30 de abril de 2011

¿Es lo popular sinónimo de éxito?

Les dejo una nota muy completa publicada en El Cultural, que nos da una visión de hacia donde van las estrategias de los museos para acercar mas visitantes año a año. En lo personal, me sorprendió que el Reina Sofía tenga actualmente (datos oficiales 2010) un 15% menos visitas que el Museo del Prado y que en cambio el Museo Thyssen tenga un 70% menos. ¡Saludos!

Los directores de seis museos españoles reflexionan sobre el papel del museo hoy
Que un museo tenga un buen índice de audiencia es parte imprescindible de su función aunque, ¿hasta qué punto condicionan las cifras? ¿Es lo popular sinónimo de éxito? ¿Cómo mantener un buen nivel de público con menos presupuesto? ¿Deben los museos dar explicaciones por tener pocas visitas? ¿Cómo fidelizarlas? ¿Pensar en términos de audiencia nos hace menos creativos? ¿Es el concepto de audiencia el idóneo para hablar de público? Seis directores de museos españoles dan respuesta a todas estas preguntas. Miguel Zugaza (Museo del Prado), Guillermo Solana (Museo Thyssen), Manuel Borja-Villel (Museo Reina Sofía), Bartomeu Marí (MACBA), Daniel Castillejo (Artium) e Iñaki Martínez (MARCO) reflexionan sobre el rol del público en relación al museo. Algo más que un cómputo en un papel.

“Hay, -explica Daniel Castillejo, director desde octubre de 2008 del Centro de arte y Museo Artium, en Vitoria- dos modelos de museos: los museos estéticos y los museos éticos. Ambos son legítimos y posiblemente necesarios, pero hay que elegir, por convicción o por necesidad”· Lo dice pensando en esa compleja ecuación de audiencias y museos, que tiene ya en mente. “Creo que es fácil y poco creativo hacer un museo con una inmensa audiencia. Sólo es cuestión de poner como objetivo esencial una arquitectura espectacular, hacer un programa acorde con los gustos de la audiencia masiva, y dinero, mucho dinero. Lo casi imposible y creativo es hacer un museo con gran audiencia, con un edificio digno, una programación que tiene como objetivo la formación reflexiva y crítica del visitante y con unos presupuestos mediocres”, añade.

Lo dice con conocimiento de causa, aunque el presupuesto del Artium para 2011, 5.050.000 euros, no es de los más bajos del territorio nacional. Es, incluso un 0,8% superior al que tuvo el año pasado, cuando las aportaciones institucionales que financian gran parte del museo vasco (la Diputación Foral de Álava, el Gobierno Vasco, el Ayuntamiento de Vitoria-Gasteiz y el Ministerio de Cultura) metieron la tijera un 9%. El presupuesto restante, más de 1.300.000 euros, se considera autofinanciación y proviene de patrocinadores privados, del alquiler de espacios, de las ganancias del restaurante, de la tienda y de los ingresos de taquilla, aunque éstos sólo suman un 1,5%. Gratuito desde su apertura, el Artium optó, el pasado invierno, por cobrar la entrada a 6 euros, aunque existen todo tipo de facilidades para el público, como bonos anuales a 10 euros o la “tarifa tú decides” (si pagas y cuánto, por lo que, en principio, pueden entrar gratis) para estudiantes, desempleados, jubilados y menores de 14. De momento, el plan del Artium cumple con las cifras previstas: “Sería falso decir que la audiencia no condiciona a un museo. Siempre hay unos mínimos que hay que tener en cuenta. En nuestro caso, el plan de viabilidad hablaba de 90.000 visitantes y actualmente estamos en poco más de 100.000. Sin embargo, hay que decir que existe una moda general instalada en la percepción social del museo espectacular que da como resultado la popularidad, aunque realmente esos son muy pocos y tienen otro modelo diferente al de la inmensa mayoría de los museos”.

Como el Artium, tampoco la labor del MARCO de Vigo se mide en términos de rentabilidad: “No se puede hablar de rentabilidad económica en relación a un museo, sino de otro tipo de resultados más difíciles de cuantificar”, explica el director, Iñaki Martínez Antelo. La misma dificultad tiene para trabajar con el presupuesto este año, 1.542.000 euros. Más aún, si las aportaciones del Patronato que lo financian (Ayuntamiento de Vigo, Novacaixagalicia, Xunta de Galicia, Diputación de Pontevedra y Ministerio de Cultura) tienen pagos pendientes desde 2009. “Entendemos los recortes presupuestarios y asumimos tener que adaptar el museo a estos tiempos, pero los compromisos deben cumplirse. En estos momentos tenemos un presupuesto aprobado para 2011 que no sabemos si se podrá ejecutar. Es lamentable que un poyecto cultural como el MARCO no consiga estar por encima de difererencias entre partidos”, explica el director gallego, orgulloso de dirigir un centro con entrada gratuito, algo que dice darle “más libertad a la hora de programar”.

Más con menos
Para mantener un buen nivel de audiencia con tan reducido presupuesto siempre han recurrido a la coproducción, a la búsqueda de financiación o a los patrocinios, como en el último de sus proyectos, Hotel MARCO, de Michael Lin y rvr arquitectos, para el que numerosas empresas han cedido sus productos, desde un colchón COCO-MAT hasta los cafés Illy. “Hay proyectos más amables frente a otros que exigen un pequeño esfuerzo por parte del espectador, no mucho mayor que ir a ver una película en versión original. Hay muchas formas de acercar el arte contemporáneo al público y viceversa, pero es necesario un interés de partida por parte del espectador”, añade. Desde su apertura en noviembre de 2002, “el público ha ido creciendo paulatinamente, lo que no impide que la presión de las audiencias esté siempre ahí. En el MARCO intentamos hacer compatible la atención a un público más especializado que sabe lo que viene a ver, con visitantes ocasionales o con personas que pasan por el centro por casualidad. Tenemos una programación diversificada con dos o tres exposiciones simultáneas, además de cursos, conciertos y otras actividades. Lo importante es elaborar una programación coherente con sentido de continuidad, valorando los recursos disponibles, el interés que pueda suscitar y que ayude a generar debate y opinión”, añade el director del MARCO.

Oferta y demanda
Las opiniones de Martínez Antelo al afirmar “lo tarde y lo excesivamente subvencionada que ha llegado la cultura en nuestro país” no tardan en generar, también, debate. Bartomeu Marí, director del MACBA de Barcelona desde 2008 toma la palabra: “En los Estados Unidos y en los grandes museos europeos realizan ciertos proyectos en función de los ingresos que puedan generar, tanto por entradas como por patrocinio externo. En el mejor de los casos, las exposiciones con más éxito ‘pagan' las más especializadas. En el peor de los casos, sólo se produce aquello que atrae a las masas. A esto se le llama economía liberal, basada en la oferta y la demanda. En todos los casos, ¿qué sentido tiene subvencionar lo que ya tiene éxito y se financia por sí solo?”

Con un presupuesto de 11.600.680 euros para este 2011, el MACBA se financia, en un 83%, gracias a un consorcio participado por tres administraciones públicas (Generalitat, Ayuntamiento de Barcelona y Ministerio de Cultura) y en un 17% de financiación propia. La venta de entradas llega al 9,5%. Por su parte la Fundación MACBA implica a la sociedad civil (empresariado y particulares) a través de donaciones que permiten comprar obras de arte destinadas a la Colección que, en los dos últimos años, ha sido la exposición más visitada del museo.

En el MACBA, añade Marí, “no hay audiencia, sino una combinación heterogénea de grupos con motivaciones e intereses muy diversos hacia nuestras actividades. Nos preocupa cómo nos comunicamos con nuestros usuarios, pero también cómo se comunican ellos con nosotros. Nuestro reto es convertir esa “conversación” en algo normal y constante y no en algo esporádico y forzado”. Al departamento de Comunicación y marketing, el museo catalán destina unos 563.000 euros este año (sin contar salarios) a difundir campañas abiertas al máximo público posible. “La idea de Ven al MACBA, -añade su director-es que el museo es muchos museos donde pasan muchas cosas a la vez y donde cada usuario puede construir la visita a su medida. Cuando un visitante nuevo sale del MACBA con la sensación de haber satisfecho su curiosidad inicial empieza el largo camino buscado por nosotros: fidelizarlo”.

El museo de la mayoría
Miguel Zugaza, director del Museo del Prado, el que convoca a más público, tiene clara su estrategia para conseguirlo: “La propia actividad del museo es el mejor marketing para convocar el interés público. La satisfacción intelectual y emocional es la mejor forma de fidelizarlo. No hay que tener solo una idea de público. Hay que conocerlo, saber cuáles son sus expectativas sobre el museo. El museo tiene que estar preparado para recibir a visitantes de procedencias y formación diferentes. A un niño y a un adulto. A un aficionado y a un experto”. Hablando de cifras, para 2011 cuenta con un presupuesto de 43.873.380 euros. Sólo en 2010, los ingresos por la venta de entradas fue de 10.163.353 de euros. Pasión por Renoir, fue la exposición más taquillera de 2010, con 369.527 visitas. Las cifras de público van en aumento desde 2006 aunque “no puede medirse el éxito de un museo por el número de visitantes, incluso puede ser motivo de crítica legítima prestarse a esa tiranía”, recuerda Zugaza. “El Museo del Prado es casi bicentenario pero la sociedad ha empezado a frecuentarlo asiduamente en las últimas décadas. ‘Nunca es tarde si la dicha es buena'. Los museos se han tenido que adaptar para asumir ese interés. Aquellas instituciones que se han creado no por demanda social sino por otras estrategias culturales o políticas tendrán ahora su prueba de fuego. Sin público un museo no puede cumplir la mitad de su misión fundamental”.

