30 de octubre de 2011

Que te muerda algún libro / Homero Aridjis

Más allá de la tecnología involucrada, leer enriquece los modos de pensar y procesar información, afirma el escritor mexicano Homero Aridjis, quien analiza viejos y nuevos hábitos de lectura y escritura en un mundo cada vez más digital.

En Milán, hacia fines del siglo IV, cuando San Agustín fue a visitar al Obispo Ambrosio asistió a un hecho trascendente: el momento en que la palabra escrita comenzó a adquirir preeminencia respecto de la palabra hablada. En sus Confesiones , San Agustín escribió: “Cuando Ambrosio leía, sus ojos recorrían las páginas, y su corazón penetraba el sentido, sin decir palabra ni mover su lengua. Muchas veces –pues a nadie se le prohibía entrar ni había costumbre de avisarle quién venía– le vimos leer calladamente y nunca de otro modo, y estando largo rato sentado en silencio, me largaba, conjeturando que aquel poco tiempo que se concedía para reparar su espíritu, libre del tumulto de los negocios ajenos, no quería se lo ocupasen en otra cosa, leyendo mentalmente, quizá por si alguno de los oyentes, atento a la lectura, hallara algún pasaje oscuro en el autor que leía y exigiese se lo explicara”.

Empecé a leer libros seriamente cuando tenía diez años, después de haber estado a punto de morir por un accidente con una escopeta. La serie de Sandokan el tigre de la Malasia de Emilio Salgari y los Hermanos Grimm fueron los primeros libros que mi padre me compró durante mis 19 días en el hospital. La lectura ocupó el lugar del fútbol, que era demasiado peligroso para mí, y muy pronto pasé a devorar a los otros: Homero, Shakespeare, Julio Verne y Cervantes, y a continuación empecé a escribir usando nuestra mesa de comedor como escritorio.
La forma de preservar la palabra escrita se ha transformado a lo largo de los siglos; en la Antigüedad, a partir de las tabletas de arcilla o pizarra o cera o madera, e incluso fragmentos de cerámicas, hasta los rollos de papiro. Al comienzo del primer milenio, el códice suplantó al rollo, y el pergamino reemplazó al papiro. Más tarde el papel, inventado en China en el primer siglo dC., se abrió paso llegando al mundo árabe y a Occidente, y cuando Johannes Gutenberg inventó la imprenta hacia mediados del siglo XV, la producción masiva de libros fue por supuesto en papel.
La escritura perdura en las palabras, esas criaturas etéreas y materiales, tanto propias como de otros, que vienen del pasado y –espero– se encaminan hacia el futuro, pues como escribió Jorge Luis Borges en su ensayo El sueño de Coleridge sobre el poema escrito por Coleridge Kubla Khan : “El alma del Emperador, destruido el palacio, penetró en el alma de Coleridge, para que éste lo reconstruyera en palabras más duraderas que los mármoles y metales”. Y como escritor y lector de libros, mi sueño es que cuando el cuerpo –mi cuerpo– ya no esté, las palabras que escribí me sobrevivan en libros.

Joyce en "tweets"
Leer o no leer, esa es ahora la cuestión. Los hábitos de lectura varían, obviamente, de un lugar a otro. En el mundo árabe, 25% de la población apenas lee o no lee nunca, en tanto los menores de 25 son los que menos leen. En México, 5% de la población es analfabeta, y un tercio apenas sabe leer y escribir.
En los Estados Unidos, el número de lectores literarios viene disminuyendo en forma continua desde hace 25 años. Un menor de 25 años normal pasa dos horas por día mirando televisión pero sólo siete minutos leyendo por placer. El avance de la democracia en el mundo depende de pensadores originales e imaginativos y de una población educada cuyas mentes no se alimentan de telenovelas, chismes y realities shows .
Estudios realizados en 27 países revelaron que a los niños que crecen con libros en la casa les va mejor en la escuela y continúan en la educación varios años más, y esto es independiente del estatus social o económico o el nivel de educación de los padres. Se comprobó que 500 libros en una casa en China se traducían en seis años más en la educación de un niño, en los Estados Unidos en un poco más de dos años.
No hay nada como la sensación palpable de un libro real, su peso en la mano, el perfume y la textura del papel, el gesto de dar vuelta la página. Hace cuarenta años, cuando regalé a un Borges casi ciego un ejemplar de la impresión más antigua de Kim de Rudyard Kipling, lo primero que hizo fue deslizar los dedos sobre el elefante dorado incrustado en la tapa, diciéndome: “Esta es la primera edición”.
Hacia fines del siglo II, Clemente de Alejandría expresó su desconfianza de la palabra escrita, cuando afirmó que: “Escribir todas las cosas en un libro es poner una espada en las manos de un niño”, aunque yo diría más bien, una espada de doble filo, porque leer para los niños es el mejor regalo que se les puede hacer si enciende una pasión por la lectura.
Muchos niños atraviesan todos sus años de formación escolar sin leer una sola novela. En Gran Bretaña, por ejemplo, el énfasis que ponen los estudiantes en prepararse para dar exámenes que evalúan la comprensión de texto, y el cierre, asimismo, de numerosas bibliotecas escolares, hace que los chicos ya no lean libros enteros por placer, perdiéndose a Lewis Carroll y a Dickens.
En una forma más sofisticada de lectura fragmentada, el 16 de junio, día que los lectores de James Joyce conocen como Bloomsday, fragmentos de su novela Ulises fueron transmitidos al mundo por fanáticos de Joyce a través de Twitter en la forma de 96 “Tweets” de 140 caracteres cada uno –me pregunto si esto habrá estimulado a alguien que todavía no leyó la novela a leerla, o ¿se quedarán satisfechos con los pedacitos escogidos? Una nueva empresa está por transformar la lectura electrónica en una experiencia social –usted hace saber a sus amigos en qué lugar del mundo está leyendo y por qué pagina va, ganando al mismo tiempo puntos para libros con descuento o capuccinos, porque la empresa estará rastreándolo y ganando plata con su lectura.
Mi editora francesa, Isabelle Gallimard, me dijo que los adolescentes solían esperar con anhelo recibir un volumen de la serie La Pléiade cuando terminaban el colegio, pero que ahora Montaigne y Stendahl, Flaubert y Proust han sido reemplazados por Starcraft, The Witcher, Modern Warfare y Super Meat Boy, y por The Sims, un videojuego creado especialmente para chicas, donde en situaciones de la vida simuladas, los personajes experimentan situaciones de la vida real, como construir casas, criar hijos y envejecer – aunque se puede desactivar el envejecimiento y mantenerse joven eternamente.
Cicerón escribió: “Si tienes un jardín y una biblioteca, tienes todo lo que necesitas”, aunque Borges dijo: “El Paraíso es una biblioteca, no un jardín”. Ray Bradbury, el autor de Fahrenheit 451 , afirmó: “No hace falta quemar libros para destruir una cultura. Basta con hacer que dejen de leerlos”. Es indudable que todos los escritores somos lectores compulsivos. Dicen que Cervantes leía “hasta los pedacitos de papeles rotos en las calles”. Dos de los escritores más grandes del siglo XX creían que leer era la forma ideal de descubrirnos a nosotros mismos. Marcel Proust sostuvo: “Todo lector se encuentra a sí mismo. El trabajo del escritor se reduce simplemente a una suerte de instrumento óptico que permite al lector discernir aquello que, sin ese libro, quizá nunca habría visto en sí mismo”. Franz Kafka escribió que: “Un libro debe ser el hacha que rompe el mar helado dentro de nosotros”.
¿Y el futuro de la escritura? Cicerón deploró: “Estos son malos tiempos. Los hijos han dejado de obedecer a sus padres y todo el mundo escribe libros”. Ambas cosas parecen ser ciertas dos milenios más tarde. Según Google, en la actualidad existen en el mundo 130 millones de libros, y un millón de libros se publican cada año... y la cifra puede aumentar vertiginosamente con la auto-publicación online.
Sin embargo, no sabemos qué forma pueden adoptar estos nuevos libros. Por ejemplo, en el Reino Unido, uno de cada diez niños nunca escribió una carta a mano, pero la mitad de los estudiantes está en Facebook o en otra red social, y esto es algo que está sucediendo en el mundo entero.
La letra se vuelve ilegible y los errores de ortografía aumentan en tanto los niños dependen de los programas informáticos que verifican la ortografía. Los mensajes de texto están volviendo a los niños más impulsivos al responder sin pensar las cosas. Los investigadores han constatado que el mayor uso del teléfono móvil cambia la forma en que funcionan sus cerebros.
Lord Byron dijo que si no escribía para vaciar su mente, se volvería loco. Borges, que “la literatura es un sueño guiado”. Como simplemente no podemos evitarlo, los escritores seguiremos escribiendo, y soñando, mientras exista alguna forma de poner las palabras sobre el papel o sobre una pantalla o sobre el medio que haya disponible; necesitamos comer. Por eso en cuanto a la lectura y la escritura de libros, yo estoy del lado de los optimistas.

