14 de noviembre de 2010

Nueve Perros / Silvina Ocampo

Nueve Perros
Silvina Ocampo

El primero estaba en un cuadro pintado al óleo, so­bre la chimenea del comedor de la casa de campo, donde veraneaba en mi infancia. Mientras comíamos en una enorme mesa, con muchos comensales y fuen­tes, yo miraba de soslayo al perro, que era de caza con dibujos en la piel que se asemejaban a un mapa, y él miraba de frente, como miran los perros. Recuerdo que estaba sentado al pie de un árbol sin follaje, en que se apoyaban la mochila, los rifles, las escopetas, las perdices y no sé si una liebre o varias, o si todas las perdices eran liebres. Yo también estaba sentada, casi a la cabecera de una mesa en forma de óvalo, cu­bierta con un mantel de Damasco, blanco, con rosas, mariposas o lirios. De buena gana hubiera cedido mi asiento y me hubiera sentado al pie del árbol. A ese perro pintado me unía el silencio. Ninguno de los dos hablábamos a la hora de las comidas; yo, por timidez, y él, no por ser perro sino por estar en un cuadro; así me parecía a mí. "Ayúdame a sobrevivir", tal vez le habría dicho interiormente, si hubiera sabido for­mular el sentimiento, porque siempre en mi infancia, en mi adolescencia y después, por bastante tiempo, sufrí de vivir: hasta que lo conocí a Áyax.
El segundo se llamaba Áyax. Me parecía hermoso, más hermoso que todos los otros, quizá por su altura, la belleza de su piel o la mirada, que era tan viva y tan noble. Me enseñó que no sólo el hecho de ser un perro, sino el de tener un perro, es trágico a veces. Me enseñó también a conocer, a apreciar la verdadera fidelidad. No era mío, pero eso no importaba, ya que en toda posesión hay remordimientos; fue mi predi­lecto, pero ¿qué digo?, fue mi predilecto porque lo asocio a la llegada de la felicidad: este es el mayor motivo de gratitud que tengo. En mi recuerdo, la di­cha va siempre acompañada de aquel perro, como San Roque del suyo.
Áyax era atigrado, con orejas chicas y frías. Sus ojos eran del color amarillento del agua de los estan­ques y, cuando se enfurecía, grises. Parado sobre las patas traseras, alcanzaba la altura de un hombre. Que fuera tan grande y que tuviera las orejas tan chicas y frías, me enternecía no sé por qué. Yo solía aca­riciarle las orejas y no el lomo o la frente, que su amo acariciaba mirándole los ojos con tanto entendimiento. Recortado parecía un tigre, sobre todo cuando apo­yaba la mandíbula sobre el suelo, mordiendo ávida­mente un hueso. Las primeras veces que lo vi, más que simpatía, me inspiró miedo. Cuando advertí que era bueno, a pesar de su color, de su tamaño y de su ladrido, me sentí protegida por él, pero todo eso tardó en suceder, porque ni él se rendía a mi adulación, ni yo a su franqueza. Yo no podía prever que todo aque­llo que me inquietaba en él, alguna vez me infundía tranquilidad, que las noches en el campo, el silencio, la soledad, los ruidos arcanos, la oscuridad total, gra­cias a Áyax, ya no me acecharían con amenazas. Áyax era el guardián, la sirena de alarma, el médico rural. Se me antojaba que tenía poder de apagar el fuego, ahuyentar la muerte o los malos espíritus. Durante un verano, cuando nos mudamos a la casa de campo que había pertenecido a una de nuestras abuelas, el piso alto se llenó por la noche de ruidos insólitos, que atribuimos al principio a comadrejas, gatos o ratones que corrían por el techo, hasta que apareció un som­brero sin dueño, que nadie reconocía. El sombrero era indudablemente de otra época. Lo mirábamos sin comprender, como los monos miran los objetos que inventan los hombres. Áyax nos miraba. Entonces supimos que la casa estaba habitada por fantasmas y que uno de ellos usaba sombrero. Nos alegramos, pero Áyax, siempre vigilante, creyó que los ruidos y los objetos misteriosos nos molestaban, destrozó el som­brero olvidado en la silla de mimbre, ladró a los pasos anónimos que poblaban el admirable silencio y ahuyentó a los fantasmas.
Áyax tardaba un buen rato en acomodarse en su cama. Daba vueltas en un círculo cerrado hasta que se acostaba. A veces las vacilaciones eran angustiosas; después de vueltas y vueltas, se detenía y miraba es­candalizado algo en la cama, pero ese algo era un mí­nimo detalle, que nadie, salvo él, advertía.
Nunca ponderamos bastante la inteligencia de un animal querido, pues no podemos citar una frase que haya dicho o escrito memorablemente; para alabarlo contamos sólo con las manías o los gestos íntimos de cariño que tuvo y que van perdiendo fuerza con el tiempo, a medida que los borran de nuestro recuerdo tantas acumuladas frases orales y escritas de los se­res humanos.
Cuando hablamos de un perro, nadie nos cree, y si nos creen, apenas nos escuchan, porque piensan: "Yo también tuve (o tengo) un perro", o bien, "Nun­ca me interesaron los perros".
No poder repetir algo que Áyax me dijo me parece ahora extraño, pero, ¿acaso hablar es tan importan­te? Un detalle de su biografía, que no omitiré, es que hubo en nuestra vida un antes y un después de Áyax y un cuando Áyax, el más feliz de todos. Esto me recuerda las palabras que cita Arthur Waley en la biografía del poeta chino Li Po: "Cuando avanzaban hacia el patíbulo, Li Su volviose hacia su hijo y ex­clamó: —Ah, si todavía estuviéramos en Shanghai, cazando liebres con nuestro perro castaño. "¡Cuántas veces quisiéramos estar con aquel perro!
Áyax tenía un ladrido profundo: siempre gruñía an­tes de ladrar, como si dijera "Voy a ladrar". Para el común de los perros, su fidelidad era exagerada. Una vez casi se suicidó: creía que atacaban a su amo y se arrojó del piso alto de la casa para defenderlo.
Cuando me fui a vivir con él, no quise que durmie­ra en mi dormitorio, que era el cuarto donde él acostumbraba dormir. Advirtió que al llegar la noche yo no lo dejaba entrar en el cuarto. Usó de una estrata­gema que surtió durante unos días efecto; con pru­dente anticipación se acomodaba a la entrada del dor­mitorio, apoyando la cabeza contra la puerta abierta, de modo que no pudiera echarlo, ni cerrar la puerta. La primera vez intenté echarlo y gruñó. Con respeto me alejé. La segunda vez amenazó morderme. Duran­te un tiempo me resigné a su capricho, luego cerré la puerta todas las noches antes de su llegada. Quedó perplejo y triste y no volvió a gruñirme.