Incómodo con el término “audiencias”, Zugaza afirma que esa constante preocupación sobre los cómputos de visitas es más de los medios de comunicación que de los museos. La misma opinión tiene Guillermo Solana, director del Museo Thyssen de Madrid: “Nunca hemos recibido una amonestación en cuanto a cifras de visitantes. Lo popular no es el único baremo de éxito. Lo que funciona para el público son muy pocas cosas y siempre las mismas. A pesar de que las cifras de visitas han mejorado, me siento frustrado porque, cada vez que intentamos hacer algo que se salga de lo previsible, el resultado de público es decepcionante”. No pocas críticas le cayeron con la exposición, el invierno pasado, de Mario Testino: “Condenarlo automáticamente me parece un signo de provincianismo. La meta de Testino era hacer una exposición contemporánea de un profesional de la fotografía. Me gusta hacer cosas que no se han hecho nunca para que venga un público que no es el habitual del museo. En el Thyssen hemos diversificado el público. No nos interesa tanto conseguir grandes récords, sino cubrir muchos públicos diversos”, explica Solana.

Tiene, este 2011, 17.000.000 euros de presupuesto para conseguirlo, un millón más que el año pasado, cuando Monet y la abstracción ganó el ranking de las más visitadas con 176.460 usuarios. De su gran proyecto este año, la retrospectiva de Antonio López el próximo junio, el director del Thyssen admite que “no está pensado para conseguir público, aunque ha sido la muestra que más he perseguido desde que llegué al museo”. En esa relación viciosa de comparaciones, el director diagnostica el problema: “Popularidad y calidad no son ni amigas ni enemigas. Eso es un prejuicio”, añade.

Para una inmensa minoría
Desde que en 2008 Manuel Borja-Villel llegara al Reina Sofía, el público ha pasado de 1.570.390 (en 2007) a 2.313.532 (en 2010). “En el MNCARS -explica el director- más que una gran mayoría de público hay una multiplicidad de minorías. Más allá de la gente que viene a ver El Guernica, el número de visitantes ha aumentado. Estamos haciendo estudios de público y vemos que viene gente muy diversa y que vuelve. Nos interesa fidelizar público pero no como consumidores, sino como usuarios. La nueva presentación de la Colección y la multiplicidad de exposiciones ha contribuido muchísimo a ello. Es la gran apuesta del museo. En ese sentido los números nos dan la razón”. La afluencia se notó en los ingresos por entradas que, en 2010, fue de 2.347.874 euros. Veremos lo que le dan de sí los 49.630.220 euros que tiene de presupuesto el museo este 2011. Su director tiene claro el objetivo: “Lo importante es que hay otro modo de entender ese término de “audiencia”. Lo que propone el Reina Sofía es lo contrario, que el museo se entienda como un espacio público”.

25 de abril de 2011

Arte de la discusión en el barrio de Flores



ARTE DE LA DISCUSIÓN EN EL BARRIO DE FLORES
Por Alejandro Dolina

Los espíritus obtusos del barrio de Flores comprendieron bastante bien estas ideas. Llegaron a descubrir que la razón permite sostener opiniones opuestas con idéntica destreza. Y con juvenil asombro pasaban las horas jugando a discutir. Pero lo que empezó como un juego se convirtió con el tiempo en una verdadera obsesión. Sucedió que algunos hombres adquirieron una habilidad superior para argumentar. Las técnicas se fueron perfeccionando y finalmente un pequeño grupo de personas alcanzó una solvencia polémica que estaba muy por encima de los modestos retruques de la gente sencilla. De allí nace el Círculo de Discutidores Profesionales, una entidad que marcó rumbos en la zona y que funcionaba en un salón de la calle Bogotá. El propósito fundamental del Círculo fue poner un poco de orden y concierto en las discusiones montaraces. Se editaron folletos con consejos y recomendaciones, se impartieron clases y se realizaron excursiones a barrios hostiles, como Colegiales para discutir como visitantes y vivir nuevas experiencias. Sin embargo, la institución logró fama y renombre gracias a las espectaculares Mesas Redondas de los Sábados que se realizaban en su sede y que atraían no sólo a grandes polemistas, sino también a sus hinchadas. El procedimiento corriente era elegir un tema de discusión y luego sortear las posiciones a sostener por cada uno de los participantes. A veces, en medio del debate, se obligaba a los discutidores a cambiar de bando. Esto producía un efecto muy atrayente. Y así, el que había defendido los derechos de la mujer en el mundo moderno, pasaba a refutarse a sí mismo y clamaba por el confinamiento femenino en la cocina y sus aledaños. Se podía tener razón las dos veces, o ninguna. Al principio, los temas de las Mesas Redondas eran más o menos previsibles: ¿Es el suicida un cobarde? ¿Pueden ser amigos el hombre y la mujer? ¿Importa más la forma o el contenido? ¿Librecambismo o proteccionismo? Más adelante el público se aburrió de estas cuestiones vulgares y exigió el examen de asuntos más arduos: ¿Medialunas de grasa o de manteca? ¿Es mejor el colectivo o el tren? ¿Frío o calor? ¿Rubias o morochas? En los años dorados del barrio del Ángel Gris, el salón de la calle Bogotá conoció verdaderos colosos.
Aquel olímpico doctor Arnaldo Garcete, que citaba autores y tratadistas en catorce idiomas, la mayoría de ellos absolutamente desconocidos para él. Garcete llegó a formular sus argumentaciones en versos rimados, hábito que fue abandonando pues advirtió que su apellido era una enorme ventaja para sus adversarios. El abogado Hugo Varsky basaba su técnica en la gesticulación. Mientras exponían los otros, movía el dedo y la cabeza en señal negativa y con eso desalentaba a cualquiera. Llegado su turno, marcaba el compás de sus disertaciones con golpes de puño sobre la mesa, de modo que sus palabras parecían escritas en rojo. E1 ritmo de sus puñetazos iba en ascenso hasta culminar en una especie de candombe que impedía oír lo que estaba diciendo, pero que dejaba una sensación de triunfo inapelable. Famoso fue también el boticario Antonio Carrozzi, que apoyaba sus razones en el testimonio ajeno. Casi siempre se remitía a testigos ausentes o simplemente muertos: "Ahí está el finado Menéndez que no me deja mentir”. Y nadie se atrevía a contradecirlo. Más temible aún era Andrés Guzmán, hombre de pocos argumentos pero de fuerte pegada. Generalmente cerraba las discusiones con frases tales como: "Yo le voy a dar dimensión ontológica, pelandrún". Y se acababan las discrepancias.
Hubo muchos otros... Rodolfo C. Pagani, el mago de los silencios; el gritón Frustaci, que aturdía con sus reflexiones; el viejo Vitale, que iba a menos por cortesía o el timorato Ernesto Cipolla, que daba la razón a todos y repetía lo que había dicho el último en hablar. Como ocurre casi siempre, la preocupación por la victoria a cualquier precio deslucía las competencias. Los más tramposos pusieron su ingenio al servicio de las zancadillas y las maniobras malintencionadas. El propio Manuel Mandeb, que solía asistir al Círculo como espectador, propuso un reglamento en el que se prohibían ciertos recursos infames.
El polígrafo de Flores los clasificó y les dio nombre. Veamos algunos.

RECURSO DE LA DEFINICIÓN SOLICITADA
Consiste en pedir al expositor que defina cada una de las palabras que dice. Por ejemplo alguien declara: - A los niños hay que tratarlos con bondad. El tramposo dirá entonces: - Depende de lo que entienda usted por bondad. Se puede continuar indefinidamente, solicitando ante cada respuesta nuevas definiciones.

RECURSO DEL EJEMPLO CERCANO
Se trata de pretender que un caso particular constituye una regla general: - Todos los niños son unos papanatas. Ahí lo tiene usted a mi sobrino. Lo peor de esta jugada es que permite al adversario defenderse con un ejemplo contrario: - Sin embargo, el hermano de mi novia es una lumbrera. Generalmente el debate queda reducido a un mutuo tiroteo de ejemplos y hay pocas cosas tan aburridas.

RECURSO DEL CAMBIO DE TEMA
Hay mil maneras de conseguirlo. Desde elogiar la corbata del contrincante hasta cuestionar la pronunciación de una palabra cualquiera. Así, la discusión versará sobre corbatas, pronunciaciones o lo que el tramposo quiera.

RECURSO DE LA DESAUTORIZACIÓN MORAL
Consiste en hacer creer que los defectos personales de alguien se transmiten a sus argumentos. Por ejemplo: -¿Qué me viene con gnoseología, usted que es un borracho perdido? Los razonamientos pueden ser expuestos por un canalla o un santo, sin ser por ello ni más ni menos veraces. Sin embargo ésta es una de las trampas más difundidas en este juego.

