30 de mayo de 2010

Roger Chartier / Entrevista

Roger Chartier dirige la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París, es un historiador de la educación y de los modos de lectura. En una entrevista con Chartier el protagonista principal es la lectura, en un mundo donde esta práctica ha disminuido, acosada por los medios audiovisuales y la informática.
En otros encuentros ha dicho que su preocupación por estos temas comenzó desde joven, intrigado por la relación de autores como Shakespeare o Cervantes con lectores contemporáneos a través de sus libros. Chartier diferencia la multiplicidad de textos que pueden aparecer en los kioscos o en las pantallas de Internet, con la lectura de un libro, “lectura de una obra”. Ha publicado El mundo como representación; Libros, lecturas y lectores en la Edad Moderna y El orden de los libros, entre otras obras.
Chartier dice que en encuestas realizadas en Europa muchos jóvenes responden que no leen. Tienen vergüenza de decir que leen. En la Argentina, la situación pareciera ser al revés, muchos dicen que leen, pero las cifras de ventas de libros y ediciones los desmienten. La Argentina es un país que va perdiendo el hábito de la lectura y el pensamiento de Chartier podría arrojar algunas ideas para comenzar a revertir ese camino de empobrecimiento.


Entrevista Parte 1/3



Entrevista Parte 2/3



Entrevista Parte 3/3

25 de mayo de 2010

El expulsado / Samuel Beckett


El expulsado
Samuel Beckett

No era alta la escalinata. Mil veces conté los escalones, subiendo, bajando; hoy, sin embargo, la cifra se ha borrado de la memoria. Nunca he sabido si el uno hay que marcarlo sobre la acera, el dos sobre el primer escalón, y así, o si la acera no debe contar. Al llegar al final de la escalera, me asomaba al mismo dilema.
En sentido inverso, quiero decir de arriba abajo, era lo mismo, la palabra resulta débil. No sabía por dónde empezar ni por dónde acabar, digamos las cosas como son. Conseguía pues tres cifras perfectamente distintas, sin saber nunca cuál era la correcta.Y cuando digo que la cifra ya no está presente, en la memoria, quiero decir que ninguna de las tres cifras está presente, en la memoria.
Lo cierto es que si encuentro en la memoria, donde seguro debe estar, una de esas cifras, sólo encontraré una, sin posibilidad de deducir, de ella, las otras dos. E incluso si recuperara dos no por eso averiguaría la tercera. No, habría que en contrar las tres, en la memoria, para poder conocerlas, todas, las tres. Mortal, los recuerdos. Por eso no hay que pensar en ciertas cosas, cosas que te habitan por dentro, o no, mejor sí, hay que pensar en ellas porque si no pensamos en ellas, corremos el riesgo de encontrarlas, una a una, en la memoria. Es decir, hay que pensar durante un momento, un buen rato, todos los días y varias veces al día, hasta que el fango las recubra, con una costra infranqueable. Es un orden.Después de todo, lo de menos es el número de escalones. Lo que había que retener es el hecho de que la escalinata no era alta, y eso lo he retenido. Incluso para el niño, no era alta, al lado de otras escalinatas que él conocía, a fuerza de verlas todos los días de subirlas y bajarlas, y jugar en los escalones, a las tabas y a otros juegos de los que he olvidado hasta el nombre. ¿Qué debería ser pues para el hombre, hecho y derecho?
La caída fue casi liviana. Al caer oí un portazo, lo que me comunicó un cierto alivio, en lo peor de mi caída. Porque eso significaba que no se me perseguía hasta la calle, con un bastón, para atizarme bastonazos, ante la mirada de los transeúntes. Porque si hubiera sido ésta su intención no habrían cerrado la puerta, sino que la hubieran dejado abierta, para que las personas congregadas en el vestíbulo pudieran gozar del castigo, y sacar una lección. Se habían contentado, por esta vez, con echarme, sin más. Tuve tiempo, antes de acomodarme en la burla, de solidificar este razonamiento.En estas condiciones, nada me obligaba a levantarme en seguida. Instalé los codos, curioso recuerdo, en la acera, apoyé la oreja en el hueco de la mano y me puse a reflexionar sobre mi situación, situación, a pesar de todo, habitual. Pero el ruido, más débil, pero inequívoco, de la puerta que de nuevo se cierra, me arrancó de mi distracción, en donde ya empezaba a organizarse un paisaje delicioso, completo, a base de espinos y rosas salvajes, muy onírico, y me hizo levantar la cabeza, con las manos abiertas sobre la acera y las corvas tensas. Pero no era más que mi sombrero, planeando hacia mí, atravesando los aires, dando vueltas. Lo cogí y me lo puse. Muy correctos, ellos, con arreglo al código de su Dios. Hubieran podido guardar el sombrero, pero no era suyo, sino mío, y me lo devolvían. Pero el encanto se había roto.¿Cómo describir el sombrero? ¿Y para qué? Cuando mi cabeza alcanzó sus dimensiones, no diré que definitivas, pero si máximas, mi padre me dijo, Ven, hijo mío, vamos a comprar tu sombrero, como si existiera desde el comienzo de los siglos, en un lugar preciso. Fue derecho al sombrero. Yo no tenía derecho a opinar, tampoco el sombrerero. Me he preguntado a menudo si mi padre no se propondría humillarme, si no tenía celos de mí, que era joven y guapo, en fin, rozagante, mientras que él era ya viejo e hinchado y violáceo. No se me permitiría, a partir de ese día concreto, salir descubierto, con mi hermosa cabellera castaña al viento. A veces, en una calle apartada, me lo quitaba y lo llevaba en la mano, pero temblando. Debía llevarlo mañana y tarde.
Los chicos de mi edad, con quien a pesar de todo me veía obligado a retozar de vez en cuando, se burlaban de mí. Pero yo me decía, El sombrero es lo de menos, un mero pretexto para enredar sus impulsos, como el brote más, más impulsivo del ridículo, porque no son finos. Siempre me ha sorprendido la escasa finura de mis contemporáneos, a mí, cuya alma se retorcía de la mañana a la noche tan sólo para encontrarse. Pero quizá fuera una forma de amabilidad, como la de cachondearse del barrigón en sus mismísimas narices. Cuando murió mi padre hubiera podido liberarme del sombrero, nada me lo impedía, pero nada hice. Pero, ¿cómo describirlo? Otra vez, otra vez.Me levanté y eché a andar. No sé qué edad podía tener entonces. Lo que acababa de suceder no tenía por qué grabarse en mi existencia. No fue ni la cuna ni la tumba de nada. Al contrario: se parecía a tantas otras cunas, a tantas otras tumbas, que me pierdo. Pero no creo exagerar diciendo que estaba en la flor de la edad, lo que se llama me parece la plena posesión de las propias facultades. Ah sí, poseerlas poseerlas, las poseía. Atravesé la calle y me volví hacia la casa que acababa de expulsarme, yo, que nunca me volvía, al marcharme. ¡Qué bonita era! Geranios en las ventanas. Me he inclinado sobre los geranios, durante años. Los geranios, qué astutos, pero acabé haciéndoles lo que me apetecía. La puerta de esta casa, aúpa sobre su minúscula escalinata, siempre la he admirado, con todas mis fuerzas. ¿Cómo describirla? Espesa, pintada de verde, y en verano se la vestía con una especie de funda a rayas verdes y blancas con un agujero por donde salía una potente aldaba de hierro forjado y una grieta que corresponde a la boca del buzón que una placa de cuero automático protegía del polvo, los insectos, las oropéndolas. Ya está. Flanqueada por dos pilastras del mismo color, en la de la derecha se incrusta el timbre. Las cortinas respiraban un gusto impecable. Incluso el humo que se elevaba de uno de los tubos de la chimenea, el de la cocina, parecía estirarse y disiparse en el aire con una melancolía especial, y más azul. Miré al tercero y último piso, mi ventana, impúdicamente abierta.
Era justo el momento de la limpieza a fondo. En algunas horas cerrarían la ventana, descolgarían las cortinas y procederían a una pulverización de formol. Los conozco. A gusto moriría en esta casa. Vi, en una especie de visión, abrirse la puerta y salir mis pies.Miraba sin rabia, porque sabía que no me espiaban tras las cortinas, como hubieran podido hacer, de apetecerles. Pero les conocía. Todos habían vuelto a sus nichos y cada uno se aplicaba en su trabajo.Sin embargo no les había hecho nada.Conocía mal la ciudad, lugar de mi nacimiento y de mis primeros pasos, en la vida, y después todos los demás que tanto han confundido mi rastro. ¡Si apenas salía! De vez en cuando me acercaba a la ventana, apartaba las cortinas y miraba fuera. Pero en seguida volvía al fondo de la habitación, donde estaba la cama. Me sentía incómodo, aplastado por todo aquel aire, y perdido en el umbral de perspectivas innombrables y confusas. Pero aún sabía actuar, en aquella época, cuando era absolutamente necesario. Pero primero levanté los ojos al cielo, de donde nos viene la célebre ayuda, donde los caminos no aparecen marcados, donde se vaga libremente, como en un desierto, donde nada detiene la vista, donde quiera que se mire, a no ser los límites mismos de la vista. Por eso levanto los ojos, cuando todo va mal, es incluso monótono pero soy incapaz de evitarlo, a ese cielo en reposo, incluso nublado, incluso plomizo, incluso velado por la lluvia, desde el desorden y la ceguera de la ciudad, del campo, de la tierra. De más joven pensaba que valdría la pena vivir en medio de la llanura, iba a la landa de Lunebourg.