Cuando su amo se iba de viaje, yo tenía que dormir teniéndole la pata, porque su llanto era tan lastimero que me veía obligada a consolarlo de ese modo. "No llore —yo le decía—, volverá muy pronto." Nunca lo tuteé como a los otros perros. Le estrechaba la pata en mi mano, de igual modo hubiera estrechado una ma­no, hasta que se dormía, o que yo me dormía. Pero tal vez toda esa representación era un engaño y en lugar de ser yo quien lo tranquilizaba, él me tranquilizaba.
No le gustaban las playas: se le erizaba el pelo cuan­do caminaba en la arena. Con los años se volvió ma­niático. Después de comer, hipócritamente, como si hiciera una caricia, se limpiaba el hocico en los pan­talones de cualquiera, salvo en los míos y en los de su amo, siempre que no estuviera distraído. Tomaba los remedios dócilmente, comía dulce de leche. Creía­mos que le iba a gustar como a nosotros, algún día. Pero él no dudaba de sus gustos.
Una vez la perrera lo recogió en la calle y hubo que buscarlo hasta la calle San Pedrito; entre coches fú­nebres y carros de basura que llevaban flores. La an­gustia de perderlo y la alegría de encontrarlo, fueron parejas.
Sus amores eran apasionados. No me parecía posi­ble que un perro tan serio se volviera tan desconsi­derado. Se escapaba de la casa, en busca de una hem­bra, cruzaba potreros, campos desiertos, arboledas, como si nunca fuera a volver, y si volvía lloraba toda la noche y todo el día. Se enamoró de Sombra, que fue su más grande amor. Sombra no valía nada. Lloró por ella muchas noches, sin dejarnos dormir. Tuvo hijos, casi mató a uno, a Sacastrú, cuando lo vio por primera vez en una estación.
Una piedra en el campo, donde murió, lleva su nom­bre. Cuando paso junto a esa piedra, siento ganas de persignarme o de ponerle flores.