RECURSO EXTREMO BUSCANDO UN ACUERDO
Lo usan los tramposos cuando se ven perdidos. Se trata de mimetizar la opinión propia con la del adversario. - Al final estamos diciendo lo mismo, pero con distintas palabras. Al oír esta última frase, puede pensarse que a veces ocurre algo mucho más peligroso: decir cosas diferentes con las mismas palabras. El recurso extremo puede usarse también en su variante "Finíshela": - Mire, ni yo lo voy a convencer a usted ni usted me va a convencer a mí.

RECURSO DE LA METÁFORA COMO ARGUMENTO
Consiste en atribuir rigor científico a las comparaciones poéticas. Alguien dice: - El país es como una casa y hay que construirlo desde los cimientos. Si uno toma demasiado en serio esta afirmación, podrá seguir hablando de techos, paredes, puertas y ventanas, para terminar diciendo que nuestra salvación está en manos de los albañiles.

Mandeb denuncia en su trabajo más de setenta maniobras y trampas. Los directivos del Círculo nunca le hicieron mucho caso y hasta el día de hoy los recursos antedichos se siguen usando con total impunidad. Las Mesas Redondas de los Sábados siempre tuvieron una gravísima dificultad. Resultaba muy difícil establecer quién era el ganador. Se utilizaron muchos sistemas diferentes: jueces, jurados, puntajes, aplausos. Ninguno funcionó, pues invariablemente los resultados eran discutidos por los perdedores. Los más sabios sugirieron entonces que no era necesario buscar un ganador. Para ellos el fin de la discusión era llegar a una conclusión positiva, a acuñar un juicio definitivo sobre el tema central de la polémica. Este disparate tuvo bastante aceptación, aunque las dificultades para redactar la conclusión eran las mismas que para consagrar a un ganador. Alguien que confundía la voluntad con la realidad propuso someter las cuestiones a Votación. El aplauso de los demócratas saludó la propuesta y así una noche de verano se resolvió por 11 votos contra 4 que la capital de Suiza es Oslo. El aserto fue admitido también por los que perdieron, quienes juraron sostener hasta la muerte aquella conclusión por más que se quejarán suizos y noruegos. Estas coincidencias no le gustaban al público, que las sentía como aflojadas. Las muchedumbres exigían un poco de encono y al no encontrarlo se fueron alejando de la calle Bogotá. Para peor entró en escena la Comisión de Comedidos y Componedores, unos individuos que recorrían la barriada para meterse a separar en las broncas. Hartos de que los molieran a palos, trataron de evitar, ya que no las peleas callejeras, al menos las discusiones del Círculo. Para lograrlo apelaron al viejo cuento de la tesis, la antítesis y la síntesis. La acción de estos pisaverdes precipitó la decadencia de las Mesas Redondas. El Círculo de Discutidores alcanzó a sobrevivir algún tiempo gracias a la venta de opiniones y argumentos. Como podrá suponerse, el surtido era enorme y la demanda también. Los mejores clientes fueron los actores, cantantes, bailarinas, recitadores y peluqueros de ésos que van a la televisión a hablar de aquello que ignoran. Agotado su stock, el Círculo se cerró para siempre. Contra lo que puede suponerse, los Hombres Sensibles de Flores tuvieron cierta simpatía por los Discutidores. Las polémicas enseñaban que existen razones perfectas para afirmar cualquier cosa, cierta o falsa. Y los muchachos del Angel Gris pensaron que ésta era una gran lección. No para ellos, desde luego, sino para las gentes incautas. Los Hombres Sensibles supieron siempre que las verdades hay que buscarlas con el corazón. Por estas verdades del sentimiento vale la pena morir. Las otras son apenas fichas de un juego interesante. Por ahí andan los hombres sin corazón diciendo que ninguna causa merece que uno muera por ella. Tienen razón en su mundo pequeño de teoremas. ¿Quién se hará degollar para defender el principio de Arquímedes? Dejemos a los nuevos Discutidores que se diviertan con sus argumentos. No está mal para una tarde de lluvia. Pero recordemos siempre que fuera del salón está la vida con sus pasiones, sus héroes, sus canallas, sus mártires, sus puñales y sus muertes. Y el Destino no entiende razones.

Fin

20 de abril de 2011

Infierno grande / Guillermo Martinez


Infierno grande
Guillermo Martinez

Muchas veces, cuando el almacén está vacío y sólo se escucha el zumbido de las moscas, me acuerdo del muchacho aquel que nunca supimos cómo se llamaba y que nadie en el pueblo volvió a mencionar.
Por alguna razón que no alcanzo a explicar lo imagino siempre como la primera vez que lo vimos, con la ropa polvorienta, la barba crecida, y, sobre todo, con aquella melena larga y desprolija que le caía casi hasta los ojos. Era recién el principio de la primavera y por eso, cuando entró al almacén, yo supuse que sería un mochilero de paso al sur. Compró latas de conserva y yerba, o café; mientras le hacía la cuenta se miró en el reflejo de la vidriera, se apartó el pelo de la frente, y me preguntó por una peluquería.
Dos peluquerías había entonces en Puente Viejo; pienso ahora que si hubiera ido a lo del viejo Melchor quizá nunca se hubiera encontrado con la Francesa y nadie habría murmurado. Pero bueno, la peluquería de Melchor estaba en la otra punta del pueblo y de todos modos no creo que pudiera evitarse lo que sucedió.
La cuestión es que lo mandé a la peluquería de Cervino y parece que mientras Cervino le cortaba el pelo se asomó la Francesa. Y la Francesa miró al muchacho como miraba ella a los hombres. Ahí fue que empezó el maldito asunto, porque el muchacho se quedó en el pueblo y todos pensamos lo mismo: que se quedaba por ella.
No hacía un año que Cervino y su mujer se habían establecido en Puente Viejo y era muy poco lo que sabíamos de ellos. No se daban con nadie, como solía comentarse con rencor en el pueblo. En realidad, en el caso del pobre Cervino era sólo timidez, pero quizá la Francesa fuera, sí, un poco arrogante. Venían de la ciudad, habían llegado el verano anterior, al comienzo de la temporada, y recuerdo que cuando Cervino inauguró su peluquería yo pensé que pronto arruinaría al viejo Melchor, porque Cervino tenía diploma de peluquero y premio en un concurso de corte a la navaja, tenía tijera eléctrica, secador de pelo y sillón giratorio, y le echaba a uno savia vegetal en el pelo y hasta spray si no se lo frenaba a tiempo. Además, en la peluquería de Cervino estaba siempre el último El Gráfico en el revistero. Y estaba, sobre todo, la Francesa.
Nunca supe muy bien por qué le decían la Francesa y nunca tampoco quise averiguarlo: me hubiera desilusionado enterarme, por ejemplo, de que la Francesa había nacido en Bahía Blanca o, peor todavía, en un pueblo como éste. Fuera como fuese, yo no había conocido hasta entonces una mujer como aquélla. Tal vez era simplemente que no usaba corpiño y que hasta en invierno podía uno darse cuenta de que no llevaba nada debajo del pulóver. Tal vez era esa costumbre suya de aparecerse apenas vestida en el salón de la peluquería y pintarse largamente frente al espejo, delante de todos. Pero no, había en la Francesa algo todavía más inquietante que ese cuerpo al que siempre parecía estorbarle la ropa, más perturbador que la hondura de su escote. Era algo que estaba en su mirada. Miraba a los ojos, fijamente, hasta que uno bajaba la vista. Una mirada incitante, promisoria, pero que venía ya con un brillo de burla, como si la Francesa nos estuviera poniendo a prueba y supiera de antemano que nadie se le animaría, como si ya tuviera decidido que ninguno en el pueblo era hombre a su medida. Así, con los ojos provocaba y con los ojos, desdeñosa, se quitaba. Y todo delante de Cervino, que parecía no advertir nada, que se afanaba en silencio sobre las nucas, haciendo sonar cada tanto sus tijeras en el aire.
Sí, la Francesa fue al principio la mejor publicidad para Cervino y su peluquería estuvo muy concurrida durante los primeros meses. Sin embargo, yo me había equivocado con Melchor. El viejo no era tonto y poco a poco fue recuperando su clientela: consiguió de alguna forma revistas pornográficas , que por esa época los militares habían prohibido, y después, cuando llegó el Mundial, juntó todos sus ahorros y compró un televisor color, que fue el primero del pueblo. Entonces empezó a decir a quien quisiera escucharlo que en Puente Viejo había una y sólo una peluquería de hombres: la de Cervino era para maricas.
Con todo, creo yo que si hubo muchos que volvieron a la peluquería de Melchor fue, otra vez, a causa de la Francesa: no hay hombre que soporte durante mucho tiempo la burla o la humillación de una mujer.
Como decía, el muchacho se quedó en el pueblo. Acampaba en las afueras, detrás de los médanos, cerca de la casona de la viuda de Espinosa. Al almacén venía muy poco; hacía compras grandes, para quince días o para el mes entero, pero en cambio iba todas las semanas a la peluquería. Y como costaba creer que fuera solamente a leer El Gráfico, la gente empezó a compadecer a Cervino. Porque así fue, al principio todos compadecían a Cervino. En verdad, resultaba fácil apiadarse de él: tenía cierto aire inocente de querubín y la sonrisa pronta, como suele suceder con los tímidos. Era extremadamente callado y en ocasiones parecía sumirse en un mundo intrincado y remoto: se le perdía la mirada y pasaba largo rato afilando la navaja, o hacía chasquear interminablemente las tijeras y había que toser para retornarlo. Alguna vez, también, yo lo había sorprendido por el espejo contemplando a la Francesa con una pasión muda y reconcentrada, como si ni él mismo pudiese creer que semejante hembra fuera su esposa. Y realmente daba lástima esa mirada devota, sin sombra de sospechas.
Por otro lado, resultaba igualmente fácil condenar a la Francesa, sobre todo para las casadas y casaderas del pueblo, que desde siempre habían hecho causa común contra sus temibles escotes. Pero también muchos hombres estaban resentidos con la Francesa: en primer lugar, los que tenían fama de gallos en Puente Viejo, como el ruso Nielsen, hombres que no estaban acostumbrados al desprecio y mucho menos a la sorna de una mujer.
Y sea porque se había acabado el Mundial y no había de qué hablar, sea porque en el pueblo venían faltando los escándalos, todas las conversaciones desembocaban en las andanzas del muchacho y la Francesa. Detrás del mostrador yo escuchaba una y otra vez las mismas cosas: lo que había visto Nielsen una noche en la playa, era una noche fría y sin embargo los dos se desnudaron y debían estar drogados porque hicieron algo que Nielsen ni entre hombres terminaba de contar; lo que decía la viuda de Espinosa, que desde su ventana siempre escuchaba risas y gemidos en la carpa del muchacho, los ruidos inconfundibles de dos que se revuelcan juntos; lo que contaba el mayor de los Vidal, que en la peluquería, delante de él y en las narices de Cervino... en fin, quién sabe cuánto habría de cierto en todas aquellas habladurías.

