10 de abril de 2011

La cuarta pared / Abelardo Castillo


La cuarta pared
Abelardo Castillo

Si desapareciera súbitamente esa pared podríamos ver a la mujer, y hasta escuchar la primera de las siete campanadas que de un momento a otro dará el reloj de péndulo, y poco a poco iría llegando hasta nosotros un tenue olor a lilas que, antes de volverse familiar y desaparecer por completo, podría resultar casi incomprensible. No porque en la habitación no haya lilas, sino justamente porque las hay. Tampoco se comprende bien la presencia de la mujer. O nunca entró antes en ese cuarto (pero allí están las lilas), o alguien, un hombre, ha ordenado cada detalle como quien organiza las piezas de un juego, sin atender a que los demás lo entiendan o no. El reloj da la primera campanada. Los muebles son pesados, conventuales y oscuros; las paredes, gris piedra. No se ve más color que el de una gran reproducción del Van Gogh de la oreja cortada. Hay también otras dos láminas, de Beardsley: la severidad de los muebles confiere a estos dibujos una ambigua malignidad que los vuelve casi obscenos. La mujer es muy hermosa. Tiene quizá treinta años. Ha estado inmóvil junto a la mesita del teléfono y ahora acaricia lenta y circularmente el remate del brazo del sillón, su pequeña cabeza esférica. Todo en la mujer está como contenido, menos esa mano, que rodea suavemente la madera. El reloj da la cuarta campanada. Las manos de la mujer son largas, llamativamente largas y finas: dan la impresión de comunicarla entera con el exterior, como si toda la fuerza de sus sentimientos se hubiese concentrado en ellas. Aun quietas, serían enervantes. Esa mujer entiende las cosas a partir del momento en que las toca. Se levanta. Parece inquieta, fastidiada. Espera algo que, previsto y calculado, se demora sin motivo. Toma un libro. Pasa la punta de un dedo por el canto y hunde lentamente las uñas entre las hojas. Lo deja. Mira el teléfono. Ahora mira el reloj: todavía no se ha apagado el sonido de la última campanada de las siete. Todavía hay olor a lilas. De pronto, suena el teléfono. La mujer se ha sobresaltado; ahora sonríe con una especie de alivio. Tiene un aire travieso y triunfal. Bueno, murmura, bueno.
-Parece que nos decidimos a llamar, por fin.
No atiende. Va acompañando los timbrazos con movimientos de cabeza.
-Caramba, hoy vas a llegar a cien. A mil. Vamos a ver..., las siete en punto. “¿Dónde estabas esta
tarde, cuando llamé?” –la pregunta y el tono son sorprendentes: ha parodiado la voz de un hombre-. En casa, y puedo probártelo; eran las siete en punto. –Lo ha dicho hacia el teléfono, y el teléfono, como si aceptara un argumento irrefutable, ha dejado de sonar. Resulta molesto; es como si la mujer hubiese estado dialogando con un objeto vivo. El teléfono vuelve a llamar. –No, no marcaste equivocado. Ésta es la casa de tu mujercita, tu casa, la casa del Gran Mogol, sólo que a tu mujercita se le ocurre repentinamente un juego: no atenderte.

Ha ido hacia el dormitorio y ha vuelto. Dice algo, que no se escucha. Habla con una paradojal naturalidad, no como una mujer que está sola: es difícil explicar de qué modo.
