27 de noviembre de 2010

Lisa di Noldo / Luis López Nieves

Inédito en la Argentina, Lisa di Noldo, un relato inspirado en La Gioconda, se puede leer completo aquí. Su autor, López Nieves, es el creador de Seva, un éxito literario en Puerto Rico, y llega a Buenos Aires donde presentará su última novela, El silencio de Galileo (Norma).

Lisa di Noldo
Luis López Nieves

No es que la comida francesa sea mala, bastante fama tiene, pero durante mi quinto día en París, cuando al fin realizaba mi sueño de pasar un día completo en el famoso Museo del Louvre, se me descompuso el estómago de pronto y tuve que correr hasta el baño más cercano. No sé si se debió a las ricas cenas carnívoras que cada noche, en busca de la novedad, disfrutaba en un restaurante diferente del Quartier Latin, o a los croque-messieurs y a las crêpes que durante el día me atragantaba, de pie, en cualquier brasserie. Pero lo cierto es que de pronto tuve que correr. No digo más. Basta señalar que los baños del museo más famoso del mundo son limpios: cualquier otro detalle sería imprudente. En el momento del primer retortijón estaba en uno de los pisos más altos y remotos del Museo, y había corrido hasta el baño más cercano, por lo que me sentía bastante aislado del bullicio y escuchaba poco movimiento. En el tiempo que estuve allí sólo entraron cinco o seis hombres: el último anunció algo en voz alta, pero debido a mi francés defectuoso y al dolor de mis entrañas no entendí lo que dijo.
Varias veces me sentí aliviado, libre para volver al Museo al fin, pero cuando me enderezaba, me lavaba las manos y trataba de acercame a la salida, de repente me veía obligado a regresar con prisa al cubículo. No daré más detalles. Creo que estuve en el baño al menos noventa minutos. Terminado mi calvario, no sólo me lavé las manos sino que aproveché para enjuagarme la cara y mojarme el pelo. Me miré en el espejo y la verdad es que ya era otro: tenía el rostro pacífico y se me había calmado el estómago. Ahora sólo tenía ganas de volver a los salones del Museo.
Al abrir la puerta del baño me encontré ante una galería oscura: con esfuerzo, y gracias a la luz indirecta que salía del baño, podía distinguir las siluetas de los cuadros en las paredes, pero las luces del Museo estaban apagadas. Tampoco escuchaba a nadie. Miré mi reloj: ya eran las siete y diez de la noche; el Museo cerraba a las seis. Agarrado de las paredes, muy despacio, empecé a buscar una salida, pero a cada paso mío se hacía más oscuro y llegó el momento en que casi no veía nada. ¿Qué hacer?
No tenía fósforos, porque no fumo. No encontraba botones de emergencia, ventanas ni teléfonos. No hallaba las escaleras. Nada. ¿Cómo llegar a la salida? Tanteando muy despacio, agarrado de las paredes, recorrí las galerías durante más de dos horas. Me perdí en ese laberinto de pinturas y esculturas. Rendido, sin esperanzas de encontrar una salida hasta que llegaran los empleados por la mañana, decidí regresar a la abundante luz del baño donde podría pensar un poco y examinar mis opciones. Pero tan pronto empecé a buscar el baño comprendí de golpe que había perdido toda orientación y que ya no sabía si iba o venía. Estaba en una galería de tapices renacentistas. Olía a humedad, a viejo, a tiempo detenido. El silencio era perfecto. Frustrado, angustiado, me senté en una esquina con los codos sobre las rodillas, como un niño. Fijé la vista sobre el tapiz que tenía justo al frente, en el que se representaba un banquete del Renacimiento. En el centro de la mesa llamaba la atención una espléndida bandeja de oro, con incrustaciones de madreperla y lapislázuli, repleta de frutas suculentas. A pesar de las tinieblas, y de la antigüedad del tapiz, las frutas estaban tan bien hechas que sentí hambre y la boca se me hizo agua. Al mismo tiempo una brisa ligera, que surgió de la nada, me refrescó el rostro. Escuché un sonido suave, ingrávido, como los pasos de una mujer descalza. Con el rabo del ojo me pareció ver, de pronto, una sombra que se movía. Me puse de pie al instante y comprobé que no era una aparición, sino una elegante mujer de carne y hueso que se me acercaba.
No era hermosa ni fea: vestía un traje negro de mangas largas y amplio escote redondo; sobre los hombros llevaba una estola arcaica, del mismo color. El largo cabello, peinado con una simple partidura en el centro, era oscuro y algo ondulado. Un velo de gasa muy fina le cubría la parte de arriba de la cabeza, como una corona. Aunque calculé que tan sólo tendría unos 29 años de edad, su aire era anacrónico; aun así me atrajo su sonrisa autónoma, que no guardaba relación con el momento ni el lugar en que ambos estábamos atrapados.
La mujer me miraba con toda la sabiduría del mundo, como si ya supiera quién era yo, dónde vivía y por qué me había perdido como un imbécil en el Museo.
–Ah, ¿también perdida? –exclamé sin pensarlo mucho. Quizás pude haber dicho algo más inteligente o menos predecible, pero estaba nervioso.
–No, no –dijo sin perder la sonrisa–. Vivo aquí.
Hablaba con acento raro, pero no era francesa. Andaluza o siciliana, tal vez. De Creta, Cerdeña o del Algarbe, también era posible. Pero no de Francia.
–¿En París?
–En el Museo, desde hace muchos años.
–Claro –dije–. En el Museo. ¿Y cómo te alimentas?
–De las miradas. De los elogios. Desde muy lejos vienen a visitarme.
–Bueno, entonces conoces bien el edificio.
–Cada palmo, recodo y nicho. Durante trescientos años he caminado estas galerías todas las noches.
–¡Trescientos años! Entonces lo conoces muy bien. ¿Puedes ayudarme a salir?
–Claro, ahora mismo puedo llevarte al vestíbulo, pero preferiría charlar un poco. ¿Tienes prisa?
Reexaminé a la mujer con la vista, sin decir palabra. Colocó la mano derecha sobre la izquierda, ambas al nivel de la cintura, y esperó a que terminara mi inspección. Con la sonrisa decía todo y nada.
–¡Eres La Gioconda, Monna Lisa! –exclamé de golpe.
–Desde el día en que me casé, hace muchos años.
–Lisa es lindo, pero nunca entendí el "monna". Es selvático.
–No, no. Viene de señora, "madonna". Mi nombre de soltera fue Lisa di Noldo, si te gusta más.
–Lisa di Noldo –repetí el melódico nombre–. Me gusta más.
–Debes tener hambre.
–Mucha, desde que vi las frutas de ese tapiz.
–Pero están viejas –acentuó la sonrisa un poco–. Ven, sé dónde puedes comer algo.
Con su mano fría, suave, tomó la mía y me llevó al centro mismo de la oscuridad. Yo no veía nada, ni siquiera la mano libre que colocaba frente a mi rostro para protegerlo de lo desconocido. Pero ella me guiaba con paso seguro, rápido, como si camináramos a plena luz del día. Me inspiró una cierta tranquilidad y me dejé llevar, aunque de todos modos, como simple reflejo o por alguna profunda desconfianza que no quería admitir, conservaba mi mano libre como un escudo frente a mi rostro indefenso.
–Puedes bajar la mano, sé lo que hago –dijo, como si me leyera los pensamientos. Con un ligero bochorno, la bajé de una vez. No sabía si ella, en las tinieblas, había notado mi sonrojo.
El paseo no fue breve. Bajamos unas cinco escaleras y tuve la impresión de que cruzábamos el edificio de un lado al otro, aunque no estaba seguro porque llevaba mucho tiempo desorientado. Mi único contacto con el mundo era aquella suave mano que me guiaba con dulzura, el susurro de sus faldas que rozaban el piso y el tenue olor bucólico que emanaba de su cuerpo invisible.
Al fin Lisa se detuvo, abrió una puerta y encendió la luz. La claridad súbita me deslumbró durante varios segundos, pero pronto descubrí que estábamos en una cafetería.
–Comida como tal no hay. Pero puedes saciar el hambre con esos víveres modernos –indicó mientras señalaba unas tablillas repletas de bolsas de papitas fritas y de otras meriendas embolsadas. Había también una máquina de refrescos.
Agarré cuatro bolsas de papitas y me serví una Coca-Cola grande. Ella no quiso nada. Busqué con la vista alguna mesa que estuviera cerca de una ventana, pero no había ventanas. Nos sentamos en la primera mesa.
–¿Cómo anda el mundo? –preguntó Lisa–. Por favor dime todo lo que sepas.
–¿Dónde te quedaste?
–¿Leonardo sigue famoso en Italia?
–¿Da Vinci? Famosísimo en el mundo entero, gracias a ti.
–Al contrario, yo le debo la fama –dijo, pero su sonrisa críptica me creó la duda de si hablaba en serio.
–¿Tus últimas noticias son del siglo XVI?
–No, no. Me hablaron de la liberación femenina. ¿Las mujeres aún visten como los hombres?
–¿Quién te dijo semejante barbaridad? –exclamé sorprendido–. Las mujeres nunca se han vestido como nosotros.
–Las he visto. Y hace unos años Magdalena, una doncella de Madrid, se quedó atrapada. Pasamos la noche platicando. En esa misma silla comió, como tú. Vestía calzas parecidas a las tuyas, no llevaba traje de mujer.

No era difícil hablar con Lisa. Me hacía una pregunta tras otra, entusiasmada, con la alegría de una niña pero la inteligencia de una mujer madura. Antes de terminar mis respuestas me lanzaba nuevas preguntas, a veces de dos en dos, o de tres en tres. Quería saberlo todo, ponerse al día, enterarse de lo que ocurría en ese mundo externo que tanto celebraba a La Gioconda, pero que ella apenas conocía. No era presumida, no parecía consciente de su fama. Hablaba con la curiosidad de una persona ordinaria y celebraba mis noticias como si ocurrieran ante sus ojos. En algún momento de la noche, que ya no puedo precisar, comprendí de golpe que me había enamorado, que a partir de ese encuentro mi vida ya no podría ser la misma.
Ya le había contado a Lisa sobre Garibaldi y la unificación italiana, que ella casi no podía creer; me disponía a contarle sobre el Che Guevara y la historia de América Latina, pero de pronto se puso de pie, sobresaltada, y me agarró la mano.
–Amanece. Debes irte. Ven, ven.
Nuevamente me llevó de la mano por las oscuras galerías. Iba con mucha prisa, casi corriendo, repitiendo de vez en cuando que debíamos apurarnos para que no la vieran los empleados. Llegamos finalmente a una habitación algo iluminada: por debajo de la puerta entraba luz suficiente para ver el rostro exquisito de Lisa.
–Hasta aquí llego, salió el sol. Al cruzar esa puerta entrarás a un vestíbulo iluminado. Todavía te faltarán unos cien codos para llegar a la salida del edificio, que está cerrada. Sólo podrás salir si los centinelas te abren. Ten cuidado. Y no me olvides –dijo en voz baja –, no me olvides.
Me miró con esa famosa expresión que no describiré, porque millones de personas lo han intentado sin éxito durante quinientos años. Había alegría en su rostro, pero también tristeza. Entonces, en cuestión de segundos, por impulso y sin planearlo, di el paso que habría de marcar el resto de mi vida: besé la boca más famosa del mundo.
Lisa no me rechazó: tampoco me abrazó. Para una mujer de su tiempo no es fácil besar a un hombre la primera noche. Todavía hay mujeres así en el mundo, y yo había conocido a varias, por eso reconocí la reacción de una mujer que quiere pero no debe, o que cree querer pero no está segura. Sostuve el beso; ella esperaba pasiva, pero sin repudio. Al despegarme bajó la mirada y guardó silencio por primera vez en toda la noche. La famosa sonrisa de siempre, el extraordinario signo de interrogación del que tanto se ha hablado en el mundo, había desaparecido: ante mí tenía ahora un tímido rostro sonrojado. Le levanté el mentón con el dedo. Me miró a los ojos con los suyos humedecidos y ya no fue necesario decir más.
Me apretó la mano:
–Debes irte. Podrían verme.
De repente agarró mis manos entre las suyas, me las besó varias veces y corrió hasta perderse en la oscuridad de los salones. Cerca de mí, detrás de la puerta que llevaba al vestíbulo iluminado, comencé a escuchar voces y pasos: los empleados empezaban a ocupar sus puestos de trabajo. Había llegado la hora de salir y de contarle a los guardias sobre mi prisión accidental. Abrí la puerta y sólo pude dar dos pasos: la luz contundente del vestíbulo me deslumbró. Ciego, desconcertado, me cubrí los ojos con las manos: escuché los gritos de los empleados asombrados, la viril conmoción de los guardias, los estridentes chillidos de la alarma. Varios guardias corrían hacia mí. De pronto sentí un fuerte golpe en las espaldas, caí al piso boca abajo, una rodilla dura me apretó el cuello contra el suelo y perdí el sentido.