Un día nos dimos cuenta de que el muchacho y la Francesa habían desaparecido. Quiero decir, al muchacho no lo veíamos más y tampoco aparecía la Francesa, ni en la peluquería ni en el camino a la playa, por donde solía pasear. Lo primero que pensamos todos es que se habían ido juntos y tal vez porque las fugas tienen siempre algo de romántico, o tal vez porque el peligro ya estaba lejos, las mujeres parecían dispuestas ahora a perdonar a la Francesa: era evidente que en ese matrimonio algo fallaba, decían; Cervino era demasiado viejo para ella y por otro lado el muchacho era buen mozo... Y comentaban entre sí con risitas de complicidad que quizás ellas hubieran hecho lo mismo.
Pero una tarde que se conversaba de nuevo sobre el asunto estaba en el almacén la viuda de Espinosa y la viuda dijo con voz de misterio que a su entender algo peor había ocurrido; el muchacho aquel, como todos sabíamos, había acampado cerca de su casa y, aunque ella tampoco lo había vuelto a ver, la carpa todavía estaba allí; y le parecía muy extraño -repetía aquello, muy extraño - que se hubieran ido sin llevar la carpa. Alguien dijo que tal vez debería avisarse al comisario y entonces la viuda murmuró que sería conveniente vigilar también a Cervino. Recuerdo que yo me enfurecí pero no sabía muy bien cómo responderle: tengo por norma no discutir con los clientes.
Empecé a decir débilmente que no se podía acusar a nadie sin pruebas, que para mí era imposible que Cervino, que justamente Cervino... Pero aquí la viuda me interrumpió: era bien sabido que los tímidos, los introvertidos, cuando están fuera de sí son los más peligrosos.
Estábamos todavía dando vueltas sobre lo mismo, cuando Cervino apareció en la puerta. Hubo un gran silencio; debió advertir que hablábamos de él porque todos trataban de mirar hacia otro lado. Yo pude observar cómo enrojecía y me pareció más que nunca un chico indefenso, que no había sabido crecer.
Cuando hizo el pedido noté que llevaba poca comida y que no había comprado yoghurt. Mientras pagaba, la viuda le preguntó bruscamente por la Francesa.
Cervino enrojeció otra vez, pero ahora lentamente, como si se sintiera honrado con tanta solicitud. Dijo que su mujer había viajado a la ciudad para cuidar al padre, que estaba muy enfermo, pero que pronto volvería, tal vez en una semana. Cuando terminó de hablar había en todas las caras una expresión curiosa, que me costó identificar: era desencanto. Sin embargo, apenas se fue Cervino, la viuda volvió a la carga. A ella, decía, no la había engañado ese farsante, nunca más veríamos a la pobre mujer. Y repetía por lo bajo que había un asesino suelto en Puente Viejo y que cualquiera podía ser la próxima víctima.
Transcurrió una semana, transcurrió un mes entero y la Francesa no volvía. Al muchacho tampoco se lo había vuelto a ver. Los chicos del pueblo empezaron a jugar a los indios en la carpa abandonada y Puente Viejo se dividió en dos bandos: los que estaban convencidos de que Cervino era un criminal y los que todavía esperábamos que la Francesa regresara, que éramos cada vez menos. Se escuchaba decir que Cervino había degollado al muchacho con la navaja, mientras le cortaba el pelo, y las madres les prohibían a los chicos que jugaran en la cuadra de la peluquería y les rogaban a sus esposos que volvieran con Melchor.
Sin embargo, aunque parezca extraño, Cervino no se quedó por completo sin clientes: los muchachos del pueblo se desafiaban unos a otros a sentarse en el fatídico sillón del peluquero para pedir el corte a la navaja, y empezó a ser prueba de hombría llevar el pelo batido y con spray.
Cuando le preguntábamos por la Francesa, Cervino repetía la historia del suegro enfermo, que ya no sonaba tan verdadera. Mucha gente dejó de saludarlo y supimos que la viuda de Espinosa había hablado con el comisario para que lo detuviese. Pero el comisario había dicho que mientras no aparecieran los cuerpos nada podía hacerse.
En el pueblo se empezó entonces a conjeturar sobre los cadáveres: unos decían que Cervino los había enterrado en su patio; otros, que los había cortado en tiras para arrojarlos al mar, y así Cervino se iba convirtiendo en un ser cada vez más monstruoso.
Yo escuchaba en el almacén hablar todo el tiempo de lo mismo y empecé a sentir un temor supersticioso, el presentimiento de que en aquellas interminables discusiones se iba incubando una desgracia. La viuda de Espinosa, por su parte, parecía haber enloquecido. Andaba abriendo pozos por todos lados con una ridícula palita de playa, vociferando que ella no descansaría hasta encontrar los cadáveres.
Y un día los encontró.

Fue una tarde a principios de noviembre. La viuda entró en el almacén preguntándome si tenía palas; y dijo en voz bien alta, para que todos la escucharan, que la mandaba el comisario a buscar palas y voluntarios para cavar en los médanos detrás del puente. Después, dejando caer lentamente las palabras, dijo que había visto allí, con sus propios ojos, un perro que devoraba una mano humana. Me estremecí; de pronto todo era verdad y mientras buscaba en el depósito las palas y cerraba el almacén seguía escuchando, aún sin poder creerlo, la conversación entrecortada de horror, perro, mano, mano humana.
La viuda encabezó la marcha, airosa. Yo iba último, cargando las palas. Miraba a los demás y veía las mismas caras de siempre, la gente que compraba en el almacén yerba y fideos. Miraba a mi alrededor y nada había cambiado, ningún súbito vendaval, ningún desacostumbrado silencio. Era una tarde como cualquier otra, a la hora inútil en que se despierta de la siesta. Abajo se iban alineando las casas, cada vez más pequeñas, y hasta el mar, distante, parecía pueblerino, sin acechanzas. Por un momento me pareció comprender de dónde provenía aquella sensación de incredulidad: no podía estar sucediendo algo así, no en Puente Viejo.

Cuando llegamos a los médanos el comisario no había encontrado nada aún. Estaba cavando con el torso desnudo y la pala subía y bajaba sin sobresaltos. Nos señaló vagamente en torno y yo distribuí las palas y hundí la mía en el sitio que me pareció más inofensivo. Durante un largo rato sólo se escuchó el seco vaivén del metal embistiendo la tierra. Yo le iba perdiendo el miedo a la pala y estaba pensando que tal vez la viuda se había confundido, que quizá no fuera cierto, cuando oímos un alboroto de ladridos. Era el perro que había visto la viuda, un pobre animal raquítico que se desesperaba alrededor de nosotros. El comisario quiso espantarlo a cascotazos pero el perro volvía y volvía y en un momento pareció que iba a saltarle encima. Entonces nos dimos cuenta de que era ése el lugar, el comisario volvió a cavar, cada vez más rápido, era contagioso aquel frenesí, las palas se precipitaron todas juntas y de pronto el comisario gritó que había dado con algo; escarbó un poco más y apareció el primer cadáver.
Los demás apenas le echaron un vistazo y volvieron enseguida a las palas, casi con entusiasmo, a buscar a la Francesa, pero yo me acerqué y me obligué a mirarlo con detenimiento. Tenía un agujero negro en la frente y tierra en los ojos. No era el muchacho.
Me di vuelta, para advertirle al comisario, y fue como si me adentrara en una pesadilla: todos estaban encontrando cadáveres, era como si brotaran de la tierra, a cada golpe de pala rodaba una cabeza o quedaba al descubierto un torso mutilado. Por donde se mirara muertos y más muertos, cabezas, cabezas.
El horror me hacía deambular de un lado a otro; no podía pensar, no podía entender, hasta que vi una espalda acribillada y más allá una cabeza con vendas en los ojos. Miré al comisario y el comisario también sabía, nos ordenó que nos quedáramos allí, que nadie se moviera, y volvió al pueblo, a pedir instrucciones.
Del tiempo que transcurrió hasta su regreso sólo recuerdo el ladrido incesante del perro, el olor a muerto y la figura de la viuda hurgando con su palita entre los cadáveres, gritándonos que había que seguir, que todavía no había aparecido la Francesa. Cuando el comisario volvió caminaba erguido y solemne, como quien se apresta a dar órdenes. Se plantó delante de nosotros y nos mandó que enterrásemos de nuevo los cadáveres, tal como estaban. Todos volvimos a las palas, nadie se atrevió a decir nada. Mientras la tierra iba cubriendo los cuerpos yo me preguntaba si el muchacho no estaría también allí. El perro ladraba y saltaba enloquecido. Entonces vimos al comisario con la rodilla en tierra y el arma entre las manos. Disparó una sola vez. El perro cayó muerto. Dio luego dos pasos con el arma todavía en la mano y lo pateó hacia delante, para que también lo enterrásemos.
Antes de volver nos ordenó que no hablásemos con nadie de aquello y anotó uno por uno los nombres de los que habíamos estado allí.