Homero aridjis es autor, entre otros, de “Diario de sueños”. pARTICiPO CON eSTA PONENCIA en Focus 2011, foro internacional SOBRE CONSUMOS CULTURALES organizado por unesco, acerca del libro del futuro y EL FUTURO DE la palabra escrita.

Gentileza Revista Ñ

25 de octubre de 2011

Por qué Borges es nuestro único clásico universal

Las claves de su marca en la literatura universal. Nunca se amoldó a su espacio ni a su tiempo. Defendió el entretenimiento como criterio de lectura y la composición por sobre el azar. Y su literatura está más viva que nunca.

Borges es, entre todos los escritores argentinos, nuestro único clásico universal. Su nombre puede ser colocado al lado de los más grandes escritores de todos los tiempos sin provocar risa ni escepticismo. Nacido en un arrabal del mundo literario, si Borges ha llegado a ser un clásico universal no fue por la inverosímil efusión del genio sino por la laboriosa tarea de un escritor que se fue haciendo y rehaciendo con el paso del tiempo.

El principal modo de la universalidad de Borges fue asumir una posición desplazada tanto respecto del espacio como de su tiempo. La posición de desplazado, de orillero, de extraterritorial lo acompañó durante su vida de escritor.

Así, en la Argentina siempre tuvo algo de extranjero y no es casual que su última voluntad haya sido ser enterrado en Suiza, la patria de los conjurados en la que pasó su adolescencia. En relación con la elite cultural y de clase que frecuentaba, tenía algo de primo pobre y arribista: en los treinta, mientras sus amigos viajaban a Europa, él acudía puntualmente a su trabajo en la biblioteca municipal del barrio de Almagro. En su relación con el siglo XX, fue un inactual, un intempestivo, alguien que prefirió construir lo contemporáneo con textos de otros siglos. Fue ajeno a las modas y cultivó, sobre todo en sus ensayos, una discrepancia con las voces autorizadas que fue, a menudo, despiadada.

Frente a una tradición como la argentina, caracterizada por su inclinación hispánica o francófila, Borges introdujo la variable inglesa y defendió el uso de los géneros, el entretenimiento como criterio de lectura, la composición por sobre el azar (postulado por los surrealistas a quienes desdeñaba). Todas estas virtudes, las había encontrado, según afirmaba él mismo, en los escritores anglosajones. A diferencia de los escritores de su época que apostaban a la gran obra, Borges raramente escribió textos de más de diez páginas, y en una literatura que buscaba con afán el compromiso o la intervención, optó por el destiempo y compuso relatos que, antes que recetas, ofrecieron deliberaciones conjeturales (no otra cosa es la ficción en Borges). En un mundo en el que predominan el culto a la persona y a la identidad, Borges nunca se resignó simplemente a ser Borges: proclamó "la nadería de la personalidad" y simuló ser tan vasto y múltiple como el universo.

La aspiración universal y cosmopolita de Borges también se expresó en su permanente polémica con los nacionalistas, sobre quienes tenía una ventaja: conocía mucho mejor la literatura nacional y supo hacer de ella una interpretación más inteligente, desprejuiciada y libre (de su paso por las vanguardias le había quedado una incredulidad perspicaz contra el autoritarismo de cualquier tradición).

Si defendía a algún autor local no lo hacía por ser argentino sino por considerarlo bueno.

Otra inflexión hace de Borges un clásico universal: haber inventado en un género tan corriente como el cuento, una forma inédita. Creó un narrador conjetural que parece estar al mismo tiempo inventando tramas y constatando información.

Y lo hizo con un modo de narrar que refiere los acontecimientos de manera indirecta y que casi siempre se vale de fuentes librescas raras o apócrifas. El estilo de estos relatos es inconfundible y sus procedimientos saben producir un pequeño escándalo en el orden del lenguaje mediante dobles negaciones, oxímoros, paradojas, enumeraciones desequilibradas.

Borges fue objeto de crítica desde posiciones muy diversas.

Desde el peronismo, un ensayista mediocre como José Hernández Arregui lo llamó "pájaro nocturno de la cultura colonizada" y objetó su "colonialismo literario afeminado y sin tierra". Los críticos de Contorno, que no eran mediocres, lo criticaron por su falta de compromiso. Y sin embargo, no se puede concebir la literatura de Adolfo Bioy Casares, Julio Cortázar, Rodolfo Walsh, Ricardo Piglia, César Aira, Juan José Saer y muchos otros sin la consideración de lo que Alan Pauls llamó "el factor Borges". Tampoco los mejores críticos locales como Beatriz Sarlo, Josefina Ludmer, Sylvia Molloy o Noé Jitrik hubieran ensamblado sus máquinas de lectura sin el auxilio de su literatura. Salvo en la poesía, donde su influjo es menor que el de Oliverio Girondo o Juan L. Ortiz, Borges conjugó para sus herederos narrativos la alegría del aprendizaje y la pesadilla de lo insuperable.

Hay, de todos modos, entre los infinitos Borges que la crítica ha relevado, uno que todavía está por descubrirse: el cultor de los misterios narrativos que practica en su obra una magia profana y profanadora. Porque si bien Borges pertenece a ese linaje de escritores que se remonta a Edgar Allan Poe y concibe los relatos y los poemas como artefactos deliberados, es decir, hechos a conciencia, también puede descubrirse en ellos locura, animalidad, perversas elucubraciones. Más allá de sus apuestas al orden y a la inteligencia, Borges nunca dejó de colocar en el centro de sus narraciones un misterio que nos deja perplejos: ¿por qué Kilpatrick, el protagonista de Tema del traidor y del héroe, termina colaborando con aquellos a los que quiso traicionar? ¿Es la historia de Emma Zunz un incesto figurado basado en una historia, la del padre, que nunca se podrá saber si es verdadera? ¿Cómo interpretar la referencia a la homosexualidad de la cita bíblica que encabeza "La intrusa"? ¿Por qué el suicidio es la cifra de resolución de varias de sus narraciones? Bajo el carácter supuestamente frío y cerebral de su imaginación narrativa, a medida que pasa el tiempo se hace cada vez más evidente la violencia sediciosa de sus delirios trágicos, de sus perversidades y de su risa intempestiva. Borges todavía es un extemporáneo, Borges todavía está en el futuro.

Por Gonzalo Aguilar para Revista Ñ

20 de octubre de 2011

Un muchacho con un libro / Arturo Pérez Reverte

Un muchacho con un libro, extraído de la propia página del autor. Resumen, en pocas palabras lo que se siente al tener un libro en las manos.
Saludos!

