28 de abril de 2009

El enigma de Julio Verne

A mediados del año pasado, subì un post con la biografìa de este autor francès (click aquì).
Ahora les dejo a continuaciòn un muy buen documental, segmentado en tres videos.
Espero que les guste tanto como a mi.
Saludos!!


El enigma de Julio Verne (Parte I)



El enigma de Julio Verne (Parte II)



El enigma de Julio Verne (Parte III)

22 de abril de 2009

Carlos Ruiz Zafòn / Entrevista

Les dejo la entrevista que conseguì del escritor español Carlos Ruiz Zafòn, autor de La sombra del viento y del libro El juego del angel.
Les recomiendo ambos! Saludos y disfruten la entrevista.






Carlos Ruiz Zafón (Barcelona, 25 de septiembre de 1964) es un escritor español que vive en Los Ángeles (Estados Unidos) desde 1993, donde se dedicó unos años a escribir guiones de cine al tiempo que desarrollaba su carrera como novelista.

Su primera novela para adultos, La sombra del viento, fue un gran éxito de ventas, pese a la desatención de la crítica literaria española, aunque no la internacional (que la aclamó como una de las grandes revelaciones literarias de los últimos tiempos). Esta novela se ha traducido a 45 idiomas, ha vendido más de 10 millones de ejemplares en todo el mundo y ha obtenido numerosos premios internacionales. En el año 2007 se ha publicado una recopilación titulada "La Trilogía de la Niebla" que comprende sus primeras obras "El príncipe de la niebla", "Las luces de septiembre" y "El palacio de la medianoche".

Carlos Ruiz Zafón lanzó el pasado 17 de abril de 2008 su nueva obra `El juego del ángel´con una tirada de un millón de ejemplares, en la Editorial Planeta. La propia Editorial Planeta ha considerado que este lanzamiento supone un hito histórico en España.

Zafón es el autor español contemporáneo cuya obra se ha traducido a más idiomas (45), por delante de Javier Sierra (42) y Juan Gómez-Jurado (41).

17 de abril de 2009

Ernesto Sàbato / Biografìa y entrevista


"Un buen escritor expresa grandes cosas con pequeñas palabras; a la inversa del mal escritor, que dice cosas insignificantes con palabras grandiosas"
Ernesto Sàbato

Biografìa
Ernesto Sábato nació en Rojas, provincia de Buenos Aires, en 1911. Hizo su doctorado en física y cursos de filosofía en la Universidad de La Plata. Trabajó luego en el Laboratorio Curie, en París, y abandonó definitivamente la ciencia en 1945 para dedicarse exclusivamente a la literatura.
Ha escrito varios libros de ensayos sobre el hombre en la crisis de nuestro tiempo y sobre el sentido de la actividad literaria -El escritor y sus fantasmas (1963), Apologías y rechazos (1979)-, y tres novelas: El túnel (1948), Sobre héroes y tumbas (1961), y Abbadón el exterminador (1974).

Dice Sábato: Puede parecer un acto de horrible esnobismo que tres crisis fundamentales de mi vida se sucedieran en París, pero efectivamente así fue. La primera se produjo en el invierno de 1935, cuando yo era un muchacho de 24 años. Desee 1930 milité en la Juventud Comunista, cuando la dictadura del general Uriburu. Abandoné estudios, familia y mis comodidades burguesas.

Viví con nombre supuesto en La Plata, en cuyos suburbios estaban los dos frigoríficos más grandes del país, donde se explotaba despiadadamente a toda clase de inmigrantes, que vivían amontonados en tugurios de zinc, rodeados de pantanos de aguas podridas. Repartíamos manifiestos, participábamos de la organización de huelgas.

Hacia 1933 fui ya secretario de la Juventud Comunista, cuando habían empezado mis dudas sobre el estalinismo, y entonces resolvieron mandarme a las Escuelas Leninistas de Moscú, a purificarme. Si hubiese ido, no habría vuelto jamás vivo. Tenía que pasar previamente por Bruselas, por un congreso contra el fascismo y allí supe con horrendos detalles de los procesos de Moscú. Me escapé a París, viví un invierno muy duro en la piecita de un compañero disidente, mientras el partido me buscaba. Logré volver a la Plata, donde proseguí mi carrera en física-metemática.

Cuando terminé me dieron una bourse para trabajar en el laboratorio Curie, donde trabajé durante casi un año y, allí en París, asistí a la ruptura del átomo de uranio, que se disputaban tres laboratorios: ganó la carrera un alemán. Pensé que era el comienzo del Apocalipsis. Viví en una confusión horrible, mientras escribía mi primera novela y cometí la infamia de dejar que Matilde se volviera a la Argentina con nuestro primer hijo, de pocos meses, mientras yo tenía una amante rusa. La tercera crisis fue consecuencia de todo esto, y de mi vínculo con los surrealistas: Domínguez, Matta, Wifredo Lam y otros.

En otro día de invierno fuimos con Domínguez, a la tarde, al Marché aux Puces y volvimos después en el Metro hasta Montparnasse, donde tenía su estudio Domínguez. En la calle, ya era de noche, en un especie de nevisca, Domínguez se detuvo y me dijo:¿Qué te parece si esta noche nos suicidamos juntos? No era una broma, era muy propenso, como lo probó años después. Yo me negué, aunque también me atraía el suicidio: me salvó mi instinto, y aquí estoy, junto a la Matilde de todos los tiempos, una de esas mujeres fuertes de la Biblia, que está muriendo, en medio del dolor más profundo de mi vida, en el final de una existencia muy compleja. (Ernesto Sábato, 24 de enero de 1995)


El escritor y sus fantasmas
Hacia 1975, algún tiempo después de la publicación de Abaddón el exterminador, una mañana de otoño, me acerqué a la casa de Ernesto Sabato para hacerle una entrevista para el diario Clarín. En ese ambiente casi rural del pueblo de Santos Lugares, donde el escritor vivía acompañado por Matilde, su esposa, se desarrolló el diálogo. Nervioso, vital, en algún momento hosco, a la vez que afable y tierno, Sabato respondió todas las preguntas sin oponer límites.

Empecemos este diálogo, recordando algunos momentos de su infancia.

...- Lo más profundo que puedo decir sobre esa época de mi vida está en esas novelas que he escrito, aunque a veces aparezca desfigurada por la ficción. No sé, para hablarle de mi infancia tendría que mostrarle algunas fotografías y comenzar a recordar cosas de mi niñez, allá en Rojas, mi pueblo. Pero creo que eso no es importante.


-¿Y sus sueños, quiero decir los de aquel tiempo, tampoco los quiere recordar?

...-No recuerdo detalles, pero le puedo hablar de algunos sueños obsesivos: una enorme bóveda, una especie de anfiteatro cósmico, yo solo, en alguna parte mi padre y mi madre. Era algo terrorífico. Pero otras pesadillas se producían estando despierto. Eran, pienso ahora, más que sueños, alucinaciones.


-¿Esos sueños o alucinaciones de su niñez, no tienen que ver con el Informe sobre ciegos, que se materializa después en la ficción?

... -No le puedo responder en cuatro palabras lo que intento describir en toda mi obra. Más, creo que he escrito para tratar de ver claro en esas obsesiones. Y es más: para poder soportarlas sin reventar.


-¿Abaddón el Exterminador es la más autobiográfica de sus novela?

... -En apariencia sí. Porque yo mismo figuro en la obra. Yo creo que toda novela, si no es un simple pasatiempo, es, en alguna medida, autobiográfica. Todo arte, en definitiva, es una descripción del alma del artista. Aunque Van Gogh pinte una iglesia está retratando su alma, sus conflictos. En cuanto a Abaddón, verá que las partes más importantes en que figuro yo mismo son delirantes. ¿O alguien puede creer de verdad que a mí me iniciaron en un subterráneo, debajo de las criptas de esa iglesia de Belgrano?


-¿En esa novela hay también mucha ironía hacia lo personal?

... -Sí, pero, ¿quién de nosotros no merece la ironía? Todos, yo, en particular creo merecerla. Por otra parte, si me proponía la inclusión de mi persona en la novela, como un personaje más, habría sido deshonesto que no me tratara con la objetividad despiadada con que un escritor debe tratar lo que merece ironía. Me considero un ser plagado de defectos y vicios. En Abaddón, creo que hay algo más importante, que es la teoría que yo vengo manteniendo desde hace muchos años: la crisis total del hombre de nuestro tiempo. El puro pensamiento racional escindió trágicamente al hombre, y esta catástrofe espiritual en que vivimos lo demuestra.


-¿Esa es la razón por la que usted abandonó la ciencia hace más de treinta años?

... -En cierta forma, sí.


-¿Cómo piensa que sería un mundo manejado por artistas?
... -Bueno, sin duda, algo desordenado, pero indiscutiblemente más visible.


-Entre cada una de sus obras hay muchos años de distancia ¿A qué se deben esos largos silencios literarios suyos?

... -Mire. Yo he publicado en toda mi vida sólo tres novelas y creo que no publicaré ninguna más. Al revés de lo que se piensa, ya publiqué demasiado. Y le digo más: aún esas tres estuvieron a punto de no ser publicadas, en especial las dos últimas.


-¿Cuál ha sido la razón?

... -La falta de seguridad de haber escrito algo que valga la pena, algo que pueda sobrevivir a mi muerte física. Un escritor es, por lo general, un hombre que tiene lo que se llama "facilidad para escribir"; pero esa facilidad es, paradojicamente, su principal enemigo. Creo que los hombres de letras sucumben a esa tentación. Y, sin embargo, hay que ponerse en guardia, hay que luchar a brazo partido contra esa facilidad.


-Ha destruido mucho de lo que escribió entonces

... -Sí, mucho. Hay obras de teatro, novelas y otras cosas que ya no saldrán a la luz porque las he destruido. Y si salió Abaddón fue porque personas que están cerca de mí me rogaron que no la destruyera, como había quemado La fuente Muda y otras cosas. Lo mismo sucedió con Sobre héroes y tumbas, se salvó del fuego y fue publicado gracias a Matilde, mi mujer.


-Usted admite haber publicado poco y no parece desconforme con eso. ¿Qué opina de los escritores que han publicado muchas obras?

... -Bueno, creo que existen casos dispares. Pero aún en el de los escritores más geniales, quedarán seguramente por dos o tres obras. Lope de Vega, por ejemplo, dicen que escribió más de tres mil comedias. Ahora yo me pregunto quién las lee, fuera de las tres o cuatro que todos conocemos. ¿Y Cervantes? Fuera de algunas cosas prescindibles, muy pocas, escribió el Quijote. ¡Ojalá yo pudiese tener la suerte de escribir alguna vez algo que se parezca al Quijote!... Proust escribió una sola obra, aunque sea en varios volúmenes. Kafka habría bastado con que publicara El castillo o El proceso. Y es infinitamente más grande y más perdurable que el señor Sommerset Maugham, que escribía una novelita por año. Si esto pasa con los genios, que escriben, en definitiva, sólo dos o tres obras que, por otra parte, son borradores de la obra máxima, no veo por qué exigirle a un escritor sudamericano lo que se le exige a esos genios consagrados por el tiempo.

-¿Cómo ve a la literatura hispanoamericana de nuestros días?

... -En este momento pienso que, tomada en bloque, unitario, es la más importante que existe en el mundo. Hay un conjunto de escritores muy talentosos. Por eso creo que el porvenir de nuestra literatura es, en el orden internacional, realmente brillante. En Europa, en cambio, no hay grandes nombres fuera de los ya conocidos. En Francia, para citar un solo ejemplo, muertos Camus y Sartre, ¿quién queda?


-¿A qué causas atribuye ese auge de la literatura hispanoamericana?

...-A que alcanzó una profundidad y una dimensión notables. No hay que creer eso de que actualmente se lee a los escritores de nuestro continente porque son pintorescos o folclóricos, como sucedió en el siglo pasado y a principios de este siglo, cuando los lectores buscaban en ellos el color local. Ahora se los busca y se los lee porque son buenos en serio. Sin que esto parezca una exageración, pienso que la literatura hispanoamericana, en esta segunda posguerra, ha significado lo mismo que la literatura norteamericana de la primera posguerra: la aparición de los Faulkner, los Hemingway... autores importantísimos que proyectaron a nivel mundial las letras americanas.

-¿Sigue existiendo, en la actualidad, el mismo interés que hubo hacia fines de la década del 60 por la literatura de nuestro continente?

... -Me parece que no. En aquellos tiempos había intereses extraliterarios, políticos y modas y el siempre permanente gusto por lo exótico. A ese auge contribuyó mucho la revolución cubana. El llamado boom, por ejemplo, fue todo un operativo político, además de literario y de publicidad. Y a menudo se ha cometido el error de creer que nuestra literatura latinoamericana comenzó con ese boom. Esa es una injusticia. Ni Roberto Arlt, ni Borges, ni Marechal, ni Bioy Casares, ni Mallea empezaron con ese publicitado estruendo. Y en el orden continental es lo mismo: ni Arguedas en Perú, ni Carpentier en Cuba, ni Guimaraes Rosa en Brasil, ni Onetti en Uruguay... Así que calma, por favor.

-¿Y su opinión sobre los integrantes de ese grupo, cuál es?

... -Mire, yo no soy el más indicado para opinar sobre ese movimiento. Creo que hubo escritores importantes dentro de él. Por ejemplo, no se puede negar a un García Márquez y esa novela extraordinaria que escribió: Cien años de soledad; como tampoco se puede negar a Carlos Fuentes, a Cortázar, a Vargas Llosa. Pero, eso no significa que la literatura latinoamericana había empezado ni iba a terminar con ese bochinche. En cuanto a su pregunta anterior, si el interés de Europa hacia nuestras letras persiste, le podría completar que de otra manera; de una manera más estable, como tiene que ser, sin ese tumulto político. Borges se sigue leyendo tanto como antes y así otros tres o cuatro escritores de nuestro continente.