La Francesa regresó pocos días después: su padre se había recuperado por completo. Del muchacho, en el pueblo nunca hablamos. La carpa la robaron ni bien empezó la temporada.

Fin

15 de abril de 2011

Nietzsche, vida y voluntad de poder: José Pablo Feinmann

Excelente programa! Hoy Nietzche. Saludos!

Parte 1/3


Parte 2/3


Parte 3/3

10 de abril de 2011

La cuarta pared / Abelardo Castillo


La cuarta pared
Abelardo Castillo

Si desapareciera súbitamente esa pared podríamos ver a la mujer, y hasta escuchar la primera de las siete campanadas que de un momento a otro dará el reloj de péndulo, y poco a poco iría llegando hasta nosotros un tenue olor a lilas que, antes de volverse familiar y desaparecer por completo, podría resultar casi incomprensible. No porque en la habitación no haya lilas, sino justamente porque las hay. Tampoco se comprende bien la presencia de la mujer. O nunca entró antes en ese cuarto (pero allí están las lilas), o alguien, un hombre, ha ordenado cada detalle como quien organiza las piezas de un juego, sin atender a que los demás lo entiendan o no. El reloj da la primera campanada. Los muebles son pesados, conventuales y oscuros; las paredes, gris piedra. No se ve más color que el de una gran reproducción del Van Gogh de la oreja cortada. Hay también otras dos láminas, de Beardsley: la severidad de los muebles confiere a estos dibujos una ambigua malignidad que los vuelve casi obscenos. La mujer es muy hermosa. Tiene quizá treinta años. Ha estado inmóvil junto a la mesita del teléfono y ahora acaricia lenta y circularmente el remate del brazo del sillón, su pequeña cabeza esférica. Todo en la mujer está como contenido, menos esa mano, que rodea suavemente la madera. El reloj da la cuarta campanada. Las manos de la mujer son largas, llamativamente largas y finas: dan la impresión de comunicarla entera con el exterior, como si toda la fuerza de sus sentimientos se hubiese concentrado en ellas. Aun quietas, serían enervantes. Esa mujer entiende las cosas a partir del momento en que las toca. Se levanta. Parece inquieta, fastidiada. Espera algo que, previsto y calculado, se demora sin motivo. Toma un libro. Pasa la punta de un dedo por el canto y hunde lentamente las uñas entre las hojas. Lo deja. Mira el teléfono. Ahora mira el reloj: todavía no se ha apagado el sonido de la última campanada de las siete. Todavía hay olor a lilas. De pronto, suena el teléfono. La mujer se ha sobresaltado; ahora sonríe con una especie de alivio. Tiene un aire travieso y triunfal. Bueno, murmura, bueno.
-Parece que nos decidimos a llamar, por fin.
No atiende. Va acompañando los timbrazos con movimientos de cabeza.
-Caramba, hoy vas a llegar a cien. A mil. Vamos a ver..., las siete en punto. “¿Dónde estabas esta
tarde, cuando llamé?” –la pregunta y el tono son sorprendentes: ha parodiado la voz de un hombre-. En casa, y puedo probártelo; eran las siete en punto. –Lo ha dicho hacia el teléfono, y el teléfono, como si aceptara un argumento irrefutable, ha dejado de sonar. Resulta molesto; es como si la mujer hubiese estado dialogando con un objeto vivo. El teléfono vuelve a llamar. –No, no marcaste equivocado. Ésta es la casa de tu mujercita, tu casa, la casa del Gran Mogol, sólo que a tu mujercita se le ocurre repentinamente un juego: no atenderte.