Estoy sentado donde suelo hacerlo cuando me encuentro en la plaza Mayor de Madrid, que es la terraza del bar Andaluz. Me gusta instalarme allí con un libro al sol de invierno o a la sombra del verano; y de vez en cuando, levantando la mirada, ver pasar a la gente o conversar con los camareros: dos viejos amigos que, desde su privilegiado observatorio, toman el pulso diario a la condición humana con singular sabiduría y precisión. Estoy allí, como digo, observando a ratos a los habituales que se buscan la vida en la plaza: el acordeonista virtuoso aunque no siempre oportuno, el que hace pompas de jabón, el Spiderman barrigudo que se fotografía con los paseantes. Y observo, una vez más, que la peña resulta agarradísima a la hora de aforar una chapa. Igual dan guiris o de aquí: ven a Bart Simpson en la plaza, se ponen al lado para hacerse una foto, y luego se largan sin dar las gracias ni soltar, por supuesto, una pequeña propina. Dando por sentado, los miserables, que el fulano que pasa todo el día al sol con tres kilos de paño encima está allí por simpatía y amor al arte, para que ellos se hagan fotos sonriendo felices, por la cara.

En una mesa cercana hay un muchacho que lee un libro. Tiene unos diecisiete o dieciocho años, está solo, y llama la atención porque no es frecuente encontrar lectores en este paraje. Está concentrado en las páginas, y de vez en cuando cierra el libro y se queda mirando la plaza sin verla, con la expresión de quien permanece ajeno a cuanto ocurre ante sus ojos. Con esa mirada ausente que todo lector conoce como propia: la de quien se detiene en el acto de leer pero no interrumpe la lectura, sino que sigue inmerso en las imágenes o las ideas que el libro suscita. Uno de los camareros pasa por mi lado y sonríe dirigiéndole una mirada de simpatía al muchacho, como si dijera: ahí tiene usted a un potencial cliente, o por lo menos a un colega devorador de letra impresa.

Me pregunto qué lee el muchacho. Por qué mundos andará, merced al libro que tiene en las manos. Con la curiosidad natural entre hermanos de la costa, hago esfuerzos por ver la tapa del volumen, arriesgando descoyuntarme las cervicales. Por el grosor y formato, parece una novela. No consigo ver el título ni la portada. Lo que está claro es que al joven le interesa mucho lo que lee, pues pasa las páginas con la decisión del lector seguro de sí; y cuando levanta la vista sostiene el volumen con ese tacto familiar, confianzudo, de quien siente con un libro en las manos el mismo consuelo, o confianza, que un pistolero al sopesar un revólver con seis balas en el tambor. Mucho se equivocan, pienso una vez más, quienes afirman que una tableta electrónica borrará el libro de papel de las necesidades humanas. Porque un libro no sirve sólo para leer. Sirve también para que su peso tranquilice las manos lectoras, para subrayar y ajar sus páginas con el uso, para regalar el ejemplar leído a personas a las que quieres. Para ver amarillear sus páginas con los años sobre los viejos subrayados que hiciste cuando eras distinto a quien ahora eres. Para decorar -no hay cuadro ni objeto comparable en belleza- una habitación o una casa. Para amueblar una vida.

El muchacho ha cerrado el libro y me parece advertir, aunque no distingo título ni autor, una ilustración en la tapa que parece un velero antiguo. Quizá se trate de una novela sobre el mar, concluyo. Tal vez en este momento el muchacho no está aquí sino empeñado a cañonazos, corriendo un temporal con sólo la gavia rizada del trinquete, apretando los dientes mientras empuña el arpón. Quizá en este momento navegue hacia islas a las que nunca llegan órdenes de captura, busque a los náufragos del Raquel, recorra entre astillazos la cubierta de la Suprise, o ice la bandera del corsario alemán Emdem para el último combate en las islas Cocos. Quizá -o sin duda- ese joven lector ha descubierto ya que para adueñarse cómodamente de ésos y otros mundos, para llenar la existencia propia de experiencias ajenas y vivir mil vidas que de otro modo serían imposibles, basta con abrir las tapas de un libro. Al fin, el muchacho cierra su volumen, lo guarda en la mochila y se marcha. Lo sigo con la vista, deseándole silenciosamente suerte en zafarranchos, temporales y arribadas. Que tengas buen viento y buena caza, chaval. Le deseo. Que la vida te depare valor en combates y abordajes, dignidad en las derrotas, serenidad en los naufragios, amigos leales y hermosas mujeres a bordo o esperándote en los puertos. Y mientras se aleja me parece verlo caminar balanceándose ligeramente, tranquilo, alerta, afirmando los pies con seguridad a cada paso. Como si en ese momento cruzara su particular línea de sombra pisando la cubierta inestable de un barco, y en el libro que lleva en la mochila hubiese aprendido cómo hacerlo.