¿Por qué? ¿Por qué carajo no me quedé en el Museo con Lisa? ¿Por qué no corrí tras ella en la oscuridad? ¿Por qué me fui ese día, como un cobarde? Hay decisiones, tomadas en sólo tres segundos, que marcan el resto de una vida.
La policía francesa, con la ayuda pertinaz de mi embajada, finalmente se convenció de que yo no era un ladrón y me dejó libre. Despidieron al guardia incompetente que había anunciado en el baño, en voz alta, que el Museo cerraba, pero que por prisa o vagancia no había examinado todos los cubículos ni apagado la luz, según le correspondía.
Desde el primer día que salí de la cárcel empecé a visitar a Lisa, pero ya no era igual. No estábamos solos; apenas podía verla debido a la grotesca aglomeración de turistas majaderos que siempre exclamaban lo mismo: "¡Es tan pequeña!" A veces yo la contemplaba durante horas, sin moverme, y creía notar un leve guiño para mí, un ligero saludo, pero lo mismo decían los turistas: "Mamá, parece que me sonríe". "Papá, mira, adonde quiera que me muevo me sigue con la vista". ¡Insoportable! Locos, locos todos.
Decidí que no abandonaría a Lisa. Les ordené a mis abogados que vendieran todos mis bienes y que me enviaran el dinero a París, donde compré un apartamiento. Contraté un abogado francés, trasladé la administración de mis bonos y acciones hasta acá, y terminé por cortar todos los hilos que me ataban a la patria. En París gozaría de holgura económica y de entera libertad para estar con mi Lisa.
Todos los días la visitaba, desde las primeras horas hasta que el Museo cerraba. Imaginaba conversaciones con ella, le hablaba con el pensamiento. Al principio la situación fue tolerable: sufría breves ataques de angustia, cierto, pero siempre volvía a la esperanza, a la ciega esperanza. Sin embargo, al quinto mes de estar en París ya empezaba a desesperarme de veras. Necesitaba más. Ya no podía compartir a mi Lisa con esa manada de necios que no hacía más que repetir sandeces e imaginarse –locos delirantes– que mi adorada les sonreía. ¡Insufrible!
No sé, en realidad no sé qué habría sido de mí si ella no hubiera tomado la iniciativa. Comenzaba mi sexto mes en París y llegué al Museo temprano, como siempre, aunque bastante deprimido. Me detuve frente a mi amada para darle los acostumbrados buenos días antes de que llegara la gran masa de necios, pero me quedé boquiabierto cuando el rostro de Lisa asumió de repente un gesto suplicante. Fue muy claro el ademán, no tuve duda alguna: me imploró que volviera. No fue mi imaginación: el escaso público también se dio cuenta de que algo había ocurrido en el semblante de Lisa. Hubo un notable murmullo y varias exclamaciones de miedo. En pocos minutos llegaron varios guardianes y curadores, a quienes los turistas les contaron que la bella sonrisa de La Gioconda se había transformado, por unos segundos, en un gesto de súplica. Ya no necesité más. No necesité más. Era evidente que no me lo había imaginado ni me estaba volviendo loco. Lisa me necesitaba.
Esa fue la primera noche en que traté de esconderme a la hora del cierre. Intenté todo. Me sentaba en la esquina remota de algún salón poco visitado, me paraba detrás de una estatua, me escondía en un entrepiso, pero siempre llegaba un guardián y me decía que debía salir porque estaban cerrando. De más está decir que lo primero que probé fue el mismo baño en que me había quedado la primera vez, pero el sustituto del guardián despedido cumplía sus tareas con el celo excesivo de un novato. Una tarde, en un cubículo, llegué a trepar los pies sobre el inodoro, pero el guardián abría cada puerta una por una y se cercioraba de que no hubiera nadie.
Cerca de seis semanas duró este suplicio. De día acompañaba a Lisa y le indicaba, por medio de ligeros gestos, que estaba en camino, que tuviera paciencia. De tarde hacía un nuevo intento que nunca podía ser demasiado obvio, porque me arriesgaba a que me arrestaran por tentativa de hurto, en cuyo caso, ya preso, nunca volvería a ver a Lisa. Yo no podía dejarla sola, por eso toda maniobra mía debía parecer accidental, como ocurrió la primera vez. En fin, una noche se me ocurrió una nueva estrategia, bastante más arriesgada que las anteriores. A la hora del cierre me fui al baño de la primera noche, que tenía cinco inodoros con sus cubículos. Entré al tercero, cerré la puerta con seguro y trepé los pies sobre el inodoro. A los pocos minutos llegó el guardián y gritó desde la puerta:
– On ferme maintenant. Sortez, s'il vous plaît.
Caminó hasta el primer cubículo y abrió la puerta con un golpe de la mano: ésta chocó con la pared y volvió a cerrarse. Hizo lo mismo con la segunda puerta. Me preparé. Cuando golpeó la tercera puerta, que no abrió, aproveché el ruido para deslizarme por debajo del panel divisorio y llegar al segundo cubículo. Me trepé rápidamente al inodoro. El guardia, irritado, preguntó en voz alta si había alguien dentro. Luego se metió por debajo de la puerta, quitó el seguro y abrió. Aproveché el bullicio para deslizarme debajo del panel y pasar al primer cubículo. Muy molesto, el guardia dijo una frase que interpreté como "malditos bromistas de mierda", aunque no puedo estar seguro porque lo dijo muy rápido. Continuó su tarea donde se había quedado: empujó la puerta de los cubículos cuarto y quinto, regresó a la entrada del baño, apagó las luces y salió.
Unos treinta minutos estuve sin moverme, acuclillado sobre el primer inodoro, tieso de miedo. Debía estar seguro de que no quedaba nadie en las galerías del Museo. Al fin, cuando pensé que ya no había peligro, salí del cubículo y prendí la luz. Me lavé la cara con agua fría, me peiné y partí entusiasmado a buscar a mi querida Lisa, pero no fue necesario: me esperaba ante la puerta, con su famosa sonrisa y los brazos cruzados.
–¿Por qué tardaste tanto? –me reprochó con cariño.

Los labios más conocidos del mundo y el cuerpo más desconocido: ambos fueron míos esa noche, la más gloriosa de mi vida. Le dije que la amaba; respondió, con la voz entrecortada, que no quería vivir un día más sin mí. No digo más. Así pasamos la noche, entre declaraciones de amor, anécdotas sobre nuestros seis meses de separación y la historia del Che Guevara que finalmente, entre caricias y caricias, pude contarle a mi curiosa Lisa. No daré más detalles.
Yo le besaba la parte de atrás del cuello, que como todo su cuerpo olía a paisajes y flores, cuando de pronto, alarmada, me apretó la mano y casi gritó:
–Amanece, caro mío. Debes irte. Ven, ven.
Nos pusimos de pie y ella quiso llevarme de la mano hasta la salida. Pero me negué a moverme.
–No me voy –dije–. Me quedo contigo.
–No, no. Qué dices. Nos descubrirán.
–No importa. Me quedo.
–Te harán daño. Te desterrarán. Estarás lejos de mí y no podré soportarlo.
–Pues piensa en algo rápido, porque no me iré de tu lado.
–¡Caro mío! –exclamó desesperada–. Están entrando. Llegarán en un momento.
La besé con fuerzas, la apreté entre mis brazos y le repetí que no me iría.
–Caro mío, hay una posibilidad. Tal vez la haya –dijo halándome la mano–. Ven, rápido. Sígueme. Tengo una idea.
–¿Adónde vamos?
Tiró con fuerza de mi mano y sin decir otra palabra nos internamos en la oscuridad total.

Lisa y yo vivimos felices en París, en el Museo del Louvre. Durante el día, cierto, ella le pertenece a la humanidad, pero de noche es sólo mía. Contrario a lo que piensan algunos idiotas, sí es posible vivir únicamente del amor. Hace años que, como ella, ya no me hace falta la comida. Nos alimentamos mutuamente porque sólo necesito su presencia, su hermosa conversación, sus suaves caricias plácidas. Y no me canso de explorar este cuerpo exquisito que Leonardo tuvo la genialidad de ocultarle al mundo bajo un traje negro y un manto oscuro. A mi querida Lisa vienen a contemplarla todos los días desde cada país de la tierra. Unas cuantas galerías más arriba, en la remota sala de tapices italianos del Renacimiento, nadie ha notado que en el tapiz llamado "El Banquete", justo al lado de la espléndida bandeja de oro con incrustaciones de madreperla y lapislázuli, hay un nuevo invitado que no tiene cara de florentino ni de italiano. Mientras ninguno de los empleados lo note, estaré a salvo.

Fin

López Nieves básico
Puerto Rico, 1950.
Escritor y catedrático.

Es autor del relato histórico Seva, uno de los mayores éxitos literarios de Puerto Rico. Su novela El corazón de Voltaire ha sido aclamada por la crítica literaria internacional como una de las obras más originales del siglo XXI. López Nieves ha ganado el Premio Nacional de Literatura de su país en dos ocasiones. Es doctor en Literatura Comparada por la Universidad del Estado de Nueva York en Stony Brook. También es el fundador y director del primer programa de Maestría en Creación Literaria de América Latina (en la Universidad del Sagrado Corazón, en San Juan de Puerto Rico) y de la Biblioteca Digital Ciudad Seva (CiudadSeva.com). Desde el 2007 ocupa la posición de "Escritor Residente" de la Universidad del Sagrado Corazón.

