27 de noviembre de 2010

Lisa di Noldo / Luis López Nieves

Inédito en la Argentina, Lisa di Noldo, un relato inspirado en La Gioconda, se puede leer completo aquí. Su autor, López Nieves, es el creador de Seva, un éxito literario en Puerto Rico, y llega a Buenos Aires donde presentará su última novela, El silencio de Galileo (Norma).

Lisa di Noldo
Luis López Nieves

No es que la comida francesa sea mala, bastante fama tiene, pero durante mi quinto día en París, cuando al fin realizaba mi sueño de pasar un día completo en el famoso Museo del Louvre, se me descompuso el estómago de pronto y tuve que correr hasta el baño más cercano. No sé si se debió a las ricas cenas carnívoras que cada noche, en busca de la novedad, disfrutaba en un restaurante diferente del Quartier Latin, o a los croque-messieurs y a las crêpes que durante el día me atragantaba, de pie, en cualquier brasserie. Pero lo cierto es que de pronto tuve que correr. No digo más. Basta señalar que los baños del museo más famoso del mundo son limpios: cualquier otro detalle sería imprudente. En el momento del primer retortijón estaba en uno de los pisos más altos y remotos del Museo, y había corrido hasta el baño más cercano, por lo que me sentía bastante aislado del bullicio y escuchaba poco movimiento. En el tiempo que estuve allí sólo entraron cinco o seis hombres: el último anunció algo en voz alta, pero debido a mi francés defectuoso y al dolor de mis entrañas no entendí lo que dijo.
Varias veces me sentí aliviado, libre para volver al Museo al fin, pero cuando me enderezaba, me lavaba las manos y trataba de acercame a la salida, de repente me veía obligado a regresar con prisa al cubículo. No daré más detalles. Creo que estuve en el baño al menos noventa minutos. Terminado mi calvario, no sólo me lavé las manos sino que aproveché para enjuagarme la cara y mojarme el pelo. Me miré en el espejo y la verdad es que ya era otro: tenía el rostro pacífico y se me había calmado el estómago. Ahora sólo tenía ganas de volver a los salones del Museo.
Al abrir la puerta del baño me encontré ante una galería oscura: con esfuerzo, y gracias a la luz indirecta que salía del baño, podía distinguir las siluetas de los cuadros en las paredes, pero las luces del Museo estaban apagadas. Tampoco escuchaba a nadie. Miré mi reloj: ya eran las siete y diez de la noche; el Museo cerraba a las seis. Agarrado de las paredes, muy despacio, empecé a buscar una salida, pero a cada paso mío se hacía más oscuro y llegó el momento en que casi no veía nada. ¿Qué hacer?
No tenía fósforos, porque no fumo. No encontraba botones de emergencia, ventanas ni teléfonos. No hallaba las escaleras. Nada. ¿Cómo llegar a la salida? Tanteando muy despacio, agarrado de las paredes, recorrí las galerías durante más de dos horas. Me perdí en ese laberinto de pinturas y esculturas. Rendido, sin esperanzas de encontrar una salida hasta que llegaran los empleados por la mañana, decidí regresar a la abundante luz del baño donde podría pensar un poco y examinar mis opciones. Pero tan pronto empecé a buscar el baño comprendí de golpe que había perdido toda orientación y que ya no sabía si iba o venía. Estaba en una galería de tapices renacentistas. Olía a humedad, a viejo, a tiempo detenido. El silencio era perfecto. Frustrado, angustiado, me senté en una esquina con los codos sobre las rodillas, como un niño. Fijé la vista sobre el tapiz que tenía justo al frente, en el que se representaba un banquete del Renacimiento. En el centro de la mesa llamaba la atención una espléndida bandeja de oro, con incrustaciones de madreperla y lapislázuli, repleta de frutas suculentas. A pesar de las tinieblas, y de la antigüedad del tapiz, las frutas estaban tan bien hechas que sentí hambre y la boca se me hizo agua. Al mismo tiempo una brisa ligera, que surgió de la nada, me refrescó el rostro. Escuché un sonido suave, ingrávido, como los pasos de una mujer descalza. Con el rabo del ojo me pareció ver, de pronto, una sombra que se movía. Me puse de pie al instante y comprobé que no era una aparición, sino una elegante mujer de carne y hueso que se me acercaba.