Fin - Gentileza XL Semanal

15 de octubre de 2011

Victima de amor / Hermann Hesse

Victima de amor
Hermann Hesse

Durante tres años trabajé como ayudante en una librería. Al principio cobraba ochenta marcos al mes, después noventa, más tarde noventa y cinco, y me sentía contento y orgulloso de ganarme el pan sin necesidad de aceptar un penique de nadie. Mi máxima ambición era llegar a trabajar de librero de viejo, de forma que pudiera, como un bibliotecario, vivir entre viejos libros y datar incunables y grabados en madera. En las buenas librerías de ocasión había puestos que se remuneraban con doscientos cincuenta marcos o más. De todos modos, aún me quedaba mucho camino por recorrer. Era cuestión de trabajar y trabajar...
Entre mis compañeros había tipos raros. Con frecuencia me daba la impresión de que la librería era un asilo para marginados de toda condición. A mi lado, en el pupitre, se sentaban pastores que habían perdido la fe, eternos estudiantes desmoralizados, doctores en filosofía sin empleo, redactores que ya no eran aptos para su trabajo y oficinistas que recibían una modesta pensión. Muchos tenían mujer e hijos y andaban con la ropa hecha jirones; otros vivían con relativa comodidad; a la mayoría, sin embargo, el sueldo sólo les alcanzaba hasta el primer tercio del mes, y durante el resto del tiempo se contentaban con cerveza, queso y fanfarronas soflamas. Sin embargo, todos ellos guardaban, de tiempos más gloriosos, un asomo de buenas maneras y de cultivada retórica y estaban convencidos de que sólo una inaudita mala suerte explicaba su descenso hasta aquellos humildes puestos.
Gente rara, como he dicho. Pero, sin embargo, a un hombre como Columban HuB todavía no lo había visto nunca. Vino un día a mendigar a la oficina y casualmente encontró un modesto puesto vacante como escribiente, que aceptó agradecido y que conservo durante más de un año. En realidad no hacía ni decía nada de particular y vivía, aparentemente, como cualquiera de los otros pobres empleados. Pero se veía que no siempre había sido así. Debía de tener algo mas de cincuenta años y era de complexión robusta, como un soldado. Se movía con nobleza y distinción y su mirada semejaba a la que, según me figuraba yo entonces, debían de tener los poetas.
Como HuB se olía mi secreta estima y mi aprecio, un día se vino conmigo a la fonda. En esos casos, se perdía en trascendentales disquisiciones sobre la vida y permitía que yo le pagara la consumición. Lo que ahora relataré es lo que él me dijo en el atardecer de un día de julio. Al ser mi cumpleaños, fuimos juntos a tomar una pequeña cena; habíamos bebido vino y paseábamos río arriba por la avenida en medio de la cálida noche. Se estiró en un banco de piedra situado debajo del último tilo, mientras que yo me tumbé en la hierba. Empezó a hablar:
- Usted no es más que un pipiolo y no sabe todavía nada de la vida. Yo soy un perro viejo; si no fuera así, no le contaría esto. Si es usted una persona cabal, se lo guardara para sí y no irá con chismes. Pero haga lo que quiera.
»Al mirarme, ve usted a un pobre escribiente de curvos dedos y raídos pantalones. Y si quisiera usted acabar conmigo, no me opondría a ello. En mi queda poco por matar. Y si le digo que mi vida ha sido tempestuosa y ardiente... ¡pues, sí, ríase usted! Pero se le pasarán las ganas, jovencito, si una noche de verano, escucha la fábula que le cuenta un viejo.
»Ya ha estado enamorado, ¿no? Varias veces, ¿verdad? Sí, sí. Pero todavía no sabe lo que es el amor. No lo sabe, le digo. ¿Quizás ha estado llorando durante toda una noche? ¿Y ha pasado un mes entero durmiendo mal? ¿Tal vez ha llegado a escribir poemas y ha jugado un poco con la idea del suicidio? Sí, ya conozco todo eso, pero eso no es amor. El amor es otra cosa.
»No hace ni diez años que yo era todavía un hombre respetable que pertenecía a la mejor sociedad. Era funcionario y oficial de la reserva; vivía con cierto lujo y era independiente; poseía un caballo de silla y un sirviente, tenía toda suerte de comodidades y me daba la buena vida: asientos de palco, viajes en verano, una pequeña colección de arte, equitación, vela, tertulias nocturnas regadas con burdeos blanco y tinto y desayunos con champán y sherry.
»Me acostumbré durante muchos años a ese tren de vida, pero también he prescindido de ello con relativa facilidad. ¿Qué hay, en definitiva, en comer y beber, ir a caballo y viajar? Un poco de filosofía, y todo se torna superfluo y ridículo. Incluso la sociedad y la buena reputación y el hecho de que la gente se quite el sombrero delante de uno, por agradable que sea, resulta a fin de cuentas irrelevante.
»Queríamos hablar de amor, ¿no? Pues bien, ¿qué es el amor? Hoy en día rara vez se está dispuesto a dar la vida por una mujer. Eso sería, claro está, lo más hermoso. No me interrumpa. No me estoy refiriendo al amor entre dos personas, a besarse, dormir juntos y contraer matrimonio. Hablo del amor que se ha convertido en el único sentimiento que rige una vida. Este amor se vive en solitario, incluso en el caso de que, tal y como dice la gente, sea «correspondido». Consiste en que toda la voluntad y capacidad de un hombre se vean impetuosamente arrastradas hacia un único fin y en el hecho de que cualquier sacrificio se trueque en deleite. Esta forma de amor no hace feliz; quema, hace sufrir y destruye; es fuego y no puede morir sin haber consumido todo lo que encuentra a su paso.
»Sobre la mujer que yo amé no es preciso que sepa nada. Quizá era extraordinariamente hermosa, quizá simplemente guapa. Tal vez era un genio, tal vez no. ¡Qué más da, Dios mío! Ella fue el abismo en el que ineludiblemente me precipité; fue la mano de Dios que se asió un día a mi humilde existencia. Y a partir de entonces, esta humilde existencia pasó a ser grande y regia. Entiéndalo, de repente ya no llevé la vida de un hombre de posición, sino la de un dios y la de un niño, delirante y disparatada; era fuego y ardor.
»Desde entonces todo lo que había sido importante para mí se volvió baladí y aburrido. Descuidaba cosas que nunca antes había descuidado; urdía triquiñuelas y emprendía viajes sólo para verla sonreír un instante. Por ella me convertía en el hombre que podía hacerla feliz: por ella era yo alegre y serio, locuaz y callado, correcto y alocado, rico y pobre. Cuando se percató de mi forma de actuar me sometió a innumerables pruebas. Para mí era un placer servirla; por imposible que fuera su ocurrencia o inimaginable su deseo, yo lo satisfacía como si de una nimiedad se tratara.
»Entonces se dio cuenta de que la quería más que a nada en el mundo y vinieron tiempos tranquilos en los que me comprendió y aceptó mi amor.
Nos vimos miles de veces, emprendimos viajes e hicimos lo imposible para estar juntos y confundir el mundo.
»Entonces habría podido ser feliz. Ella me quería. Tal vez durante algún tiempo fui feliz.
»Pero mi objetivo no era conquistar a esa mujer. Empecé a inquietarme después de haber disfrutado durante una temporada de aquella felicidad y ver que mis sacrificios no eran ya necesarios, al constatar que sin esfuerzo alguno obtenía de ella una sonrisa, un beso y una noche de amor. No sabía lo que echaba en falta; había llegado mas lejos de lo que nunca me habría atrevido a soñar. Pero estaba inquieto. Como he dicho, mi objetivo no era conquistar a esa mujer. Fue una casualidad que eso sucediera. Mi objetivo era sufrir de amor y, cuando la posesión de la amada empezó a aliviar y enfriar mis tormentos, fui presa de la inquietud. Lo resistí durante cierto tiempo; después me sentí espoleado de repente a ir mas allá. Abandoné a la mujer. Me tomé unas vacaciones e hice un largo viaje. Por aquel entonces mi fortuna ya había mermado considerablemente, pero ¿qué importaba? Viajé y no volví hasta al cabo de un año. ¡Extraño viaje! Apenas me había alejado y ya ardía de nuevo el fuego de otros tiempos. Cuanto más lejos me iba y más prolongaba mi ausencia, tanto más acuciante me resultaba la pasión. Me dediqué a observar, a divertirme, y continúe viajando a lo largo de un año, sin pausa ni descanso, hasta que la llama se me hizo insoportable y necesité de nuevo la proximidad de mi amada.
»Resolví volver a casa y la encontré furiosa y profundamente humillada. ¡Qué duda cabe de que ella se había entregado a mí, me había hecho feliz, y que era yo quien la había abandonado! Tenía otro amante, pero vi que no le quería. Lo había aceptado por despecho.
»No le podía decir o escribir que era lo que en su momento me había impulsado a apartarme de ella y que a mi regreso me impelía asimismo a correr a su lado. Quizá no lo sabía ni yo. Así que empece otra vez a cortejarla y a batallar por su conquista. De nuevo recorrí largos trechos, descuide importantes asuntos y gasté un considerable dineral para oír una palabra suya o para verla sonreír. Abandono al amante, pero pronto aceptó a otro, puesto que ya no confiaba en mí. A pesar de ello, a ratos le complacía verme. Algunas veces en una velada o en el teatro se desentendía de repente de las personas que había a su alrededor y me echaba una mirada extrañamente dulce e interrogativa.
»Siempre me tuvo por una persona extraordinariamente rica. Yo había despertado en ella esa creencia y la mantenía viva, solo para poder ofrecerle en todo momento aquellas cosas que ella no habría aceptado de un pobre. En otros tiempos le habría hecho regalos; pero eso estaba ya superado y me hallaba en la tesitura de encontrar nuevos sacrificios y nuevas formas de hacerla feliz. Organizaba conciertos en los que los músicos que ella más apreciaba tocaban y cantaban sus fragmentos favoritos. Hacía acopio de entradas de palco para poder ofrecérselas en los estrenos. De nuevo tomó por costumbre que fuera yo quien se ocupase de todo.
»Por ella, me metí en una frenética vorágine de transacciones. Mi fortuna se había disipado y empezaron las deudas y los malabarismos financieros. Vendí mis cuadros, mi antigua porcelana, mi caballo de silla y compré a cambio un automóvil que debía quedar a su disposición.
»Había llegado tan lejos, que veía el final ante mí. Mi esperanza de conseguirla de nuevo corría pareja con el agotamiento de mis últimos recursos. Pero no quería parar. Todavía conservaba mi empleo, mi influencia, mi distinguida posición. ¿Para qué, si no me servía de nada? Eso explica que mintiera, malversara fondos y dejara de temer la acción de la justicia, pues había algo mucho más temible para mí. Pero mi desgracia no fue en balde. Ella había roto también con su segundo amante y yo sabía que ya no tomaría a ningún otro que no fuera yo.
»Me tomó a mí, sí. Eso significa que se fue a Suiza y que permitió que la siguiera. A la mañana siguiente solicite un período de vacaciones. En vez de una respuesta, obtuve mi detención. Falsificación de documentos, malversación de dinero público. No diga nada, no hace falta. Ya lo sé. Pero ¿sabe usted que también en mi deshonra y en mi condena y en el hecho de quedarme sin camisa por amor, en todo eso, ardía todavía la pasión? ¿Qué todo eso no era sino el precio del amor? ¿Entiende usted eso, como joven enamorado que es?
»Le he explicado una fábula, jovencito. No soy yo el hombre que lo ha vivido. Yo soy un pobre librero que se deja invitar a una botella de vino. Pero ahora quiero volver a casa. No, quédese todavía un rato, iré solo ¡Quédese!