Ha ido hacia el dormitorio y ha vuelto. Dice algo, que no se escucha. Habla con una paradojal naturalidad, no como una mujer que está sola: es difícil explicar de qué modo.
-Entonces va a pedir perdón y va a jurar portarse como un chico bueno. Y durante un tiempo se va a portar como un chico bueno. Pero antes es necesario que estés asustado, que te vuelvas... dócil, porque hoy el señor ha hecho una gran cochinada. Y eso va a costarte sangre, ángel mío –se ha sentado, cruza las piernas y enciende un cigarrillo. Tiene piernas muy hermosas. El teléfono ya no suena-. A veces pienso que un día vas a terminar estropeándolo todo... Desde chico. Tu hermana lo cuenta, con orgullo. Marcela: ella te admira, ¿ves? Ella todavía te admira.Y dentro de un minuto vas a llamarla; seguramente ya la estás llamando –con brusquedad ha aplastado en el cenicero el cigarrillo a medio fumar. Está de pie. Ahora se encoge de hombros; parece divertida otra vez-. Pienso si no te casaste conmigo porque me parezco a tu hermana. No, si es muy probable; esas monstruosidades están muy dentro de tu estilo. Poe y Virginia, el loco y el ángel, Hamlet y Ofelia. El estupro o el incesto, pero jamás nada normal, nada vulgar, nunca nada a ras del suelo... Eso es lo indignante, tu aire fatal de pensionista del Infierno, de fauno que enloquece a las muchachas llenas de cintitas, que las perturba con la cercanía del pecado. Y sin embargo, es puro; ahí está el Gran Secreto. Una vez lo dijo: le gustaría ser el recuerdo nostálgico de innumerables abuelas, el amor imposible de cuando fueron adolescentes. Lástima que nos estamos poniendo viejos, amor, pronto vamos a tener que empezar a recordar nosotros. –Está junto al jarrón de las lilas; con suavidad hunde la cara en ellas. Corta una flor. La ha puesto en el hueco de la mano. La mira un momento. –Las cosas debieran morir en el esplendor de su belleza, de su juventud. De lo contrario, envejecen.
El teléfono vuelve a llamar. La mujer está junto a la ventana. El teléfono ha sonado sólo tres veces. La mujer está frente al vidrio entornado de la ventana, aunque es difícil saber si se mira en él. Levanta suavemente la mano izquierda, como si fuera a tocarse la cara, pero se limita a dejar caer la pequeña flor. Imposible no mirar sus manos cuando las mueve.
-¡El talentoso y joven fauno! Y hay que reconocer que el personaje le sienta a las mil maravillas. Relativamente, hay momentos en que todavía le sienta. Sólo que, por cuánto tiempo. Un día te vas a sorprender a vos mismo haciendo caras delante del espejo, o algo peor: ellos te van a sorprender. Los delfines. A ellos sí que les tenés miedo. Los de veras jóvenes delfines que un día pueden no admirar más al hombre de talento y dejarlo solo, que un día pueden robarse a todas las muchachas de cintitas, acostarse con ellas, y dejarte el recuerdo de una corona de laurel marchito sobre tu hermosa frente. Y un espléndido par de cuernos.
Suena el teléfono. Ella visiblemente se sobresalta. Parece humillada por ese involuntario estremecimiento.
-Ah, no estamos convencidos, o a lo mejor te imaginás que voy a atender. ¿Sí? Pero no, no voy a atender. Estoy acá, a dos pasos del teléfono, y no-voy-a-atender. Después sí, pero no ahora. Después, cuando tu podrida imaginación invente las fantasías más descomunales, y tengas miedo, y ¡dejame vivir en paz! –lo ha dicho hacia el teléfono, casi en un grito. El teléfono deja de sonar. La mujer parece sorprendida, como si hubiera advertido una secreta vinculación entre sus palabras y este súbito silencio. Ahora ríe. Su risa es mucho más joven que ella: da la impresión de no pertenecerle-. Es curioso; las cosas, los objetos. Como si hubiera algo animado, vivo, en las cosas. O en sus cosas. Algo de él que se queda prendido, adherido a las cosas. Algo peor que un fantasma. Casi se lo puede tocar. –Ha hecho un gesto como de frío, como si no quisiera seguir pensando en esto. Es visible que se esfuerza por frivolizar sus ideas. –Marcela, sí -y también es visible que ahora se obliga a hablar en voz alta; esta mujer está secretamente aterrada, y no es seguro que lo sepa. De todos modos, tiene otra vez aire divertido-. Seguramente la estás llamando. “¿Está ahí mi mujer?”... “No, Andrés” –dice ahora con otra voz, una vocecita farsescamente tierna e infantil-. “No, querido, acá tampoco está; pero qué pasa, ¿pasa algo? No habrán vuelto a discutir”... Y ella dirá hermosas palabras de Ondina, balsámicas palabras de mujer inimitable que aún borda en las ventanas los días de lluvia... ¡Discutir! Llamalo así, si eso te parece lo más terrible que puede suceder en el mundo. Sin embargo, hay algo que permanece inalterado en ella, detenido a los quince años. Eso es lo que la hace insufrible. Y por eso la está llamando ahora. Yo, en cambio, he crecido: puedo jurártelo –lo ha dicho secamente, mirándose esta vez en el vidrio de la ventana; sin embargo, no se ha referido a su edad: no dio en absoluto esa impresión-. Y pienso si ella no notó algo el otro día. Qué fue que... “Le das demasiada confianza a ese chico alumno de Andrés”, eso dijo... Bueno, es el preferido de mi esposo, Marcela. Además, me lo recuerda un poco como era antes. Un delfín. Jugar a un juego peligroso dijo; parece que no lo conocieras a Andrés... ¡Uh, si lo conozco! Vaya si te conozco, bebé: mejor que a mí. Hace quince años que te conozco.
Ha hecho una reverencia. Juega. Ha abierto su pollera como un abanico. “¿Andrés Córdoba?, murmura. “Encantada.” Tiende su mano con lentitud. De pronto se ha operado en la mujer un cambio real: ya no juega. Ve algo, y está maravillada por lo que ve. Sus gestos son como ajenos a ella, suceden en una zona ambigua donde se mezclan la más auténtica ingenuidad y el extravío. Hay una subterránea locura en todo esto.
-Cómo no... Aunque lo hago muy mal –ha extendido los brazos: acepta que la saquen a bailar. Gira lentamente sobre sí misma. Uno teme que en este momento pueda sonar el teléfono-. No sé –dice-, es tan difícil explicarlo. Nunca creí que algún día... La gente, los diarios hablan de una persona, dicen Andrés Córdoba, y una no se imagina muy bien que... Cuando era chica, por ejemplo, Papá me llevó una tarde a la Recova, y ahí estaban el Cabildo y la Catedral. Eran los mismos que aparecían dibujados en las láminas de los libros, y sin embargo allí estaban, con sus altas ventanas enrejadas, con sus paredes amarillas. Existían.
La mujer está detenida en el centro de la habitación. Ya no baila. Desde hace unos segundos sólo hace girar la cabeza, echándola hacia atrás con un movimiento sonámbulo e incontrolado. Ahora mira hacia acá, como si acabara de reparar en algo. “Usted se ríe”, dice en voz muy baja. La sonrisa aniñada desaparece de su rostro. Con visible esfuerzo da un paso atrás. Como si se apartara violentamente de alguien. “Voy a terminar por...”, ha dicho. Estuvo a punto de decir: volverme loca. Se apoya en la puerta que da al pasillo. El teléfono comienza a llamar. Ella no le presta atención, quizá ni siquiera lo oye.
-Hasta que aprendí a despreciarte. Soportarlo todo al principio: ése era el precio. Llorar desconsoladamente hace mucho. Y yo lo soportaba todo, Dios santo, todo. Tus celos, tus pequeñas manías, tus ridículas manías de hombre superior. Hasta que aprendí a despreciarte.
Ésa era la clave. No podés imaginarte, ángel mío, hasta qué punto se puede llegar a despreciar a un hombre –la mujer se ha separado de la puerta, lentamente parece recuperar su aplomo, su tono entre divertido y malicioso. El teléfono ya no suena-. A fuerza de verlo en medias. Y no sólo en medias; lavándose los dientes, bostezando, o resfriado. Nunca debiste resfriarte delante de mí. Los hombres como vos debieran esconder sus pequeños lugares comunes... Te he visto dormir, ¿entendés esto? ¡Te he visto dormir!... El señor duerme a veces con la boca abierta, como los muertos, y le corre un hilito de saliva por acá, como a los bobos. ¡Pasen a ver, señores, pasen a ver! Dentro de unos momentos, Andrés Córdoba, el Emperador de la China, saltará de la cama en tremendos calzoncillos y hará como de costumbre algunos ejercicios gimnásticos... Uno-dos. Uno-dos. ¡Arriba!, ¡abajo! Ay, tus piernas son tan absurdas –se ríe, pero lo ha dicho casi con ternura; ahora levanta un dedo-. “Juan Lanas, el mozo de la esquina, es absolutamente igual al Emperador de la China, los dos son el mismo animal”... Ellos conocen tu Ooobra: yo conozco tus piernas. Uno-dos. Arriba, abajo.
La mujer no ha parado de reír mientras hablaba. Su risa es realmente divertida. Hay en ella, sin embargo, en la risa, algo inquietante. Ahora está muy seria.
-Y todo lo otro. Todo lo que te vuelve baboso y torpe, un bicho lujurioso y sin orgullo. Y tus inmundas sospechas. Inmundas, sí. Porque al principio, antes, eran inmundas.
La mujer se ha vuelto repentinamente hacia la puerta que da al pasillo, donde algo, o alguien, acaba de hacer ruido. Se ha llevado la mano a la boca. La palabra antes está como flotando en el aire. “Quién anda ahí”, murmura, y de inmediato casi lo grita. Inmóvil, escucha. El teléfono vuelve a llamar. Ella, al oírlo, se ha relajado.
-Dios santo, todavía no te he perdido el respeto. Me tenés los nervios hechos pedazos, eso es lo que pasa... ¡El respeto! No. Ya no te respeto. No-te-respeto. Me basta con imaginarte, Raskólnikov, ahí, en tu teléfono público, desmelenado como cuadra a un hombre sensible, con ojos de caos y catástrofe, pensando: “¡La mataré!” –El teléfono ya no suena, ella se sienta y mira el reloj.- Sí, seguramente a esta hora todavía piensa en matarme. Después no. Después dirá algo en el estilo de “Perdón, Adelaida, soy un canalla”. Pero antes es necesario que tengas miedo, que me imagines a mí sabe Dios cómo, y tengas miedo, y necesites venir. Inmundo. Hoy hiciste la más hermosa de tus hermosas porquerías. Debí habérmelo imaginado, te temblaban las manos al tocarme. Y yo empecé a sentirme indefensa. Fue uno de tus maravillosos momentos. Entonces, acariciándome, en voz muy baja me dijiste dulcemente: puta. No se debe decir la verdad de esa manera. Me asustaste, sabés, pensé que... Afortunadamente, no. Afortunadamente era otro de tus arrebatos geniales. “Me vas a traicionar algún día.” ¡Mi carne perversa! Qué exageradamente literario fuiste siempre, Dios mío, y lo malo es que hasta resulta encantador oírte decir cosas así. Y juraría que a vos también te gusta escucharte. Por eso empecé a despreciarte. Podés llegar a ser un poco chocante. Nunca te equivocaste, además. Ni siquiera hoy. Y eso también es chocante. Por otra parte, cometiste un delicado error... –Desde hace un momento está de pie, junto al autorretrato de Van Gogh; con un dedo le está tocando la nariz.- Enseñarme que no eras el único hombre del mundo. Tanto hablar de ellos, bueno, comencé a fijarme. Y no son del todo desagradables, ¿querés creerlo? Lo fundamental es no llegar a conocerlos mucho, y hasta es preferible no conocerlos en absoluto. Cuando empiezan a ponerse familiares, adiós, hermoso mío, no estés triste.
El teléfono vuelve a llamar.
-Te conozco, querida lagartija. Si te atendiera ahora serías capaz de echarlo todo a perder. Siempre tuviste la virtud de estropearlo todo. El miedo a que las cosas se estropeen: eso justamente es lo que las rompe. Conjura uno al Diablo –lo ha dicho confidencialmente, hacia el teléfono; el teléfono deja de sonar-. Desde chico. Marcela lo cuenta. Durante meses pediste un juguete, era caro seguramente. Era el mejor, seguramente. Lo veías todos los días al volver del colegio. Llorabas. Cuando por fin te lo compraron, también lloraste. “Se me va a romper. Algún día se me va a romper.” Fue lo único que se te ocurrió. Y al día siguiente lo hiciste pedazos vos mismo... Me dejabas a solas con tus amigos, puerco. Para espiarme. O a lo mejor, ni siquiera eso: para imaginarme y sufrir en silencio y atormentarte. Era imposible soportarlo. Adivinarte, peor que si estuvieras detrás de una puerta o con el oído pegado a la pared; adivinarte imaginando mis gestos y mis palabras; volviendo sucios mis menores gestos y mis palabras. No se puede acostar una con otro hombre en semejantes condiciones. Eso entra dentro de tu locura, y lo echa todo a perder. No sirve. Tus delfines, en cambio. El primero fue uno de tus muchachitos. Te admiraba tanto, pobre ángel. Lo mandabas a casa con cualquier pretexto. Un ángel de la guarda, con su mirada transparente y su carita de andar perdido. “Usted es tan hermosa”, dijo. Y después: “Perdón, señora. Tan frágil, tan indefenso. No sabés lo importante que es eso, tener algo, alguien para proteger temblando como un pájaro. Tenías demasiada confianza en tus delfines: eso era aún más insultante que tus celos. Confianza en vos. Vieras su cara después, y la de todos los otros; vieras sus ojos desolados. Engañarte a vos, al hombre admirable. Acostars
e con la mujer del hombre admirable, ellos, en la propia cama del hombre admirable... Uno solo no se decidió: fue el único... No volvió nunca más... Se te parecía tanto.
Suena el teléfono. “Sí”, murmura la mujer, “sí”. Se ha sentado y habla con voz repentinamente gastada. Tiende la mano hacia el teléfono, con un gesto casi de dolor físico, y allí la deja, sin levantar el tubo.
-Ahora, la próxima vez, amor. Ya voy a atender y voy a oír tu voz apagada, de chico bueno, tu arrepentimiento un poco solemne, y voy a decirte palabras bellas de consuelo y perdón. Y todo, durante un minuto, será hermoso.
El teléfono ya no suena. La mujer, sin que nada haya hecho esperar ese gesto, se ha llevado de pronto las manos a la cara y emite un sonido extraño y monocorde: una especie de suave quejido animal, a mitad de camino entre la risa y el llanto. Cuando baja las manos, sin embargo, su cara no ha cambiado en absoluto de expresión. El teléfono vuelve a llamar. Ella atiende. No ha dicho “hola”; con voz inexpresiva ha pronunciado de inmediato unas pocas palabras, que no alcanzaron a oírse. De pronto, se calla. Ha erguido la espalda, como si una mano helada la hubiese tocado con sorpresa.
-Oh, Marcela, perdoname –dice-. Creí que... No, Andrés no está en casa... ¿Qué estás diciendo? –la mujer mira el reloj con un gesto de perplejidad y sospecha-. ¿Desde qué hora estás llamando?
Ha vuelto a mirar mecánicamente el reloj. Tiene un inexpresivo aire de loca. Está de pie. Con el tubo en la mano, da vuelta lentamente la cabeza hacia la puerta donde, hace un rato, pareció oírse un sonido. El picaporte ha comenzado a girar.
Mientras la puerta lentamente se abre, van desapareciendo los pesados muebles, los cuadros, el jarrón de las lilas y la hermosa mujer de largas manos. Sólo queda, ahí adelante, una pared que la vaga luz del atardecer ha vuelto casi violeta. Todavía se alcanza a oír, pero tan apagada y remota como el fantasma de una campanada, la campanada de las siete y media.