22 de noviembre de 2010

El Hambre / Narrado por Alberto Laiseca



EL Hambre
Manuel Mujica Lainez

Alrededor de la empalizada desigual que corona la meseta frente al río, las hogueras de los indios chisporrotean día y noche. En la negrura sin estrellas meten más miedo todavía. Los españoles, apos­tados cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura del viento, las sombras bailoteantes de los salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colarse en las casucas de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos de guerra. Y en seguida recomienza la lluvia de flechas incendiarias cuyos cometas iluminan el paisaje desnudo. En las treguas, los ge­midos del Adelantado, que no abandona el lecho, añaden pavor a los conquistadores. Hubieran que­rido sacarle de allí; hubieran querido arrastrarle en su silla de manos, blandiendo la espada como un demente, hasta los navíos que cabecean más allá de la playa de toscas, desplegar las velas y esca­par de esta tierra maldita; pero no lo permite el cerco de los indios. Y cuando no son los gritos de los sitiadores ni los lamentos de Mendoza, ahí está el angustiado implorar de los que roe el ham­bre, y cuya queja crece a modo de una marea, debajo de las otras voces, del golpear de las ráfagas, del tiroteo espaciado de los arcabuces, del crujir y derrumbarse de las construcciones ardientes. Así han transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda mendrugo que llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las flacas raciones primero, luego la harina podrida, las ratas, las sabandijas inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon desespera­damente. Ahora jefes y soldados yacen doquier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas defensoras. Es difícil distinguir a los vivos de los muertos. Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y sus labios como higos secos, pero en el interior de su choza miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras sin torsos, que reptan sobre el lujo burlón de los muebles traídos de Guadix, se adhieren al gran tapiz con los emblemas de la Orden de San­tiago, aparecen en las mesas, cerca del Erasmo y el Virgilio inútiles, entre la revuelta vajilla que, limpia de viandas, muestra en su tersura el “Ave María” heráldico del fundador.El enfermo se retuerce como endemoniado. Su diestra, en la que se enrosca el rosario de madera, se aferra a las borlas del lecho. Tira de ellas enfu­recido, como si quisiera arrastrar el pabellón de damasco y sepultarse bajo sus bordadas alegorías. Pero hasta allí le hubieran alcanzado los quejidos de la tropa. Hasta allí se hubiera deslizado la voz espectral de Osorio, el que hizo asesinar en la playa del Janeiro, y la de su hermano don Diego, ultimado por los querandíes el día de Corpus Christi, y las otras voces, más distantes, de los que condujo al saqueo de Roma, cuando el Papa tuvo que refugiarse con sus cardenales en el castillo de Sant Angelo. Y si no hubiéra llegado aquel plañir atroz de bocas sin lenguas, nunca hubiera logrado eludir la persecución de la carne corrupta, cuyo olor invade el aposento y es más fuerte que el de las medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para recordar que allá afuera, en el centro mismo del real, oscilan los cadáveres de los tres españoles que mandó a la horca por haber hurtado un caballo y habérselo comido. Les imagina, despedazados, pues sabe que otros compañeros les devoraron los muslos.¿Cuándo regresará Ayolas, Virgen del Buen Aire? ¿Cuándo regresarán los que fueron al Brasil en pos de víveres? ¿Cuándo terminará este martirio y par­tirán hacia la comarca del metal y de las perlas? Se muerde los labios, pero de ellos brota el rugido que aterroriza. Y su mirada turbia vuelve hacia los platos donde el pintado escudo del Marqués de Santillana finge a su extravío una fruta roja y verde. Baitos, el ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su tienda, sobre el suelo duro, piensa que el Adelantado y sus capitanes se regalan con maravillosos festines, mientras él perece con las entrañas arañadas por el hambre. Su odio con­tra los jefes se torna entonces más frenético. Esa rabia le mantiene, le alimenta, le impide echarse a morir. Es un odio que nada justifica, pero que en su vida sin fervores obra como un estímulo vio­lento. En Morón de la frontera detestaba al seño­río. Si vino a América fue porque creyó que aquí se harían ricos los caballeros y los villanos, y no existirían diferencias. ¡Cómo se equivocó! España no envió a las Indias armada con tanta hidalguía como la que fondeó en el Río de la Plata. Todos se las daban de duques. En los puentes y en las cá­maras departían como si estuvieran en palacios. Baitos les ha espiado con los ojos pequeños, entrecerrándolos bajo las cejas pobladas. El único que para él algo valía, pues se acercaba a veces a la soldadesca, era Juan Osorio, y ya se sabe lo que pasó: le asesinaron en el Janeiro. Le asesinaron los señores por temor y por envidia. ¡Ah cuánto, cuánto les odia, con sus ceremonias y sus aires! ¡Como si no nacieran todos de idéntica manera! Y más ira le causan cuando pretenden endulzar el tono y hablar a los marineros como si fueran sus iguales. ¡Mentira, mentiras! Tentado está de alegrarse por el desastre de la fundación que tan recio golpe ha asestado a las ambiciones de esos falsos príncipes. ¡Sí! ¿Y por qué no alegrarse?El hambre le nubla el cerebro y le hace desvariar. Ahora culpa a los jefes de la situación. ¡El hambre!, ¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de carne! Pero no lo hay... no lo hay... Hoy mismo, con su hermano Francisco, sosteniéndose el uno al otro, registraron el campamento. No queda nada que robar. Su hermano ha ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una culebra, de un cuero, de un bocado, la única alhaja que posee: ese anillo de plata que le entregó su madre al zarpar de San Lúcar y en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera ofrecido una montaña de oro, no lo hubiera logrado, porque no lo hay, porque no lo hay. No hay más que ceñirse el vientre que punzan los dolores y doblarse en dos y tiritar en un rincón de la tienda.El viento esparce el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los labios deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su hermano montar guardia junto al patíbulo. Allí estará ahora, con la ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los dos podrán descender uno de los cuerpos y entonces...Toma su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose.Es una noche muy fría del mes de junio. La luna macilenta hace palidecer las chozas, las tiendas y los fuegos escasos. Dijérase que por unas horas habrá paz con los indios, famélicos también, pues ha amenguado el ataque. Baitos busca su camino a ciegas entre las matas, hacia las horcas. Por aquí debe de ser. Sí, allí están, allí están, como tres péndu­los grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin brazos, sin piernas... Unos pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca. Unos pasos más... Pero de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las hogueras y el ballestero siente que se aviva su cólera, atizada por las presencias inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro jefes: don Francisco de Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de don Fernando, Rey de los Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero de la Orden de San Juan de Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano de leche de nuestro señor Carlos Quinto; Bernardo Centurión, el genovés, antiguo cuatralbo de las galeras del Príncipe Andrea Doria. Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita lo observar que ni aun en estos momentos en que la muerte asedia a todos, han perdido nada de su empaque y de su orgullo. Por lo menos lo cree él así. Y tomándose de la cuba para no caer, pues ya no le restan casi fuerzas, comprueba que el ca­ballero de San Juan luce todavía su roja cota de armas, con la cruz blanca de ocho puntas abierta como una flor en el lado izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles de nutría que le envanece tanto. A este Bernardo Centurión le execra más que a ningún otro. Ya en San Lúcar de Barrameda, cuando embarcaron, le cobró una aversión que ha crecido durante el viaje. Los cuentos de los soldados que a él se refieren fomentaron su animosidad. Sabe que ha sido capitán de cuatro galeras del Príncipe Doria y que ha luchado a sus órdenes en Nápoles y en Grecia. Los esclavos turcos bramaban bajo su látigo, encadenados a los remos. Sabe también que el gran almirante le dio ese manto de pieles el mismo día en que el Emperador le hizo a él la gracia del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso se explica tanto engrei­miento? De verle, cuando venía a bordo de la nao, hubieran podido pensar que era el propio Andrea Doria quien venía a América. Tiene un modo de volver la cabeza morena, casi africana, y de hacer relampaguear los aros de oro sobre el cuello de pieles, que a Baitos le obliga a apretar los dientes y los puños. ¡Cuatralbo, cuatralbo de la armada del Príncipe Andrea Doña! ¿Y qué? ¿Será él menos hombre, por ventura? También dispone de dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester...Conversan los señores en la claridad de la fogata. Brillan sus palmas y sus sortijas cuando las mueven con la sobriedad del ademán cortesano; brilla la cruz de Malta; brilla el encaje del mayordomo del Rey de los Romanos, sobre el desgarrado jubón; y el manto de nutrias se abre, suntuoso, cuando su dueño afirma las manos en las caderas. El genovés dobla la cabeza crespa con altanería y le tiemblan los aros redondos. Detrás, los tres cadáveres giran en los dedos del viento.El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar más no lo consigue y cae silenciosamente desvanecido sobre la hierba rala. Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el fuego parpadeaba apenas, pronto a apagarse. Habla callado el viento y se oían, remotos, los aullidos de la indiada. Se incorporó pesadamente y miró hacia las horcas. Casi no divisaba a los ajus­ticiados. Lo veía todo como arropado por una bruma leve. Alguien se movió, muy cerca. Retuvo la respiración, y el manto de nutrias del capitán de Doria se recortó, magnífico, a la luz roja de las brasas. Los otros ya no estaban allí. Nadie: ni el mayordomo del Rey, ni Carlos Dubrin, ni el caballero de San Juan. Nadie. Escudriñó en la oscuridad. Nadie: ni su hermano, ni tan siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de ronda, con su libro de oraciones. Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres: sólo Bernardo Centurión, pues los centinelas están lejos. Y a pocos metros se balancean los cuerpos desflecados. El hambre le tortura en forma tal que comprende que si no la apacigua en seguida enloquecerá. Se muerde un brazo hasta que siente, sobre la lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si pudiera. Se troncharía ese brazo. Y los tres cuerpos lívidos penden, con su espantosa tentación... Si el genovés se fuera de una vez por todas... de una vez por todas ..... ¿Y por qué no, en verdad, en su más terrible verdad, de una vez por todas? ¿Por qué no aprovechar la ocasión que se le brinda y suprimirle para siempre? Ninguno lo sabrá. Un salto y el cuchillo de caza se hundirá en la espalda del italiano. Pero ¿podrá él, exhausto, saltar así? En Morón de la Frontera hubiera estado seguro de su destreza, de su agilidad... No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorra­lado cazador. Tuvo que levantar la empuñadura afirmándose con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y cómo desapareció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia adentro, camino del corazón, carne de ese animal que está cazando y que ha logrado por fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él cae en­cima y siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en los pómulos, la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el cuchillo. En su delirio no sabe ya si ha muerto el cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los tigres que merodean en torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el manto y al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Sólo entonces la pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mucho más allá, tumbado junto a la empalizada, al corsario italiano. Tiene una flecha plantada entre los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano, entre esas pieles que Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte, para abrigarse. El ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas, como si la mano trunca de su her­mano le fuera apretando la garganta más y más.