-Entonces va a pedir perdón y va a jurar portarse como un chico bueno. Y durante un tiempo se va a portar como un chico bueno. Pero antes es necesario que estés asustado, que te vuelvas... dócil, porque hoy el señor ha hecho una gran cochinada. Y eso va a costarte sangre, ángel mío –se ha sentado, cruza las piernas y enciende un cigarrillo. Tiene piernas muy hermosas. El teléfono ya no suena-. A veces pienso que un día vas a terminar estropeándolo todo... Desde chico. Tu hermana lo cuenta, con orgullo. Marcela: ella te admira, ¿ves? Ella todavía te admira.Y dentro de un minuto vas a llamarla; seguramente ya la estás llamando –con brusquedad ha aplastado en el cenicero el cigarrillo a medio fumar. Está de pie. Ahora se encoge de hombros; parece divertida otra vez-. Pienso si no te casaste conmigo porque me parezco a tu hermana. No, si es muy probable; esas monstruosidades están muy dentro de tu estilo. Poe y Virginia, el loco y el ángel, Hamlet y Ofelia. El estupro o el incesto, pero jamás nada normal, nada vulgar, nunca nada a ras del suelo... Eso es lo indignante, tu aire fatal de pensionista del Infierno, de fauno que enloquece a las muchachas llenas de cintitas, que las perturba con la cercanía del pecado. Y sin embargo, es puro; ahí está el Gran Secreto. Una vez lo dijo: le gustaría ser el recuerdo nostálgico de innumerables abuelas, el amor imposible de cuando fueron adolescentes. Lástima que nos estamos poniendo viejos, amor, pronto vamos a tener que empezar a recordar nosotros. –Está junto al jarrón de las lilas; con suavidad hunde la cara en ellas. Corta una flor. La ha puesto en el hueco de la mano. La mira un momento. –Las cosas debieran morir en el esplendor de su belleza, de su juventud. De lo contrario, envejecen.
El teléfono vuelve a llamar. La mujer está junto a la ventana. El teléfono ha sonado sólo tres veces. La mujer está frente al vidrio entornado de la ventana, aunque es difícil saber si se mira en él. Levanta suavemente la mano izquierda, como si fuera a tocarse la cara, pero se limita a dejar caer la pequeña flor. Imposible no mirar sus manos cuando las mueve.
-¡El talentoso y joven fauno! Y hay que reconocer que el personaje le sienta a las mil maravillas. Relativamente, hay momentos en que todavía le sienta. Sólo que, por cuánto tiempo. Un día te vas a sorprender a vos mismo haciendo caras delante del espejo, o algo peor: ellos te van a sorprender. Los delfines. A ellos sí que les tenés miedo. Los de veras jóvenes delfines que un día pueden no admirar más al hombre de talento y dejarlo solo, que un día pueden robarse a todas las muchachas de cintitas, acostarse con ellas, y dejarte el recuerdo de una corona de laurel marchito sobre tu hermosa frente. Y un espléndido par de cuernos.
Suena el teléfono. Ella visiblemente se sobresalta. Parece humillada por ese involuntario estremecimiento.
-Ah, no estamos convencidos, o a lo mejor te imaginás que voy a atender. ¿Sí? Pero no, no voy a atender. Estoy acá, a dos pasos del teléfono, y no-voy-a-atender. Después sí, pero no ahora. Después, cuando tu podrida imaginación invente las fantasías más descomunales, y tengas miedo, y ¡dejame vivir en paz! –lo ha dicho hacia el teléfono, casi en un grito. El teléfono deja de sonar. La mujer parece sorprendida, como si hubiera advertido una secreta vinculación entre sus palabras y este súbito silencio. Ahora ríe. Su risa es mucho más joven que ella: da la impresión de no pertenecerle-. Es curioso; las cosas, los objetos. Como si hubiera algo animado, vivo, en las cosas. O en sus cosas. Algo de él que se queda prendido, adherido a las cosas. Algo peor que un fantasma. Casi se lo puede tocar. –Ha hecho un gesto como de frío, como si no quisiera seguir pensando en esto. Es visible que se esfuerza por frivolizar sus ideas. –Marcela, sí -y también es visible que ahora se obliga a hablar en voz alta; esta mujer está secretamente aterrada, y no es seguro que lo sepa. De todos modos, tiene otra vez aire divertido-. Seguramente la estás llamando. “¿Está ahí mi mujer?”... “No, Andrés” –dice ahora con otra voz, una vocecita farsescamente tierna e infantil-. “No, querido, acá tampoco está; pero qué pasa, ¿pasa algo? No habrán vuelto a discutir”... Y ella dirá hermosas palabras de Ondina, balsámicas palabras de mujer inimitable que aún borda en las ventanas los días de lluvia... ¡Discutir! Llamalo así, si eso te parece lo más terrible que puede suceder en el mundo. Sin embargo, hay algo que permanece inalterado en ella, detenido a los quince años. Eso es lo que la hace insufrible. Y por eso la está llamando ahora. Yo, en cambio, he crecido: puedo jurártelo –lo ha dicho secamente, mirándose esta vez en el vidrio de la ventana; sin embargo, no se ha referido a su edad: no dio en absoluto esa impresión-. Y pienso si ella no notó algo el otro día. Qué fue que... “Le das demasiada confianza a ese chico alumno de Andrés”, eso dijo... Bueno, es el preferido de mi esposo, Marcela. Además, me lo recuerda un poco como era antes. Un delfín. Jugar a un juego peligroso dijo; parece que no lo conocieras a Andrés... ¡Uh, si lo conozco! Vaya si te conozco, bebé: mejor que a mí. Hace quince años que te conozco.