-¿Qué se necesita para ser universal en literatura?

... -Casi le podría afirmar que antes es necesario ser nacional. Tal vez la explicación puede ser esta: para que sintamos en cualquier parte del mundo y en cualquier época a un personaje, ese personaje debe ser, ante todo, verdadero; debe tener carne y hueso, cerebro y corazón, y no hay seres carnales sino en un lugar concreto y en una época precisa. El proceso cultural de la humanidad es perpetuo y vive de acciones y reacciones entre todos los hombres de una nación y entre todas las naciones. Por eso yo creo que hay que ser nacional; es decir, expresar la tierra, el lugar donde se nació y se vive. Pero sin engañarnos con eso de "la cultura nacional", que es una falacia.

-¿Podría ampliar ese concepto?

... -Como no. Para mí no existe la cultura estrictamente nacional. hasta los dioses griegos, que algunos suponen el paradigma de la pureza, están infectados de religiones asiáticas y egipcias. Malraux dijo que toda pintura se hace sobre la precedente; habria que agregar que se hace también sobre la que la rodea, en un proceso tan complejo que hasta los enemigos se influencian, ya que no sólo se influye por el amor, sino, sobre todo, por el odio. Los enemigos terminan por esa razón asemejándose: presos y guardianes; ultraizquierdistas y ultraderechistas... En la realidad, todos hablamos, escribimos, pintamos y filosofamos sobre la base de lo que los demás han hablado y escrito y pintado y filosofado. Solamente un imbécil puede creerse absolutamente original.

-Eso significa, entonces, que usted descrée totalmente de la cultura nacional.

... -Pero por supuesto. Dejémonos de fastidiar con ese tema de la cultura nacional como contrapuesta a la cultura universal. ¿Con qué nos quedaríamos? Tendríamos que abolir hasta el castellano, que es importado y no solamente europeísta, sino cruda y llanamente europeo; tendríamos que evitar la religión cristiana que se originó en el Cercano Oriente. Esos proyectos nacionalistas me resultan irritantes; sólo tienen un objetivo: aniquilarnos como nación.

-En estos momentos usted le dedica buena parte de su tiempo a la pintura. ¿Significa eso que la ha cambiado por la literatura?

... -No, en absoluto. Pintar es para mí un descanso. Por otra parte, yo siempre tuve pasión por el dibujo. Es, además, una forma de relajamiento que me aleja de todos los problemas que cotidianamente me entristecen y me atormentan. Estoy enfermo del sistema nervioso y los médicos me han obligado a abandonar las tensiones mentales. Y pintar me hace muy bien.

-¿Por qué razón vive alejado de la ciudad de Buenos Aires?

... -Porque me molestan el ruido, el olor de la nafta, el apuro, la grosería y la dureza de la ciudad. Soy lo bastante reaccionario para quedarme con el silencio, los árboles, las flores, la gente que se saluda, los chiquilines que pueden jugar en la calle.

-¿Se considera enemigo del progreso?

... -No. Pero hay una forma de progreso de la que soy encarnizado enemigo; de ese progreso que convierte a la criatura humana en un despojo, en un robot, en un enajenado, en un pobre infeliz, en un solitario, en un inanimado engranaje. De ese tipo de progreso, sí, soy enemigo.

13 de abril de 2009

Los cuatro sospechosos / Agatha Christie

Espero que disfruten de este cuento. A mi me gustó mucho!
Saludos
Estanis


Los cuatro sospechosos
Agatha Christie

La conversación giraba en torno a los crímenes que quedaban sin resolver y sin castigo. Cada uno por turno dio su opinión: el coronel Bantry, su simpática y gordezuela esposa, Jane Helier, el doctor Lloyd e incluso la señorita Marple. El único que no habló fue el que, en opinión de la mayoría, estaba más capacitado para ello. Don Henry Clithering, ex comisionado de Scotland Yard, permanecía silencioso, retorciéndose el bigote o, más bien dicho, tirando de él, y con una media sonrisa en los labios, como si le divirtiera algún pensamiento.

-Don Henry -le dijo finalmente la señora Bantry-, si no dice usted algo, gritaré. ¿Hay muchos crímenes que quedan impunes?

-Usted piensa en los titulares de la prensa, señora Bantry: SCOTLAND YARD FRACASA DE NUEVO y, a continuación, la lista de crímenes sin resolver.

-Que en realidad debe ser un porcentaje muy pequeño, supongo -dijo el doctor Lloyd.

-Sí, los cientos de crímenes que se resuelven y los responsables castigados rara vez se pregonan. Pero eso no es precisamente lo que discutimos. Los crímenes no descubiertos y los crímenes que quedan impunes son dos cosas por completo distintas. En la primera categoría entran todos los crímenes de los que Scotland Yard ni siquiera ha oído hablar, los que nadie ni siquiera sabe que se han cometido.

-Pero supongo que no debe haber muchos de ésos -dijo la señora Bantry.

-¿No?

-¡Don Henry! ¿No querrá usted decir que sí los hay?

-Yo creo -dijo la señorita Marple pensativa- que debe de haber muchísimos.

La encantadora anciana, con su aire tranquilo y anticuado, hizo esta declaración con la mayor placidez.

-Mi querida señorita Marple... -empezó el coronel Bantry.

-Claro que muchas personas son estúpidas -dijo la señorita Marple-. Y a las personas estúpidas se las descubre hagan lo que hagan. Pero también hay muchas que no lo son y uno se estremece al pensar lo que serían capaces de hacer de no tener principios muy arraigados.

-Sí -replicó don Henry-, hay muchísimas personas que no son estúpidas. Muchas veces un crimen llega a descubrirse por un fallo insignificante y uno no deja de hacerse siempre la misma pregunta. De no haber sido por aquel fallo, ¿hubiese llegado a descubrirse?

-Pero esto es muy serio, Clithering -dijo el coronel Bantry-, pero que muy grave.

-¿De veras?

-¿Pero qué dice usted? ¡Lo es! Claro que es serio.

-Usted dice que hay crímenes que quedan impunes, pero ¿es eso cierto? Tal vez no reciban el castigo de la ley, pero la causa y el efecto actúan aun fuera de la ley. Decir que cada crimen conlleva su propio castigo parecerá muy tópico y, no obstante, en mi opinión, nada hay más cierto.

-Tal vez -dijo el coronel Bantry-, pero eso no altera la gravedad.., la gravedad...

Se detuvo desorientado.

Don Henry Clithering sonrío.

-El noventa y nueve por ciento de la gente sin duda comparte su opinión -comentó-. Pero, ¿sabe usted?, no es la culpabilidad lo importante, sino la inocencia. Eso es lo que nadie aprecia.

-No lo entiendo -exclamó Jane Helier.

-Yo sí -replicó la señorita Marple-. Cuando la señora Trent descubrió que le faltaba media corona que llevaba en el bolso, la persona más afectada fue la asistenta, la señora Arthur. Desde luego los Trent pensaron que había sido ella, pero eran buenas personas y, como sabían que tenía una familia numerosa y un marido aficionado a la bebida, pues... naturalmente no quisieron tomar medidas extremas. Pero cambiaron totalmente su actitud hacia ella. Ya no la dejaban al cuidado de la casa cuando se ausentaban y otras personas empezaron a comportarse con ella de un modo semejante. Y luego se descubrió de pronto que había sido la institutriz. La señora Trent la descubrió, a través de una puerta que se reflejaba en un espejo, por pura casualidad, a la que yo prefiero llamar Providencia. Y creo que eso es lo que quiere decir don Henry. La mayoría de las personas se hubieran interesado únicamente por saber quién cogió el dinero, que resultó ser la más insospechada, como en las novelas policíacas. Pero, para quien realmente era importante, casi cuestión de vida o muerte, descubrir la verdad era para la señora Arthur, que no había hecho nada. Eso es lo que quiso usted decir, ¿verdad, don Henry?

-Sí, señorita Marple, ha dado usted en el clavo. La asistenta de su historia tuvo suerte en el caso que ha expuesto: se demostró su inocencia. Pero algunas personas pueden pasar toda su vida oprimidas por el peso de una sospecha completamente injusta.

-¿Se refiere usted a algún caso en particular, don Henry? -preguntó la señora Bantry con astucia y con verdadera curiosidad.

-Pues, a decir verdad, sí, señora Bantry. Uno muy curioso. Un caso en el que pensábamos que se había cometido un crimen, pero no teníamos la más remota posibilidad de probarlo.

-Veneno, supongo -exclamó Jane-. Algo que no deja rastro.

El doctor Lloyd se removió inquieto y don Henry negó con la cabeza.

-No, querida señorita. ¡No fue el veneno secreto de las flechas de los indios sudamericanos! ¡Ojalá hubiera sido algo así! Tuvimos que habérnoslas con algo mucho más prosaico, tanto, que no cabe la esperanza de dar con el responsable. Un anciano que se cayó por la escalera y se desnucó, uno de tantos accidentes, lamentables accidentes, que ocurren a diario.

-¿Y que sucedió en realidad?

-¿Quién puede decirlo? -don Henry se encogió de hombros-. ¿Lo empujaron por detrás? ¿Ataron un cordón de lado a lado de la escalera, que luego fue quitado cuidadosamente? Eso nunca lo sabremos.

-Pero usted cree que... bueno, que no fue un accidente ¿Por qué? -quiso saber el médico.

-Ésa es una historia bastante larga, pero... bueno, sí, estamos casi seguros. Como les digo, no hay posibilidad de poder culpar a nadie, las pruebas serían demasiado vagas. Pero el caso se puede mirar también desde otra perspectiva, la que mencionaba antes. Cuatro son las personas que pudieron hacerlo. Una es culpable, pero las otras tres son inocentes. Y, a menos que se averigüe la verdad, permanecerán bajo la terrible sombra de la duda.

-Creo -dijo la señora Bantry- que será mejor que nos cuente usted toda la historia.

-En realidad no creo que sea necesario que me extienda tanto -replicó don Henry-. Puedo resumir el principio. Es sobre una sociedad secreta alemana: "La Mano Vengadora", algo parecido a la Camorra o a la idea que la gente tiene de ella. Una organización dedicada a la extorsión y el terrorismo. La cosa empezó repentinamente después de la guerra y se extendió con sorprendente rapidez, y fueron numerosas las víctimas de la organización. Las autoridades no pudieron con ella, porque sus secretos eran guardados celosamente y era casi imposible encontrar a nadie que quisiera traicionarlos.

"En Inglaterra no se oyó hablar mucho de ella, pero en Alemania estaba causando un efecto paralizador Finalmente fue disuelta gracias a los esfuerzos de un hombre, un tal doctor Rosen, que en un tiempo fue un miembro notable del Servicio Secreto. Se hizo miembro de la sociedad, se infiltró en sus círculos más íntimos y fue, tal como les digo, el instrumento que la desmoronó.

"Pero, en consecuencia, se convirtió en un hombre marcado y se consideró prudente que abandonara Alemania, al menos durante algún tiempo. Se vino a Inglaterra y fuimos informados por la policía de Berlín. Se entrevistó personalmente conmigo y advertí enseguida lo resignado de su actitud. No le cabía la menor duda de lo que le reservaba el futuro.

"-Me cogerán, don Henry -me dijo-, no cabe la menor duda. -Era un hombre alto, de hermosas facciones y voz profunda, que sólo delataba su nacionalidad por su ligera pronunciación gutural-. Es una conclusión inevitable. No me importa, estoy preparado. Ya afronté ese riesgo al emprender esta empresa. He hecho lo que me propuse. La organización no podrá volver a levantarse, pero quedan muchos de sus miembros en libertad y se vengarán de la única manera que pueden: con mi vida. Es sólo cuestión de tiempo, pero desearía alargarlo lo más posible. Estoy reuniendo y preparando material muy interesante, el resultado de toda una vida de trabajo. Y si fuera posible, me gustaría poder completar mi tarea.

"Habló con sencillez, pero con cierta grandeza que no pude dejar de admirar. Le dije que tomaríamos toda clase de precauciones, pero no me dejó insistir

"-Algún día, más pronto o más tarde, me cogerán -repetía-. Y cuando ese día llegue, no se preocupe. No me cabe la menor duda de que habrá hecho todo lo posible por evitarlo.

"Luego me expuso sus proyectos, que eran bastante sencillos. Se proponía adquirir una casita en el campo donde vivir tranquilamente y continuar su trabajo. Por fin escogió un pueblecito de Somerset, King’s Gnaton, situado a unas siete millas de la estación de ferrocarril y singularmente preservado de la civilización. Compró una casita preciosa en la que llevó a cabo algunas reformas y mejoras, y se instaló en ella muy contento, acompañado de su sobrina Greta, un secretario, una vieja criada alemana que le había servido fielmente durante casi cuarenta años y un mañoso jardinero externo, que era nativo de King’s Gnaton."

-Los cuatro sospechosos -comentó el señor Lloyd con voz apagada.

-Exacto, los cuatro sospechosos. No hay mucho más que decir. La vida transcurrió apaciblemente en King’s Gnaton durante cinco meses y entonces ocurrió la desgracia. El doctor Rosen se cayó una mañana por la escalera y fue hallado muerto media hora más tarde. En el momento en que debió ocurrir el accidente, Gertrud estaba en la cocina con la puerta cerrada y no oyó nada, o por lo menos eso dijo. la señorita Greta estaba en el jardín plantando unos bulbos, también según dijo. El jardinero, Dobbs, estaba en el cobertizo, desayunando, según dijo. Y el secretario había ido a dar un paseo y tampoco tenemos otra cosa mejor que su palabra.