Con la llanura metida en la cabeza iba a la landa. Había otras landas más cercanas, pero una voz me decía, Te conviene la landa de Lunebourg, no me lo pensé dos veces. El elemento luna tenía algo que ver con todo eso. Pues bien, la landa de Lunebourg no me gustó nada, lo que se dice nada. Volví decepcionado, y al mismo tiempo aliviado. Sí, no sé por qué, no me he sentido nunca decepcionado, y lo estaba a menudo, en los primeros tiempos, sin a la vez, o en el instante siguiente, gozar de un alivio profundo.Me puse en camino. Qué aspecto. Rigidez en los miembros inferiores, como si la naturaleza no me hubiera concedido rodillas, sumo desequilibrio en los pies a uno y otro lado del eje de marcha. El tronco, sin embargo, por el efecto de un mecanismo compensatorio, tenía la ligereza de un saco descuidadamente relleno de borra y se bamboleaba sin control según los imprevisibles tropiezos del asfalto. He intentado muchas veces corregir estos defectos, erguir el busto, flexionar la rodilla y colocar los pies unos delante de otros, porque tenía cinco o seis por lo menos, pero todo acababa siempre igual, me refiero a una pérdida de equilibrio, seguida de una caída. Hay que andar sin pensar en lo que se está haciendo, igual que se suspira, y yo cuando marchaba sin pensar en lo que hacía marchaba como acabo de explicar, y cuando empezaba a vigilarme daba algunos pasos bastante logrados y después caía. Decidí abandonarme. Esta torpeza se debe, en mi opinión, por lo menos en parte, a cierta inclinación especialmente exacerbada en mis años de formación, los que marcan la construcción del carácter, me refiero al período que se extiende, hasta el infinito, entre las primeras vacilaciones, tras una silla, y la clase de tercero, término de mi vida escolar. Tenía pues la molesta costumbre, habiéndome meado en el calzoncillo, o cagado, lo que me sucedía bastante a menudo al empezar la mañana, hacia las diez diez y media, de empeñarme en continuar y acabar así mi jornada, como si no tuviera importancia. La sola idea de cambiarme, o de confiarme a mamá que no buscaba sino mi bien, me resultaba intolerable, no sé por qué, y hasta la hora de acostarme me arrastraba, con entre mis menudos muslos, o pegado al culo, quemando, crujiendo y apestando, el resultado de mis excesos. De ahí esos movimientos cautos, rígidos y sumamente espatarrados, de las piernas, de ahí el balanceo desesperado del busto, destinado sin duda a dar el pego, a hacer creer que nada me molestaba, que me encontraba lleno de alegría y de energía, y a hacer verosímiles mis explicaciones a propósito de mi rigidez de base, que yo achacaba a un reumatismo hereditario. Mi ardor juvenil, en la medida en que yo disponía de tales impulsos, se agotó en estas manipulaciones, me volví agrio, desconfiado, un poco prematuramente, aficionado de los escondrijos y de la postura horizontal. Pobres soluciones de juventud, que nada explican. No hay por qué molestarse. Raciocinemos sin miedo, la niebla permanecerá.Hacía buen tiempo. Caminaba por la calle, manteniéndome lo más cerca posible de la acera. La acera más ancha nunca es lo bastante ancha para mí, cuando me pongo en movimiento, y me horroriza importunar a desconocidos. Un guardia me detuvo y dijo, La calzada para los vehículos, la acera para los peatones. Parecía una cita del antiguo testamento. Subí pues a la acera, casi excusándome, y allí me mantuve, en un traqueteo indescriptible, por lo menos durante veinte pasos, hasta el momento en que tuve que tirarme al suelo, para no aplastar a un niño. Llevaba un pequeño arnés, me acuerdo, con campanillas, debía creerse un potro, o un percherón, por qué no. Le hubiera aplastado con gusto, aborrezco a los niños, además le hubiera hecho un favor, pero temía las represalias. Todos son parientes, y es lo que impide esperar. Se debía disponer, en las calles concurridas, una serie de pistas reservadas a estos sucios pequeños seres, para sus cochecitos, aros, biberones, patines, patinete, papás, mamás, tatas, globos, en fin toda su sucia pequeña felicidad. Caí pues y mi caída arrastró la de una señora anciana cubierta de lentejuelas y encajes y que debía pesar unos sesenta quilos. Sus alaridos no tardaron en provocar un tumulto. Confiaba en que se había roto el fémur, las señoras viejas se rompen fácilmente el fémur, pero no basta, no basta. Aproveché la confusión para escabullirme, lanzando imprecaciones ininteligibles, como si fuera yo la víctima, y lo era, pero no hubiera podido probarlo. Nunca se lincha a los niños, a los bebés, hagan lo que hagan son inocentes a priori. Yo los lincharía a todos con suma delicia, no digo que llegara a ponerles las manos encima, no, no soy violento, pero animaría a los demás y les pagaría una ronda cuando hubieran acabado. Pero apenas recuperé la zarabanda de mis coces y bandazos me detuvo un segundo guardia, parecidísimo al primero, hasta el punto de que me pregunté si no era el mismo. Me hizo notar que la acera era para todo el mundo, como si fuera evidente que a mí no se me podía incluir en tal categoría. ¿Desea usted, le dije, sin pensar un sólo instante en Heráclito, que descienda al arroyo? Baje si quiere, dijo, pero no ocupe todo el sitio. Apunté a su labio superior, que tenía por lo menos tres centímetros de alto, y soplé encima. Lo hice, creo, con bastante naturalidad, como el que, bajo la presión cruel de los acontecimientos, exhala un profundo suspiro. Pero no se inmutó. Debía estar acostumbrado a autopsias, o exhumaciones.
Si es usted incapaz de circular como todo el mundo, dijo, debería quedarse en casa. Lo mismo pensaba yo. Y que me atribuyera una casa, mía, no tenía por qué molestarme. En ese momento acertó a pasar un cortejo fúnebre, como ocurre a veces. Se produjo una enorme alarma de sombreros al tiempo que un mariposear de miles y miles de dedos. Personalmente si me hubiera contentado con persignarme hubiera preferido hacerlo como es debido, comienzo en la nariz ombligo, tetilla izquierda, tetilla derecha. Pero ellos con sus roces precipitados e imprecisos, te hacen una especie de crucificado en redondo, sin el menor decoro, las rodillas bajo el mentón y las manos de cualquier manera. Los más entusiastas se inmovilizaron soltando algunos gemidos. El guardia, por su parte se cuadró, con los ojos cerrados, la mano en el kepi. En las berlinas del cortejo fúnebre entreveía gente departiendo animadamente, debían evocar escenas de la vida del difunto, o de la difunta.
Me parece haber oído decir que el atavío del cortejo fúnebre no es el mismo en ambos casos, pero nunca he conseguido averiguar en qué consiste la diferencia. Los caballos chapoteaban en el barro soltando pedos como si fueran a la feria. No vi a nadie de rodillas.Pero para nosotros todo va rápido, el último viaje, es inútil apresurarse, el último coche nos deja, el del servicio, se acabó la tregua, las gentes reviven, ojo. De forrna que me detuve por tercera vez, por decisión propia, y tomé un coche. Los que acababa de ver pasar, atestados de gente que departía animadamente debieron impresionarme poderosamente. Es una caja negra grande, se bambolea sobre sus resortes, las ventanas son pequeñas, se acurruca uno en un rincón, huele a cerrado. Noto que mi sombrero roza el techo. Un poco después me incliné hacia delante y cerré los cristales. Después recuperé mi sitio, de espaldas al sentido de la marcha. Iba a adormecerme cuando una voz me sobresaltó, la del cochero. Había abierto la portezuela, renunciando sin duda a hacerse oír a través del cristal. Sólo veía sus bigotes. ¿Adónde?, dijo. Había bajado de su asiento exclusivamente para decirme esto. ¡Y yo que me creía ya lejos! Reflexioné, buscando en mi memoria el nombre de una calle, o de un monumento. ¿Tiene usted el coche en venta?, dije. Añadí, Sin el caballo. ¿Qué haría yo con un caballo? ¿Y qué haría yo con un coche? ¿Podría al menos tumbarme? ¿Quién me traería la comida? Al Zoo, dije. Es raro que no haya Zoo en una capital. Añadí, No vaya usted muy de prisa. Se rió. La sola idea de poder ir al Zoo demasiado aprisa parecía divertirle. A menos que no fuera la perspectiva de encontrarse sin coche. A menos que fuera simplemente yo, mi persona, cuya presencia en el coche debía metamorfosearlo, hasta el punto de que el cochero, al verme con la cabeza en las sombras del techo y las rodillas contra el cristal, había llegado quizá a preguntarse si aquél era realmente su coche, si era realmente un coche. Echa rápido una mirada al caballo, se tranquiliza. Pero ¿sabe uno mismo alguna vez por qué ríe? Su risa de todas formas fue breve, lo que parecía ponerme fuera del caso. Cerró de nuevo la portezuela y subió otra vez al pescante. Poco después el caballo arrancó.Pues sí, tenía aún un poco de dinero en aquella época. La pequeña cantidad que me dejara mi padre, como regalo, sin condiciones, a su muerte, aún me pregunto si no me la robaron. Muy pronto me quedé sin nada. Mi vida no por eso se detuvo, continuaba, e incluso tal y como yo la entendía, hasta cierto punto. El gran inconveniente de esta situación, que podía definirse como la imposibilidad absoluta de comprar, consiste en que le obliga a uno a espabilarse. Es raro, por ejemplo, cuando realmente no hay dinero, conseguir que le traigan a uno algo de comer, de vez en cuando, al cuchitril. No hay más remedio entonces que salir y espabilarse, por lo menos un día a la semana. No se tiene domicilio en esas condiciones, es inevitable. De ahí que me enterara con cierto retraso de que me estaban buscando, para un asunto que me concernía. Ya no me acuerdo por qué conducto. No leía los periódicos y tampoco tengo idea de haber hablado con alguien, durante estos años, salvo quizás tres o cuatro veces, por una cuestión de comida. En fin algo debió llegarme, de un modo o de otro si no no me hubiera presentado nunca al Comisario Nidder, hay nombres que no se olvidan, es curioso, y él no me hubiera recibido nunca. Comprobó mi identidad. Esto le llevó un buen rato. Le enseñé mis iniciales de metal en el interior del sombrero, no probaban nada pero limitaban al menos las posibilidades. Firme, dijo. Jugaba con una regla cilíndrica, con la que se hubiera podido matar un buey. Cuente, dijo. Una mujer joven, quizá en venta, asistía a la conversación, en calidad de testigo sin duda. Me metí el fajo en el bolsillo. Se equivoca, dijo. Tenía que haberme pedido que los contara antes de firmar, pensé, hubiera sido más correcto. ¿Dónde le puedo encontrar, dijo, si llega el caso?