No era hermosa ni fea: vestía un traje negro de mangas largas y amplio escote redondo; sobre los hombros llevaba una estola arcaica, del mismo color. El largo cabello, peinado con una simple partidura en el centro, era oscuro y algo ondulado. Un velo de gasa muy fina le cubría la parte de arriba de la cabeza, como una corona. Aunque calculé que tan sólo tendría unos 29 años de edad, su aire era anacrónico; aun así me atrajo su sonrisa autónoma, que no guardaba relación con el momento ni el lugar en que ambos estábamos atrapados.
La mujer me miraba con toda la sabiduría del mundo, como si ya supiera quién era yo, dónde vivía y por qué me había perdido como un imbécil en el Museo.
–Ah, ¿también perdida? –exclamé sin pensarlo mucho. Quizás pude haber dicho algo más inteligente o menos predecible, pero estaba nervioso.
–No, no –dijo sin perder la sonrisa–. Vivo aquí.
Hablaba con acento raro, pero no era francesa. Andaluza o siciliana, tal vez. De Creta, Cerdeña o del Algarbe, también era posible. Pero no de Francia.
–¿En París?
–En el Museo, desde hace muchos años.
–Claro –dije–. En el Museo. ¿Y cómo te alimentas?
–De las miradas. De los elogios. Desde muy lejos vienen a visitarme.
–Bueno, entonces conoces bien el edificio.
–Cada palmo, recodo y nicho. Durante trescientos años he caminado estas galerías todas las noches.
–¡Trescientos años! Entonces lo conoces muy bien. ¿Puedes ayudarme a salir?
–Claro, ahora mismo puedo llevarte al vestíbulo, pero preferiría charlar un poco. ¿Tienes prisa?
Reexaminé a la mujer con la vista, sin decir palabra. Colocó la mano derecha sobre la izquierda, ambas al nivel de la cintura, y esperó a que terminara mi inspección. Con la sonrisa decía todo y nada.
–¡Eres La Gioconda, Monna Lisa! –exclamé de golpe.
–Desde el día en que me casé, hace muchos años.
–Lisa es lindo, pero nunca entendí el "monna". Es selvático.
–No, no. Viene de señora, "madonna". Mi nombre de soltera fue Lisa di Noldo, si te gusta más.
–Lisa di Noldo –repetí el melódico nombre–. Me gusta más.
–Debes tener hambre.
–Mucha, desde que vi las frutas de ese tapiz.
–Pero están viejas –acentuó la sonrisa un poco–. Ven, sé dónde puedes comer algo.
Con su mano fría, suave, tomó la mía y me llevó al centro mismo de la oscuridad. Yo no veía nada, ni siquiera la mano libre que colocaba frente a mi rostro para protegerlo de lo desconocido. Pero ella me guiaba con paso seguro, rápido, como si camináramos a plena luz del día. Me inspiró una cierta tranquilidad y me dejé llevar, aunque de todos modos, como simple reflejo o por alguna profunda desconfianza que no quería admitir, conservaba mi mano libre como un escudo frente a mi rostro indefenso.
–Puedes bajar la mano, sé lo que hago –dijo, como si me leyera los pensamientos. Con un ligero bochorno, la bajé de una vez. No sabía si ella, en las tinieblas, había notado mi sonrojo.
El paseo no fue breve. Bajamos unas cinco escaleras y tuve la impresión de que cruzábamos el edificio de un lado al otro, aunque no estaba seguro porque llevaba mucho tiempo desorientado. Mi único contacto con el mundo era aquella suave mano que me guiaba con dulzura, el susurro de sus faldas que rozaban el piso y el tenue olor bucólico que emanaba de su cuerpo invisible.
Al fin Lisa se detuvo, abrió una puerta y encendió la luz. La claridad súbita me deslumbró durante varios segundos, pero pronto descubrí que estábamos en una cafetería.
–Comida como tal no hay. Pero puedes saciar el hambre con esos víveres modernos –indicó mientras señalaba unas tablillas repletas de bolsas de papitas fritas y de otras meriendas embolsadas. Había también una máquina de refrescos.
Agarré cuatro bolsas de papitas y me serví una Coca-Cola grande. Ella no quiso nada. Busqué con la vista alguna mesa que estuviera cerca de una ventana, pero no había ventanas. Nos sentamos en la primera mesa.
–¿Cómo anda el mundo? –preguntó Lisa–. Por favor dime todo lo que sepas.
–¿Dónde te quedaste?
–¿Leonardo sigue famoso en Italia?
–¿Da Vinci? Famosísimo en el mundo entero, gracias a ti.
–Al contrario, yo le debo la fama –dijo, pero su sonrisa críptica me creó la duda de si hablaba en serio.
–¿Tus últimas noticias son del siglo XVI?
–No, no. Me hablaron de la liberación femenina. ¿Las mujeres aún visten como los hombres?
–¿Quién te dijo semejante barbaridad? –exclamé sorprendido–. Las mujeres nunca se han vestido como nosotros.
–Las he visto. Y hace unos años Magdalena, una doncella de Madrid, se quedó atrapada. Pasamos la noche platicando. En esa misma silla comió, como tú. Vestía calzas parecidas a las tuyas, no llevaba traje de mujer.