Ha hecho una reverencia. Juega. Ha abierto su pollera como un abanico. “¿Andrés Córdoba?, murmura. “Encantada.” Tiende su mano con lentitud. De pronto se ha operado en la mujer un cambio real: ya no juega. Ve algo, y está maravillada por lo que ve. Sus gestos son como ajenos a ella, suceden en una zona ambigua donde se mezclan la más auténtica ingenuidad y el extravío. Hay una subterránea locura en todo esto.
-Cómo no... Aunque lo hago muy mal –ha extendido los brazos: acepta que la saquen a bailar. Gira lentamente sobre sí misma. Uno teme que en este momento pueda sonar el teléfono-. No sé –dice-, es tan difícil explicarlo. Nunca creí que algún día... La gente, los diarios hablan de una persona, dicen Andrés Córdoba, y una no se imagina muy bien que... Cuando era chica, por ejemplo, Papá me llevó una tarde a la Recova, y ahí estaban el Cabildo y la Catedral. Eran los mismos que aparecían dibujados en las láminas de los libros, y sin embargo allí estaban, con sus altas ventanas enrejadas, con sus paredes amarillas. Existían.
La mujer está detenida en el centro de la habitación. Ya no baila. Desde hace unos segundos sólo hace girar la cabeza, echándola hacia atrás con un movimiento sonámbulo e incontrolado. Ahora mira hacia acá, como si acabara de reparar en algo. “Usted se ríe”, dice en voz muy baja. La sonrisa aniñada desaparece de su rostro. Con visible esfuerzo da un paso atrás. Como si se apartara violentamente de alguien. “Voy a terminar por...”, ha dicho. Estuvo a punto de decir: volverme loca. Se apoya en la puerta que da al pasillo. El teléfono comienza a llamar. Ella no le presta atención, quizá ni siquiera lo oye.
-Hasta que aprendí a despreciarte. Soportarlo todo al principio: ése era el precio. Llorar desconsoladamente hace mucho. Y yo lo soportaba todo, Dios santo, todo. Tus celos, tus pequeñas manías, tus ridículas manías de hombre superior. Hasta que aprendí a despreciarte.