Al bajar las escaleras pensaba en algo. Poco después volvía a subir para preguntarle de dónde me venía ese dinero, añadiendo que tenía derecho a saberlo. Me dijo un nombre de mujer, que he olvidado. Quizá me había tenido sobre sus rodillas cuando yo estaba aún en pañales y le había hecho carantoñas. A veces basta con eso. Digo bien, en pañales, porque más tarde hubiera sido demasiado tarde, para las carantoñas. Gracias pues a este dinero tenía todavía un poco. Muy poco. Si pensaba en mi vida futura era como si no existiera, a menos que mis previsiones pecaran de pesimistas. Golpeé contra el tabique situado junto a mi sombrero, en la misma espalda del cochero si había calculado bien. Una nube de polvo se desprendió de la guata del forro. Cogí una piedra del bolsillo y golpeé con la piedra, hasta que el coche se detuvo. Noté que no se produjo aminoración de la marcha, como acusan la mayoría de los vehículos, antes de inmovilizarse. No, se paró en seco. Esperaba. El coche vibraba. El cochero, desde la altura del pescante, debía estar escuchando. Veía el caballo como si lo tuviera delante. No había tomado la actitud de desánimo que tomaba en cada parada, hasta en las más breves, atento, las orejas en alerta. Miré por la ventana, estábamos de nuevo en movimiento. Golpeé de nuevo el tabique, hasta que el coche se detuvo de nuevo. El cochero bajó del pescante echando pestes. Bajé el cristal para que no se le ocurriera abrir la portezuela. Más de prisa, más de prisa. Estaba más rojo, violeta diría yo. La cólera, o el viento de la carrera. Le dije que lo alquilaba por toda la jornada. Respondió que tenía un entierro a las tres. Ah los muertos. Le dije que ya no quería ir al Zoo. Ya no vamos al Zoo, dije. Respondió que no le importaba adónde fuéramos, a condición de que no fuera muy lejos, por su animal. Y se nos habla de la especificidad del lenguaje de los primitivos. Le pregunté si conocía un restaurante. Añadí, Comerá usted conmigo Prefiero estar con un parroquiano, en esos sitios. Había una larga mesa con una banqueta a cada lado de la misma longitud exactamente. A través de la mesa me habló de su vida, de su mujer, de su animal, después otra vez de su vida, de la vida atroz que era la suya, a causa sobre todo de su carácter. Me preguntó si me daba cuenta de lo que eso significaba, estar siempre a la intemperie.
Me enteré de que aún existían cocheros que pasaban la jornada bien calentitos en sus vehículos estacionados, esperando que el cliente viniera a despertarlos. Esto podía hacerse en otra época, pero hoy había que emplear otros métodos, si se pretendía aguantar hasta finalizar sus días. Le describí mi situación, lo que había perdido y lo que buscaba. Hicimos los dos lo que pudimos, para comprender, para explicar. Él comprendía que yo había perdido mi habitación y que necesitaba otra, pero todo lo demás se le escapaba. Se le había metido en la cabeza, y no hubo modo de sacárselo, que yo andaba buscando una habitación amueblada. Sacó del bolsillo un periódico de la tarde de la víspera, o quizá de la antevíspera, y se impuso el deber de recorrer los anuncios por palabras, subrayando cinco o seis con un minúsculo lapicillo, el mismo que temblaba sobre los futuros agraciados de un sorteo. Subrayaba sin duda los que hubiera subrayado de encontrarse en mi lugar o quizás los que se remitían al mismo barrio, por su animal. Sólo hubiera conseguido confundirle si le dijera que no admitía, en cuanto a muebles, en mi habitación, más que la cama, y que habría que quitar todos los demás, la mesilla de noche incluida, antes de que yo consintiera poner los pies en el cuarto. Hacia las tres despertamos el caballo y nos pusimos de nuevo en marcha. El cochero me propuso subir al pescante a su lado, pero desde hacía un rato acariciaba la idea de instalarme en el interior del coche y volví a ocupar mi sitio. Visitamos, una tras otra, con método supongo, las direcciones que había subrayado.
La corta jornada de invierno se precipitaba hacia el fin. Me parece a veces que son éstas las únicas jornadas que he conocido, y sobre todo este momento más encantador que ninguno que precede al primer pliegue nocturno. Las direcciones que había subrayado, o más bien marcado con una cruz, como hace la gente del pueblo, las tachaba, con un trago diagonal, a medida que se revelaban inconvenientes. Me enseñó el periódico más tarde, obligándome a guardarlo yo entre mis cosas, para estar seguro de no buscar otra vez donde ya habíamos buscado en vano. A pesar de los cristales cerrados, los chirridos del coche y el ruido de la circulación, le oía cantar, completamente solo en lo alto de su alto pescante. Me había preferido a un entierro, era un hecho que duraría eternamente. Cantaba. Ella está lejos del país donde duerme su joven héroe, son las únicas palabras que recuerdo. En cada parada bajaba de su asiento y me ayudaba a bajar del mío. Llamaba a la puerta que él me indicaba y a veces yo desaparecía en el interior de la casa. Me divertía, me acuerdo muy bien, sentir de nuevo una casa a mi alrededor, después de tanto tiempo. Me esperaba en la acera y me ayudaba a subir de nuevo al coche. Empecé a hartarme del cochero. Trepaba al pescante y nos poníamos en marcha otra vez. En un momento dado se produjo lo siguiente. Se detuvo. Sacudí mi somnolencia y articulé una postura, para bajar. Pero no vino a abrir la portezuela y a ofrecerme el brazo, de modo que tuve que bajar solo. Encendía las linternas. Me gustan las lámparas de petróleo, a pesar de que son, con las velas, y si exceptúo los astros, las primeras luces que conocí. Le pregunté si me dejaba encender la segunda linterna, puesto que él había encendido ya la primera. Me dio su caja de cerillas, abrió el pequeño cristal abombado montado sobre bisagras, encendí y cerré en seguida, para que la mecha ardiera tranquila y clara, calentita en su casita, al abrigo del viento. Tuve esta alegría. No veíamos nada, a la luz de las linternas, apenas vagamente los volúmenes del caballo, pero los demás les veían de lejos, dos manchas amarillas lentamente sin amarras flotando. Cuando los arreos giraban se veía un ojo, rojo o verde según los casos, rombo abombado límpido y agudo como en una vidriera.Cuando verificamos la última dirección el cochero me propuso presentarme en un hotel que conocía, en donde yo estaría bien. Es coherente, cochero, hotel es verosímil. Recomendado por él no me faltaría nada. Todas las comodidades, dijo, guiñando un ojo.
Sitúo esta conversación en la acera, ante la casa de la que yo acababa de salir. Recuerdo, bajo la linterna, el flanco hundido y blando del caballo y sobre la portezuela la mano del cochero, enguantada en lana. Mi cabeza estaba más alta que el techo del coche. Le propuse tomar una copa. El caballo no había bebido ni comido en todo el día. Se lo hice notar al cochero que me respondió que su caballo no se repondría hasta que volviera a la cuadra. Cualquier cosa que tomara, aunque sólo fuera una manzana o un terrón de azúcar, durante el trabajo, le produciría dolores de vientre y cólicos que le impedirían dar un paso y que incluso podrían matarlo. Por eso se veía obligado a atarle el hocico, con una correa, cada vez que por una razón o por otra debía dejarle solo, para que no enterneciera el buen corazón de los transeúntes. Después de algunas copas el cochero me rogó que les hiciera el honor, a él y a su mujer, de pasar la noche en su casa. No estaba lejos. Reflexionando, con la célebre ventaja del retraso, creo que no había hecho, ese día, sino dar vueltas alrededor de su casa. Vivían encima de una cochera, al fondo de un patio. Buena situación, yo me habría contentado. Me presentó a su mujer, increíblemente culona, y nos dejó. Ella estaba incómoda, se veía, a solas conmigo. La comprendía, yo no me incomodo en estos casos. No había razones para que acabara o continuara. Pues que acabe entonces. Dije que iba a bajar a la cochera a acostarme. El cochero protestó. Insistí. Atrajo la atención de su mujer sobre una pústula que tenía yo en la coronilla, me había quitado el sombrero, por educación. Hay que procurar quitar eso, dijo ella. El cochero nombró un médico a quien tenía en gran estima y que le había curado de un quiste en el trasero. Si quiere acostarse en la cochera, dijo la mujer, que se acueste en la cochera. El cochero cogió la lámpara de encima de la mesa y me precedió en la escalera que bajaba a la cochera, era más bien una escalerilla, dejando a su mujer en la oscuridad. Extendió en el suelo, en un rincón, sobre la paja, una manta de caballo, y me dejó una caja de cerillas, para el caso de que tuviera necesidad de ver claro durante la noche. No me acuerdo lo que hacía el caballo entretanto. Tumbado en la oscuridad oía el ruido que hacía al beber, es muy curioso, el brusco corretear de las ratas y por encima de mí las voces mitigadas del cochero y su mujer criticándome. Tenía en la mano la caja de cerillas, una sueca tamaño grande. Me levanté en la noche y encendí una. Su breve llama me permitió descubrir el coche. Ganas me entraron, y me salieron, de prender fuego a la cochera. Encontré el coche en la oscuridad, abrí la portezuela, salieron ratas, me metí dentro. Al instalarme noté en seguida que el coche no estaba en equilibrio, estaba fijo, con los timones descansando en el suelo. Mejor así, esto me permitía tumbarme a gusto, con los pies más altos que la cabeza en la banqueta de enfrente. Varias veces durante la noche sentí que el caballo me miraba por la ventanilla, y el aliento de su hocico. Desatalajado debía encontrar extraña mi presencia en el coche. Yo tenía frío, olvidé coger la manta, pero no lo bastante como para levantarme a buscarla. Por lo ventanilla del coche veía la de la cochera, cada vez mejor.
Salí del coche. Menos oscuridad en la cochera, entreveía el pesebre, el abrevadero, el arnés colgado, qué más, cubos y cepillos. Fui a la puerta pero no pude abrirla. El caballo me seguía con la mirada. ¿Así que los caballos no duermen nunca? Pensaba que el cochero tenía que haberle atado, al pesebre por ejemplo. Me vi, pues, obligado a salir por la ventana. No fue fácil. Y, ¿qué es fácil? Pasé primero la cabeza, tenía las palmas de las manos sobre el suelo del patio mientras las caderas seguían contorneándose, prisioneras del marco de la ventana. Me acuerdo del manojo de hierba que arranqué con las dos manos, para liberarme.Tenía que haberme quitado el abrigo y tirarlo por la ventana, pero no se puede estar en todo. En cuanto salí del patio pensé en algo. La fatiga. Deslicé un billete en la caja de cerillas, volví al patio y puse la caja en el reborde de la ventana por la que acababa de salir. El caballo estaba en la ventana. Pero después de dar unos pasos por la calle volví al patio y recuperé mi billete. Dejé las cerillas, no eran mías. El caballo seguía en la ventana. Estaba hasta aquí del caballo. El alba asomaba débilmente. No sabía dónde estaba. Tomé la dirección levante, supongo, para asomarme cuanto antes a la luz. Hubiera querido un horizonte marino, o desértico. Cuando salgo, por la mañana, voy al encuentro del sol, y por la noche, cuando salgo, lo sigo, casi hasta la mansión de los muertos. No sé por qué he contado esta historia. Igual podía haber contado otra. Por mi vida, veréis cómo se parecen.

