ni hierba. Aunque, al menos, para dormir un poco, él amarrara la canoa en algún islote, en lo escondido. Pero no armaba una hoguerita en la playa, ni disponía de su luz ya encendida, ni nunca más rascó una cerilla. Lo que comía era un apenas; incluso de lo que dejábamos entre las raíces de la ceiba o en el hueco de la piedra del barranco, él recogía poco, nunca lo bastante. ¿No enfermaba? Y la constante fuerza de los brazos, para mantener la canoa, resistiendo, incluso en el empuje de las crecidas, al subir el río, ahí, cuando al impulso de la enorme corriente del río, todo forma remolinos peligrosos, aquellos cuerpos de bichos muertos y troncos de árbol descendiendo -de espanto el encontronazo. Y nunca más habló ni una palabra, con nadie. Tampoco nosotros hablábamos de él. Sólo se pensaba en él. No, de nuestro padre no podíamos olvidarnos; y si, en algunos momentos, hacíamos como que olvidábamos, era sólo para despertar de nuevo, de repente, con su recuerdo, al paso de otros sobresaltos.<br />
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Mi hermana se casó; nuestra madre no quiso fiesta. Pensábamos en él cuando comíamos una comida más sabrosa; así como, en el abrigo de la noche, en el desamparo de esas noches de mucha lluvia, fría, fuerte, nuestro padre con sólo la mano y una calabaza para ir achicando la canoa del agua del temporal. A veces, algún conocido nuestro notaba que yo me iba pareciendo a nuestro padre. Pero yo sabía que él ahora se había vuelto greñudo, barbudo, con las uñas crecidas, débil y flaco, renegrido por el sol y la pelambre, con el aspecto de una alimaña, casi desnudo, apenas disponiendo de las ropas que, de vez en cuando, le dejábamos.<br />
<br />
Ni quería saber de nosotros, ¿no nos tenía cariño? Pero, por el cariño mismo, por respeto, siempre que, a veces, me elogiaban por alguna cosa bien hecha, yo decía: “Fue mi padre el que un día me enseñó a hacerlo así…”; lo que no era cierto, exacto, sino una mentira piadosa. Porque, si él no se acordaba más, ni quería saber de nosotros, ¿por qué, entonces, no subía o descendía por el río, hacia otros lugares, lejos, en lo no encontrable? Sólo él sabría. Pero mi hermana tuvo un niño, ella se empeñó en que quería mostrarle el nieto. Fuimos, todos, al barranco; fue un día bonito, mi hermana con un vestido blanco, que había sido el de la boda, levantaba en los brazos a la criaturita, su marido sostenía, para proteger a los dos, la sombrilla. Le llamamos, esperamos. Nuestro padre no apareció. Mi hermana lloró, todos nosotros lloramos allí, abrazados.<br />
<br />
Mi hermana se mudó, con su marido, lejos de aquí. Mi hermano se decidió y se fue, a una ciudad. Los tiempos cambiaban, en el rápido devenir de los tiempos. Nuestra madre acabó yéndose también, para siempre, a vivir con mi hermana; ya había envejecido. Yo me quedé aquí, el único. Yo nunca pude querer casarme. Yo permanecí, con las cargas de la vida. Nuestro padre necesitaba de mí, lo sé -en la navegación, en el río, en el yermo-, sin dar razón de sus hechos. O sea que, cuando quise saber e indagué en firme, me dijeron que habían dicho que constaba que nuestro padre, alguna vez, había revelado la explicación al hombre que le había preparado la canoa. Pero, ahora, ese hombre ya había muerto; nadie sabría, aunque hiciera memoria, nada más. Sólo en las charlas vanas, sin sentido, ocasionales, al comienzo, en la venida de las primeras crecidas del río, con lluvias que no escampaban, todos habían temido el fin del mundo, decían que nuestro padre había sido elegido, como Noé, que, por tanto, la canoa él la había anticipado; pues ahora medio lo recuerdo. Mi padre, yo no podía maldecirlo. Y ya me apuntaban las primeras canas.<br />
<br />
Soy hombre de tristes palabras. ¿De qué era de lo que yo tenía tanta, tanta culpa? Si mi padre siempre estaba ausente; y el río-río-río, el río - perpetuo pesar. Yo sufría ya el comienzo de la vejez -esta vida era sólo su demora. Ya tenía achaques, ansias, por aquí dentro, cansancios, molestias del reumatismo. ¿Y él? ¿Por qué? Debía padecer demasiado. De tan viejo, no habría, día más día menos, de flaquear su vigor, dejar que la canoa volcara o que vagara a la deriva, en la crecida del río, para despeñarse horas después, con estruendo en la caída de la cascada, brava, con hervor y muerte. Me apretaba el corazón. Él estaba allá, sin mi tranquilidad. Soy el culpable de lo que ni sé, de un abierto dolor, dentro de mí. Lo sabría -si las cosas fueran otras. Y fui madurando una idea.<br />
<br />
Sin mirar atrás. ¿Estoy loco? No. En nuestra casa, la palabra loco no se decía, nunca más se dijo, en todos aquellos años, no se condenaba a nadie por loco. Nadie está loco. O, entonces, todos. Lo único que hice fue ir allá. Con un pañuelo, para hacerle señas. Yo estaba totalmente en mis cabales. Esperé. Por fin, apareció, ahí y allá, el rostro. Estaba allí, sentado en la popa. Estaba allí, a un grito. Le llamé, unas cuantas veces. Y hablé, lo que me urgía, lo que había jurado y declarado, tuve que levantar la voz: “Padre, usted es viejo, ya cumplió lo suyo… Ahora, vuelva, no ha de hacer más… Usted regrese, y yo, ahora mismo, cuando ambos lo acordemos, yo tomo su lugar, el de usted, en la canoa...”. Y, al decir esto, mi corazón latió al compás de lo más cierto.<br />
<br />
Él me oyó. Se puso en pie. Movió el remo en el agua, puso proa para acá, asintiendo. Y yo temblé, con fuerza, de repente: porque, antes, él había levantado el brazo y hecho un gesto de saludo -¡el primero, después de tantos años transcurridos! Y yo no podía… De miedo, erizados los cabellos, corrí, huí, me alejé de allí, de un modo desatinado. Porque me pareció que él venía del Más Allá. Y estoy pidiendo, pidiendo, pidiendo perdón.<br />
<br />
Sufrí el hondo frío del miedo, enfermé. Sé que nadie supo más de él. ¿Soy un hombre, después de esa traición? Soy el que no fue, el que va a quedarse callado. Sé que ahora es tarde y temo perder la vida en los caminos del mundo. Pero, entonces, por lo menos, que, en el momento de la muerte, me agarren y me depositen también en una canoíta de nada, en esa agua que no para, de anchas orillas; y yo, río abajo, río afuera, río adentro -el río<br />
<br />Fin<br />
Estanislaohttp://www.blogger.com/profile/01672699099038447789noreply@blogger.com0Buenos Aires, Argentina-34.6037232 -58.381593100000032-34.8128077 -58.704316600000034 -34.394638699999994 -58.05886960000003tag:blogger.com,1999:blog-33297068.post-5295683595537794042013-01-27T13:26:00.000-03:002013-05-28T13:31:55.390-03:00Victoria Ocampo: la mère terrible<span style="color: purple;"><strong>Transgresora y audaz. Tuvo admiradores y detractores pero nunca pasó inadvertida</strong></span><br />
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<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiGA3IP5C-sS-URAiPNVYsROU4iu2fL5cP2AdZwRQpgMBuv7Ex5aYBT03AjGJQucXA4GH25QlWntpjCi2gflAiTald9k4fezViXnoAI0OyWZ_5QEnmprUYwEogJbn-P2b2z03xX/s400/Victoria+Ocampo.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; cssfloat: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiGA3IP5C-sS-URAiPNVYsROU4iu2fL5cP2AdZwRQpgMBuv7Ex5aYBT03AjGJQucXA4GH25QlWntpjCi2gflAiTald9k4fezViXnoAI0OyWZ_5QEnmprUYwEogJbn-P2b2z03xX/s400/Victoria+Ocampo.jpg" yya="true" /></a></div>
El 27 de enero de 1979, hace 32 años, moría en su mansión de San Isidro (Villa Ocampo) quien alguna vez fuera bautizada, con mucho tino, como “la Señora Cultura”. Para entonces, Victoria Ocampo llevaba vividos 88 años y ya no tenía dinero. Había donado en 1973 lo que le quedaba de sus propiedades, joyas y libros a la Unesco y había invertido a lo largo de su vida su fortuna entera en proyectos culturales. <br />
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Para ella, nada parecía imposible. La fundadora y directora de la emblemática revista Sur, que se editó desde 1931 durante 40 años, fue una vez definida por Octavio Paz como la mujer que “educó a su país y a su continente”. No es menor que sea Paz, admirador de Sor Juana, quien pronuncie estas palabras. Con ellas expresa su estima por una mujer que se une a la lista de damas que abrieron camino a todas las que seguían en el tiempo. Con ellas, la unge como educadora, es decir, como madre de la cultura. <br />
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Seguros estamos de varios de nuestros padres en ese ámbito. Quizás, Victoria merezca ser considerada una de nuestras madres, acaso una mère terrible. Sus más acérrimos detractores, quienes la señalaban como clasista y conservadora, atemperaron su crítica luego de su muerte y, pese a cualquier discrepancia, entonces y hoy (tres décadas más tarde) es casi imposible cualquier análisis de la trayectoria de Victoria Ocampo que no admita su condición de mujer excepcional. <br />
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Aun siendo una cabal representante de su clase (la oligarquía), educada en francés, en una familia entre cuyos antepasados se cuenta a Juan de Garay, primogénita de seis hermanas y, como tal, indudablemente, depositaria –ante la ausencia de hijos varones– del mandato de preservar las tradiciones, fue, sin embargo, un ser monumental, que se animó a transgredir más de una norma. <br />
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Una mujer de una vanguardia absoluta que, en una época en que las mujeres vivían encerradas y oprimidas, se atrevió a acometer tareas que sólo eran admisibles –y lo seguirían siendo por años– en la esfera masculina. Y, de esta forma, señaló un camino. Tan sólo a modo de ejemplos, fumaba o salía a la calle en pantalones, se bañaba en la playa cuando ninguna mujer lo hacía, bailaba tango (considerado indecente en ese entonces) y fue de las primeras mujeres en tener carnet de conducir. <br />
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Le enseñó a manejar aquel que consideró el amor de su vida, Julián Martínez, con quien mantuvo una relación paralela a su matrimonio. Porque, aunque se había casado a los 22 años, con quien en su momento creyó el mejor de sus pretendientes, Victoria supo que quería separarse de su marido en su luna de miel, pero, por presiones sociales, debió esperar 8 años para poder hacerlo. Tiempo después quedó viuda y tuvo más de un amante. Alguno, incluso, mucho menor que ella. <br />
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<strong>SUR Y FLORIDA. </strong><br />
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Victoria heredó la fortuna de sus tías y su padre, por lo que se transformó en una de las personas más adineradas del país. Todo lo invirtió, en principio, en la revista Sur y, poco después, en la editorial homónima. Sur fue bautizada así por sugerencia de su amigo el español Ortega y Gasset, quien, junto con el estadounidense Waldo Frank, al mexicano Alfonso Reyes, el dominicano Pedro Henríquez Ureña y el suizo Ernest Ansermet, conformó el consejo redactor extranjero de la publicación. <br />
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En cuanto a los colaboradores nacionales, desde el comienzo, un grupo de intelectuales destacados se comprometió con la iniciativa: Borges, Bioy Casares, Oliverio Girondo, Eduardo Mallea, Silvina Ocampo, María Rosa Oliver y Guillermo de Toro, conocidos como el Grupo Florida (puesto que la sede de la revista se situaba en esa calle). Más tarde, José Bianco y, en una segunda etapa de la revista, Alejandra Pizarnik, entre otros, se vincularon a la publicación. <br />
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Como foco cultural, la importancia de Sur en la historia de la literatura y la cultura nacional es enorme. Referentes mundiales, muchos de los que hoy se consideran pilares de la cultura, fueron traducidos al español, publicados y dados a conocer a los lectores argentinos gracias a Victoria Ocampo y su grupo. Tal es el caso de Virginia Woolf, Graham Greene, T.S. Eliot, Faulkner, Kafka, Genet, Camus y Henry James, entre muchos más. <br />
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Esas traducciones hoy son consideradas verdaderas joyas, puesto que fueron hechas por grandes escritores argentinos. Entre los hispanos, autores de la talla de Huidobro, Mistral, García Lorca, Neruda, Cortázar y Sábato, para mencionar algunos, también pasaron por las páginas de Sur. Victoria Ocampo, además, fue una verdadera embajadora. Hospedó a Rabindranath Tagore en su estadía en el país y se relacionó con Le Corbusier, Stravinski, Paul Valéry, Bernard Shaw, Lacan, Krishnamurti y otras figuras mundiales destacadas. <br />
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Su importancia como referente cultural, de la mano de su postura antirracista, antifranquista y contra el nazismo, le valió ser una de las pocas mujeres invitadas a presenciar los Juicios de Nuremberg. En nuestro país, fue la primera mujer miembro de la Academia Argentina de Letras. Como contrapartida, estuvo presa en la cárcel del Buen Pastor (un instituto para prostitutas) por un mes, durante el gobierno de Perón, sospechada de urdir un complot contra el general. Su biógrafa, María Esther Vázquez, señala que todos los días se hacía cocinar y llevar la comida a prisión para ella y sus compañeras presas. <br />
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Pese a este episodio, a su expreso antiperonismo y aunque nunca la conoció personalmente, fue elogiosa con respecto a Eva Perón, pues admiraba su irreverencia frente a los hombres, aunque lamentaba que se dejase guiar por un machista. En los 90, la dramaturga Mónica Ottino, las reunió en la ficción en la obra Eva y Victoria, en cuyas escenas no sólo se enfrentan estas dos argentinas emblemáticas, sino también dos clases sociales y visiones contrastantes del país. <br />
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María Rosa Lojo, por su parte, inmortalizó a Victoria en su obra Las libres del sur, una novela sobre Victoria Ocampo (2004), en la que, con gran maestría y una prosa exquisita, relata los primeros y cruciales pasos de Victoria en su proceso para llegar a ser la figura que fue en el ámbito cultural de Hispanoamérica. Su relación con Tagore, Drieu La Rochelle, el conde Keyserling, Ortega y Gasset y Waldo Frank, y la fundación de Sur aparecen ficcionalizadas en esta obra que, además, ayuda a comprender a las generaciones actuales el valor precursor, frente a las dificultades y prejuicios de la época, de esa mujer que supo sostener una vida apasionada y defender un destino pese a su condición femenina. <br />
<br />
Victoria Ocampo, aquella joven de 19 años que enfrentó a su madre cuando en París le encontró oculto un ejemplar de De Profundis de Oscar Wilde, la que tuvo que renunciar por imposición familiar a su verdadera vocación: el teatro, y sin embargo, fue una pionera que se atrevió a romper tantas cárceles de género establecidas por una aristocracia retrógrada y conservadora, capaz de llevar adelante un emprendimiento cultural sin precedentes en el país, murió un día como este en Villa Ocampo, su casa transformada hoy en museo y centro cultural. <br />
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Fue una mujer seductora, enigmática, contradictoria, amada y odiada, con luces y sombras, pero, sobre todo, fascinante. Borges, con quien no tenía la mejor de las relaciones, dijo luego de su muerte: “En un país y en una época en que las mujeres eran genéricas, ella tuvo el valor de ser un individuo”. Dejó para los lectores sus Testimonios (10 volúmenes de artículos sobre sociedad, política y personajes) y sus Autobiografías (publicadas póstumamente en 6 volúmenes), sin embargo, su verdadero legado fue la impronta cultural de Sur. “Mi única ambición es llegar a escribir un día, más o menos bien, más o menos mal, pero como una mujer”, expresó alguna vez.<br />
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<em><span style="font-size: x-small;">Por Ana Lis Señorena para Diario El Sol</span></em><br />
Estanislaohttp://www.blogger.com/profile/01672699099038447789noreply@blogger.com0Buenos Aires, Argentina-34.6037232 -58.381593100000032-34.8128082 -58.704316600000034 -34.394638199999996 -58.05886960000003tag:blogger.com,1999:blog-33297068.post-23581417481278457922012-12-25T00:00:00.000-03:002012-12-25T00:00:02.970-03:00La catedral de salisbury / Estanislao Zaborowski<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://images.fineartamerica.com/images-medium-large/salisbury-cathedral-from-the-meadows-john-constable.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; cssfloat: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" height="158" src="http://images.fineartamerica.com/images-medium-large/salisbury-cathedral-from-the-meadows-john-constable.jpg" tea="true" width="200" /></a></div>
<strong><span style="color: #274e13;">Les dejo un cuento de mi autoría que escribí hace unas semanas.</span></strong><br />
<strong><span style="color: #274e13;">Espero lo disfruten. Saludos!</span></strong><br />
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<strong>La catedral de Salisbury</strong><br />
Estanislao Zaborowski<br />
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Detrás de Güiraldes, un hombre de piernas cruzadas leía a Dostoievski. Sus manos eran delicadas, casi femeninas. Dedos largos finos como sahumerios daban vuelta las páginas del libro. Al cabo de algunas hojas, levantó la vista y me observó fijamente. Sus ojos negros brillaban como si hubieran sido lustrados, me dedicó dos segundos y volvió a sumergirse en el libro.<br />
―¿Quiere acompañarme? ―dijo Güiraldes moviendo la cabeza en dirección al vaso medio lleno que se encontraba sobre la mesilla entre nosotros― Chivas 25 ―agregó.<br />
Asentí con mueca forzada y noté una luz plateada asomarse debajo de las manga de Güiraldes cuando le hizo seña al mozo. Llevaba un traje gris cruzado, camisa blanca y una corbata salmón oscuro que realzaba el falso bronceado que lucía. Los gemelos de plata eran un detalle que súbitamente desplegaban su vanidad.<br />
―Todos los jueves en el primer piso se juega el torneo semanal de bridge, ¿Juega usted al bridge señor Varela?<br />
―No ―dije y al instante agregué―: me gustan más los deportes de contacto.<br />
El hombre detrás de Güiraldes volvió a levantar la mirada, parecía que su libro lo aburría. Lo apoyó sobre la mesa, y miró perdido hacia el salón como si esperara un tren que viene con retraso.<br />
―En el bridge ―continuó Güiraldes sosteniendo su vaso a medio camino― juegan dos parejas con la baraja inglesa. En una reducción simple, se trata de subasta, puntos y carteo. Pura contabilidad que le dicen. Pero tiene que ver como se apasionan estos hombres. Se lo toman muy en serio, ¿sabe? ¡Como si la vida les fuera en ello!<br />
—No me imagino tanto revuelo motivado en un juego de cartas, ¿Juegan por dinero?<br />
—Claro que juegan por dinero, ¡qué pregunta me hace! ¿O acaso se le ocurre que hay otro motivo para vivir además del dinero? —descruzó las piernas, se torció a la izquierda y volvió a cruzarlas ahora con su izquierda sobre el muslo derecho— ¿En qué se queda pensando? No hay otro motivo. Si me apura, cuestión que no le aconsejo, puedo llegar a decirle que el poder es otro motivo. Pero al fin y al cabo el poder se compra con dinero.<br />
Iba a responderle cuando otro objeto brillante me llamó la atención. El mozo traía mi whisky sobre una bandeja de plata lustrada en exceso. Cuando se agachó para dejar el vaso con la servilleta sobre la mesilla, me vi reflejado en ese rectángulo que despedía haces de luz. Instintivamente me arreglé el nudo de la corbata.<br />
Güiraldes tomaba su trago de a sorbos por instantes y luego apartándolo, como si fuera la medicina caliente que uno intuye le va a quemar los labios. Sentado en el sillón de respaldo alto, parecía un rey francés que ignora los devenires de su pueblo. Sólo dejaba el vaso cuando se estiraba los puños de la camisa y daba vuelta a sus gemelos.<br />
—¡Richard! ¿Qué hacés en el club un jueves? —una voz desconocida me asaltó por detrás.<br />
—¿Cómo estás Esteban? Acá me ves, disfrutando de un trago con un amigo —se levantó para estrecharle la mano al recién llegado y mirándome dijo—: Te presento a Pablo Varela, él es…<br />
—Encantado —me puse de pie tomando su mano. Era gruesa, con esos dedos que uno no sabe si agarrarlos a todos o solo los que entren de momento.<br />
—Vengo a jugar al bridge, hago pareja con Ramiro Anchorena —dijo Esteban estirando el cuello como un pingüino emperador.<br />
—Me alegro, ¡suerte entonces! No olvides que el lunes nos juntamos a almorzar para cerrar el trato con la inmobiliaria de Nordelta.<br />
Esteban respondió con un movimiento de cabeza y sin voltearse murmuró un buenas noches al aire enrarecido.<br />
Otra vez sentados, Güiraldes me miró con los ojos entornados como si estuviera calculando un disparo y le costara aceptar que el viento podría desviar el proyectil.<br />
—Me tendrá que disculpar, no sabía como presentarlo. ¿Cómo lo hubiera hecho usted? —una mueca resbaló por la comisura de su boca.<br />
—Usted lo sabe, sólo que no lo quería decir —dije irguiendo el pecho por reflejo tras recibir el primer impacto.<br />
Su carcajada no fue forzada. Salió despedida de su boca como si fuera el fuego de un dragón. El lector de Dostoievski se sobresaltó, frunció el ceño y negó con la cabeza en señal de reprobación. Tras darse cuenta que las disculpas no saldrían de mi boca volvió al libro.<br />
—¡Por favor, no sea ingenuo! ¿Se cree que como vidrio? ¿Sabe cuántas veces tuve que poner el oído para escuchar todas esas paparruchadas? —su voz iba en aumento y noté que el mozo a diez metros había dejado de secar las copas y nos miraba fijo, sin embargo Güiraldes continuó— Ana sabe muy bien lo que significan esos papeles, ¿Quién se va a ocupar de ella? ¿Usted?¡No me haga reír mas por favor, nos van a echar!<br />
Levanté la servilleta y me sequé los labios. El escudo dorado del club Crawley se había desdibujado por la humedad del vaso. Ya no se distinguían los dos leones parados en sus patas traseras rodeando el blasón, ahora solo se adivinaba uno. El otro (miré con mayor detenimiento) me parecía que era un ciervo.<br />
—Mire Varela —continuó al tiempo que otra vez cambiaba sus piernas de posición— no voy a negarle que usted es el que de todos el que mejor me cae. Con esa cara de elefante de cuernos mutilados que tiene, podría estar vendiendo seguros. ¡Le iría muy bien! No como Santamaría, ese es un maldito especulador. ¡Solo le interesa la plata! Que descaro tenía al creer que se iba a salvar conmigo… pero, ¿por quién me toman? ¡Qué ilusos!<br />
Me puse de pie rápidamente, porque creí que así hacen los boxeadores cuando el cross los acuesta en el ring. Me acerqué a la ventana y corrí apenas las cortinas. La noche sin luna parecía succionar las sombras dejando la crudeza de las palabras de Güiraldes al desnudo. Al lado de la ventana un cuadro enorme decoraba la pared.<br />
—Constable —dijo Güiraldes mientras se paraba a mi lado— John Constable, ¿lo conoce?<br />
—No.<br />
—Es un pintor inglés del siglo diecinueve. Es original. Por eso siempre elijo este pequeño rincón del salón para relajarme. Me gusta pasar el tiempo observando ese cuadro. Esos grises. ¡Y el celeste! ¡Observe que celeste!, ¿no le recuerda a esa mirada melancólica que tienen los ingleses en los días de lluvia?<br />
—No conozco Inglaterra.<br />
—¡Y créame que no hace falta! Viendo esta obra uno puede trasladarse sin volar. Mire —dijo tomándome de un brazo y girándome para quedar enfrentados —cierre los ojos unos momentos y recuerde esos colores, yo lo voy guiando.<br />
No sé porque cerré los ojos. Quizás fuera la presión de su mano sobre mi brazo, quizás las luces, el whisky o la imagen desdibujada del ciervo en la servilleta.<br />
—Inglaterra es verde. Es verde y es gris. Un gris oscuro y un verde claro. Ahora imagine un celeste como el cielo de Buenos Aires pero no el de la mañana. Imagine el celeste de las cinco de la tarde. ¿Lo tiene? —su voz era un susurro, era como una sábana resbalándose de la cama.<br />
—Si —le contesté.<br />
—Bueno, con ese celeste, ese gris oscuro y ese verde claro imagine el cielo sucio, las casas de piedras húmedas y el césped silvestre ¿lo tiene? —me repitió muy cerca del oído, tan próximo que sentí que me rozaba su aliento.<br />
—Sí, lo tengo.<br />
—Bueno, entonces en ese paisaje imagine una catedral. Una catedral de doble cruz, con una aguja alta… pero bien alta. Mas de cien metros. Con grandes arcos en la fachada de tres cuerpos…<br />
Abrí los ojos porque se quedó en silencio; él me estaba mirando.<br />
—¿Y bien? <br />
—¿Este es el paisaje que imaginé? —le dije acercándome al cuadro.<br />
—Sí, es ese.<br />
—Increíble. El césped tullido, los árboles grisáceos, el cielo nublado conteniendo la furia de la tormenta. Increíble también…<br />
—La catedral de Salisbury — me interrumpió con voz solemne— John Constable.<br />
El mozo apareció detrás de nosotros, tosiendo con animosidad preguntó si apetecíamos algo más.<br />
Otra vuelta de Chivas —dijo el anfitrión.<br />
— Señor Güiraldes, usted no me conoce realmente —le acusé mientras me sentaba en el sillón mullido — ¿cree que soy como todos los demás?<br />
— Pablo hágame el favor, llámeme Richard —se pasó la mano por el pelo engominado y la volvió a apoyar en el antebrazo del sillón— Déjeme decirle que la vida es como un cuadro; uno cree que con una mirada lo abarca todo pero se equivoca, tiene un sin fin de matices…de escenas pequeñas desperdigadas ocultas en la inmensidad, tiene detalles casi insignificantes quizás ni siquiera son pequeños sino invisibles al ojo pero no al corazón. Porque el arte habita en el corazón ¿lo entiende?<br />
—Creo que no —titubeé un momento— yo le intentaba decir otra cosa…<br />
—¿Esperan a alguien más? —el mozo apareció de repente como si fuera un fantasma que fue convocado en una ronda de espiritismo —les puedo dejar la botella y traigo otro vaso.<br />
—No, nadie mas —se adelantó Richard— ¿no?<br />
—No, nadie mas —respondí.<br />
—Pablo creo que usted se equivoca con Ana —continuó Richard— Ella es una mujer…digamos un poco especial ¿me entiende? Es algo complicada; una de esas mujeres que al poco tiempo de casados va a querer que se tome un avión bien lejos. Muy lejos ¿me entiende? A Marte.<br />
Richard hablaba como si todos lo entendieran. Como si estuviera mas allá de las respuestas que se pueden esperar del resto; como si detenerse a escucharlas fuera una pérdida de tiempo. Preguntaba si comprendía lo que me decía pero creo que en su interior, en lo más superficial de su interior, no esperaba que lo entendiera.<br />
—Yo la amo… —y mis palabras salieron antes que pudiera detenerlas.<br />
Richard suspiró y sacó dos puros del bolsillo de su saco. Utilizó el olfato para elegir y luego acompañando a una sonrisa amplia me ofreció el que descartó.<br />
—Solo fumo cigarrillos —contesté levantando la mano en señal de agradecimiento.<br />
—Hágame caso, pruébelos. No se va a arrepentir. <br />
Lo tomé por cortesía más que por gusto. Luego de utilizar la guillotina me la alcanzó para cortar el cigarro. Con perfil de telenovela encendió su habano, retuvo el humo mientras observaba el techo por unos segundos y bajó la vista exhalando lentamente como si fuera el telón de cierre de la función vespertina. Encendí el cigarro y disimulé la tos. La ahogué a pesar de que supe que mi rostro estaba cambiando de color. Cuando me sentí morado solté el aire, me excusé al tiempo y le sonreí por unos instantes.<br />
La aguja de la catedral se iba perdiendo en la infinidad. El gris pesado y brumoso la había envuelto en un halo de misterio como si quisiera robarla aprovechando la distracción del humo. Delante de ella, los árboles habían virado hacia un sucio escarlata casi enfermizo. Y el césped había perdido su verde; era marrón oscuro, casi negruzco con trazos anaranjados que contenía el reflejo de los árboles secos. El cuadro reposó lúgubre, como si fuera un indigente que busca el umbral para proteger sus sueños de la miseria.<br />
Lo miré a Richard que permanecía absorto en su obra teatral, imaginando jinetes y doncellas, plebeyos y burgueses, todos juntos enlazados en una fiesta patronal rodeando al rey en un circulo de júbilo y embriaguez.<br />
—Es el suyo —dijo entreabriendo apenas los ojos— es el suyo Pablo.<br />
—Perdón… ¡ah! Discúlpeme ahí vengo, tengo que atender —dije mirando la pantalla del celular y caminando unos pasos hacia el vestíbulo del club— Hola, ¿cómo estás?... si, no todavía no... ¡Después! ¡Que sé yo cuando! Había mucho tráfico… No, te dije que no… ¡Porque no tuve oportunidad! —corté la comunicación y volví a sentarme al rincón de cuero cada vez mas hundido.<br />
—Richard, necesito que me escuché un momento por favor.<br />
—Si Pablo, que me quiere decir… —dijo apagando las palabras como si fueran las últimas cenizas del hogar.<br />
—Richard fírmelos… —suspiré y agregué unas palabras mas— por favor se lo pido. <br />
— Mire Pablo hagamos una cosa —se acomodó la ropa y giró sus gemelos ciento ochenta grados— usted es un muchacho simpático, entrador… usted debería vender seguros, ¿se lo dije ya?<br />
—Si Richard, ya me lo dijo.<br />
—Bueno entonces, ¿Porqué no piensa con sensatez? Hágame caso vaya a su casa, cena un risotto con Ana…se acuestan, apagan la luz…quizás hacen el amor o quizás no… y luego mañana, muy temprano por la mañana se va a su trabajo luego de desearle con un beso en la frente que tenga buen día . Y cuando llega a su oficina le pega una patada al escritorio de su jefe y renuncia. Y mañana mismo, mire lo que le digo mañana mismo, se pone a buscar trabajo de vendedor de seguros. ¿Qué le parece? —su sonrisa mostraba un inevitable convencimiento.<br />
Me sumergí en el sillón y miré otra vez a Constable, ¿habrá estado orgulloso de su cuadro? Pensé en esos artistas que no quieren mostrar sus creaciones al mundo. Que las ocultan, las queman o las rompen. Se podría crear un cementerio con todas las obras ignoradas. Como si fueran borregos no deseados del arte; hijos bastardos. ¿No sería realmente atractivo conocer el borrador de Macbeth? ¿O tener acceso al cesto de basura del estudio de Wagner? Creo que me gustaría trasladarme a ese cementerio; a ese mundo seguro donde uno duerme con el desecho de los genios y no con la indiferencia de los negligentes. Apuré el resto del whisky de un solo trago y me hundí en el sillón para aguantar el impacto.<br />
—Richard, no sé lo que usted quiere, si lo supiera se lo ofrecería.<br />
—¡Ja! ¡Por favor Pablo, por favor!¿Usted cree que puede venir a una cita conmigo a mi club y aquí mismo con total descaro ponerme condiciones?<br />
—No fue esa mi intención… —dije acomodándome en el sillón no sin esfuerzo.<br />
—¡Que descaro por favor, que descaro! Al fin y al cabo usted es como Santamaría o como Nicolás Estensoro… unos pobres tipos que solo esperan quedarse con mi dinero, con todo mi dinero.<br />
—No queremos… no quiero su dinero Richard, lo que me gustaría es….<br />
—¡Yo sé muy bien por qué esta acá! ¡No me lo va a decir usted! Usted es un pobre vendedor de seguros, un pobre charlatán de esquina que quiere venir a robarme porque esa otra —y se puso de pie gesticulando con ambas manos como si fuera un director de orquesta— esa otra todos sabemos muy bien como es, ¿o porque se cree que nos separamos? ¡Esa mujer solo quería mi dinero, se casó conmigo por mi dinero! ¿Acaso eso usted lo puede entender?<br />
—No creo que sea así Richard… —le dije poniéndome de pie para poder mirarlo en su altura.<br />
—¡No me diga lo que usted cree y no me llame Richard que no soy su amigo!<br />
El murmullo sordo del salón se estaba desmembrando, ahora era toda una conversación universal de miradas y señas que se dirigían hacia nosotros. El lector de Dostoievski se había puesto de pie y con un ademán llamado al mozo. Con su billetera en la mano nos miraba con desconfianza como si creyera que de un momento a otro Güiraldes también lo reprendería a él. Me fui al toilette a refrescarme; cuando me alejaba escuché que de mi mesa pedían la cuenta.<br />
Afuera el otoño se había despertado. El cielo negro como el hollín bajaba arremolinado por el viento del norte sacudiendo a su paso las copas de los árboles en un vaivén hipnótico que si se miraba fijo le parecía a uno perder el equilibrio. Las hojas amarillentas cubrían parte de la acera de baldosas blancas como si fueran las manchas de un dálmata. Había pocos autos en la calle, y los colectivos que pasaban iban casi sin pasajeros.<br />
Encendí un cigarrillo y me quedé en la puerta del club por algunos minutos. Saliendo del estacionamiento a la derecha un audi bajaba la ventanilla. Una voz me preguntó si quería que me acercara. <br />
—No, gracias señor Güiraldes —respondí medio agachado para poder ver su rostro.<br />
La respuesta fue una ventanilla polarizada subiéndose y un motor acelerando con más ímpetu de lo normal.<br />
—¿Me da usted fuego por favor? —dijo el hombre que llevaba un libro debajo de su brazo izquierdo— linda noche para caminar, ¿no es cierto?<br />
—Si —le contesté— parece un cuadro de Constable.<br />
FinEstanislaohttp://www.blogger.com/profile/01672699099038447789noreply@blogger.com0Nueva York, EEUU40.7143528 -74.005973140.3292248 -74.637687100000008 41.0994808 -73.3742591tag:blogger.com,1999:blog-33297068.post-1101447591563648412012-12-20T00:00:00.000-03:002012-12-20T00:00:05.301-03:00La edad madura / Henry James<strong></strong> <br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/thumb/e/ed/Henry_James_by_John_Singer_Sargent_cleaned.jpg/220px-Henry_James_by_John_Singer_Sargent_cleaned.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; cssfloat: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img bea="true" border="0" src="http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/thumb/e/ed/Henry_James_by_John_Singer_Sargent_cleaned.jpg/220px-Henry_James_by_John_Singer_Sargent_cleaned.jpg" /></a></div>
Aquel día de abril era templado y luminoso, y el pobre Dencombe, feliz en la presunción de que sus energías se recuperaban, estaba parado en el jardín del hotel, comparando los atractivos de diversos paseos tranquilos, con una parsimonia en la cual, empero, todavía se echaba de ver cierta laxitud. Le gustaba la sensación de Sur, en la medida en que se la pudiera tener en el Norte; le gustaban los acantilados arenosos y los pinos arracimados, incluso le gustaba el mar incoloro. “Bournemouth es el lugar ideal para su salud” había sonado a simple anuncio, pero ahora él se había reconciliado con lo prosaico. El amigable cartero rural, al cruzar por el jardín, acababa de entregarle un paquetito, que él se llevó consigo dejando el hotel a mano derecha y encaminándose con andar circunspecto hasta un oportuno banco que ya conocía, en un recoveco bien abrigado en la ladera del acantilado. Daba al Sur, a las coloreadas paredes de la Isla de Wight, y por detrás estaba guarecido por el oblicuo declive de la pendiente. Se sintió bastante cansado cuando lo alcanzó, y por un momento se notó defraudado; estaba mejor, desde luego, pero, después de todo, ¿mejor que qué? Nunca volvería, como en uno o dos grandes momentos del ayer, a sentirse superior a sí mismo. Lo que de infinito pueda tener la vida había desaparecido para él, y lo que le quedaba de la dosis otorgada era un vasito marcado como lo está un termómetro por el farmacéutico. Se quedó sentado con la vista clavada en el mar, que parecía todo superficie y cabrilleo, harto más superficial que el espíritu del hombre. El abismo de las ilusiones humanas, ése sí que era la auténtica profundidad sin mareas. Sostenía el paquete, que a todas luces era de libros, en las rodillas, sin abrirlo, alegrándose, tras el ocaso de tantas esperanzas (su enfermedad lo había hecho ser consciente de su edad), de saber que estaba ahí, pero dando por hecho que ya jamás podría haber una repetición completa del placer, tan caro a la experiencia juvenil, de verse a sí mismo “recién impreso”. Dencombe, que tenía una reputación, había publicado demasiadas veces y sabía de antemano demasiado bien cómo luciría. <br />
<br />
Ese aplazamiento tuvo como vaga causa adicional, al cabo de un rato, a un grupo de tres personas -dos mujeres y un joven- a quienes, más abajo que él, se veía avanzar errabundos, juntos y al parecer callados, a lo largo de la arena de la playa. El joven tenía la cabeza inclinada hacia un libro y de vez en cuando se quedaba parado por el hechizo que sobre él ejercía ese volumen que, como percibía Dencombe incluso a esa distancia, tenía una cubierta chillonamente roja. Entonces, sus compañeras, un poco por delante, lo esperaban a que las alcanzara, hurgando en la arena con sus sombrillas y mirando alrededor el cielo y el mar, paladinamente conscientes de la belleza del día. A aquellas cosas el joven del libro se mostraba ajeno aún más paladinamente; retrasándose, fascinado, absorto, era motivo de envidia para un observador a quien se le había mar chitado toda candidez de su relación con la literatura. Una de las mujeres era voluminosa y entrada en años; la otra exhibía la delgadez de una contrastante juventud y de una situación social seguramente inferior. La mujer voluminosa transportaba la imaginación de Dencombe hacia la época de la crinolina; tenía un sombrero en forma de champiñón, adornado con un velo azul, y la portadora del mismo, en su agresiva imponencia, parecía aferrarse a una moda desvanecida y aun a una causa perdida. Al cabo su compañera sacó de entre los pliegues de un mantón una cojeante silla portátil, que desplegó rápidamente y de la cual tomó posesión la mujer voluminosa. Este acto, junto con algo en los movimientos de la una y de la otra, instantáneamente caracterizó a las ejecutantes -éstas actuaban para recreo de Dencombe- como matrona opulenta y como humilde señorita de compañía. Por lo demás, ¿de qué servía ser un novelista probado si no se era capaz de establecer las relaciones personales existentes entre tales figuras? Como por ejemplo: la imaginativa teoría de que el joven era hijo de la matrona opulenta, y de que la humilde señorita de compañía, hija de clérigo o de funcionario, abrigaba una secreta pasión por él. ¿No era visible eso por el modo como ésta última se había deslizado furtivamente detrás de su benefactora para volver la vista hacia donde él se había permitido quedarse completamente quieto en tanto su madre se sentaba a descansar? Ese libro era una novela; tenía la llamativa tapa de las ediciones económicas, y él, mientras el romanticismo de la vida quedaba desdeñado a su lado, se perdía en el romanticismo de la biblioteca circulante. Maquinalmente se trasladó a donde era más blanda la arena, y se dejó caer en ella para acabar el capítulo a sus anchas. La humilde señorita de compañía, desalentada por la inaccesibilidad masculina, erraba, con la cabeza martirizadamente gacha, en otra dirección, y la señora descomunal, contemplando las olas, ofrecía una borrosa semejanza con una máquina voladora caída en pedazos.<br />