"Ninguno de ellos tiene una coartada ni es capaz de atestiguar la declaración de los demás. Pero una cosa es cierta: nadie del exterior pudo hacerlo ya que la presencia de un extraño hubiera sido advertida con seguridad en el pueblecito de King’s Gnaton. La puerta principal y la de atrás estaban cerradas, y cada uno de los habitantes de la casa tenía su llave. De modo que ya ven que los sospechosos se reducen a estos cuatro: Greta, la hija de su propio hermano; Gertrud, que llevaba cuarenta años sirviéndole fielmente; Dobbs, que nunca había salido de King’s Gnaton, y Charles Templeton, el secretario."

-Sí -intervino el coronel Bantry-. ¿Qué nos dice de él? A mí me parece el más sospechoso. ¿Qué sabía usted de él?

-Pues lo que sé de él es lo que lo deja completamente al margen de sospechas, por lo menos de momento -dijo don Henry en tono grave-. Charles Templeton era uno de mis hombres.

-¡Oh! -exclamó el coronel Bantry visiblemente sorprendido.

-Sí, quise tener a alguien en la casa y que al mismo tiempo no llamara la atención en el pueblo. Rosen realmente necesitaba un secretario y yo le proporcioné a Templeton. Es un caballero, habla alemán a la perfección y es, en conjunto, un tipo muy capacitado.

-Pues entonces, ¿de quién sospecha usted? -preguntó la señora Bantry con extrañeza-. Todos parecen tan... buenos y tan inocentes.

-Sí, eso parece, pero podemos considerar el caso desde un ángulo distinto. Fraülein Greta era su sobrina y una muchacha encantadora, pero la guerra nos ha demostrado a menudo que un hermano puede volverse contra su hermana, un padre contra su hijo, etcétera, etcétera, y que las más encantadoras y gentiles jovencitas eran capaces de cosas sorprendentes. Lo mismo puede aplicarse a Gertrud y quién sabe qué otros factores pudieron obrar en su caso. Tal vez una disputa con su señor, un creciente resentimiento más intenso debido a los largos años de fidelidad. Las mujeres que tienen tantos años y pertenecen a esa clase, algunas veces pueden vivir increíblemente amargadas. ¿Y Dobbs? ¿Queda eliminado por no tener relación alguna con la familia? Con dinero se consiguen muchas cosas. Pudieron aproximarse a él de algún modo y sobornarlo.

"Una cosa parece segura: debió llegar algún mensaje u orden del exterior. De otro modo, ¿por qué aquellos cinco meses de espera? No, los agentes de "La Mano Vengadora" debieron estar trabajando. No estarían seguros de la perfidia de Rosen y debieron retrasar su venganza hasta asegurarse de su posible traición sin ninguna duda. Luego, cuando verificaron sus sospechas, debieron enviar su mensaje al espía que tenían dentro de su misma casa. El mensaje que decía: «Mata»."

-¡Qué horror-! -dijo Jane Helier con un estremecimiento.

-Pero ¿cómo llegaría el mensaje? Ese es el punto que traté de aclarar como única esperanza para resolver el misterio. Una de esas cuatro personas debió de ser abordada por alguien o comunicarse con ellos de alguna manera. La orden debía ser ejecutada, lo sabía muy bien, tan pronto como fuera recibido el aviso. Era la peculiaridad de "La Mano Vengadora".

"Me puse a trabajar de una forma que probablemente les parecerá ridículamente meticulosa. ¿Quiénes habían estado en la casa aquella mañana? No descarté a nadie. Aquí está la lista."

Y sacando un sobre de su bolsillo, escogió un papel entre los que contenía.

-El carnicero, que trajo la carne de ternera. Hice averiguaciones y resultaron exactas.

"El chico del colmado trajo un paquete de harina de maíz, dos libras de azúcar; una de mantequilla y otra de café. Fueron investigados y resultaron correctos.

"El cartero trajo dos circulares para la señorita Rosen, una carta de la localidad para Gertrud, tres para el doctor Rosen, una con sello extranjero, y dos para el señor Templeton, una de ellas también con sello extranjero."

Don Heniy hizo una pausa y luego extrajo varios documentos del sobre.

-Tal vez les interese verlos. Me fueron entregados por los interesados o bien recogidos de la papelera. No necesito decirles que fueron examinados por expertos para ver si se encontraban en ellos rastros de tinta invisible, etc., etc. No se ha encontrado nada.

Todos se acercaron para mirar Las catálogos para la señorita Rosen eran de un jardinero y de un establecimiento de peletería de Londres muy importante. El doctor Rosen recibió una factura de las semillas compradas a un jardinero local para su jardín y otra de una papelería de Londres. La carta dirigida a él decía lo siguiente:

Mi querido Rosen:

Acabo de regresar de la finca del señor Helmuth Spath. El otro día vi a Udo Johnson. Había venido para visitar a Ronald Periy, y me dijo que él y Edgar Jackson acaban de llegar de Tsingtau. Con toda Ecuanimidad, no puedo decir que envidie su viaje. Envíame pronto noticias tuyas. Como ya te dije antes: guárdate de cierta persona. Ya sabes a quién me refiero, aunque no estés de acuerdo conmigo. Tuya,

Georgine

-El correo del señor Templeton consistía en esta factura que como ustedes ven enviaba su sastre y una carta de un amigo de Alemania -prosiguió don Henry-. Esta última, desgraciadamente, la rompió durante su paseo. Y por último tenemos la carta que recibió Gertrud.

Querida señora Smvartz:

Esperamos que pueda usted asistir a la reunión del viernes por la noche. El vicario dice que tiene la esperanza de que vendrá y será usted bienvenida. La receta de tocineta era estupenda y le doy las gracias por ella. Confío en que se encuentre bien de salud y podamos verla el viernes.

Queda de usted afectísima.

Emma Greene

El doctor Lloyd sonrió afablemente, al igual que la señora Bantry.

-Creo que esta última carta puede eliminarse -dijo el doctor.

-Yo opino lo mismo -replicó don Henry-, pero tomé la precaución de comprobar que existía esa tal señora Greene y que se celebraba la reunión. Ya saben, nunca está de más ser precavido.

-Esto es lo que dice siempre nuestra amiga la señorita Marple -comentó el doctor Lloyd sonriendo-. Está usted ensimismada, señorita Marple. ¿En qué piensa?

La aludida se sobresaltó.

-¡Qué tonta soy! -exclamó-. Me estaba preguntando por qué en la carta del doctor Rosen la palabra Ecuanimidad estaba escrita con mayúscula.

La señora Bantry exclamó:

-Es cierto. ¡Oh!

-Sí querida -respondió la señorita Marple-. ¡Pensé que usted lo notaría!

-En esa carta hay un aviso definitivo -dijo el coronel Bantry-. Es lo primero que me llamó la atención. Me fijo más de lo que ustedes creen. Sí, un aviso definitivo... ¿contra quién?

-Hay algo muy curioso con respecto a esa carta -explicó don Henry-. Según Templeton, el doctor Rosen la abrió durante el desayuno y se la alargó diciendo que no sabía quién podía ser aquel individuo.

-¡Pero si no era un hombre! -dijo Jane Helier-. ¡Está firmada por una tal «Georgina»!

-Es difícil decirlo -dijo el doctor Lloyd-. Tal vez el nombre sea Georgey y no Georgina, aunque parezca más bien lo contrario. En todo caso, resulta un tanto chocante, porque esta letra no parece de mujer

-Eso es igualmente curioso -dijo el coronel Bantry-, que la enseñara fingiendo no saber quién se la escribía. Tal vez pretendía observar la reacción de alguien al verla, pero ¿de quién?, ¿del chico o de ella?

-¿Tal vez de la cocinera? -insinuó la señora Bantry-. Quizá se encontrase en la habitación sirviendo el desayuno. Pero lo que no comprendo es... es muy curioso que...

Frunció el entrecejo contemplando la carta. La señorita Marple se acercó a ella y, señalando la hoja de papel con un dedo, cuchichearon entre sí.

-Pero, ¿por qué rompió la otra carta el secretario? -preguntó Jane Helier de pronto-. Parece... ¡oh! No sé... parece extraño. ¿Por qué había de recibir cartas de Alemania? Aunque, claro, si como usted dice está por encima de toda sospecha...

-Pero don Henry no ha dicho eso -replicó la señorita Marple a toda prisa, abandonando su conversación con la señora Bantry-. Ha dicho que los sospechosos son cuatro. De modo que incluye a el señor Templeton. ¿Tengo razón, don Henry?

-Sí, señorita Marple. La amarga experiencia me ha enseñado una cosa: nunca diga que nadie está por encima de toda sospecha. Acabo de darles razones por las cuales tres de estas personas pudieran ser culpables, por improbable que parezca. Entonces no apliqué el mismo procedimiento a Charles Templeton, pero al fin tuve que seguir la regla que acabo de mencionar.

"Y me vi obligado a reconocer esto: que todo ejército, toda marina y toda policía tienen cierto número de traidores en sus filas, por mucho que se odie admitir la idea. Y por ello examiné el caso contra Charles Templeton sin el menor apasionamiento.

"Me hice muchas veces la pregunta que la señorita Helier acaba de exponer. ¿Por qué fue el único que no pudo presentar la carta que recibiera con sello alemán? ¿Por qué recibía correspondencia de Alemania?

"Esta última pregunta era del todo inocente y por lo tanto se la hice a él, siendo su respuesta bastante sencilla. La hermana de su madre estaba casada con un alemán y la carta era de una prima suya alemana. De modo que me enteré de algo que ignoraba hasta entonces, que Charles Templeton tenía parientes alemanes. Y eso lo colocó inmediatamente en la lista de sospechosos. Es uno de mis hombres, un muchacho en el que siempre he confiado, pero para ser justo y ecuánime debo admitir que es el que encabeza la lista.

"Pero ahí lo tienen: ¡No lo sé! No lo sé y, con toda probabilidad, nunca lo sabré. No se trata sólo de castigar a un asesino, sino de algo que considero cien veces más importante. Se trata, quizá, de la posibilidad de haber arruinado la carrera de un hombre honrado a causa de meras sospechas, sospechas que por otra parte no me atrevo a despreciar."

La señorita Marple carraspeó y dijo en tono amable:

-Entonces, don Henry, si no le he entendido mal, ¿de quien sospecha principalmente es del joven Templeton?

-Sí, en cierto sentido. Y en teoría los cuatro habrían de verse igualmente afectados por esta situación, pero no es ése el caso. Dobbs, por ejemplo, aun cuando yo lo considere sospechoso, eso no altera en modo alguno su vida. En el pueblo nadie recela de que la muerte del doctor Rosen no fuese accidental. Gertrud tal vez se haya visto algo más afectada. La situación puede representar alguna diferencia, por ejemplo, en la actitud de Fraülein Rosen hacia ella, aunque dudo de que eso le afecte excesivamente.

"En cuanto a Greta Rosen... bueno, aquí llegamos al punto crucial de todo este asunto. Greta es una joven muy hermosa y Charles Templeton un muchacho apuesto, convivieron cinco meses bajo el mismo techo sin otras distracciones exteriores y ocurrió lo inevitable. Se enamoraron el uno del otro, aunque no quieren admitir el hecho con palabras.

"Y luego ocurrió la catástrofe. Ya habían transcurrido tres meses, y un día o dos después de mi regreso, Greta Rosen vino a verme. Había vendido la casita y regresaba a Alemania, una vez arreglados los asuntos de su tío. Acudió a mí, aunque sabía que me había retirado, porque en realidad deseaba verme por un asunto personal. Tras dar algunos rodeos al fin me abrió su corazón. ¿Cuál era mi opinión? Aquella carta con sello alemán, la que Charles había roto, la había preocupado y seguía preocupándola. ¿Había dicho la verdad? Sin duda debió decirla. Claro que creía su historia, pero... ¡oh!, si pudiera saberlo con absoluta certeza.

"¿Comprenden? El mismo sentimiento, el deseo de confiar, pero la terrible sospecha persistiendo en el fondo de su mente, a pesar de luchar contra ella. Le hablé con absoluta franqueza, pidiéndole que hiciera lo mismo, y le pregunté si Charles y ella estaban enamorados.

"-Creo que sí -me contestó-. Oh, sí, eso es. Éramos tan felices. Los días pasaban con tanta alegría.

"Los dos lo sabíamos, pero no había prisa, teníamos toda la vida por delante. Algún día me diría que me amaba y yo le contestaría que yo también. ¡Ah! ¡Pero puede usted imaginárselo! Ahora todo ha cambiado. Una nube negra se ha interpuesto entre nosotros, nos mostramos retraídos y cuando nos vemos no sabemos qué decirnos. Quizás a él le ocurre lo mismo. Nos decimos interiormente: ¡Si estuviéramos seguros! Por eso, don Henry, le suplico que me diga: «Puede estar segura, quienquiera que matase a su tío no fue Charles Templeton». ¡Dígamelo! ¡Oh, se lo suplico! ¡Se lo suplico, se lo suplico!

"Y maldita sea -exclamó don Henry, dejando caer su puño con fuerza sobre la mesa-, no pude decírselo. Se fueron separando más y más los dos. Entre ellos se interponía la sospecha como un fantasma que no podían apartar."

Se reclinó en la butaca con el rostro abatido y grave mientras movía la cabeza con desaliento.

-Y no hay nada más que hacer, a menos -volvió a enderezarse con una sonrisa burlona- a menos que la señorita Marple pueda ayudarnos. ¿Puede usted, señorita Marple? Tengo el presentimiento de que esa carta está en su línea. La de la reunión benéfica. ¿No le recuerda alguien o algo que le haga ver este asunto muy claro? ¿No puede hacer algo por ayudar a dos jóvenes desesperados que desean ser felices?