No era difícil hablar con Lisa. Me hacía una pregunta tras otra, entusiasmada, con la alegría de una niña pero la inteligencia de una mujer madura. Antes de terminar mis respuestas me lanzaba nuevas preguntas, a veces de dos en dos, o de tres en tres. Quería saberlo todo, ponerse al día, enterarse de lo que ocurría en ese mundo externo que tanto celebraba a La Gioconda, pero que ella apenas conocía. No era presumida, no parecía consciente de su fama. Hablaba con la curiosidad de una persona ordinaria y celebraba mis noticias como si ocurrieran ante sus ojos. En algún momento de la noche, que ya no puedo precisar, comprendí de golpe que me había enamorado, que a partir de ese encuentro mi vida ya no podría ser la misma.
Ya le había contado a Lisa sobre Garibaldi y la unificación italiana, que ella casi no podía creer; me disponía a contarle sobre el Che Guevara y la historia de América Latina, pero de pronto se puso de pie, sobresaltada, y me agarró la mano.
–Amanece. Debes irte. Ven, ven.
Nuevamente me llevó de la mano por las oscuras galerías. Iba con mucha prisa, casi corriendo, repitiendo de vez en cuando que debíamos apurarnos para que no la vieran los empleados. Llegamos finalmente a una habitación algo iluminada: por debajo de la puerta entraba luz suficiente para ver el rostro exquisito de Lisa.
–Hasta aquí llego, salió el sol. Al cruzar esa puerta entrarás a un vestíbulo iluminado. Todavía te faltarán unos cien codos para llegar a la salida del edificio, que está cerrada. Sólo podrás salir si los centinelas te abren. Ten cuidado. Y no me olvides –dijo en voz baja –, no me olvides.
Me miró con esa famosa expresión que no describiré, porque millones de personas lo han intentado sin éxito durante quinientos años. Había alegría en su rostro, pero también tristeza. Entonces, en cuestión de segundos, por impulso y sin planearlo, di el paso que habría de marcar el resto de mi vida: besé la boca más famosa del mundo.
Lisa no me rechazó: tampoco me abrazó. Para una mujer de su tiempo no es fácil besar a un hombre la primera noche. Todavía hay mujeres así en el mundo, y yo había conocido a varias, por eso reconocí la reacción de una mujer que quiere pero no debe, o que cree querer pero no está segura. Sostuve el beso; ella esperaba pasiva, pero sin repudio. Al despegarme bajó la mirada y guardó silencio por primera vez en toda la noche. La famosa sonrisa de siempre, el extraordinario signo de interrogación del que tanto se ha hablado en el mundo, había desaparecido: ante mí tenía ahora un tímido rostro sonrojado. Le levanté el mentón con el dedo. Me miró a los ojos con los suyos humedecidos y ya no fue necesario decir más.
Me apretó la mano:
–Debes irte. Podrían verme.
De repente agarró mis manos entre las suyas, me las besó varias veces y corrió hasta perderse en la oscuridad de los salones. Cerca de mí, detrás de la puerta que llevaba al vestíbulo iluminado, comencé a escuchar voces y pasos: los empleados empezaban a ocupar sus puestos de trabajo. Había llegado la hora de salir y de contarle a los guardias sobre mi prisión accidental. Abrí la puerta y sólo pude dar dos pasos: la luz contundente del vestíbulo me deslumbró. Ciego, desconcertado, me cubrí los ojos con las manos: escuché los gritos de los empleados asombrados, la viril conmoción de los guardias, los estridentes chillidos de la alarma. Varios guardias corrían hacia mí. De pronto sentí un fuerte golpe en las espaldas, caí al piso boca abajo, una rodilla dura me apretó el cuello contra el suelo y perdí el sentido.