Fin

10 de octubre de 2011

Solo se ahorca una vez / Dashiell Hammett

Solo se ahorca una vez
Dashiell Hammett

Samuel Spade dijo:
-Me llamo Ronald Ames y quiero ver al señor Binnett..., al señor Timothy Binnett.
-Señor, en este momento el señor Binnett está descansando -respondió indeciso el mayordomo.
-¿Sería tan amable de averiguar en qué momento podrá recibirme? Es importante -Spade carraspeó-. Yo... jummm... acabo de llegar de Australia y vengo a verlo en relación con algunas propiedades que tiene en aquel país.

El mayordomo se volvió al tiempo que decía que vería qué podía hacer y subió la escalera principal mientras aún hablaba.

Spade lió un cigarrillo y lo encendió.
El mayordomo volvió a bajar la escalera.

-Lo siento mucho. En este momento no se le puede molestar, pero lo recibirá el señor Wallace Binnett, sobrino del señor Timothy.
-Gracias -dijo Spade y siguió al mayordomo escaleras arriba.

Wallace Binnett era un hombre moreno, delgado y apuesto, de la edad de Spade -treinta y ocho años-, que se levantó sonriente de un sillón decorado con brocados y preguntó:

-Señor Ames, ¿cómo está? -señaló otro sillón y volvió a tomar asiento-. ¿Viene de Australia?
-Llegué esta misma mañana.
-¿Por casualidad es socio de tío Tim?

Spade sonrió y negó con la cabeza.

-No, pero dispongo de cierta información que creo que debería conocer... en seguida.

Wallace Binnett miró el suelo pensativo y luego clavó la mirada en Spade.

-Señor Ames, haré lo imposible por persuadirle de que lo reciba pero, sinceramente, no sé si tendré éxito.

Spade se mostró ligeramente sorprendido.

-¿Por qué?

Binnett se encogió de hombros.

-A veces adopta una actitud extraña. Entiéndame, su mente parece estar bien, pero posee la irritabilidad y la excentricidad de un anciano con la salud quebrantada y... bueno... por momentos es difícil tratar con él.
-¿Ya se ha negado a verme? -preguntó Spade morosamente.
-Sí.

Spade se puso de pie y su rostro satánico adoptó una expresión indescifrable.

Binnett alzó velozmente la mano.

-Espere, espere -pidió-. Haré cuanto esté en mis manos para que cambie de parecer. Tal vez, si... -súbitamente sus ojos oscuros se mostraron cautelosos-. ¿No estará intentando venderle algo?
-No.

Binnett volvió a bajar la guardia.

-En ese caso, creo que podré...

Apareció una joven que gritó colérica:

-Wally, el viejo cretino ha... -se interrumpió y, al ver a Spade, se llevó la mano al pecho.

Spade y Binnett se levantaron simultáneamente. El anfitrión dijo con afabilidad:

-Joyce, te presento al señor Ames. Mi cuñada, Joyce Court.

Spade hizo una reverencia.

Joyce Court soltó una risilla incómoda y añadió:

-Le ruego me disculpe por esta entrada tan precipitada.

Era una mujer morena, alta, de ojos azules, de veinticuatro o veinticinco años, con buenos hombros y un cuerpo fuerte y esbelto. La calidez de sus facciones compensaba su falta de armonía. Vestía un pijama de raso azul de perneras anchas.

Binnett sonrió amablemente a su cuñada y preguntó:

-¿A qué se debe tanta agitación?

La cólera enturbió la mirada de la mujer, comenzó a hablar, pero miró a Spade y prefirió decir:

-No deberíamos molestar al señor Ames con nuestras ridículas cuestiones domésticas. Pero si... -titubeó.

Spade volvió a hacer una reverencia y dijo:

-Por supuesto, no se preocupe por mí.
-Tardaré un minuto -prometió Binnett y abandonó la sala en compañía de su cuñada.

Spade se acercó a la puerta abierta que acababan de franquear y, sin salir, se puso a escuchar. Las pisadas se tornaron imperceptibles. No oyó nada más. Spade estaba allí, con sus ojos gris amarillento perdidos en un ensueño, cuando oyó el grito. Fue un grito de mujer, agudo y cargado de terror. Spade ya había cruzado la puerta cuando sonó el disparo. Fue un disparo de pistola que las paredes y los techos amplificaron e hicieron retumbar.

A seis metros de la puerta Spade encontró una escalera y subió saltando tres escalones por vez. Giró a la izquierda. En mitad del pasillo vio a una mujer tendida en el suelo, boca arriba.
Wallace Binnett estaba arrodillado a su lado, le acariciaba desesperado una mano y gemía en voz baja y suplicante:

-¡Querida, Molly, querida!

Joyce Court permanecía de pie a su lado retorciéndose las manos mientras las lágrimas surcaban sus mejillas.
La mujer tendida en el suelo se parecía a Joyce Court, aunque era mayor y su rostro poseía una dureza de la que carecía el de la más joven.

-Está muerta, la han matado -declaró Wallace Binnett sin poder creer lo que ocurría y alzó su cara pálida hacia Spade.

Cuando Binnett movió la cabeza, Spade vio el orificio abierto en el vestido marrón de la mujer, a la altura del corazón, y la mancha oscura que se extendía rápidamente por debajo.

Spade tocó el brazo de Joyce Court.

-Telefonee a la policía o a urgencias... -pidió. Mientras la joven corría hacia la escalera, el detective se dirigió a Wallace Binnett-. ¿Quién fue...?

Una voz gimió débilmente a espaldas de Spade.

Se volvió deprisa. A través de una puerta abierta divisó a un anciano de pijama blanco, despatarrado sobre la cama deshecha. La cabeza, un hombro y un brazo colgaban del borde la cama. Con la otra mano se sujetaba firmemente el cuello. Volvió a gemir y, pese a que movió los párpados, no abrió los ojos.

Spade alzó la cabeza y los hombros del anciano y lo puso sobre las almohadas. El viejo volvió a quejarse y apartó la mano del cuello, que estaba rojo y exhibía media docena de morados. Era un hombre demacrado y con la cara surcada de arrugas, lo que le hacía aparentar más edad de la que probablemente tenía.

En la mesilla de noche había un vaso de agua. Spade mojó el rostro del anciano, y cuando éste movió nuevamente los ojos, se agachó y preguntó en voz baja:

-¿Quién fue?

Los párpados se abrieron lo suficiente como para mostrar una franja delgada de ojos grises inyectados de sangre. El anciano habló con dificultad y volvió a sujetarse el cuello.

-Un hombre.., que... -tosió. Spade se impacientó. Sus labios casi rozaron la oreja del viejo cuando preguntó con tono apremiante:

-¿Adónde se dirigió? La mano arrugada se movió débilmente para señalar la parte trasera de la casa y volvió a caer sobre la cama.

El mayordomo y dos criadas asustadas se habían reunido con Wallace Binnett en el pasillo, junto a la muerta.

-¿Quién fue? -les preguntó Spade.

Lo miraron azorados.

-Que alguien se ocupe del anciano -gruñó y echó a andar por el pasillo.

Al final del pasillo había una escalera de servicio. Bajó dos pisos y entró en la cocina atravesando la despensa. No vio a nadie. Aunque la puerta de la cocina estaba cerrada, cuando accionó el picaporte comprobó que no tenía echado el cerrojo. Cruzó un estrecho patio trasero hasta un portal que también estaba cerrado, aunque no con llave. Abrió el portal. En el callejón no había un alma.