Cuando empezó a desinteresarlo este espectáculo, Dencombe se acordó de que tenía, a fin de cuentas, otro pasatiempo aguardándolo. Aunque tanta celeridad fuera infrecuente por parte de su editor, él ya podía extraer del envoltorio su obra “más reciente”, quizá su obra última y final. La cubierta de La edad madura era certeramente llamativa, el aroma de las rozagantes páginas era el mismísimo olor de la beatitud; pero, de momento, él no pasó de ahí, habiéndose percatado de una rara alienación. Se le había olvidado de qué trataba su propio libro. El último ataque de su vieja dolencia, de la cual había venido ilusamente a protegerse a Bournemouth, ¿había quizá interpuesto un vacío absoluto respecto de lo que había precedido al mismo? Había finalizado la corrección de galeradas antes de salir de Londres, pero la posterior quincena en cama había pasado una esponja sobre los matices. No habría podido salmodiarse a sí propio una sola de sus frases, ni podía dirigirse a ninguna determinada página con curiosidad o seguridad. Se le había ido su tema, quedándole apenas una conjetura. Lanzó un sordo gemido al respirar el frío de su vacío absoluto: éste parecía tan desesperadamente representar la culminación de un siniestro proceso. Las lágrimas visitaron sus apacibles ojos: algo precioso se había evaporado. Tal había sido la congoja más punzante de unos cuantos años a esta parte: la sensación de la mengua del tiempo, de la reducción de las oportunidades; y lo que ahora notaba no era tanto que estuviera escapándosele su última oportunidad, cuanto que ya se le había escapado del todo. Aunque había hecho todo lo que podía, aún no había hecho lo que quería. Ése era el desgarro: que, virtualmente, su carrera había llegado a su término: era tan violento como una mano brutal en la garganta. Se levantó nerviosamente de su asiento, cual criatura invadida por el pavor; luego, en su debilidad, tornó a arrellanarse y abrió tembloroso la novela. Era un solo volumen: él prefería los volúmenes únicos, aspirando a una concisión exquisita. Se puso a leer, y poco a poco, en esa ocupación, fue sintiéndose tranquilizado y serenado. Todo principió a volver a su mente, pero volvía con asombro; volvía, sobre todo, con una belleza elevada y radiante. Leyó su propia prosa, pasó sus propias páginas, y, sentado allí, con el sol de primavera en sus hojas, sintió una peculiar e intensa emoción. Su carrera se había terminado, sin duda, pero, al menos, se había terminado con aquello.<br />
Durante su enfermedad había olvidado el trabajo del año pasado... pero lo que más había olvidado era que fuese tan extraordinariamente bueno. Volvió a zambullirse en su narración, y fue arrastrado a sus profundidades, como por mano de una sirena, hasta donde flotan extraños temas silenciosos en el tenue mundo sumergido de la ficción, la gran cisterna esmaltada del arte. Reconoció su tema y se rindió a su propio talento. Seguramente su propio talento nunca se había mostrado tan acendrado como en aquella ocasión. Sus ineptitudes seguían allí, pero lo que también seguía allí, para su percepción, aunque probablemente, ¡ay!, para la de nadie más, era la maña con que en la mayoría de los casos las había remontado. En el sorprendido goce de esa su destreza, entrevió un posible indulto. De seguro que su fuerza aún no estaba agotada; en ella todavía quedaba vida y servicio. No le había venido fácilmente, había llegado de modo tardío y esquivo. Era hija del tiempo, nutrida por la dilación; él había luchado y sufrido por ella, realizando incontables sacrificios, y ahora que la misma había madurado de veras, ¿iba a cesar de producir, iba a declararse brutalmente derrotada? Para Dencombe hubo una infinita satisfacción en sentir, como jamás anteriormente, que la pertinacia vincit omnia. El resultado producido en su librito era, sin saber muy bien cómo, un resultado que había rebasado sus propósitos conscientes; no parecía sino que él hubiera plantado su genio, se hubiera fiado de su método, y ellos hubieran crecido y florecido con esta bonanza. No obstante, aunque el logro había sido genuino, el proceso había sido bastante trabajoso. Lo que tan intensamente veía hoy, lo que sentía como un cuchillo clavado en sus entrañas, era que sólo ahora, en el tramo final, había llegado a la plena posesión de su capacidad. Su desarrollo había sido anormalmente lento, casi grotescamente paulatino. La experiencia lo había estorbado y retardado y, durante luengos períodos, él no había hecho sino buscar el camino a tientas. Se le había ido demasiada parte de su vida en producir demasiado poco de su arte. Por fin el arte había llegado, pero había llegado detrás de todo lo demás. A ese ritmo, una sola existencia era demasiado corta: sólo lo bastante larga para reunir material, de tal guisa que, para fructificar, para hacer uso de ese material, era menester una segunda existencia, una prórroga. Por esa prórroga fue por lo que suspiró el pobre Dencombe. Hojeando las últimas páginas de su libro se dolió:<br />
<br />
-¡Ah, quién tuviera otra oportunidad! ¡Ah, qué no daría yo por una ocasión mejor!<br />
Las tres personas a quienes había observado en la arena se habían esfumado y luego habían reaparecido: ahora estaban subiendo por un sendero, una subida artificial y cómoda, que conducía a lo alto del acantilado. A mitad de dicho caminito se hallaba el banco de Dencombe, en un saliente resguardado, y, en este instante, la señora voluminosa, persona maciza y heterogénea, de agresivos ojos oscuros y simpáticas mejillas coloradas, resolvió tomarse unos momentos de descanso. Llevaba unos largos guantes que se le habían manchado y unos inmensos pendientes de diamantes; al principio pareció vulgar, pero contradijo esa expectativa con un tono afablemente desenvuelto. Mientras sus acompañantes se quedaban aguardando de pie por ella, extendió sus faldas en el otro extremo del banco de Dencombe. El joven llevaba gafas de aros dorados, a través de los cuales, con el dedo aún metido en su libro de cubierta roja, lanzó una ojeada al volumen, encuadernado en la misma tonalidad del mismo color, que descansaba sobre el regazo del primer ocupante del banco. Luego de un instante, Dencombe creyó comprender que al joven lo sorprendía la similitud, que había reconocido el sello dorado en la tela carmesí, que él también estaba leyendo La edad madura, y que después tomaba conciencia de que había alguien más que iba a la par que él. El desconocido se sentía desconcertado, tal vez incluso una pizca contrariado, al descubrir no ser la única persona que había tenido la ventura de que le llegara a las manos uno de los primeros ejemplares. Los ojos de los dos lectores se encontraron un momento, y a Dencombe le hizo gracia la expresión de la mirada de su competidor o incluso, podría inferirse, de su admirador. Con ella confesaba cierta ofensa, semejaba decir: “¡Por todos los diablos, ¿ya lo tiene éste?! ¡Claro que será uno de esos estomagantes críticos literarios!” Dencombe escondió de la vista su ejemplar mientras la matrona opulenta, irguiéndose tras su descanso, prorrumpía en un:<br />
-¡Ya experimento lo bien que sienta este aire! <br />
-Yo no puedo afirmar lo mismo -dijo la señorita angulosa-. Yo me noto muy decaída.<br />
-Yo me noto enormemente hambrienta. ¿Para qué hora ha solicitado usted el almuerzo? -continuó su protectora.<br />
La joven desvió hacia su compañero la pregunta:<br />
-El almuerzo lo encarga siempre el doctor Hugh. <br />
<br />
-Hoy no he encargado nada: voy a hacerla seguir un régimen -dijo su compañero. <br />
<br />
-En ese caso, me voy a mis habitaciones a dormir. Qui dortdine! <br />
<br />
-Les rogaría que me excusaran un rato. ¿Puedo dejarla en manos de la señorita Vernham? -preguntó el doctor Hugh a su compañera de más edad. <br />
<br />
-¿No confía el doctor Hugh en usted? -preguntó ésta traviesamente. <br />
<br />
-¡No demasiado! -osó declarar la señorita Vernham, mirando hacia el suelo-. Usted debe venir con nosotras, por lo menos hasta nuestro alojamiento -siguió, en tanto que la señora a quien parecían rendir pleitesía comenzaba a reanudar la subida. Dicha señora ya se había apartado un tanto del alcance de sus voces; no obstante, habida cuenta de la presencia de Dencombe, la señorita Vernham se volvió menos claramente audible a fin de quejársele al joven-: ¡Creo que no es usted consciente de todo lo que le debe a la condesa! <br />
<br />
Indiferentemente, por un instante, el doctor Hugh dirigió hacia ella la refulgencia de la dorada montura de sus gafas: <br />
<br />
-¿Es ésa la impresión que le doy? ¡Me hago cargo, me hago cargo! <br />
<br />
-Es rematadamente buena con nosotros -insistió la señorita Vernham, obligada, ante la inmovilidad de su interlocutor, a seguir allí a despecho de estar comentando asuntos privados. ¿De qué habría servido que Dencombe fuera sensible a los matices si no hubiese sido capaz de detectar en esa inmovilidad del joven una extraña influencia por parte del callado convaleciente anciano de la capa de paño escocés? De pronto la señorita Vernham pareció darse cuenta de una tal motivación, pues luego de un instante agregó-: Si lo que usted quiere es tomar el sol aquí, puede regresar después de acompañarnos hasta el hotel. <br />
<br />
Ante esto, el doctor Hugh titubeó, y Dencombe, pese a su deseo de simular que no se daba cuenta de nada, se arriesgó a mirarlo solapadamente. Con lo que de hecho acertaron ahora a encontrarse sus ojos fue, por parte de la señorita, con una extraña mirada fija, vidriosa por naturaleza, que hizo que el aspecto de la misma le recordara un personaje (no consiguió evocar su nombre) de alguna obra teatral o algún relato novelesco: alguna siniestra institutriz o solterona trágica. Ella parecía escudriñarlo, desafiarlo, decirle, con una indiscriminada ojeriza: “¿Por qué tiene usted que interferir en nuestros asuntos?” En ese mismo momento les llegó desde arriba la voz de la condesa, con sustancioso humor: <br />
<br />
-¡Vengan, vengan, corderitos míos, tienen que ir detrás de su vieja bergère! <br />
<br />
Ante esto la señorita Vernham se apartó para reanudar la ascensión, y el doctor Hugh, tras otra silenciosa apelación a Dencombe y un instante de visible demoranza, depositó su ejemplar en el banco, como para guardarse el sitio e incluso como señal de que regresaría, y procedió a subir sin dificultad por la zona más arriscada del acantilado. <br />
<br />
Inocentes e infinitos por igual son los placeres de la observación y los recreos deparados por la afición a analizar la vida. Al pobre Dencombe, ocioso en su reservada exposición al viento, lo divirtió pensar que estaba esperando una revelación de algo que estaba en lo recóndito de un joven espíritu selecto. Con intensidad miró el ejemplar en el otro extremo del banco, pero no lo habría tocado ni por todo el oro del mundo: le venía bien tener una teoría que no hubiera de exponerse a refutación. Ya se sentía mejor de su melancolía; según su acostumbrada forma de expresarlo, ya había asomado la cabeza por la ventana. La efímera presencia de una condesa podía animar la fantasía cuando, como la mayor de las damas que acababan de retirarse, era tan visible como la giganta de una troupe. Verlo todo detalladamente, no cabía duda, era lo terrible; ver cosas de modo fragmentario, en contra de una opinión generalmente expresada, era el refugio, era la medicina. No era dable que el doctor Hugh fuese sino un crítico que estaba de acuerdo con editores o periódicos para recibir ejemplares de los libros recientes. Este personaje reapareció al cabo de un cuarto de hora, con patente alivio al encontrar que Dencombe seguía allí y con un brillo de dientes blancos en una cohibida aunque generosa sonrisa. Quedó visiblemente decepcionado ante el eclipse del ejemplar que no era el suyo: había un pretexto menos para poder hablar con el desconocido. Pero habló con el desconocido, pese a ello: blandió su propio ejemplar y principió a conversar requiriendo: <br />
<br />
-¡Haga el favor, si tiene usted posibilidad de escribir sobre esta obra, de decir que es lo mejor que su autor ha creado hasta ahora! <br />
<br />
Dencombe respondió con una carcajada: eso de “hasta ahora” lo divertía tanto, hacía tan extensa avenida de lo futuro. Y, mejor aún, resultaba que el joven lo tomaba a él por un crítico. Sacó La edad madura de debajo de la capa, pero instintivamente reprimió toda actitud delatora de su paternidad. En parte se debió a que siempre resulta ridículo llamar la atención sobre la obra propia. <br />
<br />
-¿Es eso lo que va a escribir usted mismo? -le inquirió a su visitante. <br />
<br />
-No estoy muy seguro de que yo vaya a escribir nada. Por lo regular no escribo; me limito a disfrutar en paz. Pero el libro es rematadamente bueno. <br />
<br />
Durante un momento, Dencombe sostuvo un breve debate consigo mismo. Si su interlocutor hubiera empezado a vituperarlo, él habría confesado al instante su verdadera identidad; pero no había nada malo en incitarlo un poco a alabar. Lo incitó con tal exito que, en cuestión de instantes, su nuevo conocido, sentado a su vera, confesaba con abierta franqueza que las novelas de Dencombe eran las únicas que era capaz de leer por segunda vez. Él había llegado el día anterior de Londres, donde un amigo suyo, periodista, le había prestado su ejemplar de la más reciente de ellas: el ejemplar enviado a la redacción del diario y que ya había sido objeto de una “gacetilla” que a buen seguro (por prejuzgar que no quedara) se había tardado exactamente un cuarto de hora en redactar. Insinuó que sentía vergüenza de su amigo y, en lo que concernía a una novela que requería y ofrecía estudio, de tamaña conducta ordinaria; y con su propia apreciación fresca, y su inusitado deseo por expresarla, prontamente llegó a ser para el pobre Dencombe una extraordinaria, una deliciosa aparición. El azar había puesto al fatigado literato cara a cara con el más ferviente admirador que cabía suponerle entre la generación joven. Para ser exactos, este admirador era desconcertante: era tan raro caso toparse con un joven médico hirsuto -parecía un fisiólogo alemán- devoto de la forma literaria. Era una casualidad, pero más feliz que la mayoría de las casualidades, conque Dencombe, no menos solazado que confundido, se entregó media hora a hacer hablar a su visitante mientras él guardaba silencio. Justificó su propia posesión adelantada de La edad madura aludiendo a su amistad con el editor, el cual, sabiendo que él estaba en Bournemouth por motivos de salud, había tenido con él ese grato detalle. Dencombe reveló haber estado enfermo, pues el doctor Hugh lo habría adivinado de modo inevitable; incluso llegó a preguntarse si no podría esperar alguna “orientación” sanitaria por parte de alguien que aunaba un entusiasmo tan rutilante y una presumible familiaridad con los medicamentos ahora en boga. Quizá perturbara un poco la confianza de Dencombe el tener que tomarse en serio a un médico que era capaz de tomárselo tan en serio a é1 mas le había caído en gracia este efusivo joven moderno y sintió con aguda punzada que aún habría cosas que hacer en un mundo donde se ofrecían tan extrañas mezclas. No era cierto lo que había tratado de creer en pro de la renuncia: que todas las combinaciones estaban ya agotadas. No lo estaban, no, no lo estaban, eran innúmeras; el agotamiento estaba sólo en el desventurado artista. <br />
<br />
El doctor Hugh era un fisiólogo ardiente saturado del espíritu de la época; o sea, acababa de licenciarse; pero era original y polifacético, y hablaba como un hombre que de buena gana habría preferido dedicarse a la literatura. Le habría gustado crear frases hermosas, pero la Naturaleza le había rehusado el don. Algunas de las mejores frases de La edad madura lo habían impresionado sobremanera, y se tomó la libertad de leérselas a Dencombe en refuerzo de su argumentación. El doctor Hugh, en el aire perfumado, se tornó vívido al sentir de su compañero, para cuyo profundo consuelo parecía haber sido enviado; y con especial ardor se aplicó a describir cuán recientemente había tenido conocimiento de, y cuán instantáneamente se había entusiasmado con, el único novelista que había logrado poner carne entre las costillas de un arte que se moría de hambre a fuerza de timideces y dogmatismos. Aún no le había escrito: lo contenía un sentimiento de respeto. En ese instante, Dencombe se congratuló más que nunca de no haber concedido jamás su tiempo a los fotógrafos. La actitud de su visitante le prometía un gran obsequio de comunicación, mas barruntó que, para el doctor Hugh, gozar de cierta continuidad en su comunicación dependía no poco de la condesa. Dencombe no tardó en enterarse de con qué clase de condesa se las habían, así como del tipo de vínculo que unía entre sí al insólito trío. La señora voluminosa, inglesa de nacimiento e hija de un barítono célebre, cuya afición, aunque no su talento, ella había heredado, era viuda de un aristócrata francés y dueña de todo lo que quedaba de la extensa fortuna, fruto de las ganancias paternas, que había constituido su propia dote. La señorita Vernham, criatura extraña pero consumada pianista, estaba vinculada a ella por un sueldo. La condesa era desbordante, excéntrica, muy suya: viajaba con una trovadora y un médico de cabecera. Ignorante y abrumadora, sin embargo tenía momentos en que resultaba casi irresistible. Dencombe la vio como posando para un retrato en el generoso bosquejo que le hacía el doctor Hugh, y notó cómo se formaba en su propia mente la imagen de la relación que con ella mantenía su joven amigo. Dicho joven amigo, para ser representante de una nueva psicología, resultaba muy fácil de sugestionar, y aunque se puso anormalmente locuaz, ello no fue sino un signo de auténtico sometimiento. En consecuencia, Dencombe hacía con él lo que quería aun sin darse a conocer como Dencombe. <br />
<br />
Al ponerse enferma en un viaje por Suiza, la condesa lo había conocido en un hotel, y el azar de que él le cayera bien la movió a ofrecerle, con su imperiosa generosidad, unas condiciones que no pudieron menos que deslumbrar a un galeno aún sin clientela y cuyos recursos se habían consumido en sus estudios. No era la manera de pasar el tiempo que él habría escogido, pero era un tiempo que pasaría pronto, y, mientras tanto, ella era sumamente amable. Ella exigía constante atención, pero era imposible que no agradara. Él suministró toda clase de pormenores acerca de su pintoresca paciente, un “caso” como nunca había habido otro, que padecía, relacionado con su sofocada obesidad, y además de la veta morbosa de una voluntad violenta y sin objetivo, un grave trastorno orgánico; pero enseguida tornó a hablar de su bienamado novelista -a quien tuvo la felicísima inspiración de describir como más esencialmente poeta que muchos de quienes vivían de versificar- con su celo que había sido excitado, como igualmente lo había sido toda su ausencia de reserva, por la afortunada circunstancia de la simpatía de Dencombe y la coincidencia de lo que ambos estaban leyendo. Dencombe confesó conocer personalmente un poco al autor de La edad madura, pero no se sintió tan preparado como habría querido cuando su compañero -quien nunca hasta entonces había visto a un ser tan privilegiado- empezó ávidamente a solicitarle detalles. Incluso pensó que la mirada del doctor Hugh en aquel momento delató una vislumbre de sospecha. Pero el joven estaba demasiado inflamado para ser perspicaz, y abría una y otra vez el libro para exclamar “¿Se ha fijado usted en esto?” o “¿No lo impresionó soberanamente esto otro?” <br />
<br />
-Hay un pasaje hermosísimo hacia el final -espetó, y tornó a echar mano del libro. Según volvía las hojas tropezó con otra cosa distinta, y Dencombe lo vio mudar de color súbitamente. El joven había cogido el ejemplar de Dencombe, que estaba sobre el banco, en lugar del suyo, y al punto su vecino adivinó la razón de su sobresalto. Por un instante el doctor Hugh se quedó muy serio; a renglón seguido dijo-: ¡Observo que ha estado usted retocando el texto! <br />
<br />
Dencombe era un apasionado del corregir, un obseso del estilo; lo último a que llegaba era a una forma definitiva para él mismo. Su ideal habría sido publicar anónimamente, y luego, en el texto publicado, entregarse a sus revisiones maníacas, desautorizando siempre la primera edición y empezando para la posteridad, y aun para los pobrecillos coleccionistas, con la segunda. Esa mañana su lápiz había punzado en La edad madura una docena de burbujas. Lo sorprendió el efecto sobre él mismo del reproche del joven: por un momento lo hizo mudar ahora a él de color. Se puso, en todo caso, a tartamudear imprecisamente; luego, a través de una neblina de conciencia en reflujo, vio la extrañada mirada del doctor Hugh. Tuvo tiempo únicamente para darse cuenta de que estaba a punto de caer enfermo otra vez: todas estas emociones, la excitación, la fatiga, el calor del sol, el influjo del aire, se habían confabulado para jugarle una mala pasada, hasta el punto de que, tendiendo la mano hacia su compañero con una exclamación de sufrimiento, perdió por completo el sentido. <br />
<br />
Posteriormente supo que se había desmayado y que el doctor Hugh lo había llevado al hotel en un cochecillo cuyo cochero, que merodeaba por los aledaños en pos de clientes, acertó a recordar haberlo visto casualmente en el jardín del mismo. Había recobrado el sentido durante el trayecto, y en la cama, aquella tarde, tuvo una vaga remembranza del joven rostro del doctor Hugh, cuando estaba junto a él, inclinado sobre él con una sonrisa reconfortante que expresaba algo más que una mera sospecha de su verdadera identidad. Esta identidad ya no podía ser negada, y por eso se sintió aún más pesaroso y dolido. Había sido temerario, había sido estúpido, había salido a pasear demasiado prematuramente, se había quedado afuera demasiado prolongadamente. No habría debido ponerse al alcance de desconocidos, habría debido llevar consigo a su criado. Sintió como si hubiera caído en una sima demasiado honda para poder avistar el menor retazo de cielo. Estaba en confusión sobre el tiempo transcurrido; recogía los fragmentos para hacerlos casar. Había visto a su médico, el de verdad, el que lo había atendido desde el principio, y que de nuevo se había mostrado amabilísimo. Su criado entraba y salía de puntillas, poniendo cara de que él ya se lo había esperado todo por anticipado. Más de una vez dijo algo sobre aquel joven caballero tan inteligente. Lo demás era vaguedad, cuando no desesperación. Empero, la vaguedad era explicable teniendo en cuenta sus sueños, angustias en sopor, de las que finalmente emergió para percibir nítidamente un cuarto oscuro y la luz de una tamizada vela. <br />
<br />
-Volverá a estar del todo bien; ahora sé todo lo referente a usted -dijo cerca de él una voz, que reconoció como la de un hombre joven. Entonces le retornó a la memoria su encuentro con el doctor Hugh. Todavía estaba excesivamente desmayado para bromear sobre ello, pero pudo percatarse, al cabo de no demasiado, de que era intenso el interés de su visitante por élPor supuesto no puedo asistirlo profesionalmente: usted tiene su propio médico, con quien ya he hablado y que es excelente -siguió el doctor Hugh-. Pero debe permitirme que venga a verlo en calidad de buen amigo. Simplemente he entrado a echarle un breve vistazo antes de acostarme. Va usted marchando óptimamente, pero menos mal que estaba yo junto a usted en el acantilado. Vendré a visitarlo mañana temprano. Me gustaría poder hacer algo por usted. Quiero hacer todo lo posible. Usted ha hecho muchísimo por mí. -El joven extendió la mano, posándola sobre él, y el pobre Dencombe, percibiendo débilmente esa cálida presión, se limitó a seguir allí tendido y aceptó su devoción. No podía menos; necesitaba demasiado una ayuda. <br />
<br />
La idea de la ayuda que necesitaba le estuvo muy presente aquella noche, que pasó en despierta calma, con una intensidad de pensamientos que fue como una reacción contra sus horas de estupor. Estaba perdido, estaba perdido, estaba perdido si no había la posibilidad de salvarlo. No temía al sufrimiento, a la muerte; ni siquiera estaba enamorado de la vida; pero había tenido una profunda manifestación de deseo. Durante esas largas horas calladas se percató de que sólo con La edad madura había alzado el vuelo; sólo aquel día, visitado por procesiones silenciosas, había identificado su reino. Había tenido una revelación de su alcance. A lo que temía era a que su reputación hubiera de fundamentarse en algo incompleto. No era de su pasado sino de su futuro de lo que propiamente quería ocuparse. La enfermedad y la vejez se aparecían ante él como espectros de ojos despiadados: ¿cómo iba a sobornar a tales augures para que le concedieran una nueva oportunidad? Ya había tenido la única oportunidad que pueden tener los seres humanos: había tenido la oportunidad consistente en poder vivir. Muy tarde cayó dormido, y cuando despertó, el doctor Hugh estaba sentado junto a su cabecera. En él, a estas alturas, ya había algo de agradablemente íntimo. <br />
<br />
-No vaya a pensar que he suplantado a su médico -dijo-; actúo con su consentimiento. Él ha estado aquí y lo ha visto. Extrañamente, parece confiar en mí. Le he contado cómo nos conocimos usted y yo ayer por casualidad, y confiesa que tengo una prerrogativa peculiar. <br />
<br />
Dencombe lo miró con seriedad especulativa: <br />
<br />
-¿Cómo lo ha arreglado con la condesa? <br />
<br />
El joven se arreboló un poco, pero se rió: <br />
<br />
-¡Oh, no se preocupe por la condesa! <br />
<br />
-Me dijo usted que era muy exigente. <br />
<br />
El doctor Hugh guardó silencio unos momentos. <br />
<br />
-Sí que lo es -dijo. <br />
<br />
-Y la señorita Vernham es una intrigante. <br />
<br />
-¿Cómo sabe eso? <br />
<br />
-Yo lo sé todo. ¡Hay que saberlo todo para poder escribir decentemente! <br />
<br />
-Creo que es una loca -precisó el doctor Hugh. <br />
<br />
-Bien, pero no se pelee con la condesa; en la actualidad le es de gran ayuda a usted. <br />
<br />
-No me peleo -repuso el doctor Hugh-. Pero no me entiendo bien con las mujeres tontas. –Enseguida agregó-: Usted parece muy solo. <br />
<br />
-Eso pasa mucho a mi edad. He sobrevivido, pero he tenido pérdidas por el camino. <br />
<br />
El doctor Hugh vaciló; pero al fin, superando su leve escrúpulo, inquirió: <br />
<br />
-¿A quién ha perdido? <br />
<br />
-A todos. <br />
<br />
-¡Ah, no! -protestó el joven, poniéndole una mano sobre el brazo. <br />
<br />
-Tuve esposa, tuve un hijo. Mi esposa murió al nacer mi hijo, y a mi hijo, cuando aún iba al colegio, se lo llevaron unas fiebres tifoideas. <br />
<br />
-¡Ojalá hubiese estado yo allí! -dijo con sinceridad el doctor Hugh. <br />
<br />
-¡Bueno, está usted aquí! -respondió Dencombe con una sonrisa que, a pesar de la penumbra, traslució cuánto le gustaba su posibilidad de estar seguro del paradero de su acompañante. <br />
<br />
-Usted habla de su edad extrañamente. No es usted viejo. <br />
<br />
-¿Hipócrita tan pronto? <br />
<br />
-Digo fisiológicamente. <br />
<br />
-Así es como he estado hablándome a mí propio en los últimos cinco años, y eso exactamente es lo que me decía. ¡Y es que sólo cuando somos viejos comenzamos a decirnos que no lo somos! <br />
<br />
-Pero yo también me digo a mí propio que soy joven -declaró el doctor Hugh. <br />
<br />
-¡Y no sabe usted tan bien como yo con cuánta razón! -se rió el paciente, cuyo visitante desde luego admitió el hecho en cuestión, a juzgar por la rotundidad con que trocó su razonamiento de partida, comentando que debía de ser uno de los encantos de la vejez -por lo menos si se poseía una alta distinción el sentir que uno se ha esforzado y ha triunfado. El doctor Hugh empleó la manida expresión sobre el haberse ganado el descanso, y con ella hizo que, por un momento, el pobre Dencombe casi se irritara. Sin embargo, éste se rehízo para explicar, con suficiente claridad, que si él mismo, por desdicha, no conocía nada de tal bálsamo, sin duda era porque había malgastado años preciosos. Desde el principio se había consagrado a la literatura, mas había tardado toda una vida en ponerse a la altura de ese arte. Sólo en aquel momento, al fin, había empezado a entender; así que lo hecho hasta ahora no había sido sino un conjunto de movimientos ingobernados. Había madurado demasiado tarde y tenía un temperamento tan torpe que únicamente había logrado aprender a fuerza de errores. <br />
<br />
-En ese caso, yo prefiero sus capullos a las rosas abiertas de los demás, y sus errores a los aciertos de los demás -dijo galantemente el doctor Hugh-. Lo admiro por sus errores. <br />
<br />
-Feliz usted: usted no discierne -le replicó Dencombe. <br />
<br />
Consultando su reloj, el joven se había levantado; dijo a qué hora de la tarde regresaría. Dencombe lo amonestó para que no se comprometiera con tanta exactitud, y nuevamente exteriorizó todo su miedo de estar haciéndolo descuidar a la condesa, de estar quizá haciéndolo incurrir en su disgusto. <br />
<br />
-Quiero ser como usted: ¡quiero aprender a fuerza de errores! -repuso riendo el doctor Hugh. <br />
<br />
-¡Tenga cuidado de no cometer uno demasiado grave! De todas suertes, regrese -añadió Dencombe, con el atisbo de una nueva idea. <br />
<br />
-¡Debería usted tener más vanidad! -El doctor Hugh hablaba como si supiera cuál era la dosis exacta requerida para hacer normal a un literato. <br />
<br />
-No, no; sólo debería tener más tiempo. Quiero otra oportunidad. <br />
<br />
-¿Otra oportunidad? <br />
<br />
-Quiero una prórroga. <br />
<br />
-¿Una prórroga? -El doctor Hugh repetía otra vez las palabras de Dencombe, que, por lo visto, lo habían impresionado. <br />
<br />
-¿No comprende? Quiero más de eso que se llama vida'. <br />
<br />
El joven, en son de despedida, había tomado la mano del paciente, la cual aferró la suya propia con cierta fuerza. Se miraron intensamente un momento. <br />
<br />
-Usted tiene ganas de vivir -dijo el doctor Hugh. <br />
<br />
-No sea frívolo. ¡Esto es demasiado serio! <br />
<br />
-¡Usted vivirá! -afirmó el visitante de Dencombe, tornándose pálido. <br />
<br />
-¡Ah, así está mejor! -Y mientras el doctor se retiraba, el enfermo se recostó agradecido, con acuitada risa. <br />
<br />
Todo aquel día y la noche inmediata se preguntó si no se podría conseguir eso. Volvió su médico habitual, su criado estuvo muy atento, pero fue a su joven confidente y amigo a quien se encontró solicitando mentalmente. Su desmayo en el acantilado estaba plausiblemente explicado, y se prometía su restablecimiento para el futuro, a condición de una prudencia más rigurosa; mientras tanto, empero, la fijeza de sus meditaciones lo mantenía inmóvil y lo tornaba indolente. La idea que lo trabajaba no era menos absorbente por tratarse de una mera fantasía enfermiza. Ahí estaba un inteligente hijo de la época, ingenioso y apasionado, que daba la casualidad de haberlo considerado digno de la veneración de los buenos degustadores. Este servidor de su altar estaba investido de toda la nueva sabiduría de la ciencia y de toda la vieja reverencia de la fe; por consiguiente, ¿no podría poner su conocimiento al servicio de su empatía y su habilidad al servicio de su cariño? ¿No se podía confiar en que él inventaría un remedio para un pobre artista a cuyo arte había rendido homenaje? Si no se podía, la alternativa era penosa: Dencombe habría de capitular ante el silencio, sin ser ni vindicado ni intuido. El resto del día y todo el día siguiente jugueteó en secreto con esa dulce y fútil preocupación. ¿Quién obraría para él el milagro sino el joven que podía combinar tanta lucidez con tanta pasión? Pensó en los cuentos de hadas científicos y se embelesó hasta olvidar que buscaba una magia que no era de este mundo. El doctor Hugh era una aparición sobrenatural, y eso mismo significaba que estaba por encima de las leyes naturales. Este iba y venía mientras su paciente, incorporado en la cama, lo seguía con ojos anhelantes. El interés de haber conocido al gran autor había hecho que el joven hubiese vuelto a empezar La edad madura, pues aquel hecho lo ayudaría a encontrar mayor riqueza de sentido en sus páginas. Dencombe le había desvelado qué era lo que había “intentado”; el doctor Hugh, pese a toda su inteligencia, había sido incapaz de percatarse de ello en una primera lectura. La desconcertada celebridad se preguntó entonces quién en el mundo sería capaz de percatarse; por enésima vez le hizo gracia el modo cabal y craso en que podía malentenderse una “intención”. Sin embargo, no estuvo dispuesto a ponerse a vilipendiar indiscriminadamente la mentalidad común, por consolador que ello hubiera sido en el pasado: la revelación que había tenido de su propia torpeza semejaba convertir toda estupidez en algo sagrado. <br />
<br />
Algún tiempo después, el doctor Hugh se mostró visiblemente agitado, terminando por confesar, ante las preguntas, un motivo de preocupaciones en su vida “doméstica”. <br />
<br />
-Siga unido a la condesa, no se preocupe por mí -dijo Dencombe, repetidamente; pues su acompañante fue suficientemente explícito sobre la actitud de la voluminosa señora. Era tan celosa que había caído enferma: la ofendía tamaño quebrantamiento de la fidelidad debida. Pagaba tanto por la lealtad de él que había de tenerla entera: le negaba el derecho a mostrar otras simpatías, lo acusaba de maquinar para dejarla morir sola, pues innecesario era comentar para cuán poco servía ante una emergencia la señorita Vernham. Al manifestar el doctor Hugh que la condesa ya se habría marchado de Bournemouth si él no la hubiese hecho quedarse en cama, el pobre Dencombe le apretó el brazo más fuerte y dijo con determinación-: Llévesela sin pérdida de tiempo. <br />
<br />
Habían salido juntos hasta el abrigado rincón donde, tan recientemente, se habían conocido. El joven, que había dado apoyo con su propia persona a su acompañante, declaró con énfasis que sentía limpia su conciencia: podía montar dos caballos a la vez. ¿Acaso no soñaba, para su porvenir, con una época en que tendría que montar a la vez quinientos? Con parejo anhelo de virtud, Dencombe contestó que en esa edad dorada ningún paciente pagaría para contratarle su exclusiva atención. Por parte de la condesa, ¿no era lícito su absolutismo? El doctor Hugh lo negó, diciendo que no había habido ningún contrato, sino únicamente un acuerdo amistoso, y que para un espíritu libre era imposible un servilismo sórdido; por si fuera poco, le gustaba hablar de arte, y ése fue el tema en que entonces, sentados los dos juntos en el banco soleado, trató primordialmente de involucrar al autor de La edad madura. Dencombe, volviendo a elevarse un poco con las débiles alas que le prestaba la convalecencia y obsesionado todavía por esa esperanzadora idea de un salvamento organizado, encontró un nuevo filón de elocuencia en defender la causa de una cierta y esplendorosa “manera final”: la ciudadela misma, como se demostraría, de su reputación, la fortaleza en que iba a congregarse su verdadero tesoro. Mientras su oyente le concedía toda la mañana y el gran mar tranquilo semejaba detenerse a escuchar, él tuvo un maravilloso rato de explicación. Incluso a su propio juicio estuvo él inspirado al describir en qué consistiría su tesoro: los metales preciosos que excavaría de la mina, las raras joyas, los collares de perlas que colgaría de las columnas de su templo. Estuvo prodigioso a su propio ver, por la densidad con que se agolparon sus convicciones; pero más prodigioso estuvo al ver del doctor Hugh, quien le aseveró, no obstante, que las mismísimas páginas que había publicado recientemente estaban ya incrustadas de gemas. No por ello dejó de anhelar el joven las combinaciones venideras, y, poniendo por testigo al hermoso día, le renovó a Dencombe el compromiso de que su profesión se haría responsable de otorgarle tal vida. Entonces, de pronto, se llevó velozmente la mano al bolsillo del reloj y solicitó venia para ausentarse media hora. Dencombe esperó allí a que regresara, mas por último lo hizo volver a la realidad la aparición de una sombra humana en el suelo. La sombra resultó ser la de la señorita Vernham, la damisela de compañía de la condesa; al reconocerla, Dencombe se dio tan clara cuenta de que venía a hablar con él, que se levantó del banco y permaneció así para agradecerle semejante cortesía. Lo cierto es que la señorita Vernham no se mostró especialmente cortés: parecía extrañamente atribulada y ahora su carácter era inequívoco. <br />
<br />
-Perdone que le pregunte -dijo- si será demasiado esperar que sea posible persuadirlo para que deje tranquilo al doctor Hugh. -Y luego, antes de que Dencombe, hondamente turbado, pudiera protestar, agregó-: Debe usted saber que está estorbándolo, que puede ocasionarle un perjuicio terrible. <br />
<br />
-¿Quiere decir dando motivo para que la condesa prescinda de sus servicios? <br />
<br />
-Haciéndola desheredarlo. -Ante esto, Dencombe quedó pasmado, y la señorita Vernham prosiguió, gustosa de comprobar que era capaz de producir toda una impresión-: Ha dependido de él obtener algo muy conveniente. Ha tenido unas perspectivas magníficas, pero creo que usted ha logrado echarlas a perder. <br />
<br />
-No a sabiendas, se lo aseguro. ¿No hay esperanzas de que se pueda enmendar el desaguisado? -preguntó Dencombe. <br />
<br />
-Ella estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por él. Le entran prontos, se deja ir; es su forma de ser. No tiene parientes, es libre de disponer a su gusto de su dinero, y está muy enferma. <br />
<br />
-Lamento muchísimo saberlo -balbució Dencombe. <br />
<br />
-¿No le sería posible a usted marcharse de Bournemouth? Es eso lo que he venido a pedirle. <br />
<br />
El pobre Dencombe se dejó caer en el banco: <br />
<br />
-Yo también estoy muy enfermo, ¡pero lo intentaré! <br />
<br />
La señorita Vernham siguió allí inmóvil con sus descoloridos ojos y la brutalidad de su buena conciencia. <br />
<br />
-¡Antes de que sea demasiado tarde, se lo ruego! -dijo; y tras esto le volvió la espalda para desaparecer de su vista, deprisa, como si hubiera sido un asunto al que no hubiese podido consagrar más que un minuto de su precioso tiempo. <br />
<br />
Ah, claro, después de aquello, Dencombe se sintió muy enfermo, naturalmente. La señorita Vernham lo había trastornado con sus vehementes noticias feroces: para él había sido un choque por demás duro descubrir lo que estaba en juego para un joven sin dinero y de excelentes cualidades. Se quedó temblando en su banco, mirando fijamente la inmensa extensión del agua, sintiéndose deshecho por aquel golpe directo. De cierto que estaba demasiado débil, demasiado vacilante, demasiado asustado; pero haría el esfuerzo de marcharse, pues no estaba dispuesto a cargar con la culpabilidad de interferir, y realmente estaba en entredicho su honor. Se volvería tambaleante a su alojamiento, en cualquier caso, y entonces pensaría qué hacer. Volvió al hotel y, por el camino, tuvo una vislumbre caracterizadora del motivo fundamental del comportamiento de la señorita Vernham. La condesa odiaba a las mujeres, por supuesto, Dencombe lo veía clarísimo; así que la desposeída pianista carecía de esperanzas personales y sólo podía consolarse con el audaz plan de ayudar al doctor Hugh, ora fuera para casarse con él después de que él obtuviese el dinero, ora para inducirlo a reconocer el derecho de ella a una recompensa, que él pagaría para quitársela de encima. Si ella se había portado con él como amiga en una crisis fecunda, él verdaderamente se sentiría obligado a no olvidarse de ella, como hombre de delicadeza, y ella sabía qué esperar sobre esa base. <br />
<br />
En el hotel, el criado de Dencombe se empeñó en que su señor volviera a la cama. El enfermo había hablado de coger un tren y había empezado a impartir órdenes para hacer las maletas; tras lo cual sus alterados nervios sucumbieron a una sensación de desfallecimiento. ConSintió en ver a su médico, al cual se mandó inmediatamente a buscar, mas deseó que se entendiera bien que su puerta estaba irrevocablemente cerrada para el doctor Hugh. Se había forjado un plan, que era tan espléndido que se regocijó con él después de volverse a la cama. El doctor Hugh, encontrándose desdeñado repentina e inmisericordemente, renovaría su vasallaje a la condesa por natural disgusto y para alegría de la señorita Vernham. Cuando llegó su médico, Dencombe se enteró de que tenía fiebre y de que eso era preocupante: había de cultivar la calma y procurar no pensar, si le era posible. Durante el resto del día trató de conseguir la estupidez; pero hubo una aflicción que lo mantuvo lúcido: la del probable sacrificio de su “prórroga', el punto final de su trayectoria. Su consejero médico estaba cualquier cosa menos contento: las sucesivas recaídas eran un mal augurio. Lo exhortó a obrar con mano dura y quitarse de la cabeza al doctor Hugh: ello contribuiría sumamente a su tranquilidad. Ese intranquilizador nombre no volvió a ser pronunciado en su cuarto, pero su tranquilidad era tan sólo temor reprimido, y quedó puesta en peligro por un telegrama, recibido a las diez de esa noche, que su criado abrió y le leyó y que llevaba la firma de la señorita Vernham junto a una dirección de Londres. “Imploro use toda influencia para hacer nuestro amigo reunirse con nosotras mañana por la mañana. Condesa muchísimo peor por terrible viaje, pero todo puede salvarse aún.” Las dos mujeres habían hecho de tripas corazón y aquella tarde habían sido capaces de una rencorosa revuelta. Se habían dirigido a la capital, y aunque la de más edad, como comunicaba la señorita Vernham, estaba muy enferma, deseaba dejar claro que era no menos inexorable. El pobre Dencombe, que no era inexorable y, sinceramente, sólo quería que todo “se salvara”, envió ese mensaje directamente al alojamiento del joven, y a la mañana siguiente tuvo la alegría de saber que éste se había ido de Bournemouth en un tren temprano. <br />