Fin

18 de noviembre de 2010

Hombre fuerte / Abelardo Castillo

Hombre fuerte
Abelardo Castillo

Cuesta, Anselmo Arana, da trabajo llegar y, algunas noches, hasta miedo. Hay que tener lo que hace falta, tripas fuertes y mano pesada. Hay que sacrificar gente si hace falta: un hombre boca arriba en una zanja, o una mujer, que cualquier día estorba. Vivir como quien tira los baúles en un naufragio. Hay que abrirse paso y pisar firme como los que saben qué quieren y adonde van, para llegar a esta noche de verano y a este cruce de calles donde flamean canelones con su nombre y se oyen petardos y voces que gritan Intendente y gritan que hable, y usted va a subir y a hablarles sin importarle mucho las palabras, sin importarle mucho ninguna cosa, como siempre, ni el Partido ni el estruendo de los aplausos ni esas mujeres chillonas de ahí abajo ni los tapes del Comité rodeándolo ahora mientras sube, ellos con el bulto del revólver bajo el saco protegiendo a don Anselmo como usted antes al doctor, porque el doctor tampoco se rebajó nunca a usar más arma que su gente: la gente. Y eso también se aprende, como se aprende a decir redondas las palabras, difíciles, dando ahí arriba la impresión de estar mirando a todo el mundo en los ojos (pero mirándote únicamente a vos,
nicoleño, mientras subo), como diciendo acá subí y acá me quedo. Y mientras yo esté acá arriba, infelices, no hay Partido que valga sino yo, el Carancho, don Anselmo ahora y sin apodo, oyendo esas sombras gritonas de ahí abajo y viéndote a vos solo, pero sin importarme nada, y mucho menos tu cara: ni esta noche ni antes, en los Arrecifes, aplastada tu cara contra el piso bajo mi bota hace mucho, hace como diez años. Les hablo de la Patria mirando tu odio, nicoleño, y te leo en los ojos un revólver que no te vas a animar a sacar mientras yo te mire. Después sí, no ahora. Después, cuando me sigas por la calle con tu cara rencorosa y torva, cara de mestizo bruto que no olvida esa raya que te hizo Anselmo Arana, que te hice yo con la espuela, un rayón de la jeta hasta la oreja por el que vas a seguirme y a sacar un revólver o un cuchillo que te veo relumbrar en los ojos como si te lo estuviese pidiendo, nicoleño, como si te oyera o te inventara los pensamientos y me viera yo mismo, don Anselmo que les habla a estos infelices y me odiara desde tus ojos chinones que ahí abajo están jurándome: No lo olvido, Anselmo Arana. Le juro que no lo olvidé un solo minuto de una sola hora de un solo día de todos estos años. Ni el odio ni esta canaleta en mi cara se me borraron desde la noche que me tuvo un rato largo contra las paredes y alguien dijo me parece que está bueno mi comisario Aran, porque le dijo Aran no Arana, hasta que me vine al suelo y usted me dio vuelta la cara con la bota y yo sentí ese ardor que es esta cicatriz y ahí me quedé, mirándolo desde el suelo hace diez años. Y después, nicoleño. También mirándome después, entre unas máscaras de carnaval alguna noche, desde los ojos sin cara de los sueños, en la vidriera empañada de un café, hace poco, o entre esta gente ahora bajo el cartelón azul de anchas letras blancas que cruza la bocacalle, el gran cartel de género agujereado para que pase el viento, moviéndose, azul, con un nombre escrito a todo lo largo de la noche junto a otros cartelones azules de grandes letras blancas: Vote a Arana. Vóteme a mí.
"Ya votaste, Carancho."
"¿Cómo que ya voté?"
"Que cómo ni que la mierda", se habían reído, "si te han dicho que ya votaste, ya votaste", y se rieron.
"Cómo te llamas."
"Anselmo Aran."
La libreta de enrolamiento, enarbolada en la punta de la bayoneta de un milico, apareció a la altura de mi cara. De puro chiquilín, de puro pavo, me atropellé y el gesto de echar mano amagó una intención que no tenía. Cosa que no ha de repetirse, mi atolondramiento, historia que no les cuento a esos infelices de ahí abajo pero les cuento una parte. Cosas que ocurrían en este país hace treinta años, les digo, pero que no volverán a repetirse, no al menos mientras nuestro glorioso Partido sea gobierno y el Intendente de esta ciudad sea yo. Veles las caras, nicoleño, oílos cómo aplauden.
Hasta vos aplaudís. A vos te conocí muchos años después de esa mañana, pero que yo ahora esté bajando de acá arriba para que vos me sigas esta noche empieza con aquel culatazo. En el pecho me pegaron, y me tumbó. El sopapo me sorprendió cuando iba cayendo; estaba por gritar "no peguen", 86 o tal vez lo grité, cuando sonó el primer tiro, y después otros. La urna de los votos, astillándose en el aire, es lo que mejor recuerdo: un machetazo, me pareció. Viva el doctor, gritaban, y yo estaba sin respiración caído de rodillas entre un revuelo de papeletas y la espantada de los caballos. Me acuerdo también que nunca había matado a un hombre. Ese milico que atropellaba a sablazos desde la puerta fue el primero. Dicen que lo maté yo. Yo no sé. Lo que sé es que desde un coche me gritaron vení correligionario y que mucho más tarde, en el Comité, el doctor en persona decía:
–Me ha salvado la vida, che –y me miraba a mí, y me había puesto la mano en el hombro–. Cómo es su gracia.
–Me dicen Carancho. Soy Aran, el del turco.
–Conozco a su padre.
Me miró con desconfianza; había retirado la mano. Dijo:
–Pero él no es de los nuestros, si no ando errado.
Supe entonces lo que había que decir, nicoleño. Y lo dije. Muchas veces, después, me oí pronunciando palabras en ese tono. Dije lentamente:
–El no.
Por eso, nicoleño, por cosas como ésa, hasta hace un rato; estuve en ese palco hablándoles a esos infelices y mirándote a vos que ahí venís medio escondiéndote entre los últimos que gritan por la Calle Ancha. Y porque hasta de oírse nombrar se cansa un hombre, ahora he dicho estoy cansado y agregué que me vuelvo a pie, que quiero caminar solo. Mi hombre de confianza y tu mujer me esperan en mi casa. A tu mujer no te la quité: se vino. Llegó a reclamar no sé qué, diciendo que habías quedado medio idiota, casi inútil después de la paliza y que yo no tenía alma si me negaba a ayudarla. Me gustó y le dije quédate, ni me sacó la mano que le había puesto en la cadera cuando se lo dije. Nunca creí que iba a durarme tanto. Ni el doctor le cambió el rumbo. Me di cuenta de quién era yo cuando el doctor, por ella, por ganármela, empezó a querer sacarme del medio a mí. Y lo medité. Un año antes se la daba, ahora me pareció que no era justo. Yo lo quería a ese viejo; daba vergüenza verlo pavear por una mujer. El hombre que lo mató se llamaba Soria.
Desde aquel día, o ya de antes pero sin saberlo, no hice más que acatar mi destino, ciegamente, como hasta entonces había acatado la voluntad del doctor. Porque ahora sé que la vez de Arrecifes, cuando te patié la cara y te marqué desobedeciendo sus órdenes, premeditaba como un recuerdo esta calle, estos árboles, el socavón de esta noche donde me estás buscando: "Hay un negro, el nicoleño, ladrón de urnas y matón: usted se me va de comisario interventor a los Arrecifes, m'hijo, y lo hace meter preso; se lo mandan pedir de Ramallo y lo entrega, allá se encargan", y el doctor, con las manos a la espalda, caminaba, medio inclinado hacia adelante. Me gustaba esa manera de hablar mirando el suelo. Le copié el gesto y aprendí a pensar. Como en su biblioteca, frunciendo la frente, había aprendido a entender lo que hace falta entender de los libros. "¿Comisario yo?", debo de haber preguntado haciéndome el chiquito, y él, que a veces alzaba la vista y me miraba como si quisiera saber qué estaba pensando yo realmente, me contestó: "Natural. Y a tu vuelta de Arrecifes vamos a conversar largo: me has salido por demás bueno, Carancho, y habrá que ir pensando qué dos encabezamos la lista del Partido en la próxima." Y se sonrió. Me había dicho "carancho" pero me autorizaba a figurarme su igual, y se reía. "Hay un título de Bachiller a nombre de Anselmo Arana, que es apellido más nacional. Con lo que sabes, sobra. Y no te hago Procurador porque ahí llegas solo." Después me dijo que los sentimientos son un defecto, y me miraba. Y agregó que por eso yo iba a llegar lejos. "La gente", habló como si no me hablara, de tan bajo que habló, "la gente sigue a los hombres como vos. Explícamelo si podes." Y se reía. Cuando regresé de Arrecifes con tu mujer, volvió a tratarme de usted y estaba serio. Le conté que vos te me habías retobado y que juzgué necesaria, "aleccionadora" le dije, la paliza; que en el trayecto a Ramallo, sabe Dios cómo, te me escapaste. Habló del Partido y preguntó que quién carajo era yo para juzgar nada y encima dejar suelto a un hombre al que se le quitó la mujer, si yo era idiota o andaba queriendo que vos, nicoleño, me buscaras toda la vida. No le dije que sí.
Le dije en cambio que yo, siendo comisario, juzgaba como comisario mientras no hubiera más
87 comisario que yo; que la mujer me la traje porque me gustaba y que, cuando la viera, lo iba a entender del todo. Lo hice sonreír. Me preguntó: "Pero, y qué va a hacer, dígame, con su mujer legítima." Como me acuerdo ahora, me acordé esa vez de que yo tenía mujer. Dije:
–Echarla.
Antes y después hay muchas cosas. No sé cómo se llega, nicoleño, por qué fatalidad, con cuanto esfuerzo se llega a don Anselmo, a este cansancio. De las mujeres, creo, aprendí a tratar con los hombres: metérselos debajo, usarlos y vejarlos; es la ley. De los libros, aprendí a que me lo agradecieran. Dicen que mi padre, agonizando, me llamaba por el diminutivo de mi nombre.
Cuando me lo contaron, le perdí el respeto. A vos, ahora que lo pienso, yo te respeté; eso fue lo que pasó. Nomás de verte te temí, te respeté los ojos, y por eso me estás siguiendo ahora. Me aguantaste de pie y con la mirada fija, turbia desde el entrevero bestial de las cejas, mordiéndote. No me ensañé, nicoleño. Probé a darte con toda mi alma por ver hasta dónde aguantabas. Pegarte, esa noche, fue lindo por vos; por cómo se te agrandaba el animal adentro. Cuando el cabo me anunció ya está bueno mi comisario Aran, y volví en mí y me aparté, recién entonces te derrumbaste. Quise verte los ojos y te di vuelta la cara con la bota: abiertos los tenías. Mirada de acordarte. Te marqué por lujo, ritualmente, como quien hace un nudo en el pañuelo de otro. Abandonarte en una cuneta del camino a San Nicolás, esa misma noche, fue como apostar contra tu muerte, a que te despabilaban y te restañaban el rocío y el barro; como querer, hace diez años, que ahora dobles la esquina del Centro de Comercio y que, cuando yo me interne por la Calle de los Paraísos, vos apresures resueltamente el tranco. Revólver no llevas, de lo contrario ya me habrías muerto bajo ese foco. Con arma blanca ha de ser, y eso me va a exigir presencia de ánimo: cuando lo cortan, uno ha de tender a abrazarse, a enredarse. Es más puerco. De ser vos, yo te seguiría por una calle paralela a ésta, midiéndote el paso para verte cruzar en las esquinas. Cuando se está en el lugar que hace falta, uno camina rápido, dobla en la primera transversal y espera tranquilo en la ochava. Vos no. Vos seguís de atrás, a lo perro. No llega a la luz, Anselmo Arana: eso venís pensando. Es raro estar a unas cuadras de la casa de uno, Carancho, donde hay mujer y festejo celebrando por adelantado lo que ni el propio doctor llegó a celebrar nunca, y que lo hallen después boca abajo en esa zanja. Porque seguramente ha de ser allí, en el sombrajo de esos dos árboles, junto a la zanja. Y pensar, nicoleño, que de tener voluntad me ganaba bajo esa luz de una corrida y, de un grito, te hacía mear.

Fin

14 de noviembre de 2010

Nueve Perros / Silvina Ocampo

Nueve Perros
Silvina Ocampo

El primero estaba en un cuadro pintado al óleo, so­bre la chimenea del comedor de la casa de campo, donde veraneaba en mi infancia. Mientras comíamos en una enorme mesa, con muchos comensales y fuen­tes, yo miraba de soslayo al perro, que era de caza con dibujos en la piel que se asemejaban a un mapa, y él miraba de frente, como miran los perros. Recuerdo que estaba sentado al pie de un árbol sin follaje, en que se apoyaban la mochila, los rifles, las escopetas, las perdices y no sé si una liebre o varias, o si todas las perdices eran liebres. Yo también estaba sentada, casi a la cabecera de una mesa en forma de óvalo, cu­bierta con un mantel de Damasco, blanco, con rosas, mariposas o lirios. De buena gana hubiera cedido mi asiento y me hubiera sentado al pie del árbol. A ese perro pintado me unía el silencio. Ninguno de los dos hablábamos a la hora de las comidas; yo, por timidez, y él, no por ser perro sino por estar en un cuadro; así me parecía a mí. "Ayúdame a sobrevivir", tal vez le habría dicho interiormente, si hubiera sabido for­mular el sentimiento, porque siempre en mi infancia, en mi adolescencia y después, por bastante tiempo, sufrí de vivir: hasta que lo conocí a Áyax.
El segundo se llamaba Áyax. Me parecía hermoso, más hermoso que todos los otros, quizá por su altura, la belleza de su piel o la mirada, que era tan viva y tan noble. Me enseñó que no sólo el hecho de ser un perro, sino el de tener un perro, es trágico a veces. Me enseñó también a conocer, a apreciar la verdadera fidelidad. No era mío, pero eso no importaba, ya que en toda posesión hay remordimientos; fue mi predi­lecto, pero ¿qué digo?, fue mi predilecto porque lo asocio a la llegada de la felicidad: este es el mayor motivo de gratitud que tengo. En mi recuerdo, la di­cha va siempre acompañada de aquel perro, como San Roque del suyo.
Áyax era atigrado, con orejas chicas y frías. Sus ojos eran del color amarillento del agua de los estan­ques y, cuando se enfurecía, grises. Parado sobre las patas traseras, alcanzaba la altura de un hombre. Que fuera tan grande y que tuviera las orejas tan chicas y frías, me enternecía no sé por qué. Yo solía aca­riciarle las orejas y no el lomo o la frente, que su amo acariciaba mirándole los ojos con tanto entendimiento. Recortado parecía un tigre, sobre todo cuando apo­yaba la mandíbula sobre el suelo, mordiendo ávida­mente un hueso. Las primeras veces que lo vi, más que simpatía, me inspiró miedo. Cuando advertí que era bueno, a pesar de su color, de su tamaño y de su ladrido, me sentí protegida por él, pero todo eso tardó en suceder, porque ni él se rendía a mi adulación, ni yo a su franqueza. Yo no podía prever que todo aque­llo que me inquietaba en él, alguna vez me infundía tranquilidad, que las noches en el campo, el silencio, la soledad, los ruidos arcanos, la oscuridad total, gra­cias a Áyax, ya no me acecharían con amenazas. Áyax era el guardián, la sirena de alarma, el médico rural. Se me antojaba que tenía poder de apagar el fuego, ahuyentar la muerte o los malos espíritus. Durante un verano, cuando nos mudamos a la casa de campo que había pertenecido a una de nuestras abuelas, el piso alto se llenó por la noche de ruidos insólitos, que atribuimos al principio a comadrejas, gatos o ratones que corrían por el techo, hasta que apareció un som­brero sin dueño, que nadie reconocía. El sombrero era indudablemente de otra época. Lo mirábamos sin comprender, como los monos miran los objetos que inventan los hombres. Áyax nos miraba. Entonces supimos que la casa estaba habitada por fantasmas y que uno de ellos usaba sombrero. Nos alegramos, pero Áyax, siempre vigilante, creyó que los ruidos y los objetos misteriosos nos molestaban, destrozó el som­brero olvidado en la silla de mimbre, ladró a los pasos anónimos que poblaban el admirable silencio y ahuyentó a los fantasmas.
Áyax tardaba un buen rato en acomodarse en su cama. Daba vueltas en un círculo cerrado hasta que se acostaba. A veces las vacilaciones eran angustiosas; después de vueltas y vueltas, se detenía y miraba es­candalizado algo en la cama, pero ese algo era un mí­nimo detalle, que nadie, salvo él, advertía.
Nunca ponderamos bastante la inteligencia de un animal querido, pues no podemos citar una frase que haya dicho o escrito memorablemente; para alabarlo contamos sólo con las manías o los gestos íntimos de cariño que tuvo y que van perdiendo fuerza con el tiempo, a medida que los borran de nuestro recuerdo tantas acumuladas frases orales y escritas de los se­res humanos.
Cuando hablamos de un perro, nadie nos cree, y si nos creen, apenas nos escuchan, porque piensan: "Yo también tuve (o tengo) un perro", o bien, "Nun­ca me interesaron los perros".
No poder repetir algo que Áyax me dijo me parece ahora extraño, pero, ¿acaso hablar es tan importan­te? Un detalle de su biografía, que no omitiré, es que hubo en nuestra vida un antes y un después de Áyax y un cuando Áyax, el más feliz de todos. Esto me recuerda las palabras que cita Arthur Waley en la biografía del poeta chino Li Po: "Cuando avanzaban hacia el patíbulo, Li Su volviose hacia su hijo y ex­clamó: —Ah, si todavía estuviéramos en Shanghai, cazando liebres con nuestro perro castaño. "¡Cuántas veces quisiéramos estar con aquel perro!
Áyax tenía un ladrido profundo: siempre gruñía an­tes de ladrar, como si dijera "Voy a ladrar". Para el común de los perros, su fidelidad era exagerada. Una vez casi se suicidó: creía que atacaban a su amo y se arrojó del piso alto de la casa para defenderlo.
Cuando me fui a vivir con él, no quise que durmie­ra en mi dormitorio, que era el cuarto donde él acostumbraba dormir. Advirtió que al llegar la noche yo no lo dejaba entrar en el cuarto. Usó de una estrata­gema que surtió durante unos días efecto; con pru­dente anticipación se acomodaba a la entrada del dor­mitorio, apoyando la cabeza contra la puerta abierta, de modo que no pudiera echarlo, ni cerrar la puerta. La primera vez intenté echarlo y gruñó. Con respeto me alejé. La segunda vez amenazó morderme. Duran­te un tiempo me resigné a su capricho, luego cerré la puerta todas las noches antes de su llegada. Quedó perplejo y triste y no volvió a gruñirme.