Suspiró, cerró el portal y regresó a la casa.

Spade estaba cómodamente instalado en un mullido sillón de cuero en una habitación que ocupaba la fachada del primer piso de la casa de Wallace Binnett. Contenía varias librerías y las luces estaban encendidas. Por la ventana se vislumbraba la oscuridad exterior, apenas disimulada por una lejana farola. Frente a Spade, el sargento Polhaus, de la Brigada de Detectives -un hombre fornido, mal afeitado y colorado, vestido con un traje oscuro que pedía a gritos una plancha-, estaba repantigado en otro sillón de cuero; el teniente Dundy -más pequeño, de figura compacta y cara cuadrada- permanecía de pie, con las piernas separadas y la cabeza ligeramente echada hacia adelante, en el centro de la estancia.

Spade decía:

El médico me dejó hablar un par de minutos con el viejo. Podemos volver a intentarlo cuando haya descansado, pero no creo que sepa mucho. Estaba durmiendo la siesta y despertó porque alguien lo había cogido del cuello y lo arrastraba por la cama. Únicamente pudo echar un vistazo con un solo ojo al individuo que intentaba asfixiarlo. Dice que era un hombre corpulento, con sombrero flexible echado sobre los ojos, moreno y con barba incipiente. Se parece a Tom -Spade señaló a Polhaus.

El sargento de la Brigada de Detectives rió entre dientes y Dundy se limitó a decir secamente:

-Prosigue.

Spade sonrió y continuó:

-Estaba bastante atontado cuando oyó gritar a la señora Binnett junto a la puerta. Las manos soltaron su cuello, oyó el disparo y, poco antes de desmayarse, entrevió al tipo corpulento dirigiéndose hacia la parte trasera de la casa y a la señora Binnett derrumbándose en el suelo del pasillo. Dijo que era la primera vez que veía al individuo grandote.

-¿De qué calibre era el arma? -inquirió Dundy.

-Una treinta y ocho. Nadie más en la casa ha servido de ayuda. Según dicen, Wallace y su cuñada, Joyce, estaban en la habitación de esta última y no vieron nada salvo a la muerta cuando salieron corriendo, aunque creen haber oído algo que tal vez fuese alguien bajando la escalera a toda velocidad.., la escalera de servicio. Según dice el mayordomo, que se llama Jarboe, estaba aquí cuando oyó el grito y el disparo. Según dice la criada Irene Kelly, estaba en la planta baja. Según dice la cocinera Margaret Finn, estaba en su habitación, en el fondo del segundo piso, y no oyó nada. Según dicen todos, es más sorda que una tapia. La puerta de servicio y el portal no estaban cerrados con llave, aunque según dicen todos deberían estarlo. Nadie ha dicho que, en el momento en que ocurrieron los hechos, estuviera en la cocina, en el patio o en sus alrededores -Spade estiró los brazos con determinación-. Esta es la situación.
Dundy negó con la cabeza y comentó:

-No exactamente. ¿Por qué estabas aquí?

Spade se animó.

-Tal vez la mató mi cliente -replicó-. Se trata de Ira Binnett, el primo de Wallace. ¿Lo conoces? -Dundy negó con la cabeza. Sus ojos azules aparecían acerados y recelosos-. Es abogado en San Francisco, respetable y todo lo demás. Vino a verme hace un par de días para contarme la historia de su tío Timothy, un viejo mezquino y agarrado, forrado de dinero y arruinado por los avatares de la vida. Era la oveja negra de la familia. Durante años nadie supo nada de él. Apareció hace seis u ocho meses, en muy mal estado salvo económicamente. Parece que sacó un pastón de Australia y que quería pasar sus últimos años con sus únicos parientes vivos, los sobrinos Wallace e Ira. Ellos estuvieron de acuerdo. En su idioma, «únicos parientes vivos» significa «únicos herederos». Más adelante los sobrinos llegaron a la conclusión de que era mejor ser único heredero que uno de dos herederos; de hecho, era el doble de bueno e intentaron ganar el corazón del viejo. Al menos eso es lo que Ira me contó sobre Wallace y no me sorprendería que Wallace dijera lo mismo de Ira, a pesar de que Wallace parece ser el más duro de los dos. Sea como fuere, los sobrinos riñeron y el tío Tim, que se había hospedado en casa de Ira, se trasladó aquí. Esto ocurrió hace un par de meses y desde entonces Ira no ha visto a tío Tim ni ha podido contactarlo por teléfono ni por correo. Por eso contrató los servicios de un detective privado. Pensaba que tío Tim no sufriría ningún percance aquí... oh, claro que no, se molestó en dejarlo muy claro, aunque supuso que tal vez el viejo estaba sometido a presiones excesivas o que lo embaucaban o, por lo menos, que le contaban mentiras sobre su querido sobrino Ira. Decidió averiguar cuál era la situación. Esperé hasta hoy, ya que llegó un barco de Australia, y me presenté como el señor Ames, diciendo que tenía información importante para tío Tim, información relacionada con sus propiedades en aquel país. Sólo quería pasar un cuarto de hora a solas con el viejo -Spade frunció el ceño meditabundo-. Lamentablemente, no pudo ser. Wallace me dijo que el viejo se negaba a verme. No sé qué pensar.

La desconfianza había ahondado el frío color azul de los ojos de Dundy, que preguntó:

-¿Dónde está ahora Ira Binnett?

Los ojos gris amarillento de Spade eran tan cándidos como su voz:

-Ojalá lo supiera. Telefoneé a su casa y a su despacho y le dejé recado de que venga aquí, pero temo que...

Unos nudillos golpearon enérgicamente dos veces el otro lado de la única puerta de la habitación. Los tres se volvieron para mirar hacia la puerta.

-Pase -dijo Dundy.

Abrió la puerta un policía rubio y bronceado cuya mano izquierda sujetaba la muñeca derecha de un hombre rollizo, de unos cuarenta o cuarenta y cinco años, que vestía un traje gris bien cortado. El policía hizo entrar en la habitación al hombre rollizo.

-Lo descubrí manoseando la puerta de la cocina -afirmó el agente.

Spade miró al hombre y exclamó:

-¡Ah! -su tono denotaba satisfacción-. Señor Ira Binnett, el teniente Dundy y el sargento Polhaus.

Ira Binnett se apresuró a pedir:

-Señor Spade, ¿puede pedirle a este hombre que...?
-Ya está bien. Buen trabajo. Puedes soltarlo -Dundy se dirigió al agente.

El policía subió distraídamente la mano hacia la gorra y se retiró.

Dundy miró con cara de pocos amigos a Ira Binnett e inquirió:

-¿Qué puede decir?

Binnett paseó la mirada de Dundy a Spade.

-¿Ha ocurrido...?

-Será mejor que explique su llegada por la puerta de servicio en lugar de la principal -dijo Spade.

Ira Binnett se ruborizó, carraspeó incómodo y respondió:

-Yo... jummm... debería dar una explicación. No fue culpa mía, pero cuando Jarboe, el mayordomo, telefoneó para decirme que tío Tim quería. verme, añadió que no echaría el cerrojo a la puerta de la cocina y así Wallace no se enteraría de que yo...
-¿Por qué quería verlo? -lo interrumpió Dundy.
-No lo sé, no me lo dijo. Sólo mencionó que era muy importante.
-¿Ha recibido mis mensajes? -intervino Spade. Ira Binnett abrió los ojos desmesuradamente.
-No. ¿A qué se refiere? ¿Ha ocurrido algo? ¿Qué...?

Spade se dirigió hacia la puerta.

-Cuéntaselo -pidió a Dundy-. En seguida vuelvo.

Cerró la puerta y se dirigió al segundo piso.
Jarboe, el mayordomo, estaba arrodillado delante de la puerta del dormitorio de Timothy Binnett y espiaba por el ojo de la cerradura. En el suelo, a su lado, había una bandeja que contenía una huevera con un huevo, tostadas, la cafetera, la porcelana, la cubertería y una servilleta.