<br />
Dos días después, el doctor Hugh entró arrolladoramente en la habitación con un ejemplar de una revista literaria en la mano. Había vuelto porque lo trabajaba un gran afán de tener noticias suyas y por el placer de mostrarle la grandiosa recensión de La edad madura. Ahí por fin había algo apropiado, a la altura de la ocasión: era una aclamación, una reparación, un deseo por parte de la crítica de poner al autor en la hornacina que limpiamente se había ganado. Dencombe lo aceptó y se sometió: no hizo objeciones ni preguntas, pues habían retornado viejos achaques y había pasado dos días atroces. Estaba convencido no sólo de que ya nunca volvería a levantarse de la cama, de modo que era perdonable dejar entrar a su joven amigo, sino también de que sería muy poco lo que requeriría de la paciencia de quienes lo atendían. El doctor Hugh había estado en Londres, y en sus ojos trató Dencombe de encontrar alguna señal de que la condesa se había apaciguado y de que el heredamiento estaba a buen recaudo; mas lo único que en los mismos pudo ver fue la luz de su juvenil alegría por dos o tres frases de la revista. Dencombe no se hallaba en condiciones de leerlas, pero cuando su visitante se empecinó en repetírselas más de una vez, fue capaz de hacer un gesto negativo con la cabeza sin dejarse embriagar: <br />
<br />
-¡Ah, no son ciertas, pero lo habrían sido referidas a lo que pude hacer! <br />
<br />
-Lo que alguien “pudo hacer” es primordialmente lo que en realidad hizo -objetó el doctor Hugh. <br />
<br />
-Primordialmente sí, ¡pero yo he sido todo un idiota! -dijo Dencombe. <br />
<br />
El doctor Hugh se quedó; se aproximaba raudamente el desenlace. Dos días después, Dencombe le comentó, a título del más endeble de los chistes, que ya no habría segunda oportunidad que valiese. Ante esto el joven lo miró con fijeza; seguidamente exclamó: <br />
<br />
-¡Pero sí la ha habido, sí la ha habido! ¡La segunda oportunidad ha sido para el público, la oportunidad de encontrar un modo de abordarlo a usted, de encontrar la perla! <br />
<br />
-¡Ah la perla! -suspiró desasosegado el pobre Dencombe. Una sonrisa tan fría como un atardecer invernal se insinuó en sus contraídos labios al añadir-: ¡La perla es lo que quedó sin escribir, la perla es lo que no tiene impurezas, lo ausente, lo perdido! <br />
<br />
Desde ese momento estuvo cada vez menos lúcido, a ojos vistas inconsciente de lo que acaecía a su alrededor. Su enfermedad era decididamente letal, de unos efectos tan implacables, tras la breve tregua que le había permitido confraternizar con el doctor Hugh, como una vía de agua en un gran buque. Hundiéndose constantemente, aunque su visitante, hombre de extraños recursos, ahora cordialmente aprobados por su médico, mostraba infinita pericia en defenderlo del dolor, el pobre Dencombe no se percataba de atenciones ni de descuidos, ni traslucía síntomas de sufrimiento o de agradecimiento. Pero hacia el final sí dio una señal de haberse percatado de que había habido dos días en que el doctor Hugh no había aparecido por su cuarto, señal que consistió en abrir de improviso los ojos para preguntarle si había pasado ese paréntesis con la condesa. <br />
<br />
-La condesa ha muerto -dijo el doctor Hugh-. Yo ya sabía que en unas circunstancias dadas no resistiría. He ido para visitar su tumba. <br />
<br />
Los ojos de Dencombe se abrieron más: <br />
<br />
-¿Le ha dejado a usted “algo muy conveniente”? <br />
<br />
Al joven se le escapó una risa casi demasiado frívola para hallarse en una habitación de agonía. <br />
<br />
-Ni un penique. Me maldijo en redondo. <br />
<br />
-¿Lo maldijo? -musitó Dencombe. <br />
<br />
-Por abandonarla. La abandoné por usted. Tuve que elegir -explicó su acompañante. <br />
<br />
-¿Eligió usted dejar escapar una fortuna? <br />
<br />
-Elegí aceptar las consecuencias de mi entusiasmo, cualesquiera que fueren -sonrió el doctor Hugh. Luego, como una ocurrencia todavía más jocosa, agregó-: ¡Al diablo la fortuna! Es culpa de usted si no puedo olvidarme de sus obras. <br />
<br />
El tributo inmediato a su humorada fue un largo gemido azorado; tras del cual, durante muchas horas y muchos días, Dencombe quedó postrado, sin movimiento y como ausente. Una respuesta tan radical, semejante vislumbre de un resultado definitivo y semejante sensación de reconocimiento actuaron conjuntamente en su ánimo y, desencadenando una extraña conmoción, alteraron y transfiguraron su desesperación lentamente. Lo abandonó la sensación de fría sumersión, pareció flotar sin esfuerzo. Este incidente fue extraordinario como aviso, y arrojó una luz más intensa. En su postrer momento, él le hizo una seña al doctor Hugh para que lo escuchara, y, cuando éste estuvo arrodillado junto a su almohada, lo hizo acercarse mucho. <br />
<br />
-Usted me ha convencido de que es todo una vana ilusión. <br />
<br />
-No su gloria, mi querido amigo -balbució el joven. <br />
<br />
-No mi gloria... ¡lo que haya de ella! La verdadera gloria consiste en ... en haber sido puesto a prueba, haber tenido una pequeña calidad y haber ejercido un pequeño hechizo. Lo importante es haber conseguido que alguien se sintiera interesado. Ocurre que usted está loco, pero ello no afecta esta verdad. <br />
<br />
-¡Usted es un gran triunfo! -dijo el doctor Hugh, imprimiéndole a su joven voz toda la vibración de unas campanas de boda. <br />
<br />
Dencombe se quedó asimilándolo; luego hizo acopio de fuerzas para hablar otra vez: <br />
<br />
-Una segunda oportunidad: ésa es la vana ilusión. Jamás ha habido más que una. Trabajamos a ciegas; hacemos lo que podemos; damos lo que tenemos. Nuestra duda es nuestra pasión y nuestra pasión es nuestra misión. Todo lo demás no es sino la demencia del arte. <br />
<br />
-Aunque haya usted dudado, aunque haya desesperado, siempre ha “logrado” -alegó finamente su visitante. <br />
<br />
-He logrado alguna que otra cosilla -concedió Dencombe. <br />
<br />
-Alguna que otra cosilla lo es todo. Es lo factible. ¡Es usted! <br />
<br />
-¡Cuán conmovedor! -suspiró irónicamente el pobre Dencombe. <br />
<br />
-Pero es la pura verdad -insistió su amigo. <br />
<br />
-Es la pura verdad. La frustración es lo que no cuenta. <br />
<br />
-La frustración es tan sólo un hecho de la vida -dijo el doctor Hugh. <br />
<br />
-Sí, es lo que desaparece. -Al pobre Dencombe apenas si se lo oyó, pero con sus palabras había sellado el final definitivo de su primera y única oportunidad.<br />
<br />
Fin<br />
<br />
<br />Estanislaohttp://www.blogger.com/profile/01672699099038447789noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-33297068.post-29721134823141221922012-12-14T16:05:00.005-03:002012-12-14T16:23:00.869-03:00Juan Gelman: Poesías<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhkUnjnTk2sfGm4-MUPb-zptKM_dhiQGcziy_vG1nM0jhXD26a0bUT99mfIFy5iyipJe-pQDXNcz6UEckSmSFDVLCNvjJiWq_itG9kkHdRTRi45jczJ2KE5bO0k-1K8cXHsLdfN/s1600/juan-gelman-apoyo.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; cssfloat: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img bea="true" border="0" height="219" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhkUnjnTk2sfGm4-MUPb-zptKM_dhiQGcziy_vG1nM0jhXD26a0bUT99mfIFy5iyipJe-pQDXNcz6UEckSmSFDVLCNvjJiWq_itG9kkHdRTRi45jczJ2KE5bO0k-1K8cXHsLdfN/s320/juan-gelman-apoyo.jpg" width="320" /></a></div>
<br />
<span style="color: #783f04;">Hace poco comencé a leer el libro "Valer la pena" de Juan Gelman. Si no lo leyeron, y les gusta la poesía, se los recomiendo. Acá les dejo tres de las que allí se publican.</span><br />
<span style="color: #783f04;">Saludos!</span><br />
<span style="color: #783f04;"></span><br />
<strong>Arrabales</strong><br />
<br />
Ante tu voz se detiene el dolor.<br />
Tu voz está muda, la<br />
sombra mordida por los perros<br />
es nuestra propia sombra y vive<br />
al pairo de los besos,<br />
cubre la pérdida con pliegues y<br />
recordaciones que vendrán. La no<br />
no es una hermana acostada<br />
con las manos vacías. Es tu ropa<br />
que cae al suelo y se retira<br />
a su aroma. Así venís<br />
desde cualquier confín. El sur<br />
está vacante, menos<br />
tu hermosura que pasa por<br />
mi avidez. Mojas<br />
mi boca con tu vino justo.<br />
Despertás arrabales<br />
del amargo arrabal. <br />
<br />
<strong>El salto</strong> <br />
<br />
Tu ausencia es lo que no será<br />
y así es futuro.<br />
Estás caliente en una punta del sol.<br />
Me visitas en lo que no se sabe.<br />
¿Qué haces de tus huesitos que parlan? Este poema<br />
trata de mi vecina atada al plumero<br />
con que limpia una fijación.<br />
Su vestido roza<br />
el primer diente que espera<br />
los ratones del sueño.<br />
Le regalaron un número que<br />
repite cuando hay viento en contra<br />
y ella se cuelga de las ramas<br />
espiando el salto<br />
de su ternura a la piedra. <br />
<br />
<strong>Las aguas</strong> <br />
<br />
Este poema que nunca<br />
terminará se parece a sí mismo.<br />
Calla como bestia que piensa. No<br />
duele, se muestra en<br />
noches lentas que caen<br />
sobre la desazón. Nadie<br />
cuenta la suspensión del pájaro en<br />
cada cosa de afuera. ¿Por qué<br />
el poema iba a contar<br />
las procesiones de la memoria terrible<br />
en la carne que se curva? El linaje<br />
de las bestias vaga<br />
en aguas que se cruzan<br />
contra reloj. <br />
<br />Estanislaohttp://www.blogger.com/profile/01672699099038447789noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-33297068.post-69212194295163916572012-12-10T00:00:00.000-03:002012-12-10T00:00:04.624-03:00La partida del tren / Clarice Lispector<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://www.sitedoescritor.com.br/lispector1.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; cssfloat: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" src="http://www.sitedoescritor.com.br/lispector1.jpg" tea="true" /></a></div>
<br />
<strong><span style="color: purple;">La partida del tren</span></strong><br />
<span style="color: purple;">Clarice Lispector</span><br />
<br />
La partida era en la Central con su reloj enorme, el más grande del mundo. Marcaba las seis de la mañana. Ángela Pralini pagó el taxi y cogió su pequeña valija. Doña María Rita Alvarenga Chagas Souza Melo descendió del Opel de la hija y se encaminaron hacia las vías. La vieja iba bien vestida y con joyas. De las arrugas que la ocultaban salía la forma pura de una nariz perdida en la edad, y de una boca que en otros tiempos debía haber sido llena y sensible. Pero qué importa. Se llega a un cierto punto y lo que fue no importa. Comienza una nueva raza. Una vieja no puede comunicarse. Recibió el beso helado que su hija le dio antes de que el tren partiera. Antes la ayudó a subir al vagón. Aunque en éste no había un centro, ella se colocó de lado. Cuando la locomotora se puso en movimiento, se sorprendió un poco: no esperaba que el tren siguiera en esa dirección y se encontró sentada de espaldas al camino. <br />
Ángela Pralini advirtió el movimiento y preguntó: <br />
-¿Quiere cambiar de lugar conmigo? <br />
<br />
Doña María lo rechazó con delicadeza, dijo que no, muchas gracias, a ella le daba lo mismo. Pero parecía haberse perturbado. Se pasó la mano sobre el camafeo afiligranado de oro, pinchado en el pecho, paseó la mano por el broche, la quitó, la llevó hasta el sombrero de fieltro con una rosa de paño, la retiró. Seca. ¿Ofendida? Al final, le preguntó a Ángela Pralini: <br />
-¿Es por mí que desea cambiar de lugar?<br />
Ángela Pralini dijo que no, se sorprendió, la vieja se sorprendió por el mismo motivo: no se reciben atenciones de una viejita. Ella sonrió un poco demasiado y los labios cubiertos de talco se partieron en surcos secos: estaba encantada. Y un poco agitada: <br />
-Qué amabilidad la suya -le dijo-, qué gentileza. <br />
Hubo un movimiento de perturbación porque Ángela Pralini rió también, y la vieja continuaba riendo, mostrando una dentadura bien arenada. Dio discretamente un tirón al cinturón que la apretaba demasiado. <br />
-Qué amable- repitió. <br />
Se recompuso un tanto deprisa, cruzó las manos sobre el bolso que contenía todo lo que se podía imaginar. Las arrugas, mientras reía, habían tomado un sentido, pensó Ángela. Ahora eran otra vez incomprensibles, superpuestas en un rostro otra vez inmodelable. Pero Ángela le quitaba la tranquilidad. Ya conocía a muchas jóvenes nerviosas que se decían: si me río un poco lo arruino todo, va a ser ridículo, tengo que parar, y era imposible, la situación era muy triste. Con inmensa piedad, Ángela vio la cruel verruga en la mandíbula, verruga de la cual salía un pelo negro y tieso. Pero Ángela le quitaba la tranquilidad. Se daba cuenta de que sonreiría en cualquier momento: Ángela la ponía en ascuas. Ahora era una de esas viejitas que parecen pensar que están siempre atrasadas, que se pasaron de hora. No se contuvo un segundo más, se irguió y espió por su ventana, como si fuera imposible mantenerse sentada. <br />
-¿Quiere levantar el cristal? -le dijo un chico que oía a Haendel en una radio a pilas. <br />
-¡Ah! -exclamó ella, aterrorizada. <br />
¡Oh, no!, pensó Ángela, se estaba arruinando todo, el chico no debía haber dicho eso, era demasiado, no había que tocarla otra vez. Porque la vieja, casi a punto de perder la actitud de la que vivía, casi a punto de perder cierta amargura, temblaba como música de clave entre la sonrisa y el extremo encanto. <br />
-No, no, no -dijo ella con falsa autoridad-, de ningún modo, gracias, sólo quería mirar. <br />
Se sentó inmediatamente como si la delicadeza del chico y de la muchacha la vigilaran. La vieja, antes de subir al tren, se persignó con tres cruces en el corazón, besando discretamente las puntas de los dedos. Llevaba un vestido oscuro con cuello de encaje verdadero y un camafeo de oro puro. En la oscura mano izquierda las dos alianzas gruesas de viuda, gruesas como ya no se hacían. Del otro vagón se oía a un grupo de bandeirantes que cantaban Brasil agudamente. Felizmente, era en el otro vagón. La música de la radio del chico se entrecruzaba con la música de otro, que estaba escuchando a Edith Piaf cantando J´attendrai. <br />
Fue entonces cuando el tren de pronto dio una sacudida y las ruedas se pusieron en movimiento. Comenzó la partida. La vieja murmuró bajo: "¡Ay, Jesús!". Ella se bañaba en la terma de Jesús. Amén. Por la radio a pilas de una mujer se supo que eran las seis y treinta de la mañana, mañana fría, la vieja pensó: Brasil mejora la señalización de sus calles. Un tal Kissinger parecía mandar en el mundo. <br />
Nadie sabe dónde estoy, pensó Ángela Pralini, y eso la asustaba un poco, ella era una fugitiva. <br />
-Mi nombre es María Rita Alvarenga Chagas Souza Melo, Alvarenga Chagas era el apellido de mi padre -dijo, agregando una petición de disculpas por tener que decir tantas palabras sólo para pronunciar su nombre-. Chagas -añadió con modestia- eran las llagas de Cristo. Pero me puede llamar doña María Rita. ¿Y su nombre? Su gracia, ¿cuál es? <br />
-Mi nombre es Ángela Pralini. Voy a pasar seis meses en la hacienda de mis tías. ¿Y usted?<br />
-¡Ah! Yo voy a la hacienda de mi hijo, me voy a quedar allí el resto de mi vida, mi hija me trajo hasta el tren y mi hijo me espera con el auto en la estación. Soy como un paquete que se entrega de mano en mano. <br />
Los tíos de Ángela no tenían hijos y la trataban como a una hija. Ángela se acordó de la nota que dejó para Eduardo: "No me busques. Voy a desaparecer de tu vida para siempre. Te amo como nunca. Tu Ángela no fue más tuya porque tú no quisiste".<br />
Quedaron en silencio. Ángela Pralini se entregó al ruido cadencioso del tren. Doña María Rita miró de nuevo su anillo de brillantes y perla en su dedo, alisó el camafeo de oro: "Soy vieja pero soy rica, más rica que todos aquí en el vagón. Soy rica, soy rica". Espió el reloj, más para ver la gruesa placa de oro que para ver la hora. "Soy muy rica, no soy una vieja cualquiera." Pero sabía, ah, sabía bien que era una viejita cualquiera, una viejita asustada por las menores cosas. Se acordó de sí misma, el día entero sola en su mecedora, sola con los criados, mientras la hija, relacionista pública, pasaba el día afuera, no llegaba hasta las ocho de la noche, y ni siquiera le daba un beso. Se acordó ese día a las cinco de la mañana, todavía oscuro y hacía frío. <br />
Después de la delicadeza del chico estaba extraordinariamente agitada y sonriente. Parecía más delgada. Cuando se reía, se revelaba como una de esas viejas llenas de dientes. La crueldad dislocada de los dientes. El chico ya se había alejado. Ella abría y cerraba los párpados. De pronto golpeó con los dedos la pierna de Ángela, con extrema rapidez y suavidad: <br />
-Hoy todos están verdaderamente, pero verdaderamente amables, qué gentileza, qué gentileza.<br />
<br />
Ángela sonrió. La vieja permaneció sonriendo sin quitar los ojos profundos y vacíos de los ojos de la muchacha. Vamos, vamos, la fustigaban de todos lados, y ella espiaba para acá y para allá como si fuera a escoger. ¡Vamos, vamos!, la empujaban riendo de todos lados y ella se sacudía, sonriente, delicada. <br />
-Qué amables son todos en este tren -dijo. <br />
Súbitamente intentó recomponerse, carraspeó falsamente, se contuvo. Debía ser difícil. Temía haber llegado a un punto donde no podía interrumpirse. Se mantuvo en severidad y temor, cerró los labios sobre los innumerables dientes. Pero no podía engañar a nadie. Su rostro tenía tal esperanza que perturbaba los ojos de quienes la veían. Ella ya no dependía de nadie: una vez que la habían tocado, podían irse, ahora ella sola se irradiaba, magra, alta. Pero todavía quería decir algo y ya preparaba un gesto social de cabeza, llena de gracia previa. Ángela se preguntaba si ella sabría expresarse. Ella pareció pensar, pensar y encontrar con ternura un pensamiento ya todo hecho donde mal y mal podía acoger su sentimiento. Dijo con cuidado y sabiduría de anciana, como si precisara tomar ese aire para hablar como vieja: <br />
-La juventud. La juventud amable. <br />
Rió un poco fingidamente. ¿Iba a tener una crisis de nervios?, pensó Ángela Pralini. Porque estaba tan maravillosa. Pero carraspeó otra vez con austeridad, dio unos golpecitos con las puntas de los dedos como si ordenara con urgencia a la orquesta una nueva partitura. Abrió el bolso, lo revisó hasta encontrar un diario grande y normal, fechado tres días atrás, observó Ángela. Se puso a leer. <br />
Ángela había perdido siete kilos. En la hacienda iba a comer lo que nunca en la vida: guiso de habas y repollo de Minas Gerais, para recuperar los preciosos kilos perdidos. <br />
Estaba tan delgada por intentar acompañar el raciocinio brillante e interrumpido de Eduardo: bebía café sin azúcar sin parar para mantenerse despierta. Ángela Pralini tenía los senos muy bonitos, eran su punto fuerte. Tenía los ojos con ojeras profundas. Ella aprovechaba el silbido aullante del tren para que fuese su propio grito. Era un berrido agudo, el suyo, sólo que vuelto hacia adentro. Era la mujer que bebía más whisky en el grupo de Eduardo. Aguantaba de seis a siete de una vez, manteniendo una lucidez de terror. En la hacienda iba a beber leche grasa de vaca. Una cosa unía a la vieja y a Ángela: ambas iban a ser recibidas con los brazos abiertos, pero una no sabía eso de la otra. Ángela se estremeció súbitamente: quién daría el último día de vermicida al cachorro. Ah, Ulises, pensó ella del perro, no te abandoné porque quisiera, lo que necesitaba era huir de Eduardo, antes que él me arruinase totalmente con su lucidez: lucidez que iluminaba demasiado y lo quemaba todo. Ángela sabía que los tíos tenían remedio contra la picadura de cobra: pretendía entrar de lleno en la floresta espesa y verde, con botas altas y untada con remedio contra la picadura de mosquito. Como si saliera de la carretera Transamazónica, la exploradora. ¿Qué bichos encontraría? Era mejor llevar una espingarda, comida y agua. Y una brújula. Desde que descubrió -pero lo descubrió realmente con espanto- que iba a morir un día, desde entonces no tuvo más miedo a la vida, y a causa de la muerte, tenía derechos totales: lo arriesgaba todo. Después de haber tenido dos uniones que habían terminado en nada, esta tercera que terminaba en amor-adoración, cortada por la fatalidad del deseo de sobrevivir. Eduardo la había transformado: la hizo volver los ojos hacia adentro. Pero ahora miraba hacia afuera. Veía a través de la ventana los senos de la tierra, en las montañas. ¡Existen pajaritos, Eduardo! ¡Existen nubes, Eduardo!, y cuando yo era una niña cabalgaba a la carrera en un caballo desnudo, sin silla. Y estoy huyendo de mi suicidio, Eduardo. Disculpa, Eduardo, pero no quiero morir. Quiero ser fresca y rara como una granada. <br />
Y la vieja fingía que leía el periódico. Pero pensaba: su mundo era un suspiro. No quería que los otros la consideraran abandonada. Dios me dio salud para viajar, sólo. Ttambién soy buena de cabeza, no hablo sola y yo misma me baño todos los días. Olía a agua de rosas mustias y maceradas, era su perfume añejo y enmohecido. Tener un ritmo respiratorio, pensó Ángela de la vieja, era la cosa más bella que quedó desde que doña María Rita naciera. Era la vida. <br />
Doña María Rita pensaba: cuando se hizo vieja comenzó a desaparecer para los otros, sólo la veían por casualidad. Ella ya era el futuro. <br />
Ángela pensó: creo que si encontrara la verdad, no podría pensarla. Sería impronunciable mentalmente. <br />
La vieja siempre fue un poco vacía; bien, un poquito. ¿Muerte? Era raro, no formaba parte de los días. Y aun "no existir" ni existía, era imposible no existir. No existir no cabía en nuestra vida diaria. La hija no era cariñosa. En compensación, el hijo era tan cariñoso, bonachón, medio gordo. La hija era seca, con sus besos rápidos, la relacionista pública. La vieja tenía cierta holganza de vivir. La monotonía, sin embargo, era lo que la sostenía. <br />
Eduardo escuchaba música con el pensamiento. Y entendía la disonancia de la música moderna, sólo sabía entender. Su inteligencia la ahogaba. "Tú eres una temperamental, Ángela", le dijo una vez. ¿Y qué? ¿Qué mal había en eso? Soy lo que soy y no lo que piensas que soy. La prueba de quien soy es esta partida del tren. Mi prueba también es doña María Rita, ahí enfrente. ¿Prueba de qué? Sí. Ella ya tuvo plenitud. Cuando ella y Eduardo estaban tan apasionados uno por el otro que estando juntos en una cama, con las manos unidas, ella sentía la vida completa. Poca gente conocía la plenitud. Y, porque la plenitud es también una explosión, ella y Eduardo cobardemente pasaron a vivir "normalmente". Porque no se puede prolongar el éxtasis sin morir. Se separaron por un motivo fútil casi inventado: no querían morir de pasión. La plenitud es una de las verdades encontradas. Pero el rompimiento necesario fue para ella una ablación, como ocurre a las mujeres a quienes les extraen el útero y los ovarios: vacía por dentro. <br />
Doña María Rita era tan antigua que en la casa de la hija estaban habituados a ella como a un mueble viejo. Ella no era novedad para nadie. Pero nunca le pasó por la cabeza que era una solitaria. Sólo que no tenía nada que hacer. Era un ocio forzado que en ciertos momentos se tornaba doloroso: no tenía nada que hacer en el mundo. Salvo vivir como un gato, como un cachorro. Su ideal era ser dama de compañía de alguna señora, pero eso ya no se usaba y además nadie la creería fuerte a los setenta y siete años, pensarían que era floja. No hacía nada, sólo eso: ser vieja. A veces se deprimía: pensaba que no servía para nada, no servía siquiera a Dios: doña María Rita no tenía infierno dentro de ella. ¿Por qué los viejos, aun los que no tiemblan, sugieren algo delicadamente trémulo? Doña María Rita tenía un temblor quebradizo de música de acordeón.<br />
Pero cuando se trata de la vida, ¿quién nos ampara? Pues cada uno es uno. Y cada vida tiene que ser amparada por esa propia vida de cada uno. Cada uno de nosotros: es con lo que contamos. Como doña María Rita siempre fue una persona común, le parecía que morir no era cosa normal. Morir era sorprendente. Era como si ella no estuviera a la altura del acto de la muerte, pues nunca le había ocurrido hasta ahora nada de extraordinario en la vida que justificara de pronto otro hecho extraordinario. Hablaba y hasta pensaba en la muerte, pero en el fondo era escéptica e incrédula. Pensaba que se moría cuando ocurría un accidente o alguien mataba a alguien. La vieja tenía poca experiencia. A veces tenía taquicardia: bacanal del corazón. Pero sólo eso, y le sucedía desde joven. En su primer beso, por ejemplo, el corazón se desgobernó. Y fue una cosa buena, en el límite con lo malo. Algo que recordaba su pasado, no como hechos sino como vida: una sensación de vegetación en sombra, hierbas, samambayas, culandrillos, frescor verde. Cuando sentía eso otra vez, sonreía. Una de las palabras más eruditas que usaba era "pintoresco". Era bueno. Era como oír el murmullo de una fuente y no saber dónde nacía.<br />
Un diálogo que sostenía consigo misma: <br />
-¿Estás haciendo algo? <br />
-Sí, estoy: estoy siendo triste. <br />
-¿No te molesta estar sola? <br />
-No; pienso <br />
A veces no pensaba. A veces se quedaba sólo siendo. No necesitaba hacer. Ser era ya un hacer. Podía ser lentamente o un poco de prisa. <br />
En el asiento de atrás, dos mujeres hablaban y hablaban sin parar. Sus voces constantes se fundían con el ruido de las ruedas del tren y de las vías. <br />
Doña María Rita había esperado que la hija permaneciera en la plataforma del tren para decirle adiós, pero esto no sucedió. El tren inmóvil. Hasta que arrancó. <br />
-Ángela -dijo-, una mujer nunca dice la edad, por eso sólo puedo decirte que es mucha. Pero a ti (¿puedo tutearte, verdad?) voy a hacerte una confidencia: tengo setenta y siete años. <br />
-Yo tengo treinta y siete -dijo Ángela Pralini. <br />
Eran las siete de la mañana. <br />
-Cuando era joven era muy mentirosa. Mentía muchísimo. <br />
Después, como si se hubiera desencantado de la magia de la mentira, dejó de mentir. <br />
Ángela, mirando a la vieja doña María Rita, tuvo miedo de envejecer y de morir. <br />
Sostén mi mano, Eduardo, para no tener miedo de morir. Pero él no sostenía nada. Lo único que hacía era: pensar, pensar y pensar. Ah, Eduardo, ¡quiero la dulzura de Schumann! Su vida era una vida deshecha, evanescente. Le faltaba un hueso duro, áspero y fuerte, contra el cual nadie pudiera nada. ¿Quién sería ese hueso esencial? Para alejar esa sensación de enorme carencia, pensó: ¿cómo se las arreglaban en la Edad Media sin teléfono y sin avión? Misterio. Edad Media, yo te adoro y tus nubes oscuras y cargadas que desembocaron en el Renacimiento luminoso y fresco. <br />
En cuanto a la vieja, estaba ida. Miraba hacia la nada. <br />
Ángela se miró en el pequeño espejo del bolso. Me parezco a un desmayo. Cuidado con el abismo, le digo a aquella que se parece a un desmayo. Cuando me muera, voy a sentir tanta nostalgia de ti, Eduardo. La frase no resistía la lógica, sin embargo tenía en sí misma un imponderable sentido. Era como si ella quisiera expresar una cosa y expresara otra. <br />
La vieja ya era el futuro. Parecía tener vergüenza. ¿Vergüenza de ser vieja? En algún punto de su vida debería con certeza haber habido un error, y el resultado era ese extraño estado de vida. Que sin embargo no la llevaba a la muerte. La muerte era siempre una sorpresa para quien moría. Tenía, a pesar de todo, el orgullo de no babear ni hacer pipí en la cama, como si esa forma de salud bravía hubiera sido meritoriamente el resultado de un acto de su voluntad. Sólo no era una dama, una señora de edad, por no tener arrogancia: era una viejita digna que de repente tomaba un aire asustadizo. Ella, bueno, ella se elogiaba a sí misma, considerábase una vieja llena de precocidad como una niña precoz. Pero la verdadera intención de su vida, no la sabía. <br />
Ángela soñaba con la hacienda: allí se escuchaban gritos, latidos y aullidos, de noche. "Eduardo -pensó ella para él-, yo estaba cansada de intentar ser lo que tú creías que soy. Tengo un lado malo (el más fuerte y el que predominaba ahora, el que había intentado esconder por ti), y en ese lado fuerte yo soy una vaca, soy una yegua libre que patea en el suelo, soy una mujer de la calle, soy vagabunda, y no una "letrada". Sé que soy inteligente y que a veces escondo eso para no ofender a los otros con mi inteligencia, y que soy una inconsciente. Huí de ti, Eduardo, porque tú me estabas matando con tu cabeza de genio que me obligaba casi a taparme los oídos con las manos y casi a gritar de horror y de cansancio. Y ahora me voy a quedar seis meses en la hacienda, tú no sabes dónde estaré, y todos los días tomaré un baño en el río mezclando con el barro mi propio barro. Soy vulgar, Eduardo, y tienes que saber que me gusta leer historias de folletín, mi amor, oh, mi amor, cómo te amo y cómo amo tus terribles maleficios, ah, cómo te adoro, soy tu esclava. Pero yo soy física, mi amor, yo soy física y tuve que esconder de ti la gloria de ser física. Y tú, que eres el mismo fulgor del raciocinio, entonces no sabía, eras alimentado por mí. Tú, superintelectual y brillante y dejando a todos admirados y boquiabiertos."<br />
-Me parece -se dijo en voz baja la vieja-, me parece que esa joven bonita no tiene interés en conversar conmigo. No sé por qué, pero nadie conversa más conmigo. Aun cuando estoy junto a la gente, nadie parece pensar en mí. A fin de cuentas, no tengo la culpa de ser vieja. Pero no hago daño, y me hago compañía. Y también tengo a Nandino, mi hijo querido que me adora. <br />
"¡El placer sufrido de rascarse!", pensó Ángela. Yo, yo que no voy en esa dirección ni en la otra, ¡soy libre! Estoy quedando más saludable, tengo deseos de decir un desafuero en voz alta para asustar a todos. ¿La vieja no entendería? No sé, ella debe haber parido varias veces. Yo no estoy de acuerdo en eso de que lo cierto es ser infeliz, Eduardo. Quiero gozar de todo y después morir y que me dañe, que me dañe, que me dañe. Sé bien que la vieja es capaz de ser infeliz sin saberlo. Pasividad. Y no entro en eso tampoco, nada de pasividad, quiero tomar un baño desnuda en el río barroso que se parece a mí, ¡desnuda y libre! ¡Viva! ¡Tres vivas! ¡Lo abandono todo! ¡Todo! Y así no soy abandonada, no quiero depender sino de unas tres personas, y el resto es: Buenos días, ¿todo bien? Todo bien. Edu, ¿sabes? Te abandono. Tú, en el fondo de tu intelectualismo, no vales la vida de un perro. Te abandono, entonces. Y abandono el grupo falsamente intelectual que exigía de mí un vano y nervioso ejercicio continuo de inteligencia falsa y apresurada. Fue preciso que Dios me abandonara para que yo sintiera su presencia. Necesito matar a alguien dentro de mí. Tú arruinaste mi inteligencia con la tuya que es de genio. Y me obligaste a saber, a saber, a saber. Ah, Eduardo, no te preocupes, llevo conmigo los libros que tú me diste para "seguir un curso en casa", como querías. Estudiaré filosofía cerca del río, por el amor que te tengo. <br />
<br />
Ángela Pralini tenía pensamientos tan hondos que no había palabras para expresarlos. Era mentira decir que sólo se podía tener un pensamiento a la vez: tenía muchos pensamientos que se entrecruzaban y eran diferentes. Sin hablar del "subconsciente" que explota en mí, quiera o no quiera. Soy una fuente, pensó Ángela, pensando al mismo tiempo dónde habría puesto el pañuelo de cabeza, pensando si el cachorro habría tomado la leche que le había dejado, en las camisas de Eduardo, y su extremado agotamiento físico y mental. Y en la vieja doña María Rita. "Nunca voy a olvidar tu rostro, Eduardo." Era un rostro un poco asustado, asustado de su propia inteligencia. Él era un ingenuo. Y amaba sin saber que estaba amando. Iba a quedarse tonto cuando descubriera que ella se había ido, dejando al cachorro y a él. Abandono por falta de nutrición, pensó. Al mismo tiempo pensaba en la vieja sentada enfrente. No era verdad que sólo se pensaba en una sola cosa. Era, por ejemplo, capaz de escribir un talón perfecto, sin un error, pensando en su vida. Que no era buena, pero, en definitiva, era suya. Suya otra vez. La coherencia, no la quiero más. La coherencia es mutilación. Quiero el desorden. Sólo adivino a través de una vehemente incoherencia. Para meditar saqué demasiadas cosas de mí y siento el vacío. Es en el vacío donde se pasa el tiempo. Ella que adoraba una buena playa, con sol, arena y sol. Él está abandonado, perdió el contacto con la tierra, con el cielo. Él ya no vive, existe. El aire entre ella y Eduardo Gomes era de emergencia. Ella se había transformado en una mujer urgente. Es que, para mantener despierta la urgencia, tomaba drogas excitantes que la adelgazaban cada vez más y le quitaban el hambre. Quiero comer, Eduardo, tengo hambre, Eduardo, hambre de mucha comida. ¡Soy orgánica! <br />
"Conozca hoy el supertrén de mañana." Selecciones del Reader´s Digest que ella a veces leía a escondidas de Eduardo. Era como las Selecciones que decían: conozca hoy el supertrén de mañana. Positivamente no estaba conociendo hoy. Pero Eduardo era el supertrén. Súper todo. Ella conocía hoy el súper de mañana. Y no lo soportaba. No soportaba el movimiento perpetuo. Tú eres el desierto, y yo voy a Oceanía, a los mares del Sur, a la isla de Tahití. Aunque estén estragadas por los turistas. Tú no eres más que un turista, Eduardo. Voy hacia mi propia vida, Edu. Y digo como Fellini: en la oscuridad y en la ignorancia creo más. La vida que llevaba con Eduardo tenía olor a farmacia nueva recién pintada. Ella prefería el olor vivo del estiércol por más repugnante que fuera. Él era correcto como una pista de tenis. Además, practicaba el tenis para mantener la forma. En fin, él era un trasto que ella amaba y casi no amaba más. Estaba recobrando en el tren mismo su salud mental. Continuaba apasionada por Eduardo. Y él, sin saber, también lo estaba por ella. Yo que no consigo hacer nada bien, excepto las tortillas. Con una sola mano rompía huevos con una rapidez increíble, y los volcaba en la vasija sin derramar ni una gota. Eduardo moría de envidia de tanta elegancia y eficiencia. Él a veces daba charlas en las universidades y lo adoraban. Ella también asistía, ella también lo adoraba. ¿Cómo empezaba? "No me siento a gusto cuando veo algunas personas que se levantan cuando oyen anunciar que voy a hablar." Ángela siempre tenía miedo que la gente se retirara y lo dejaran solo. <br />
La vieja, como si hubiera recibido una transmisión de pensamiento, pensaba: que no me dejen sola. ¿Qué edad tengo? Ya ni lo sé. <br />
Después, enseguida, vació su pensamiento. Y era tranquilamente nada. Mal existía. Era bueno así, muy bueno. Inmersiones en la nada. <br />
Ángela Pralini, para calmarse, se contó una historia muy calmante, muy tranquila: era una vez un hombre a quien le gustaban mucho las frutas del jabuticabas. Entonces fue hacia un bosque donde había árboles cargados de protuberancias negras, lisas y lustrosas, que le caían en las manos blandamente y que de las manos le caían a los pies. Era tal la abundancia de jabuticabas que se daba el lujo de pisarlas. Y ellas hacían un ruidito muy gracioso. Hacían así: cloc-cloc-cloc, etc. Ángela se calmó con el hombre de las jabuticabas. <br />
En la hacienda había jabuticabas y ella iba a hacer con los pies desnudos el cloc-cloc, suave y húmedo. Nunca sabía si debía o no tragar los carozos. ¿Quién le iba a contestar esa pregunta? Nadie. Sólo tal vez un hombre que, como Ulises, el perro, y contra Eduardo, respondiera: "Mangia, bella, que ti fa bene". Sabía un poquito de italiano pero nunca estaba segura de su sentido. Y después de lo que ese hombre dijera, ella tragaría los carozos. Otro árbol que le gustaba era uno cuyo nombre científico había olvidado pero que en la infancia todos habían conocido directamente, sin ciencia, era uno que en el Jardín Botánico de Río hacía un cloc-cloc sequito. ¿Ves? ¿Ves cómo estás renaciendo? Siete vidas de gato. El número siete la acompañaba, era su secreto, su fuerza. Se sentía linda. No lo era. Pero se sentía. Se sentía también bondadosa. Con ternura hacia la vieja María Rita que se había puesto las gafas para leer el diario. Todo era vagaroso en la vieja María Rita. ¿Cerca del fin? Ay, cómo duele morir. En la vida se sufre más si se tiene algo en la mano: la inefable vida. Pero, ¿y la pregunta sobre la muerte? Era preciso no tener miedo: ir hacia el frente, siempre. <br />
Siempre. <br />
Como el tren. <br />
Y en algún lugar existe una cosa escrita en el muro. Y es para mí, pensó Ángela. De las llamas del Infierno llegará un telegrama fresco para mí. Y nunca más mi esperanza será decepcionada. Nunca. Nunca más. <br />
La vieja era anónima como una gallina, como había dicho una tal Clarice hablando de una vieja desvergonzada, enamorada de Roberto Carlos. Esa Clarice incomodaba. Hacía gritar a la vieja: ¡tiene! ¡que! ¡haber! ¡una! ¡puerta! ¡de saliiiiida! y la había. Por ejemplo, la puerta de salida de esa vieja era el marido que volvería al día siguiente, eran personas conocidas, era su empleada, era la plegaria intensa y fructífera frente a la desesperación. Ángela se dijo como si se mordiera rabiosamente: tiene que haber una puerta de salida. Tanto para mí como para doña María Rita. <br />
Yo no puedo detener el tiempo, pensó María Rita Alvarenga Chagas Souza Melo. Fracasé. Estoy vieja. Y fingió leer el diario sólo para recuperar la compostura. <br />
Quiero sombra, gimió Ángela, quiero sombra y anonimato. <br />
La vieja pensó: su hijo era tan bondadoso, tan cálido de corazón, tan cariñoso. La llamaba "madrecita". Sí, tal vez pase el resto de mi vida en la hacienda, lejos de la relacionista pública que no me necesita. Y mi vida será muy larga, a juzgar por mis padres y abuelos. Podía alcanzar, fácil, fácil, los cien años, pensó confortablemente. Y morir de repente para no tener tiempo de sentir miedo. Se persignó discretamente y pidió a Dios una buena muerte.<br />
Ulises, si tu cara fuera vista bajo el punto de vista humano, serías monstruoso y feo. Era lindo desde el punto de vista perro. Era vigoroso como un caballo blanco y libre, sólo que era castaño suave, anaranjado, color whisky. Pero su pelo es lindo como el de un enérgico y empinado caballo. Los músculos del pescuezo eran vigorosos y se podían tocar con manos de dedos sabios. Ulises era un hombre. Sin dejar de ser un perro. Era delicado como un hombre. Una mujer debe tratar bien al hombre. <br />
El tren entrando en el campo: los grillos gritaban agudos y ásperos. <br />
Eduardo, una vez, sin gracia, como quien se ve forzado a cumplir una función, le dio de regalo un gélido diamante. Ella hubiera preferido brillantes. En fin, suspiró ella, las cosas son como son. A veces, cuando miraba desde lo alto de su apartamento, tenía deseos de suicidarse. Ah, no por Eduardo, sino por una especie de fatal curiosidad. No se lo contaba a nadie, por miedo de influir en un suicida latente. Ella quería la vida, la vida plana y plena, bonita, leyendo los artículos de Selecciones. Quería morir sólo a los noventa años, en medio de un acto de vida, sin sentir. El fantasma de la locura nos ronda. ¿Qué es lo que haces? Estoy esperando el futuro.<br />
<br />
Cuando finalmente el tren se puso en movimiento, Ángela Pralini encendió el cigarrillo en aleluya: tenía miedo de que cuando el tren partiera, no tuviera el coraje de irse y terminara por bajar del vagón. Pero ya estaban sujetos los amortiguadores y las ruedas daban repentinos sobresaltos. El tren marchaba. Y la vieja María Rita suspiraba: estaba más cerca del hijo amado. Con él podría ser madre, ella que era castrada por su hija.<br />