Tras la sonrisa burlona se escondía cierta ansiedad en su pregunta. Había llegado a formarse una gran opinión del poder deductivo de aquella solterona frágil y anticuada, y la miró con cierta esperanza en los ojos.

La señorita Marple carraspeó y se arregló la manteleta de encaje.

-Me recuerda un poco a Annie Poultny -admitió-. Claro que la carta está clarísima, para la señora Bantry y para mí. No me refiero a la que habla de la reunión benéfica, sino a la otra. Al haber vivido tanto en Londres y no tener ninguna afición por la jardinería, don Henry, no es de extrañar que no lo haya notado usted.

-¿Eh? -exclamó don Henry-. ¿Notado qué?

La señora Bantry alargó la mano y escogió una de las cartas, un catálogo que abrió y leyó pausadamente:

El señor Helmuth Spath. Lila, una flor maravillosa, su tallo alcanza una altura inusitada. Espléndida para cortar y adornar el jardín. Una novedad de sorprendente belleza.

Udo Johnson. Amarilla y cálida. De aroma peculiar y agradable.

Edgar Jackson. Crisantemo de hermosa forma y color rojo ladrillo muy brillante.

Ronald Perry. Rojo brillante. Sumamente decorativa.

Tsingtau. Color naranja brillante, flor muy vistosa para jardín y de larga duración una vez cortada.

Ecuanimidad...

-Recordarán ustedes que esta palabra aparecía en la carta escrita también en mayúscula.

Flor de extraordinaria perfección en su forma. Tonos rosa y blanco.

La señora Bantry, dejando el catálogo, terminó diciendo con una gran excitación:

-Y ¡Dalias!

-Las letras iniciales de sus nombres componen la palabra «MUERTE» -explicó la señorita Marple satisfecha.

-Pero la carta la recibió el propio doctor Rosen -objetó don Henry.

-Esa fue la maniobra más inteligente -explicó la señorita Marple-. Eso y la amenaza que se encerraba en ella. ¿Qué es lo que haría al recibir una carta de alguien desconocido y llena de nombres extraños para él? Pues, naturalmente, mostrársela a su secretario y pedirle su opinión.

-Entonces, después de todo...

-¡Oh, no! -exclamó la señorita Marple-. El secretario, no. Vaya, eso precisamente demuestra que no fue él. De ser así, nunca hubiera permitido que se encontrase la carta e igualmente no se le hubiese ocurrido destruir una carta dirigida a él y con sello alemán. Su inocencia resulta evidente y , si me permito decirlo, deslumbrante..

-Entonces, ¿quién...?

-Pues parece casi seguro, todo lo seguro que puede ser algo en este mundo. Había otra persona presente durante el desayuno y pudo... es natural, dadas las circunstancias, alargar la mano y leer la carta. Y así fue. Recuerden que recibió un catálogo de jardinería en el mismo correo...

-Greta Rosen -dijo don Henry despacio-. Entonces su visita...

-Los caballeros nunca saben ver a través de estas cosas -replicó la señorita Marple-. Y me temo que muchas veces a las viejas nos ven como a... brujas, porque vemos cosas que a ellos les pasan inadvertidas, pero es así. Una sabe mucho de las de su propio sexo, por desgracia. No me cabe la menor duda de que se alzó una barrera entre ellos. El joven sintió una repentina e inexplicable aversión hacia ella. Sospechaba puramente por instinto y no podía ocultarlo. Y creo que la visita que le hizo la joven a usted fue sólo puro despecho. En realidad se sentía bastante segura, pero antes de marcharse quiso que usted fijara definitivamente sus sospechas en el pobre señor Templeton. Debe usted reconocer que, hasta después de su visita, no le parecieron completamente justificadas sus propias sospechas.

-Estoy convencido de que no fue nada de lo que ella dijo... -comenzó a decir don Henry.

-Los caballeros -continuó la señorita Marple con calma- nunca ven estas cosas.

-Y esa joven... -se detuvo-... ¡comete semejante crimen a sangre fría y queda impune!

-¡Oh, no, don Henry! -dijo la señorita Marple-. Impune no. Usted y yo no lo creemos. Recuerde lo que dijo no hace mucho rato. No. Greta Rosen no escapará a su castigo. Para empezar, deberá vivir entre gente extraña, chantajistas y terroristas, que no le harán ningún bien y probablemente la arrastrarán a un final miserable. Como usted dice, no vale la pena preocuparse por el culpable, es el inocente quien importa. El señor Templeton, me atrevo a aventurar, se casará con su prima alemana ya que el hecho de que rompiera su carta resulta... bueno, un tanto sospechoso, empleando la palabra en un sentido distinto al que le hemos dado toda la noche. Parece ser que lo hizo como si temiese que Greta la viera y le pidiera que se la dejase leer. Sí, creo que entre ellos debió de haber algo. Y luego está Dobbs, a quien, como usted dice, las sospechas no le afectarán mucho. Probablemente lo único que le interesa son sus desayunos. Y la pobre Gertrud, que me recuerda a Annie Poultny. Pobrecilla Annie Poultny. Cincuenta años sirviendo fielmente a la señorita Lamh y luego sospecharon que había hecho desaparecer su testamento, aunque no pudo probarse. Aquello destrozó el corazón de aquella criatura tan fiel. Y después de su muerte, se encontró en un compartimiento secreto en la caja donde guardaban el té y donde la propia la señorita Lamb lo había guardado para mayor seguridad. Pero era ya demasiado tarde para la pobre Annie.

"Por eso me preocupa esa pobre mujer alemana. Cuando se es viejo, uno se amarga fácilmente. Lo siento mucho más por ella que por el señor Templeton, que es joven, bien parecido y, según comentaba usted, goza de bastante popularidad entre las damas. ¿Querrá usted escribirle a ella, don Henry, para decirle que su inocencia está fuera de toda duda? Con su señor muerto y el peso de las sospechas... ¡Oh! ¡No quiero ni pensarlo!"

-Le escribiré, señorita Marple -dijo don Henry mirándola con curiosidad-. ¿Sabe una cosa? Nunca llegaré a comprenderla. Siempre repara usted en algo que no esperaba.

-Me temo que mi experiencia resulta insignificante -replicó la señorita Marple humildemente-. Apenas si salgo de St. Mary Mead.

-¡Y no obstante ha resuelto usted lo que podríamos llamar un problema internacional! -dijo don Henry-. Porque lo ha resuelto. De eso estoy completamente convencido.

La señorita Marple enrojeció y luego, parpadeando, explicó:

-Creo que fui bien educada para lo que se acostumbraba en mis tiempos. Mi hermana y yo tuvimos una institutriz alemana, una persona muy sentimental. Nos enseñó el lenguaje de las flores, un estudio casi olvidado hoy en día, pero encantador. Un tulipán amarillo, por ejemplo, simboliza el Amor Sin Esperanza, mientras un Aster Chino significa Muero de Celos a Tus pies. Esa carta estaba firmada: Georgine, que me parece recordar significa dalia en alemán y eso lo dejaba todo muy claro. Ojalá pudiera recordar el significado de dalia, pero escapa a mi memoria, que ya no es tan buena como antes.

-De todas formas no significa MUERTE.

-No, desde luego. Horrible, ¿no? En este mundo hay cosas muy tristes.

-Sí -replicó la señora Bantry con un suspiro-. Es una suerte tener flores y amigos.

-Observen que nos coloca en último lugar -dijo el doctor Lloyd.

-Un admirador solía enviarme orquídeas rojas cada noche -dijo Jane Helier con aire soñador.

-«Espero sus favores», eso es lo que significa -dijo la señorita Marple con agudeza.

Don Henry carraspeó de un modo peculiar y volvió la cabeza.

La señorita Marpie lanzó una repentina exclamación.

-Acabo de recordarlo. La dalia significa «Traición y Falsedad».

-Maravilloso -replicó don Henry-. Absolutamente maravilloso.

Y suspiró.

4 de abril de 2009

El entierro de las ratas / Bram Stoker

No solo Lovecraft o Poe escribìan grandes cuentos de suspenso y terror. Acà les dejo un ejemplo del autor de Dràcula. Espero lo disfruten. Saludos!


El entierro de las ratas
Bram Stoker

Si abandona París por la carretera de Orleans, cruce la Enceinte y, si gira a la derecha,
se encontrará en un distrito algo salvaje y en absoluto placentero. A derecha e izquierda,
delante y detrás, por todos lados se alzan grandes montones de basura y otros residuos
acumulados por los procesos del tiempo.

París tiene su vida nocturna además de la diurna, y el viajero que penetra en su hotel
de la Rue de Rivoli o la Rue St. Honoré a última hora de la noche o lo abandona a primera
hora de la mañana puede adivinar, al llegar cerca de Montrouge —si no lo ha hecho ya
antes— la finalidad de esos grandes carros que parecen como calderas sobre ruedas y que
puede hallar pase por donde pase.

Cada ciudad tiene sus instituciones peculiares creadas para sus propias necesidades,
y una de las más notables instituciones de París es su población de traperos. A primera
hora de la mañana —y la vida de París empieza a una hora muy temprana— pueden verse
colocadas en la mayoría de las calles, al otro lado de cada Patio y callejón y entre tantos
edificios, como todavía en algunas ciudades norteamericanas e incluso en partes de Nueva
York, grandes cajas de madera en las que las criadas o los inquilinos de las casas vacían la
basura acumulada del día anterior. Alrededor de estas cajas se reúnen y circulan, una vez
llenas, escuálidos y macilentos hombres y mujeres cuyas herramientas del oficio Consisten
en un burdo saco o cesto colgado del hombro Y un pequeño rastrillo con el cual remueven
y sondean y examinan minuciosamente los cubos de basura. Recogen y depositan en sus
cestos, con ayuda de sus rastrillos, todo lo que pueden encontrar, con la misma facilidad
con la que un chino utiliza sus palillos para comer.

París es una ciudad de centralización, y centralización y clasificación están
estrechamente aliadas. En los primeros tiempos, cuándo la centralización se está
convirtiendo en un hecho, su precursora es la clasificación. Todas las cosas que son
similares o análogas son agrupadas juntas, y del agrupamiento de esos grupos surge un
punto total o central. Vemos radiar muchos largos, brazos con innumerables tentáculos, y
en el centro surge una gigantesca cabeza con un amplio cerebro y ojos atentos que miran a
todos lados y con oídos sensibles todos los sonidos.... y una boca voraz para tragar.
Otras ciudades se parecen a todas las aves y animales y peces cuyos apetitos y
digestiones son normales. Sólo París es la apoteosis analógica del pulpo. Producto de la
centralización llevada a un ad absurdum, representa con justicia el pez diablo; y en ningún
otro aspecto es más curioso el parecido que en la similitud con el aparato digestivo.
Los turistas inteligentes que, tras rendir su individualidad a las manos de los señores
Cook o Gaze, hacen París en tres días, se sienten a menudo desconcertados al saber que la
cena que en Londres cuesta unos seis chelines puede obtenerse por tres francos en un café
en el Palais Royal. No necesitarán sorprenderse si consideran que la clasificación es una
especialidad teórica de la vida parisina, que adopta a todo su alrededor el hecho que fue la
génesis de los traperos.

El París de 1850 no era como el París de hoy, y aquellos que ven el París de Napoleón
y del barón Hausseman difícilmente podrán comprender la existencia del estado de cosas
hace cuarenta y cinco años.

Entre algunas cosas, sin embargo, que no han cambiado están esos distritos donde se
recoge la basura. La basura es basura en todo el mundo, en todas las épocas, y el parecido
familiar de los montones de basura es perfecto. En consecuencia, el viajero que visita los
alrededores de Montrouge puede retroceder sin ninguna dificultad al año 1850.
En ese año yo estaba realizando una prolongada estancia en París. Estaba muy
enamorado de una joven dama que, aunque correspondía a mi pasión, cedía de tal modo a
los deseos de sus padres que había prometido no verme ni cartearse conmigo durante un
año. Yo también me había visto obligado a acceder a estas condiciones bajo la vaga
esperanza de la aprobación paterna. Durante el tiempo de prueba había prometido
permanecer fuera del país y no escribirle a mi amor hasta que hubiera transcurrido el año.
Por supuesto, el tiempo me pesaba horriblemente. No había nadie de mi familia o
círculo que pudiera hablarme de Alice, y nadie de su propia familia tenía, lamento decirlo,
la suficiente generosidad como para enviarme siquiera alguna palabra de aliento ocasional
relativa a su salud y bienestar. Pasé seis meses vagando por Europa, pero como no podía
hallar una distracción satisfactoria en el viaje, decidí ir a París, donde al menos estaría al
alcance de cualquier llamada de Londres en caso de que la buena suerte me reclamara
antes de terminar el plazo. Ese «la esperanza diferida enferma el corazón» nunca estuvo
mejor ejemplificado que en mi caso, porque, además del perpetuo anhelo de ver el rostro
que amaba, siempre estaba conmigo la torturante ansiedad de que algún accidente
pudiera impedirme mostrarle a Alice a su debido tiempo que, durante el largo período de
prueba, había sido fiel a su confianza y a mi amor. Así, cualquier aventura que emprendí
tenía en sí misma un intenso placer, Porque estaba cargada de posibles consecuencias más
de las que normalmente hubiera afrontado.

Como todos los viajeros, agoté los lugares de mayor interés al primer mes de mi
estancia, y al segundo mes me sentí impulsado a buscar diversión allá donde pudiera. Tras
efectuar diversas excursiones a los suburbios más conocidos, empecé a ver que existía una
terra incognita, en lo que a las guías de viaje se refería, en las selvas sociales que se
extendían entre esos puntos de atracción. En consecuencia, empecé a sistematizar mis
investigaciones, y cada día tomaba el hilo de mi exploración en el lugar donde lo había
dejado caer el día anterior.