Fin

20 de mayo de 2010

"El cuento es un arte experimental" / Tobias Wolff

En esta entrevista, uno de los escritores norteamericanos más importantes de la actualidad, reflexiona sobre la inagotable tradición del relato corto.

En Remembering Ray , un libro colectivo en homenaje a Raymond Carver, Tobias Wolff (Alabama, 1950) cuenta una anécdota imperdible sobre el autor de Catedral . Durante una conversación en que los dos intercambiaban historias personales, Wolff se sintió obligado a estar a la altura del difícil pasado de su amigo. Casi sin darse cuenta, se descubrió improvisando una vieja y superada adicción a la heroína. Mientras el otro lo interrogaba con interés, recordó hasta qué punto Carver era famoso por sus indiscreciones y le pidió que todo quedara entre los dos. Cuando unos días después, culposo, lo llamó para confesarle el engaño, se encontró con un silencio de piedra. Carver ya había propalado la noticia (entre unos pocos que, según él, no la repetirían) y, como si fuera el protagonista de una de sus historias, durante años Wolff tuvo que tolerar estoicamente que conocidos y desconocidos le transmitieran piadosas palabras de aliento.

"Raymond era una persona muy jovial -recuerda hoy el escritor desde su casa en California, antes de partir raudamente a la Universidad de Stanford, donde enseña Escritura creativa- y fuimos muy buenos amigos. Fue una persona decisiva en mi vida, pero lo central es que su obra no deja de crecer con el paso del tiempo. No quedan dudas de que la suya es una de las voces indiscutibles de la literatura norteamericana."

La reivindicación puede parecer redundante. No lo es si se piensa en algunas de las críticas que recibió el minimalismo durante su eclosión en los años ochenta, cuando los imitadores genéricos de Carver, Wolff y Richard Ford se desperdigaban como una mancha de petróleo por cada rincón de la literatura estadounidense. Algunos (Paul West, por ejemplo) los acusaban de empobrecer el vocabulario y ser la contraparte literaria de la televisión. Mientras tanto, en Inglaterra, Bill Buford acuñaba en la influyente revista Granta un término descriptivo, "realismo sucio", que los supuestos cultores del estilo no tardaron en execrar.

Más de dos décadas después, aquietadas las aguas de aquel revival cuentístico, Wolff -que prefiere la conversación telefónica a la respuesta escrita "porque tipea con un solo dedo"- reniega de cualquier fórmula. "Para empezar nunca existió una escuela literaria llamada ´minimalismo´ o ´realismo sucio´. Yo comencé a escribir de esta manera cuando era joven y de buscar antecedentes puedo remontarme a un libro tan lejano como En nuestro tiempo , de Hemingway. Algo similar le pasó a John Barth, William Gaddis, Robert Coover, y hasta cierto punto Pynchon, escritores muy distintos entre sí, a los que siempre se agrupa en una inexistente escuela posmoderna."

Wolff tiene motivos para trazar diferencias. Aunque sus libros compartan evidentes rasgos temáticos y estilísticos -ambientes de ciudades pequeñas y degradadas, personajes no siempre recomendables, el uso extensivo de la elipsis, las resoluciones epifánicas-, la reciente publicación en la Argentina de Aquí empieza nuestra historia , una amplia antología que reúne una veintena de relatos conocidos más diez inéditos, revela hasta qué punto la suya es una obra personal.

Al escritor le gusta hablar de honestidad en relación con sus personajes. Aunque la clave de bóveda de su oficio parece residir en la resta y no la suma de palabras, sus relatos están lejos de la parquedad. La mayoría ronda las quince páginas y la anécdota que en teoría los guía suele tomar desvíos inesperados, como si la narración consistiera en saber esperar el momento en que se activa la deriva.

Wolff es un escritor renuente a las exigencias de periodicidad que reclama el mercado: en más de tres décadas ha publicado cuatro libros de cuentos, tres novelas (la última, Vieja escuela ) y dos notables memorias novelizadas: Vida de este chico (1989), sobre la errática vida con su madre tras la separación familiar, y En el ejército del faraón (1994), sobre sus experiencias como soldado en Vietnam.