El tercero, o más bien la tercera, se llamaba Som­bra, era negra, tenía una oreja parada y otra caída, lo que le daba un aire apesadumbrado. Seguramente la habían castigado mucho porque andaba siempre con la cola y la cabeza entre las patas, salvo cuando estaba en celo y se ponía desdeñosa y erguida, hacién­donos creer que era preciosa. Invariablemente, después de esos días, queríamos enderezarle la oreja doblada y le poníamos tela adhesiva.

El cuarto se llamaba Sacastrú. Atigrado, vicioso, triste y solitario, Sacastrú, con un imperceptible vaivén, pasaba horas debajo de un sauce, para que las ramas, que eran como cortinas, y su propio movimien­to, le hicieran cosquillas. Nos reíamos de él: se me antojaba que era como reírme de un mudo o de un niño. No creo que fuera tan idiota como parecía. Sos­pechábamos que se hacía el idiota. Por otra parte, na­die se ocupó de educarlo. Alguien dijo que era hipó­crita o rabioso. Juzgué la acusación injusta. Los hom­bres no soportan que un perro sea independiente. Di­cen que está rabioso al verlo solo. Tres o cuatro veces por año, durante cinco días, tenía un amo, no se hacía la ilusión de tenerlo; entonces se alegraba un poco, vigilaba las puertas y salía de su inercia. Ese ilusorio amo era un amigo nuestro que venía a visitarnos en el campo de vez en cuando y que no quería a Sacastrú, pero que se sentía un poco halagado y obligado por amabilidad a demostrarle algún cariño, permitiéndole dormir en el umbral de su puerta. Nada más.

El quinto se llamaba Lurón, Lurón de la Morlay. No tenía cola. Su pelo castaño era enrulado y suave. En una de sus orejas alguna vez puse un moño. Al­guien me preguntó por qué lo disfrazaba. Me rubo­ricé y le quité el moño, pero le puse en el collar un cascabel. Era un perro de aguas, de circo de ciegos. A Áyax, al principio le desagradó la intromisión en nuestra casa, de otro perro que no fuera de su fami­lia, de su estatura. "¿Qué hace aquí este enano sin cola, más incómodo que la arena y que duerme en mi dormitorio?", decían sus ojos. Trató de ignorarlo; luego, cuando lo consideró, le gustó menos aun. Sin embargo, se acostumbró a él y fue durante un tiempo su perro favorito y no el mío, como lo fue después. Lurón, en cambio, siempre lo admiró y hasta puedo decir que lo imitó. No existieron rivalidades entre ellos: ni siquiera por un hueso, por una hembra o por una per­sona que acariciaba a uno de ellos más que al otro.
A Lurón le placía revolcarse sobre las osamentas, los excrementos y las basuras; fue su único defecto. Nunca perdió la costumbre, por bien bañado y peinado que estuviera y por grande que fuera su remordi­miento. Después de esas transgresiones, el mundo lo repudiaba. Ningún perfume lo salvaba de la indele­ble fetidez. Alguien lo torturó quemándole las orejas con cigarrillos encendidos, tal vez porque ensució una alfombra o un piso encerado. Nunca se descubrió al desalmado, aunque sospecho que fue alguien que lo llamaba "Preciosura" y lo acariciaba como si lo qui­siera. Le dejó para siempre, donde los perros de ju­guete llevan el precio, una muesca en la oreja.