¿Por qué? ¿Por qué carajo no me quedé en el Museo con Lisa? ¿Por qué no corrí tras ella en la oscuridad? ¿Por qué me fui ese día, como un cobarde? Hay decisiones, tomadas en sólo tres segundos, que marcan el resto de una vida.
La policía francesa, con la ayuda pertinaz de mi embajada, finalmente se convenció de que yo no era un ladrón y me dejó libre. Despidieron al guardia incompetente que había anunciado en el baño, en voz alta, que el Museo cerraba, pero que por prisa o vagancia no había examinado todos los cubículos ni apagado la luz, según le correspondía.
Desde el primer día que salí de la cárcel empecé a visitar a Lisa, pero ya no era igual. No estábamos solos; apenas podía verla debido a la grotesca aglomeración de turistas majaderos que siempre exclamaban lo mismo: "¡Es tan pequeña!" A veces yo la contemplaba durante horas, sin moverme, y creía notar un leve guiño para mí, un ligero saludo, pero lo mismo decían los turistas: "Mamá, parece que me sonríe". "Papá, mira, adonde quiera que me muevo me sigue con la vista". ¡Insoportable! Locos, locos todos.
Decidí que no abandonaría a Lisa. Les ordené a mis abogados que vendieran todos mis bienes y que me enviaran el dinero a París, donde compré un apartamiento. Contraté un abogado francés, trasladé la administración de mis bonos y acciones hasta acá, y terminé por cortar todos los hilos que me ataban a la patria. En París gozaría de holgura económica y de entera libertad para estar con mi Lisa.
Todos los días la visitaba, desde las primeras horas hasta que el Museo cerraba. Imaginaba conversaciones con ella, le hablaba con el pensamiento. Al principio la situación fue tolerable: sufría breves ataques de angustia, cierto, pero siempre volvía a la esperanza, a la ciega esperanza. Sin embargo, al quinto mes de estar en París ya empezaba a desesperarme de veras. Necesitaba más. Ya no podía compartir a mi Lisa con esa manada de necios que no hacía más que repetir sandeces e imaginarse –locos delirantes– que mi adorada les sonreía. ¡Insufrible!
No sé, en realidad no sé qué habría sido de mí si ella no hubiera tomado la iniciativa. Comenzaba mi sexto mes en París y llegué al Museo temprano, como siempre, aunque bastante deprimido. Me detuve frente a mi amada para darle los acostumbrados buenos días antes de que llegara la gran masa de necios, pero me quedé boquiabierto cuando el rostro de Lisa asumió de repente un gesto suplicante. Fue muy claro el ademán, no tuve duda alguna: me imploró que volviera. No fue mi imaginación: el escaso público también se dio cuenta de que algo había ocurrido en el semblante de Lisa. Hubo un notable murmullo y varias exclamaciones de miedo. En pocos minutos llegaron varios guardianes y curadores, a quienes los turistas les contaron que la bella sonrisa de La Gioconda se había transformado, por unos segundos, en un gesto de súplica. Ya no necesité más. No necesité más. Era evidente que no me lo había imaginado ni me estaba volviendo loco. Lisa me necesitaba.
Esa fue la primera noche en que traté de esconderme a la hora del cierre. Intenté todo. Me sentaba en la esquina remota de algún salón poco visitado, me paraba detrás de una estatua, me escondía en un entrepiso, pero siempre llegaba un guardián y me decía que debía salir porque estaban cerrando. De más está decir que lo primero que probé fue el mismo baño en que me había quedado la primera vez, pero el sustituto del guardián despedido cumplía sus tareas con el celo excesivo de un novato. Una tarde, en un cubículo, llegué a trepar los pies sobre el inodoro, pero el guardián abría cada puerta una por una y se cercioraba de que no hubiera nadie.
Cerca de seis semanas duró este suplicio. De día acompañaba a Lisa y le indicaba, por medio de ligeros gestos, que estaba en camino, que tuviera paciencia. De tarde hacía un nuevo intento que nunca podía ser demasiado obvio, porque me arriesgaba a que me arrestaran por tentativa de hurto, en cuyo caso, ya preso, nunca volvería a ver a Lisa. Yo no podía dejarla sola, por eso toda maniobra mía debía parecer accidental, como ocurrió la primera vez. En fin, una noche se me ocurrió una nueva estrategia, bastante más arriesgada que las anteriores. A la hora del cierre me fui al baño de la primera noche, que tenía cinco inodoros con sus cubículos. Entré al tercero, cerré la puerta con seguro y trepé los pies sobre el inodoro. A los pocos minutos llegó el guardián y gritó desde la puerta:
– On ferme maintenant. Sortez, s'il vous plaît.
Caminó hasta el primer cubículo y abrió la puerta con un golpe de la mano: ésta chocó con la pared y volvió a cerrarse. Hizo lo mismo con la segunda puerta. Me preparé. Cuando golpeó la tercera puerta, que no abrió, aproveché el ruido para deslizarme por debajo del panel divisorio y llegar al segundo cubículo. Me trepé rápidamente al inodoro. El guardia, irritado, preguntó en voz alta si había alguien dentro. Luego se metió por debajo de la puerta, quitó el seguro y abrió. Aproveché el bullicio para deslizarme debajo del panel y pasar al primer cubículo. Muy molesto, el guardia dijo una frase que interpreté como "malditos bromistas de mierda", aunque no puedo estar seguro porque lo dijo muy rápido. Continuó su tarea donde se había quedado: empujó la puerta de los cubículos cuarto y quinto, regresó a la entrada del baño, apagó las luces y salió.
Unos treinta minutos estuve sin moverme, acuclillado sobre el primer inodoro, tieso de miedo. Debía estar seguro de que no quedaba nadie en las galerías del Museo. Al fin, cuando pensé que ya no había peligro, salí del cubículo y prendí la luz. Me lavé la cara con agua fría, me peiné y partí entusiasmado a buscar a mi querida Lisa, pero no fue necesario: me esperaba ante la puerta, con su famosa sonrisa y los brazos cruzados.
–¿Por qué tardaste tanto? –me reprochó con cariño.