Su narrativa, sin embargo, se apoya principalmente en las formas breves, que ha practicado de manera infatigable durante las últimas tres décadas. "El cuento -explica Wolff cuando se le pregunta por esa predilección- es más exigente, cada palabra debe estar en su lugar, obliga a pensar más y estar más atento, a diferencia de la novela, que necesita un marco de tranquilidad. Hay pocas novelas perfectas, pero sí muchos cuentos perfectos. Lo que encuentro interesante en un relato es que permite al lector olvidarse por momentos de que está leyendo una historia. Y eso me permite como escritor la posibilidad de ensayar muchas más variantes. El cuento es un arte mucho más experimental."

Uno de los temas que su narrativa visita una y otra vez es la mentira. Sus personajes suelen ser fabuladores de diverso grado (uno de sus cuentos más logrados, que narra las peripecias de un adolescente compulsivo, se llama justamente "El mentiroso"). Podría creerse que escribir es una forma de exorcismo, el modo de confinar las imposturas al terreno de lo escrito. "Siempre hay algo de experiencia personal en lo que se escribe, pero hay algo profundo en la mentira. Es la manera como la gente, y los personajes, lidian con el mundo que tienen enfrente. Al mentir, de pronto se advierte que uno no es siempre el mismo, que se está cambiando permanentemente y que al final de la vida se ha terminado siendo muchas personas."

En Aquí comienza nuestra historia , la proximidad de antiguos y nuevos cuentos produce una impresión de continuidad. Se diría que, un poco a la manera de Walt Whitman, que iba engrosando periódicamente sus Hojas de hierba, Wolff estuviera escribiendoun único volumen destinado a capturar vidas mínimas. "Me halaga que pueda leerse así. Originalmente sólo iban a publicarse los cuentos nuevos, pero me dio curiosidad ver qué tipo de parábola trazaban al ponerlos lado a lado."

La literatura estadounidense ha vivido obsesionada por la "gran novela americana", pero encontró en el cuento una tradición que no se desarrolló de la misma manera en otras latitudes. ¿Es el relato corto el género por excelencia del país del norte, su marca de "excepción", como el béisbol o el fútbol americano lo son para el deporte? "Yo no le vería desde ese punto de vista. En realidad pueden rastrearse influencias muy diversas en los cuentos que se escriben aquí -dice Wolff-. Es claro el influjo de cierta narrativa irlandesa, por ejemplo, y también, de la narrativa rusa. Baste pensar en la importancia que tuvo Chejov para Carver. Y también, más cerca en el tiempo, el influjo que tuvo en muchos otros escritores un autor como Borges. Yo diría que toda literatura es un tejido de influencias mutuas."

No es fácil explicar esa tradición idiosincrática, que comienza en Poe y llega hasta la actualidad. "Hace cincuenta años -razona Wolff- había un gran mercado para los relatos cortos y eso fomentó el género. Todas las revistas querían publicar cuentos, que eran una buena fuente de ingresos, como ejemplifica el caso de (Francis Scott) Fitzgerald." El escritor no añora sin embargo aquella época, cuando se la invoca como una suerte de paraíso perdido. "No todo lo que salía en esas publicaciones valía la pena. Los cuentos de Fitzgerald que resisten mejor, ´Babilonia revisitada´ o ´El diamante grande como el Ritz´, son los textos que publicó en Esquire , una revista que en aquellos tiempos era bastante literaria. Muchos otros son muy poco interesantes."
En los raros caminos que propone el destino, Wolff tiene un cómplice impensado: Geoffrey, su hermano ocho años mayor, también escritor. La historia es singular: cuando los padres se separaron, Tobias quedó a cargo de la madre, que se mudó al noroeste de los Estados Unidos, donde tuvo una vida conflictiva (los detalles se cuentan en Vida de este chico , de 1989). Geoffrey, por su parte, permaneció con su padre, un estafador consuetudinario obsesionado por la alta sociedad y el lujo (en su libro Duke of Deception , de 1979, se encargó de narrar esa historia). Ambos libros pueden leerse como el magnífico díptico sobre una familia partida en dos, para siempre.

"Es curioso -dice Tobias cuando se le pregunta por su hermano mayor, al que recién reencontró cuando él mismo ya era joven- porque nadie diría que es mi hermano. Al criarnos cada uno por su lado, venimos de culturas distintas, incluso, me animaría a decir, de una clase social distinta." De esos memorables malentendidos está hecha buena parte de la obra de Wolff y en "El hermano rico", uno de sus cuentos, puede intuirse cómo la realidad se transmutó en ficción hasta volverse apenas reconocible.

Por Pedro B. Rey
LA NACION

15 de mayo de 2010

Una metáfora de la peste / Santiago Gamboa

Santiago Gamboa dibuja en el aire un tendido eléctrico, como si desplegara unos cables invisibles, unos faroles encendidos. Habla de la luz y compara Buenos Aires con Roma, donde vivió muchos años. Habla de una luz que también inventa sombras, una zona de oscuridad en las dos ciudades. "Noches de un tinte dorado", dice. Nacido en Colombia, Gamboa ganó, con Necrópolis, el Premio de Novela La Otra Orilla 2009, entregado en septiembre por un jurado integrado por los escritores Jorge Volpi, Roberto Ampuero y Pere Sureda. "Es la primera vez que gano, siempre había sido finalista", dice Gamboa en Buenos Aires, en el marco de una gira que hizo la semana pasada para presentar su novela.

En una entrevista posterior a la entrega del premio, Ud. comentó que "Necrópolis" era un intento de experimentación.
Necrópolis es para mí, efectivamente, un tipo de territorio literario que no había explorado antes, y que sigue un poco en línea el trabajo de una novela anterior, El síndrome de Ulises. En esta he querido ir un poco más allá, darles más lugar a las voces de los personajes. Cuando me refería a experimentación, lo hacía en relación a un tipo de arquitectura de novela que yo no había hecho hasta ahora, y que consiste en crear una historia que a su vez contiene otras y que es como un carrusel de voces. Pensé que era la mejor manera de contar esta historia, porque yo tenía en mente una historia de voces, muy global, con una mirada bastante nihilista y descreída del mundo contemporáneo.

¿Cuál fue la primera imagen de "Necrópolis"?
La imagen más fuerte es la de la ciudad sitiada, con columnas de humo y ruido de sirenas. Es una imagen que no se corresponde con la Jerusalén presente sino con una Jerusalén histórica. Una ciudad mártir. Pero también está la idea de un grupo de personas cercadas por la peste, reunidas en un espacio cerrado contando historias, que evidentemente proviene del Decamerón. Esa peste ya no existe, pero hay otras.

¿Cómo fue el trabajo con los personajes?
Según ideas muy clásicas de la literatura. La literatura que me gusta, y que admiro, trata una serie de temas que son siempre los mismos y son importantes tanto en la literatura como en la vida: la lealtad, la traición, el amor, el sexo, la fragilidad, la búsqueda de un destino, la venganza. Así empecé a establecer un diálogo con ciertas obras. Por ejemplo, "El sobreviviente" es una historia colombiana, pero evidentemente es una relectura de El conde de Montecristo, en Colombia. Es una historia de traición y de venganza y de lo que queda al final: las manos vacías y la vida sin sentido.

Pero está bien extrapolado... La historia que cuenta, ¿es real?
No, aunque un día, leyendo la prensa, encontré el caso de una persona que había vivido una gran injusticia. A partir de esa noticia se organizó la historia. Luego está el reverendo Maturana. En casi todas mis novelas hay siempre una pregunta por el absoluto, que puede ser religiosa. Aunque no soy creyente, me interesa mucho la poética de las religiones. Me pareció interesante construir un personaje que tuviera esas preocupaciones porque desconocía su origen, pero que además fuera una voz muy fuerte que originalmente yo quería que resumiera toda América latina. Y que fuera una suerte de latinoamericano tirado en una calle de Miami buscando su origen. Un hombre violento y al mismo tiempo, tierno. Finalmente, este personaje se quedó en el área del Caribe. Otra, "Jardín de flores raras", es una historia muy dura, de una mujer muy frágil, pero que al final se convierte en una especie de diosa, en una persona sabia y fuerte, y todo esto a través del sexo.

¿Por qué es un sexo tan desesperado, tan poco velado?
Horacio Quiroga decía "toma a los personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final". Los personajes de Necrópolis son marginales, de una gran fragilidad, que buscan un lugar en el mundo, pero que no lo encuentran con facilidad. Me parece que en esos espacios duros, el sexo es uno de los grandes elementos vitales. Pero claro, como es una vida violenta y dura, es un sexo violento y duro, que tiene a veces connotaciones de crueldad, de humillación.