Era un gran nadador. Como a todos los perros de aguas, le gustaba el agua y era difícil retenerlo cuando veía un charco, una zanja, una laguna, un lago, un arroyo, el mar. Ahí olvidaba basuras, amor, ham­bre. Preso de un incontenible frenesí acuático, se ti­raba al agua saltando sobre las olas si las había, nadando en contra de la corriente si la había. Con maestría sorteaba las dificultades que le regalaba el agua en las cascadas de Córdoba, en Mar del Plata, en las rompientes más bravas, en las lagunas entre los totorales y los patos salvajes. Ebrio de barro y de are­na, olvidado de la tierra, salía del agua mirándola de reojo, lamiendo sus últimas gotas, lamentando de­jarla, como si fuera su elemento.
Juntos bordeábamos zonas de milagro. Una noche asábamos castañas en las brasas. Lurón me secun­daba. Como en un sueño mirábamos el fuego. Oíamos música. Era una de esas noches que no se olvidan. No hay motivos para que uno las recuerde, salvo la belleza que emana de ellas. Con un hierro yo movía las castañas y las daba vuelta; aparté o creí apartar una castaña y la tuve en mis manos, pasándola rápida­mente de una mano a otra, hasta dejarla caer. Lu­rón la mordió, la dejó caer y la mordió de nuevo para dejarla caer. ¡Era una brasa!
Lurón aprendió a hacerse el muerto, a marchar, a bailar, a sacar los sombreros a personas que estaban de pie, a arrastrarse por el suelo, a llevar los diarios o una canasta, a saltar por un aro. Con éxito hubiera trabajado en un circo.
Bastaba decirle: "Acordate de tus antepasados" pa­ra que redoblara su paso de baile. Sabía que esa era la prueba más importante de todas las que hacía, porque la gente sonreía y lo rodeaba sin hablarle (sa­bía distinguir la sonrisa burlona de la sonrisa de ad­miración). A veces creo que lo aplaudieron, y aunque el sonido de los aplausos no le agradó, supo de algún modo lo que significaba tener éxito.
Recuerdo que Teresa Borra y Carmelo Soldano, con cierto escepticismo, querían que Lurón los obedeciera. En vano intentaban meterle el diario en la boca gritando: "Llévele La Nación a la señora", "Llévele el periódico a la señora", "Llévele esta cosita a la seño­ra"; Lurón no obedecía.
—Teresa —yo protestaba, dirigiéndome a Soldano, esperando que él comprendiera, tiene que tutearlo a Lurón y decirle: "Llévale el diario a la señora"; de otro modo el perro no entiende.
El diaria ya estaba tan manoseado, que parecía un trapo. Y Teresa insistía:
—Llévele el diario a la señora. Llévele esta cosita a la señora. —Lurón no se movía. —Lo que pasa es que el perro va cuando quiere pobre animal— regañaba Teresa.
—Animal es usted —Soldano reía.
—Gracias —musitaba Teresa.
—No comprende que el perro no puede recordar tantas palabras: ¡La Nación, "el periódico'', "esta cosita"! Usted la confunde —explicaba en vano.
—Claro —exclamaba Soldano.
—Por eso diga que el perro no entiende. ¡Qué sabe si el diario es La Nación o La Prensa! Para él todo es lo mismo. Pobre animal —gritaba Teresa, con sus ojos apenados—. Hay que ver que no es una persona.
—Animal es usted —yo insistía.
Era distraído: siempre esperaba mi llegada, para demostrarme su alegría. A veces, cuando yo estaba desde hacía una hora en casa él oía un ruido en la calle, creía que yo iba a llegar de nuevo y delirando de alegría rasguñaba la puerta. iAlguien entraba; no era yo! Con un profundo suspiro, se sentaba de nue­vo a mis pies, para volver a esperarme.

Su obediencia, a veces tan extrema, era nociva. Cuando subía al automóvil, no tenía que moverse, y no se movía hasta que la palabra hop le permitiera salir de su sitio y de un salto, bajar del coche. Un día se acomodó debajo del asiento de tal modo que mirando dentro del coche no se lo veía. Cuando lle­gué a casa, después de hacer varias diligencias y abrí la puerta del coche, no lo vi a Lurón, vi sólo su ausen­cia en la carpeta de felpilla. Volví a salir. Volví a lla­marlo. Fue entonces cuando Borges, para consolarme o para enfurecerme, me dijo: "Si lo encontraras, ¿estas segura de reconocerlo?" i Como todas las personas que no tienen perros, creía que todos los perros son iguales!
A los ocho años, Lurón enfermó y se volvió más inteligente aun e inventivo. Menos dependiente de las órdenes que le daban. No esperaba que le dijeran que hiciera pruebas; las hacía por su cuenta, e inventaba algunas, como abrir una puerta, o marchar reculando. Era un payaso, un buen actor cómico cuya sola apa­riencia hace reír. Que no tuviera cola lo ayudaba, pues cuando estaba contento, movía la parte trasera, en vez de mover la cola que le faltaba. Bailaba de pronto en medio de la calle, o sacaba el sombrero a alguien que pasaba. Lo operaron cinco veces en la Clínica de Animales Pequeños. Frente al veterinario bailaba por­que sabía que su baile era irresistible y pensaba que tal vez lo salvaría de una operación, pero el veterina­rio, a pesar de reírse, lo llevaba a la mesa de opera­ciones y no lo salvaba de la operación ni lo salvó, lle­gada la hora, de la muerte.