Los labios más conocidos del mundo y el cuerpo más desconocido: ambos fueron míos esa noche, la más gloriosa de mi vida. Le dije que la amaba; respondió, con la voz entrecortada, que no quería vivir un día más sin mí. No digo más. Así pasamos la noche, entre declaraciones de amor, anécdotas sobre nuestros seis meses de separación y la historia del Che Guevara que finalmente, entre caricias y caricias, pude contarle a mi curiosa Lisa. No daré más detalles.
Yo le besaba la parte de atrás del cuello, que como todo su cuerpo olía a paisajes y flores, cuando de pronto, alarmada, me apretó la mano y casi gritó:
–Amanece, caro mío. Debes irte. Ven, ven.
Nos pusimos de pie y ella quiso llevarme de la mano hasta la salida. Pero me negué a moverme.
–No me voy –dije–. Me quedo contigo.
–No, no. Qué dices. Nos descubrirán.
–No importa. Me quedo.
–Te harán daño. Te desterrarán. Estarás lejos de mí y no podré soportarlo.
–Pues piensa en algo rápido, porque no me iré de tu lado.
–¡Caro mío! –exclamó desesperada–. Están entrando. Llegarán en un momento.
La besé con fuerzas, la apreté entre mis brazos y le repetí que no me iría.
–Caro mío, hay una posibilidad. Tal vez la haya –dijo halándome la mano–. Ven, rápido. Sígueme. Tengo una idea.
–¿Adónde vamos?
Tiró con fuerza de mi mano y sin decir otra palabra nos internamos en la oscuridad total.

Lisa y yo vivimos felices en París, en el Museo del Louvre. Durante el día, cierto, ella le pertenece a la humanidad, pero de noche es sólo mía. Contrario a lo que piensan algunos idiotas, sí es posible vivir únicamente del amor. Hace años que, como ella, ya no me hace falta la comida. Nos alimentamos mutuamente porque sólo necesito su presencia, su hermosa conversación, sus suaves caricias plácidas. Y no me canso de explorar este cuerpo exquisito que Leonardo tuvo la genialidad de ocultarle al mundo bajo un traje negro y un manto oscuro. A mi querida Lisa vienen a contemplarla todos los días desde cada país de la tierra. Unas cuantas galerías más arriba, en la remota sala de tapices italianos del Renacimiento, nadie ha notado que en el tapiz llamado "El Banquete", justo al lado de la espléndida bandeja de oro con incrustaciones de madreperla y lapislázuli, hay un nuevo invitado que no tiene cara de florentino ni de italiano. Mientras ninguno de los empleados lo note, estaré a salvo.

Fin

López Nieves básico
Puerto Rico, 1950.
Escritor y catedrático.

Es autor del relato histórico Seva, uno de los mayores éxitos literarios de Puerto Rico. Su novela El corazón de Voltaire ha sido aclamada por la crítica literaria internacional como una de las obras más originales del siglo XXI. López Nieves ha ganado el Premio Nacional de Literatura de su país en dos ocasiones. Es doctor en Literatura Comparada por la Universidad del Estado de Nueva York en Stony Brook. También es el fundador y director del primer programa de Maestría en Creación Literaria de América Latina (en la Universidad del Sagrado Corazón, en San Juan de Puerto Rico) y de la Biblioteca Digital Ciudad Seva (CiudadSeva.com). Desde el 2007 ocupa la posición de "Escritor Residente" de la Universidad del Sagrado Corazón.

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