Uno de los personajes dice "lo que debemos hacer mientras estemos en este agujero es contarnos cosas". Los personajes viven mientras cuentan o escuchan relatos. Una suerte de "Las mil y una noches": el relato les sirve para mantenerse vivos.
Claro, en Necrópolis también se establece un diálogo con Las mil y una noches. Lo que sucede es que hay un grupo de personas que están asediadas por algo que puedes llamar el mal, una guerra metafórica. Sí, es una especie de salvación a través de las historias y de las palabras. Que a mí me parece algo metafórico también de lo que es la vida, incluso de lo que ha sido mi vida. A mí me han salvado las historias, el mundo en el que yo vivo, que es el mundo de la literatura, de los libros. Es el único mundo en el que yo podría haber vivido. De otra manera me habría ausentado hace rato.

¿Por qué?
Porque no soy una persona excesivamente fuerte, segura. Para mí la belleza de la humanidad está en la literatura. En las historias, en el trabajo de pulido de la palabra. A mí eso me conmueve. El resto de la vida tiene muchas cosas bellas y difíciles, pero también duras y jodidas. Estos personajes brillan a través de las historias.
Otro de los personajes dice que "nadie comprende ni sabe nada". ¿En qué medida "Necrópolis" le sirvió para comprender algo más de lo que ya sabía o entendía?
Una de las cosas maravillosas de la literatura es que te transmite experiencias que no tienes. Y te das cuenta de que una vida es poca vida. Cada libro, cada lectura que te llega a lo profundo no es una lectura solamente, es como si te hubiera ocurrido. Un buen libro te pasa. No sólo lo lees, te sucede. Entonces escribir es una aventura extrañísima, porque tú estás creando algo que no existe y, por lo tanto, nadie necesita. A mí me ha cambiado mucho la literatura, cierto libro en el momento que más lo necesitaba. Para mí, y por eso lo cito en el prólogo, la obra de Bukowski ha sido importantísima, porque fue como una especie de cataclismo encontrar que alguien pudiera lograr tanta belleza partiendo de un mundo tan sórdido, tan triste.

En la novela hay una marca muy fuerte de la extraterritorialidad. Los personajes son de distintas partes del mundo. Y a veces conectan en algún lugar. El nombre Ebenezer se repite a lo largo del libro, tomando distintas personalidades o cumpliendo distintas funciones. También se repiten los sándwiches de pollo y las coca diet. Son como un personaje que viene, de algún modo, a curar.
Es algo bien sencillo. Casi un artilugiourar. . Las historias son totalmente diferentes unas de otras y yo quería que el lector sintiera que esas historias estaban relacionadas, a pesar de lo distintas que son. Entonces pensé "pues voy a poner como pequeñas lucecitas...". Imaginé que, en algún momento, todos tenían una situación muy humana y muy de la soledad, que es estar uno sentado en una alfombra en un hotel, solo, esperando a alguien o esperando que suene el teléfono, o sencillamente esperando que amanezca, y entonces pides un sándwich de pollo con una coca. El nombre, Ebenezer, genera una especie de transmigración de una persona a través de las diferentes historias.

La descripción que hace de un congreso de literatura es la de un "bazar de humanidades". ¿Por qué elegió ese tono?
Porque eso también me permite ser un poco cínico e ironizar sobre ciertas cosas que no me gustan.

¿Qué es lo que no le gusta?
Por ejemplo, ese editor arrogante, ese trato displicente con los autores. Hay algunas experiencias negativas que tuve en mi vida como escritor; que las conté para señalar la gran distancia que hay entre autores y editores. Y también hay una cierta ironía sobre los propios escritores, una especie de sátira sobre el propio mundo. Hay que reírse también de uno mismo. Los congresos muchas veces se convierten en eso, en un bazar extraño de egos.

¿Qué hay de Ud. en la novela? Esa enfermedad extraña que sufre el escritor, por ejemplo.
Pues son como pequeños guiños, porque al fin y al cabo el protagonista es un escritor colombiano que vive en Roma, como viví yo. Son guiños, y tienen que tener mucho con mi vida, pero hasta cierto punto. El protagonista estuvo enfermo mucho tiempo y yo también lo estuve en una época, un tiempo no tan largo pero estuve enfermo de algo muy raro. De hecho, el médico vino un día y me dijo "tengo que hablar contigo". Yo quedé paralizado de miedo. Cuando a uno le hablan así... nunca es nada bueno. Entonces me explicó que quería mi autorización para publicar en una revista médica la radiografía de mis pulmones, porque era una cosa muy rara.

Ahora vive en Nueva Delhi, ¿se siente en su sitio?
Sí, moverse es también una forma de estar en el propio lugar. Trabajo, tengo a mi familia, y por las noches escribo y leo. Nueva Delhi es como un enorme pueblo, donde por las noches se escuchan las cigarras y, al atardecer, los pájaros. Es como vivir en un pueblo: tú puedes ir por una avenida y encontrarte con un señor que va manejando un tractor por el centro de una avenida. Es, también, una ciudad sucia. Tú llegas a Europa y las ciudades, en la superficie, son bellísimas. Pero con el tiempo va apareciendo el horror, que tiene que ver con esas actitudes de sociedades que han crecido en la abundancia, en la seguridad de que son absolutamente necesarias para el resto del mundo. En cambio, en ciudades como Delhi, la superficie es horrible; está llena de mugre, de gente enferma, pero lentamente va surgiendo una cierta belleza también en la gente, también a través de la gente. Hoy prefiero esa otra belleza.

Sin revelar el final de la novela, pensaba en el amor como una salida a tanta desilusión.
Claro, pero el amor tiene la desdicha de imponer condiciones muy especiales. En mi novela se apuesta más por la amistad, porque la amistad, por definición, es recíproca; tú no puedes ser amigo de alguien que no sea amigo tuyo, pero en cambio, sí puedes amar a alguien que no te ama. Pero el amor es un producto costoso; la amistad es más democrática y, en términos económicos, digamos que tiene una relación calidad-precio muchísimo más interesante. El amor a veces te mata... casi siempre te mata.