Ésa era la clave. No podés imaginarte, ángel mío, hasta qué punto se puede llegar a despreciar a un hombre –la mujer se ha separado de la puerta, lentamente parece recuperar su aplomo, su tono entre divertido y malicioso. El teléfono ya no suena-. A fuerza de verlo en medias. Y no sólo en medias; lavándose los dientes, bostezando, o resfriado. Nunca debiste resfriarte delante de mí. Los hombres como vos debieran esconder sus pequeños lugares comunes... Te he visto dormir, ¿entendés esto? ¡Te he visto dormir!... El señor duerme a veces con la boca abierta, como los muertos, y le corre un hilito de saliva por acá, como a los bobos. ¡Pasen a ver, señores, pasen a ver! Dentro de unos momentos, Andrés Córdoba, el Emperador de la China, saltará de la cama en tremendos calzoncillos y hará como de costumbre algunos ejercicios gimnásticos... Uno-dos. Uno-dos. ¡Arriba!, ¡abajo! Ay, tus piernas son tan absurdas –se ríe, pero lo ha dicho casi con ternura; ahora levanta un dedo-. “Juan Lanas, el mozo de la esquina, es absolutamente igual al Emperador de la China, los dos son el mismo animal”... Ellos conocen tu Ooobra: yo conozco tus piernas. Uno-dos. Arriba, abajo.
La mujer no ha parado de reír mientras hablaba. Su risa es realmente divertida. Hay en ella, sin embargo, en la risa, algo inquietante. Ahora está muy seria.
-Y todo lo otro. Todo lo que te vuelve baboso y torpe, un bicho lujurioso y sin orgullo. Y tus inmundas sospechas. Inmundas, sí. Porque al principio, antes, eran inmundas.
La mujer se ha vuelto repentinamente hacia la puerta que da al pasillo, donde algo, o alguien, acaba de hacer ruido. Se ha llevado la mano a la boca. La palabra antes está como flotando en el aire. “Quién anda ahí”, murmura, y de inmediato casi lo grita. Inmóvil, escucha. El teléfono vuelve a llamar. Ella, al oírlo, se ha relajado.
-Dios santo, todavía no te he perdido el respeto. Me tenés los nervios hechos pedazos, eso es lo que pasa... ¡El respeto! No. Ya no te respeto. No-te-respeto. Me basta con imaginarte, Raskólnikov, ahí, en tu teléfono público, desmelenado como cuadra a un hombre sensible, con ojos de caos y catástrofe, pensando: “¡La mataré!” –El teléfono ya no suena, ella se sienta y mira el reloj.- Sí, seguramente a esta hora todavía piensa en matarme. Después no. Después dirá algo en el estilo de “Perdón, Adelaida, soy un canalla”. Pero antes es necesario que tengas miedo, que me imagines a mí sabe Dios cómo, y tengas miedo, y necesites venir. Inmundo. Hoy hiciste la más hermosa de tus hermosas porquerías. Debí habérmelo imaginado, te temblaban las manos al tocarme. Y yo empecé a sentirme indefensa. Fue uno de tus maravillosos momentos. Entonces, acariciándome, en voz muy baja me dijiste dulcemente: puta. No se debe decir la verdad de esa manera. Me asustaste, sabés, pensé que... Afortunadamente, no. Afortunadamente era otro de tus arrebatos geniales. “Me vas a traicionar algún día.” ¡Mi carne perversa! Qué exageradamente literario fuiste siempre, Dios mío, y lo malo es que hasta resulta encantador oírte decir cosas así. Y juraría que a vos también te gusta escucharte. Por eso empecé a despreciarte. Podés llegar a ser un poco chocante. Nunca te equivocaste, además. Ni siquiera hoy. Y eso también es chocante. Por otra parte, cometiste un delicado error... –Desde hace un momento está de pie, junto al autorretrato de Van Gogh; con un dedo le está tocando la nariz.- Enseñarme que no eras el único hombre del mundo. Tanto hablar de ellos, bueno, comencé a fijarme. Y no son del todo desagradables, ¿querés creerlo? Lo fundamental es no llegar a conocerlos mucho, y hasta es preferible no conocerlos en absoluto. Cuando empiezan a ponerse familiares, adiós, hermoso mío, no estés triste.
El teléfono vuelve a llamar.