A lo largo del tiempo, mi vagabundeo me llevó cerca de Montrouge, y vi que por allí
se extendía la última Thule de la exploración social, un país tan poco conocido como el que
rodea las fuentes del Nilo Blanco. Y así decidí investigar filosóficamente a los traperos: su
hábitat, su vida y sus medios de vida.

El trabajo era desagradable, difícil de realizar y con pocas esperanzas de una
recompensa adecuada. Sin, embargo, pese a la razón, prevaleció la obstinación, y entré en
mi nueva investigación con más energía de la que hubiera podido apelar para que me
ayudara en, cualquier otra investigación que me condujera a cualquier otro fin, valioso o
digno de estima.

Un día, a última hora de una espléndida tarde de finales de setiembre, entré en el
sanctasanctórum de la Ciudad de la Basura. El lugar era evidentemente la morada
reconocida de un buen número de traperos, porque se manifestaba una especie de orden
en la formación de los montículos de basura al lado de la carretera. Pasé entre esos
montículos, que se erguían como ordenados centinelas, decidido a penetrar más
profundamente y rastrear la basura hasta su última localización.
Mientras avanzaba, vi detrás de los montículos de basura algunas formas que iban de
aquí para allá, vigilando evidentemente con interés la aparición de cualquier extraño a
aquel lugar. El distrito era como una pequeña Suiza, y mientras avanzaba mi tortuoso
camino se cerró a mis espaldas.

Finalmente, llegué a lo que parecía una pequeña ciudad o comunidad de traperos.
Había un cierto número de chozas o chabolas, como las que pueden encontrarse en las
remotas partes del pantano de Allan —toscos lugares con paredes de cañas recubiertas con
mortero de barro y con techos de paja hechos de los residuos de los establos—, lugares a
los que uno no desearía entrar bajo ningún concepto, y que incluso en las acuarelas sólo
podían parecer pintorescos si eran tratados juiciosamente. En medio de esas cabañas había
una de las más extrañas adaptaciones —no puedo decir habitaciones— que jamás haya
visto. Un inmenso y viejo guardarropa, los colosales restos de algún boudoir de Carlos VII,
o Enrique 11, había sido convertido en una morada. Las dobles puertas estaban abiertas,
de modo que todo su interior quedaba a la vista del público. La mitad abierta del
guardarropa era una sala de estar de metro veinte por metro ochenta, donde se sentaban,
fumando sus pipas alrededor de un brasero de carbón, no menos de seis viejos soldados
de la Primera República, con sus uniformes arrugados y deshilachados. Evidentemente,
eran de la clase de los mauvais sujets; sus turbios ojos y sus mandíbulas colgantes
hablaban con claridad de un amor común a la absenta; y sus ojos tenían esa expresión
perdida y consumida que es el sello del borracho en sus peores momentos, y ese
semblante de adormecida ferocidad que sigue a la estela del copioso beber. El otro lado
estaba como en sus viejos tiempos, con sus estantes intactos, excepto que habían sido
cortados en profundidad por la mitad y en cada estante, de los que había seis, se había
habilitado una cama hecha con trapos y paja. La media docena de respetables que vivían
en aquella estructura me miraron con curiosidad cuando pasé, y cuando les devolví la
mirada tras haberlos rebasado unos pasos vi que unían sus cabezas en una susurrada
conferencia. No me gustó en absoluto el aspecto de todo aquello, porque el lugar era muy
solitario Y los hombres tenían un aspecto muy, muy villano. De todos modos, no vi
ninguna causa para tener miedo, y seguí adelante, penetrando más y más en el Sáhara. El
camino era tortuoso hasta cierto grado y, tras avanzar en una serie de semicírculos, como
cuando uno patina en una pista de patinaje, no tardé en sentirme confuso con respecto a
los puntos cardinales.

Cuando hube penetrado un poco más vi, al doblar la esquina de un medio montículo,
sentado sobre un montón de paja, a un viejo soldado con una deshilachada chaqueta.
«Vaya —me dije a mí mismo—; la Primera República está bien representada aquí en
sus soldados.»

Cuando pasé por su lado, el viejo ni siquiera alzó la vista hacia mí, sino que miró al
suelo con estólida persistencia. De nuevo observé para mí mismo: «¡Mira lo que puede
hacer una vida de duras batallas! La curiosidad de este hombre es una cosa del pasado».
Cuando hube dado algunos pasos más, sin embargo., miré bruscamente hacia atrás y
vi que la curiosidad no, estaba muerta, porque el veterano había alzado la cabeza y me
estaba mirando con una expresión muy curiosa. Tuve la impresión de que su aspecto era
muy parecido al de los seis respetables de antes. Cuando me vio mirarle, bajó la cabeza; y
sin pensar más en él seguí mi camino, satisfecho de que hubiera un extraño parecido entre
aquellos viejos guerreros.

Poco después hallé a otro viejo soldado en las mismas condiciones. Él tampoco
reparó en mí cuando pasé por su lado.

Por aquel entonces era ya última hora de la tarde, y empecé a pensar en volver sobre
mis pasos. Así que di la vuelta para regresar, pero pude ver un cierto número de caminos
que iban entre los diferentes montículos y no pude decidir cuál de ellos debía tomar. En
mi perplejidad, deseé ver a alguien a quien poder preguntarle el camino, pero no vi a
nadie. Decidí avanzar más e intentar encontrar a alguien.... no un veterano.
Conseguí mi objetivo, porque, después de recorrer un par de cientos de metros, vi
delante de mí una choza como nunca había visto antes, con la diferencia sin embargo de
que no era para vivir, sino simplemente un techo con tres paredes, abierta por delante. Por
las evidencias que mostraba el vecindario, supuse que era un lugar de clasificación y
distribución. Dentro había una vieja mujer arrugada y encorvada por la edad; me acerque
a ella para preguntarle el camino.

Se levantó cuando me aproximé y le pregunté por dónde debía ir. Inmediatamente
inició una conversación, y se me ocurrió que allá en el centro mismo del Reino de la
Basura estaba el lugar donde reunir detalles sobre la historia de los traperos parisinos, en
particular si podía obtenerlos de los labios de alguien que parecía como si fuera uno de sus
más antiguos habitantes.

Empecé con mis preguntas, y la vieja me dio repuestas muy interesantes: había sido
una de las mujeres que hacían calceta mientras se sentaban cada día ante la guillotina, y
había tomado una parte activa entre las mujeres que se destacaron por su violencia en la
revolución. Mientras hablábamos, dijo de pronto:
—Pero m'sieur tiene que estar cansado de estar de pie.

Y le quitó el polvo a un viejo y tambaleante taburete para que me sentara. No me
gustó hacerlo por muchas razones, pero la pobre vieja era tan educada que no quise correr
el riesgo de ofenderla rehusando, y además, la conversación de alguien que había estado
en la toma de la Bastilla era tan interesante que me senté, y así prosiguió nuestra
conversación.

Mientras hablábamos, un hombre viejo —más viejo y más encorvado y lleno de
arrugas incluso que la mujer— apareció de detrás de la choza.
—Éste es Pierre —me dijo ella—. m'sieur puede oír ahora las historias que desee,
pues Pierre estuvo en todas partes, desde la Bastilla hasta Waterloo.
El viejo tomó otro taburete a petición mía, y nos sumergimos en un mar de
reminiscencias revolucionarias. Este viejo, aunque vestido como un espantapájaros, era
como cualquiera de los seis veteranos.

Ahora estaba sentado en el centro de la baja choza con la mujer a mi izquierda y el
hombre a mi derecha, los dos un poco frente a mí. El lugar estaba lleno de todo tipo de
curiosos objetos de madera, y de mucha otras cosas que hubiera deseado que estuviesen
muy lejos. En una esquina había un montón de trapos que parecían moverse por la
cantidad de bichos que contenían y, en la otra, un montón de huesos cuyo olor estremecía
un poco. De tanto en tanto, al mirar aquellos montones, podía ver los relucientes ojos de
alguna de,, las ratas que infestaban el lugar. Aquellos asquerosos objetos eran ya bastante
malos, pero lo que tenía peor aspecto todavía era una vieja hacha de carnicero con un
mango de hierro manchado con coágulos de sangre apoyada contra la pared a la derecha.
De todos modos, estas cosas no me preocupaban mucho. La charla de los dos viejos era tan
fascinante que seguí y seguí, hasta que llegó la noche y los montículos de trapos arrojaron
oscuras sombras sobre los valles que había entre ellos.

Al cabo de un tiempo, empecé a intranquilizarme, no podía decir cómo ni por qué,
pero de alguna forma no me sentía satisfecho. La intranquilidad es un instinto y una
advertencia. La facultades psíquicas son a menudo los centinelas del intelecto, y cuando
hacen sonar la alarma, la razón empieza a actuar, aunque quizá no conscientemente.
Así ocurrió conmigo. Empecé a tomar consciencia de dónde estaba y de lo que me
rodeaba, y a preguntarme cómo actuaría en caso de ser atacado; y luego estalló
bruscamente en mí el pensamiento, aunque sin ninguna causa definida, de que estaba en
peligro. La prudencia susurró: «Quédate quieto y no hagas ningún signo», y así me quedé
quieto y no hice ningún signo, porque sabía que cuatro ojos astutos estaban sobre mí.
«Cuatro ojos.... si no más.» ¡Dios mío, qué horrible pensamiento! ¡Toda la choza podía
estar rodeada en tres de sus lados por villanos! Podía estar en medio de una pandilla de
desesperados como sólo medio siglo de revoluciones periódicas puede producir.

Con la sensación de peligro, mi intelecto y mis facultades de observación se
agudizaron, y me volví más cauteloso que de costumbre. Me di cuenta de que los ojos de
la vieja estaban dirigiéndose constantemente hacia mis manos. Las miré también, y vi la
causa: mis anillos. En el dedo meñique de mi izquierda llevaba un gran sello y en la
derecha un buen diamante.

Pensé que si había allí algún peligro, mi primera precaución era evitar las sospechas.
En consecuencia, empecé a desviar la conversación hacia la recogida de la basura, hacia las
alcantarillas, hacia las cosas que se encontraban allí; y así, poco a poco, hacia las joyas.
Luego, aprovechando una ocasión favorable, le pregunté a la vieja si sabía algo de aquellas
cosas. Ella respondió que sí, un poco. Alcé la mano derecha y, mostrándole el diamante, le
pregunté qué pensaba de aquello. Ella respondió que tenía malos los ojos y se inclinó
sobre mi mano. Tan indiferentemente como pude, dije:
—¡Perdón! ¡Así lo verá mejor!
Y me lo quité y se lo tendí. Una malvada luz iluminó su viejo y arrugado rostro
cuando lo tocó. Me lanzó una furtiva mirada tan rápida como el destello de un rayo.
Se inclinó por un momento sobre el anillo, con el rostro completamente neutro
mientras lo examinaba. El viejo miraba fijamente a la parte delantera de la choza ante él,
mientras rebuscaba en sus bolsillos y extraía un poco de tabaco envuelto en un papel y
una pipa y procedía a llenarla. Aproveché la pausa y el momentáneo descanso de los
inquisitivos ojos sobre mi rostro para mirar cuidadosamente a mi alrededor, ahora
sombrío a la escasa luz. Todavía estaban allí todos los montículos de variada y apestosa
asquerosidad; la terrible hacha manchada de sangre estaba apoyada contra la esquina de
la pared de la derecha, y por todas partes, pese a la escasa luz, destellaba el refulgir de los
ojos de las ratas. Las pude ver incluso a través de algunos de los resquicios de las tablas de
la parte de atrás, muy junto al suelo. ¡Pero cuidado! ¡Aquellos ojos parecían más grandes y
brillantes y ominosos de lo normal!

Por un instante pareció como si se me parara el corazón, y me sentí presa de aquella
vertiginosa condición mental en la que uno siente una especie de embriaguez espiritual, Y
como si el cuerpo se mantuviera erguido tan sólo en el sentido de que no hay tiempo de
caer antes de recuperarte. Luego, en otro segundo, la calma regresó a mí..., una fría calma,
con todas las energías en pleno vigor, con un autocontrol que sentía perfecto con todas mis
sensaciones e instintos alertas.

Ahora sabía toda la extensión del peligro: ¡era vigilado y estaba rodeado por gente
desesperada! Ni siquiera podía calcular cuántos de ellos estaban tendidos allí en el suelo
detrás de la choza, aguardando el momento para. atacar. Yo me sabía grande y fuerte, y
ellos lo sabían también. También sabían, como yo, que era inglés y que por lo tanto
lucharía; y así aguardaban. Tenía la sensación de que en los últimos segundos había
conseguido una ventaja, porque sabía el peligro y comprendía la situación. Ésta, pensé, es
mi prueba de valor..., la prueba de resistencia: ¡la prueba de lucha vendría más tarde!
La vieja mujer levantó la cabeza y me dijo de forma un tanto satisfecha:
—Un espléndido anillo, ciertamente.... ¡un hermoso anillo! ¡Oh, sí! Hubo un tiempo
en que yo tuve anillos así, montones de ellos, y brazaletes y pendientes. ¡Oh, porque en
aquellos espléndidos días yo era la reina del baile! ¡Pero ahora me han olvidado! ¡Me han
olvidado! ¡En realidad nunca han oído hablar de mí! ¡Quizá sus abuelos sí me recuerden, a
menos algunos de ellos.

Y dejó escapar una seca y cacareante risa. Y debo decir que entonces me sorprendió,
porque me tendió de vuelta el anillo con un cierto asomo de gracia pasada de modo que
no dejaba de ser patética.