Gentileza Revista Ñ

10 de mayo de 2010

Odio desde la otra vida / Roberto Arlt

Odio desde la otra vida
Roberto Arlt

Fernando sentía la incomodidad de la mirada del árabe, que, sentado a sus espaldas a una mesa de esterilla en el otro extremo de la terraza, no apartaba posiblemente la mirada de su nuca. Sin poderse contener se levantó, y, a riesgo de pasar por un demente a los ojos del otro, se detuvo frente a la mesa del marroquí y le dijo:
—Yo no lo conozco a usted. ¿Por qué me está mirando?
El árabe se puso de pie y, después de saludarlo ritualmente, le dijo:
—Señor, usted perdonará. Me he especializado en ciencias ocultas y soy un hombre sumamente sensible. Cuando yo estaba mirándole a la espalda era que estaba viendo sobre su cabeza una gran nube roja. Era el Crimen. Usted en esos momentos estaba pensando en matar a su novia.
Lo que le decía el desconocido era cierto: Fernando había estado pensando en matar a su novia. El moro vio cómo el asombro se pintaba en el rostro de
Fernando y le dijo:
—Siéntese. Me sentiré muy orgulloso de su compañía durante mucho tiempo.
Fernando se dejó caer melancólicamente en el sillón esterillado. Desde el bar de la terraza se distinguían, casi a sus pies, las murallas almenadas de la vieja dominación portuguesa; más allá de las almenas el espejo azul del agua de la bahía se extendía hasta el horizonte verdoso. Un transatlántico salía hacia
Gibraltar por la calle de boyas, mientras que una voz morisca, lenta,
acompañándose de un instrumento de cuerda, gañía una melodía sumamente triste y
voluptuosa. Fernando sintió que un desaliento tremendo llovía sobre su corazón.
A su lado, el caballero árabe, de gran turbante, finísima túnica y modales de
señorita, reiteró:
—Estaba precisamente sobre su cabeza. Una nube roja de fatalidad. Luego, semejante a una flor venenosa, surgió la cabeza de su novia. Y yo vi repetidamente que usted pensaba matarla.
Fernando, sin darse cuenta de lo que hacía, movió la cabeza, confirmando lo que el desconocido le decía. El árabe continuó:
—Cuando desapareció la nube roja, vi una sala. Junto a una mesa dorada había dos
sillones revestidos de terciopelo verde.
Fernando ahora pensó que no tenía nada de inverosímil que el árabe pudiera darle datos de la habitación que ocupaba Lucía, porque ésta miraba al jardín del hotel. Pero asintió con la cabeza. Estaba aturdido. Ya nada le parecía extraordinario ni terrible. El árabe continuó:
—Junto a usted estaba su novia con el tapado bajo el brazo—y acto seguido el
misterioso oriental comenzó con su lápiz a dibujar en el mármol de la mesa el
rostro de la muchacha.
Fernando miraba aparecer el rostro de la muchacha que tanto quería, sobre el mármol, y aquello le resultaba, en aquel extraño momento, sumamente natural.
Quizás estaba viviendo un ensueño. Quizás estaba loco. Quizás el desconocido era un bribón que le había visto con Lucía por la Cashba. Pero lo que este granuja no podía saber era que él pensaba en aquel momento matar a Lucía.
El árabe prosiguió:
—Usted estaba sentado en el sillón de terciopelo verde mientras que ella le decía: "Tenemos que separarnos. Terminar esto. No podemos continuar así". Ella le dijo esto y usted no respondió una palabra. ¿Es cierto o no es cierto que ella le dijo eso?
Fernando asintió, mecanizado, con la cabeza. El árabe sacó del bolsillo una petaca, extrajo un cigarrillo, y dijo:
—Usted y Lucía se odian desde la otra vida.
—. . .
—Ustedes se vienen odiando a través de una infinita serie de reencarnaciones.
Fernando examinó el cobrizo perfil del hombre del turbante y luego fijó tristemente los ojos en el espejo azul de la bahía. El transatlántico había doblado el codo de las boyas, su penacho de humo se inmovilizaba en el espacio, y una tristeza tremenda le aplanaba sobre el sillón, mientras que el árabe, con una naturalidad terrorífica, proseguía.
—Y usted quiere morir porque la ama y la odia. Pero el odio es entre ustedes más fuerte que el amor. Hace millares de años que ustedes se odian mortalmente. Y que se buscan para dañarse y desgarrarse. Ustedes aman el dolor que uno le inflige al otro, ustedes aman su odio porque ninguno de ustedes podrían odiar más perfectamente a otra persona de la manera que recíprocamente se odian ya.
Todo ello era cierto. El hombre de la chilaba prosiguió:
—¡Quiere usted venir a mi casa? Le mostraré en el pasado el último crimen que medió entre usted y su novia. ¡Ah!, perdón por no haberme presentado. Me llamo Tell Aviv; soy doctor en ciencias ocultas.
Fernando comprendió que no tenía objeto resistirse a nada. Bribón o clarividente, el desconocido había penetrado hasta las raíces de su terrible problema. Golpeó el gong y un muchachito morisco, descalzo, corrió sobre las esteras hacia la mesa, recibió el duro "assani", presto como un galgo le trajo el vuelto y pronto Fernando se encontró bajo las techadas callejuelas caminando al lado de su misterioso compañero, que, a pesar de gastar una magnífica chilaba, no se recataba de pasar al lado de grasientas tiendas donde hervían pescado día y noche, y puestos de té verde, donde en amontonamiento bestial se hacinaban piojosos campesinos descalzos.
Finalmente llegaron a una casa arrinconada en un ángulo del barrio de Yama el
Raisuli.Tell Aviv levantó el pesado aldabón morisco y lo dejó caer; la puerta,
claveteada como la de una fortaleza, se entreabrió lentamente y un negro del
Nedjel apareció sombrío y semidesnudo. Se inclinó profundamente frente a su amo;
la puerta, entonces se abrió aun más, y Fernando cruzó un patio sombreado de limoneros con grandes tinajones de barro en los ángulos. Tell Aviv abrió una puerta y le invitó a entrar. Se encontraban ahora en un salón con un estrado al fondo cubierto de cojines. En el centro una fontana desgranaba su vara de agua.
Fernando levantó la cabeza. El techo de la habitación, como el de los salones de la Alhambra, estaba abombado en bóveda. Ríos de constelaciones y de estrellas se
cuajaban entre las nebulosas, y Tell Aviv, haciéndole sentar en un cojín, exclamó:
—Que la paz de Alá esté en tu corazón. Que la dulzura del Profeta aceite tu
generosidad. Que tus entrañas se cubran de miel. Eres un hombre ecuánime y
valiente. No has dudado de mi amistad.
Y como si estuvieran perdidos en una tienda del desierto, batió tan rudamente el
gong que el negro, sobresaltado, apareció con un puñado de rosas amarillas olvidado entre las manos:
—Rakka, trae la pipa—y dirigiéndose a Fernando, aclaró:—Fumarás ahora la pipa de
la buena droga. Ello facilitará tu entrada en el plano astral. Se te hará visible la etapa de tu último encuentro con la que hoy es tu novia. La continuidad de vuestro odio.
Algunos minutos después Fernando sorbía el humo de una droga acre al paladar como una pulpa de tamarindo. Así de ácida y fácil. Su cuerpo se deslizó definitivamente sobre los cojines, mientras que su alma, diligentemente, se deslizaba a través de espesas murallas de tinieblas. A pesar de las tinieblas él sabía que se encaminaba hacia un paisaje claro y penetrante. Rápidamente se encontró en las orillas de una marisma, cargada de flexibles juncos. Fernando no estaba triste ni contento, pero observaba que todas las particularidades vegetales del paisaje tenían un relieve violento, una luminosidad expresiva, como si un árbol allí fuera dos veces más profundamente árbol que en la tierra.
Más allá de la marisma se extendía el mar. Un velero, con sus grandes lienzos rojos extendidos al viento, se alejaba insensiblemente. De pronto Fernando se detuvo sorprendido. Ahora estaba vestido al modo oriental, con un holgado albornoz de verticales rayas negras y amarillas. Se llevó la mano al cinto y allí tropezó con un pistolón de chispa.
Un pesado yatagán colgaba de su cinturón de cuero. Más allá la arena del desierto se extendía fresca hasta el ribazo de árboles de un bosque. Fernando se echó a caminar melancólicamente y pronto se encontró bajo la cúpula de los árboles de corteza lisa y dura y de otros que por un juego de luz parecían cubiertos por escamas de cobre oxidado. Como Tell Aviv le había dicho, la paz estaba en él. No lejos se escuchaba el murmullo de un río. Continuó por el sendero, y una hora después, quizá menos, se encontró en la margen del río. El lecho estaba sembrado de peñascos y las aguas se quebraban en sus filos en flechas de cristal. Lo notable fue que, al volver la cabeza, vio un hermoso caballo ensillado, con una hermosa silla de cuero labrado. Fernando, sorprendido, buscó con la mirada en derredor. No se veía al dueño del caballo por ninguna parte. El caballo inmóvil, de pie junto al río, miraba
melancólicamente pasar las aguas. Fernando se acercó. Un sobresalto de terror dejó rígido su cuerpo y rápidamente llevó la mano al alfanje. No lejos del caballo, sobre la arena, completamente dormida, se veía una boa constrictor. El vientre de la boa, cubierto de escamas negras y amarillas, aparecía repugnantemente deformado en una gran extensión. Por la boca de la boa salían los dos pies de un hombre. No había dudas ahora. El hombre que montaba el caballo, al llegar al río, desmontó posiblemente para beber, y cuando estaba inclinado de cara sobre el agua, probablemente la boa se dejó caer de la rama de un árbol sobre él, lo trituró entre sus anillos y después se lo tragó. ¡Vaya a saber cuántas horas hacía que el caballo esperaba que su amo saliera del interior del vientre de la boa!
Fernando examinó el filo de su yatagán—era reciente y tajante—, se aproximó a la boa, inmóvil en el amodorramiento de su digestión, y levantó el alfanje. El golpe fue tremendo. Cercenó no sólo la cabeza del reptil sino los dos pies del muerto. La boa decapitada se retorció violentamente.
Entonces Fernando, considerando el atalaje del caballo, pensó que el hombre que había sido devorado por la boa debía ser un creyente de calidad, cuya tumba no debía ser el vientre de un monstruo. Se acercó a la boa y le abrió el vientre.
En su interior estaba el hombre muerto. Envuelto en un rico albornoz ensangrentado, con puñal de empuñadura de oro al cinto. Un bulto se marcaba sobre su cintura. Fernando rebuscó allí; era una talega de seda. La abrió y por la palma de su mano rodó una cascada de diamantes de diversos quilates. Fernando se alegró. Luego, ayudándose de su alfanje, trabajó durante algunas horas hasta que consiguió abrir una tumba, en la cual sepultó al infortunado desconocido.
Luego se dirigió a la ciudad, cuyas murallas se distinguían allá a lo lejos en el fondo de una curva que trazaba el río hacia las colinas del horizonte.
Su día había sido satisfactorio. No todos los hijos del Islam se encontraban con un caballo en la orilla de un río, un hombre dentro del vientre de una boa y una fortuna en piedras preciosas dentro de la escarcela del hombre. Alá y el Profeta evidentemente le protegían.
No estaban ya muy distantes, no, las murallas de la ciudad. Se distinguían sus macizas torres y los centinelas con las pesadas lanzas paseándose detrás de los merlones.
De pronto, por una de las puertas principales salió una cabalgata. Al frente de ella iba un hombre de venerable barba. El grupo cabalgaba en dirección de Fernando. Cuando el anciano se cruzó con Fernando, éste lo saludó llevándose reverentemente la mano a la frente. Como el anciano no le conocía, sujetó su potro, y entonces pudo observar la cabalgadura de Fernando, porque exclamó:
—Hermanos, hermanos, mirad el caballo de mi hijo.
Los hombres que acompañaban al anciano rodearon amenazadores a Fernando, y el anciano prosiguió:
—Ved, ved, su montura. Ved su nombre inscripto allí.
Recién Fernando se dio cuenta de que efectivamente, en el ángulo de la montura estaba escrito en caracteres cúficos el posible nombre del muerto.
—Hijo de un perro. ¿De dónde has sacado tú ese caballo?
Fernando no atinaba a pronunciar palabra. Las evidencias lo acusaban. De pronto el anciano, que le revisaba y acababa de despojarle de su puñal y alfanje ensangrentado, exclamó:
—Hermanos..., hermanos..., ved la bolsa de diamantes que mi hijo llevaba a
traficar...
Inútil fue que Fernando intentara explicarse. Los hombres cayeron con tal furor sobre él, y le golpearon tan reciamente, que en pocos minutos perdió el sentido.
Cuando despertó, estaba en el fondo de una mazmorra oscura, adolorido.
Transcurrieron así algunas horas, de pronto la puerta crujió, dos esclavos negros le tomaron de los brazos y le amarraron con cadenitas de bronce las manos y los pies. Luego a latigazos le obligaron a subir los escalones de piedra de la mazmorra, a latigazos cruzó con los negros corredores y después entró a un sendero enarenado. Su espalda y sus miembros estaban ensangrentados. Ahora yacía junto al cantero de un selvático jardín. Las palmas y los cedros recortaban el cielo celeste con sus abanicos y sus cúpulas; resonó un gong y dejaron de azotarle. El anciano que le había encontrado en las afueras de la ciudad apareció bajo la herradura de una puerta en compañía de una joven. Ella tenía descubierto el rostro. Fernando exclamó:
—Lucía, Lucía, soy inocente.
Era el rostro de Lucía, su novia. Pero en el sueño él se había olvidado de que estaba viviendo en otro siglo.
El anciano lo señaló a la joven, que era el doble de Lucía, y dijo:
—Hija mía; este hombre asesinó a tu hermano. Te lo entrego para que tomes cumplida venganza en él.
—Soy inocente—exclamó Fernando—. Le encontré en el vientre de una boa. Con los pies fuera de la boa. Lo sepulté piadosamente.—Y Fernando, a pesar de sus amarraduras, searrodilló frente a "Lucía". Luego, con palabras febriles, le explicó aquel juego de la fatalidad. "Lucía", rodeada de sus eunucos, le observaba con una impaciente mirada de mujer fría y cruel, verdoso el tormentoso fondo de los ojos. Fernando de rodillas frente a ella, en el jardín morisco, comprendía que aquella mirada hostil y feroz era la muralla donde se quebraban siempre y siempre sus palabras. "Lucía" lo dejó hablar, y luego, mirando a un eunuco, dijo:
—Afcha, échalo a los perros.
El esclavo corrió hasta el fondo del jardín, luego regresó con una traílla de siete mastines de ojos ensangrentados y humosas fauces. Fernando quiso incorporarse, escapar, gritar, otra vez su inocencia. De pronto sintió en el hombro la quemadura de una dentellada, un hocico húmedo rozó su mejilla, otros dientes se clavaron en sus piernas y...
El negro de Nedjel le había alcanzado una taza de té, y sentado frente a él Tell
Aviv dijo:
—¿No me reconoces? Yo soy el criado que en la otra vida llamé a los perros para hacerte despedazar.
Fernando se pasó la mano por los ojos. Luego murmuró:
—Todo esto es extraño e increíblemente verídico.
Tell Aviv continuó:
—Si tú quieres puedes matarla a Lucía. Entre ella y yo también hay una cuenta desde la otra vida.
—No. Volveríamos a crear una cuenta para la próxima vida.
Tell Aviv insistió.
—No te costará nada. Lo haré en obsequio a tu carácter generoso.
Fernando volvió a rehusar, y, sin saber por qué, le dijo:
—Eres más saludable que el limón y más sabroso que la miel; pero no asesines a Lucía. Y ahora, que la paz de Alá esté en ti para siempre.
Y levantándose, salió.
Salió, pero una tranquilidad nueva estaba en el fondo de su corazón. Él no sabía si Tell Aviv era un granuja o un doctor en magia, pero lo único que él sabía era que debía apartarse para siempre de Lucía. Y aquella misma noche se metió en un tren que salía para Fez, de allí regresó para Casablanca y de Casablanca un día salió hacia Buenos Aires. Aquí le encontré yo, y aquí me contó su historia, epilogada con estas palabras:
—Si no me hubiera ido tan lejos creo que hubiera muerto a Lucía. Aquello de
hacerme despedazar por los perros no tuvo nombre...