-Se enfriarán las tostadas -dijo Spade.

Jarboe se puso de pie tan nervioso que casi volcó la cafetera; con la cara roja de vergüenza, tartamudeó:

-Yo... bueno... disculpe, señor. Quería cerciorarme de que el señor Timothy estaba despierto antes de entrar la bandeja -la levantó-. No quería perturbar su reposo en el caso de que...
-Claro, claro -dijo Spade, que ya estaba junto a la puerta. Se agachó y miró por el ojo de la cerradura. Al erguirse comentó con tono ligeramente quejumbroso-: La cama no se ve, sólo se divisan una silla y parte de la ventana.
-Sí, señor, lo he comprobado -se apresuró a responder el mayordomo. Spade rió.

El mayordomo tosió, dio la sensación de que iba a decir algo y optó por guardar silencio. Titubeó y llamó suavemente a la puerta.

-Adelante -replicó una voz fatigada.
-¿Dónde está la señorita Court? -preguntó Spade deprisa y en voz baja.
-Creo que en su dormitorio, señor, la segunda puerta a la izquierda -repuso el mayordomo.

La voz fatigada que hablaba desde el interior de la habitación añadió malhumorada:

-Venga, adelante.

El mayordomo abrió la puerta y entró. Antes de que el mayordomo volviera a cerrarla, Spade entrevió a Timothy Binnett recostado sobre las almohadas de la cama.

Spade caminó hasta la segunda puerta de la izquierda y llamó. Joyce Court abrió casi en el acto. Se quedó en el umbral sin sonreír ni pronunciar palabra.

El detective dijo:

-Señorita Court, cuando entró en la sala en la que estaba con su cuñado, dijo: «Wally, el viejo cretino ha...» ¿Se refería a Timothy?

La joven contempló unos instantes a Spade y replicó:

-Sí.
-¿Le molestaría decirme cuál era el final de la frase, señorita Court?
-Ignoro quién es usted realmente o por qué lo pregunta, pero no me molesta decírselo -repuso lentamente-. El final de la frase era «ha mandado llamar a Ira». Jarboe acababa de decírmelo.

-Gracias.

Joyce Court cerró la puerta antes de que Spade tuviera tiempo de alejarse. El detective caminó hasta la puerta de la habitación de Timothy Binnett y llamó.

-¿Y ahora quién es? -protestó el viejo.

Spade abrió la puerta. El anciano estaba sentado en la cama.

-Hace unos minutos Jarboe estaba espiando por el ojo de la cerradura -dijo Spade y regresó a la biblioteca.

Sentado en el sillón que antes había ocupado Spade, Ira Binnett hablaba con Dundy y Polhaus.

-El crash cogió de lleno a Wallace, como a la mayoría de nosotros, pero al parecer falseó las cuentas en un intento por salvar el pellejo. Lo expulsaron de la Bolsa.

Dundy abarcó con un ademán la biblioteca y el mobiliario:

-Es una decoración muy elegante para un hombre que está en la ruina.
-Su esposa tiene bienes y Wallace siempre ha vivido por encima de sus posibilidades -añadió Ira Binnett.

Dundy le miró con el ceño fruncido.

-¿Piensa sinceramente que él y su esposa no se llevaban bien?
-No es que lo piense, lo sé -replicó Binnen serenamente. Dundy asintió.
-¿Y también sabe que desea a su cuñada, la señorita Court?
-Eso sí que no lo sé, pero he oído muchas habladurías.

Dundy refunfuñó y preguntó de sopetón:

-¿Qué dice el testamento del viejo?
-No tengo la menor idea. Ni siquiera sé si ha hecho testamento -Binnett se dirigió a Spade con suma seriedad-. He dicho todo lo que sé, hasta el último detalle.
-No es suficiente -opinó Dundy y señaló la puerta con el pulgar-. Tom, enséñale dónde debe esperar y hablemos de nuevo con el viudo.

El corpulento Poihaus dijo «de acuerdo», salió con Ira Binnett y regresó con Wallace Binnett, cuyo rostro estaba tenso y pálido.

-¿Ha hecho testamento su tío? -preguntó Dundy.
-No lo sé -repuso Binnett.
-¿Y su esposa? -terció Spade afablemente.

La boca de Binnett se tensó en una sonrisa sin alegría. Dijo reflexivamente:

-Diré algunas cosas de las que preferiría no hablar. En realidad, mi esposa no tenía fortuna. Cuando hace algún tiempo me encontré con dificultades financieras, puse algunas propiedades a su nombre para salvarlas. Ella las convirtió en dinero, hecho del que me enteré más tarde. Con ese dinero pagó nuestras cuentas, nuestros gastos, pero se negó a devolvérmelo y me aseguró que, pasara lo que pasase, viviera o muriera, siguiéramos casados o nos divorciáramos, yo nunca recobraría un céntimo. Entonces le creí y aún sigo haciéndolo.

-¿Usted quería divorciarse? -inquirió Dundy.
-Sí.
-¿Por qué?
-No éramos felices.
-¿Joyce Court tiene algo que ver?

Binnett se ruborizó y repuso rígidamente:

-Siento una profunda admiración por Joyce Court, pero lo mismo habría pedido el divorcio si no fuese así.

Spade intervino:

-¿Está seguro, absolutamente seguro de que no conoce a nadie que encaje en la descripción que hizo su tío del hombre que intentó asfixiarlo?
-Absolutamente seguro.

A la biblioteca llegó débilmente el sonido del timbre de la puerta principal.

-Es suficiente -concluyó Dundy agriamente. Binnett salió.

Polhaus comentó:

-Ese tío no funciona. Además...

De la planta baja llegó el potente estampido de una pistola que se dispara puertas adentro. Se apagaron las luces.
Los tres detectives chocaron en la oscuridad mientras franqueaban la puerta rumbo al pasillo. Spade fue el primero en ganar la escalera. Más abajo estalló un estrépito de pisadas, pero no vio nada hasta alcanzar el recodo de la escalera. A través de la puerta principal, entraba luz de la calle como para divisar la sombría figura de un hombre.

La linterna chasqueó en la mano de Dundy, que pisaba los talones a Spade, y arrojó un haz de luz blanca y enceguecedora sobre el rostro del sujeto. Se trataba de Ira Binnett. Parpadeó a causa del resplandor y señaló algo que había en el suelo.
Dundy dirigió la linterna hacia el suelo. Jarboe yacía boca abajo y sangraba por el orificio de la bala que había atravesado su nuca.
Spade masculló casi inaudiblemente.
Tom Polhaus bajó la escalera a trompicones, seguido de cerca por Wallace Binnett. La voz asustada de Joyce Court llegó desde el piso superior:

-Ay, ¿qué pasa? Wally, ¿qué pasa?
-¿Dónde está el interruptor de la luz? -espetó Dundy.
-Junto a la puerta del sótano, bajo la escalera -respondió Wallace Binnett-. ¿Qué pasa?

Polhaus pasó delante de Binnett rumbo a la puerta del sótano.

Spade emitió un sonido incomprensible, apartó a Wallace Binnett y subió la escalera a toda velocidad. Se cruzó con Joyce Court y siguió adelante sin hacer caso de su grito de sorpresa.
Estaba en mitad del tramo que conducía al segundo piso cuando sonó otro disparo.
Corrió hacia la habitación de Timothy Binneu. La puerta estaba abierta y entró. Algo duro y anguloso lo golpeó por encima de la oreja derecha, lo despidió hacia el otro extremo de la habitación y lo obligó a arrodillarse sobre una pierna. Algo cayó y rebotó contra el suelo, al otro lado de la puerta.
Se encendieron las luces.
En el suelo, en el centro mismo del dormitorio, Timothy Binnett yacía boca arriba y perdía sangre por la herida de bala que tenía en el antebrazo izquierdo. La chaqueta del pijama estaba destrozada. Tenía los ojos cerrados.
Spade se incorporó y se llevó la mano a la cabeza. Con el ceño fruncido, miró al viejo tendido en el suelo, la habitación y la automática negra caída en el pasillo. Dijo:

-Vamos, viejo sanguinario, levántese, siéntese en una silla e intentaré controlar la hemorragia hasta que llegue el médico.