El viejo la miró con una especie de repentina ferocidad, medio levantado de su
taburete, y me dijo de pronto, roncamente:
—¡Déjemelo ver!
Estaba a punto de tenderle el anillo cuando la vieja dijo:
—¡No, no se lo entregue a Pierre! Pierre es excéntrico. Pierde las cosas; ¡y es un anillo
tan hermoso!
—¡Zorra! —dijo el viejo salvajemente.
De pronto la vieja dijo, un poco más fuerte de lo necesario:
—¡Espere! Tengo que contarle algo acerca de un anillo.
Había algo en el sonido de su voz que me impresionó. Quizá fuera mi
hipersensibilidad, fomentada por mi excitación nerviosa, pero por un momento pensé que
no se estaba dirigiendo a mí. Lancé una mirada furtiva por el lugar y vi los ojos de las
ratas en los montículos de huesos, pero no vi los ojos a lo largo del fondo. Pero mientras
miraba los vi aparecer de nuevo. El «i Espere! » de la vieja me había proporcionado un
respiro del ataque, y los hombres habían vuelto a hundirse en su postura tendida.
—Una vez perdí un anillo.... un hermoso aro de diamantes que había pertenecido a
una reina y que me fue entregado por un recaudador de impuestos, que después se cortó
la garganta porque yo lo rechacé. Pensé que debía de haber sido robado, y entre todos lo
buscamos; pero no pudimos hallar ningún rastro. Vino la policía y Sugirió que debía de
haber ido a las alcantarillas. Bajamos.... ¡yo con mis finas ropas, porque no les iba a confiar
a ellos mi hermoso anillo! Desde entonces sé mucho Más sobre las alcantarillas, ¡y sobre
las ratas también! Pero nunca olvidaré el horror de aquel lugar, lleno de ojos llameantes,
un muro de ellos justo más allá de la luz de nuestras antorchas. Bien, bajamos debajo de
mi casa. Buscamos la salida de la alcantarilla y allá, en medio de las inmundicias, hallamos
mi anillo, y salimos.

»¡Pero también hallamos algo más antes de salir! Cuando nos dirigíamos hacia la
salida, un montón de ratas de alcantarilla —humanas esta vez— vino hacia nosotros.
Dijeron a la policía que uno de ellos había ido a las alcantarillas pero no había regresado.
Había ido sólo un poco antes que nosotros y, si se había perdido, no podía estar muy lejos.
Pidieron que les ayudaran, así que volvimos. Intentaron impedir que fuera con ellos, pero
insistí. Era una nueva excitación, y ¿no había recuperado mi anillo? No habíamos ido muy
lejos cuando tropezamos con algo. Había muy poca agua, y el fondo de la alcantarilla
estaba lleno de ladrillos, residuos y materia de muy variada índole. Había luchado,
incluso,cuando su antorcha se apagó. ¡Pero eran demasiadas para él! ¡No les había durado
mucho! Los huesos todavía estaba calientes, pero completamente mondos. Incluso hablan
devorado a sus propias muertas, y había huesos de ratas junto con los del hombre. Los
otros —los humanos— se lo tomaron con tranquilidad, y bromearon sobre su camarada
cuando lo hallaron muerto. Bah, ¿qué más da, vivo o muerto?
—¿Y no tuvo usted miedo? —le pregunté.
—¡Miedo! —dijo con una risa—. ¿Yo miedo? ¡Pregúntele a Pierre! Pero entonces era
más joven y, mientras recorría aquella horrible alcantarilla con su pared de ansiosos ojos,
siempre moviéndose más allá del círculo de la luz de las antorchas, no me sentí tranquila.
¡Sin embargo, avancé por delante de los hombres! ¡Así es como lo hago siempre! Nunca he
dejado que los hombres vayan por delante de mí. ¡Todo lo que deseo es una oportunidad y
un medio! Y ellas lo devoraron..., se lo llevaron todo excepto los huesos; ¡y nadie se enteró,
nadie oyó ningún sonido!

Entonces estalló en un cloqueo del más terrible regocijo que jamás haya oído y visto.
Una gran poetisa describe a su heroína cantando: «¡Oh, verla u oírla cantar! Apenas
puedo decir qué es lo más divino». Y puedo aplicar la misma idea a la vieja bruja..., en
todo menos en la divinidad, porque difícilmente puedo decir qué era lo más diabólico, si
la dura, maliciosa, satisfecha, cruel risa, o la maliciosa sonrisa y la horrible abertura
cuadrada de la boca, como una máscara trágica, y el amarillento brillo de los pocos dientes
descoloridos en las informes encías. En esa risa y con esa sonrisa y la cloqueante
satisfacción supe, tan bien como si me lo hubiera dicho con resonantes palabras, que mi
muerte estaba sentenciada, y que los asesinos sólo aguardaban el, momento apropiado
para su realización. Pude leer entre las líneas de su espeluznante historia las órdenes a sus
cómplices. «Esperad —parecía decirles—, concedeos vuestro tiempo. Yo daré el primer
golpe. ¡Hallad las armas para mí, y yo hallaré la oportunidad! ¡No escapará! Mantenedlo
tranquilo y todo irá bien. No habrá ningún grito, ¡y las ratas harán su trabajo! »

Cada vez se hacía más oscuro; la noche estaba llegando. Lancé una furtiva mirada
por la choza a mi alrededor: todo. seguía igual. La ensangrentada hacha en el rincón, los
montones de porquería, y los ojos en los montones de huesos y en las rendijas junto al
suelo.

Pierre había estado llenando ostensiblemente su pipa; ahora encendió una cerilla y
empezó a dar profundas chupadas. La vieja mujer dijo:
—¡Vaya, qué oscuro es! ¡Pierre, enciende la lámpara corno un buen chico!
Pierre se levantó y, con la cerilla encendida en la mano, tocó el pábilo de una lámpara
que colgaba a un lado de la entrada de la choza y que tenía un reflector que arrojaba la luz
por todo el lugar. Era evidente que la usaban para salir por la noche.
—¡Ésa no, estúpido! ¡Ésa no! ¡La linterna! —le gritó la mujer.
Él la apagó de inmediato y dijo:
—De acuerdo, madre, la buscaré.
Y se puso a revolver por la esquina izquierda de la estancia, mientras la vieja decía en
la oscuridad:
—¡La linterna! ¡La linterna! ¡Oh! Ésa es la luz más útil para nosotros los pobres. ¡La
linterna fue la amiga de la revolución! ¡Es la amiga del trapero! Nos ayuda cuando todo lo
demás falla.

Apenas había acabado de pronunciar la última palabra cuando hubo una especie de
crujido por todo el lugar, y algo se arrastró firmemente sobre el techo.
De nuevo creí leer entre líneas sus palabras. Conocía la lección de la linterna.
«Uno de vosotros subid al techo con un nudo corredizo y estranguladlo cuando pase
si dentro fracasamos.»

Cuando miré por la abertura vi el lazo de una cuerda silueteado en negro contra el
cielo. ¡Estaba realmente rodeado! ¡Pierre no tardó en hallar la linterna. Mantuve los ojos
fijos en la vieja a través de la oscuridad. Pierre procedió a encender la luz, y al destello de
la chispa vi a la vieja alzar del suelo a su lado, donde había aparecido misteriosamente, y
luego ocultar en los pliegues de su ropa, un cuchillo largo y afilado o una daga. Parecía un
cuchillo de carnicero al que se le había proporcionado una punta aguzada.

La linterna empezó a arder.
—Tráela aquí, Pierre —dijo la mujer—. Colócala en la entrada, donde pueda verla.
¡Qué hermosa es! Aleja de nosotros la oscuridad; ¡es perfecta!
¡Perfecta para ella y sus propósitos! Arrojaba toda su luz sobre mi rostro, dejando en
la penumbra los rostros de Pierre y de la mujer, que permanecían sentados más afuera de
mí a cada lado.

Sentí que el momento de la acción se aproximaba, pero ahora sabía que la primera
señal y movimiento procederla de la mujer, así que la vigilé a ella.
Estaba totalmente desarmado, pero ya había decidido qué hacer. Al primer
movimiento, agarraría el hacha de carnicero del rincón de la derecha y me abriría paso
hacia fuera. Al menos moriría luchando. Eché una mirada a mi alrededor para fijar su
lugar exacto, a fin de no fallar al agarTarla al primer esfuerzo, porque el tiempo y la
exactitud serían preciosos.

¡Buen Dios! ¡Había desaparecido! Todo el horror de la situación cayó sobre mí; pero
el pensamiento más amargo de todos fue que si el resultado de aquella terrible situación
era en mi contra, Alice sufriría infaliblemente. O bien me creerla un falso —y cualquier
enamorado, o cualquiera que lo ha estado alguna vez, puede imaginar la amargura del
pensamiento—, o seguiría amándome durante mucho tiempo después de que me hubiera
perdido para ella y para el mundo, y así su vida se vería rota y amargada, destrozada por
la decepción y la desesperación. La auténtica magnitud del dolor me aferró y me dio
ánimos para soportar el terrible escrutinio de los conspiradores.

Creo que no me traicioné. La vieja mujer me estaba observando como un gato
observa a un ratón; tenía su mano derecha oculta en los pliegues de su ropa, aferrando,
como ya sabía, aquella larga daga de aspecto cruel. Tuve la sensación de que si hubiera
visto alguna inquietud en mi rostro hubiera sabido que había llegado el momento, y
hubiera saltado sobre mí como una tigresa, segura de atraparme descuidado.

Miré a la derecha, y vi allí una nueva causa de peligro. Delante y alrededor de la
choza había a poca distancia algunas formas sombrías; estaban completamente inmóviles,
pero sabía que todas estaban alertas y en guardia. Tenía pocas posibilidades en aquella
dirección.

Eché de nuevo una mirada a mi alrededor. En momentos de gran excitación y gran
peligro, que es también excitación, la mente trabaja muy rápido, y la agudeza de las
facultades que dependen de la mente crece en proporción. Entonces lo sentí. En un
instante abarqué toda la situación. Vi que el hacha había sido retirada a través de un
pequeño agujero hecho en una de las podridas planchas. Tenía que estar muy podrida
para permitir algo así sin siquiera un ruido.

La choza era una típica ratonera, y estaba guardada a todo su alrededor. Un verdugo
aguardaba tendido en el techo, listo para ahorcarme con su cuerda si yo conseguía escapar
de la daga de la vieja bruja. Delante, el camino estaba guardado por no sabía cuántos
vigilantes. Y en la parte de atrás había una hilera de hombres desesperados —había visto
de nuevo sus ojos a través de, las grietas en las tablas del suelo, cuando miré por última
vez— mientras permanecían tendidos aguardando la señal de ponerse en pie. ¡Si tenía que
ser alguna vez, que fuera ahora!

Tan fríamente como fui capaz me giré un poco en mi taburete a fin de meter bien mi
pierna derecha debajo de mi cuerpo. Luego, con un repentino salto, girando la cabeza
hacia un lado y protegiéndola con las manos, y con el instinto de lucha de los antiguos
caballeros, pronuncié el nombre de mi dama y me lancé contra la pared de atrás de la
choza.

Pese a lo muy atentos que estaban, lo repentino de mi movimiento sorprendió tanto a
Pierre como a la vieja. Al tiempo que atravesaba las podridas planchas, vi a la mujer
levantarse de un salto, como un tigre, y oí su grito ahogado de contenida rabia. Mis pies
golpearon algo que se movía, y mientras saltaba alejándome de ello supe que había pisado
la espalda de uno de la hilera de hombres que permanecían tendidos boca abajo fuera de
la choza. Recibí rasguños de clavos y astillas, pero por otro lado salí incólume. Sin aliento,
trepé por el montículo que tenía delante, al tiempo que oía el sordo ruido de la choza al
desplomarse en una masa informe.

Fue una ascensión de pesadilla. El montículo, aunque bajo, era horriblemente
empinado y, con cada paso que daba, la masa de tierra y cenizas cedía y se hundía bajo
mis pies. El polvo se alzaba y me ahogaba; era mareante, fétido, horrible, pero sabía que
era una carrera a vida o muerte, y seguí luchando. Los segundos parecieron horas, pero
los breves momentos que había conseguido, combinados con mi juventud y mi fuerza, me
proporcionaron una gran ventaja y, aunque varias formas echaron a correr tras de mí en
un mortal silencio que era más terrible que cualquier sonido, alcancé fácilmente la cima.
Posteriormente he subido el cono del Vesubio y, mientras escalaba aquella desolada ladera
entre los humos sulfurosos, el recuerdo de aquella horrible noche en Montrouge me vino a
la memoria tan vívidamente que casi me desvanecí.

El montículo era uno de los más altos de la zona, y mientras trepaba hasta la cima,
jadeando en busca de aliento y con el corazón latiendo como un martillo pilón, vi a lo lejos,
a mi izquierda, el apagado resplandor rojizo del cielo, y más cerca aún el llamear de unas
luces. ¡Gracias a Dios! ¡Ahora sabía dónde estaba y dónde hallar el camino hasta París!
Hice una pausa durante dos o tres segundos y miré atrás. Mis perseguidores estaban
todavía muy retrasados, pero ascendían resueltamente y en un mortal silencio. Más allá, la
choza era una ruina.... una masa de maderos y formas que se movían. Podía verla bien,
porque las llamas estaban empezando ya a apoderarse de ella; los trapos y la paja se
habían incendiado, evidentemente, a causa de la linterna. ¡Y todavía el silencio! ¡Ni un
sonido! Aquellos pobres desgraciados sabían aceptar al menos las cosas.