Una vez que Ángela tuvo dolores menstruales, Eduardo intentó, sin mucha gracia, ser cariñoso. Y le dijo una cosa horrorosa: estás enferma, ¿no? Se ruborizaba de vergüenza.<br />
El tren corría cuanto podía. El maquinista feliz: así era bueno, y pitaba a cada curva del camino. Era un largo y grueso silbido de tren en marcha, ganando terreno. La mañana era fresca y llena de hierbas altas y verdes. Así, sí, vamos hacia adelante, dijo el maquinista a la máquina. La máquina respondió con alegría.<br />
La vieja era nada. Y miraba hacia el aire como se mira a Dios. Estaba hecha de Dios. Es decir: todo o nada. La vieja, pensó Ángela, era vulnerable. Vulnerable al amor, al amor de su hijo. La madre era franciscana, la hija polución.<br />
Dios, pensó Ángela, si existes, ¡muéstrate! Porque llegó la hora. Es esta hora, este minuto y este segundo. <br />
<br />
Y el resultado fue que tuvo que ocultar las lágrimas que le vinieron a los ojos. Dios de algún modo le respondía. Ella estaba satisfecha y se tragó un sollozo ahogado. Vivir dolía. Vivir era una herida abierta. Vivir es ser como mi cachorro. Ulises no tenía nada que ver con el Ulises de Joyce. Intenté leer a Joyce pero no seguí porque era pesado, disculpa, Eduardo. Sé que es un pesado genial. Ángela estaba amando a la vieja que era nada, la madre que le faltaba. Madre dulce, ingenua y sufriente. Su madre que murió cuando ella tenía nueve años; aun enferma, pero viva, servía. Aun paralítica, servía.<br />
Entre ella y Eduardo el aire tenía gusto de sábado. Y de pronto los dos eran raros, la rareza en el aire. Ellos se sentían raros, no formando parte de las mil personas que iban por la calle. Los dos a veces eran cómplices, tenían una vida secreta porque nadie los comprendía. Y también porque los raros son perseguidos por la gente que no toleran la insultante ofensa de los que se diferencian. Escondían su amor para no herir a los otros con la envidia. Para no herirlos con una estrella demasiado luminosa para los ojos.<br />
Au, au, au, ladrará mi cachorro. Mi gran cachorro.<br />
La vieja pensó: soy una persona involuntaria. tanto que, cuando reía -lo que no ocurría a menudo-, nadie sabía si reía o lloraba. Sí. Ella era involuntaria.<br />
Mientras tanto, Ángela Pralini se sentía efervescente como las gotitas de agua mineral Cachambú: de repente. Así: de repente. ¿De repente qué? Sólo de repente. Cero. Nada. Tenía treinta y siete años y pretendía a cada instante comenzar la vida. Como las gotitas efervescentes del agua Cachambú. Las siete letras de Pralini le daban fuerza. Las seis letras de Ángela la volvían anónima.<br />
Con un largo silbido aullante se llegaba a la pequeña estación donde Ángela Pralini descendería. Cogió su valija. En el espacio entre la gorra del empleado y la nariz de una joven, estaba la vieja durmiendo inflexible, con la cabeza tiesa bajo el sombrero de fieltro, una mano cerrada sobre el diario.<br />
Ángela bajó del vagón.<br />
Naturalmente, eso no tenía la menor importancia: hay personas que siempre se arrepienten, es un rasgo de ciertas naturalezas culpables. Pero la dejó perturbada la imagen de la vieja cuando despertara, la visión de su rostro espantado frente al banco vacío de Ángela. Al fin, nadie sabía si se había adormecido por confianza en ella.<br />
Confianza en el mundo<br />
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FinEstanislaohttp://www.blogger.com/profile/01672699099038447789noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-33297068.post-74639692661828610932012-12-05T00:00:00.000-03:002012-12-05T00:00:06.579-03:00Wakefield / Nathaniel Hawthorne<a href="http://www.old-picture.com/mathew-brady-studio/pictures/Nathaniel-Hawthorne.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; cssfloat: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" height="320" src="http://www.old-picture.com/mathew-brady-studio/pictures/Nathaniel-Hawthorne.jpg" tea="true" width="196" /></a><br />
<strong><span style="color: #4c1130;">Wakefield</span></strong><br />
<span style="color: #4c1130;">Nathaniel Hawthorne</span><br />
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Recuerdo haber leído en alguna revista o periódico viejo la historia, relatada como verdadera, de un hombre -llamémoslo Wakefield- que abandonó a su mujer durante un largo tiempo. El hecho, expuesto así en abstracto, no es muy infrecuente, ni tampoco -sin una adecuada discriminación de las circunstancias- debe ser censurado por díscolo o absurdo. Sea como fuere, este, aunque lejos de ser el más grave, es tal vez el caso más extraño de delincuencia marital de que haya noticia. Y es, además, la más notable extravagancia de las que puedan encontrarse en la lista completa de las rarezas de los hombres. La pareja en cuestión vivía en Londres. El marido, bajo el pretexto de un viaje, dejó su casa, alquiló habitaciones en la calle siguiente y allí, sin que supieran de él la esposa o los amigos y sin que hubiera ni sombra de razón para semejante autodestierro, vivió durante más de veinte años. En el transcurso de este tiempo todos los días contempló la casa y con frecuencia atisbó a la desamparada esposa. Y después de tan largo paréntesis en su felicidad matrimonial cuando su muerte era dada ya por cierta, su herencia había sido repartida y su nombre borrado de todas las memorias; cuando hacía tantísimo tiempo que su mujer se había resignado a una viudez otoñal -una noche él entró tranquilamente por la puerta, como si hubiera estado afuera sólo durante el día, y fue un amante esposo hasta la muerte. <br />
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Este resumen es todo lo que recuerdo. Pero pienso que el incidente, aunque manifiesta una absoluta originalidad sin precedentes y es probable que jamás se repita, es de esos que despiertan las simpatías del género humano. Cada uno de nosotros sabe que, por su propia cuenta, no cometería semejante locura; y, sin embargo, intuye que cualquier otro podría hacerlo. En mis meditaciones, por lo menos, este caso aparece insistentemente, asombrándome siempre y siempre acompañado por la sensación de que la historia tiene que ser verídica y por una idea general sobre el carácter de su héroe. Cuando quiera que un tema afecta la mente de modo tan forzoso, vale la pena destinar algún tiempo para pensar en él. A este respecto, el lector que así lo quiera puede entregarse a sus propias meditaciones. Mas si prefiere divagar en mi compañía a lo largo de estos veinte años del capricho de Wakefield, le doy la bienvenida, confiando en que habrá un sentido latente y una moraleja, así no logremos descubrirlos, trazados pulcramente y condensados en la frase final. El pensamiento posee siempre su eficacia; y todo incidente llamativo, su enseñanza. <br />
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¿Qué clase de hombre era Wakefield? Somos libres de formarnos nuestra propia idea y darle su apellido. En ese entonces se encontraba en el meridiano de la vida. Sus sentimientos conyugales, nunca violentos, se habían ido serenando hasta tomar la forma de un cariño tranquilo y consuetudinario. De todos los maridos, es posible que fuera el más constante, pues una especie de pereza mantenía en reposo a su corazón dondequiera que lo hubiera asentado. Era intelectual, pero no en forma activa. Su mente se perdía en largas y ociosas especulaciones que carecían de propósito o del vigor necesario para alcanzarlo. Sus pensamientos rara vez poseían suficientes ímpetus como para plasmarse en palabras. La imaginación, en el sentido correcto del vocablo, no figuraba entre las dotes de Wakefield. Dueño de un corazón frío, pero no depravado o errabundo, y de una mente jamás afectada por la calentura de ideas turbulentas ni aturdida por la originalidad, ¿quién se hubiera imaginado que nuestro amigo habría de ganarse un lugar prominente entre los autores de proezas excéntricas? Si se hubiera preguntado a sus conocidos cuál era el hombre que con seguridad no haría hoy nada digno de recordarse mañana, habrían pensado en Wakefield. Únicamente su esposa del alma podría haber titubeado. Ella, sin haber analizado su carácter, era medio consciente de la existencia de un pasivo egoísmo, anquilosado en su mente inactiva; de una suerte de vanidad, su más incómodo atributo; de cierta tendencia a la astucia, la cual rara vez había producido efectos más positivos que el mantenimiento de secretos triviales que ni valía la pena confesar; y, finalmente, de lo que ella llamaba "algo raro" en el buen hombre. Esta última cualidad es indefinible y puede que no exista. <br />
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Ahora imaginémonos a Wakefield despidiéndose de su mujer. Cae el crepúsculo en un día de octubre. Componen su equipaje un sobretodo deslustrado, un sombrero cubierto con un hule, botas altas, un paraguas en una mano y un maletín en la otra. Le ha comunicado a la señora de Wakefield que debe partir en el coche nocturno para el campo. De buena gana ella le preguntaría por la duración y objetivo del viaje, por la fecha probable del regreso, pero, dándole gusto a su inofensivo amor por el misterio, se limita a interrogarlo con la mirada. Él le dice que de ningún modo lo espere en el coche de vuelta y que no se alarme si tarda tres o cuatro días, pero que en todo caso cuente con él para la cena el viernes por la noche. El propio Wakefield, tengámoslo presente, no sospecha lo que se viene. Le ofrece ambas manos. Ella tiende las suyas y recibe el beso de partida a la manera rutinaria de un matrimonio de diez años. Y parte el señor Wakefield, en plena edad madura, casi resuelto a confundir a su mujer mediante una semana completa de ausencia. Cierra la puerta. Pero ella advierte que la entreabre de nuevo y percibe la cara del marido sonriendo a través de la abertura antes de esfumarse en un instante. De momento no le presta atención a este detalle. Pero, tiempo después, cuando lleva más años de viuda que de esposa, aquella sonrisa vuelve una y otra vez, y flota en todos sus recuerdos del semblante de Wakefield. En sus copiosas cavilaciones incorpora la sonrisa original en una multitud de fantasías que la hacen extraña y horrible. Por ejemplo, si se lo imagina en un ataúd, aquel gesto de despedida aparece helado en sus facciones; o si lo sueña en el cielo, su alma bendita ostenta una sonrisa serena y astuta. Empero, gracias a ella, cuando todo el mundo se ha resignado a darlo ya por muerto, ella a veces duda que de veras sea viuda. <br />
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Pero quien nos incumbe es su marido. Tenemos que correr tras él por las calles, antes de que pierda la individualidad y se confunda en la gran masa de la vida londinense. En vano lo buscaríamos allí. Por tanto, sigámoslo pisando sus talones hasta que, después de dar algunas vueltas y rodeos superfluos, lo tengamos cómodamente instalado al pie de la chimenea en un pequeño alojamiento alquilado de antemano. Nuestro hombre se encuentra en la calle vecina y al final de su viaje. Difícilmente puede agradecerle a la buena suerte el haber llegado allí sin ser visto. Recuerda que en algún momento la muchedumbre lo detuvo precisamente bajo la luz de un farol encendido; que una vez sintió pasos que parecían seguir los suyos, claramente distinguibles entre el multitudinario pisoteo que lo rodeaba; y que luego escuchó una voz que gritaba a lo lejos y le pareció que pronunciaba su nombre. Sin duda alguna una docena de fisgones lo habían estado espiando y habían corrido a contárselo todo a su mujer. ¡Pobre Wakefield! ¡Qué poco sabes de tu propia insignificancia en este mundo inmenso! Ningún ojo mortal fuera del mío te ha seguido las huellas. Acuéstate tranquilo, hombre necio; y en la mañana, si eres sabio, vuelve a tu casa y dile la verdad a la buena señora de Wakefield. No te alejes, ni siquiera por una corta semana, del lugar que ocupas en su casto corazón. Si por un momento te creyera muerto o perdido, o definitivamente separado de ella, para tu desdicha notarías un cambio irreversible en tu fiel esposa. Es peligroso abrir grietas en los afectos humanos. No porque rompan mucho a lo largo y ancho, sino porque se cierran con mucha rapidez. <br />
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Casi arrepentido de su travesura, o como quiera que se pueda llamar, Wakefield se acuesta temprano. Y, despertando después de un primer sueño, extiende los brazos en el amplio desierto solitario del desacostumbrado lecho. <br />
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-No -piensa, mientras se arropa en las cobijas-, no dormiré otra noche solo. <br />
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Por la mañana madruga más que de costumbre y se dispone a considerar lo que en realidad quiere hacer. Su modo de pensar es tan deshilvanado y vagaroso, que ha dado este paso con un propósito en mente, claro está, pero sin ser capaz de definirlo con suficiente nitidez para su propia reflexión. La vaguedad del proyecto y el esfuerzo convulsivo con que se precipita a ejecutarlo son igualmente típicos de una persona débil de carácter. No obstante, Wakefield escudriña sus ideas tan minuciosamente como puede y descubre que está curioso por saber cómo marchan las cosas por su casa: cómo soportará su mujer ejemplar la viudez de una semana y, en resumen, cómo se afectará con su ausencia la reducida esfera de criaturas y de acontecimientos en la que él era objeto central. Una morbosa vanidad, por lo tanto, está muy cerca del fondo del asunto. Pero, ¿cómo realizar sus intenciones? No, desde luego, quedándose encerrado en este confortable alojamiento donde, aunque durmió y despertó en la calle siguiente, está efectivamente tan lejos de casa como si hubiera rodado toda la noche en la diligencia. Sin embargo, si reapareciera echaría a perder todo el proyecto. Con el pobre cerebro embrollado sin remedio por este dilema, al fin se atreve a salir, resuelto en parte a cruzar la bocacalle y echarle una mirada presurosa al domicilio desertado. La costumbre -pues es un hombre de costumbres- lo toma de la mano y lo conduce, sin que él se percate en lo más mínimo, hasta su propia puerta; y allí, en el momento decisivo, el roce de su pie contra el peldaño lo hace volver en sí. ¡Wakefield! ¿Adónde vas? <br />
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En ese preciso instante su destino viraba en redondo. Sin sospechar siquiera en la fatalidad a la que lo condena el primer paso atrás, parte de prisa, jadeando en una agitación que hasta la fecha nunca había sentido, y apenas sí se atreve a mirar atrás desde la esquina lejana. ¿Será que nadie lo ha visto? ¿No armarán un alboroto todos los de la casa -la recatada señora de Wakefield, la avispada sirvienta y el sucio pajecito- persiguiendo por las calles de Londres a su fugitivo amo y señor? ¡Escape milagroso! Cobra coraje para detenerse y mirar a la casa, pero lo desconcierta la sensación de un cambio en aquel edificio familiar, igual a las que nos afectan cuando, después de una separación de meses o años, volvemos a ver una colina o un lago o una obra de arte de los cuales éramos viejos amigos. ¡En los casos ordinarios esta impresión indescriptible se debe a la comparación y al contraste entre nuestros recuerdos imperfectos y la realidad. En Wakefield, la magia de una sola noche ha operado una transformación similar, puesto que en este breve lapso ha padecido un gran cambio moral, aunque él no lo sabe. Antes de marcharse del lugar alcanza a entrever la figura lejana de su esposa, que pasa por la ventana dirigiendo la cara hacia el extremo de la calle. El marrullero ingenuo parte despavorido, asustado de que sus ojos lo hayan distinguido entre un millar de átomos mortales como él. Contento se le pone el corazón, aunque el cerebro está algo confuso, cuando se ve junto a las brasas de la chimenea en su nuevo aposento. <br />
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Eso en cuanto al comienzo de este largo capricho. Después de la concepción inicial y de haberse activado el lerdo carácter de este hombre para ponerlo en práctica, todo el asunto sigue un curso natural. Podemos suponerlo, como resultado de profundas reflexiones, comprando una nueva peluca de pelo rojizo y escogiendo diversas prendas del baúl de un ropavejero judío, de un estilo distinto al de su habitual traje marrón. Ya está hecho: Wakefield es otro hombre. Una vez establecido el nuevo sistema, un movimiento retrógrado hacia el antiguo sería casi tan difícil como el paso que lo colocó en esta situación sin paralelo. Además, ahora lo está volviendo testarudo cierto resentimiento del que adolece a veces su carácter, en este caso motivado por la reacción incorrecta que, a su parecer, se ha producido en el corazón de la señora de Wakefield. No piensa regresar hasta que ella no esté medio muerta de miedo. Bueno, ella ha pasado dos o tres veces ante sus ojos, con un andar cada vez más agobiado, las mejillas más pálidas y más marcada de ansiedad la frente. A la tercera semana de su desaparición, divisa un heraldo del mal que entra en la casa bajo el perfil de un boticario. Al día siguiente la aldaba aparece envuelta en trapos que amortigüen el ruido. Al caer la noche llega el carruaje de un médico y deposita su empelucado y solemne cargamento a la puerta de la casa de Wakefield, de la cual emerge después de una visita de un cuarto de hora, anuncio acaso de un funeral. ¡Mujer querida! ¿Irá a morir? A estas alturas Wakefield se ha excitado hasta provocarse algo así como una efervescencia de los sentimientos, pero se mantiene alejado del lecho de su esposa, justificándose ante su conciencia con el argumento de que no debe ser molestada en semejante coyuntura. Si algo más lo detiene, él no lo sabe. En el transcurso de unas cuantas semanas ella se va recuperando. Ha pasado la crisis. Su corazón se siente triste, acaso, pero está tranquilo. Y, así el hombre regrese tarde o temprano, ya no arderá por él jamás. Estas ideas fulguran cual relámpagos en las nieblas de la mente de Wakefield y le hacen entrever que una brecha casi infranqueable se abre entre su apartamento de alquiler y su antiguo hogar. <br />
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-¡Pero si sólo está en la calle del lado! -se dice a veces. <br />
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¡Insensato! Está en otro mundo. Hasta ahora él ha aplazado el regreso de un día en particular a otro. En adelante, deja abierta la fecha precisa. Mañana no... probablemente la semana que viene... muy pronto. ¡Pobre hombre! Los muertos tienen casi tantas posibilidades de volver a visitar sus moradas terrestres como el autodesterrado Wakefield. <br />
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¡Ojalá yo tuviera que escribir un libro en lugar de un artículo de una docena de páginas! Entonces podría ilustrar cómo una influencia que escapa a nuestro control pone su poderosa mano en cada uno de nuestros actos y cómo urde con sus consecuencias un férreo tejido de necesidad. Wakefield está hechizado. Tenemos que dejarlo que ronde por su casa durante unos diez años sin cruzar el umbral ni una vez, y que le sea fiel a su mujer, con todo el afecto de que es capaz su corazón, mientras él poco a poco se va apagando en el de ella. Hace mucho, debemos subrayarlo, que perdió la noción de singularidad de su conducta.<br />
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Ahora contemplemos una escena. Entre el gentío de una calle de Londres distinguimos a un hombre entrado en años, con pocos rasgos característicos que atraigan la atención de un transeúnte descuidado, pero cuya figura ostenta, para quienes posean la destreza de leerla, la escritura de un destino poco común. Su frente estrecha y abatida está cubierta de profundas arrugas. Sus pequeños ojos apagados a veces vagan con recelo en derredor, pero más a menudo parecen mirar adentro. Agacha la cabeza y se mueve con un indescriptible sesgo en el andar, como si no quisiera mostrarse de frente entero al mundo. Obsérvelo el tiempo suficiente para comprobar lo que hemos descrito y estará de acuerdo con que las circunstancias, que con frecuencia producen hombres notables a partir de la obra ordinaria de la naturaleza, han producido aquí uno de estos. A continuación, dejando que prosiga furtivo por la acera, dirija su mirada en dirección opuesta, por donde una mujer de cierto porte, ya en el declive de la vida, se dirige a la iglesia con un libro de oraciones en la mano. Exhibe el plácido semblante de la viudez establecida. Sus pesares o se han apagado o se han vuelto tan indispensables para su corazón que sería un mal trato cambiarlos por la dicha. Precisamente cuando el hombre enjuto y la mujer robusta van a cruzarse, se presenta un embotellamiento momentáneo que pone a las dos figuras en contacto directo. Sus manos se tocan. El empuje de la muchedumbre presiona el pecho de ella contra el hombro del otro. Se encuentran cara a cara. Se miran a los ojos. Tras diez años de separación, es así como Wakefield tropieza con su esposa. <br />
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Vuelve a fluir el río humano y se los lleva a cada uno por su lado. La grave viuda recupera el paso y sigue hacia la iglesia, pero en el atrio se detiene y lanza una mirada atónita a la calle. Sin embargo, pasa al interior mientras va abriendo el libro de oraciones. ¡Y el hombre! Con el rostro tan descompuesto que el Londres atareado y egoísta se detiene a verlo pasar, huye a sus habitaciones, cierra la puerta con cerrojo y se tira en la cama. Los sentimientos que por años estuvieron latentes se desbordan y le confieren un vigor efímero a su mente endeble. La miserable anomalía de su vida se le revela de golpe. Y grita exaltado: <br />
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-¡Wakefield, Wakefield, estás loco! <br />
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Quizás lo estaba. De tal modo debía de haberse amoldado a la singularidad de su situación que, examinándolo con referencia a sus semejantes y a las tareas de la vida, no se podría afirmar que estuviera en su sano juicio. Se las había ingeniado (o, más bien, las cosas habían venido a parar en esto) para separarse del mundo, hacerse humo, renunciar a su sitio y privilegios entre los vivos, sin que fuera admitido entre los muertos. La vida de un ermitaño no tiene paralelo con la suya. Seguía inmerso en el tráfago de la ciudad como en los viejos tiempos, pero las multitudes pasaban de largo sin advertirlo. Se encontraba -digámoslo en sentido figurado- a todas horas junto a su mujer y al pie del fuego, y sin embargo nunca podía sentir la tibieza del uno ni el amor de la otra. El insólito destino de Wakefield fue el de conservar la cuota original de afectos humanos y verse todavía involucrado en los intereses de los hombres, mientras que había perdido su respectiva influencia sobre unos y otros. Sería un ejercicio muy curioso determinar los efectos de tales circunstancias sobre su corazón y su intelecto, tanto por separado como al unísono. No obstante, cambiado como estaba, rara vez era consciente de ello y más bien se consideraba el mismo de siempre. En verdad, a veces lo asaltaban vislumbres de la realidad, pero sólo por momentos. Y aun así, insistía en decir "pronto regresaré", sin darse cuenta de que había pasado veinte años diciéndose lo mismo. <br />
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Imagino también que, mirando hacia el pasado, estos veinte años le parecerían apenas más largos que la semana por la que en un principio había proyectado su ausencia. Wakefield consideraría la aventura como poco más que un interludio en el tema principal de su existencia. Cuando, pasado otro ratito, juzgara que ya era hora de volver a entrar a su salón, su mujer aplaudiría de dicha al ver al veterano señor Wakefield. ¡Qué triste equivocación! Si el tiempo esperara hasta el final de nuestras locuras favoritas, todos seríamos jóvenes hasta el día del juicio. <br />
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Cierta vez, pasados veinte años desde su desaparición, Wakefield se encuentra dando el paseo habitual hasta la residencia que sigue llamando suya. Es una borrascosa noche de otoño. Caen chubascos que golpetean en el pavimento y que escampan antes de que uno tenga tiempo de abrir el paraguas. Deteniéndose cerca de la casa, Wakefield distingue a través de las ventanas de la sala del segundo piso el resplandor rojizo y oscilante y los destellos caprichosos de un confortable fuego. En el techo aparece la sombra grotesca de la buena señora de Wakefield. La gorra, la nariz, la barbilla y la gruesa cintura dibujan una caricatura admirable que, además, baila al ritmo ascendiente y decreciente de las llamas, de un modo casi en exceso alegre para la sombra de una viuda entrada en años. En ese instante cae otro chaparrón que, dirigido por el viento inculto, pega de lleno contra el pecho y la cara de Wakefield. El frío otoñal le cala hasta la médula. ¿Va a quedarse parado en ese sitio, mojado y tiritando, cuando en su propio hogar arde un buen fuego que puede calentarlo, cuando su propia esposa correría a buscarle la chaqueta gris y los calzones que con seguridad conserva con esmero en el armario de la alcoba? ¡No! Wakefield no es tan tonto. Sube los escalones, con trabajo. Los veinte años pasados desde que los bajó le han entumecido las piernas, pero él no se da cuenta. ¡Detente, Wakefield! ¿Vas a ir al único hogar que te queda? Pisa tu tumba, entonces. La puerta se abre. Mientras entra, alcanzamos a echarle una mirada de despedida a su semblante y reconocemos la sonrisa de astucia que fuera precursora de la pequeña broma que desde entonces ha estado jugando a costa de su esposa. ¡Cuán despiadadamente se ha burlado de la pobre mujer! En fin, deseémosle a Wakefield buenas noches. <br />
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El suceso feliz -suponiendo que lo fuera- sólo puede haber ocurrido en un momento impremeditado. No seguiremos a nuestro amigo a través del umbral. Nos ha dejado ya bastante sustento para la reflexión, una porción del cual puede prestar su sabiduría para una moraleja y tomar la forma de una imagen. En la aparente confusión de nuestro mundo misterioso los individuos se ajustan con tanta perfección a un sistema, y los sistemas unos a otros, y a un todo, de tal modo que con sólo dar un paso a un lado cualquier hombre se expone al pavoroso riesgo de perder para siempre su lugar. Como Wakefield, se puede convertir, por así decirlo, en el Paria del Universo. <br />
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Fin <br />
Estanislaohttp://www.blogger.com/profile/01672699099038447789noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-33297068.post-46283629437578787882012-11-30T11:28:00.001-03:002012-11-30T11:28:26.176-03:00Una muerte en transición: W. G. Sebald<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://i.telegraph.co.uk/multimedia/archive/02086/sebaldsumm_2086108b.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" height="200" src="http://i.telegraph.co.uk/multimedia/archive/02086/sebaldsumm_2086108b.jpg" width="320" /></a></div>
<span style="color: purple;">Hace diez años, el 14 de diciembre de 2001, en un inexplicable accidente, moría el escritor alemán más importante de las últimas décadas. </span><br />
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Dejaba tras de sí una obra única, que desde entonces no hace más que cosechar nuevos adeptos. Aquí, las razones. Los lectores tenemos derechos. Y como todos, tenemos además la obligación de no mentir. Cuando el 14 de diciembre de 2001 recibimos entre impactados y apesadumbrados la noticia de la muerte de W.G. Sebald, un escritor alemán cuya existencia conocíamos desde hacía muy poco, ¿a qué se debía en verdad esa pesadumbre? ¿De qué estaba hecha esa incomodidad, sin duda basada escasamente en el afecto por alguien que nos era casi ajeno? La respuesta es sencilla: de egoísmo. Nos sentimos frustrados. A los 57 años, Sebald se hallaba en la cúspide de sus fuerzas creativas, lo que en realidad terminaríamos de comprender dos años más tarde con la lectura de Austerlitz, la insoslayable obra maestra que en su idioma original se había publicado apenas meses antes de su muerte y de la que aquí el sello Anagrama haría una edición local para no abusar de los todavía algo flacos bolsillos de los argentinos. Al momento de su muerte, unos pocos lectores entre nosotros habían tenido la suerte de toparse con Vértigo, el primero de sus libros de ficción en prosa, aunque en el caso de Sebald dichas categorías suenan, como ya veremos, cuanto menos ridículas. ¿Entonces qué era Vértigo? Una suerte de relato autobiográfico, entrecruzado con algo así como retratos o biografías breves, un híbrido construido sobre… En fin. Lo más ajustado sería decir que se trató de una revelación: la de que estábamos frente a un autor fuera de serie, al que sólo puede definirse en sus propios términos. <br />
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Resulta extraño, en ese sentido, cierto cuestionamiento en voz alta, cierta insistencia en desconfiar del valor real de una obra que podrá tener sus luces y sombras, pero que como mínimo, en su singularidad, evidencia su carácter de insoslayable. <br />
Esa falta de repentización está emparentada con la misma lógica mezquina que asegura que nuestro vecino jamás puede ser un genio. En el cine de hoy, más precisamente en la crítica cinematográfica, la cosa funciona de un modo inverso: la canonización en vida de un director es un gesto indispensable para imponer una mirada. Daría la impresión de que los genios sobran. Más allá de esos abusos retóricos, de esas emociones sobreactuadas, es posible que semejante mecanismo se deba a que existe un canon sólido –que en lo esencial pasa por la historia de los Cahiers du Cinema–, y a partir de él, o contra él, se discute. Eso no sucede en literatura, es decir en la literatura contemporánea, por mucho que le pese a Harold Bloom. Y aunque el ambiente literario esté lleno de entusiastas, sabemos que un escritor permitiría que le cortaran una pierna antes que admitir que ese que está a su lado, ese que publicó un libro casi al mismo tiempo que el suyo, huele a clásico. <br />
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Lo cierto es que la muerte de Winfried Georg Maximilian Sebald parece haber sido pensada como una cifra de su literatura. Una muerte en la ruta: un auto que se estrella contra un camión (una muerte argentina, podríamos decir con orgullo, como para apropiárnoslo un poquito). El huevo o la gallina: un ataque cardíaco y el posterior accidente. Pero también se ha extendido el rumor de que Sebald sufría ataques de pánico, y determinados elementos en el escenario de la tragedia han permitido que se especulara con esa otra relación entre causa y efecto. Como sea, así como Manuel Vázquez Montalbán murió en la suya (en el aeropuerto de Bangkok, luego de darse incontables e inconfesables panzadas), Sebald tuvo la muerte que le corresponía: una muerte en transición. Porque eso fue, sobre todo, este hombre que surgió con voz propia demasiado tarde –por lo repentino del fin–, y que con anterioridad se dedicó a pensar, a explorar, a entender lo que le ocurría con la literatura y sí, a los 43 años, luego de un extenso diálogo consigo mismo y de aceptar que no tenía otro camino, decidió ir en busca de una obra. Eso fue, decíamos: un viajero. Y un observador. Pero no un flaneur, sino su contracara: alguien que se desdobló siempre en lo que veía, que diluyó y sacrificó su propio Yo para metamorfosearlo, en definitiva, en una obra única. <br />
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Apenas cinco libros –el núcleo duro de su producción– le bastaron a Sebald para construir su fortaleza. El primero de ellos, Del natural (de 1988), ya lo define cabalmente: a mitad de camino desde lo formal entre el poema y la prosa, lo autobiográfico y lo biográfico se entrelazan a través de la experiencia de los tres exploradores-protagonistas, dado que el último de ellos es el propio autor. Sebald se sitúa, siempre, en ese espacio ambiguo, dentro y fuera de las historias que cuenta. De ahí que su recurso preferido sea el estilo indirecto libre, es decir: la versión de la versión, lo que le contaron a ese otro que cuenta. <br />
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Poco después llegaría Vértigo (1990), uno de los libros de Sebald que más ha incomodado a reseñistas y críticos, pero también a los lectores, y sin duda a los responsables de escribir contratapas, solapas y demás. ¿Qué es eso que estamos leyendo? Resulta hasta cómico comprobar cómo en las distintas ediciones de sus libros, a veces en un mismo volumen, se llama a las cosas por distinto nombre, o incluso se soslaya cualquier definición. ¿Qué es entonces Vértigo? Un conjunto de relatos, de distinto tenor; algunos parecen casi retratos, y otros son narraciones lentas, reflexivas, contemplaciones silenciosas del mundo. Ocurre que el hilo conductor es esa primera persona omnipresente, a la vez que con frecuencia se nos vuelve invisible. Un libro, en Sebald, es un relato total, en el sentido que todo parece entrar en armonía. Un sistema tan amplio que nada sucede fuera de sus fronteras. <br />
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Uno de los relatos más significativos de Vértigo –aunque son apenas cuatro– es el primero, en el que Sebald captura al joven Stendhal cuando era soldado y nos lo muestra en una serie de episodios estético-amorosos que resultarían trascendentales para su vida (su vida de escritor, claro) por el modo en que su sensibilidad se ve trastocada. En ese relato, y en la vulnerabilidad de esa mirada, hace pie el título del volumen. El joven Stendhal –Henri Beyle– observa el escenario donde un año atrás se había librado la batalla de Marengo, en la que murieron 16 mil hombres, y es allí donde irrumpe un gen de lo narrativo que lo violenta, pero también lo fascina. “La diferencia entre las imágenes de la batalla que tenía en su cabeza y la imagen que, como prueba de que la batalla había acontecido en realidad, veía en estos momentos desplegada ante sí, le producía una sensación de ira semejante al vértigo que nunca antes había experimentado”. En otro pasaje, Sebald se permite otro de sus célebres exabruptos, a propósito de quien más adelante se convertiría en Stendhal: “En cualquier caso fue durante aquellas semanas de otoño cuando tomó la decisión de convertirse en el más grande escritor de todos los tiempos”. <br />
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Más tarde llegaría Los emigrados (1992), tal vez su otra obra maestra, la novela Los anillos de Saturno, de 1995, y finalmente Austerlitz. La novela que cierra un siglo y abre otro. La novela que permite que una literatura sobreviva. Austerlitz es un relato falseado, en cuanto a que esa primera persona es hasta cierto punto un medium: el narrador, alguien que se parece demasiado a Sebald pero que no acepta mansamente esa reducción, cuenta la historia de Jacques Austerlitz, o mejor dicho lo que éste le cuenta de sí mismo en los sucesivos encuentros de una amistad zigzagueante, irreal. La vida de Austerlitz es, al mismo tiempo, trivial y terrible; es una síntesis perfecta de la historia del siglo XX, en la que Sebald vuelve una vez más a una de sus preocupaciones centrales: la cuestión judía, pero más allá el modo en que la Segunda Guerra y sus antecedentes trastocaron fatalmente la vida de millones y millones de personas. <br />
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Esa tragedia no excluye a sus compatriotas, y esa perspectiva le ha generado a Sebald no pocos enemigos. No se trata de negar la responsabilidad histórica, y sí de establecer una relación con el pasado que no se limite a la culpa. Su polémico ensayo Sobre la historia natural de la destrucción pone de relieve el modo en que la aviación británica –esencialmente– destruyó casi por completo más de cien ciudades alemanes cuando ya la guerra estaba ganada –la columna vertebral de la extraordinaria Matadero 5, del norteamericano y también ríspido Kurt Vonnegut–, una victoria ya no militar sino moral y psicológica. Y se pregunta por qué hay tan poca literatura sobre ello. Por qué los alemanes, con alguna que otra excepción, están empecinados en mirar hacia otro lado. <br />
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Hace algunos años Susan Sontag dedicó a la obra de Sebald un ensayo notable, en el que establecía su condición primordial de viajero y se conmovía por una prosa que es siempre cristalina y sin embargo densa, lenta, un trabajo de miniaturista. Sontag subrayaba la ambición y la nobleza de una escritura como la de Sebald, en cuanto a su relación con lo histórico y el modo en que construye a sus lectores, o más bien el terreno en el que le propone encontrarse. “¿Es todavía posible la grandeza literaria?”, se pregunta, y en seguida se contesta sola: “Ante la decadencia implacable de la ambición literaria, la convergente ascensión del desgano, la verborrea y la crueldad insensible como asuntos normativos de la ficción, ¿qué sería en la actualidad un proyecto literario centrado en la nobleza? La obra de W.G. Sebald es una de las pocas respuestas disponibles a los lectores del idioma inglés”. Y pronto se detiene en una de las cuestiones fundamentales de su estilo: “En los libros de W.G. Sebald, un narrador que lleva el nombre de W.G. Sebald –según se nos recuerda en forma ocasional– viaja para rendir cuenta de la evidencia de una moral en la naturaleza, retrocede ante las devastaciones de la modernidad, medita en torno a los secretos de vidas oscuras. En alguna jornada de investigación, lanzado por algún recuerdo o noticia de un mundo perdido sin remedio, él recuerda, invoca, alucina, lamenta. ¿Es Sebald el narrador? ¿O es un personaje de ficción a quien el autor ha prestado su nombre, con detalles selectos de su biografía?”. <br />
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Sontag subraya, o en rigor defiende, el carácter ficcional de ese narrador. El narrador como construcción, como especulación, lo que de ningún modo niega la material real con que están hechas sus ficciones. Y da en el clavo, porque hay dos características notorias en los relatos del escritor alemán cuya confluencia los vuelve perturbadores, y a su autor en extremo singular: las imágenes –una constante en sus libros–, y la intangibilidad de ese narrador en tanto personaje. ¿Para qué le sirve lo primero, y por qué hace lo segundo? La respuesta en ambos casos es la misma: porque es verdad. Es decir: porque quiere que establezcamos esa relación con el texto, que nos acerquemos, que lo liberemos de artificios. Desde esa cualidad, Sebald es el escritor más flaubertiano de este tiempo: una pluma excepcional que, no obstante, a diferencia de Thomas Bernhard u otros virtuosos, parece encontrarse siempre con el modo natural de decir las cosas. <br />
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De vez en cuando se ha objetado, con todo, la originalidad de sus procedimientos formales. Ahorrémonos tiempo: ¿es Kafka un escritor tan original? Sí y no: sólo si nos hacemos los tontos y olvidamos que existió alguien llamado Robert Walser (su escritor favorito, por otra parte). ¿Y es tan importante la originalidad? ¿No estaremos confundiendo originalidad con singularidad? Como en tantas otras cuestiones, lo fundamental en literatura está en el cómo. No alcanza con pegar fotitos en las páginas de un libro para convertirse en Sebald, así como ser Borges es algo más que hablar de tigres, laberintos y espejos. Hay una serie de modulaciones de lo íntimo, un devaneo, una búsqueda de identidad que Sebald trabaja como pocos, o quizá como nadie, a partir de la superposición de sus elecciones formales. Un modo de vérselas con el pasado que es siempre triste y doloroso, y a la vez parece inevitable. <br />
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Ese pasado en el que se halla también su muerte, acaso estúpida. Pero no su literatura. <br />