La última vez que enfermó, me olvidé de él. Lo dejé en la sala de operaciones. Cuando volví a verlo, me sentí culpable; parecía un fantasma. Quizá no se pue­da decir que un perro está pálido, demacrado: Lurón estaba pálido, demacrado.
"No tiene cura. ¿Quiere que le demos una inyec­ción para que no sufra más?”, me dijo el veterinario, con los ojos llenos de lágrimas. Ese para que no sufra más, significaba la muerte, la muerte más amable que podía ofrecerle. Asentí. Le dio una inyección. Lurón quedó como un trapo, como una piel curtida, con los ojos brillantes, de vidrio. Los hombres que limpiaban las jaulas donde alojaban a los perros enfermos cava­ron un foso debajo de un aromo, para enterrarlo; mientras yo lloraba, reían de verme llorar. Era pri­mavera. Pensé que rodeada de ese aire festivo, la muerte resultaba más triste, pero sabía que me equi­vocaba: igualmente triste hubiera sido en verano, en otoño, en invierno.
Pocos días después, soñé que hablaba por teléfono con Lurón.
"No tendré otro perro", dije varias veces. Y duran­te un tiempo tuve algunos perros sabiendo que no iba a quererlos.
El sexto, Dragón, era un perro pila, el perro que usan de remedio en las provincias, para el asma, para los males del corazón, para el reumatismo. Chico, con la cara torcida, un ojo más alto que otro, con la piel hirviendo, pelada y rugosa, con dos hileras de dien­tes y expresión risueña. Nunca tuvo collar, ni cade­na, ni cama; dormía en cualquier parte. Un día lo trajeron de Córdoba. Nadie lo quiso mucho, pero to­dos estábamos a punto de quererlo. Era el perro de cualquiera: la bolsa de agua caliente para los pies, el tacho de basura que se come los huesos y las hojas de lechuga. Su lugar favorito era la cocina, cuando el horno estaba encendido, y siempre temblaba de frío, a pesar de que su cuerpo ardiera como las bra­sas. Ni las chispas ni las llamas lo hacían retroceder. Cuando engordó como el tronco de un palo borracho y perdió la gracia tan ágil de su juventud, lo quisi­mos aun menos. Alegre, con ojos tristes, dando sal­tos, vivió perdido en la sombra. Desapareció. Ni si­quiera murió.

El séptimo, Zepelín, era un lebrel barrigón, de color de café con leche, que corría más lentamente que cual­quier perro. Era tan tonto, que un día, persiguiendo con otros perros una liebre, corrió junto a ella y la dejó atrás. Esta escena me pareció tan insólita que la referí en un cuento de uno de mis libros. Nadie lo quería y él no quería a nadie, o bien todo el mundo lo quería y él quería a todo el mundo, según soplaba el viento. Seis perros lo ultimaron en una zanja. En otros tiempos, en otras tierras, lo hubieran coronado en honor a Diana.

El octavo, como el perro de Cornelio Agripa, se llamaba Señor. Era un perro en busca de su alma. Nadie lo maldijo, nadie le dijo "Vete, animal falaz, plena causa de mi destrucción", pero andaba perdido como si fuera culpable. Ciertamente no pensé en él cuando escribí mi soneto titulado "El perro de Cornelio Agripa"; más bien pensé en mi soneto cuando lo cono­cí a él. Un solo día lo quisimos, fue cuando creíamos que se había perdido y pasamos la noche llamándolo por todo el pueblo a gritos y muchos señores se aso­maron a sus puertas para ver quién lo llamaba.