Cuando su amo se iba de viaje, yo tenía que dormir teniéndole la pata, porque su llanto era tan lastimero que me veía obligada a consolarlo de ese modo. "No llore —yo le decía—, volverá muy pronto." Nunca lo tuteé como a los otros perros. Le estrechaba la pata en mi mano, de igual modo hubiera estrechado una ma­no, hasta que se dormía, o que yo me dormía. Pero tal vez toda esa representación era un engaño y en lugar de ser yo quien lo tranquilizaba, él me tranquilizaba.
No le gustaban las playas: se le erizaba el pelo cuan­do caminaba en la arena. Con los años se volvió ma­niático. Después de comer, hipócritamente, como si hiciera una caricia, se limpiaba el hocico en los pan­talones de cualquiera, salvo en los míos y en los de su amo, siempre que no estuviera distraído. Tomaba los remedios dócilmente, comía dulce de leche. Creía­mos que le iba a gustar como a nosotros, algún día. Pero él no dudaba de sus gustos.
Una vez la perrera lo recogió en la calle y hubo que buscarlo hasta la calle San Pedrito; entre coches fú­nebres y carros de basura que llevaban flores. La an­gustia de perderlo y la alegría de encontrarlo, fueron parejas.
Sus amores eran apasionados. No me parecía posi­ble que un perro tan serio se volviera tan desconsi­derado. Se escapaba de la casa, en busca de una hem­bra, cruzaba potreros, campos desiertos, arboledas, como si nunca fuera a volver, y si volvía lloraba toda la noche y todo el día. Se enamoró de Sombra, que fue su más grande amor. Sombra no valía nada. Lloró por ella muchas noches, sin dejarnos dormir. Tuvo hijos, casi mató a uno, a Sacastrú, cuando lo vio por primera vez en una estación.
Una piedra en el campo, donde murió, lleva su nom­bre. Cuando paso junto a esa piedra, siento ganas de persignarme o de ponerle flores.

El tercero, o más bien la tercera, se llamaba Som­bra, era negra, tenía una oreja parada y otra caída, lo que le daba un aire apesadumbrado. Seguramente la habían castigado mucho porque andaba siempre con la cola y la cabeza entre las patas, salvo cuando estaba en celo y se ponía desdeñosa y erguida, hacién­donos creer que era preciosa. Invariablemente, después de esos días, queríamos enderezarle la oreja doblada y le poníamos tela adhesiva.

El cuarto se llamaba Sacastrú. Atigrado, vicioso, triste y solitario, Sacastrú, con un imperceptible vaivén, pasaba horas debajo de un sauce, para que las ramas, que eran como cortinas, y su propio movimien­to, le hicieran cosquillas. Nos reíamos de él: se me antojaba que era como reírme de un mudo o de un niño. No creo que fuera tan idiota como parecía. Sos­pechábamos que se hacía el idiota. Por otra parte, na­die se ocupó de educarlo. Alguien dijo que era hipó­crita o rabioso. Juzgué la acusación injusta. Los hom­bres no soportan que un perro sea independiente. Di­cen que está rabioso al verlo solo. Tres o cuatro veces por año, durante cinco días, tenía un amo, no se hacía la ilusión de tenerlo; entonces se alegraba un poco, vigilaba las puertas y salía de su inercia. Ese ilusorio amo era un amigo nuestro que venía a visitarnos en el campo de vez en cuando y que no quería a Sacastrú, pero que se sentía un poco halagado y obligado por amabilidad a demostrarle algún cariño, permitiéndole dormir en el umbral de su puerta. Nada más.

El quinto se llamaba Lurón, Lurón de la Morlay. No tenía cola. Su pelo castaño era enrulado y suave. En una de sus orejas alguna vez puse un moño. Al­guien me preguntó por qué lo disfrazaba. Me rubo­ricé y le quité el moño, pero le puse en el collar un cascabel. Era un perro de aguas, de circo de ciegos. A Áyax, al principio le desagradó la intromisión en nuestra casa, de otro perro que no fuera de su fami­lia, de su estatura. "¿Qué hace aquí este enano sin cola, más incómodo que la arena y que duerme en mi dormitorio?", decían sus ojos. Trató de ignorarlo; luego, cuando lo consideró, le gustó menos aun. Sin embargo, se acostumbró a él y fue durante un tiempo su perro favorito y no el mío, como lo fue después. Lurón, en cambio, siempre lo admiró y hasta puedo decir que lo imitó. No existieron rivalidades entre ellos: ni siquiera por un hueso, por una hembra o por una per­sona que acariciaba a uno de ellos más que al otro.
A Lurón le placía revolcarse sobre las osamentas, los excrementos y las basuras; fue su único defecto. Nunca perdió la costumbre, por bien bañado y peinado que estuviera y por grande que fuera su remordi­miento. Después de esas transgresiones, el mundo lo repudiaba. Ningún perfume lo salvaba de la indele­ble fetidez. Alguien lo torturó quemándole las orejas con cigarrillos encendidos, tal vez porque ensució una alfombra o un piso encerado. Nunca se descubrió al desalmado, aunque sospecho que fue alguien que lo llamaba "Preciosura" y lo acariciaba como si lo qui­siera. Le dejó para siempre, donde los perros de ju­guete llevan el precio, una muesca en la oreja.

Era un gran nadador. Como a todos los perros de aguas, le gustaba el agua y era difícil retenerlo cuando veía un charco, una zanja, una laguna, un lago, un arroyo, el mar. Ahí olvidaba basuras, amor, ham­bre. Preso de un incontenible frenesí acuático, se ti­raba al agua saltando sobre las olas si las había, nadando en contra de la corriente si la había. Con maestría sorteaba las dificultades que le regalaba el agua en las cascadas de Córdoba, en Mar del Plata, en las rompientes más bravas, en las lagunas entre los totorales y los patos salvajes. Ebrio de barro y de are­na, olvidado de la tierra, salía del agua mirándola de reojo, lamiendo sus últimas gotas, lamentando de­jarla, como si fuera su elemento.
Juntos bordeábamos zonas de milagro. Una noche asábamos castañas en las brasas. Lurón me secun­daba. Como en un sueño mirábamos el fuego. Oíamos música. Era una de esas noches que no se olvidan. No hay motivos para que uno las recuerde, salvo la belleza que emana de ellas. Con un hierro yo movía las castañas y las daba vuelta; aparté o creí apartar una castaña y la tuve en mis manos, pasándola rápida­mente de una mano a otra, hasta dejarla caer. Lu­rón la mordió, la dejó caer y la mordió de nuevo para dejarla caer. ¡Era una brasa!
Lurón aprendió a hacerse el muerto, a marchar, a bailar, a sacar los sombreros a personas que estaban de pie, a arrastrarse por el suelo, a llevar los diarios o una canasta, a saltar por un aro. Con éxito hubiera trabajado en un circo.
Bastaba decirle: "Acordate de tus antepasados" pa­ra que redoblara su paso de baile. Sabía que esa era la prueba más importante de todas las que hacía, porque la gente sonreía y lo rodeaba sin hablarle (sa­bía distinguir la sonrisa burlona de la sonrisa de ad­miración). A veces creo que lo aplaudieron, y aunque el sonido de los aplausos no le agradó, supo de algún modo lo que significaba tener éxito.
Recuerdo que Teresa Borra y Carmelo Soldano, con cierto escepticismo, querían que Lurón los obedeciera. En vano intentaban meterle el diario en la boca gritando: "Llévele La Nación a la señora", "Llévele el periódico a la señora", "Llévele esta cosita a la seño­ra"; Lurón no obedecía.
—Teresa —yo protestaba, dirigiéndome a Soldano, esperando que él comprendiera, tiene que tutearlo a Lurón y decirle: "Llévale el diario a la señora"; de otro modo el perro no entiende.
El diaria ya estaba tan manoseado, que parecía un trapo. Y Teresa insistía:
—Llévele el diario a la señora. Llévele esta cosita a la señora. —Lurón no se movía. —Lo que pasa es que el perro va cuando quiere pobre animal— regañaba Teresa.
—Animal es usted —Soldano reía.
—Gracias —musitaba Teresa.
—No comprende que el perro no puede recordar tantas palabras: ¡La Nación, "el periódico'', "esta cosita"! Usted la confunde —explicaba en vano.
—Claro —exclamaba Soldano.
—Por eso diga que el perro no entiende. ¡Qué sabe si el diario es La Nación o La Prensa! Para él todo es lo mismo. Pobre animal —gritaba Teresa, con sus ojos apenados—. Hay que ver que no es una persona.
—Animal es usted —yo insistía.
Era distraído: siempre esperaba mi llegada, para demostrarme su alegría. A veces, cuando yo estaba desde hacía una hora en casa él oía un ruido en la calle, creía que yo iba a llegar de nuevo y delirando de alegría rasguñaba la puerta. iAlguien entraba; no era yo! Con un profundo suspiro, se sentaba de nue­vo a mis pies, para volver a esperarme.