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<em><span style="font-size: x-small;">Por José María Brindisi para Diario Perfil </span></em><br />
Estanislaohttp://www.blogger.com/profile/01672699099038447789noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-33297068.post-83475345921832730452012-11-25T00:00:00.000-03:002012-11-30T10:58:53.379-03:00Pablo de Santis: Máquinas sin la magia de antes<br />
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<a href="http://www.cuentosymas.com.ar/blog/wp-content/uploads/2011/04/berti1.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; cssfloat: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" height="200" rea="true" src="http://www.cuentosymas.com.ar/blog/wp-content/uploads/2011/04/berti1.jpg" width="151" /></a></div>
<span style="color: #274e13;">Los niños, rodeados por la tecnología, no se preocupan tanto por la noción de inteligencia artificial. Sus héroes son Harry Potter y las criaturas de Narnia.</span> <br />
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Sé que existen historias de naciones, de literaturas, de juguetes, de jardines botánicos, de asesinos; pero ignoro si hay una historia de la imaginación. De escribirse, veríamos que cada época se ocupa de imaginar aquello que no tiene, o está lejos, o de lo que no sabe nada. Quien ve jugar a un niño, lo primero que nota es que juega con lo que hay a mano; lo segundo, que juega a ser lo que no es, a tener lo que no tiene. Nunca se ha visto a un niño jugar a ser un niño. <br />
Así, la imaginación de una sociedad, en una época determinada, nunca se ha fijado en lo que la rodea, sino en lo que está lejos o se esconde en la oscuridad.<br />
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La ciencia ficción se propuso ser la historia del futuro mientras las máquinas capaces de viajar por el espacio o de convertirse en memorias infinitas estaban lejos de la realidad. Fue en el momento en que el hombre llegó a la luna cuando la ciencia ficción, en lugar de extender su reinado y entregar a la precisión técnica lo que había sido sueño, se esfumó. Es cierto que se siguieron escribiendo novelas de ciencia ficción, pero ya no con la mirada puesta en mundos lejanos, sino como diversas formas de apocalipsis y como especulación filosófica sobre la memoria y la identidad. El héroe dejó de ser un astronauta para ser un hombre común, un tal X que no sabía muy bien si era en realidad X, si era Y que creía ser X. <br />
En los años noventa las computadoras llegaron a los hogares, pero desaparecieron de la literatura popular. <br />
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Los niños crecidos entre máquinas no se preocuparon por los problemas que plantea la noción de inteligencia artificial ni soñaron con mundos virtuales: sus héroes fueron Harry Potter y las numerosas criaturas de “El Señor de los Anillos” y de las “Crónicas de Narnia”, dos novelas escritas en la década del cincuenta. En estas sagas no hay ningún artefacto tecnológico. Es cierto que algunas de las invenciones de Rowling parecen alegorías cíber, como el mapa inteligente o el periódico cuyas imágenes se mueven. O que alguien podría comparar el ojo de Sauron con Google Earth, pero no es su posibilidad, sino su encantadora imposibilidad lo que reclaman sus lectores.<br />
Algo parecido ha ocurrido siempre con la literatura policial. Aunque se finge a menudo que el género negro expresa la violencia de la sociedad, se desarrolló en países centrales –sobre todo en Inglaterra– cuya tasa de crímenes es insignificante en comparación con otras regiones del globo. En los últimos años las novelas suecas se han empeñado en hacernos creer que sus ciudades, sus casas de campo y sus jardines helados son mucho más peligrosas que alguna zona oscura del conurbano bonaerense. <br />
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En el hecho de imaginar hay un incesante gusto por lo que no se sabe, por lo que no se ha logrado. La literatura expresa experiencias, pero no expresa ninguna con más fuerza que la experiencia de no tener experiencias, el ansia de vivir lo que aún no se ha vivido. Cervantes lo tuvo en claro cuando hizo de su héroe un lector de novelas de caballería. Alonso Quijano no representa a los hidalgos empobrecidos; representa a todos los que leemos el Quijote. Representa a quien quiere ver molinos cuando puede ver gigantes.<br />
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La cultura se comporta muy a menudo como el niño que después de pasar horas frente a la computadora se deja llevar por Narnia o por la Tierra Media, donde puede estar seguro de que va a encontrar árboles que caminan o espectros de guerreros o unicornios, pero ninguna computadora. Así, una vez que entraron en nuestras casas, las computadoras fueron desterradas del imaginario. La HAL de “2001 – Una odisea espacial” podía resultar terrorífica para un espectador de principios de los 70. A un espectador actual, acostumbrado a que el sistema se cuelgue y el técnico en computación postergue su visita como Godot, la HAL le resultaría apenas fastidiosa.<br />
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Cada época juega a encontrar sus propios jeroglíficos; una vez descifrados, el interés se pierde por completo. Para la ficción, la tecnología ha perdido su capacidad de hechizo. Los nuevos dispositivos pueden estar en la carta a Papá Noel o en la lista de casamiento, junto a la multiprocesadora y el secador de pelo, pero no en la imaginación. Las formas de la ficción popular ya no inventan nuevos aparatos, máquinas de realidad virtual o cosas semejantes. Si prestamos atención a los productos exitosos de la televisión y el cine de los últimos años (“Lost”, “The Walking Dead”, “Los juegos del hambre”, además de todos los relatos épicos, como las “Crónicas de Narnia”, “El Señor de los Anillos” y “Juego de tronos”, por citar sólo algunos) vemos que se trata siempre de fantasías regresivas: situaciones en las que, debido a las condiciones de la época o a alguna catástrofe imprevista, la tecnología no existe o ha dejado de contar, y el hombre está librado a su suerte. <br />
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Ni siquiera la serie “Homeland”, que ya se puede ver en cable, es la excepción: su heroína tiene todos los dispositivos posibles para observar a un hombre, al que cree enemigo. Pronto descubre que son inútiles, porque no pueden mostrar lo que hay en el interior de la cabeza de su adversario. Finalmente comprueba que tampoco puede saber lo que ella misma tiene en la cabeza. Solos o en grupo, todos estos personajes son Robinson Crusoe. Sobrevivientes de una catástrofe aérea o de una peste de muertos vivos, los aturdidos héroes terminan por mirar los viejos planos de papel. En la ficción contemporánea, el GPS ya no tiene señal.<br />
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<em><span style="font-size: x-small;">Gentileza Revista Ñ</span></em>Estanislaohttp://www.blogger.com/profile/01672699099038447789noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-33297068.post-90458705774178088462012-11-20T00:00:00.000-03:002012-11-20T00:00:05.785-03:00Entrevista: Ken Follett<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://athnecdotario.com/wp-content/uploads/2012/11/follet-3-200x3001.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" height="300" src="http://athnecdotario.com/wp-content/uploads/2012/11/follet-3-200x3001.jpg" width="200" /></a></div>
<b><span style="color: purple;">Siempre debemos estar vigilantes y al acecho de cualquier pérdida de libertad</span> </b><br />
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<span style="color: purple;">Mientras el otoño madrileño avanza, Ken Follett ha llegado a España para hablar de El invierno del mundo(Plaza Janes). La cita del escritor galés conClarín es en un lujoso hotel a la vera del Museo del Prado. A espaldas de la estatua de Goya. Follett dará unas cuantas entrevistas y luego irá a firmar libros al Corte Inglés. Todo un espectáculo. Quizá sea su alma de músico la que lo lleva de gira en gira como un rockstar, honrando sus libros y su imagen de autor superventas, como le llaman aquí algunos. Otros aquí, los indignados, preparan un rodeo al Congreso de Diputados, vallado y plagado de policías como en los días más críticos de nuestra Plaza de Mayo. Es un buen contexto para una entrevista sobre un libro centrado en la Segunda Guerra Mundial, que tiene en la Guerra Civil Española un punto de inflexión cuyas consecuencias fácilmente podrían conectarse con lo que pasa allá afuera, apenas cruzando la calle. Volvamos a Follett. Con más de treinta títulos publicados y casi 150 millones de ejemplares vendidos, conoció el éxito que los libros le reservan a pocos tras su décima novela. Antes había sido periodista y luego subdirector de una pequeña editorial. Ahora es uno de los grandes best sellers globales. Aunque su éxito no llegue a tanto en la Argentina, aquí en España sólo uno de sus títulos, Los pilares de la tierra, lleva vendidos 6 millones de ejemplares. Desde hace unos años, Follett se enfrascó una trilogía monumental, tres volúmenes de mil páginas, sobre el corto Siglo XX, según palabras de Eric Hobsbawm, que va desde la Primera Guerra Mundial, al fin de la Guerra Fría. La caída de los gigantes fue el primero de sus títulos, y ahora llegó El invierno del mundo, sobre la Segunda Guerra, sus antecedentes y sus consecuencias, temas que pertenecen casi a nuestro presente. Es un giro para Follett, que se acostumbró a contar historias de la Edad Media, a contar andanzas de otros tiempos. Ahora debe sopesar su relato con un mundo políticamente agitado. La prueba está allá afuera. Ficción y realidad pueden mezclarse fácilmente.</span> <br />
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<b>-La Segunda Guerra Mundial todavía tiene un impacto emocional en muchos de sus lectores, ¿lo tuvo en cuenta a la hora de escribir el libro?</b> <br />
-Sí. Elegí el siglo XX por dos razones. Primero porque es el más dramático de la historia de la humanidad. Donde se produjeron la guerras más terribles, se usaron armas atómicas y murieron millones de personas. En segundo lugar porque es la historia de mi familia. Mi abuelo tenía demasiados años para pelear en la Segunda Guerra, luchó en la primera, y mi padre era demasiado joven. Pero tuvo un efecto tremendo en ellos. Absorbí ese impacto. <br />
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<b>-¿Qué le contaron ellos de la guerra?</b> <br />
-Mi abuelo paterno me contó que la primera vez que hubo un ataque aéreo en Cardiff, Gales, el estaba en su negocio. Y mientras volvía a casa veía toda la destrucción, caminaba sin saber si su familia estaba viva, desesperado. Estaban vivos, de otra manera no estaría aquí contigo. <br />
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<b>-Estamos en España, en esta tierra que iba a ser la tumba del fascismo, pero que todavía no puede juzgar los crímenes del franquismo. ¿Cree que hubiera cambiado el escenario mundial de haber triunfado la República?</b> <br />
-Es difícil decirlo. Le dediqué un capitulo a la guerra española porque quería mostrar cómo fue la batalla en su conjunto. Quería mostrar las luchas internas contra el fascismo en nuestro países. En Inglaterra lo ilustro con la batalla de Cable Street, en 1936. Pero hay mucha gente que opina que si aquí hubieran derrotado a Franco, Hitler hubiera dudado a la hora de invadir Austria, Checoslovaquia y Polonia. <br />
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<b>-El Guernica de Picasso, que está aquí a unas cuadras, quizá muestre esa “preocupación”</b> <br />
-Es un punto interesante. Esa pintura, el Guernica, fue una respuesta del horror frente al bombardeo a una población civil. Pero 5 años después, todos estábamos bombardeando poblaciones civiles. Los británicos, los alemanes, y en 1945 los Estados Unidos bombardearon a la población civil japonesa. En un período de diez años, algo que se consideraba horriblemente inhumano, se convirtió en algo normal. <br />
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<b>-Bueno, las nuevas generaciones tratan de explicarse cómo llegaron al nazismo, el Sonderweg, esa palabra alemana bucea en las raíces tratando de entender, y su libro arriesga explicaciones...</b><br />
-La literatura siempre trata de dar explicaciones. Pensemos en Ana Karenina de Tolstoi. En mi libro, el primer capitulo explica cómo llega Hitler al poder. Es un buen punto porque mucha gente se pregunta cómo los alemanes, un pueblo culto, permitieron que este monstruo llegara a controlar el país. Por eso me esfuerzo en mostrar de manera paulatina cómo ocurrió. Lo hago a través de la lucha que tienen mis personajes para poner freno al nazismo, lucha que finalmente pierden. Busco momentos dramáticos, en los cuales las cosas podrían haber ido por otro camino. El día en el Reichstag (parlamento alemán) en el que Hitler se alza con el poder, mientras la gente buscaba ponerle freno. Es un momento decisivo, porque sentimos que las cosas podrían haber tomado otro rumbo. Siempre busco esos puntos de inflexión, esas batallas. <br />
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<b>-Detrás de esa escena, y luego en buena parte del libro, hay mensajes: si la resistencia interna a Hitler hubiese sido más fuerte, pues entonces el nazismo no hubiera sido lo que fue...</b> <br />
-De hecho creo que siempre debemos estar vigilantes y al acecho de cualquier pérdida de las libertades. Porque esto siempre empieza poco a poco. En este caso con una pequeña ley que es fundamental para la seguridad nacional. Pero en mis libros no doy lecciones. Muestro lo que ocurrió, y los lectores sacan sus conclusiones. Los lectores en general son personas inteligentes. <br />
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<b>-Aunque no le guste la palabra lecciones, quizá pueda coincidir en el hecho de que la política es el único camino para cambiar las cosas, el mundo...</b> -En mi vida yo he encontrado dos maneras de ayudar a mejorar el mundo. A través de la política es la primera, y la otra es a través de las organizaciones de beneficencia. Mi mujer y yo trabajamos con varias de esas organizaciones. Obviamente, la forma de producir grandes cambios es la política. <br />
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<b>-Supongo que no por casualidad Lloyd Williams, el héroe de esta historia, es galés de nacimiento, del mismo pueblo que usted...</b> -Yo empatizo con este personaje. El es más guapo. Y además es un boxeador. <b>-Claro, usted es músico...</b> -Sí (ríe) En otra vida yo hubiera podido ser un joven como Lloyd. Comparto con él la mayoría de sus opiniones y valores. Algunos de sus hábitos. Pero no soy un héroe, escribo sobre héroes. <br />
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<b>-¿Se pregunta como hubiera sido su vida de no haber sido un exitosísimo autor de best sellers?</b> -Lo hago. Pero es una pregunta difícil. Porque esto se me da bien, y si no me dedicara a esto, seguramente estaría haciendo algo que no se me da tan bien. Podría seguir siendo periodista, no era malo, pero no era el mejor del mundo. Sería menos feliz, me satisface mucho hacer lo que hago. <br />
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<b>-¿No añora de una vida más anónima?</b> <br />
-(piensa y ríe) Admito que nada. <br />
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<b>-</b><b>Además Williams participa de la creación del Partido Laborista. Su mujer, Barbara que estuvo en el gobierno de Blair, ¿de qué manera contribuyó con el relato?</b> <br />
-Nos conocimos de hecho en un encuentro del Partido Laborista. Es un comienzo muy romántico para una relación (risas) Pero la política nos unió, y juntos empezamos a trabajar en campañas, y nos enamoramos. Estamos de acuerdo en casi todo lo referido a la política, en otro ámbitos no. Su participación en la política si que fue importante para mí al escribir la trilogía. Durante muchos años, el rumbo del Reino Unido era definido por mis amigos. La gente con la que yo salía de vacaciones, la gente con la que iba a cenar. Todos integraban el gobierno. Me familiaricé muchísimo con la forma en la que hablan y toman decisiones. Y con Bárbara hablábamos de qué hacer con tal o cuál situación política y veía las maneras en las que tomaban decisiones. <br />
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<b>-Supongo que allí reforzó su idea de ser escritor...</b> <br />
-Absolutamente (risas). <br />
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<b>-El libro combina datos históricos con situaciones inventadas. ¿Cómo hace para balancear estas dos corrientes de información y a la vez mantener en acción a estas cinco familias que transitan la obra? ¿Hace alguna clase de cuadro sinóptico, de árbol genealógico?</b> <br />
-Sí que hago un plan. Pasó mucho tiempo planificándolo, y en el caso de El Invierno del Mundo me llevó 8 meses hacerlo. Me sirve para documentarme e integrar la trama de estos individuos dentro de la historia principal. Pero tengo como norma no violar la historia. <br />
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<b>-¿No teme que frente a tantos hechos y lugares la necesidad de remitirse a estas cinco familias vuelva los vínculos forzados, a veces insólitos?</b> <br />
-Es necesario producir coincidencias. Y esto yo lo llevo hasta el extremo posible. Trato de no exagerar ni abusar de ellas. Pero es un equilibrio difícil de alcanzar. <br />
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<b>-Aquí, el mundo del best seller se cruza con el real, el del entretenimiento, el libro para todos que vende millones, con las tragedias que se tocan, se recuerdan, y siguen sin cicatrizar. ¿Cómo cree que debe leerse este libro?</b> <br />
-Debe ser entretenido. El lector debe quedar atrapado, no poder parar de leer. Si van leyendo en un largo viaje de avión, quiero que les de pena haber llegado. Porque si esto ocurre, ya están en manos del libro. Porque si no ocurre, tomarán el periódico, prenderán la tele o se irán al bar a tomar un par de copas. Pero ya no uso la palabra entretenimiento. Va más allá. El lector se ve absorbido por el mundo de la novela, que es más interesante y emocionante que el mundo real. <br />
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<b>-¿Sigue cómodo con el título de autor de bestseller o le gustaría ser considerado como un autor más literariamente más elevado?</b> <br />
-Yo estoy feliz donde estoy. <br />
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<b>-¿Pensó en algún momento que escribiendo este libro tendría que hablar más de política que de sus construcciones narrativas?</b> <br />
-Me gusta la idea de que leer el libro haga a la gente pensar sobre política. Me gustaría que tenga ese efecto en los lectores. Pero sólo quiero darles una visión. <br />
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Gentileza Revista Ñ <br />
Estanislaohttp://www.blogger.com/profile/01672699099038447789noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-33297068.post-48693300304696033752012-11-14T00:30:00.000-03:002012-11-14T00:30:02.641-03:00Aspectos de la vida de Enzatti / Marcelo Cohen<br />
<strong>Aspectos de la vida de Enzatti</strong><br />
Marcelo Cohen<br />
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<strong>42 años</strong><br />
Bajo un espeso cielo sin luna hay un edificio, en el edificio varias ventanas abiertas, aunque ninguna iluminada, y cerca de una de esas ventanas un hombre pensando que ocupa el centro de la noche. Tiene los ojos abiertos, pero la mente en duermevela, y a su alrededor la oscuridad incompleta se agita a veces enviándole reflejos rosados o blancuzcos, atisbos de objetos que el hombre no intenta reconocer. Se llama David Enzatti. Está acostado; no se mueve porque, si en cierto modo está pensando, piensa que el sistema de la noche, sus equívocas armonías, dependen de que él se mantenga en el centro. Enzatti se considera tranquilo; piensa o siente que él articula la noche. Sudando un poco, lamido esquivamente por la respiración de su mujer, deja que los ojos se le cierren. Una oscuridad más absorbente le exige que no se abandone, y al mismo tiempo lo cerca y lo acuna.<br />
De repente oye un grito.<br />
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Es violento, es largo, tiene algo de lata y aislamiento, no es un grito vertical sino sesgado o parabólico. Oteando la oscuridad, Enzatti se esfuerza por discernir si ha soñado en sus sueños o en algún lugar del mundo, y mientras se arranca las gases de la duermevela el grito vuelve a oírse y otra vez se le escapa: lo único que le queda es la angustia del eco en la cabeza. Y el eco dice que el grito, por mucho que se haya repetido, no es de desesperación, tampoco de pena, no es un grito de dolor ni de cólera ni de rabia. No es un insulto, no es un gemido. No se hunde claramente en el silencio como el chillido de un lirón, no le da peso al silencio, ni forma: lo fractura.<br />
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Es un grito, y cuando vuelve a hacerse oír Enzatti tampoco lo escucha (sólo puede sumarlo al recuerdo porque está pensando), deliberado y urgente. El grito de alguien que quiere que lo oigan gritar.<br />
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Y ahora Enzatti, inmóvil todavía en el centro de la noche, lo tiene en la cabeza y no puede ignorarlo.<br />
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Por mucho cuidado que ponga en no despertar a Celina, que sigue durmiendo, al sentarse en la cama Enzatti altera el sistema de la noche. La oscuridad seccionada se ha puesto a girar en raros sentidos, y de la confusión nacen fuerzas mañosas, arbitrarias, que lo atrapan. Enzatti y la estela del grito están unidos a través de la noche como dos puntas de una grieta que corre entre escombros. Pero la unión no es inerte, sino magnética o viva, u ocurre más bien que Enzatti no soporta que el que ha gritado siga gritando. <br />
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La placidez se resquebraja. Enzatti se levanta, se asoma a la ventana: una azotea con macetas, líneas de alquitrán en un techo, un gato se escabulle, antenas y tanques en una atmósfera de nitrato de plata.<br />
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Se aparta de la ventana, domina el corazón, agarra de la silla el pantalón y la camisa, se calza los mocasines y esquivando muebles apiñados, pisando cajas y juguetes, encuentra en el pasillito un reducto donde vestirse. Después cierra la puerta del dormitorio: Celina sigue durmiendo. Mientras se apoya en la jamba de la otra puerta para pispear en el cuarto de los chicos, los ronquidos esporádicos, menudos, le llegan flotando en la penumbra como partes de ese orden que el somnífero que tomó no pudo terminar de construir. Hay ahora para Enzatti un ensueño de olores infantiles, quizá un desvanecimiento, y antes o después del nuevo grito la impresión de que un desequilibrio está por desintegrarlo; después, seguramente, porque esta vez el grito le llega no sólo como un llamado sino como una consecuencia.<br />
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¿Consecuencia de qué? Con el recuerdo del grito, que sigue conmoviendo el aire, Enzatti se llena de rajaduras: como el esmalte rajado de una cerámica entera. Pero no, no es eso.<br />
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A los tumbos va a la cocina, esquiva más objetos, tantea el hacinamiento en busca de una servilleta y se seca el sudor. Se está preguntando por qué no entró en el baño, cuando vuelve a oír el grito, más enérgico o más impaciente, también más amortiguado porque no hay allí ninguna ventana abierta, y entonces, en el resplandor que se filtra desde el patio interno, entre la raya blanca que es el brillo de la cafetera y los destellos de los mosaicos, le parece ver la cuerda arqueada del eco del grito, y en su propio cráneo, como en un teatro fugaz, la recua de armónicos que lo acompañan.<br />
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Todo sonido tiene sus armónicos, sonidos secundarios que lo rodean y lo conforman; una grey discreta, opciones ocultas y quizás postergadas. Un sonido es él y el racimo de sonidos simultáneos que arrastra o desencadena. Eso dice la física. Y además de los armónicos, si uno pellizca una cuerda (piensa Enzatti) la nota que se oye es seguramente impura, porque la cuerda vibra, o vibra el aire, y la vibración se propaga y afecta otros puntos del aire antes de extinguirse; y el aire está lleno de impurezas.<br />
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En el teatro del cráneo de Enzatti el grito que lo arrancó de la cama, el grito que en la calle o el mismo cráneo vuelve a sonar y convoca, está levantando un revuelo de sonidos antiguos. El grito surca el cráneo y los armónicos se expanden, se arremolinan, chocando con cosas dormidas que, obnubiladas, se alzan a la vigilia tintineando. Después los sonidos se derraman, a los saltos se cuelan en la noche de la cocina para reventar lo que queda de orden, pueblan las capas giratorias de la oscuridad y Enzatti, con la camisa pegoteada y la servilleta en la mano, entra en el tráfago o se deja arrastrar. Otra vez, a todo esto, le parece haber oído ese grito pelado. Descuelga las llaves y sale.<br />
<strong>31 años</strong><br />
Al salir del hospital sintió que la primavera le sacudía el cuerpo con una tropa de aromas para obligarlo a levantar la cabeza y mirar su despliegue. Era deslumbrante, sí, y arbitrario: jacarandaes cuajados de azul claro balanceaban las ramas en una ingravidez general, relucían los parabrisas de los coches, el polen y los vestidos y la brisa que deshacía peinados unían sus vigores, una tibia alianza sinergética ponía la realidad a levitar, no, a rotar sobre un eje variable, de modo que cada vuelta era un poco distinta a la anterior y nada, nada podía preverse, ni la hora del próximo café ni el rumbo del pensamiento. Como eso era justamente lo que Enzatti quería, perder el hilo, se dejó cercar por el aire. Así envuelto, más frío por dentro que indiferente, se alejó del hospital muy despacio convencido de que, como el rastro plateado de una babosa, dejaba un trazo de visiones desunidas: el frasco invertido del plasma, apósitos en la mesa auxiliar, el pedal de la camilla, relleno asomando por un tajo del tapizado de la camilla, las venas hinchadas en la nariz del padre, el ceño furiosamente arrugado, alguien con una hipodérmica. Era improbable que el padre de Enzatti recobrara la conciencia; lo habían operado después de la caída y, aunque una parte del cerebro estaba estropeada, los médicos se habían obstinado en salvarlo y ahora respiraba, con los párpados entornados, no siempre constante, más allá de la espera y el dolor. Entonces Enzatti dejaba atrás el hospital cargado de una rencorosa levedad. No por la primavera, no por algo cíclico. Madre muerta varios años atrás, ahora padre en el limbo, en la nada: Enzatti caminaba suelto, como supurado por el mundo, sin origen ni explicación. Nada de haber perdido un vínculo real: no había habido presagios, despedidas, no había habido recapitulaciones. Apenas una caída de viejo, un golpe. Y Enzatti en el mundo como una presencia inmotivada. No hijo de padre y madre, sino una emanación de la vida, una exudación, algo que, más que morir, al final terminaría evaporándose. Eso pensaba, sin espanto. Por el momento. Eran las once menos diez, y a las doce tenía que ver al fabricante de juguetes Malamud. Cruzó la calle. Se detuvo en la otra acera. "Ese bar", dijo entre dientes. Y entró. En el espacio alargado, la gente no tenía más remedio que aglomerarse entre el mostrador y un tabique con espejos: agotados parientes de prostáticos, padres flamantes, enfermeras y proctólogos hermanados, entre el olor a mostaza y el humo de la máquina de café, por la eternidad de un intervalo. Al final del mostrador, ante el escurreplatos de aluminio, había un taburete vacío. Acomodándose, Enzatti pidió vino. Vino blanco frío, y se lo sirvieron no en vaso sino en copa. Un hombre que parecía huraño, o arrogante, lo desmintió dirigiéndole una sonrisa. Había bajado el diario y dado un paso hacia él, y lo miraba como si supiera que Enzatti había perdido los lazos con su origen. En ese momento de intimidad enervante Enzatti bajó la vista, aunque en seguida volvió a levantarla. Súbitamente el hombre dijo que lo disculpase, pero que lo estaba observando porque, si bien no era tanto más viejo que él, al verlo le había parecido verse a sí mismo en otro tiempo. Se rieron los dos. Enzatti lo convidó a una copa de vino. Entonces el hombre dijo que no bebía alcohol, y después del silencio hizo la pregunta: "¿Sabe por qué no bebo?" "No", dijo Enzatti. "Entonces, mire", dijo el hombre, "se lo voy a contar. Se lo cuento: una vez, hace años, yo tenía que ir al hospital a ver a mi hermano, que había chocado con la moto. A mí me hervía la cabeza por adentro, de la rabia, porque le había advertido que alguna vez se iba a hacer puré, pero no quería desaprovechar la visita en reproches. Sabía que mi hermano estaba grave, así que lo que más me importaba era conversar, por más que él fuera a curarse aprovechar ese momento decisivo para explicarle que yo le tenía un gran cariño y, dentro de lo posible, aclararle cuestiones importantes de nuestra relación, y también hacerle ciertas preguntas. Para que entienda lo fundamental que era para mí esa conversación, y en el fondo para los dos, le explico que mi hermano y yo estábamos muy unidos pero nunca, nunca habíamos dialogado. Por eso yo no quería desperdiciar la visita en reproches, sobre todo con un hombre que tenía el cuerpo hecho bosta. Así que, como yo era muy temperamental, para calmarme entré a un bar a tomar un vaso de vino. Tomé dos vasos de vino, bien pancho, digamos, debo de haber tardado unos tres cuartos de hora en meditar y tomar el vino. Y cuando llegué al hospital, me dijeron que hacía siete minutos que mi hermano se había muerto. Exactamente siete minutos", insistió el hombre. Enzatti se dio cuenta de que no iba a poder mirarlo con franqueza. Este tipo es un boludo, pensó. ¿Qué viene a contarme ?, y ni siquiera por piedad o educación logró sonreír. Lo que hizo, entonces, fue sorber un poquito de vino, tenerlo un rato bajo la lengua antes de tragar, y mientras tragaba levantar la copa. Era una copa bombeada, el frío del vino la había empañado, y entre las gotas que se escurrían hasta la base, se dio cuenta Enzatti, sobre el vidrio convexo se acumulaban sin disputas las partes de ese mundo suspendido, el bar y zonas de la calle. En la copa había enormes dedos de enfermeras culminando brazos menguantes y al final diminutos, una pequeña caja registradora, un remoto ventanal, distintas cabezas que en su diversidad minúscula parecían inmóviles, y las campanas de vidrio con sándwiches y el ventilador del techo arriba en retirada, y el suelo abajo en retirada, y la frente de Enzatti en retirada, dejando el primer plano a la montruosa chatura de la nariz, tan alejada de los ojos, todo definido y dispuesto en un fresco nimbo verdeamarillo: la realidad acabada. Del otro lado de la copa, no excluido pero aceptado a gatas, aleatorio, el hombre del hermano muerto parecía exigir un comentario a su historia. "A mí ", dijo Enzatti, "no me espera nadie. Yo ya fui al hospital, vengo de ahí. Yo puedo tomar todo el vino que quiera." Pero no bajó la copa como quien ha dicho algo concluyente. En la copa se ordenaban partes del mundo que la primavera había puesto a girar.<br />
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<strong>42 años</strong><br />
En la luz enchapada del ascensor Enzatti evita mirarse en el espejo. Es cuando levanta la mano para alisarse el pelo que el grito estalla de nuevo como una campanada (aunque timbre de voz), embistiendo, reclamando, pero débil en fin, sometido por el sunsún del ascensor. En la cabeza de Enzatti, de todos modos, sonidos adocenados reaccionan caóticamente. El corazón se le contrae como si quisiera defenderse, y con ese malestar Enzatti se apura a ganar la calle. A lo major esta última vez fue el recuerdo del grito lo que oyó. A lo major, verdaderamente, no lo oyó nunca.<br />
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Afuera, como todas las noches, la luz pública alcanza para ver muy poco. La desquiciada geometría del barrio reverbera apenas en el sueño, rechazando el peso de la humedad con la monotonía de sus balcones seriados, sus pastos solitarios, con la fingida solidez de una clase media declinante. En la esquina, junto al charco de luz de un farol, un bache muy largo parece una boca pasmada en el asfalto. Enzatti enfila hacia la esquina del supermercado. Cuando llega se sienta en el escalón de la entrada, mira la noche, el lejano semáforo de la avenida, cierra los ojos y cree que dormita, pero al rato pasa un cache, ya ha pasado, y él se levanta.<br />
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En la ochava de enfrente leves grumos de niebla se pegan a la base de una garita de vigilancia. Es un tubo alto de base hexagonal y estaría vacía, porque hace tiempo que los vecinos no contratan guardias, si no fuese por las palomas que alguien deja encerradas y nadie ayuda a escapar. Los paneles de cristal blindado relucen de mugre. Enzatti cree distinguir aleteos, pero no los oye.<br />
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Como no tiene pañuelo se seca el cuello con la mano. Cruza la calle.<br />
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Treinta metros más adelante por la misma calle empiezan los descampados donde ya nadie quiere construir o las obras, por deserción de la clientela, quedan siempre inconclusas. Viguetas, cortafuegos y puntales desnudos afloran en la maleza como vestigios de un porvenir atrofiado, y entre los sillares mohosos acampan a veces los cirujas. Al lado de la tintorería hay un baldío que los chicos del barrio mantienen limpio a fuerza de jugar a la pelota. Huele a tierra mojada de vino, ahí, y extrañamente a madreselva, y Enzatti se sienta en el tronco de un jacarandá derribado.<br />
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Hace un buen rato que el grito no se oye. Parece que no fuera a oírse más.<br />
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Y sin embargo todo el silencio está colonizado por el eco del grito, como si las resonancias partieran del cráneo de Enzatti y nada de lo que Enzatti perciba, la huida de un ratón, un fósforo encendiéndose detrás de una persiana, pudiera librarse de la revolución que los armónicos del grito han desatado. De modo que Enzatti espera. Conoce momentos parecidos a éste, tanto al menos como algunos de los sonidos que le enturbian el pensamiento: son, todos juntos, el rumor de las preguntas que no pueden contestarse, un barullo que surge cuando algo cae súbitamente sobre las explicaciones y las anula. También es, ahora que se fija, la obstinada música del vacío.<br />
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Lo que Enzatti no sabe es dónde está el grito que la desencadenó, y empieza a darse cuenta de que esta ignorancia lo asusta. Manteniéndolo en vilo, el grito lo subyuga, y en la increíble persistencia de los armónicos se van levantando no sólo preguntas sino también recuerdos. El grito duele. El grito ha venido a expulsarlo del centro de la noche. A propósito, claro. Con alguna intención. Basta ver que acá está Enzatti, aplastándose mosquitos contra la mandíbula, solo con la lentitud del sudor en un baldío tenebroso. El grito era y sigue siendo un llamado, tal vez una señal. Puede que un desquite del propio cráneo. Es un grito que, además de levantar bullicio, exhuma, quiere cobrarse algo, subleva.<br />
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Así que de pronto Enzatti se indigna. Si se sintiera más ágil o despierto, si por otra parte ese malestar no le doliese en los músculos, se levantaría de un salto y fumándose un cigarrillo volvería en seguida a su casa, a su correspondiente mitad de cama. Pero no sólo las vibraciones del grito lo tienen clavado al tronco del jacarandá, sino también la necesidad de que el grito se repita y él pueda darle sentido, interrogarlo al menos. Le preguntaría, si el grito se dejara individualizar, por qué lo ha expulsado del lugar donde estaba hace menos de un cuarto de hora. Y mientras se le ocurre esto aumenta la rabia, porque Enzatti, sentado en el baldío oscuro, en el silencio cargado de olor a basura, a óxido y a cicuta, se da cuenta de que el grito lo tiene maniatado.<br />
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Una luz se enciende y en seguida se apaga en el segundo o tercer piso del edificio que hay enfrente del baldío. Es un edificio alto, el único de la manzana, deshabitado en gran parte, flanqueado de talleres y depósitos. Lo rodea el cielo opaco, amplias nubes de felpa. Enzatti espera. Se dice, se atreve a decirse, que esto que le está pasando es demencial, en cierto modo vergonzoso: adjudicarle a un grito alma e intenciones, convertirlo en señal, esa historia de los armónicos, flor de ridiculez.<br />
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Titila una luciérnaga. Enzatti fuma, y la quietud de la noche recibe las exhalaciones. No tarda en aplastar el cigarrillo contra un cascote.<br />
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Pero nada garantiza que lo ridículo sea falso, ni siquiera inverosímil. Justamente porque no se puede explicar, lo ridículo es inobjetable. Ahí está él esperando que alguien vuelva a gritar. Lo ridículo está siempre acechando en las impecables interpretaciones que cada cual hace de su actividad, sus planes, su trayectoria, y también en las versiones que da del funcionamiento del mundo. Lo ridículo es amoral, pero no taimado como las explicaciones. Y la verdad es que Enzatti tiene la cabeza atestada de sonidos, que le cuesta tragar saliva, que está sentado entre escombros, en una madrugada sin luna, nervioso y triste como si hubiera visto una navaja abriendo la pulpa de la noche y descubierto, cuando esperaba ver gotas, que la supuesta pulpa era sólo una tela y más allá del tajo no se veía nada, cuando mucho una pared vacía, como si la noche fuera un cuadro. La verdad es que, en ese cuadro, Enzatti oyó un grito, poco importa si en sueños o no, y que el grito no ha dejado de hacer un trabajo, despertar sonidos que son momentos, exhumar recuerdos, y por eso está obligado, sometido a esperar que suene de nuevo. Si el grito volviera a hacerse oír, piensa Enzatti, le arrancaría del cráneo un sonido terminante: una reminiscencia. Ese grito de mierda, ese alarido que lo expulsó del centro de la noche. Y qué importaba que la noche fuera un cuadro, si también era plácida.<br />
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Exhumar, la palabra exhumar, tiene una brutal fuerza alegórica. De golpe Enzatti se imagina el grito con una pala en la mano, la pala de remover tierra pedregosa. Lo ve entre las sombras del baldío, o se lo figura, entre ladrillos y abrojos. Y entonces, mientras en su cabeza arrecia el clamor, mientras el eco del grito, lerdo, súbitamente renovado, pone a temblar la corroída consistencia del barrio, Enzatti termina de despertarse y reconoce, sin gestos ni escalofríos finalmente reconoce, que el grito es un llamado del olvido, la señal que todo lo negado lanza con partes de su materia antes de enmudecer y pudrirse. Un día, comprende Enzatti, en vez de sonidos habrá hedores. Por eso el grito maltrata, por eso llama y quiere persistir.<br />
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Enzatti se rasca las rodillas. Se las rasca demasiado, hasta que las uñas quedan sucias de pelusa de los pantalones. No está seguro de merecer este maltrato pero, como tampoco puede impugnarlo, como sabe que el maltrato ocurre simplemente, que lo olvidado quiso volver y el grito no pudo contenerse, procura decidir que el grito no es sólo una advertencia. Y puede que no se esté engañando: junto con huellas de lo que cualquiera llamaría infame, con lo repulsivo y lo simplemente inquietante, con lo amorfo y lo malformado y lo débil, el grito exhuma otras marcas, los armónicos del grito levantan del erial del cráneo ciertos momentos, incalificables, inmorales, no malos, mejor dicho, amorales: momentos desprendidos del tiempo, apuntes de una disolución saludable. Aunque ninguna palabra contenga ese sentimiento, o él esté demasiado nervioso para encontrarla, Enzatti sabe de qué se habla a sí mismo, y el grito le sigue vibrando entre las sienes.<br />