No tuve tiempo más que para una mirada de pasada, por que, cuando observé a mi
alrededor en busca del mejor lugar para bajar, vi varias formas oscuras corriendo a ambos
lados para cortarme el camino. Ahora era una carrera por mi vida. Estaban intentando
adelantarme en mi camino hacia Paris y, con el instinto del momento, me lancé a
descender por el lado de la derecha. Fue justo a tiempo porque, aunque bajé en lo que me
parecieron unos pocos pasos, los viejos y cautelosos hombres que estaban observándome
dieron la vuelta, y uno de ellos, mientras yo corría por la abertura entre los dos montículos
de delante, casi me alcanzó con un golpe de aquella terrible hacha de carnicero. ¡Seguro
que no podía haber allí dos de aquellas armas!

Entonces empezó una caza auténticamente horrible. Me adelanté fácilmente a los
viejos, e incluso cuando algunos hombres más jóvenes y unas cuantas mujeres se unieron a
la caza, los distancié con facilidad. Pero no conocía el camino, y ni siquiera podía guiarme
por la luz en el cielo, porque estaba corriendo en sentido contrario a ella. Había oído que, a
menos que tengan un propósito consciente, los hombres perseguidos siempre giran hacia
la izquierda, y eso descubrí que estaba haciendo ahora; y supongo que eso lo sabían
también mis perseguidores, que eran más animales que hombres, y con astucia o instinto
habían descubierto por sí mismos tales secretos: porque tras una rápida carrera, tras la
cual esperaba tomarme un momento de respiro, vi de pronto delante de mí a dos o tres
formas que pasaban velozmente por detrás de un montículo a la derecha.

¡Estaba metido en una tela de araña! Pero con el pensamiento de este nuevo peligro
llegó la resolución del cazado, y así eché a correr por el siguiente giro a la derecha.
Proseguí en esta dirección durante unos cien metros, y luego, girando de nuevo a la
izquierda, me aseguré de que al menos había evitado el peligro de ser rodeado.
Pero no de la persecución, porque la turba seguía tras de mí, firme, resuelta,
incansable, y todavía en un hosco silencio.

En la creciente oscuridad, los montículos parecían ahora ser un poco más pequeños
que antes, aunque —porque la noche se estaba cerrando— aparentaban ser más grandes
en proporción. Ahora estaba muy por delante de mis perseguidores, así que trepé
rápidamente por el montículo que tenía delante.

¡Alegría de alegrías ! Estaba cerca del borde de aquel infierno de montículos de
basura. Detrás, lejos de mí, la luz roja de París en el cielo y, alzándose detrás, las alturas de
Montmartre.... una luminosidad débil, con algunos puntos brillantes como estrellas aquí y
allá.

Con el vigor restablecido en un momento, corrí por los pocos montículos de tamaño
decreciente que faltaban, y me hallé en el terreno llano más allá. Incluso entonces, sin
embargo, la perspectiva no era invitadora. Todo delante de mí era oscuro y deprimente, y
evidentemente había llegado a uno de esos lugares desiertos, húmedos y llanos que
pueden hallarse aquí y allá en las inmediaciones de las grandes ciudades. Lugares yermos
y desolados, donde el espacio es requerido para la aglomeración definitiva de todo lo que
es nocivo, y el terreno es demasiado pobre para crear un deseo de ocupación incluso entre
la gente más baja. Con los ojos acostumbrados a la semioscuridad del anochecer, y lejos
ahora de las sombras de aquellos terribles montículos de basura, podía ver mucho más
fácilmente que hacía unos momentos. Era posible, por supuesto, que el resplandor en el
cielo de las luces de París, aunque la ciudad estaba a algunos kilómetros de distancia, se
reflejara aquí. Fuera lo que fuese, veía lo suficiente como para percibir todo lo que había a
una cierta distancia a mi alrededor.

Delante había una lúgubre y plana extensión que parecía casi una llanura muerta,
con el oscuro brillo de charcas de agua estancada aquí y allá. Aparentemente muy lejos a
la derecha, entre un pequeño racimo de luces dispersas, se alzaba la oscura masa de Fort
Montrouge, y lejos a la izquierda, en la oscura distancia, marcadas por el apagado brillo de
las ventanas de algunas casas, las luces en el cielo mostraban la situación de Bicétre.. Un
momento de reflexión me decidió a dirigirme hacia la derecha e intentar alcanzar
Montrouge. Allí al menos habría algún tipo de seguridad, y posiblemente llegaría antes a
alguno de los cruces de carreteras que conocía. En alguna parte, no muy lejos, tenía que
estar la estratégica carretera que conectaba la cadena de fuertes que rodeaba la ciudad.
Entonces miré hacia atrás. Sobre los montículos, y silueteados en negro contra el
resplandor del horizonte parisino, vi varias figuras que se movían, y más a la derecha
otras varias que se desplegaban entre yo y mi destino. Evidentemente, tenían intención de
cortarme el paso en aquella dirección, y así mis elecciones se vieron reducidas; ahora se
limitaban a ir directamente al frente o girar a la izquierda. Me incliné hacia el suelo, a fin
de conseguir la ventaja del horizonte como línea de visión, y miré con atención en aquella
dirección, pero no pude detectar ningún signo de mis enemigos. Argumenté que. puesto
que no habían protegido o no intentaban proteger aquel punto, eso significaba que había
allí un evidente peligro para mí de todos modos. Así que decidí avanzar directamente al
frente.

No era una perspectiva invitadora y, a medida que avanzaba, la realidad se hizo
peor. El terreno se volvió blando y rezumante, y de tanto en tanto cedía bajo mis pies de
una forma desagradable. De alguna forma, parecía descender, porque vi a mi alrededor
lugares aparentemente más elevados que donde estaba, y esto en un lugar que desde un
poco más atrás parecía llano por completo. Miré a mi alrededor, pero no pude ver a
ninguno de mis' perseguidores. Aquello era extraño, porque durante todo el tiempo
aquellos pájaros nocturnos me habían seguido en la oscuridad con tanta facilidad como si
fuera a plena luz del día. Cómo me reproché el haber salido con mi traje de turista de
tweed de color claro. El silencio, al no ser capaz de ver a mis enemigos mientras tenía la
sensación de que ellos me estaban observando, era cada vez más terrible; y en la esperanza
de que alguien que no fueran ellos me oyera, alcé la voz y grité varias veces. No hubo ni la
más ligera respuesta, ni siquiera el eco recompensó mis esfuerzos. Durante un tiempo me
mantuve inmóvil y clavé los ojos en una dirección. En uno de los lugares elevados a mi
alrededor vi algo oscuro que se movía, luego otro, y otro. Era a mi izquierda, y al parecer
se movían para adelantarme.

Creí que con mi habilidad como corredor podría de nuevo eludir a mis enemigos en
aquel juego, y así eché a correr a toda velocidad.
¡Chap!

Mis pies cayeron en una masa fangosa, y caí cuando largo era en un hediondo charco
de agua estancada. El agua y el lodo en el cual mis brazos se hundieron hasta el codo eran
sucios y nauseabundos más allá de toda descripción, y con lo repentino de mi caída llegué
a tragar algo de aquella asquerosa materia, que casi estuvo a punto de ahogarme y me
hizo jadear en busca de aliento. Nunca olvidaré los momentos durante los cuales me
mantuve inmóvil tras ponerme en pie, intentando recuperarme, al borde del
desvanecimiento, del fétido olor del asqueroso charco, cuyos blancuzcos vapores se
alzaban como fantasmas a mi alrededor. Lo peor de todo fue que, con la aguda
desesperación del animal cazado cuando ve a la jauría perseguidora lanzarse contra él, vi
ante mis ojos, mientras permanecía de pie, impotente, las oscuras formas de mis
perseguidores avanzando rápidamente para rodearme.

Resulta curioso cómo nuestras mentes elaboran extraños vericuetos incluso cuando
las energías del pensamiento se hallan en apariencia concentrados en alguna terrible y
apremiante necesidad. Mi vida estaba en momentáneo peligro, mi seguridad dependía de
mi acción, y mi elección de alternativas tenía que actuar ahora casi a cada paso que diera,
y sin embargo no podía pensar más que en la extraña y testaruda persistencia de aquellos
viejos. Su silenciosa resolución, su firme y hosca persistencia, despertaban incluso en
aquellas circunstancias en mí, además de miedo, una cierta medida de respeto. Me
pregunté qué hubiera ocurrido de estar en el vigor de su juventud. ¡Ahora podía
comprender aquel arranque de energía en el puente de Arcola, aquella burlona
exclamación de la Vieja Guardia en Waterloo! El homenaje inconsciente tiene sus propios
placeres, incluso en tales momentos; pero afortunadamente no choca de ninguna forma
con el pensamiento del cual brota la acción.

Me di cuenta a primera vista de que, aunque me sentía derrotado en mi objetivo, mis
enemigos todavía no habían vencido. Habían conseguido rodearme por tres lados y
estaban intentando empujarme hacia la izquierda, donde había ya algún peligro para mí,
pero no habían dejado guardia. Acepté la alternativa: era un caso de elección de Hobson y
de correr. Tenía que mantenerme en terreno bajo, porque mis perseguidores estaban en los
lugares más altos. Sin embargo, aunque el rezumante y quebrado suelo dificultaba mi
marcha, mi juventud y mi entrenamiento me permitieron mantener la distancia y
conservar una línea en diagonal que no sólo les impedía ganar terreno sobre mí, sino que
incluso empezó a distanciarlos. Esto me dio nuevo valor y fuerza, y por aquel entonces mi
entrenamiento habitual empezaba a tomar de nuevo el mando y había recuperado el
aliento. Delante de mí, el terreno ascendía ligeramente. Me apresuré ladera arriba y
descubrí delante de mí una extensión de chapoteante terreno, con un bajo dique o talud de
aspecto oscuro y ominoso más allá. Tuve la sensación de que si podía alcanzar con
seguridad aquel dique, entonces, con terreno sólido bajo mis pies y algún tipo de sendero
que me guiara, podría hallar con cierta facilidad una forma de salir de mis apuros. Tras
una mirada a derecha e izquierda y sin ver a nadie cerca, mantuve los ojos durante unos
breves minutos fijos en mis pies, para comprobar que trabajaban correctamente a la hora
de cruzar aquel terreno pantanoso. Fue un trabajo duro y desagradable, pero había poco
peligro, tan sólo esfuerzo; y al poco tiempo estaba en el dique. Subí exultante su ladera,
pero allí me sacudió una nueva conmoción. A ambos lados de mí se alzaron un cierto
número de figuras agazapadas. Se lanzaron contra mí desde la derecha y desde la
izquierda. Entre todos, a cada lado, sujetaban una cuerda.

El cerco estaba casi completo. No podía ir a ningún lado, y el fin estaba cerca.
Sólo había una posibilidad, y la tomé. Me dejé resbalar por el dique y, para escapar
de las garras de mis enemigos, me lancé a la corriente.
En cualquier otra circunstancia hubiera pensado que el agua estaba sucia y
asquerosa, pero ahora le di la bienvenida como si fuera una corriente cristalina para un
viajero sediento. ¡Era un camino a la seguridad!

Mis perseguidores se lanzaron tras de mí. Si tan sólo uno de ellos hubiera sujetado la
cuerda, me hubieran cogido, porque me hubiera enredado con ella antes de tener tiempo
de dar una brazada; pero las muchas manos que la sujetaban les dificultaron y retrasaron,
y cuando la cuerda golpeó el agua oí el chapoteo muy detrás de mí. Unos minutos de
fuertes brazadas me llevaron al otro lado de la corriente. Refrescado por la inmersión y
alentado por la escapatoria, subí al dique del otro lado con un espíritu relativamente
alegre.

Miré hacia atrás desde arriba. Por entre la oscuridad vi a mis asaltantes dispersarse a
lo largo del dique hacia arriba y hacia abajo. Evidentemente, la persecución no había
terminado, y de nuevo tuve que elegir mi camino. Más allá del dique donde me hallaba
había un terreno salvaje y pantanoso muy similar al que había cruzado. Decidí evitar
aquel lugar, y por un momento dudé en ir dique arriba o dique abajo. Creí oír un sonido,
el apagado rumor de unos remos, así que escuché y luego grité.

Ninguna respuesta, pero el sonido cesó. De alguna forma, mis enemigos habían
conseguido un bote de algún tipo. Puesto que estaban más arriba de mi, tomé el camino
descendente y empecé a correr. Cuando pasé a la izquierda de donde había entrado en el
agua oí varios chapoteos, blandos y furtivos, como el sonido que hace una rata al
sumergirse en una corriente, pero mucho mayor; y cuando miré, vi el oscuro brillo del
agua roto por las ondulaciones de varias cabezas que avanzaban. Algunos enemigos
estaban cruzando también a nado la corriente.