El noveno, Constantino, era atigrado, con la cabeza casi negra. Resolví no quererlo demasiado aunque se pareciera, por la forma de las orejas y el color, a Áyax, pero mi resolución no se cumplió. Constantino era nictálope. En la oscuridad total, buscaba en mi dor­mitorio una pelota de tenis, con la que solía jugar, y la traía y se detenía implacablemente ante mi cama. Algunas veces tuve que levantarme, a medianoche, para que cesara su llanto. Casi dormida le tiraba la pelota. Sólo entonces quedaba satisfecho. Sospecho que era sádico, pues durante el día esa misma pelota no le interesaba.
Practicaba un narcisismo al revés. Odiaba su propia imagen, le gruñía, trataba de morderla en los estan­ques y en los espejos y a veces hasta en la sombra.
Dormía en el cuarto contiguo al mío, sobre papeles limpios de diario, de modo que cuando se movía, daba la ilusión de estar leyendo el diario.
Le gustaba comer las patas de una mesa; en cuanto a sus propias patas, las limpiaba en el felpudo, antes de entrar en la casa, cuando llovía.
Constantino era miope como yo. Cuando paseába­mos juntos, simultáneamente una suerte de estreme­cimiento nos atravesaba a los dos: veíamos aparecer en los caminos, al mismo tiempo, un gato, un papel, un pájaro, cualquier cosa, que en un primer momento no distinguíamos bien, y que luego reconocíamos.
Grande y de apariencia feroz, era miedoso. Todo lo dejaba suponer. Cuando íbamos por la calle y yo veía venir a una persona con un perro de cualquier tamaño, gritaba: "Cuidado, porque este perro es muy malo". La otra persona cruzaba la calle o se alejaba, pensando que mi perro temblaba de furia. Temblaba de miedo. Después intuí que su temor provenía del miedo de inspirar miedo. Le repugnaba la violencia, salvo cuando corría a las ovejas, que degollaba con satisfacción íntima, o a los gatos: el odio, entonces, disipaba los temores.
Constantino no sólo era bondadoso, sino sensible, por eso a veces ponía cara de tonto aunque no lo fuera. Se sentaba junto al tocadiscos como para oír música de cerca. En una playa, tuvo una vez entre sus patas una gaviota herida, que aleteaba y que le hacía cosquillas en la nariz con las alas. Matarla hubiera sido natural para cualquier perro. No la mató; pero se sintió, des­de aquel día, omnipotente, sobre todo en una playa, capaz de apresar a cualquier ave en su vuelo, sin intención de matarla, sólo para jugar con ella.
Otra vez estábamos en el campo y nos alejamos de la casa; cuando oi la campana del almuerzo, grité que volvería en seguida para que no se alarmara mi familia; Constantino, al oírme, echó la cabeza hacia atrás, dio un aullido largo y desgarrador, como si hubiese sentido que me sucedía algo dramático.
Constantino parecía feroz pero era suave. La suerte y yo pretendimos vanamente modificar su carácter. Un día, a la entrada del Almacén Suizo, un señor corpulento y colorado, después de mirar con insisten­cia a Constantino, que temblaba frente a un perrito que parecía de juguete, sacó de su billetera una tar­jeta que me tendió imperiosamente, después de pre­guntarme: "¿Qué edad tiene?", y al no recibir con­testación prosiguió: "¿Perro suyo?"; sin esperar res­puesta, seguro de si mismo, entró a comprar algo en el almacén. Leí la tarjeta: "Hans Hundhaus, profesor de perros policiales, enseña pruebas clásicas de equi­librio, ataque a mano armada, salto mortal, defensa propia. Se ruega al amo, lleve su bozal reglamentario y collar de enseñanza Echeverría 1590, Belgrano".
Esperé al profesor en la puerta del almacén, miran­do dulces de frambuesa y los trámites que él hacia para comprar jamón. Con el paquete en la mano, se me acercó a la salida, seguro de su éxito y yo, domi­nada por impertérrita mirada.
—Entonces —exclamé, como continuando un diálogo interrumpido— enseña usted a los perros, señor Hundhaus.
—¿Interesa? —me contestó bruscamente.
—Mucho —le dije sintiendo que me imponía esa respuesta y que la providencia me lo enviaba. Con entusiasmo, mirando a Constantino, seguimos el diá­logo telegráfico.
—¿Qué edad? —preguntó.
—Nueve meses.
—¿Nombre?
—Constantino.
—¿Constantino?
—Constantino Von Düseldorf.
—¿Enseñó algo?
—Sí.
—¿Qué enseñó?
—Dar la pata.
—Falderos da pata.
—Sentarse.
—Falderos también.
—Acostarse.
—Como traer pelota! Falderos.
—Chumbar.
—¿Qué es chumbar?
—Decirle chúmbale y que ladre.
—Ladrar, ¿nada más?
—¿Qué más?
—¿Cuándo da orden?
—A veces.
—Más importante callar. Traiga Constantino, once mañana, planta baja. No olvide traer puesto bozal reglamentario y... o collar de enseñanza.
—Pero no sé si podré ir hasta su casa.
—Lo que haga perro, perro agradece.
—¿No hará sufrir?
—¿Yo sufrir animal?
—Me resulta difícil...
—¿Difícil?
—Difícil ir a Belgrano a esa hora.
—Nada difícil cuando quiere. Espero mañana y. . . o pasado mañana.
Al día siguiente, fui con Constantino a la calle Echeverría. La entrada de los departamentos tenía un largo corredor que aislaba un poco la planta baja del resto de la casa, que daba a un patio. La puerta estaba abierta. Con temor, miré. En un cuarto lúgubre, con largos cortinados alegres, que 10 volvían más tétrico, vi muchas fotografías enmarcadas de perros en distintas posturas (algunos disfrazados de bandi­dos, de vigilantes o con una gorra marinera), y oí la voz del señor Hundhaus, que gritaba.
"Junto. Un. Dos. Un. Dos." Y a veces, con una voz grave, como quien dice gol, down, y luego con voz de falsete, "hoy esta bien". "Hoy esta bien". Toqué el tim­bre, pese a que la puerta estuviera abierta. El señor Hundhaus acudió con las manos apartadas del cuerpo, como si hubiere tocado en la cocina algo pringoso; las lenguas de los perros, pensé. Me hizo señas para que entrara. Sin saludar, o saludándome apenas, me dijo:
—¿Collar de enseñanza?
—¿Qué es eso? —pregunté, Sin recordar las recomendaciones que figuraban en la tarjeta.
—Aquí tengo —dijo el señor Hundhaus, y me trajo un collar, que por su novedad me hizo exclamar:
—¡Qué bonito!
El collar era de metal y al cerrarse sobre el cuello del animal que desobedecía indebidamente, clavaba las puntas implacables de sus eslabones.
—Nunca permitiré que mi perro sufra —le dije.
—No sufre, señora; solo si desobedece. Póngaselo usted y verá.
—Preferiría no ponérselo nunca y que desobedezca — le dije, lo que hizo sonreír al señor Hundhaus.
—Mujer sentimental, gusta perro salvaje.
No me gusta que me llamen sentimental. Le puse el collar a Constantino. Así empezaron las lecciones, que no presencié.
Al cabo de dos meses, Constantino sabía atacar, saltar, arrastrarse por el suelo, defenderse, enfurecer­se, cuando el señor Hundhaus se lo ordenaba. El último día el maestro hizo una demostración que me dejó maravillada. Ya me imaginaba asustando al mundo, nunca asustada, junto a un perro tan bravo y obediente como el mío.
Sin embargo, me permití hacerle un reparo al señor Hundhaus, cuando me enteré que para su enseñanza alquilaba a un hombre y lo disfrazaba con bolsas para hacer simulacros de ataque. Se supone que el hombre andrajoso era el asaltante y el perro tenía que atacarlo.
—Pero, señor Hundhaus, ¿y si el asaltante está bien vestido? — le pregunté con énfasis—, ¿qué sucede?
—Asaltante no poner mejor traje para asaltar. Es lógico.
—Eso cree usted —le respondí—. Hoy día los asaltantes están bien vestidos.
—Constantino conoce mejor.