Su obediencia, a veces tan extrema, era nociva. Cuando subía al automóvil, no tenía que moverse, y no se movía hasta que la palabra hop le permitiera salir de su sitio y de un salto, bajar del coche. Un día se acomodó debajo del asiento de tal modo que mirando dentro del coche no se lo veía. Cuando lle­gué a casa, después de hacer varias diligencias y abrí la puerta del coche, no lo vi a Lurón, vi sólo su ausen­cia en la carpeta de felpilla. Volví a salir. Volví a lla­marlo. Fue entonces cuando Borges, para consolarme o para enfurecerme, me dijo: "Si lo encontraras, ¿estas segura de reconocerlo?" i Como todas las personas que no tienen perros, creía que todos los perros son iguales!
A los ocho años, Lurón enfermó y se volvió más inteligente aun e inventivo. Menos dependiente de las órdenes que le daban. No esperaba que le dijeran que hiciera pruebas; las hacía por su cuenta, e inventaba algunas, como abrir una puerta, o marchar reculando. Era un payaso, un buen actor cómico cuya sola apa­riencia hace reír. Que no tuviera cola lo ayudaba, pues cuando estaba contento, movía la parte trasera, en vez de mover la cola que le faltaba. Bailaba de pronto en medio de la calle, o sacaba el sombrero a alguien que pasaba. Lo operaron cinco veces en la Clínica de Animales Pequeños. Frente al veterinario bailaba por­que sabía que su baile era irresistible y pensaba que tal vez lo salvaría de una operación, pero el veterina­rio, a pesar de reírse, lo llevaba a la mesa de opera­ciones y no lo salvaba de la operación ni lo salvó, lle­gada la hora, de la muerte.

La última vez que enfermó, me olvidé de él. Lo dejé en la sala de operaciones. Cuando volví a verlo, me sentí culpable; parecía un fantasma. Quizá no se pue­da decir que un perro está pálido, demacrado: Lurón estaba pálido, demacrado.
"No tiene cura. ¿Quiere que le demos una inyec­ción para que no sufra más?”, me dijo el veterinario, con los ojos llenos de lágrimas. Ese para que no sufra más, significaba la muerte, la muerte más amable que podía ofrecerle. Asentí. Le dio una inyección. Lurón quedó como un trapo, como una piel curtida, con los ojos brillantes, de vidrio. Los hombres que limpiaban las jaulas donde alojaban a los perros enfermos cava­ron un foso debajo de un aromo, para enterrarlo; mientras yo lloraba, reían de verme llorar. Era pri­mavera. Pensé que rodeada de ese aire festivo, la muerte resultaba más triste, pero sabía que me equi­vocaba: igualmente triste hubiera sido en verano, en otoño, en invierno.
Pocos días después, soñé que hablaba por teléfono con Lurón.
"No tendré otro perro", dije varias veces. Y duran­te un tiempo tuve algunos perros sabiendo que no iba a quererlos.
El sexto, Dragón, era un perro pila, el perro que usan de remedio en las provincias, para el asma, para los males del corazón, para el reumatismo. Chico, con la cara torcida, un ojo más alto que otro, con la piel hirviendo, pelada y rugosa, con dos hileras de dien­tes y expresión risueña. Nunca tuvo collar, ni cade­na, ni cama; dormía en cualquier parte. Un día lo trajeron de Córdoba. Nadie lo quiso mucho, pero to­dos estábamos a punto de quererlo. Era el perro de cualquiera: la bolsa de agua caliente para los pies, el tacho de basura que se come los huesos y las hojas de lechuga. Su lugar favorito era la cocina, cuando el horno estaba encendido, y siempre temblaba de frío, a pesar de que su cuerpo ardiera como las bra­sas. Ni las chispas ni las llamas lo hacían retroceder. Cuando engordó como el tronco de un palo borracho y perdió la gracia tan ágil de su juventud, lo quisi­mos aun menos. Alegre, con ojos tristes, dando sal­tos, vivió perdido en la sombra. Desapareció. Ni si­quiera murió.

El séptimo, Zepelín, era un lebrel barrigón, de color de café con leche, que corría más lentamente que cual­quier perro. Era tan tonto, que un día, persiguiendo con otros perros una liebre, corrió junto a ella y la dejó atrás. Esta escena me pareció tan insólita que la referí en un cuento de uno de mis libros. Nadie lo quería y él no quería a nadie, o bien todo el mundo lo quería y él quería a todo el mundo, según soplaba el viento. Seis perros lo ultimaron en una zanja. En otros tiempos, en otras tierras, lo hubieran coronado en honor a Diana.

El octavo, como el perro de Cornelio Agripa, se llamaba Señor. Era un perro en busca de su alma. Nadie lo maldijo, nadie le dijo "Vete, animal falaz, plena causa de mi destrucción", pero andaba perdido como si fuera culpable. Ciertamente no pensé en él cuando escribí mi soneto titulado "El perro de Cornelio Agripa"; más bien pensé en mi soneto cuando lo cono­cí a él. Un solo día lo quisimos, fue cuando creíamos que se había perdido y pasamos la noche llamándolo por todo el pueblo a gritos y muchos señores se aso­maron a sus puertas para ver quién lo llamaba.

El noveno, Constantino, era atigrado, con la cabeza casi negra. Resolví no quererlo demasiado aunque se pareciera, por la forma de las orejas y el color, a Áyax, pero mi resolución no se cumplió. Constantino era nictálope. En la oscuridad total, buscaba en mi dor­mitorio una pelota de tenis, con la que solía jugar, y la traía y se detenía implacablemente ante mi cama. Algunas veces tuve que levantarme, a medianoche, para que cesara su llanto. Casi dormida le tiraba la pelota. Sólo entonces quedaba satisfecho. Sospecho que era sádico, pues durante el día esa misma pelota no le interesaba.
Practicaba un narcisismo al revés. Odiaba su propia imagen, le gruñía, trataba de morderla en los estan­ques y en los espejos y a veces hasta en la sombra.
Dormía en el cuarto contiguo al mío, sobre papeles limpios de diario, de modo que cuando se movía, daba la ilusión de estar leyendo el diario.
Le gustaba comer las patas de una mesa; en cuanto a sus propias patas, las limpiaba en el felpudo, antes de entrar en la casa, cuando llovía.
Constantino era miope como yo. Cuando paseába­mos juntos, simultáneamente una suerte de estreme­cimiento nos atravesaba a los dos: veíamos aparecer en los caminos, al mismo tiempo, un gato, un papel, un pájaro, cualquier cosa, que en un primer momento no distinguíamos bien, y que luego reconocíamos.
Grande y de apariencia feroz, era miedoso. Todo lo dejaba suponer. Cuando íbamos por la calle y yo veía venir a una persona con un perro de cualquier tamaño, gritaba: "Cuidado, porque este perro es muy malo". La otra persona cruzaba la calle o se alejaba, pensando que mi perro temblaba de furia. Temblaba de miedo. Después intuí que su temor provenía del miedo de inspirar miedo. Le repugnaba la violencia, salvo cuando corría a las ovejas, que degollaba con satisfacción íntima, o a los gatos: el odio, entonces, disipaba los temores.
Constantino no sólo era bondadoso, sino sensible, por eso a veces ponía cara de tonto aunque no lo fuera. Se sentaba junto al tocadiscos como para oír música de cerca. En una playa, tuvo una vez entre sus patas una gaviota herida, que aleteaba y que le hacía cosquillas en la nariz con las alas. Matarla hubiera sido natural para cualquier perro. No la mató; pero se sintió, des­de aquel día, omnipotente, sobre todo en una playa, capaz de apresar a cualquier ave en su vuelo, sin intención de matarla, sólo para jugar con ella.
Otra vez estábamos en el campo y nos alejamos de la casa; cuando oi la campana del almuerzo, grité que volvería en seguida para que no se alarmara mi familia; Constantino, al oírme, echó la cabeza hacia atrás, dio un aullido largo y desgarrador, como si hubiese sentido que me sucedía algo dramático.
Constantino parecía feroz pero era suave. La suerte y yo pretendimos vanamente modificar su carácter. Un día, a la entrada del Almacén Suizo, un señor corpulento y colorado, después de mirar con insisten­cia a Constantino, que temblaba frente a un perrito que parecía de juguete, sacó de su billetera una tar­jeta que me tendió imperiosamente, después de pre­guntarme: "¿Qué edad tiene?", y al no recibir con­testación prosiguió: "¿Perro suyo?"; sin esperar res­puesta, seguro de si mismo, entró a comprar algo en el almacén. Leí la tarjeta: "Hans Hundhaus, profesor de perros policiales, enseña pruebas clásicas de equi­librio, ataque a mano armada, salto mortal, defensa propia. Se ruega al amo, lleve su bozal reglamentario y collar de enseñanza Echeverría 1590, Belgrano".
Esperé al profesor en la puerta del almacén, miran­do dulces de frambuesa y los trámites que él hacia para comprar jamón. Con el paquete en la mano, se me acercó a la salida, seguro de su éxito y yo, domi­nada por impertérrita mirada.
—Entonces —exclamé, como continuando un diálogo interrumpido— enseña usted a los perros, señor Hundhaus.
—¿Interesa? —me contestó bruscamente.
—Mucho —le dije sintiendo que me imponía esa respuesta y que la providencia me lo enviaba. Con entusiasmo, mirando a Constantino, seguimos el diá­logo telegráfico.
—¿Qué edad? —preguntó.
—Nueve meses.
—¿Nombre?
—Constantino.
—¿Constantino?
—Constantino Von Düseldorf.
—¿Enseñó algo?
—Sí.
—¿Qué enseñó?
—Dar la pata.
—Falderos da pata.
—Sentarse.
—Falderos también.
—Acostarse.
—Como traer pelota! Falderos.
—Chumbar.
—¿Qué es chumbar?
—Decirle chúmbale y que ladre.
—Ladrar, ¿nada más?
—¿Qué más?
—¿Cuándo da orden?
—A veces.
—Más importante callar. Traiga Constantino, once mañana, planta baja. No olvide traer puesto bozal reglamentario y... o collar de enseñanza.
—Pero no sé si podré ir hasta su casa.
—Lo que haga perro, perro agradece.
—¿No hará sufrir?
—¿Yo sufrir animal?
—Me resulta difícil...
—¿Difícil?
—Difícil ir a Belgrano a esa hora.
—Nada difícil cuando quiere. Espero mañana y. . . o pasado mañana.
Al día siguiente, fui con Constantino a la calle Echeverría. La entrada de los departamentos tenía un largo corredor que aislaba un poco la planta baja del resto de la casa, que daba a un patio. La puerta estaba abierta. Con temor, miré. En un cuarto lúgubre, con largos cortinados alegres, que 10 volvían más tétrico, vi muchas fotografías enmarcadas de perros en distintas posturas (algunos disfrazados de bandi­dos, de vigilantes o con una gorra marinera), y oí la voz del señor Hundhaus, que gritaba.
"Junto. Un. Dos. Un. Dos." Y a veces, con una voz grave, como quien dice gol, down, y luego con voz de falsete, "hoy esta bien". "Hoy esta bien". Toqué el tim­bre, pese a que la puerta estuviera abierta. El señor Hundhaus acudió con las manos apartadas del cuerpo, como si hubiere tocado en la cocina algo pringoso; las lenguas de los perros, pensé. Me hizo señas para que entrara. Sin saludar, o saludándome apenas, me dijo:
—¿Collar de enseñanza?
—¿Qué es eso? —pregunté, Sin recordar las recomendaciones que figuraban en la tarjeta.
—Aquí tengo —dijo el señor Hundhaus, y me trajo un collar, que por su novedad me hizo exclamar:
—¡Qué bonito!
El collar era de metal y al cerrarse sobre el cuello del animal que desobedecía indebidamente, clavaba las puntas implacables de sus eslabones.
—Nunca permitiré que mi perro sufra —le dije.
—No sufre, señora; solo si desobedece. Póngaselo usted y verá.
—Preferiría no ponérselo nunca y que desobedezca — le dije, lo que hizo sonreír al señor Hundhaus.
—Mujer sentimental, gusta perro salvaje.
No me gusta que me llamen sentimental. Le puse el collar a Constantino. Así empezaron las lecciones, que no presencié.
Al cabo de dos meses, Constantino sabía atacar, saltar, arrastrarse por el suelo, defenderse, enfurecer­se, cuando el señor Hundhaus se lo ordenaba. El último día el maestro hizo una demostración que me dejó maravillada. Ya me imaginaba asustando al mundo, nunca asustada, junto a un perro tan bravo y obediente como el mío.
Sin embargo, me permití hacerle un reparo al señor Hundhaus, cuando me enteré que para su enseñanza alquilaba a un hombre y lo disfrazaba con bolsas para hacer simulacros de ataque. Se supone que el hombre andrajoso era el asaltante y el perro tenía que atacarlo.
—Pero, señor Hundhaus, ¿y si el asaltante está bien vestido? — le pregunté con énfasis—, ¿qué sucede?
—Asaltante no poner mejor traje para asaltar. Es lógico.
—Eso cree usted —le respondí—. Hoy día los asaltantes están bien vestidos.
—Constantino conoce mejor.