Y ahora detrás de mí, corriente arriba, el silencio se vio roto por el rápido crujir y
resonar de remos; mis enemigos aceleraban su persecución. Empleé todas mis energías y
seguí corriendo. Al cabo de un par de minutos, miré hacia atrás y, a la luz que se filtraba a
través de las nubes, vi varias formas oscuras trepar al terraplén tras de mí. Había
empezado a alzarse viento, y el agua a mi lado se estaba agitando y empezando a
romperse en pequeñas olas contra la orilla. Tenia que mantener los ojos muy atentos al
terreno delante de mí para evitar tropezar, porque sabía que tropezar era la muerte. Al
cabo de otros pocos minutos miré de nuevo hacia atrás. En el dique sólo había unas pocas
figuras oscuras, pero cruzando el terreno pantanoso había muchas más. Ignoraba qué
nuevo peligro significaba esto, sólo podía suponerlo. Luego, mientras corría, tuve la
sensación de que mi camino seguía desviándose hacia la derecha. Miré al frente y vi que el
río era mucho más ancho que antes, y que el dique sobre el que estaba desaparecía allí
delante, y que más allá había otra corriente en cuya orilla más cercana vi algunas de las
formas oscuras ahora al otro lado del pantano. Me hallaba en una isla de algún tipo.
Mi situación era entonces realmente terrible, porque mis enemigos me habían
atrapado entre ambos lados. Detrás de mí llegaba el acelerado rumor de los remos, como si
mis perseguidores supieran que el fin estaba cerca. A mi alrededor, a cada lado, sólo había
desolación; no había ningún techo, ninguna luz, hasta tan lejos como podía ver. Muy lejos
a la derecha se alzaba una masa oscura, pero no sabía lo que era. Me detuve un momento
para pensar en qué debía hacer, no mucho tiempo, porque mis perseguidores se estaban
acercando. Entonces me decidí. Me deslicé orilla abajo y me lancé al agua. Lo hice de
cabeza, a fin de aprovechar la corriente para rebasar el remolino de la isla. Aguardé hasta
que una nube cruzó por delante de la luna y lo sumió todo en la oscuridad. Entonces me
quité el sombrero y lo deposité suavemente en el agua, dejando que flotara con la
corriente, y un segundo más tarde me zambullí hacia la derecha y me mantuve bajo el
agua con todas mis fuerzas. Supongo que estuve medio minuto bajo el agua, y cuando salí
lo hice tan suavemente como pude; me volví y miré hacia atrás. Allá iba mi sombrero de
color pardo claro flotando alegremente corriente abajo. Muy cerca detrás apareció un viejo
bote desvencijado, impulsado furiosamente por un par de remeros. La luna estaba todavía
parcialmente oscurecida por las derivantes nubes, pero a la media luz pude ver a un
hombre en la proa sujetando, lista para golpear, lo que me pareció que era la misma
terrible hacha de la que antes habla escapado. Mientras miraba, el bote se acercó, se acercó,
y el hombre golpeó salvajemente. El sombrero desapareció. El hombre cayó hacia adelante,
casi fuera del bote. Sus camaradas lo sujetaron pero sin el hacha, y luego, mientras me
volvía con todas mis energías para alcanzar la otra orilla, oí el feroz retumbar de la palabra
«Sacré!» que indicaba la ira de mis frustrados perseguidores.

Ése fue el primer sonido que oí de unos labios humanos durante toda aquella terrible
caza, y por muchas amenazas y peligros que me acechasen, fue un sonido bienvenido
porque rompió aquel terrible silencio que me envolvía y abrumaba. Era como un signo
claro de que mis oponentes eran hombres y no fantasmas, y que ante ellos tenía al menos
las posibilidades de un hombre, aunque uno contra muchos.

Pero ahora que el conjuro del silencio se había roto, los sonidos llegaron numerosos y
rápidos. Del bote a la orilla y de vuelta de la orilla al bote llegaron una rápida pregunta y
una rápida respuesta, todo ello en feroces susurros. Miré hacia atrás, un movimiento fatal,
puesto que en aquel instante alguien vio mi rostro, que se reflejó blanco en la oscura agua,
y gritó. Varias manos me señalaron, y en uno o dos momentos el bote estuvo en marcha de
nuevo tras de mí. Me quedaba poco trecho que recorrer, pero el bote se acercaba más y
más. Unas brazadas más y estaría en la orilla, pero sentía que el bote se aproximaba, y
esperé a cada segundo el golpear de un remo o cualquier otra arma contra mi cabeza. De
no haber visto aquella terrible hacha desaparecer en el agua creo que no hubiera alcanzado
la orilla. Oí las murmuradas maldiciones de aquellos que no remaban y la afanosa
respiración de los remeros. Con un supremo esfuerzo por la vida o la libertad alcancé la
orilla y salté a ella. No había un solo segundo que perder, porque detrás de mí el bote varó
y varias formas saltaron en mi persecución. Alcancé la parte superior del dique y,
manteniéndome a la izquierda, corrí de nuevo. El bote se separó de la orilla y siguió
corriente abajo. Al ver aquello temí el peligro en aquella dirección y, volviéndome
rápidamente, corrí dique abajo por el otro lado, y tras pasar un corto trecho de terreno
pantanoso alcancé una llanura abierta y seguí corriendo.

Mis incansables perseguidores seguían detrás de mí. Muy lejos, más abajo, vi la
misma masa oscura de antes, pero ahora estaba más cerca y era más grande. Mi corazón se
estremeció de deleite, porque supe que debía de ser la fortaleza de Bicétre, y seguí
corriendo con nuevas energías.. Había oído que entre cada uno y todos los fuertes que
protegían París había caminos estratégicos, carreteras profundamente hundidas donde los
soldados que avanzaban por ellas quedaban protegidos del enemigo. Sabía que si podía
alcanzar esa carretera estaría a salvo, pero en la oscuridad no podía ver ningún signo de
ella, así que seguí corriendo con la ciega esperanza de alcanzarla.
De pronto, llegué al borde de un profundo corte, Y descubrí que allá abajo avanzaba
una carretera protegida a cada lado por una zanja de agua con una alta pared vertical a
cada lado.

Cada vez más débil y aturdido, seguí corriendo; el terreno se volvió quebrado, cada
vez más y más, hasta que me tambaleé y caí, y me levanté de nuevo, y corrí con la ciega
angustia de los perseguidos. De nuevo el pensamiento de Alice me dio nervio. No
destrozada su vida; lucharía y me debatida hasta el final. Con un gran esfuerzo llegué a la
muralla del fuerte. Mientras me izaba trepando como un gato montés, sentí realmente una
mano que intentaba agarrar la suela de mi zapato. Me hallaba ahora en una especie de
calzada elevada, y delante de mí vi una débil luz. Ciego y aturdido, seguí corriendo, me
tambaleé, caí, me levanté de nuevo, cubierto de polvo y sangre.
—Halt là!
Las palabras sonaron como una voz celestial. Un chorro de luz pareció envolverme, y
grité de alegría.
—Qui va lá?
El sonido de unos mosquetes, el destello del acero ante mis ojos. Me agaché
instintivamente, pensando que muy cerca detrás de mí venían mis perseguidores.
Otra palabra o dos, y de una puerta brotó, o eso me pareció, una marea de rojo y azul
cuando salió la guardia. Todo a mi alrededor parecía arder con luz, y el destello del acero,
el resonar y el cliquetear de las armas y las fuertes y secas voces de mando me aturdieron.
Cuando caí hacia adelante, totalmente agotado, un soldado me sujetó. Miré hacia atrás con
temida expectación, y vi la masa de formas oscuras desaparecer en la noche. Luego debí
desvanecerme. Cuando recobré mis sentidos estaba en la sala de guardia. Me dieron
brandy, y tras unos momentos fui capaz de contarles algo de lo que había pasado. Luego
apareció un comisario de policía, al parecer surgido del aire, como suelen hacer los agentes
de policía parisinos. Escuchó atentamente, y luego consultó durante unos momentos con
el oficial al mando. Al parecer estuvieron de acuerdo, porque me preguntaron si estaba
con fuerzas para ir con ellos.
—¿Adónde? —pregunté, mientras me levantaba para partir.
—De vuelta a los montículos de basura. ¡Puede que quizá todavía los atrapemos 1
—¡Lo intentaré! —dije.
Me miró fijamente por un momento, y de pronto dijo
—¿No preferiría aguardar un poco o hasta mañana, joven inglés?
Aquello despertó en mí la fibra sensible que sin duda esperaba y salté en pie.
—¡Vamos ahora! —dije—. ¡Ahora, ahora! ¡Un inglés siempre está dispuesto a cumplir
con su deber!
El comisario era un buen tipo, además de astuto; me dio una amable palmada en el
hombro.
—Brave garçon! —dijo—. Discúlpeme, pero sabía que esto le haría bien. La guardia
está preparada. ¡Vamos!
Y así, cruzando directamente la sala de guardia y un largo pasadizo abovedado,
salimos a la noche. Algunos de los hombres que iban delante llevaban poderosas linternas.
A través de patios y por un camino descendente salimos a través de un bajo arco hasta una
carretera hundida, la misma que había visto en mi huida. Se dio orden de marcha, y con
un rápido y elástico paso, medio correr, medio caminar, los soldados avanzaron. Sentí
renovadas mis fuerzas.... ésta es la diferencia entre cazador y cazado. Una breve distancia
nos llevó a un bajo puente de pontones que cruzaba la corriente. Evidentemente, se habían
hecho algunos esfuerzos para dañarlo, porque las cuerdas habían sido cortadas y una de
las cadenas estaba rota. Oí al oficial decir al comisario:
—¡Hemos llegado justo a tiempo! Unos minutos más, y hubieran destruido el puente.
¡Adelante, más aprisa todavía!
Y seguimos. De nuevo alcanzamos un pontón sobre la corriente; cuando llegamos a
él oímos el hueco retumbar de los tambores metálicos mientras los esfuerzos por destruir
el puente se renovaban. Una orden de mando, y varios hombres alzaron sus rifles.
—¡Fuego!
Sonó una descarga. Hubo un grito ahogado, y las formas oscuras se dispersaron.
Pero el mal ya estaba hecho, y vimos el otro extremo del pontón derivar en la corriente.
Aquello significó un retraso importante, y había transcurrido casi una hora antes de que
hubiéramos renovado las cuerdas y restablecido lo suficiente el puente como para
cruzarlo.

Reanudamos la persecución. Avanzamos más y más rápidamente hacia los
montículos de basura.

Al cabo de un tiempo llegamos a un lugar que conocía. Había los restos de un
fuego.... unas pocas cenizas de madera quemada aún dejaban escapar un resplandor
rojizo, pero la mayor palie estaban frías. Reconocí el emplazamiento de la choza y el
montículo detrás de ella por el que había escapado y, en el parpadeante resplandor, los
ojos de las ratas todavía brillaban con una especie de fosforescencia. El comisario dijo una
palabra al oficial, y éste gritó:
—¡Alto!
Se ordenó a los soldados que se desplegaran y vigilaran, y luego empezamos a
examinar las ruinas. El propio comisario empezó a levantar las carbonizadas tablas y la
porquería, que los soldados fueron retirando y apilando a un lado. De pronto se echó
hacia atrás, luego se inclinó y, alzándose, me hizo una seña.
—¡Mire! —dijo.
Era una horrible visión. Había allí un esqueleto boca abajo, una mujer por la forma,
una mujer vieja por la tosca fibra de los huesos. Entre las costillas asomaba una larga daga
como una púa hecha con un cuchillo de carnicero afilado, con la punta enterrada en la
espina dorsal.
—Observará —dijo el comisario al oficial y a mi mientras sacaba su bloc de notas—
que la mujer debió de caer sobre su daga. Las ratas son muchas aquí, vea sus ojos brillar
entre ese montón de huesos. Observará también —me estremecí cuando colocó su mano
sobre el esqueleto— que esperaron poco tiempo, ¡porque los huesos apenas están fríos!
No había signos de nadie más cerca, ni vivo ni muerto; y así, desplegados de nuevo
en línea, los soldados siguieron avanzando. Finalmente llegamos a la choza hecha con el
viejo guardarropa. Nos acercamos. En cinco de los seis compartimentos había un viejo
durmiendo ... durmiendo tan profundamente que ni siquiera el resplandor de las linternas
los despertó. Parecían viejos y hoscos y canosos, con sus rostros hundidos, arrugados y
curtidos y sus bigotes blancos.

El oficial dio seca y fuertemente una voz de mando, y todos estuvieron de pie delante
de nosotros en posición de firmes
—¿Que hacéis aquí?
—Estábamos durmiendo —fue la respuesta.
—¿Dónde están los otros chiffoniers? —preguntó el comisario.
—Han ido a trabajar. ¿Y vosotros?
—¡Estamos de guardia!
—¡Peste! —rió el oficial hoscamente, mientras miraba a los viejos a la cara uno tras
otro y añadía con fría y deliberada crueldad—: ¡Dormidos en servicio! ¿Así es como se
comporta la Vieja Guardia? ¡No me extraña lo que ocurrió en Waterloo!
A la luz de la linterna vi los hoscos y viejos rostros ponerse mortalmente pálidos, y
casi me estremecí ante la expresión de los ojos del viejo cuando las risas de los soldados
hicieron eco a la burla del oficial.

En aquel momento tuve la sensación de que en cierta medida había sido vengado.
Por un momento pareció como si fueran a arrojarse contra su atormentador, pero
años de vida en el ejército les habían enseñado y permanecieron inmóviles.
—Sólo sois cinco —dijo el comisario—; ¿dónde está el sexto?
La respuesta llegó con una lúgubre risita.
—¡Está aquí! —y el que hablaba señaló al fondo del guardarropa—. Murió la otra
noche. No va a hallar mucho de él. ¡El entierro de las ratas es rápido!
El comisario se inclinó y miró. Luego se volvió al oficial y dijo tranquilamente.
—Será mejor que nos marchemos. Ya no hay ninguna huella ahora; nada que pruebe
que este hombre fue el herido por las balas de sus soldados. Probablemente lo asesinaron
para cubrir sus huellas. ¡Mire! —Se inclinó de nuevo y apoyó sus manos sobre el esqueleto
—. Las ratas trabajan rápido y son muchas. ¡Estos huesos todavía están calientes!
Me estremecí, y lo mismo hicieron varios de los que estaban a mi alrededor.
—¡Formen! —dijo el oficial; y así, en orden de marcha, con las linternas oscilando al
frente y los veteranos arnanillados en medio, avanzamos con paso firme fuera de los
montículos de basura y regresamos a la fortaleza de Bicétre.

Mi año de prueba terminó hace mucho tiempo, y ahora Alice es mi esposa. Pero
cuando miro en retrospectiva el lapso de aquellos doce meses de mi vida, uno de los más
vívidos incidentes que recuerda mi memoria es el asociado con mi visita a la Ciudad de la
Basura.