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Sin embargo ahora advierte que no está tan nervioso.<br />
<strong>29 años</strong><br />
Era invierno, una noche del período más recóndito del invierno, y probablemente una fiesta religiosa o patria pegada a un fin de semana, porque la ciudad adonde Enzatti iba a visitar a Anabel estaba medio vacía, despejada de urgencias más bien; y como esa tarde había llovido mucho, bajo el aire renovado los edificios, las fuentes tenían un espesor cercano, una inmediatez casi ofensiva, como si esperasen que los azorados transeúntes les pidieran permiso para pasar. Y justamente eso fue lo que Enzatti le dijo a Anabel, no tanto novia suya como amante continua: "Tendríamos que pedir permiso", le dijo. "¿A quién?", dijo ella (y no ¿Para qué?). "Al aire o a los edificios, para pasar. Es como si sobráramos." Anabel, que caminaba aspirando ampulosamente el aire helado, contestó que no, al contrario: a ella le parecía que esa noche todo la albergaba fácilmente, casi como si no estuviera en la calle ni en ningún lugar, como si no tuviera espesor ni consistencia. De pronto, entonces, al oírla, Enzatti giró la cabeza; y aunque desde hacía varios minutos llevaba a Anabel del hombro, aunque había estado sintiendo el hombro laxo de Anabel a través de la ropa de invierno y con el hombro la contundencia del cuerpo entero, el torso al menos, en ese momento no la vio. Lo único que vio, curvo en la luz de mercurio, horizontal en la transparencia de la noche, fue su propio brazo solo; y si no lo dejó caer fue porque, aunque no lo viera con los ojos, en la mano seguía sintiendo el hombro de Anabel. Cada vez menos, no obstante, o con más dudas. Y no era sólo por el frío, que insensibilizaba el tacto. Tampoco porque se acordara de que un año y medio atrás, la noche que había conocido a Anabel, cenando con el jefe de zona de la empresa que los empleaba a los dos, la había considerado un poco lenta de reacciones, un poco vulgar y un poco reiterativa, tres objeciones que olvidaría antes aún de empezar a quererla, y por lo tanto mucho antes de empezar a tener miedo de perderla cada vez que, terminados los fines de semana, alguno de los dos tenía que volver a su ciudad. Y tampoco por una trampa del asombro, como si Enzatti sólo pudiera esperar que Anabel concordara con él o disintiera ferozmente, y no que de vez en cuando inventara una opción, como quien mira a los costados y alza el vuelo. No. Era, y en ese momento Anabel volvió a materializarse junto a Enzatti, que la vigilaba de soslayo, por la certeza de que cuando llevaba a Anabel del hombro, distraídamente, sabía menos que nunca de qué estaba hecha esa mujer, en qué consistía ser Anabel, qué tipo de labores físicas y mentales demandaba, cuántas operaciones de atención, composición, coordinación, dominio, y relevo. El frío le mordisqueó los dedos, que se hundieron en la franela del gabán de Anabel y reconocieron penosamente el hombro. Enzatti quiso sentir, pero no podía por culpa de la ropa, el cosquilleo del pelo de ella en el hueco del codo. ¿Qué pasaba si, absurdamente, alguien que había tenido una idea de otra persona la perdía de repente? ¿Qué pasaba si la gordura o el acolchado del pensamiento, que se multiplicaba con una autonomía vertiginosa, lo alejaba del conocimiento del otro, de la otra? Muy plausiblemente la otra desaparecía para ese alguien. Estaba, claro, la posibilidad de conversar, algo que Enzatti y Anabel hacían casi siempre que no se estaban tocando; variar las preguntas hasta que alguna le diera a ella la chance de mostrarse de verdad y a él, por así decir, la de asimilarla; o viceversa. Pero aún entonces algo de sustancia, algo de sustancia iba a quedar relegado, porque ya sabía Enzatti lo precariamente que las personas se acoplaban a sus historias, qué inacabable era el proceso de remiendos y adiciones, tanto que todo el mundo se daba por vencido, aceptaba finalmente la inexactitud, y bien era posible que en esa pizca de sustancia faltante estuviera la quintaesencia de Anabel. El ser, incluido en el de ser un mechón de pelo color cerveza, la nariz curva y elegante como el asa de una tacita, la clavícula, los humores, los sismos del corazón y los sentimientos que el arte le adjudicaba al corazón, todo eso, en realidad, ¿dónde se afincaba? ¿En ciertas neuronas, en distritos cerebrales? Sin duda no en la materia, aunque existiera por alla, sino tal vez en la mente, algo tan impalpable. Los sentimientos: vida psíquica, espíritu. ¿Dónde estaba Anabel, la que indudablemente olía a mujer, lastimaba con uñas o insultos, la que apretaba o se ausentaba?<br />
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Enzatti estornudó. "Un ruido de nariz", dijo entonces alguien que no era la Anabel de diez minutes atrás, y lo dijo como si hubiera estado oyendo el pensamiento de Enzatti, "un ruido de nariz no alcanza para que un cuerpo esté presente. Un estornudo es apenas un síntoma, ¿no? Una cosa demasiado poco expresiva." Enzatti se sobresaltó; de haber esperado algo, habría esperado que Anabel dijera: Qué lejano te siento, o quizá simplemente ¡Changós!, como decían en su ciudad cuando alguien estornudaba. Casi en seguida le entraron ganas de llorar. Se dio cuenta de que en la vida le iba a ser muy difícil llevar del hombro a otra mujer como Anabel. Por eso, por nostalgia anticipada, dijo: "De acuerdo, pero te juro que a medida que pase el tiempo me vas a conocer major." Les quedaba una cuadra, porque iban al cine; y faltaban diez minutes para la sesión. En la calle deshabitada, en el aire lácteo y crujiente, Anabel suspiró sonriendo y, mientras él volvía a perderla de vista, acarició con una fuerza rigurosa la mano que la agarraba del hombro: la mano de Enzatti. Era una buena oportunidad para besarla, sobre todo en la boca, fría seguramente en las orillas, irreconocible en los adentros, y con los ojos entornados espiar cómo reaparecía o aseguraba que en ningún momento había dejado de ester. Pero Enzatti no la besó, no en la calle, porque le molestaba la bufanda y desde la mañana se había estado quejando de tener tortícolis. La besó más tarde en el cine, con los ojos cerrados, llenos del brillo ofuscador de la pantalla.<br />
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<strong>42 años</strong><br />
Sentado en el tronco del jacarandá, sintiendo la corteza en las nalgas, el pantalón viscoso y arrugado con la humedad de la noche, Enzatti especula. Supongamos que estuviera al lado de una laguna, que sin haberse dormido tuviera sin embargo los ojos cerrados; que persuadido por la levedad del aire, por que sería verano y la hora de siesta, dejara caer la mano, la hundiera en el agua; y que la balanceara, abierta, indiferente, nada más de sentir la resistencia, la frescura; y que sin motivo importante, por las puras ganas mover los músculos, de golpe decidiera cerrarla, o que la mano se cerrara por decisión propia, despacio; y que cuando el movimiento fuera a completarse no lo consiguiera, que la palma no pudiera encontrarse con las uñas; porque en la mano, cerrada pero no del todo, había aparecido algo; que de pronto, sin habérselo propuesto, la mano apretara, resbaladiza y palpitante, una trucha. Entonces, en un momento así, piensa Enzatti y le parece sentir la trucha en la mano, él sería la mano y la trucha y el estanque, el aire y la hora de la siesta, y el verano y el bronco del árbol en donde estuviera apoyado, y la hoja más alto de ese árbol y el sol reflejado en el dorso de la hoja, y los colores de todo.<br />
<br />
En los armónicos del grito que expulsó a Enzatti del centro de la noche también cabe la visión de un momento así. También un momento así sería inexplicable, rídiculo, y no por eso lúgubre como esta noche.<br />
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Esta idea parece detener por un instante el alud de recuerdos que amenaza caerle encima. No mitiga la angustia de Enzatti, pero la vuelve tolerable.<br />
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Lo que zumba en el cráneo de Enzatti y lo conmueve, y lo debilita, no es solamente lo olvidado que regresa. Es lo desconocido.<br />
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Enzatti se siente frágil y más frágil aún le parece la noche, de modo que responsablemente evita moverse. La inmovilidad se expande; engloba la intemperie, recubre los yuyos, los edificios, las baldosas rotas, los coches como saurios dormidos en la no lejana penumbra de un garaje, en una suerte de fijeza cristalina; y cuando todo parece alcanzar el clímax de la quietud, cuando todo en la noche parece inverosímilmente real, a su manera eterno, eso que reparte la quietud da un paso atrás, el nudo de la persistencia se desata y a los ojos de Enzatti las cosas empiezan a deshacerse. No es, claro, que se derrumben; pero se estremecen, como vuelven a vibrar ahora los armónicos del grito en el cráneo de Enzatti, y la humedad les resta solidez. Lanas de un malva oscuro borronean la mole del edificio de enfrente. Donde hasta hace un rato había un semáforo se ve un hinchado nimbo verde, luego un guiño dorado, después nada. ¿Será posible que el barrio se esté cubriendo de niebla, se pregunta Enzatti, o es lo olvidado que vuelve en mortaja de humo?<br />
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Del farol que en la esquina cuelga sobre el pavimento, en una encrucijada de cables invisibles, se derrama una agónica claridad de magnesia. Se balancea solo el farol, porque no hay viento, como para esquivar unos flecos de niebla negroide. Cualquier cosa que pueda oírse, grillo o ambulancia, Enzatti la tiene vedada, no sólo porque el eco del grito le sigue atareando la cabeza sino, sobre todo, porque está absorto en la espera. Ve cosas determinadas, sin embargo, y lo que ve ahora es, a unos treinta metros, donde el muro incrustado de vidrios que limita el baldío se interrumpe en la acera, un pliegue en las ondas malvas de la niebla. El pliegue se acorta y se ensancha, se redondea, se entumece e irrita como una herida mal cosida y, rezumando una rebaba blanquecina, revienta para crear una silueta roja.<br />
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Es una mujer. Lleva una especie de batón, o un arruinado vestido de noche de un bermellón sucio, algo gravoso para el color que hace, y en la cara una dureza atónita, como si acabara de atacarla alguien que a la primera resistencia se hubiera desvanecido. Colgado del hombro izquierdo, un bolso de lona le agobia el cuerpo; en la mano derecha lleva un palo.<br />
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No mucho más se ve de la mujer en la oscuridad del baldío, ahora que bordea el muro, corta la niebla y se interna en la cizaña. A Enzatti no lo ve o quiere ignorarlo, aunque más bien parece que no lo ve, y es comprensible, porque entre ese muro y el jacarandá caído media toda la extensión del baldío, que no es poca. La mujer tropieza con algo, se tambalea, el vestido se le engancha en un cardo, ella aparta las ramas con el palo. Casi borrada ahora por las matas y los vahos, se agacha junta a los restos de un pilar de mampostería. Después de estar un rato trabajando, metiendo cosas en el bolso, resopla o se queja, hasta que penosamente vuelve a incorporarse. Cuando la cara surge entre las matas, parafina mojada, los labios se estiran un poco, y al mismo tiempo los pómulos se hinchan como si la mujer fuese una medalla que quiere cobrar espesor.<br />
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Enzatti piensa que la mujer necesita soltar un sonido y no puede; lo nota en la mueca, en el fastidio con que blande el palo, como si estuviera furiosa o decepcionada. Y al mismo tiempo se da cuenta de que en ningún momento se ha preguntado, él, si la voz que lo sacó de la coma era de hombre o de mujer. No lo sabe, pero no se lo ha preguntado; y ahora quiere recuperar la memoria del grito y no puede.<br />
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Pegada al muro, bufando bajo el nuevo peso del bolso, la mujer vuelve hacia la acera. Súbitamente convencido de que fue ella quien gritó, Enzatti decide despegarse del jacarandá. Mientras se levanta, desesperado por alcanzar a la mujer, tiene una conciencia abundante del movimiento, de su propio progreso lento, como si estuviera hundido en gelatina. No dura mucho esta torpeza, aunque lo suficiente como para que la mujer le saque una buena ventaja; y con la distancia aumenta la ansiedad de Enzatti.<br />
<strong>36 años</strong><br />
Media tarde. En una calle de aceras anchas, de baldosas partidas por las raíces de árboles viejos, apoyado en un pasto solitario Enzatti esperaba un ómnibus bajo una llovizna pesada, rumorosa, opaca como limaduras de hierro. Venía de vender una partida de los vestidos de mujer que fabricaba, en otro barrio lo esperaba otro cliente, y quizá no estuviera pero se sentía muy apretado de tiempo. Le molestaba, además, que no se le ofreciera a la vista nada interesante, y además Enzatti no era de los que veían con facilidad. Pero entonces vio algo. En la misma acera donde estaba parado, al volver la cabeza, vio, bajo la luz verdegrís, una escalera de aluminio apoyada en la pared de un balcón clausurado por peligro de derrumbe. La información la daba un cartel colgado de un balaustre del balcón: Peligro de derrumbe, decía; pero esa elocuencia tajante no alcanzaba a atenuar la ridiculez de la escalera, la soledad, la aflicción que de pronto dejó a Enzatti casi sin resuello. El ómnibus no llegaba. La llovizna se iba acumulando, al parecer, en los peldaños de la escalera, y aglutinada se precipitaba en gotas gruesas cuyo destino Enzatti no alcanzaba a ver, porque el pretil del balcón se lo impedía. La eme de derrumbe estaba descascarada, y Enzatti, incontenible, se preguntó qué sentido tenía eso, el balcón en peligro, la escalera abandonada, y se lo preguntó porque no habría podido tolerar que la aflicción que sentía fuese gratuita. A pesar de todo había, como un campo magnético, una calma apabullante alrededor de la parada, y alrededor de él; aunque quizá fueran la escalera y el rumor metálico de la llovizna lo que exigía un sentido para el momento. En la vereda de enfrente, sobre la marquesina de una farmacia, un reloj digital marcaba las dieciséis y veintitrés. Enzatti se concentró, muscularmente inclusive, en los números formados de puntitos de color púrpura. Cuando el último dígito cambió de tres a cuatro, en un paroxismo de discreción, los músculos del cuello le dijeron a Enzatti que, si se giraba a mirar la escalera de aluminio del balcón abandonado, iba a tener una revelación. De modo que Enzatti se giró, y la tuvo. La revelación era que todo seguía desaforadamente igual, como si en el salto del tres al cuatro en el reloj digital se hubiese concentrado la indiferencia entera de la eternidad. Los vetustos árboles de la calle se agitaron un poco, quizá por el viento, y Enzatti olió mezclados hedores de fragua y de quinina. El cuerpo se le expandió, dispuesto a enfrentarse con el ómnibus que ya se acercaba. En lajactanciosa inmovilidad de la tarde, el ómnibus representaba por fin el consuelo de una dirección, el ómnibus era el sentido, algo que transportaba, aunque a lo mejor a otro punto del reposo o la tristeza. Pero Enzatti no lo recibió con alivio, no entró con toda la decisión necesaria en la lógica de los cambios e intercambios, pagarle al conductor, recibir el boleto o empujar un poco. Enzatti pensó que la escalera de aluminio le había ofrecido cierta intimidad con lo inalterable, lo porfiado, lo que no significaba nada. Dos días después, meditando todavía, se atrevió a escribir un poema humorístico:<br />
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Adiós, <br />
<br />
momento.<br />
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Me gustaste porque eras lento y, cuando ya<br />
<br />
[te alejabas,<br />
<br />
con sólo mover la cabeza pude verte un<br />
<br />
[poco más.<br />
<br />
Ahora que cavilo,<br />
<br />
me acuerdo de que eras rubio, escarpado, con una como leve pelusa exterior<br />
<br />
y un poderoso aire de lamelibranquio. Lo que no sé bien<br />
<br />
es qué llevabas adentro.<br />
<br />
"Me cuesta creer que sea tuyo", le dijo su amigo Bránegas cuando Enzatti le enseñó el poema. Se sabía que Bránegas no era indiferente a la lírica, por mucho que prefiriese las novelas, y que si la eludía era sobre todo por envidia. Enzatti sintió una tentación mayúscula: decirle que efectivamente el poema no era suyo sino un don otorgado por el momento aquél; que en cierto modo el poema se había escrito solo. Era lo que pensaba, además. Pero en vez de eso le agradeció a Bránegas el comentario, porque lo consideraba un elogio, y guardó el poema en una carpeta esperando volver a encontrarlo en el futuro, de tarde en tarde, como una anomalía persistente, irremediable.<br />
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<strong>42 años</strong><br />
Tropezando él también con ladrillos, con botellas, Enzatti sale a la acera detrás de la mujer. A unos treinta metros el vestido bermellón se hunde en la bruma como una amapola en los vapores de un cráter, leve, final, envuelto en burbujeos, decidido a llevarse el grito que Enzatti necesita interrogar porque guarda recuerdos suyos, revelaciones. Y Enzatti, pesado de somnoliencia, intenta apurar el paso como si tratar con esa mujer, ayudarla si cabe pero sobre todo preguntarle por qué gritó, pedirle que grite de nuevo, fuera el único deber decisivo que ha tenido en muchos años. Uno detrás del otro, distanciados, cruzan los dos la calle. El hecho de que la mujer haya empezado a usar el palo como bastón no la vuelve más lenta; al contrario. Enzatti llega al garaje de la otra acera cuando ella ya lo dejó muy atrás.<br />
<br />
Y en eso se vuelve a oír el grito. El grito que casi una hora atrás lo arrancó del centro de la noche.<br />
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Enzatti se para en seco ante la entrada del garaje.<br />
<br />
Como la botella de champán contra el casco del paquebote, el grito se hace añicos para que la masa de la noche resbale cansinamente hacia la realidad. Y aunque no deje de haber muchos ecos en el cráneo de Enzatti, los ahoga la inmediatez casi cínica que cobran las baldosas, las manchas de gasoil en el peldaño de de la entrada del garaje, el olor del gasoil, la bruma que empieza a disiparse entre los plátanos, y claro, el grito que ahora insiste. Un grito de hombre, imperioso y expectante. Viene del fondo del garaje.<br />
<br />
Ahora hay que vérselas con la reacción. El grito es de hombre; está al alcance de la mano, por así decir, en un punto de una oscuridad con forma y accidentes; es un llamado concreto; se repite como si hubiera detectado la presencia de Enzatti. El vestido bermellón de la mujer del bolso no se ha perdido de vista, porque la niebla sigue disipándose, pero está muy lejos y no puede importar más que un pañuelo encontrado en un zanjón. La noche se estanca; antes que un sistema, parece una clara papilla. Y mientras en el cráneo de Enzatti los armónicos revolotean, frenéticos, resollantes, cada uno acoplado a un recuerdo que quiere reivindicarse, a frágiles abalorios de tiempo, sobre el conjunto cae un estupor embarazoso que le es ajeno, cierto, que los sonidos combaten, pero que de todos modos los infecta de frustración.<br />
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Ese grito que ahora le llega a Enzatti y sólo a él tiene un sentido demasiado preciso. Tan imposible es dudar como apartar el grito de las jerarquías del mundo, acá un pedido, allá una advertencia, o seguir pensando que era un mensaje de lo profundo, lo cenagoso y caótico, lo descomunal.<br />
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Y sin embargo es raro que el grito no se repita periódicamente y que la agitación de los armónicos en la cabeza de Enzatti, su ajetreo subversivo, vaya del arrebato a la indolencia, funcione por arrebatos. El grito, y lo que el grito despierta, es imprevisible. Es un grito humano real, no imaginado, al fin y al cabo, y Enzatti comprende que por eso no puede introducir una claridad complete. Si lo ha llamado, si lo ha expulsado del centro de la noche, no es para instalarlo en la claridad sino para presentarle diversas formas del enigma. De modo que Enzatti presta atención; y el grito resuena dentro y fuera de su cráneo, a la vez como un pistoletazo de partida y como un gong de culminación, y dice: Soy la noche, soy lo indiferenciado, puedo servirme de todas las voces y para mí cualquier voz es lo mismo. La noche es la madre de los gritos.<br />
<br />
Un gato. Un gato marrón se frota contra la sudada pernera derecha del pantalón de Enzatti, bastante erizado, como si dijera "a ver si callamos ese grito". El evidente maullido no se oye. Y Enzatti entra en el garaje. El gato prefiere quedarse en la calle.<br />
<br />
Adentro el desorden lo confunde un poco. Choca con una moto sin ruedas que se tambalea en su caballete, roza con la cadera el guardabarros de algo que, ignora por qué, mentalmente llama sedán. En general hay camiones, es un garaje grande y atestado, hay autobuses, rampas oblicuas, mientras las pupilas de Enzatti se acostumbran a lo que no es oscuridad sino penumbra, que se cruzan con otras rampas, la sugerencia de niveles inacabables, chatarra y Piranesi. Fugazmente Enzatti se pregunta por el valor de los colores en la tiniebla, pero aunque intenta reconocer los verdes metalizados, los grandes lamparones de herrumbre en carrocerías viejas, el grito le impide detenerse. Tal vez Enzatti, en realidad, quiera volver a la crisis febril de su cráneo, incluso al dulzor de la angustia.<br />
<br />
No puede. El grito lo dirige. Se define, además: voz robusta de barítono, algo lijada no por el tabaco sino por el uso excesivo, atisbos de nerviosismo crónico controlado por la maroma de los años.<br />
<br />
Al fondo, por fin al fondo del garaje, hay un compartimiento que debe servir de oficina, con tres tabiques de vidrio y aglomerado contra una pared de ladrillos. A la izquierda, un destartalado camión Reo parece que va a derrumbarse sobre una fosa de engrase. Enzatti tiene enfrente un pasillo que, por la luminosidad que se divisa al fondo, debe llevar a un patio. Pero el suelo está abierto, como por un derrumbe, y para seguir adelante hay que pasar por un puente de unos cuatro metros hecho con tablones. Los tablones están muy descentrados, uno ha caído en el agujero. Escéptico, Enzatti apoya un pie en el más fiable, que se ladea; y está tratando de afirmarse cuando una voz, la misma de toda la noche pero serena ya, cercana y fatigada, le dice que no hace falta que cruce. Es acá, dice. Estoy acá abajo.<br />
<br />
La tarea de ayudar al hombre a salir es tan ardua como poco noble. Prueban con un tablón apoyado contra el borde del agujero, con una silla, un cajón y la mano de Enzatti, pero el hombre es gordo, probablemente está anquilosado, y encima es aprensivo. Al fin Enzatti encuentra una soga, siempre hay una soga, la ata al paragolpes de una furgoneta, arrastra y el hombre, agarrado a la otra punta, emerge, inexpresivo como un jabalí muerto en una trampa.<br />
<br />
<strong>23 años</strong><br />
Era una mañana de otoño, porque había hojas mojadas en las baldosas del pueblo, y había dejado de llover cuando Enzatti entró al banco con el paraguas cerrado en la mano. Mientras hacía cola para cobrar el cheque redujo el paraguas y lo estuvo apretando como si fuera una porra, asombrado de sí mismo, antes de meterlo en el maletín, entre el diario y los folletos del laboratorio y las muestras gratis de visitador médico, asombrado de que la mano necesitara apretar algo arrojadizo o contundente, algo que consumara una descarga. Y fue porque estaba enfrascado en el asombro que no vio cómo el tipo ése entraba, bufando, desorbitado, y llevándose por delante a una mujer con bolsas de mercado, a un pelirrojo de impermeable, se colaba en la fila a codazos. Además del mostrador y la ventanilla, entre el cajero y el tipo había una enfermera que acababa de recibir su dinero, contándolo, y dos clientes más entre el tipo y Enzatti, que ahora por fin se despertaba. El director de la sucursal hablaba por teléfono en un escritorio. El tipo raro empujó a la enfermera, desinteresado de los billetes que la chica había guardado en el bolso, y de una riñonera sacó un Strom 47, ese revólver extravagante y no la escopeta que tenía metida en el cinto, bajo el gabán azul mojado, y que Enzatti acabó por ver claramente cuando el tipo, con un giro experto, abarcó a todos los clientes con el caño brillante antes de darle varias órdenes al cajero. Con la escopeta, cada vez más intimidador, rompió el cristal de la ventanilla. Se hizo abrir la puertita, apiñó a los clientes del otro lado del mostrador, cortó los cables, puso al cajero y al director contra la pared para explicarles cómo quería recibir el dinero, pero sólo después de disparar a los pies del pelirrojo les gritó a los demás que se tiraran al suelo; era admirable la desenvoltura que tenía y pavoroso cómo le temblaba la mano que empuñaba el Strom. La escopeta la usaba para golpear, aunque si algo persuadía era la voz: neutra y temeraria, no rencorosa sino sólida y natural y múltiple como una granizada, y al mismo tiempo un poco triste. Enzatti iba a recordar esa voz, el medio tono nunca truculento, como un poder más que nada organizativo. Menos de tres minutos habían pasado y ese tipo estrábico y felino, con las comisuras blancas de saliva seca, había impuesto su cálculo a siete personas, optimizando la violencia, y sin ocultamientos ni exhibiciones estaba por recibir todo el dinero que hubiera en la sucursal. Pero como entonces llegó uno de los patrulleros del pueblo, y el policía que iba a entrar al banco vio el cristal de la puerta agrietado de golpe por un disparo, al rato había un cordón de cinco agentes en la vereda, sirenas ululando y un jeep del ejército. Entretanto se habían cruzado gritos. El tipo había avisado que los dos empleados y los cinco clientes eran rehenes. El director, convertido en mensajero, transportaba increíbles términos de negociación. El pelirrojo del impermeable, por neurasténico, se había ganado un par de bofetadas. Pasaron tres horas. Ni una mujer que en ese lapso se hubiera enamorado locamente de él, tanto como para perder varias nociones de realidad, habría creído que el tipo iba a poder escaparse. De haber existido alguien que lo esperara en un coche, seguramente se habría hecho humo. Y que él mismo olisqueaba la derrota se notó en las confesiones que decidió hacer, mientras todos comían unos tomates repartidos por la mujer de las bolsas de mercado. Enzatti sólo iba a recordar lo sustancial de esas confesiones: la experiencia del tipo en uno de los adversos ejércitos de liberación que habían controlado varias zonas del país durante varios años, y la exasperante búsqueda de trabajo después de que los dos ejércitos hubieran entregado las armas al gobierno democrático. Una búsqueda inútil para alguien que, de tanto hacer la guerra para instaurar la democracia, no había podido aprender ningún oficio. Fue cuando contaba una parte tenebrosa de esa historia, un tramo que Enzatti olvidaría quizá porque era menos llamativo, cuando el tipo pisó un pedazo de tomate que él mismo había tirado al suelo. Mientras caía soltó el Strom 47. El disparo que se escapó del revólver le arrancó al gabán azul un pedazo de hombrera. El tipo intentaba incorporarse para empuñar bien la escopeta, y el revólver giraba en las baldosas. De los siete rehenes Enzatti no era el que estaba más cerca, pero de todos modos estaba a menos de tres metros y aún tenía el maletín en la mano. Lo levantó, lo revoleó y se lo asestó al tipo en el hombro con una fuerza que, curiosamente, siempre pensaría que le había dado el desasosiego. Otro rehén pateó el revólver, y otro la escopeta que el tipo había soltado. Pero la pregunta que Enzatti iba a volver a hacerse no sería nunca cómo se había atrevido a dar ese golpe, sino por qué inmediatamente, cuando el tipo ya se había derrumbado y alguien lo estaba apuntando con el revólver, él, Enzatti, había vuelto a pegarle con el maletín, ahora en la cabeza, con la misma fuerza. En realidad, la parte del maletín que esta vez había dado en la cabeza del tipo había sido el canto, y sobre todo una de las rinconeras metálicas. Cuando se lo llevaban al tipo, menos de un par de minutos después, había tenido tiempo de ver el pegote de sangre y pelo sucio en la coronilla, quizá un poco más abajo. A Enzatti le costó tan poco descubrir por qué había dado el segundo golpe, que por mucho tiempo se tuvo miedo y repugnancia; menos fácil, sin embargo, era explicarle la razón a los demás. No sólo porque Enzatti no era elocuente, sino porque los demás querían la anécdota, no su interpretación. Y hasta de la anécdota se cansaron con el tiempo, por mucho que a Enzatti le costara sobrellevarla y quisiera discutirla cada vez que podía; porque la realidad estaba llena de hechos macabros. La realidad era una noticia macabra en sí misma, había miles de niños viviendo en cloacas, nuevas enfermedades, a todo el mundo le habían acercado alguna vez una navaja a las costillas, y hasta el mismo Enzatti tuvo que aceptar que una gran diversidad de horrores virtuales era más soportable que la pregunta por un solo horror repetida hasta el tedio.<br />
<br />
<strong>42 años</strong><br />
El hombre que Enzatti oyó gritar y ha ayudado a salir del agujero es musculoso, cincuentón, con el cuello un poco abultado por el bocio y una calva discreta. Resopla, no porque esté cansado, sino porque no encuentra razón o blanco para la amargura.<br />
<br />
Un rato después, mientras fuman en la penumbra sentados en cajones, Enzatti debe reconocer que el hombre es aburrido, tirando a dogmático, pero afable. Habla, el hombre, de que cuando se está en la situación en que él estuvo hasta hace un rato, siempre se sabe que a la mañana siguiente, a más tardar, la cosa va a solucionarse; pero que de todos modos cuesta mucho esperar. Comenta, y lo comenta como si se hubiera caído muchas veces en el agujero, como si lo practicara para acostumbrarse, que ahí abajo uno piensa en lo mucho que se preocuparía la familia si supiera lo que pasa.<br />
<br />
Primero uno grita, dice el hombre. Pero en seguida empieza a no saber si tiene o no que gritar. Porque es de noche, y la gente está durmiendo, y total a la mañana lo van a rescatar, eso se cae de maduro. Pero después uno se pone nervioso y vuelve a gritar. Lo que a él le impidió gritar demasiadas veces fue darse cuenta de que no se había roto nada físico.<br />
<br />
Y aclara que si no se rompió nada, ninguna costilla, es porque en otro tiempo fue luchador. Era especialista en lucha grecorromana. Es evidente que un luchador tiene que ser perito en caídas. Y además él no sólo hizo lucha grecorromana; durante unos años viajó con una troupe de cachascán, maquillándose de japonés y haciéndose pasar por campeón de sumo.<br />
<br />
Enzatti piensa que no es él el único que esa noche sintió el regreso de lo olvidado. Aunque probablemente el hombre nunca haya olvidado lo que le está contando.<br />
<br />
Según el hombre, lo más de la situación en que estuvo era que, en algunos momentos, no sabía si se quedaba callado por no despertar a los que estaban durmiendo, porque sabía que nadie iba a oírlo, o porque temía que nadie fuera a sacarlo aunque lo oyese. De a ratos, además, prefería estar callado porque el grito retumbaba entre los coches y volvía planeando hacia él, como si quisiese aplastarlo.<br />
<br />
De todos modos, le dice a Enzatti, se lo agradezco mucho.<br />
<br />
Fuman.<br />
<br />
No queda mucho que hacer. Además Enzatti quiere irse porque la voz del hombre, cada vez más vigorosa y formularia, se vuelve espesa en la oscuridad del garaje, se alía con el olor a gasoil, incluso con el olor del sudor del hombre, y aplaca los sonidos que, aunque castigados, mantienen la insurrección en su cráneo.<br />
<br />
Se despiden. El hombre, que es el sereno del garaje, da alguna explicación más mientras, en vez de acompañarlo hasta la entrada, se mete en la oficinita. Escapando de la solidez de esa voz, Enzatti busca rápidamente la calle. Algunos momentos tocados por el grito afloran todavía en el barrizal de lo negado. Sonidos díscolos chocan entre sí, confundidos.<br />
<br />
Lo importante, piensa Enzatti mientras apura el paso por la vereda, es que la claridad no los mate. Pero este razonamiento es artero: Enzatti sabe muy bien, ahora que el cansancio lo ataca en las rodillas, en los codos, que lo que le ha sucedido no es aclarable. De todos modos lo alivia que el silencio haya vuelto a inundarse de niebla, tanta que, empieza a prevenir, le va a dar bastante trabajo embocar la llave en la cerradura.<br />
<br />
Un rato después está en la pieza, desnudo, ocupando su mitad de la cama. Celina sigue durmiendo. Enzatti oye el rumor nada esquivo de la respiración de ella, la mira en la oscuridad violácea y deja de oír. Todo menos el recuerdo del grito, multiplicado y vibrante, como una síntesis artificiosa de todas las noches<br />
<br />
Fin<br />
<br /><br />
Estanislaohttp://www.blogger.com/profile/01672699099038447789noreply@blogger.com0Buenos Aires, Argentina-34.6037232 -58.3815931-34.7082817 -58.5395216 -34.499164699999994 -58.223664600000006tag:blogger.com,1999:blog-33297068.post-2653079573020278642012-11-09T00:30:00.000-03:002012-11-09T00:30:00.276-03:00Las mentiras verdaderas / Mario Vargas Llosa<br />
<strong><span style="color: #660000;">Las Mentiras Verdaderas</span></strong><br />
<strong><span style="color: #660000;">M. Vargas Llosa – Washington, marzo de 1980</span></strong><br />
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<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi5VHVML9dDHruo9EnhOCn6B3tk4927vZjmPjjlyK_0mZD4IPXI-l5NW5XRtYyM0I0rXuFTjdRrD7xWgf5UjFNpTaIZSLXbQTuQ44W4xmDeJp5zZC6axSoZwUrPXPx0wO2BI5jn/s1600/mario_vargas_llosa-UNAM.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; cssfloat: right; float: right; height: 153px; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em; width: 203px;"><img border="0" height="150" nea="true" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi5VHVML9dDHruo9EnhOCn6B3tk4927vZjmPjjlyK_0mZD4IPXI-l5NW5XRtYyM0I0rXuFTjdRrD7xWgf5UjFNpTaIZSLXbQTuQ44W4xmDeJp5zZC6axSoZwUrPXPx0wO2BI5jn/s200/mario_vargas_llosa-UNAM.jpg" width="200" /></a></div>
Aunque, en un sentido, se puede decir que La señorita de Tacna se ocupa de temas como la vejez, la familia, el orgullo, el destino individual, hay un asunto anterior y constante que envuelve a todos los demás y que ha resultado, creo, la columna vertebral de esta obra: cómo y por qué nacen las historias. No digo cómo y por qué se escriben – aunque Belisario sea un escritor-, pues la literatura solo es una provincia de ese vasto quehacer –inventar historias- presente en todas las culturas, incluidas aquellas que desconocen la escritura.<br />
<br />
Como para las sociedades, para el individuo es también una actividad primordial, una necesidad de la existencia, una manera de sobrellevar la vida. ¿Por qué necesita el hombre contar y contarse historias? Quizá porque, como la Mamaé, así lucha contra la muerte y los fracasos, adquiere cierta ilusión de permanencia y de desagravio. Es una manera de recuperar, dentro de un sistema que la memoria estructura con ayuda de la fantasía, ese pasado que cuando era experiencia vivida tenía el semblante del caos. El cuento, la ficción, gozan de aquello que la vida vivida – en su vertiginosa complejidad e imprevisibilidad- siempre carece: un orden, una coherencia, una perspectiva, un tiempo cerrado que permite determinar la jerarquía de las cosas y de los hechos, el valor de las personas, los efectos y las causas, los vínculos entre las acciones. Para conocer lo que somos, como individuos y como pueblos, no tenemos otro recurso que salir de nosotros mismos y, ayudados por la memoria y la imaginación, proyectarnos en esas “ficciones” que hacen de lo que somos algo paradójicamente semejante y distinto de nosotros. La ficción es el hombre “completo”, en su verdad y en su mentira confundidas.<br />
<br />
Las historias son rara vez fieles a aquello que aparentan historiar, por lo menos en un sentido cuantitativo: la palabra, dicha o escrita, es una realidad en si misma que trastoca aquello que supuestamente transmite, y la memoria es tramposa, selectiva, parcial. Sus vacíos, por lo general deliberados, los rellena la imaginación: no hay historias sin elementos añadidos. Estos no son jamás gratuitos, causales; se hallan gobernados por esa extraña fuerza que no es la lógica de la razón sino la de la oscura sinrazón.<br />
<br />
Inventar no es, a menudo, otra cosa que tomarse ciertos desquites contra la vida que nos cuesta vivir, perfeccionándola o envileciéndola de acuerdo a nuestros apetitos o a nuestro rencor; es rehacer la experiencia, rectificar la historia real en la dirección que nuestros deseos frustrados, nuestros sueños rotos, nuestra alegría o nuestra cólera reclaman. En este sentido, ese arte de mentir que es el del cuento es, también, asombrosamente, el de comunicar una recóndita verdad humana.<br />
<br />
En su indiscernible mezcla de cosas ciertas y fraguadas, de experiencias vividas e imaginarias, el cuento es una de las escasas formas –quizá la única- capaz de expresar esa unidad que es el hombre que vive y el que sueña, el de la realidad y el de los deseos.<br />
<br />
“El criterio de la verdad es haberla fabricado”, escribió Giambattista Vico, quien sostuvo, en una época de gran beatería científica, que el hombre sólo era capaz de conocer realmente aquello que él mismo producía. Es decir, no la Naturaleza sino la Historia (la otra, aquella con mayúscula). ¿Es cierto eso? No lo sé, pero su definición describe maravillosamente la verdad de las historias con minúscula, la verdad de la literatura. Esta verdad no reside en la semejanza o esclavitud de lo escrito o dicho –de lo inventado- a una realidad distinta, “objetiva”, superior, sino en sí misma en su condición de cosa creada a partir de las verdades y mentiras que constituyen la ambigua totalidad humana.<br />
<br />
Siempre me ha fascinado ese curioso proceso que es el nacimiento de una ficción. Llevo ya bastantes años escribiéndolas y nunca ha dejado de intrigarme y sorprenderme el imprevisible, escurridizo camino que sigue la mente para, escarbando en los recuerdos, apelando a los más secretos deseos, impulsos, pálpitos, “inventar” una historia. Cuando escribía esta pieza de teatro en la que estaba seguro de recrear (con abundantes traiciones) la aventura de un personaje familiar al que estuvo atada mi infancia, no sospechaba que, con ese pretexto, estaba, más bien, tratando de atrapar en una historia aquella –inasible, cambiante, pasajera, eterna- manera de que están hechas las historias.<br />
<br />
Fin
Estanislaohttp://www.blogger.com/profile/01672699099038447789noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-33297068.post-51072639112439137672012-11-04T00:30:00.000-03:002012-11-04T00:30:00.585-03:00Historia de una novela / Rosa Montero<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://www.elcorreoweb.es/resources/archivos/2011/3/29/1301426771641CUL34dn.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; cssfloat: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" height="172" nea="true" src="http://www.elcorreoweb.es/resources/archivos/2011/3/29/1301426771641CUL34dn.jpg" width="200" /></a></div>
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<strong><span style="color: purple;">Historia de una novela</span></strong><br />
Rosa Montero para El país - 2006<br />
<br />