En casa Constantino no me obedeció. Protesté. Llamé por teléfono al señor Hundhaus para decirle: "Sus lecciones no sirvieron para nada", pero dije, con la intimidad que da la aflicción, "Hundhaus, ¿có­mo hago?, no me obedece". Me contestó que yo no sa­bía dar órdenes y que fuera a su casa con tres terrones de azúcar para recibir las instrucciones. Entonces me acordé de Teresa Borra y de Carmelo Soldano que tampoco sabían dar órdenes, porque eran soberbios, y fui humildemente a la casa de Hundhaus.
El señor Hundhaus, que parecía un general en cami­seta, me esperaba en la puerta. Hacía calor ese día y se enjugaba la frente, ya lustrosa, dándole más brillo. En cuanto llegué, fatigada, me senté en un sillón y él me dijo, o más bien me ordenó: "De pie". N o era a Constantino sino a mí que me hablaba y de muy mal modo. Vacilé. Me puse de pie y el señor Hundhaus comenzó a darme las instrucciones.
—Ponga mi voz. Cuerpo erguido. No. No levantar mano. Diga down. Tranquila. Down. Perro sabe si está nerviosa.
Me pareció, en un momento dado, que Constantino y Hundhaus se reían de mí; sin embargo, Constantino dócilmente se arrastró por el suelo (pero mirando al señor Hundhaus). Después, como recompensa, tuve que darle azúcar.
Luego de nuevo:
—Ponga mi voz. Enérgica. Diga Acuéstese —ordenó Hundhaus.
Yo dócilmente dije a Constantino.
—Acuéstese —y a Hundhaus—: Usted me dijo que sólo los falderos aprenden a acostarse.
—Pero no de este modo —contestó arrebatado Hundhaus.
Durante un tiempo conseguí que algún amigo con voz parecida, o más parecida que la mía a la del señor Hundhaus, diera las órdenes a Constantino: pero fue una triste experiencia que no quise repetir.
Poco a poco, Constantino se fue adaptando a otro tipo de enseñanza. En realidad tuve que educarlo de nuevo, a mi modo. Conservé y utilicé, sin embargo, algunas de las palabras que Hundhaus empleaba: Aporte, para que el perro buscara algo; hoy, para que saltara; las, para que ladrara; down, para que se arrastrara; las demás palabras eran en castellano.
Cuando quise casar a Constantino, le conseguimos una perra que resultó ser su hermana; le pusimos de nombre Cleopatra. Constantino, al principio, creyó al verla que se estaba mirando en un espejo y la trató con aversión, y en ningún momento como un macho trata a una hembra. Nuestro jardín se llenó de perros enamorados de Cleopatra, pero Constantino los ignoraba, hasta que un día descubrió los secretos del sexo. Los hijos que nacieron de ese descubrimiento inces­tuoso fueron después, en el campo, el terror de las ovejas y de los terneros.
La alegría ocupó buena parte de nuestra vida en aquella época.
Muchas veces dormí teniendo la pata de Constan­tino, para serenarme y no para reconfortarlo, como lo hacía con Áyax. Si él me hubiera dicho algo me hubiera aconsejado "afrontar la noche, las tormentas, los accidentes, el ridículo, el hambre, los rechazos, como los árboles o los animales". O más bien, con las palabras del evangelio: "Considerad los lirios del campo, cómo crecen; no trabajan ni hilan".

Cuando me separé de Constantino para irme a Europa, lo dejé en el campo, porque pensé que ahí sería más dichoso. Me equivoqué.
En París, un día, en una pequeña librería, vi una fotografía de un perro idéntico a él. El librero, toman­do en su mano la fotografía, me dijo: "Hace un mes que mi perro murió. Sufrí tanto cuando murió, que tuve que cerrar la librería durante una semana". Citó unos versos en francés que no recuerdo. En ese ins­tante, presentí que no volvería a ver a Constantino.
Cuando volví a Buenos Aires, a los cinco días, me avisaron que Constantino estaba muy enfermo. Acudí al campo a verlo. Era pleno invierno, lo encontré deba­jo de una mesa, sobre el piso de baldosa de un cuarto helado, muriendo. Me dijeron que había comido carne con estricnina destinada a los gatos, pero sospeché que lo habían envenenado adrede, pues un niño del lugar me decía incesantemente: ''Murió de muerte natural".
Lo acomodé junto a la chimenea encendida. Du­rante toda la noche, dándole digitalina, traté de sal­varlo. No podía moverse, pero trató de obedecerme hasta el último instante. Las últimas gotas de agua que bebió, las bebió porque se lo pedí. Al alba, como si hubiera mejorado y como si la luz del día con un silbido lo llamara, desde afuera, salió corriendo y cayó muerto. Lo enterramos y a cada palada de tierra que le echaban, el terrible niño salmodiaba, golpeando con un palo: "Murió de muerte natural. Murió de muerte natural".
Después, una noche tuve un sueño que no olvido:
Constantino cantaba música clásica. Uno podía pe­dirle que cantara cualquier cosa: de sus orejas peludas y grandes, lo que me hacía dudar de su identidad, como de una caja de música, al parecer, salían los sonidos que no eran un canturreo cualquiera, sino el sonido de una orquesta con sus violines, clarinetes, trombones, pianos, arpas, violoncelos y fagotes. Creo que le oí cantar la cuarta sinfonía o una sonata de Brahms, pero me constaba que su memoria disponía de un vastísimo repertorio que no tuve tiempo de escuchar, porque mi sueño era breve. Divertida con la musicalidad mágica de mi perro, andaba por las calles. Un desconocido se me acercó. Quise revelarle el prodigio.
—Canta de memoria cualquier cosa que uno le pide —le dije—. Pídale que cante lo que usted quiera.
—La quinta sonata de Scriabin —preanunció frí­volamente.
Susurré al oído de Constantino que cante la "Quinta sonata de Scriabin". La cantaría como siempre, pensé, débilmente, pero afinadamente. El desconocido protestó, no oía nada.
—Tiene que escucharlo pegado a su oreja —le dije. Venciendo su apatía, el desconocido se arrodilló, pegó su oreja incrédula a la oreja de Constantino.
—Tiene razón —respondió, escuchando; luego, poniéndose de pie, exclamó—: pero, ise oye tan poquito!
Fin

10 de noviembre de 2010

El psicoanálisis en debate

El crepúsculo de un ídolo, la psicobiografía" de Michel Onfray sobre Freud, éxito de ventas en Francia, arremete contra el padre del psicoanálisis, acusándolo de mentiroso, homofóbico y admirador de Mussolini. Aquí, una entrevista con el autor, la respuesta de Elisabeth Roudinesco y un racconto de las polémicas alrededor del diván.

Y si Sigmund Freud fuera un falsificador, tirano, falócrata, megalómano, mal hijo, ávido de dinero, admirador de Mussolini, homofóbico y misógino? Esto es lo que da a entender el filósofo francés Michel Onfray, autor de éxito de más de cincuenta obras traducidas a veinticinco idiomas, en un libro que acaba de publicarse en Francia y que en sólo un mes vendió más de cien mil ejemplares. Se trata de Le Crépuscule d'une idole. L'affabulation freudienne (El crepúsculo de un ídolo. Una fabulación freudiana), seiscientas páginas que han despertado la ira de la elite psicoanalítica francesa que lo acusa, como la historiadora del psicoanálisis Elisabeth Roudinesco, de haber hecho de esta disciplina una "ciencia nazi y fascista". El devuelve la delicadeza refiriéndose a ella como alguien "al borde de la enfermedad mental". Así están las cosas.

La vida de Onfray –infarto a los 28 años, familia pobre, adoración por su padre, relación conflictiva con su madre, criado desde los 10 años en un orfanato donde fue víctima de abuso sexual– es un banquete para la constelación inflamada de psicoanalistas dispuestos a percibir en su historia personal, las verdaderas razones de la abominación de un sistema que él ve crecer como brazos de pulpo: el psicoanálisis freudiano.

Michel Onfray cree que hay una historia oficial y como necesaria oposición, una contrahistoria que él reivindica desde la Universidad Popular de Caen, que creó en 2002 en el norte de Francia y a la que acude un público que lo sigue con devoción. Desde esa ciudad responde las preguntas de Ñ.

Onfray fustiga a las religiones a las que considera fuentes de alienación y le gusta combinar la filosofía con la gastronomía, no sólo en libros como El vientre de los filósofos, sino a través de su Universidad Popular del Gusto, donde intenta democratizar el placer culinario. Cierta parsimonia e ironía lo acompañan sin interrupción en sus múltiples visitas a emisiones de radio y televisión. En libros como La fuerza de existir o La construcción de uno mismo el escritor delinea su filosofía hedonista y atea: en lugar del desprecio del cuerpo y de los placeres sensuales, propone su celebración. Nietzscheano, anarquista, libertario y prolífico escritor, en su último libro –una psicobiografía de Freud, según sus palabras– Michel Onfray arremete contra el padre del psicoanálisis hasta reducirlo a escombros.

-"El libro negro del psicoanálisis", que reúne trabajos de más de cuarenta especialistas de diversas disciplinas, puso al alcance del gran público un inventario crítico del freudismo. Luego de haber enseñado Freud durante veinte años, ¿la lectura de ese libro lo convirtió al antifreudismo radical?
-Más que al antifreudismo, ese libro hace referencia al advenimiento de la historia en un mundo donde la leyenda impone su ley desde hace un siglo. En Francia los freudianos constituyen una milicia que actúa bajo el principio de los grupos paramilitares de los años fascistas o bolcheviques: intimidación, manipulación, mentiras, contactos con los medios, criminalización del pensamiento libre, activación de redes de influencia, amenazas... Toda la producción histórica sobre el psicoanálisis ha sido detenida, prohibido el acceso a los archivos desde hace un cuarto de siglo. Yo mismo fui víctima de esta tiranía de la leyenda que ha criminalizado a El libro negro del psicoanálisis convirtiéndolo –como ahora al mío– en un libro antisemita, "revisionista", que reactiva las tesis de la extrema derecha. El arsenal habitual de esta milicia que combate el trabajo crítico libre, la iniciativa histórica.

-¿Por qué se enseña en la Universidad Popular de Caen el psicoanálisis, si usted considera que es una fabulación?
-La Universidad Popular de Caen la creé en 2002 para enseñar libremente, lejos de las leyendas de las que la universidad oficial vive. Le pedí a una amiga psicoanalista que enseñara el psicoanálisis de la misma manera que, ateo, solicité a una persona católica que asegurara un seminario. Mi concepción libertaria de las cosas me hace creer que del debate y la confrontación puede surgir una opinión autorizada. Lo contrario de lo que piensa y practica la milicia freudiana.

-"El crepúsculo de un ídolo" se presenta como una lectura nietzscheana de Freud. ¿Qué quiere decir con esto?
-Para Nietzsche una filosofía es siempre la confesión autobiográfica de su autor. Esta verdad funciona para él , por supuesto, pero también para todos los filósofos. Ahora bien, Freud fue un filósofo y su producción obedece igualmente a las mismas leyes: ellas constituyen una respuesta válida a las preguntas de Freud, claro, pero seguramente no es una respuesta universal válida para todos los hombres. Por encima del bien y del mal, por encima de todo juicio de valor, yo me propuse deconstruir el mito de un Freud científico descubriendo un continente, el inconsciente, como Copérnico descubrió el heliocentrismo o Darwin la evolución de las especies. Freud nunca fue un científico, sino un artista, un escritor, un filósofo. De ahí, a hacer de él un genio científico, hay un mundo... Lo que hago con Freud, pero lo hago con todos los filósofos desde hace ocho años en la Universidad Popular, es lo que Sartre llamaba "un psicoanálisis existencial". Libre el lector, luego, de creer en las aserciones pretendidamente científicas de Freud o no. Por mi parte, yo ubico a Freud al lado de Nietzsche o de Kierkegaard, sin ningún valor científico universal, pero con un real valor filosófico individual, subjetivo. Un pensamiento se refuta, no la vida filosófica que la acompaña: refuto el pensamiento freudiano, pero no la vida filosófica de Freud.