En casa Constantino no me obedeció. Protesté. Llamé por teléfono al señor Hundhaus para decirle: "Sus lecciones no sirvieron para nada", pero dije, con la intimidad que da la aflicción, "Hundhaus, ¿có­mo hago?, no me obedece". Me contestó que yo no sa­bía dar órdenes y que fuera a su casa con tres terrones de azúcar para recibir las instrucciones. Entonces me acordé de Teresa Borra y de Carmelo Soldano que tampoco sabían dar órdenes, porque eran soberbios, y fui humildemente a la casa de Hundhaus.
El señor Hundhaus, que parecía un general en cami­seta, me esperaba en la puerta. Hacía calor ese día y se enjugaba la frente, ya lustrosa, dándole más brillo. En cuanto llegué, fatigada, me senté en un sillón y él me dijo, o más bien me ordenó: "De pie". N o era a Constantino sino a mí que me hablaba y de muy mal modo. Vacilé. Me puse de pie y el señor Hundhaus comenzó a darme las instrucciones.
—Ponga mi voz. Cuerpo erguido. No. No levantar mano. Diga down. Tranquila. Down. Perro sabe si está nerviosa.
Me pareció, en un momento dado, que Constantino y Hundhaus se reían de mí; sin embargo, Constantino dócilmente se arrastró por el suelo (pero mirando al señor Hundhaus). Después, como recompensa, tuve que darle azúcar.
Luego de nuevo:
—Ponga mi voz. Enérgica. Diga Acuéstese —ordenó Hundhaus.
Yo dócilmente dije a Constantino.
—Acuéstese —y a Hundhaus—: Usted me dijo que sólo los falderos aprenden a acostarse.
—Pero no de este modo —contestó arrebatado Hundhaus.
Durante un tiempo conseguí que algún amigo con voz parecida, o más parecida que la mía a la del señor Hundhaus, diera las órdenes a Constantino: pero fue una triste experiencia que no quise repetir.
Poco a poco, Constantino se fue adaptando a otro tipo de enseñanza. En realidad tuve que educarlo de nuevo, a mi modo. Conservé y utilicé, sin embargo, algunas de las palabras que Hundhaus empleaba: Aporte, para que el perro buscara algo; hoy, para que saltara; las, para que ladrara; down, para que se arrastrara; las demás palabras eran en castellano.
Cuando quise casar a Constantino, le conseguimos una perra que resultó ser su hermana; le pusimos de nombre Cleopatra. Constantino, al principio, creyó al verla que se estaba mirando en un espejo y la trató con aversión, y en ningún momento como un macho trata a una hembra. Nuestro jardín se llenó de perros enamorados de Cleopatra, pero Constantino los ignoraba, hasta que un día descubrió los secretos del sexo. Los hijos que nacieron de ese descubrimiento inces­tuoso fueron después, en el campo, el terror de las ovejas y de los terneros.
La alegría ocupó buena parte de nuestra vida en aquella época.
Muchas veces dormí teniendo la pata de Constan­tino, para serenarme y no para reconfortarlo, como lo hacía con Áyax. Si él me hubiera dicho algo me hubiera aconsejado "afrontar la noche, las tormentas, los accidentes, el ridículo, el hambre, los rechazos, como los árboles o los animales". O más bien, con las palabras del evangelio: "Considerad los lirios del campo, cómo crecen; no trabajan ni hilan".