Fin

5 de mayo de 2010

Noche de verano / Ray Bradbury

Les dejo el cuento extraído del libro "Crónicas Marcianas"; todavía se encuentran ejemplares en versión pocket muy económicos. Aprovechenlo.
Saludos!


Noche de verano
Ray Bradbury

La gente se agrupaba en las galerías de piedra o se movía entre las sombras, por las colinas azules. Las lejanas estrellas y las mellizas y luminosas lunas de Marte derramaban una pálida luz de atardecer. Más allá del anfiteatro de mármol, en la oscuridad y la lejanía, se levantaban las aldeas y las quintas. El agua plateada yacía inmóvil en los charcos, y los canales relucían de horizonte a horizonte. Era una noche de verano en el templado y apacible planeta Marte. Las embarcaciones, delicadas como flores de bronce, se entrecruzaban en los canales de vino verde, y en las largas, interminables viviendas que se curvaban como serpientes tranquilas entre las lomas, murmuraban perezosamente los amantes, tendidos en los frescos lechos de la noche. Algunos niños corrían aún por las avenidas, a la luz de las antorchas, y con las arañas de oro que llevaban en la mano lanzaban al aire finos hilos de seda. Aquí Y allá, en las mesas donde burbujeaba la lava de plata, se preparaba alguna cena tardía. En un centenar de pueblos del hemisferio oscuro del planeta, los marcianos, seres morenos, de ojos rasgados y amarillos, se congregaban indolentemente en los anfiteatros. Desde los escenarios una música serena se elevaba en el aire tranquilo, como el aroma de una flor.
En uno de los escenarios cantó una mujer. El público se sobresaltó.
La mujer dejó de cantar. Se llevó una mano a la garganta. Inclinó la cabeza mirando a los músicos, y comenzaron otra vez.
Los músicos tocaron y la mujer cantó, y esta vez el público suspiró y se inclinó hacia delante en los asientos; unos pocos se pusieron de pie, sorprendidos, y una ráfaga helada atravesó el anfiteatro. La mujer cantaba una canción terrible y extraña. Trataba de impedir que las palabras le brotaran de la boca pero éstas eran las palabras:
Avanza envuelta en belleza, como la noche de regiones sin nubes y cielos estrellados; y todo lo mejor de lo oscuro y lo brillante se une en su rostro y en sus ojos....
La cantante se tapó la boca con las manos, y así permaneció unos instantes, inmóvil, perpleja.

~¿Qué significan esas palabras? -preguntaron los músicos.
-¿De dónde viene esa canción?
-¿Qué idioma es ése?

Y cuando los músicos soplaron en los cuernos dorados, la extraña melodía pasó otra vez lentamente por encima del público que ahora estaba de pie y hablaba en voz alta.

-¿Qué te pasa? -se preguntaron los músicos.
-¿Por qué tocabas esa música?
-Y tú, ¿qué tocabas?

La mujer se echo a llorar y huyó del escenario. El público abandonó el anfiteatro. Y en todos los trastornados pueblos marcianos ocurrió algo semejante. Una ola de frío cayó sobre ellos, como una nieve blanca.

En las avenidas sombrías, bajo las antorchas, los niños cantaban:

... y cuando ella llegó, el aparador estaba vacío, y su pobre perro no tuvo nada...

-¡Niños! -gritaron los adultos~. ¿Qué canción es ésa? ¿Dónde la aprendisteis?
-Se nos ha ocurrido de pronto. Son sólo palabras, palabras que no se entienden.

Las puertas se cerraron. Las calles quedaron desiertas. Sobre las colinas azules se elevó una estrella verde.
En el hemisferio nocturno de Marte los amantes despertaron y escucharon a sus amadas, que cantaban en la oscuridad.

-¿Qué canción es ésa?

Y en mil casas, en medio de la noche, las mujeres se despertaron gritando. Las lágrimas les rodaban por las mejillas y los hombres trataban de calmarlas.

-Vamos, vamos. Duerme. ¿Qué te pasa? ¿Alguna pesadilla?
-Algo terrible va a ocurrir por la mañana.
-Nada puede ocurrir. Todo está muy bien.

Un sollozo histérico:

-¡Se acerca, se acerca! ¡Se acerca cada vez más!
-Nada puede sucedernos. ¿Qué podría sucedernos? Vamos, duerme, duerme.

El alba de Marte fue tranquila, tan tranquila como un pozo fresco y negro, con estrellas que brillaban en las aguas de los canales, y respirando en todos los cuartos, niños que dormían encogidos con arañas en las manos cerradas, y amantes abrazados, y un cielo sin lunas, y antorchas frías, y desiertos anfiteatros de piedra.
Sólo rompió el silencio, poco antes de amanecer, un sereno que caminaba por una calle distante, solitaria y oscura, entonando una canción muy extraña.

Fin