-Te conozco, querida lagartija. Si te atendiera ahora serías capaz de echarlo todo a perder. Siempre tuviste la virtud de estropearlo todo. El miedo a que las cosas se estropeen: eso justamente es lo que las rompe. Conjura uno al Diablo –lo ha dicho confidencialmente, hacia el teléfono; el teléfono deja de sonar-. Desde chico. Marcela lo cuenta. Durante meses pediste un juguete, era caro seguramente. Era el mejor, seguramente. Lo veías todos los días al volver del colegio. Llorabas. Cuando por fin te lo compraron, también lloraste. “Se me va a romper. Algún día se me va a romper.” Fue lo único que se te ocurrió. Y al día siguiente lo hiciste pedazos vos mismo... Me dejabas a solas con tus amigos, puerco. Para espiarme. O a lo mejor, ni siquiera eso: para imaginarme y sufrir en silencio y atormentarte. Era imposible soportarlo. Adivinarte, peor que si estuvieras detrás de una puerta o con el oído pegado a la pared; adivinarte imaginando mis gestos y mis palabras; volviendo sucios mis menores gestos y mis palabras. No se puede acostar una con otro hombre en semejantes condiciones. Eso entra dentro de tu locura, y lo echa todo a perder. No sirve. Tus delfines, en cambio. El primero fue uno de tus muchachitos. Te admiraba tanto, pobre ángel. Lo mandabas a casa con cualquier pretexto. Un ángel de la guarda, con su mirada transparente y su carita de andar perdido. “Usted es tan hermosa”, dijo. Y después: “Perdón, señora. Tan frágil, tan indefenso. No sabés lo importante que es eso, tener algo, alguien para proteger temblando como un pájaro. Tenías demasiada confianza en tus delfines: eso era aún más insultante que tus celos. Confianza en vos. Vieras su cara después, y la de todos los otros; vieras sus ojos desolados. Engañarte a vos, al hombre admirable. Acostars
e con la mujer del hombre admirable, ellos, en la propia cama del hombre admirable... Uno solo no se decidió: fue el único... No volvió nunca más... Se te parecía tanto.
Suena el teléfono. “Sí”, murmura la mujer, “sí”. Se ha sentado y habla con voz repentinamente gastada. Tiende la mano hacia el teléfono, con un gesto casi de dolor físico, y allí la deja, sin levantar el tubo.
-Ahora, la próxima vez, amor. Ya voy a atender y voy a oír tu voz apagada, de chico bueno, tu arrepentimiento un poco solemne, y voy a decirte palabras bellas de consuelo y perdón. Y todo, durante un minuto, será hermoso.
El teléfono ya no suena. La mujer, sin que nada haya hecho esperar ese gesto, se ha llevado de pronto las manos a la cara y emite un sonido extraño y monocorde: una especie de suave quejido animal, a mitad de camino entre la risa y el llanto. Cuando baja las manos, sin embargo, su cara no ha cambiado en absoluto de expresión. El teléfono vuelve a llamar. Ella atiende. No ha dicho “hola”; con voz inexpresiva ha pronunciado de inmediato unas pocas palabras, que no alcanzaron a oírse. De pronto, se calla. Ha erguido la espalda, como si una mano helada la hubiese tocado con sorpresa.
-Oh, Marcela, perdoname –dice-. Creí que... No, Andrés no está en casa... ¿Qué estás diciendo? –la mujer mira el reloj con un gesto de perplejidad y sospecha-. ¿Desde qué hora estás llamando?
Ha vuelto a mirar mecánicamente el reloj. Tiene un inexpresivo aire de loca. Está de pie. Con el tubo en la mano, da vuelta lentamente la cabeza hacia la puerta donde, hace un rato, pareció oírse un sonido. El picaporte ha comenzado a girar.
Mientras la puerta lentamente se abre, van desapareciendo los pesados muebles, los cuadros, el jarrón de las lilas y la hermosa mujer de largas manos. Sólo queda, ahí adelante, una pared que la vaga luz del atardecer ha vuelto casi violeta. Todavía se alcanza a oír, pero tan apagada y remota como el fantasma de una campanada, la campanada de las siete y media.

Fin

1 comentario:

Unknown dijo...

Es un cuentista maravilloso Abelardo!