Era una tarde de enero del 2004 y yo estaba escribiendo el segundo capítulo de mi novela Historia del Rey Transparente. Había tenido un buen día de trabajo y me encontraba en uno de esos momentos de entusiasmo que no son demasiado habituales en la redacción de un libro, porque escribir una novela es a menudo como picar piedras, una labor árida, tenaz y fatigosa. Pero esa tarde, ya digo, mi cabeza volaba sobre las palabras. La protagonista, Leola, una campesina de quince años, sierva de un señor feudal del siglo XII, acababa de quedarse sola y desamparada en un mundo devastado por las guerras. Para protegerse, había entrado, de noche, en un campo de batalla, y había rebuscado en el revoltijo de cadáveres, entre los caballos destripados y los guerreros yertos, hasta encontrar a un hombre de hierro de su tamaño. Entonces, aguantando las náuseas, se había puesto a pelarle a la luz de la luna, es decir, a despojarle de su armadura, con la intención de revestirse con ella y fingirse varón. Leola le iba desnudando poco a poco y yo iba nombrando cada pieza: el cinto, la sobreveste bordada, las manoplas, las botas de cuero y las brafoneras que cubrían sus piernas, la larga cota de malla y... Maldición, me atranqué. Mi protagonista había llegado a la cabeza y tenía que arrancarle esa especie de verdugo metálico con que los caballeros se protegían el cuello y el cráneo. Y el problema era que yo no sabía cómo se llamaba. No tenía ni idea de cómo nombrarlo.<br />
<br />
Cabía la posibilidad de dejar ese espacio en blanco y seguir adelante; pero, por alguna razón, era incapaz de hacerlo. El tropezón me había sacado de ese sueño diurno que es escribir una novela. Me había expulsado del fantasmagórico campo de batalla. Abrumada, me levanté de la mesa del ordenador y empecé a pasearme por la casa. Iba a ser dificilísimo encontrar el nombre de la dichosa pieza, y sin eso no podía continuar. Tenía la vaga idea de que en algunos números antiguos de Historia 16 y de La Aventura de la Historia, dos revistas a las que estoy suscripta desde hace años, habían salido un par de reportajes sobre armaduras medievales. Pero tengo muchísimos números, todos desordenados y repartidos caóticamente por la casa, de modo que revisarlos me podía llevar un tiempo enorme. Y, además, tampoco era seguro que viniera el nombre del verdugo.<br />
<br />
Mientras pensaba en todo esto, mis pies me habían llevado hasta el dormitorio. Llena de fastidio, agarré el último ejemplar de La Aventura de la Historia, el correspondiente a enero del 2004, que acababa de llegarme y que había dejado junto a la cama para echarle un vistazo. Abstraída, abrí la revista por la mitad: y casi solté un grito. Allí, justo en la página que había abierto, venía un dibujo explicativo de la protección de la cabeza en las armaduras medievales, detallando todas y cada una de las partes, desde la cofia hasta el casco. Almófar. El maldito verdugo se llamaba almófar.<br />
<br />
Sé que esta historia resulta difícil de creer, pero les aseguro que es totalmente cierta. Y también sé que, si un novelista me estuviera leyendo, no le extrañaría nada lo que digo. Porque la ficción está llena de coincidencias aparentemente mágicas. A todos nos suceden cosas rarísimas mientras escribimos. Por ejemplo, basta con que pongas que tu protagonista tiene una cicatriz que le cruza la mejilla, para que de la noche a la mañana empieces a toparte con una horda de hombres todos con el mismo tajo en el carrillo. Las novelas son los sueños de la humanidad, y el escritor, ya lo he mencionado antes, sueña su novela con los ojos abiertos. Lo que quiero decir es que ambas cosas, sueños y narraciones, nacen del mismo sustrato del subconsciente. Por eso el novelista escribe de lo que no sabe que sabe; por eso a menudo se sorprende de lo que ha hecho y se pregunta de dónde lo ha sacado; por eso, sospecho, suceden todas esas casualidades extraordinarias. Y es que tu subconsciente sabe muchas más cosas de las que sabes tú. Es de suponer que cuando recibí la revista yo ya había visto el reportaje sobre las armaduras, aunque sin registrarlo en la memoria; y que mi subconsciente dirigió mis pasos hacia allí y me hizo abrir por la página exacta. Claro que esto no justifica la feliz coincidencia de que La Aventura de la Historia publicara precisamente ese dibujo en el mes en que yo lo necesitaba, pero tampoco podemos aspirar a explicárnoslo todo en esta vida.<br />
<br />
Puesto que las novelas son sueños diurnos, uno debe serle fiel a esa voz interior. Es decir, debes escribir aquello que verdaderamente necesitas escribir, el libro que pugna por nacer dentro de tu cabeza. Tú no escoges los temas de tus novelas sino que los temas te escogen a ti, con la misma fuerza aparentemente autónoma e imperativa con que los verdaderos sueños pueblan tus noches. Historia del Rey Transparente nació hará siete u ocho años. De cuando en cuando me dan ataques de pasión lectora por un autor o por algún asunto, y en aquel entonces me había fascinado por el Medioevo. Durante un par de años leí muchos libros de historia y también textos de escritores de la época, como Chrétien de Troyes o María de Francia. Por eso, porque estaba sumergida en ese mundo y constituía mi hábitat mental, es por lo que se me ocurrió esta novela. La primera imagen, el pequeño huevecillo del que surgió todo, fue una escena que se encendió de repente dentro de mi cabeza: unos labriegos se encuentran arando un campo penosamente, sin ayuda animal, tirando ellos mismos del arado; y justo en el campo de al lado, a pocos metros, unos cuantos centenares de hombres de hierro se tajan y se matan, embebidos en su guerra particular.<br />
<br />
Yo no sabía todavía quiénes eran los campesinos, quiénes los guerreros, pero la imagen me resultaba tan inquietante y poderosa que echó raíces en mi imaginación y comenzó a desarrollarse. Tardó mucho tiempo en crecer. Cada escritor tiene su propio método, y el mío pasa por una primera etapa en la que la historia se va construyendo en mi mente y en un montoncito de cuadernos, en los que voy tomando notas a mano, hasta que tengo el esqueleto de la novela entera y empiezo a hacer fichas de la estructura, de los ingredientes, de los personajes. Así puedo pasarme unos cuantos años. Al cabo, cuando ya lo tengo todo claro, cuando creo saber hasta el número de capítulos y qué va a suceder en cada uno de ellos, me siento en el ordenador y, en el año y medio que suele llevarme la redacción final, la novela vuelve a cambiar profundamente. A decir verdad, ésa es la gracia de la cosa: que es un bicho vivo y siempre te sorprende.<br />
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Fin
Estanislaohttp://www.blogger.com/profile/01672699099038447789noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-33297068.post-71999111375151322582012-10-30T00:30:00.000-03:002012-10-30T00:30:01.477-03:00La crudeza necesaria de Sándor Márai<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://salonkritik.net/08-09/Sandor%20Marai.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; cssfloat: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" height="320" nea="true" src="http://salonkritik.net/08-09/Sandor%20Marai.jpg" width="246" /></a></div>
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<span style="color: #351c75;">En estos días, Salamandra publicará Liberación, novela ambientada en el cerco de Budapest, que el autor húngaro escribió en 1945. La ficción y la autobiografía se enlazan con uno de los episodios más cruentos de la Segunda Guerra en una obra memorable.</span><br />
<span style="color: #351c75;"></span><br /><br />
El cerco de Budapest durante la Segunda Guerra Mundial duró más de cuarenta días, desde fines de diciembre de 1944 hasta el 13 de febrero de 1945. En él murieron 40.000 civiles, casi 80.000 soldados del Ejército Rojo y 38.000 defensores que pertenecían a las fuerzas del Tercer Reich. A propósito de ese episodio, con una crudeza inusual en su obra, el escritor húngaro Sándor Márai (1900-1989) muestra en la novela <i>Liberación </i>(Salamandra) cómo los hechos trágicos de la historia colectiva obligan a enfrentar con los ojos bien abiertos la verdad que no se quiere ver. Esos períodos de revelación, a veces meros instantes, tienden a ser velados rápidamente porque muy pocos soportan la intensidad de un tipo de luz semejante. En sus libros de memorias, <i>Confesiones de un burgués </i>, <i>¡Tierra, tierra! </i>, en los <i>Diarios </i>y en las novelas ( <i>El último encuentro </i>y <i>Los rebeldes </i>, entre otras), también desarrolla este tema que, de un modo u otro, es el telón de fondo y el motor de su vasta producción. De allí, la vigencia de un autor que obtuvo la fama póstuma varias décadas después de su muerte.<br />
<br />
Márai escribió Liberación entre julio y septiembre de 1945, es decir, apenas terminado el asedio. Durante la batalla por la capital húngara, había abandonado su piso en Buda, la parte antigua de la ciudad, para refugiarse en Leányfalu, una localidad de veraneo sobre el Danubio, a unos 30 kilómetros de Pest. Leányfalu estaba habitada en aquella época por campesinos pobres que vivían en las laderas de la colina, en casas muy humildes, mientras que los burgueses habían levantado sus residencias de descanso a orillas del río o en sus cercanías. La pequeña ciudad, poco más que un pueblo, tenía una tradición literaria: varios escritores se habían instalado allí o pasaban en la zona largos períodos de reposo y aislamiento; entre ellos, Zsigmond Móricz, uno de los grandes novelistas húngaros, muerto en 1942, cuya casa, saqueada por los comunistas, hoy se ha convertido en museo.<br />
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Liberación responde a las tres reglas de la tragedia clásica: la unidad de acción, de tiempo y de lugar; la acción es el sitio de Budapest; el lugar, el refugio antiaéreo, bajo un edificio del centenario barrio del Castillo, donde se guarecen ciento cuarenta hombres y mujeres que sólo buscan sobrevivir; en cuanto al tiempo, todo debería ocurrir en una jornada; y en verdad es así, porque las seis semanas del asedio transcurren en la penumbra de un sótano donde no hay días ni noches, sólo una larga espera. La protagonista de la narración es una joven judía, Erzsébet, amparada por un falso documento de identidad que le atribuye el apellido Sós. Ha debido ocultarse no sólo por su raza, sino porque su padre es una celebridad científica, un astrónomo cuya cara y cuyo nombre son conocidos por todos quienes leen los diarios y están al tanto de la actividad intelectual del país. El padre, al que quizá se le habría perdonado hasta la raza, de haber tomado partido por los nazis, eligió, en cambio, mantener un silencio tan desafiante como una condena explícita de la barbarie desatada sobre su patria. Por eso, es uno de los primeros perseguidos en cuanto los alemanes se hacen cargo de la ciudad y desplazan a las autoridades húngaras. La hija y el padre se ven obligados a separarse y a ocultarse en lugares distintos, hasta que Erzsébet, enterada de que el escondite paterno ha sido descubierto, logra encontrarle un nuevo asilo, justo enfrente del refugio donde ella misma aguarda la llegada de los rusos.<br />
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<a href="http://sphotos-a.xx.fbcdn.net/hphotos-ash4/c46.0.403.403/p403x403/230860_474214729279175_979977142_n.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; cssfloat: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" height="161" nea="true" src="http://sphotos-a.xx.fbcdn.net/hphotos-ash4/c46.0.403.403/p403x403/230860_474214729279175_979977142_n.jpg" width="200" /></a></div>
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<strong>El lujo de la soledad </strong><br />
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Es interesante comparar la descripción que hace Márai en Liberación de esos días de angustia con lo que narra en su segundo libro de memorias, ¡Tierra, tierra! , que empieza precisamente cuando el escritor se encuentra con el primer soldado rojo. Las tropas soviéticas llegaron a Leányfalu antes que a Budapest. En esa población de la periferia no encontraron resistencia y en veinticuatro horas ocuparon las casas de los residentes; en la de Márai, instalaron un taller mecánico de reparaciones. El hogar del escritor funcionaba además como alojamiento militar. Ese hecho le daba, por lo menos, una ventaja: en ningún momento debió meterse en una guarida subterránea para escapar de los bombardeos, porque estaba detrás de las líneas atacantes. Pero la guerra, de todos modos, había llegado a él con aquel primer soldado enemigo o liberador, según se quiera. La intrusión transformó su rutina y los valores de su vida de inmediato. Ante todo, perdió la intimidad. Todos los integrantes de su familia debían dormir y vivir en un solo cuarto. Las otras habitaciones se habían convertido en una especie de fábrica, en dormitorios o en lugares de uso común. Durante las numerosas semanas que las fuerzas soviéticas y los húngaros compartieron bajo el mismo techo, no lograron terminar de entenderse. Y no sólo por una cuestión de lenguaje, sino también de modo de pensar, de actuar, podría decirse literariamente, de "estilo". A pesar de que los soviéticos ya no podían temer nada de los húngaros de Leányfalu, los miraban con desconfianza, mezclada con sorna. No de otro modo Erzsébet y su "primer" ruso se miran en el sótano de Buda cuando éste irrumpe, casi al final del relato, en esa especie de cueva maloliente y sucia. Liberación termina con el capítulo de ese encuentro que tendrá un desarrollo dramático.<br />
En la realidad y en la ficción, el asedio y la entrada de los rusos desbarataron las vidas de los vencidos, particularmente de los burgueses. Ante todo, estar solo se convirtió en un lujo. Erzsébet, al igual que sus compañeros del agujero subterráneo, sólo puede replegarse en sí misma, pero ante la vista de todos, como cuando se está en la sala de espera de un consultorio médico. En definitiva, ese espacio miserable bajo tierra no es otra cosa que una sala de espera donde se revela, en un lapso relativamente breve, hasta qué punto toda la vida no consiste sino en aguardar lo absolutamente desconocido, la muerte. A su vez, Márai, en Leányfalu, había perdido la intimidad, de la que podía disfrutar apenas por cortos lapsos, a ciertas horas, en un cuartito de su casa. Allí, milagrosamente encerrado, leía y, sobre todo, tomaba notas de lo que no podía entender, de cada uno de los gestos y las reacciones de los ocupantes. Con ese material, imaginaría Liberación , a pesar de no haber estado en el centro de la acción.<br />
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La reserva y la discreción son dos virtudes burguesas que campean en toda la obra de Márai. Esas virtudes agonizan penosamente en el sótano de Liberación ; las ejercita, por ejemplo, un hombre tullido, casi mudo, tendido al lado de Erzsébet. Es alguien que sólo quiere pasar inadvertido: un judío y, por si fuera poco, un burgués que ha aprendido a callarse y a soportar con la mayor dignidad posible las humillaciones infligidas por los nazis al "pueblo elegido". El silencio y la invisibilidad, o más bien saber hacerse invisible: en eso consiste el secreto y la mejor estrategia de supervivencia. El lisiado es un profesor de matemática, alguien con la misma formación que el padre de Erzsébet, aunque no de la misma jerarquía científica. Una vez al día, siempre sin quejas, se levanta con dificultad, apoyado en su bastón. Con una expresión crispada, de dolor físico y moral, recorre los metros que lo separan de la letrina común, es decir, de la abyección compartida que lo rebaja al estado animal, perdido cualquier resto de pudor. Todos, los señores "distinguidos", como los llama Márai, y la gente "simple", se han esforzado en no ver lo evidente, en ignorar, a sabiendas, los peldaños de degradación que deben bajar para seguir con vida, confiados en la liberación.<br />
Cada uno de los gestos, cada una de las palabras, los restos ya sucios y malolientes de la ropa delatan la condición social de los refugiados en el sótano y le dan matices distintos a la convivencia, a pesar de que ese grupo de desdichados ha ido despojándose, o eso creen, de los atributos detectables de su origen. Lo mismo le ocurría a Márai en su casa invadida de Leányfalu, donde añoraba el pasado irrecuperable. En ¡Tierra, tierra! , dice el autor:<br />
Ser burgués nunca ha sido para mí una categoría social; siempre he considerado que se trata de una vocación. La figura del burgués representa para mí el mejor fenómeno humano creado por la cultura occidental moderna, justamente porque el burgués es quien ha creado la cultura occidental moderna.<br />
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El barrio del Castillo en la antigua ciudad de Buda, los palacios -casi todos decrépitos-, las viejas casas señoriales de la aristocracia y de la alta burguesía -a menudo conquistadas por el moho- sintetizaban con su calma melancólica los ideales de Márai, amenazados por la máquina ensordecedora de la guerra, por las balas de los cañones rusos, "bombas baratas y pequeñas", como dice uno de los personajes de Liberación , porque Budapest (en realidad, todo Hungría) no se merece más que esas bombas de segunda categoría: ¿para qué desperdiciar en una capital menor las potentes, lujosas bombas de varias toneladas de los americanos?<br />
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<strong>El Castillo y el humanismo</strong><br />
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La burguesía que había construido la Europa moderna se había parapetado desde hacía siglos en la orilla derecha del Danubio. Dice Márai en Divorcio en Buda a propósito de los vecinos de esa zona de la ciudad (aristócratas, funcionarios, jubilados descendientes de la nobleza):</div>
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<a href="http://www.poemas-del-alma.com/blog/wp-content/uploads/2012/05/sandor-marai.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; cssfloat: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" height="164" nea="true" src="http://www.poemas-del-alma.com/blog/wp-content/uploads/2012/05/sandor-marai.jpg" width="200" /></a>Éstos eran los habitantes originales del silencioso barrio, junto a ellos, en esas casas que trepaban por la colina, se instalaban los nuevos ricos, generalmente de la segunda generación, también los escritores y artistas que pretendían mantenerse alejados de "la época moderna" y buscaban en esas cuatro o cinco calles el spleen , el "estilo", la vecindad de la gente elegante, el aislamiento de otras clases sociales, ese silencio peculiar, esa quietud que reinaba entre los arcos, por encima de la ciudad, y se extendía por las habitaciones de las viviendas bajo los techos deteriorados.</div>
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Márai era uno de los escritores aludidos en Divorcio? Vivía amparado por la sombra de los palacetes nobiliarios, las antiguas mansiones burguesas y las buenas maneras. Del ensueño, lo arrancó primero el nazismo y después el bolchevismo. En todos sus escritos, el sigilo, el tacto, la moderación encarnan las virtudes opacas pero más valiosas de los personajes. Los sobrentendidos son el código de elegancia moral en una sociedad cultivada y también en la literatura: por una simple cuestión de economía. Y la economía es la principal preocupación de un ser humano, ya que compromete la supervivencia. En húngaro la palabra polgár designa al burgués, pero también al ciudadano. Y cuando Márai se refiere al burgués, resulta claro que está pensando en el humanismo y en la Europa ilustrada que él conoció. El humanismo fue, según sus palabras, el mayor regalo de Europa a la humanidad. Y resume aquel concepto en muy pocas palabras: "El humanismo es la constatación de que el ser humano es la medida de todas las cosas". Dice en ¡Tierra, tierra! :<br />
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Alguna vez existió una Europa apasionada en la que la gente no solamente quería saber sino también apasionarse. ¿Apasionarse por qué? Por las ilusiones, o sea por Dios. O bien por el amor, porque sentían una energía creadora en el amor. O bien por la armonía erótica de la belleza y la proporción. ¿Qué buscaban? No solamente la verdad, sino una aventura noble y estimulante, caldeada por la pasión; porque querían cultura y sin pasión no hay cultura. Una aventura que convertir en arte o en tragedia. [?] Unas ciudades maravillosamente organizadas que habían sabido envejecer con sabiduría y armonía y donde vivía gente que no solamente pretendía habitar en sus casas, sino vivir, gente que no pensaba que el abono sintético fuera tan importante como el contrapunto.<br />
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La nostalgia de ese mundo destruido por los bolcheviques no lo ciega. Admite que ese orden estaba basado en la propiedad de los medios de producción y en el trabajo de una clase proletaria que no tenía conciencia de clase y sobre la que se alzaban los imperios económicos; para que esa clase se rebelara contra su condición y perseverara en la lucha era necesario forjarle un mito, un pathos que la sacudiera: Lenin creó el mito del Partido. Los rusos, hombres orientales en definitiva, son sanjuanistas, creen o creían en la redención y estaban dispuestos a sacrificarse por el reino futuro; los occidentales, en cambio, son prometeicos, están esclavizados por el deseo de posesión y de poder terrenal. A pesar de la catástrofe que se despliega ante sus ojos, Márai formula en sus memorias y en Liberación una postrera defensa de los ideales y los intereses de la burguesía. Esos ideales habían permitido a los burgueses construir ciudades, una cultura, el continente europeo, sin perder de vista que también pretendían elevar a la masa informe a su propia altura.<br />
Claro que la civilización burguesa había sido violada por los nazis antes que por los comunistas y la guerra no había hecho sino sacar a luz el odio latente de los seres humanos, ávidos de ventilar cada tanto las propias miasmas. Erzsébet reflexiona:<br />
Ese destello en la mirada de la gente. El odio con que se miran en los refugios oscuros y en las calles más oscuras, o durante el día, por encima de los cadáveres cubiertos con papel de estraza. Esa mirada en que arde una luz tenebrosa, la misma que está en ojos de todos. Trasluce odio, miedo, remordimiento, crueldad, furia demencial, codicia que hace rechinar los dientes.<br />
En Liberación , se asiste a la destrucción en cuarenta días de lo poco que quedaba del clima civilizado de los salones húngaros. Los buenos modales se convierten en una ficción que resulta casi inverosímil y que lentamente casi todos dejan de practicar. Sólo quedan ruinas, pero por medio de ellas se comprende que el universo afelpado de los hogares acogedores en el barrio del Castillo encerraba el huevo de la serpiente. Los habitantes del sótano se acostumbran a todo con bastante rapidez. Primero, a la promiscuidad; después, al encierro, a la suciedad, al aburrimiento, al bombardeo incesante, al sobresalto de las explosiones cercanas, al hedor que emana de los cuerpos bañados en el sudor del pánico.<br />
Apenas llegan a ese cobijo precario los rumores de que los rusos están a las puertas de la ciudad, más aún, que han entrado en ella y que ya se está combatiendo cuerpo a cuerpo, manzana por manzana; los "señores distinguidos" confraternizan con la gente "simple", abaten las últimas barreras de clase con premura y cuentan anécdotas en las que protegieron a indigentes, a trabajadores, tratan de mostrar de mil modos que son todos iguales; y la gente simple no deja de adular a los que fueron poderosos: saben, por experiencia, que los poderosos casi siempre vuelven a ser poderosos. La supervivencia se juega en pocas horas y la "patria" se ha reducido a una "manzana".<br />
<strong>La crueldad por decreto</strong>
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El sitio es tan prolongado y, a la vez, tan fulminante que hasta hay tiempo para los escrúpulos. De pronto, en la oscuridad, irrumpe un grupo de cruces flechadas, es decir, los secuaces húngaros de los nazis, que ya se saben condenados. Han salido a matar porque necesitan hacer lo que en breve harán con ellos y, naturalmente, buscan a algún judío. Lo encuentran, pero no se trata del tullido, sino de un farmacéutico. Se lo llevan sin que nadie proteste. Un minuto después, se oye un disparo. Entre los refugiados, alguien encuentra la fórmula adecuada para expresar con tono enfático y fariseo una noble y ardiente indignación, la inocencia sorprendida de todos y, en particular, la pretendida falta de responsabilidad del grupo indefenso: "Es demasiado". Son los términos precisos que todo pueblo azotado por una dictadura, pero que no se atrevió a reaccionar de modo apropiado en el momento justo, pronunció alguna vez en circunstancias semejantes. Son ciudadanos, no héroes. ¿Quién podría reprocharles algo? ¿Quién habría hecho otra cosa? Lo más prudente es la absolución general y recíproca. "Hoy por ti, mañana por mí."<br />En verdad, lo "demasiado" a que se refieren los asilados en el sótano no es la atrocidad cometida por los opresores sino el hecho de que ellos, honestos ciudadanos, la hayan visto. No pensaban que alguna vez les tocaría ser testigos de algo similar, de aquello que hasta pocas horas antes era una murmuración, algo que se decía, pero de lo que no se tenían pruebas y, por lo tanto, era conveniente dejar lo que era "demasiado" en el limbo epistemológico de la duda, casi del chisme. Pero el asesinato del judío no pueden ignorarlo. Todos han quedado involucrados. Negar lo que ocurrió ante ellos sería esconder "demasiado". En ¡Tierra, tierra! hay una frase imborrable como la marca infamante que el verdugo aplicaba con un hierro candente en el cuerpo de los criminales: "El testigo ocular se identifica no solamente con la víctima, sino también con el asesino".<br />
¿Cuál es la causa de la crueldad? Márai se pregunta si no reside en la conciencia de nuestra muerte, en el hecho de hallarnos condenados a luchar y vagar en un universo indiferente cuya única salida es algo tan definitivo como la aniquilación. La desesperanza nos impulsa a la maldad. Por si fuera poco, la única salida tiene un precio feroz que se paga por anticipado: la agonía, morirse? Morirse es peor que la muerte. En ¡Tierra, tierra! se lee:<br />
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Un mundo superpoblado y masificado ha inventado, para completar la crueldad individual, sofisticada y humana, nuevos géneros de tortura: la tortura de la autoridad y la tortura por decreto, la constante molestia oficial en la vida privada y la limitación, mediante norma legal, de los derechos humanos naturales. Esta crueldad institucionalizada no es más suave que la crueldad individual.<br />
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Durante semanas, los refugiados esperaron la llegada de los rusos, la liberación. Esa espera podría haber terminado con la muerte. Los que sobrevivieron, entre ellos Erzsébet, pueden ver a los soldados del nuevo poder. Con la aparición del primer soldado rojo, se abren otras preguntas y otras esperas. ¿Cómo son los bolcheviques? ¿Qué futuro impondrán a los vencidos? El profesor tullido, con lucidez, se responde que los rusos no traerán más que lo que provenga de su modo de ser. No van a perseguir a los judíos por el hecho de ser judíos, pero tampoco los van a adorar. Porque ningún grupo humano se merece como tal que se lo adore. El sufrimiento no mejora a las personas. "Nadie aprende nada. Todo el mundo quiere retomar las cosas donde las interrumpió." Con su propia conducta, el profesor dará prueba en el desenlace de la novela del escepticismo, la desesperanza y el miedo envilecedor que anida en los seres humanos.<br />
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La verdadera liberación no depende de los rusos, ni tampoco de algo exterior. Según Márai, sólo quien es lo bastante fuerte para conocer la realidad de su propia naturaleza sin ofenderse y la acepta, como debería aceptar el final, está cerca de la libertad. El encuentro, a solas, con su primer ruso le mostrará a Erzsébet cuál es el sentido de la suya.<br />
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Márai dejó Leányfalu y volvió a Budapest cuando la ciudad quedó liberada. Su piso de Buda había sido destruido. De la biblioteca de seis mil volúmenes, unos pocos se habían salvado del fuego y del agua. Se instaló de un modo precario en otra casa. Terminó Liberación en unos pocos meses y comprendió muy pronto que no podría publicar nunca más en su patria. Las nuevas autoridades no le tenían simpatía, pero tampoco lo veían como un enemigo peligroso. Era un escritor burgués prestigioso, de enorme éxito, que escribía libros burgueses. Para los comunistas, habría sido una conquista importante que colaborara con las nuevas revistas, que tuviera una columna o que publicara de tanto en tanto. Le hubieran tolerado hasta artículos críticos, siempre que las críticas al gobierno fueran ligeras. Habrían confiado en él porque era un "caballero" y un "caballero" sabe hasta dónde puede llegar y cómo debe comportarse en los lugares adonde es invitado. Con un acuerdo de esa clase -no era necesario especificar las condiciones, naturalmente- las obras de Márai habrían podido aparecer. Márai prefirió el silencio. Se apartó. Lo prohibieron. Pero llegó un momento en que no bastaba estar explícitamente en contra, no era suficiente callarse porque callarse era ser culpable.<br />
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En 1948, el novelista de El último encuentro se exilió en Estados Unidos. Sus libros no volvieron a editarse en la patria durante décadas. Su nombre cayó casi en el olvido. Vivió con su mujer y su hijo adoptivo en San Diego. Así como en un tiempo los estadounidenses iban a Reno a divorciarse y a Las Vegas para casarse de nuevo, elegían San Diego para suicidarse. Márai no pensó en nada semejante cuando se instaló allí. Pero la vida es una película que siempre termina mal. Las muertes de sus tres hermanos, la de su mujer, Lola, y la de su hijo, en un lapso de un año y medio, lo dejaron en la soledad más absoluta. Tenía la visión muy reducida, leía a duras penas, a modo de consuelo, las obras de grandes autores húngaros como Krúdy (que buscó difundir), y caminaba casi desvalido por una ciudad que nada tenía en común con la altiva y hermosa colina del Castillo de Buda. A los 88 años, aprendió a tirar. Le tomó poco tiempo. Los caballeros, según un pensamiento de Pascal que el escritor húngaro acostumbraba citar, hacen todo bien porque sólo hacen lo que saben. De propia mano, con un disparo en la cabeza, la liberación le llegó el 21 de febrero de 1989.<br />
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<em><span style="font-size: x-small;">Gentileza Diario La Nación</span></em>
Estanislaohttp://www.blogger.com/profile/01672699099038447789noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-33297068.post-2915975143291782162012-10-25T00:30:00.000-03:002014-11-25T15:17:08.306-03:00La mano del ahogado / Estanislao Zaborowski<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
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<strong>La mano del ahogado</strong><br />
Estanislao Zaborowski<br />
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Sentado a mi lado, Pablo Carmona se deshacía en vida. Su respiración era débil, perdía intensidad; como esos atardeceres que se apagan en la niebla. Así lo encontré cuando la enfermera me señaló el camino a la capilla del hospital. La galería, que corría paralela a la calle Saboya, se hacía angosta en la esquina donde alcanzaba el oratorio. Al ingresar, lo vi acomodado en la primera hilera de bancos. Sin saludar, me acerqué ubicándome a su izquierda. Estábamos solos.<br />
El Cristo, la única decoración del recinto, parecía estar esperando nuestra confesión. Desde la pared blanca que protegía, tenía la mirada perdida en el suelo y sus brazos clavados en cruz. En la penumbra, se me antojaba un ladrón descolgándose por una ventana.<br />
Pablo Carmona tenía las manos entrecruzadas sobre las piernas, le temblaban a pesar del calor.<br />
- Me llamaste Pablo - el eco de mis palabras se dejó notar.<br />
Volteándose, miró mis ojos como si estuviera analizando un objeto a través del microscopio, con los parpados a medio abrir.<br />
- Ayer me dieron los resultados de los estudios, no encontraron la causa de la fiebre. Van a realizar un diagnóstico por exclusión.<br />
- Vine porque me dijiste que era una urgencia.<br />
- Llegué a tener cuarenta y dos grados Cristian. Cuando me desperté no sabía si estaba vivo. Sudé tanto que hasta el colchón de la cama se había mojado. Los médicos no sabían cómo bajarla.<br />
Noté que su bata sanitaria estaba manchada en el frente, esas aureolas amarillentas parecían contornearse y sonreír.<br />
- ¿Querías despedirte entonces?<br />
- Quería saber de vos, pasaron cinco años.<br />
- Desde la muerte de Catalina – dije con voz apenas audible.<br />
Se puso de pie, se acercó al Cristo y apoyó las manos sobre el altar. Las llamas del candelabro danzaban en el caos de su ataque de tos.<br />
- Estoy bien, me agarra de repente y no puedo parar. Me atraganto con la saliva - dijo levantando la palma en señal de disculpas<br />
Me paré a su lado sin mirar a Cristo.<br />
- Te llamé porque tenía que contarte la historia que no conoces - remató.<br />
Intenté en vano encontrar sus ojos. Los tenía bailando en sus cuencas, como si fuera un par de hielos solitarios en un último whisky.<br />
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Cuando salí del hospital, encendí un cigarrillo y evité la hilera de taxis que esperaban en la explanada. Caminé en dirección a la costa, escuchando con cada aspiración el ruido del oxigeno penetrar mis pulmones. El día estaba despejado y frío. Las pocas nubes que lo manchaban, eran apenas tres líneas impresionistas. Al cabo de algunas cuadras, cansado al fin de observar los árboles flamear, intenté atar las palabras que Pablo Carmona le había dedicado a mi mujer.<br />
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La mañana del 31 de diciembre, Catalina no intuía que moriría aquel día. Se había acercado al Hotel Conrad para encontrarse con un cliente de su estudio. Al ingresar, le informaron que Hugo Dellepiane la esperaba en el lounge Los Veleros. Cruzó la recepción, atravesó el lobby y lo vio sentado en una mesa junto al ventanal. Cuando llegó a su lado, la sonrisa de Hugo se hizo más amplia. La besó en cada mejilla y luego de que se sentara la dama, se acomodó con las piernas cruzadas.<br />
- No te veía desde la semana pasada, te tuve que llamar.<br />
- ¿Trajiste lo que te pedí? - la voz de Catalina apenas tembló.<br />
- Ya te dije que te olvides de eso, no te pienso seguir el juego.<br />
- Las fotos le van a llegar a tu esposa hoy por la noche. No te queda mucho tiempo para pensarlo.<br />
- No hay nada que pensar, no juegues conmigo. ¿Por qué no hablamos de otra cosa? ¿Pedimos la habitación del otro día?<br />
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Llegué a la rambla y me quedé mirando el hilo del horizonte. Brillaba más que en los días de verano. Las gaviotas se habían posado sobre el muelle y desfilaban a lo largo de los maderos despertando la curiosidad de los turistas. Tenía las manos húmedas a pesar de esconderlas en los bolsillos del saco. Me senté en el banco de madera, a esperar que las lágrimas se secaran con el viento de mar.<br />
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La adicción al juego, era uno de los pecados que Pablo Carmona se había esmerado en pulir. Las noches venidas en largas madrugadas que pasaba en el casino, lo habían hecho un hombre de pulso fuerte. El 31 de diciembre, lo iba a pasar en la chacra de su socio. Pero para encontrarse con él, aún faltaban seis horas.<br />
La ruleta del Conrad giraba y su cabeza simulaba el mismo movimiento. Si la bolilla saltaba su mentón subía, y si la bolilla frenaba su mirada se descolocaba. El rojo y el negro se tornaban en violeta y de allí al anaranjado. Otra vez cero, y la casa se quedaba con las últimas fichas. Antes de retirarse y para llorar su suerte esquiva, llamó al mozo y pidió otro Jack Daniels.<br />
- Permítame cargarlo en mi cuenta por favor. <br />
El hombre que le hablaba era más alto que él. Tenía una sonrisa sin dientes que lo incomodó tanto más que su bigote desprolijo.<br />
- No gracias, todavía me quedan algunas perras para pagarlo. No soy un paria como así me ve.<br />
- Insisto. Lo he estado observando desde hace un buen rato, creo que es un excelente jugador, aunque hoy no haya tenido suerte – el bigote se movía como un carpincho que columpiaba en sus labios.<br />
- ¿Trabaja acá?<br />
- No, estoy muy lejos de eso. Soy un jugador como usted que simplemente ha tenido unas buenas manos en el póker.<br />
- Me alegro por usted, porque para mí fue un día de mierda. Menos mal que ya se acaba este puto año, a ver si el que viene se arremanga.<br />
- ¿Porqué no me permite ayudarlo a terminarlo bien?<br />
- Si usted ni siquiera me conoce, ¿qué carajo dice?<br />
- Tomemos una copa en el bar, usted me cae simpático.<br />
Pablo Carmona no tenía nada que perder, lo siguió al bar con la desconfianza entre las cejas. El hombre que caminaba delante de él, casi levitaba.<br />
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Cuando salimos de la capilla, la luz blanca del corredor me encegueció. Tardé algunos segundos en identificar el camino a la habitación. Cuando lo hice, lo vi delante de mí arrastrando los pies como un condenado rumbo a la bastilla. Su tez amarillenta, su bata descolorida y el andar cansino lo hacían el protagonista ideal de una épica francesa.<br />
- Todos cruzamos un Rubicón en nuestras vidas – dijo con la voz tan fina que parecía cortarse en el aire.<br />
Las matas de pelo blanco que le brotaban a los costados de la cabeza, parecían alas de un murciélago canoso.<br />
- No sé cuanto habrá tardado Julio César en cruzarlo, pero el hecho es que lo hizo y con eso cambió el rumbo de la historia. ¿Entendés, Cristian? - continuó.<br />
Pasó una camilla sin prisa entre nosotros con un cuerpo tapado de cabeza a pies. La sábana verde que lo cubría, parecía el césped de un jardín inglés recién cortado.<br />
- No veo la analogía, ni tampoco me imagino una corona sobre tu cabeza.<br />
- Cristo llevó una, lo acabás de ver en el oratorio. Y él no cruzó Rubicón.<br />
- ¿Te comparás con Cristo?<br />
- La redención es el camino, Cristian. La redención.<br />
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La propuesta de Hugo Dellepiane, empezaba a tomar el color del whisky doble. No era del todo transparente, y más bien turbia. Pero decididamente oscura.<br />
- ¿Y qué seguridad me ofrece?<br />
- El pago adelantado, mi querido Pablo. ¿Qué mayor seguridad?<br />
- ¿Y porqué no lo hace usted? ¿Le remuerde la conciencia o no quiere meter las manos en la mierda?<br />
- Me estudia los pasos, no es tonta. Sabe que esta noche voy a estar desesperado.<br />
La conversación siguió su curso, pero Pablo Carmona ya había tomado una decisión. El dinero era fácil, la victima desconocida y su remordimiento era un fulano al que no le conocía la cara.<br />
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A través de la ventanilla del taxi, Punta del Este era una niña mimada a la que le habían regalado un vestido nuevo. Uno colorado, de lunares blancos, como el de las holandesas ataviadas en tradición. Encendí un cigarrillo y bajé la ventana para dejar entrar la brisa de la rambla. Las cenizas que iba arrojando, se esparcían en el viento como el aserrín de un tronco recién mutilado. El mercedes tomó la esquina y la mano del ahogado se alzó frente a nosotros. Su imagen me llevó a pensar en Pablo Carmona, en su fiebre y en las últimas palabras que me dijo.<br />
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El honda azul estaba estacionado a cincuenta metros del Conrad y su reloj marcaba las 19.30hs. Las luces de la ciudad ya iluminaban el firmamento. Prendió la radio y encendió el último Marlboro. El soplo del atlántico le había ayudado a evaporar el alcohol, y se sentía mas despiadado aún, que cuando aceptó el sobre abultado que ahora guardaba en la guantera. Comenzó a sonar Carmina Burana y su frente brilló de sudor.<br />