Fin

5 de abril de 2011

Arturo Perez Reverte: "Yo elijo a mis enemigos. Tengo media docena selecta"

Genio y figura. A Pérez-Reverte le va la descripción al pelo (previa comprobación en el diccionario de la Academia). Con su nuevo libro convertido ya en best seller, el escritor se dirige a sus lectores más leales y queridos, los de XLSemanal. Con ellos, dice, tengo el único compromiso fijo de mi vida.
Se sabe el oficio y te brinda la entrevista a la carta: «¿Qué quieres: respuestas largas, cortas... cómo las quieres?» «Cortas, por favor –le digo–.» «¿Lo quieres editado ya? –sonríe con una seguridad aplastante–.» Se muestra amable y cómplice. La campaña de lanzamiento de su última novela El asedio (editorial Alfaguara) ya ha terminado y el libro, la historia de un asesino en serie en el Cádiz de 1812, vuela solo.

XL. Después de varias semanas concediendo entrevistas, ¿qué puedo preguntarle sobre El asedio que no haya dicho ya? ¡Como no cuente el final...!
A.P.R. Pues hay muchas cosas que no he dicho. ¿Te lo has leído entero?

XL. ¡De cuatro sentadas!
A.P.R. Eso está bien [sonríe].

XL. Este libro narra con profusión y detalle tantas historias diferentes que podrían ser cada una de ellas novelas en sí mismas. Sin embargo, para mí, el verdadero protagonista es el viento, que va transformándose en elemento clave de cada situación.
A.P.R. Sí, exactamente; es una magnífica definición. Y es así porque en Cádiz el viento es muy importante por aquello que hace posible en todos los sentidos. El viento, los ángulos, la geometría... ésa es la base de la novela. Elegí Cádiz porque es una ciudad de vientos.

XL. Creo que, de todas, El asedio es su novela más redonda, en la que, además, hay mucho de algunas de las anteriores. Parece como si quisiera dar por finiquitada una etapa literaria, ¿va a cambiar de registro?
A.P.R. No está pensado así. Con cada novela cierro una etapa de mi vida y, cuando pase toda esta agitación y me serene, veré lo que me he dejado sin hacer y lo que ya está resuelto. Cada novela es un paso que das hacia alguna parte.

XL. Es curioso que, con varias tramas y tantos personajes, al final no gane nadie.
A.P.R. En mis novelas no suele ganar nadie porque en la vida real, normalmente, tampoco gana nadie. Pero eso forma parte de mi territorio narrativo.

XL. ¿También lo es que el que fracasa lo haga con mucha dignidad?
A.P.R. Es que lo único que le queda al fracaso es la dignidad. Admiro a la gente que sabe levantarse de la mesa de juego después de perderlo todo y se va sin perder la compostura, como el que sale de la vida sin perderla también. Me gusta la gente que no pierde la compostura.

XL. Los ingleses, pese a ser aliados nuestros en la época en la que transcurre la novela, no salen muy bien parados, ¿mantiene alguna reserva especial con la Pérfida Albión?
A.P.R. Los ingleses son los malos de todas nuestras películas, pero eso es una realidad histórica. Cuando lees Historia, te das cuenta de que el país que más ha perjudicado a España a lo largo de los siglos ha sido Inglaterra. En realidad, Inglaterra nunca quiso ningún buen gobierno en ningún lugar de Europa.

XL. Me ha sorprendido que, siendo usted un amante del mar, como lo es, el Capitán Lobo, uno de sus personajes, reniegue del mar y haga una defensa acérrima de la vida en tierra.
A.P.R. Es que, normalmente, se identifica el mar como un lugar de aventura maravilloso y lleno de cosas apasionantes y yo, que navego desde hace muchísimos años y conozco a muchísimos marinos, sé que el mar es un lugar de trabajo donde mucha gente está a disgusto, deseando perderlo de vista. Esto es rigurosamente cierto. Cualquier marino profesional te puede decir lo mismo.

XL. Tengo una curiosidad, ¿es verdad que nunca navega con extraños y que jamás ha subido un periodista en su barco?
A.P.R. ¡Es verdad! Mira, cuando hicieron una edición alemana de uno de mis libros, vinieron unos periodistas alemanes para hacerme fotos en el mar y los llevé en un barco que no era el mío. Mi barco es mi retaguardia y no subo a él a nadie que no aprecie. Un barco es un lugar muy singular en el que no puede subir cualquiera, en donde hay unas reglas... En mi barco, ni se grita ni se corre; existen un montón de normas a bordo que un extraño no conoce bien y no puede respetar.
XL. Ha tardado dos años en escribir El asedio.
A.P.R. Sí, han sido dos años intensos, interrumpidos cada semana sólo para hacer el artículo del XLSemanal, al que le dedico un día, que a veces supone un castigo...

XL. Esto no lo cuento [risas].
A.P.R. Sí, sí; es que hay días que me apetece, que bajo caliente, con el colmillo goteando, diciendo: «Bueno, tal, se van a enterar», deseando escribir. Pero hay días que te supone un gran esfuerzo. Este artículo es la única obligación que tengo; placentera y voluntaria, desde luego. El único compromiso fijo que tengo en mi vida se llama XLSemanal.

XL. Explíqueme por qué lo mantiene.
A.P.R. Por muchas razones. Primero, porque llevo mucho tiempo haciéndolo; segundo, porque conmigo siempre se han portado muy bien, han sido muy leales. Y, por otra parte, porque recibo cada semana una cantidad enorme de cartas de los lectores en las que me doy cuenta de que a veces lo que escribo les es útil a otros.

XL. En alguna ocasión ha dicho que escribe en esta revista porque es una vía de desahogo y de ajuste de cuentas de su parte y de la de los demás.
A.P.R. Sí, a veces mato en nombre ajeno y eso me gusta también; ajustar cuentas de amigos que no pueden ajustarlas me parece que está muy bien, es una satisfacción.

XL. Desde que el New York Times le dedicó algunas portadas, estará encantado con las críticas que recibe tanto por sus libros como por sus artículos.
A.P.R. No me puedo quejar, pero hace mucho tiempo que la crítica es muy buena conmigo. Hace muchísimos años que no tengo ninguna queja. De todas formas, la gente tiene derecho a que no le guste lo que escribo, no pasa nada.

XL. El éxito siempre despierta envidias, ¿las siente?
A.P.R. No, ¿en qué las puedo sentir? Yo no me muevo en el mundo literario para nada. Llevo una vida muy retirada: o navego o estoy en casa trabajando o estoy de viaje con los libros. Si hay reacciones adversas, no me llegan.

XL. ¿Le divierte la provocación constante?
A.P.R. Me parece higiénica. Provocar ciertas cosas y aguardar los resultados es un experimento muy interesante y muy educativo.