-Si, según usted, Freud tenía simpatía por el fascismo por haber dedicado elogiosamente uno de sus libros a Mussolini ("¿Por que la guerra?, escrito en colaboración con Einstein) ¿Nietzsche sería también un nazi-fascista por haber sido una fuente de inspiración para el nazismo?
-Usted confunde las cosas: existen objetivamente hechos que demuestran que hay una complicidad de Freud con el fascismo mussoliniano; el fascismo del canciller Dollfuss; un trabajo real de Freud con Félix Böhm, un nazi que trabajaba en el Instituto Göring (la emanación institucional del III Reich) para que el psicoanálisis pudiera existir bajo el régimen nacionalsocialista; una colaboración con el régimen para excluir al psicoanalista Wilhelm Reich por ser bolchevique. Existen igualmente textos en los cuales Freud explica que él está a favor de una aristocracia de algunos destinada a conducir a las masas. Lea, por ejemplo, Psicología de masas y análisis del yo. Por el contrario, Nietzsche se volvió loco en 1889, y murió en 1900, o sea treinta años antes de la llegada de Hitler al poder. Los nazis hacen referencia a un libro que Nietzsche nunca escribió, La voluntad de poder, que es una obra falsa escrita por su hermana; ella sí era fascista y nazi.

-¿Un judío bajo el régimen nazi tendría que haberse abstenido de elogiar a Mussolini, poniendo así en riesgo su vida?
-Esta visión es una ofensa contra quienes han resistido y pagado con su vida esa resistencia al fascismo, al nazismo, yo debo decirle que Freud, con su reputación planetaria, disponiendo de medios para obtener un exilio anticipado, hubiera podido hacer una crítica que hubiera sido útil en su momento. Por otra parte, yo no digo nunca en mi libro que el psicoánalisis está cerca del fascismo. La frecuentación de Freud con los regímenes fascistas que eran sus contemporáneos no es suficiente para afirmar eso. Remarco sí, que Freud no estaba tan decidido a obtener el exilio de sus hermanas, como lo estuvo para obtener el exilio de su cuñada o de Paula Fitschl, su empleada doméstica. Pero no quisiera ser cruel también con este tema.

-Usted señala que Freud dio lugar a una leyenda y que mintió. ¿Cuáles han sido, según su opinión, las mentiras más graves?
-Me gustaría disculpar a Freud por todas sus mentiras, a excepción de una: la única mentira que importa entre la letanía de mentiras freudianas es aquella que dice que el psicoanálisis cura. Esta es la impostura mayor que toma como rehén al sufrimiento existencial de la gente para hacer de ello el material de un ingreso sustancial que, con la ayuda de la doctrina freudiana (pagar en efectivo sumas muy importantes que contribuyen a la eficacia de la cura), escapa al fisco republicano. De este modo, se entiende que la discusión serena con argumentos dignos de este nombre sea imposible con muchos psicoanalistas y que dé lugar al odio: nadie se enfrenta impunemente a la billetera de unos estafadores. Esta cuestión está hoy en día probada: todos los casos sobre los que Freud sostuvo que había logrado la cura, resultaron ser afirmaciones falsas. "El hombre de los lobos", por ejemplo, de quien Freud aseveró en 1918 que se había curado; en 1974 se entrevista con un periodista y confía, ya octogenario, que sigue aún un análisis y que el psicoanálisis le ha hecho más mal que bien. La lista de curas milagrosas de Freud deja estupefacto a aquel que quiera hacer un trabajo histórico y recusar la leyenda.

-El freudismo, dice, es una "visión del mundo privado con pretensión universal". ¿Por qué?
-Un ejemplo: el complejo de Edipo, presentado como un descubrimiento universal freudiano, proviene del puro y simple deseo de Freud que, cuando era un niño, viajó en tren durante la noche con su madre. El pretende "que no pudo no haberla visto" desnuda esa noche y que, "por lo tanto", él la habría deseado sexualmente. Luego, infiere, sin más pruebas, que esto es así en todos los niños desde siempre y para siempre. Que Freud, por razones subjetivas (una familia recompuesta, con tres niveles de generaciones mezcladas, un padre que tenía la edad de su abuelo, un cuñado de la edad de su padre, la misma que la edad de su madre, un sobrino apenas más grande que él, etcétera) haya tenido problemas de identidad sexual personal, es una cosa. Pero que infiera teorías de orden general y pretensión universal a partir de este hecho, con eso, no estoy de acuerdo. Freud toma sus deseos por la realidad y se comporta siempre de este modo: la novela familiar, el niño golpeado, el asesinato del padre, la etiología sexual de los neuróticos, el complejo de Edipo y otros numerosos conceptos pretendidamente universales y científicos son sólo una afirmación particular y literaria.

-Si el freudismo –como usted lo afirma– es una religión o una secta, ¿qué es lo que cautiva a sus adeptos?
-Lo que fascina siempre a los sectarios es tener a su alcance un pensamiento "todo listo" que dispensa de ser inteligente, que exonera a la persona de todo uso crítico de su pensamiento. Agreguemos que esta "religión" reúne a sujetos frágiles que gozan de la servidumbre, disfrutan de la palabra del maestro depositario de la verdad universal, descubridor de certezas admirables. El gurú les da seguridad porque propone una sola llave que permite abrir todas las cerraduras: el complejo de Edipo. Esto le permite al sectario hacer caso omiso de sus angustias, de su soledad, de su miedo. En rebaño se siente mejor, fuerte gracias a la debilidad de los que comparten el mismo establo que él.

-Usted refuta que el psicoanálisis cure y afirma que es sólo un "efecto placebo". ¿Cómo explica entonces que algunos pacientes se sientan mejor luego de una terapia psicoanalítica?
-Justamente, gracias al efecto placebo. Hay gente que luego de una conversión al islam, un ingreso a un monasterio o una procesión a Lourdes, también se siente mejor. ¿Es esto por lo tanto la prueba de la verdad del islam y del cristianismo?¿Y qué pensar de aquellos millones de personas que se sienten mejor luego de una consulta con una vidente, un astrólogo, un homeópata, un espiritista? Vamos, seamos serios. Acabemos con estas conductas mágicas y estos comportamientos infantiles. El psicoanálisis es el nombre dado al ocultismo en un siglo positivista.

-Usted critica en Freud su amor por el dinero. ¿Cree que esa voracidad por el dinero rige el mundo psicoanalítico de hoy?
-Si debo juzgar por las tarifas de hoy en el sector privado, si observo la extrema discreción acerca de este tema y el silencio total de los psicoanalistas sobre este ítem en mi libro, si juzgo de acuerdo a lo publicado por el diario satírico Le canard enchainé, que explica que un célebre psicoanalista, una autoridad en la materia en París y en el mundo (ndlr: Jean-Jacques Miller, casado con la hija de Lacan) evadió del fisco sumas considerables, creo, en efecto, que es un comercio extremadamente rentable. Entonces sí ¡es un problema de actualidad!

-Explica usted que en el psicoanálisis "todo tiene el mismo valor": el enfermo y el hombre sano, el bien y el mal, la enfermedad y la salud. ¿No es preferible esta visión tal vez algo laxa, a una visión maniquea de la salud mental?
-Yo creo que esta afirmación según la cual no hay diferencia de categoría entre lo normal y lo patológico, sino sólo una diferencia de "grado" es la huella de una época enferma. No creo que el cáncer sea una de las formas de la salud. Creo que la psicopatología de una analista histérica ¡no es una característica de la salud mental! Si debo juzgar a través de lo que nuestra época se muestra capaz de hacer, pienso, en efecto que ella necesita para defenderse, borrar los límites entre el perverso, el neurótico, el psicótico, el paranoico y el hombre que dispone de toda su salud mental. No digo que sea simple trabajar sobre estas definiciones precisas entre lo normal y lo patológico, pero la dificultad no puede justificar ni legitimar el rechazo a trabajar sobre una definición que se sabría, sin embargo, históricamente fechada pero intelectualmente necesaria.

-¿Desearía que la gente dejara de psicoanalizarse? ¿Qué hacer del sufrimiento psíquico?
-Es increíble que Freud haya logrado hacer creer que el psicoanálisis es sólo el freudiano y nada más. En un momento de lucidez, él mismo dijo, durante una conferencia en los EE.UU., que no había inventado el psicoanálisis, sino que este descubrimiento se lo debemos a Josef Breuer. El psicoanálisis se vuelve luego una aventura colectiva con un número considerable de gente que trabaja en este descubrimiento junto a él. Yo no estoy en contra del psicoanálisis, sino en contra del psicoanálisis freudiano. El freudo-marxismo cuenta, por ejemplo, con toda mi simpatía. Justamente porque me importa el sufrimiento psíquico, combato aquello que no lo suprime y que, sin embargo, pretende hacerlo.

-¿Qué quiere decir cuando acusa al psicoanálisis de "terrorismo intelectual" o de haber proliferado "como una planta venenosa"?
-Una secta no se vuelve religión –aunque una religión es una secta que tuvo éxito– sin darse violentamente los medios para lograrlo. Esta proliferación merecería que movilizásemos la mediología o estudio de la transmisión de mensajes de Régis Debray, para explicar cómo, con congresos, coloquios, revistas, y evicción de colegas rebeldes –Adler, Jung, Reich y tantos otros–, la constitución de una clientela socialmente poderosa y el embargo de todos los archivos donde se encontrarían las pruebas de las fabulaciones hasta 2050, se ha producido esta dominación del psicoanálisis freudiano sobre el mercado de la inteligencia planetaria. Agreguemos a esto el hecho de que Mayo del 68 se convierte en ocasión de un inmenso malentendido.

-¿Cuál?
-Freud el conservador, el reaccionario, Freud el compañero de ruta de regímenes fascistas, se transforma a través de Reich y Marcuse, y luego gracias a todos los autores freudo-marxistas que acompañan el movimiento de Mayo del 68, en Freud el liberador de la sexualidad, el defensor de los oprimidos sexuales. ¡Es el colmo! Lacan va a acelerar este movimiento en Francia, acostando en su diván a todos los ex camaradas de Mayo del 68 que deben hacer el duelo de la fracasada revolución. Son aquellos que conformarán las elites que comandan la máquina social francesa. Varios de ellos son hoy los patrones de la prensa que han dado lugar a los vómitos de sus colaboradores sobre mi trabajo de historia crítica. ¿No le resulta llamativo?

-¿Alguna vez se psicoanalizó o pensó en hacerlo?
-Hace mucho tiempo tuve ganas de criticar a Freud en nombre de un psicoanálisis no freudiano. Pero no quería hacerlo sólo a partir de textos freudianos. Entonces realizar un análisis didáctico para contemplar la cuestión del interior me daba la impresión de que debería estudiar teología, hacerme sacerdote, practicar diez años de pastoral, para tener el derecho a decirme ateo mientras que ya lo era. ¿Una paradoja, no? Y además, creo que un psicoanálisis alternativo no sabría ser el fruto del descubrimiento de un solo hombre, hace falta para hacerlo, el trabajo arduo de "un intelectual colectivo" para utilizar una expresión de Bourdieu.

-Para terminar, usted es un amante del cine. ¿Le gustan los filmes de Woody Allen, eterno paciente del psicoanálisis?
-Vi tiempo atrás películas de Woody Allen que no me dejaron un recuerdo imperecedero.

Onfray Básico
Nació en una familia campesina francesa y luego fue dejado en un orfanato. Se doctoró en filosofía, y creó la Universidad Popular de Caen. En su obra aparece nítidamente el anarquismo como "un pensamiento de la vida y el movimiento" que aúna con un hedonismo alejado del desenfreno y que busca el placer en la escritura, la conversación, la gastronomía. Escribió El vientre de los filósofos, La razón del gourmet, La filosofía feroz, Política del rebelde, Tratado de ateología, Cinismos, entre otros.

Por: Reneé Kantor, publicado en Revista Ñ