No había terminado el tema cuando la vio salir del hotel. Las señas que le había dado Dellepiane eran exactas. Alta, cabellos rubios al viento y una falda verde demasiado corta para ser abogada, pero demasiado estrecha para simular una dignidad que carecía. La siguió con la mirada mientras bajaba la rampa que daba acceso a los autos y comenzaba a caminar por la vereda. La camisa que vestía Pablo Carmona ya no era celeste. La transpiración la había pintado de un azul rancio, tan grisáceo que un siamés se le hubiera arrimado sin vacilar. Cuando vio a Catalina a punto de cruzar la calle, aceleró. Se arrimó a la esquina sin soltar el pedal y no se dio vuelta cuando el cuerpo de ella quedó doblado en el asfalto. Solo cuando miró por el espejo retrovisor, y se aseguró que nadie había registrado su patente, pudo notar por la posición del cuerpo que el cuello estaba quebrado.<br />
<br />
La habitación era pequeña y tenía un sillón negro contra la pared debajo de una ventana que daba a la calle. Se recostó en la cama mientras me observaba con ojos de cuervo. Ni Poe los hubiera imaginado peor. Me concentré en sus pensamientos. ¿Estaría midiendo aún mi reacción?<br />
- Todo lo que te conté es cierto, Cristian. Nunca me imaginé que aquella mujer podía ser tu esposa.<br />
- Yo nunca pensé que me engañaba, parecía feliz conmigo. Quizás no le podía dar todo lo que ella quería y por eso los sobornaba, pero aún así creí que estábamos bien juntos<br />
- Tenía que contártelo, no sé si el próximo ataque de fiebre lo voy a poder superar. Me siento demasiado débil.<br />
Las palabras de Pablo Carmona se deshilachaban antes de poder escucharlas. Eran como si al querer cruzar la distancia se fueran desmenuzando hasta fundirse en el vacío. Noté que lo miraba con compasión, como se mira un pez recién sacado del agua que patéticamente intenta tragar el aire con desesperación. Recordé el ataque de tos que tuvo en la capilla.<br />
Me acerqué a la cama y me situé a su lado demostrando sentimientos que no abrigaba. Demostrando una compasión que no sentía. Cuando se relajó y cerró los ojos, no los volvió a abrir. Lo último que supo fue de unos dedos que lo atragantaron, la saliva que lo asfixió y que la redención es un camino que toma la curva en la mano del ahogado.<br />
<br />
Fin
Estanislaohttp://www.blogger.com/profile/01672699099038447789noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-33297068.post-46357057425191031992012-10-20T11:31:00.000-03:002012-10-20T11:31:00.366-03:00Fernando Savater nos cuenta sobre su nueva novela<strong><span style="color: #0b5394;">“Me considero un joven novelista, ya que en la ficción recién estoy comenzando”</span></strong><br />
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<span style="color: #0b5394;">El filósofo Fernando Savater decidió dedicarse a la narración y presenta su nueva novela.</span><br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjFMRGraZWZVQD8hDwSHZkGZcgSYUJmCV0DCIQsoZMpobWldf8K_27t2q8H2nlHMVEj1Alevfr3jmOwSYJv9YtNsLxhiGcmCmQKtPXmqoagcidEYAakJlutgcklN5HnZZB7qPUE/s320/Fernando+Savater.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; cssfloat: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" height="193" nea="true" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjFMRGraZWZVQD8hDwSHZkGZcgSYUJmCV0DCIQsoZMpobWldf8K_27t2q8H2nlHMVEj1Alevfr3jmOwSYJv9YtNsLxhiGcmCmQKtPXmqoagcidEYAakJlutgcklN5HnZZB7qPUE/s200/Fernando+Savater.jpg" width="200" /></a></div>
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<span style="color: #0b5394;">El gran divulgador español de filosofía, Fernando Savater, autor de más de cincuenta libros, ha dado un giro en su carrera. Su ciclo en las aulas se ha concluido y ha decidido –como lector y como escritor– volver a su primer amor: la ficción. Un fruto de esta vida nueva es una muy entretenida e inteligente novela titulada Los invitados de la princesa . Los “invitados” son los asistentes a un festival de cultura en una república isleña, quienes se quedan varados allí durante una semana como consecuencia de la nube de cenizas de un volcán. En realidad, el libro es un dos en uno. Por un lado, hay siete capítulos en los cuales el protagonista, Xabi Mendia, un joven periodista cultural del país vasco, deambula por el Hotel Universo y la isla de Santa Clara, entre los vanidosos escritores. Intercalados, hay siete cuentos, cada uno de un genero distinto (aventura, fantástico, ciencia ficción, etc). Con un guiño directo al Decamerón de Boccaccio y a los Cuentos de Canterbury de Geoffrey Chaucer, estos relatos son narrados a Mendia por distintos personajes de la novela misma.</span><br />
<br />
<strong>Hablamos con Savater por teléfono. Desde su casa en Madrid, en vísperas a su viaje a Buenos Aires, confesó: “La literatura ha sido siempre mi verdadero amor. Hice la carrera de filosofía porque en aquel momento en las facultades españolas no había una carrera de literatura, pero siempre estaba allí el amor a los cuentos y la narración y la ficción. Entonces decidí que cuando terminara mi carrera académica me iba a dedicar fundamentalmente a la ficción.” ‑En el libro hay un personaje que dice: “Para no leer un libro, cualquier libro, basta y sobra una sola razón: la existencia de todos los demás.” Le pregunto en el mismo espíritu: ¿Por qué deberíamos leer su novela?</strong><br />
‑Yo creo que es un libro que celebra el placer de leer. Es un libro que pretende ser un entretenimiento inteligente. Me ha sorprendido que, muchas veces, cuando mis amigos, hablando de una película o de un libro, me dicen: “Es una tontería pero es muy divertido.” Bueno, a mi las tonterías nunca me divierten. Entonces, yo he intentado que este libro sea algo que entretenga y conmueva y emocione. Pero por otra parte que no humille la inteligencia del lector. Sino que le lleve a un poco de reflexión y a un poco de visión irónica de muchas supersticiones modernas.<br />
<br />
<strong>‑ ¿Hay cosas que puede decir en la ficción y no en los otros géneros en las cual escribe?</strong><br />
‑La ficción te da una sensación de libertad. Yo, acostumbrado de escribir en prensa o el libros más o menos pedagógicos o ensayísticos, siempre tengo que mantenerme dentro de unos límites de, digamos, lo aceptable. En cambio, en la ficción, las ideas y las opiniones son de los personajes. No son mías. Al contrario, tengo el placer de exponer, elocuentemente, ideas que no comparto. Lo cual es una especie de alivio.<br />
<br />
<strong>‑ Hay un subtexto en esta novela sobre el efecto pernicioso de Internet en el pensamiento. ¿Para usted, como ha cambiado el acto de lectura en el mundo digital?</strong><br />
‑Yo comprendo que, lógicamente, estos nuevos soportes van a introducir formas diferentes de leer. Por ejemplo, no me imagino ya que nadie se compre una enciclopedia como la Británica en cuarenta tomos. Pero la novela policíaca la sigo disfrutando más llevándola a la cama en papel.<br />
<strong>‑¿Más allá del soporte, cree que la capacidad de concentración ha sido corrompida por Internet?</strong><br />
‑Yo soy de los que todavía ven una película entera sin saltar de un canal a otro. Me gusta la continuidad. Pero es verdad que, cada vez más, vamos siendo dispersados en la atención. Y eso es peligroso sobre todo por los alumnos. En los Estados Unidos ya hay clases de veinte minutos porque es lo que calculan que pueden aguantar los chicos. Eso me parece realmente grave.<br />
<strong>‑¿Como es su vida actual de lector? ¿Qué lee? ¿Para qué lee?</strong><br />
‑Desde que dejé la academia y dejé de dar clases, soy un lector hedónico, como diría Borges. Solo leo por gusto. Siempre he leído mucha más ficción que otra cosa, y ahora me dedico al tipo de narraciones que desarrollo en esta última novela mía: novelas de intriga, de aventuras, de emociones, de acción. Soy poco dado a la novela psicológica o histórica. Pero, además, estoy recuperando el placer de la relectura. Los que hemos sido muy lectores, hemos leído las grandes obras a una edad en que todavía no las podíamos comprender del todo.<br />
<br />
<strong>‑¿Ahora se va a volcar más a la ficción en su escritura? </strong><br />
‑Umberto Eco tiene un libro de ensayos reciente que se llama Memorias de un joven novelista . El, que es un autor ya muy veterano, dice: “Como novelista soy joven.” Entonces yo me considero también un neófito en el mundo de la novela, porque es algo que estoy comenzando.<br />
<br />
<strong>‑¿Cómo ha sido esa transición?</strong><br />
‑Es muy difícil abrirse paso, curiosamente, cuando la gente ya te tiene clasificado como otra cosa. Vamos, hay dos dificultades para abrirse paso. Una, que no te conozca nadie, y otra, que te conozcan, pero en otra estantería, en otra sala de la biblioteca.<br />
<br />
<strong>‑Uno de los personajes centrales le pregunta a un escritor que idolatra qué piensa de la muerte. Le hago la misma pregunta.</strong><br />
‑Como dijo Woody Allen: “Cuando llegue, no quisiera estar allí.”<br />
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<em><span style="font-size: x-small;">Gentileza Revista Ñ</span></em>Estanislaohttp://www.blogger.com/profile/01672699099038447789noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-33297068.post-51432808625219903252012-10-15T11:30:00.001-03:002012-10-15T11:30:29.902-03:00Berenice: Narrado por Alberto Laiseca<span style="color: blue;">Alberto Laiseca, narra el cuento Berenice de Edgar Allan Poe. Saludos!</span><br />
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<object height="315" width="420"><param name="movie" value="http://www.youtube.com/v/mcT0e2ejheM?version=3&hl=es_ES"></param>
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<a href="http://www.minedition.com/en/images/award.gif" imageanchor="1" style="clear: right; cssfloat: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" fea="true" height="200" src="http://www.minedition.com/en/images/award.gif" width="200" /></a></div>
<span style="color: #660000;">La escritora argentina, que recibirá en Londres el premio Hans Christian Andersen, el más importante de la literatura para niños, habla aquí de su voluntad de escribir sin predeterminar la edad de sus lectores.</span><br />
<span style="color: #660000;">María Teresa Andruetto vive en un pueblo de Córdoba, junto a un bosquecito de algarrobos y espinillos. Tiene una huerta y algunos animales domésticos. Cuando se le pregunta si este entorno es importante para su escritura, responde que no, que es importante para su vida. En marzo de este año el jurado del premio Hans Christian Andersen destacó su capacidad para crear libros sensibles, profundos y poéticos, fuertemente centrados en la estética, y le otorgó uno de los reconocimientos más importantes que puede recibir un autor cuya obra haya enriquecido la literatura infantil y juvenil. La escritora recibirá el premio en Londres, mañana.</span><br />
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<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/infantil-juvenil/Maria_Teresa_Andruetto_CLAIMA20120319_0162_8.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; cssfloat: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" fea="true" height="240" src="http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/infantil-juvenil/Maria_Teresa_Andruetto_CLAIMA20120319_0162_8.jpg" width="320" /></a></div>
"Siempre luché contra los encasillamientos", dice esta narradora que se ha dedicado a escribir sin fijarse en la edad de sus lectores; que publicó en colecciones para adultos, jóvenes y niños; que no cree en la literatura compartimentada y considera que muchos de sus libros pueden ser leídos indistintamente por jóvenes y adultos. "He tenido una ambición de escritura total, en el sentido de explorar en distintos géneros, en distintas zonas de lectores. Mi búsqueda ha roto mis propios encasillamientos", afirma. Su obra habla de la construcción de la identidad individual y social, de las secuelas de la dictadura, del universo femenino, de los migrantes y del desarraigo, entre otros temas. Algunos de sus títulos para niños y jóvenes más destacados son El incendio (distinguido por la Asociación de Literatura Infantil y Juvenil de Argentina), Veladuras (recomendado por el Banco del Libro de Caracas) y Stefano (Mención Especial White Ravens). Entre su obra para adultos figura Lengua madre (finalista del Premio Rómulo Gallegos), La mujer en cuestión (Premio Fondo Nacional de las Artes) y Tama (Premio Municipal Luis de Tejeda). Ha publicado en las editoriales más importantes y también en pequeños sellos independientes.<br />
<strong>-Alguna vez dijiste que escribir es un modo de mirar muy intenso. ¿Cuáles son los temas que miraste? </strong><br />
-Son muchos. Casi siempre tienen que ver con las mujeres, con un deseo de comprender la subjetividad femenina, la mía y la de otras, sobre todo la diversidad que puede tener.<br />
<br />
<strong>-En tus novelas suelen aparecer los viajes, las familias separadas por la distancia y la construcción de la identidad. </strong><br />
-Sí. Creo que todo converge. Yo he entendido la escritura como un camino de conocimiento. Cada libro por el que he transitado ha sido un camino de conocimiento de un modo de ser y estar en el mundo de un personaje, de un narrador y demás. Me ha aparecido mucho la relación entre madre e hija. Son cosas que yo veo hoy, a la distancia, que se han repetido.<br />
<strong>-En Veladuras construís una voz del norte, de una joven que habla de su pasado familiar. </strong><br />
-Es una metaforización de un lenguaje del noroeste, que no es exactamente el lenguaje de La Rioja o de Jujuy. A mí me apareció una voz, escuché una frase.<br />
<strong>-¿Cuál fue esa frase? </strong><br />
-La primera del libro. Escuché en mí una voz que decía esas primeras dos líneas del libro. Eso me ha pasado mucho con los poemas. Imágenes que me interrogan, me aparecen todo el tiempo. Algunas se van perdiendo, otras se quedan. Antes yo las perseguía un poco. Tengo cuadernos donde las anotaba para no perderlas. Lo que pasó fue que, como son muchas, he terminado escribiendo sobre las que se quedan. Pienso que por algo se me quedan, porque después descubro que eso que escribo tiene algo que ver con mi historia. Y en el caso de Veladuras , el origen, muy alejado del proceso de escritura, fue una persona que necesitaba hacerme algunas preguntas sobre Stefano por un trabajo para la universidad. Nos citamos en un bar en Córdoba. Nos vimos esa sola vez. Hablamos un poco de mi libro y después ella me contó de su papá. Sentía por su padre una fascinación adolescente, y a su madre le reprochaba que él no había podido realizarse porque ella no lo había comprendido. Había una idea de un triángulo amoroso también, o algo así, o es lo que me quedó. No sé exactamente porque después yo fui fabulando en torno a eso a lo largo del tiempo. Yo tenía a mis hijas adolescentes, algo de eso evidentemente resonó ahí, en ese momento de la adolescencia en que la hija ama y defiende al padre contra la madre para poder construirse. Algo de eso resonó por mucho tiempo. Lo que no tenía era cómo contarlo. Yo no empiezo a escribir si no tengo el narrador. La escritura es el lento proceso de escucha de lo que ese narrador puede decir.<br />
<strong>-¿Dónde escribís? </strong><br />
-Yo me aquerencio con un lugar, donde visualizo la escritura es ahí. Lo que más me gusta es escribir en casa, en mi escritorio, en una computadora fija. Hay una rutina que me parece que es buena para mi escritura. Ahora ya es poco el tiempo, tengo una novela suspendida, pero la tengo en mi cabeza, ya sé que la estoy haciendo aunque no escriba una línea desde marzo, cuando anunciaron los resultados del premio, y quizá no escriba más hasta noviembre. Ya de por sí escribo más en el verano. Entonces es cuando hago los borradores. Después pulo en el invierno. No es que esté escribiendo todo el tiempo. Contesto notas, hago una columna, un prólogo para alguien, soy muy activa, pero lo último que escribí de literatura fue en el verano. No me angustia pasar un año sin avanzar con la novela. Ese no ir, el tiempo en que no estoy en eso y después vuelvo, forma parte de mi proceso de escritura. Escribo mucho por capas. Hasta un punto y después a lo mejor lo suspendo.<br />
<br />
<strong>-¿Cómo es escribir por capas? ¿Corregís mucho? </strong><br />
-Sí, mucho, corregir por supuesto que es algo que se hace por capas. Es el proceso más lindo para mí, me gusta mucho esa cosa más fina, cuando ya lo voy teniendo. Pero las capas son también para la escritura misma. Yo conozco algunos puntos flacos míos. Uno de ellos es mi excesiva demanda de corrección. Corregir antes de tiempo puede abortar un proyecto. Tengo algunas estrategias para que no se me agoten los proyectos por hipercorrección. Porque la corrección es fundamental, pero si viene después.<br />
<br />
<strong>-¿Cómo es tu día? </strong><br />
-Me levanto, desayunamos y les damos de comer a los animales. Tenemos una huerta, unas ovejas, dos caballos y gallinas. Muchas veces camino una hora, después vengo y abro la máquina, porque ya estoy sola en la casa. Entro a leer los mails, respondo? Lo que hacemos todos. Ahora contesto notas o le mando alguna cosa a alguien que me pide, preparo mi columna, dirijo una colección de narradoras... Una vez por mes hago una entrada para un blog de narradoras, y los deberes que tengo que me ordenan. El tiempo que me queda libre es el de escritura. Yo lo busco y a la vez lo obstaculizo, porque me pongo otras tareas. Todos hacemos lo mismo, ¿no?<br />
<br />
<strong>-¿A la literatura llegás por la tarde? </strong><br />
-No, si estoy muy entusiasmada, arranco por ahí, porque también eso es algo que aprendí conmigo: que si abro los mails ya soné. Pero en el verano, por ejemplo, hago muchos borradores, avanzo mucho porque baja todo lo otro, porque yo me considero de vacaciones.<br />
<strong>-¿Te considerás de vacaciones y por eso escribís más? </strong><br />
-Hasta hace pocos años, cuando tenía que llenar un papel con mi profesión, ponía "docente". Escribir era mi recreo y mi fiesta. Y aunque ahora todo lo que hago tiene que ver con la escritura y pongo "escritora", porque me invitan como escritora y ya no estoy dando clases, escribir sigue teniendo eso de fiesta, de cosa libre. Por eso nunca vendo trabajos por anticipado, me han ofrecido contratos para terminar cosas en cierta cantidad de tiempo. Pero no, no quiero, no me funciona, me quita el gusto.<br />
<br />
<strong>-¿Te quita el gusto que te corten tu ritmo? </strong><br />
-No, lo que ocurre es tengo que ver la obra terminada y que me guste para entregársela a alguien. Cuando algo está encargado, no tiene esa emoción, está la cabeza, lo racional; entonces se aleja de lo que yo busco para la escritura. No es que me ponga en moralista, es mi forma, siempre he cuidado mi deseo porque escribir es una de las cosas que más me gusta hacer.<br />
<strong>-En El taller de literatura creativa en la escuela, la biblioteca, el club , considerás, junto con Lilia Lardone, que el taller es un espacio en el que los niños pueden encontrar el sitio que les corresponde en el mundo</strong>. <br />
-Me parece interesante producir en la escuela un espacio de autoconocimiento y de encuentro con una palabra propia. No se debe confundir con formación de escritores o con un taller privado de adultos adonde va una persona que está escribiendo para revisar sus textos. A veces hay gente que dice: "Mi hijo escribe, ¿cómo hago para que alguien lo publique?". A lo mejor hasta va a una imprenta y lo imprime. Yo pienso en un espacio liberado de todo eso. Un lugar de encuentro con la palabra que un coordinador puede favorecer con ciertas provocaciones y lecturas, de modo que cada uno busque en sí mismo una palabra que no es la que debiera ser, el uso correcto del lenguaje, sino ese sentido más desacatado de las palabras que lo habitan a uno cuando se busca en el interior. Porque un escritor recorre un camino diferente de un profesor de lengua o un investigador de la lengua, incluso de un crítico. Un escritor recorre un espacio más salvaje del lenguaje en la búsqueda de una palabra propia en la que a veces cierta leve incorrección, un desacato de la norma, genera un sentido inesperado y da luz a algo. Es interesante que suceda en la escuela porque esta institución es, todavía y más que nunca, un espacio de democratización del conocimiento, el más democrático que tenemos porque a la escuela vamos todos. Es un lugar que puede achicar la brecha entre los que provienen de hogares no lectores y los que vienen de hogares con libros.<br />
<strong>-También decís que el taller rompe el espacio homogeneizador de la clase de lengua. </strong><br />
-La escuela es un espacio muy importante de acceso al conocimiento, pero también es un espacio ordenador de nuestras vidas, de catalogación del saber, en algún punto conservador del lenguaje porque nos enseña a escribir de la forma correcta, a usar el lenguaje de todos, sin lo cual no nos podemos mover en la vida cotidiana. Pero un escritor es alguien que con el lenguaje de todos construye una lengua propia, única, privada. El taller debe estar dentro de la escuela para que todos tengan acceso, pero a la vez lo pienso diferenciado de la clase tradicional, en el sentido de un espacio de ruptura en el encuentro con la palabra. Permite un perfil más salvaje, menos obediente de la palabra, más desacatado del lenguaje, más lleno de grietas por donde entrar en lo propio, y lo permite a la vez en un espacio democrático por el que pasamos todos.<br />
<strong>-Algo así contabas recién sobre tu propio proceso de escritura, que una corrección prematura puede abortar tu trabajo.</strong><br />
-Claro. Siempre la lucha entre la pasión y la norma, lo que debiera ser y lo que es, como una especie de relámpago. Porque, ¿qué quiere la escritura? Captar algo de lo fugaz de la vida.<br />
<br />
<strong>María Teresa Andruetto</strong><br />
Arroyo Cabral, Córdoba, 1954 <br />
Estudió Letras en la Universidad Nacional de Córdoba y ejerció la docencia, además de coordinar talleres de escritura. Publicó narrativa, poesía y teatro para adultos. Su obra literaria para niños y jóvenes incluye, entre otros títulos, La niña, el corazón y la casa (Sudamericana), Stefano (Sudamericana), El caballo de Chuang Tzu (Comunicarte), Trenes (Alfaguara) y El incendio (Ediciones del Eclipse).<br />
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<span style="font-size: x-small;"><em><strong>Gentileza de Cristina Macjus para LA NACION</strong></em></span><br />
Estanislaohttp://www.blogger.com/profile/01672699099038447789noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-33297068.post-11382943281453773542012-09-05T12:55:00.000-03:002012-09-05T12:55:00.356-03:00Curva peligrosa / Estanislao Zaborowski<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://spain2004.zonzo.ch/2004img/dsc01078m.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; cssfloat: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" fea="true" height="240" src="http://spain2004.zonzo.ch/2004img/dsc01078m.jpg" width="320" /></a></div>
<br />
<span style="color: #990000;">Hace cinco años, escribí un pequeño relato no me acuerdo a motivo de que. Cuestión, que lo modifiqué levemente, sin cambiar su sentido, por simple evolución.</span><br />
<span style="color: #990000;">Se los dejo a continuación y debajo del mismo el link al cuento original.</span><br />
<span style="color: #990000;">Saludos!</span><br />
<br />
<span style="color: #990000;"><strong>Curva peligrosa</strong></span><br />
Estanislao Zaborowski<br />
<br />
Estaba aturdido, mareado, perdido. Estaba confundido, atrapado, rendido. Todo era gris. O negro. No podía distinguirlo bien. Me ardían los ojos. Sin embargo, no los cerraba. Intenté mover el brazo. No pude. Ahora una pierna. No pude. Solo podía pensar. Pero no con claridad. Me sentía envuelto en una realidad difusa y uno no está seguro si está despierto o dormido. No podía asegurar nada de lo que pasaba en mi interior, porque no sé si realmente estaba sucediendo. Intenté buscar evidencia externa. Algo que me indicara si estaba allí. Agudicé mis sentidos. Traté de escuchar algún sonido que me diera alguna pista. En el silencio o emanando de él, percibí un arrastre lejano. Era constante. Inalterable. Era agua. Fluía agua . Sonaba a rio. Agudicé el oído. Por el ruido del caudal me pareció que era un arroyo. Ya tenía un dato. Ahora, intenté prestarle atención a la información que le enviaba el olfato al cerebro. Me di cuenta que percibía diferentes olores. Eran profundos, intensos, conocidos. Algo se quemaba. Chamuscado, pensé. También olía a nafta. Me concentré asegurándome que no adivinaba ningún otro olor. Descarté los sentidos del gusto y del tacto porque nada me aportaban. Solo la visión, el olfato y el oído me daban información. Necesitaba procesarla, unirla y sacar conclusiones. En ese momento, escuché una voz. Lejana pero acercándose. La voz me decía que no me moviera. Ridícula. Voz ridícula, pensé. ¿A donde quería que me vaya si no podía moverme?<br />
Traté de serenarme. Me reproché la elección de viajar al sur en ruta. Otra estupidez fue hacer todo el recorrido sin descansar; a estirar las piernas, a distenderme. El apuro por llegar a ver su tierna sonrisa me hizo cometer este error. Y si algo sabía era cometer errores. Los tenía clasificados por color. Pero el casillero negro aún no estaba cruzado.<br />
<br />
La voz en la oscuridad me hizo recordar los años que estuve preso. Esas destempladas noches cuando mi vecino de celda desvariaba en pasados. Tres años de sombra. Un largo período separado de mi hija por un delito que no cometí. Me alivió pensar que cuando saliera de este nudo, podría continuar el viaje para reencontrarme con ella. Eso me reconfortó. Sus ojos azules me dictarían su amor incondicional a pesar del tiempo transcurrido. Imaginé a mi pequeña Sofía corriendo a mi encuentro. Atolondrada, desesperada por verme. ¿Cómo le sentarán sus cinco añitos? Dulces, pensé. Con su ternura a flor de piel. No pude evitar que mis ojos se llenaran de lágrimas. Otra vez la voz. Ahora me decía que había tenido un accidente y que la ayuda venía en camino. Intuí que se trataba de una mujer. Por el tono me imaginé una mujer corpulenta de hombros grandes, espalda ancha. Masculina. Quizás una mujer policía.<br />
<br />
Mis pensamientos se interrumpieron nuevamente cuando me asaltó un olor penetrante. Tranquilo, pensé. Están en camino. Pronto saldrás de aquí y continuarás el viaje. Sofía te espera. Su sonrisa y aire inquieto te esperan. Escuché sirenas. En un par de horas toda esta pesadilla será historia. Este pesado sueño terminará. Las sirenas se callaron. Escuché voces y corridas. Alguien se acercaba. Por los gritos que provenían de diferentes ángulos pude adivinar que estaban corriendo varias personas hacia mí. Sonreí y finalmente cerré los ojos pensando en la calidez del abrazo de mi hija. Ya podía sentir su roce. Me aferré a ese pensamiento, incluso cuando el mundo me ensordeció. Y lo último que hice fue cruzar un casillero negro.<br />
<br />
Fin<br />
<br />
El cuento original: <a href="http://estanislao1975.blogspot.com.ar/2006/09/cuento-propio-curva-peligrosa.html" target="_blank">Curva peligrosa - Sept´06</a><br />
Estanislaohttp://www.blogger.com/profile/01672699099038447789noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-33297068.post-47277492429171541432012-08-31T12:45:00.000-03:002012-08-31T12:45:00.179-03:00La página en blanco / Isak Dinesen<a href="http://www.thenation.com/sites/default/files/images/media/doc/462/1250177549-large.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; cssfloat: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" height="252" src="http://www.thenation.com/sites/default/files/images/media/doc/462/1250177549-large.jpg" width="320" yda="true" /></a><br />
<strong>La página en blanco</strong><br />
Isak Dinensen<br />
<br />
Cerca de las puertas de la antigua ciudad solía sentarse una anciana de piel color de café, cubierta con un velo negro, que se ganaba el pan contando historias.<br />
<br />
Decía la mujer:<br />
<br />
- ¿Queréis un cuento, señora gentil, caballero? He contado muchas, muchas historias, mil y una más, desde los tiempos en que dejaba que los muchachos me contasen a mí el cuento de la rosa roja, los dos suaves capullos de azucena y las cuatro serpientes sedosas, cimbreantes y mortalmente enlazadas. Fue la madre de mi madre, la bailarina de los ojos negros a quien tantos poseyeron, la que hacia el fin de su vida, arrugada como una manzana de invierno y escondida detrás del piadoso velo, me enseñó el arte de relatar historias. La madre de su madre se lo había enseñado a ella, y ambas eran mejores narradoras que yo. Pero esto ahora no tiene importancia, porque, para las gentes, ellas y yo somos la misma y me tratan con gran respeto, puesto que vengo contando historias desde hace doscientos años.<br />
Después, si se le ha pagado bien y está de buen humor proseguirá:<br />
-“La de mi abuela –decía- fue una escuela bien dura.<br />
- Sé fiel a la historia –me decía la vieja bruja-. Sé eterna e inquebrantablemente fiel a la historia.<br />
-¿Por qué abuela?- preguntaba yo.<br />
-¿He de decirte las razones, desvergonzada? –gritaba ella-. ¿Y tú quieres ser narradora? ¿Tú vas a ser narradora y yo he de darte razones? Pues bien, escucha: cuando el narrador es fiel, eterna e inquebrantablemente fiel a la historia, al final es el silencio quien habla. Cuando la historia ha sido traicionada, el silencio no es más que vacío. Pero nosotros, los fieles, cuando hemos dicho nuestra última palabra oímos la voz del silencio. Lo entienda o no una mocosa impertinente.<br />
“¿Quién es –prosigue la mujer- el que relata un cuento mejor que todas nosotras? El silencio. ¿Y dónde se lee una historia más profunda que en la página mejor impresa del libro más valioso? En la página en blanco. Cuando la pluma más finamente cortada, en su momento de mayor inspiración, ha escrito su cuento con la más preciada tinta, ¿dónde podrá leerse un cuento aún más profundo, dulce, alegre y cruel?: en la página en blanco”.<br />
La vieja arpía calla un momento, suelta una risita y mastica algo en su desdentada boca.<br />
-Nosotras –dice finalmente-, las viejas que contamos historias, sabemos la historia de la página en blanco. Pero no nos gusta contarla, porque entre los no iniciados podría mermar algo nuestra fama. Aún así, voy a hacer una excepción con vosotros, dama hermosa y gentil y caballero de generoso corazón. A vosotros os la contaré.<br />
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“En las altas y azules montañas de Portugal existe un viejo convento de monjas de la Orden Carmelitana, que es una orden ilustre y austera. En tiempos pasados el convento fue rico, las monjas eran todas nobles señoras y se producían incluso milagros. Pero con el correr de los siglos las damas de alto linaje fueron perdiendo la afición al ayuno y la plegaria, las grandes dotes dejaron de fluir a las arcas del convento y hoy apenas quedan unas pocas hermanas humildes y pobres que viven en una sola ala del vasto y decaído edificio, que parece que quiera fundirse con al roca gris que lo rodea. Y sin embargo, la comunidad es aún viva y alegre. Sus devociones son fuente de gozo inextinguible, y las hermanitas se dedican alegremente a la tarea que hace muchos, muchos años, deparó al convento un único y singular privilegio: cultivar el mejor lino de Portugal, con el que fabrican la tela más fina del país.<br />
“El vasto campo frente al convento se ara con bueyes blancos como la leche, de manso mirar, y la semilla es sembrada hábilmente por virginales manos endurecidas en la labor, con las uñas llenas de tierra. En la estación en que florece el lino, el valle entero adquiere un color azul de aire, el mismo color del delantal que llevaba puesto la Sagrada Virgen para ir a coger huevos al gallinero de Santa Ana cuando el Arcángel San Gabriel, con su aleteo poderoso, descendió hasta el umbral de la casa y en lo alto, muy alto, una paloma, con las plumas del collar enhiestas y las alas vibrando, se recortaba en le cielo como una pequeña estrella plateada. Durante este mes los aldeanos de muchas millas a la redonda alzan los ojos hacia el campo de lino y se preguntan: “¿Ha subido el convento al cielo? ¿O han logrado las hermanitas que el cielo baje hasta ellas?”<br />
“Cuando llega la estación, el lino se recolecta, se agrama y se rastrilla; después la fibra delicada se hila, el hilo se teje y, por último, la tela se extiende sobre la hierba para que se blanquee, y se lava una y otra vez hasta que haya nevado en torno a los muros del convento. Toda esta labor se lleva a cabo piadosamente y con precisión, y con ciertas aspersiones y letanías que son un secreto del convento. A ello se debe que el lino, que se carga a lomos de pequeños asnos grises y pasada la puerta del convento, desciende y desciende hasta llegar a la ciudad, sea blanco como una flor, liso y suave como era mi pie cuando, a los catorce años, lo lavaba en el arroyo para ir al baile de la aldea.<br />
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La diligencia, queridos señores, es buena cosa, y la religión también, pero el germen último de la historia procede de algún lugar místico ajeno a la historia misma. Así, la virtud del lino del Convento Velho le viene del hecho de que la primera semilla fue traída por un cruzado de la propia Tierra Santa.<br />
“En la Biblia, las gentes que saben leer pueden aprender cosas sobre las tierras de Lachis y Maresa, donde crece el lino. Yo no sé leer, y nunca e visto este libro del que tanto se habla. Pero la abuela de mi abuela, cuando era niña, fue la favorita de un viejo rabino, y sus enseñanzas se han guardado en la familia y se han transmitido de generación en generación. Así, en el libro de Josué podéis leer que Axa, hija de Caleb, se apeó del asno y gritó a su padre: “¡Dame bendición!¡Pues que me has dado tierra de secadal, dame también fuentes de agua!” Y él le dio entonces las fuentes de arriba y las de abajo. Y en los campos de Lachis y Maresa vivieron, más tarde, las familias que tejían el lino más fino de todos. Nuestro cruzado portugués, que descendía de una familia de grandes tejedores de lino de Tomar, cabalgando por esos mismos campos quedó impresionado por la finura de las plantas de lino, y se ató un saco de semillas al pomo de su silla de montar. <br />
“Así se originó el primer privilegio del convento, que era el de suministrar las sábanas de matrimonio para las jóvenes princesas de la Casa Real. <br />
“He de deciros, querido señores, que en el país de Portugal las viejas y nobles familias observan una costumbre venerable. A la mañana siguiente a los esponsales de una hija de la casa, y antes de que se entreguen los regalos de boda, el chambelán o el gran senescal cuelgan de un balcón del palacio la sábana de la noche de bodas y proclaman solemnemente: “Virginem eam tenemos”. “Declaro que era virgen”. Esta sábana no se lava ni se utiliza nunca más.<br />
“Nadie observaba esta costumbre venerable más estrictamente que la Casa Real, en la que ha persistido casi hasta nuestros días.<br />
“Desde hace muchos siglos también, y como señal de gratitud por la excelente calidad de su lino, el convento de los montes ha gozado de un segundo privilegio: el de recibir de vuelta el fragmento central de la sábana blanca como la nieve, que lleva el testimonio del honor de la desposada real.<br />
“En el ala principal del convento, desde la que se divisa un inmenso panorama de colinas y valles, hay una extensa galería de suelo de mármol blanco y negro. De los muros de la galería cuelga una larga hilera de pesados marcos dorados, rematados cada uno de ellos por una cartela de oro puro en las que figura inscrito el nombre de una princesa: Donna Christina, Donna Ines, Donna Jacinta Leonora, Donna María. Y cada uno de estos marcos encierra un retal cuadrado de una sábana real de boda.<br />
“En las manchas borrosas de las telas una persona de cierta imaginación y sensibilidad podría reconocer todos los signos del Zodíaco: la Balanza, el Escorpión, el León, los Gemelo. O discernir imágenes de su propio mundo de ideas: una rosa, un corazón, una espada, o acaso un corazón atravesado por una espada.<br />
“En los viejos tiempos podía verse en ocasiones una larga majestuosa y colorida procesión que avanzaba por el paisaje de rocas grises en dirección al convento. Princesas de Portugal que ahora eran reinas, o reinas madres de otros países, archiduquesas o grandes electoras con sus espléndidos séquitos, llevaban a cabo un peregrinaje de naturaleza a la vez sagrada y secretamente jubilosa. Pasado el campo de lino la ruta se hace empinada; la dama real tenía que bajar de su carroza para recorrer la última parte del camino en un palanquín regalado al convento precisamente con esta finalidad.<br />
“Después, y aún en nuestros días, ocurre a veces, como puede ocurrir cuando se quema una hoja de papel, que después que todas las chispas han corrido por el borde del papel para ir a morir a un extremo surge una última chispa, pequeña y reluciente, que va corriendo detrás de las otras, que una solterona muy anciana, de alto linaje, emprenda la ruta hacia Convento Velho. Hace muchos años fue la compañera de juegos, amiga y doncella de honor de una joven princesa de Portugal. En el camino al convento, va contemplando el panorama que se extiende a sus pies. Llegada al edificio, una monja la conduce hasta la galería, frente al marco que lleva el nombre de la princesa a la que sirvió un día, y se despide de ella, comprendiendo que quiere quedarse sola.<br />
“Lenta, muy lentamente, una procesión de recuerdos desfila por la pequeña, venerable y cadavérica cabeza bajo la mantilla de negro encaje, que se inclina en señal de reconocimiento. La leal amiga y confidente recuerda la vida de casada de la joven princesa con el consorte real elegido. Revive los momentos alegres y los tristes coronaciones y jubileos, intrigas cortesanas y guerra, el nacimiento del heredero del trono, los matrimonios de los príncipes y princesas de las nuevas generaciones, el orto y el ocaso de las dinastías. La vieja dama recuerda las profecías que se hicieron con las manchas de la sábana: ahora puede comparar la realidad con la profecía, con una leve sonrisa y un ligero suspiro. Cada pedazo de tela con el nombre inscrito en el marco que lo encierra tiene una historia que contar, y todos han sido puestos allí por fidelidad a la historia.<br />
“Pero en medio de la larga hilera hay una tela que no es igual que las otras. Su marco es tan hermoso y pesado como las demás y ostenta con el mismo orgullo la placa dorada con la corona real. Pero en la cartela no hay ningún nombre inscrito, y la sábana enmarcada es de lino blanco como la nieve de una esquina a la otra: una página en blanco.<br />
“¡Os ruego, buenas gentes que venís a escuchar historias! ¡Mirad esta página, y reconoced la sabiduría de mi abuela y de todas las mujeres que narran historias!<br />
“Porque, ¡qué lealtad eterna e inquebrantable ha hecho colgar este pedazo de tela junto a los otros! Ante él, las narradoras de cuentos hemos de cubrirnos con el velo y guardar silencio. Porque si el padre y la madre reales que un día ordenaron que se enmarcase y colgase ese retal no hubieran conservado en su sangre una tradición de lealtad, quizá no habrían dado la orden.<br />
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“Es frente a este pedazo de puro lino blanco donde las viejas princesas de Portugal, reinas, viudas y madres con experiencia de la vida, con sentido del deber y con una larga historia de sufrimiento, y sus viejas y nobles compañeras de juegos, doncellas y damas de honor, permanecen de pie más tiempo.<br />
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“Y es frente a la página en blanco donde las monjas jóvenes y viejas, y la propia madre abadesa, quedan sumida en la más profunda de las reflexiones.”<br />
<br />Fin<br />
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