XL. A veces parece ser un gran pesimista respecto al mundo que lo rodea...
A.P.R. ¿`Lucidez´ puede ser la palabra? A lo mejor es ésa la que mejor lo define.

XL. ¿Siente ternura y compasión por los demás?
A.P.R. ¿Compasión?, naturalmente. Hay cosas que me conmueven especialmente. Es justo la compasión por los demás la que hace que me cabree con otros individuos culpables de los males que ocurren.

XL. Dicen que al hombre se le mide por los enemigos que tiene.
A.P.R. Medirse, no; pero es cierto que los enemigos son útiles porque te mantienen despierto. Son como el mar, que es un lugar peligroso que te obliga a estar muy atento.

XL. Da la sensación de que a algunos los elige.
A.P.R. A algunos, sí; es cierto. Los he elegido cuidadosa y minuciosamente durante toda mi vida. Es útil tener media docena de enemigos selectos.

XL. Y sobrevivirlos...
A.P.R. No, ¡qué más da! No siento un placer especial por enterrar enemigos.

XL. ¿Qué le concede el éxito?
A.P.R. Tener lectores igual en Japón que en Francia, en Inglaterra, en Israel, en Rusia o en Colombia me da independencia; digamos ‘más’ independencia porque yo ya era independiente antes.

XL. ¿Quienes se quejan de lo poco que leemos son aquellos que apenas venden libros?
A.P.R. ¡Vamos a ver! ¿Querías respuestas cortas o largas? Esto no se puede resumir en dos frases.

XL. ¡Láncese!
A.P.R. La gente lee, a mí me leen y a otros, también. Eso de que la gente, en general, no lee es mentira; la prueba es que a mí sí me leen... y a otros. Otra cosa es que haya autores a los que no los leen.

XL. Hay niños que no consiguen terminar un libro.
A.P.R. No, yo creo que los niños son buenos lectores. Dejamos de leer a medida que nos hacemos mayores. Los chicos de nueve o diez años son unos lectores magníficos y, además, muy agradecidos. Están deseando que les cuenten buenas historias. Lo que no son es subnormales. No se puede escribir para ellos como si fueran retrasados mentales. Los niños tienen una lucidez que ya quisieran muchos adultos.

XL. ¿Es una satisfacción para un periodista sumergirse en la literatura para poder contar las historias como le da la gana, para falsear lo que no le gusta...?
A.P.R. Yo no falseo, estás equivocada. Para mí, la literatura es la manera de ordenar un mundo que viví de una forma muy desordenada; es justo lo contrario: hacerlo real y concreto. Las historias que llevo a los libros son el pretexto, pero los conceptos que manejo son reales. Yo escribo con lo que he vivido, con lo que he leído y con lo que soy; no me invento nada.

XL. ¿Habría sido escritor de no haber dedicado 21 años de su vida al reporterismo de guerra?
A.P.R. Seguramente, no; porque yo me nutro de lo que he vivido y buena parte de lo que escribo me lo ha dado la vida que llevé como reportero.

XL. Estoy segura de que todo el que ha vivido una tragedia, y usted ha vivido unas cuantas, se guarda para sí muchas cosas que no contará jamás, ¿es así?
A.P.R. Sí, es verdad. En donde más me acerqué a contarlas fue en El pintor de batallas y en Territorio comanche. En El asedio también me he acercado, aunque ha sido más a rincones oscuros del corazón humano. Yo no quiero ir más allá. He vivido cosas que no quiero explicar ni novelar, que son memoria y que ahí se deben quedar

XL. ¿Es una terapia escribir sobre aquello?
A.P.R. Emocionalmente, todo eso está muy asumido. Yo era un periodista profesional, no era un aventurero que iba a la guerra buscando emociones. Esto hace que todo haya sido más digerible que si lo hubiera abordado, como otros, para emborracharme de pasión y de aventura... Esa actitud me habría impedido hacer una crónica de telediario a las tres de la tarde y otra a las nueve de la noche, y tener la cabeza muy tranquila.

XL. ¿Existe un Pérez-Reverte tierno y humilde?
A.P.R. No lo sé, llevo 16 años escribiendo artículos
en el XLSemanal; a estas alturas, el lector debería saberlo.

XL. ¿Es fácil vivir a su lado?
A.P.R. Hay gente que lo hace. Será que no es difícil.

XL. En cierta ocasión dijo que «la mujer es un soldado perdido en territorio enemigo». ¿Ninguna mujer le ha reprochado esa definición?
A.P.R. No veo que haya nada que reprochar, me parece que decir eso de una mujer es el mayor elogio que se le puede hacer. Para mí, un soldado perdido en territorio enemigo es la figura más respetable y admirable que puedo imaginar.

XL. ¿Le gusta tan poco como dice la España en la que vive?
A.P.R. No, hay una España en la que vivo que me gusta mucho; pero hablo de la que no me gusta porque desearía que mejorara. La que me gusta, de vez en cuando, la menciono.

XL. ¿Hablar bien vende poco?
A.P.R. No se trata de eso, yo vendo lo mismo hable bien o hable mal. Lo que ocurre es que la España que no me gusta me quema la sangre y por eso hablo de ella más.

XL. ¿Y no le quema cuando oye decir a determinados actores del llamado ‘grupo de la ceja’ que deberíamos aprender del régimen político cubano, en donde los presos políticos son terroristas...?
A.P.R. Si quisiera opinar sobre eso, haría un artículo; si no lo hago, es porque es un tema que no me interesa. Me da igual lo que digan. Yo conozco Cuba, sé lo que es aquello y si tuviera que decir algo importante lo diría, desde luego por escrito. Yo no soy de los que se escaquean.

XL. Venezuela, Bolivia... ¿Cree que la peor dictadura es la que se disfraza de democracia?
A.P.R. La peor dictadura de todas es aquella en donde la estupidez y la incultura se alían con el poder, sea en democracia o en dictadura totalitaria.

XL. ¿Y estamos en ello?
A.P.R. El mundo está en ello, no es una cuestión de España. La estupidez aliada con la ignorancia y la incultura es un fenómeno europeo también, no solamente español.

XL. ¿Sabe que, hablando, tiene usted otro lenguaje? Llevamos casi una hora y no ha soltado ningún taco.
A.P.R. Es que yo soy un chico bien educado, lo que pasa es que el que escribe los artículos del XLSemanal es un personaje que se llama Pérez-Reverte, que es agresivo, que es gamberro, que es iconoclasta... y que hace cosas que el otro Arturo Pérez-Reverte nunca haría.

XL. ¿Se confunden a veces hombre y personaje?
A.P.R. No, yo sólo me confundo cuando quiero confundirme. Tengo muy claro quién es el que escribe sus artículos en el XLSemanal y quién el que hace su vida cotidiana. Son dos personajes distintos.

XL. Una vez cerrada la etapa de El asedio, ¿cuánto tardará en dar vida a su siguiente novela?
A.P.R. Ya la he empezado, ya tengo la estructura hecha: es un Alatriste; lo cual es bueno porque es una época y un tema que tengo ya muy conocidos. Supongo que en un año, más o menos, ya estará disponible. Para mí, escribir es un estado de ánimo, una forma de vivir. Escribiendo, ordeno mi vida, me sereno, es como tomar una aspirina todos los días: escribiendo, duelen menos las cosas y todo es más soportable. Necesito tener una historia entre manos que me mantenga vivo, sereno, lúcido, despierto. El día que deje de escribir, empezaré a envejecer de verdad.

XL. ¿Mide el tiempo que le queda por lo que le resta escribir?
A.P.R. No, cuando fui corresponsal de guerra aprendí que todo lo que tenemos es muy limitado, que todo puede desaparecer de golpe. De pronto hay un fragmento de metal que se llama bala, un semáforo en rojo que alguien se salta, un virus... y todo se acaba. Yo tengo la idea de que la vida es como el mar: un lugar peligroso. La Europa moderna, la gente de Occidente, ha olvidado lo peligrosa que es la vida y esto, a veces, me subleva. Me subleva la estupidez con la que cerramos los ojos a la realidad, con la que creemos que el mundo es un lugar seguro, confortable y permanente. Intento decir a la gente: «No seáis idiotas, recordad que todas hieren y la última mata –como decían los relojes antiguos–. Que el enemigo siempre está ahí».

XL. Parece como si le enfadara mucho más la estupidez que la maldad.
A.P.R. Y es así; con un malo inteligente siempre se puede negociar, convencerlo de que ser bueno es rentable... Sin embargo, el estúpido, por muy bueno que sea, nunca puede ser reciclado a nada. Por eso, en mis artículos insulto a los estúpidos y, a menudo, salvo a los malos.

XL. ¿Y vive con la satisfacción del deber cumplido?
A.P.R. Ese sentido que tengo de que todo es provisional me hace vivir siempre como si fuese la última vez: dejar los cajones ordenados cuando me voy y ese tipo de cosas. No hago planes para el futuro, vivo siempre con el equipaje hecho, como dice uno de mis personajes: «Vivo con mi sable y mi caballo». Después de haber llevado una vida muy desordenada, cada novela y cada artículo que escribo es como un cajón que voy cerrando. Y cada vez que miro, veo la casa más ordenada. Espero que en el tiempo que me quede de vida y de trabajo pueda cerrar los cajones que me quedan abiertos todavía.

Virginia Drake
XL Semanal