Cuando me separé de Constantino para irme a Europa, lo dejé en el campo, porque pensé que ahí sería más dichoso. Me equivoqué.
En París, un día, en una pequeña librería, vi una fotografía de un perro idéntico a él. El librero, toman­do en su mano la fotografía, me dijo: "Hace un mes que mi perro murió. Sufrí tanto cuando murió, que tuve que cerrar la librería durante una semana". Citó unos versos en francés que no recuerdo. En ese ins­tante, presentí que no volvería a ver a Constantino.
Cuando volví a Buenos Aires, a los cinco días, me avisaron que Constantino estaba muy enfermo. Acudí al campo a verlo. Era pleno invierno, lo encontré deba­jo de una mesa, sobre el piso de baldosa de un cuarto helado, muriendo. Me dijeron que había comido carne con estricnina destinada a los gatos, pero sospeché que lo habían envenenado adrede, pues un niño del lugar me decía incesantemente: ''Murió de muerte natural".
Lo acomodé junto a la chimenea encendida. Du­rante toda la noche, dándole digitalina, traté de sal­varlo. No podía moverse, pero trató de obedecerme hasta el último instante. Las últimas gotas de agua que bebió, las bebió porque se lo pedí. Al alba, como si hubiera mejorado y como si la luz del día con un silbido lo llamara, desde afuera, salió corriendo y cayó muerto. Lo enterramos y a cada palada de tierra que le echaban, el terrible niño salmodiaba, golpeando con un palo: "Murió de muerte natural. Murió de muerte natural".
Después, una noche tuve un sueño que no olvido:
Constantino cantaba música clásica. Uno podía pe­dirle que cantara cualquier cosa: de sus orejas peludas y grandes, lo que me hacía dudar de su identidad, como de una caja de música, al parecer, salían los sonidos que no eran un canturreo cualquiera, sino el sonido de una orquesta con sus violines, clarinetes, trombones, pianos, arpas, violoncelos y fagotes. Creo que le oí cantar la cuarta sinfonía o una sonata de Brahms, pero me constaba que su memoria disponía de un vastísimo repertorio que no tuve tiempo de escuchar, porque mi sueño era breve. Divertida con la musicalidad mágica de mi perro, andaba por las calles. Un desconocido se me acercó. Quise revelarle el prodigio.
—Canta de memoria cualquier cosa que uno le pide —le dije—. Pídale que cante lo que usted quiera.
—La quinta sonata de Scriabin —preanunció frí­volamente.
Susurré al oído de Constantino que cante la "Quinta sonata de Scriabin". La cantaría como siempre, pensé, débilmente, pero afinadamente. El desconocido protestó, no oía nada.
—Tiene que escucharlo pegado a su oreja —le dije. Venciendo su apatía, el desconocido se arrodilló, pegó su oreja incrédula a la oreja de Constantino.
—Tiene razón —respondió, escuchando; luego, poniéndose de pie, exclamó—: pero, ise oye tan poquito!
Fin

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