El hombre caído no se movió.

Sonaron pisadas en el pasillo y apareció Dundy, seguido de los Binnett más jóvenes. Dundy había adoptado una expresión sombría y colérica.

-La puerta de la cocina estaba abierta de par en par -informó y se le atragantó la voz-. Entran y salen como...
-Olvídalo -aconsejó Spade-. El tío Tim es nuestro hombre -pasó por alto el jadeo de Wallace Binnett y las incrédulas miradas de Dundy y de Ira Binnett-. Vamos, levántese -repitió al viejo que yacía en el suelo-. Cuéntenos qué vio el mayordomo cuando espió por el ojo de la cerradura.

El viejo permaneció imperturbable.

-Mató al mayordomo porque yo le dije que lo había espiado -explicó Spade a Dundy-. Yo también espié, pero no vi nada, salvo esa silla y la ventana. Hay que reconocer que para entonces habíamos hecho el ruido suficiente como para que se asustara y volviera a la cama. Te propongo que desmontes la silla mientras yo registro la ventana.
Spade se dirigió a la ventana y la estudió palmo a palmo. Meneó la cabeza, extendió un brazo a sus espaldas y dijo:

-Pásame la linterna.

Dundy se la puso en la mano.

Spade levantó la ventana, se asomó e iluminó la parte exterior del edificio. Bufó, sacó la otra mano y tironeó de un ladrillo situado a poca distancia del alféizar. Logró aflojar el ladrillo. Lo depositó en el alféizar y metió la mano en el hueco. Por la abertura y de a un objeto por vez, extrajo una pistolera negra vacía, una caja de balas a medio llenar y un sobre de papel de Manila sin cerrar.
Se puso de frente a todos con los objetos en las manos. Apareció Joyce Court con una palangana con agua y un rollo de gasa y se arrodilló junto a Timothy Binnett. Spade dejó la pistolera y las balas en la mesa, y abrió el sobre. Contenía dos hojas, escritas con lápiz por ambas caras, en trazos gruesos. Spade leyó una frase para sus adentros, soltó una carcajada y decidió leer todo en voz alta desde el principio:

«Yo, Timothy Kieran Binnett, sano de cuerpo y alma, declaro que ésta es mi última voluntad y testamento. A mis queridos sobrinos Ira Binnett y Wallace Bourke Binnett, en reconocimiento por la cariñosa amabilidad con que me han acogido en sus hogares y me han atendido en el ocaso de mi vida, doy y lego, a partes iguales, todas mis posesiones mundanas del tipo que sean, es decir mis huesos y las ropas que me cubren. También les lego los gastos de mi entierro y los siguientes recuerdos: en primer lugar, el recuerdo de su buena fe al creer que los quince años que estuve en Sing Sing los pasé en Australia; en segundo lugar, el recuerdo de su optimismo al suponer que esos quince años me proporcionaron grandes riquezas y que si viví a costa de ellos, les pedí dinero prestado y jamás gasté un céntimo de mi peculio, lo hice porque fui un avaro cuyo tesoro heredarían y no porque no tenía más dinero que el que les pedía; en tercer lugar, por su credulidad al pensar que les dejaría algo en el caso de que lo tuviera; y, en último lugar, porque su lamentable falta del más mínimo sentido del humor les impedirá comprender cuán divertido ha sido todo. Firmado y sellado...»
Spade alzó la mirada para añadir:

-Aunque no lleva fecha, está firmado Timothy Kieran Binnett con grandes rasgos.

Ira Binnett estaba rojo de ira. El rostro de Wallace tenía una palidez espectral y todo su cuerpo temblaba. Joyce Court había dejado de curar el brazo de Timothy Binnett.
El anciano se incorporó y abrió los ojos. Miró a sus sobrinos y se echó a reír. No había nerviosismo ni demencia en su risa: eran carcajadas sanas y campechanas, que se apagaron lentamente.

-Está bien, ya se ha divertido -dijo Spade-. Ahora hablemos de las muertes.
-De la primera no sé más que lo que le he dicho -se defendió el viejo- y no es un asesinato, porque yo sólo...

Wallace Binnett, que aún temblaba espasmódicamente, musitó dolorido y con los dientes apretados:

-Es mentira. Asesinaste a Molly. Joyce y yo salimos de la habitación cuando oímos gritar a Molly, escuchamos el disparo, la vimos derrumbarse desde tu habitación, y después no salió nadie.

El anciano replicó serenamente.

-Te aseguro que fue un accidente. Me dijeron que acababa de llegar un individuo de Australia que quería verme por algo relacionado con mis propiedades en ese país. Entonces supe que había algo que no encajaba -sonrió-, pues nunca estuve en esas latitudes. Ignoraba si uno de mis queridos sobrinos sospechaba algo y había decidido tenderme una trampa, aunque sabía que si Wally no tenía nada que ver con el asunto intentaría sacarle información sobre mí al caballero de Australia, y que tal vez perdería uno de mis refugios gratuitos -rió entre dientes-. Decidí contactar con Ira para regresar a su casa si aquí las cosas se ponían mal e intentar sacarme de encima al australiano. Wally siempre pensó que estoy medio chiflado -miró de reojo a su sobrino- y temió que me encerraran en el manicomio antes de que testara a su favor o que declararan nulo el testamento. Verán, tiene muy mala reputación después del asunto de la Bolsa, y sabe que, si yo me volviera loco, ningún tribunal le encomendaría el manejo de mis asuntos..., mientras yo tuviera otro sobrino -miró de soslayo a Ira-, que es un abogado respetable. Sabía que perseguiría al visitante, en lugar de montar un escándalo que podía acabar conmigo en el manicomio. Así que le monté el numerito a Molly, que era la que estaba más cerca. Pero se lo tomó demasiado en serio. Yo tenía un arma y dije un montón de chorradas acerca de que mis enemigos de Australia me espiaban y de que pensaba bajar de un balazo a ese individuo. Se inquietó excesivamente, e intentó arrebatarme el arma. La pistola se disparó sola y tuve que hacerme los morados en el cuello e inventarme la historia sobre el hombre corpulento y moreno -miró desdeñosamente a Wallace-. No sabía que él me cubría las espaldas. Aunque no tengo una gran opinión sobre Wallace, jamás imaginé que sería tan vil como para encubrir al asesino de su esposa..., aunque no se llevaran bien, sólo por dinero.

-No se preocupe por eso -dijo Spade-. ¿Qué dice del mayordomo?
-No sé nada del mayordomo -repuso el anciano, y miró a Spade cara a cara.

El detective privado añadió:

-Tuvo que liquidarlo rápidamente, antes de que pudiera hablar o actuar. Bajó sigilosamente por la escalera de servicio, abrió la puerta de la cocina para engañarnos, fue a la puerta principal, tocó el timbre, la cerró y se ocultó al amparo de la puerta del sótano, debajo de la escalera principal. Cuando Jarboe abrió la puerta, le disparó, tiene un orificio en la nuca, accionó el interruptor que está junto a la puerta del sótano y subió sigilosamente por la escalera de servicio, a oscuras. Luego se disparó cuidadosamente en el brazo. Pero llegué demasiado pronto, así que me golpeó con la pistola, la lanzó por la puerta y se despatarró en el suelo mientras yo seguía viendo las estrellas.
El viejo se sorbió los mocos.

-Usted no es más que...
-Ya está bien -dijo Spade con paciencia-. No discutamos. El primer crimen fue accidental, de acuerdo. Pero el segundo, no. Será fácil demostrar que ambas balas, más la que tiene en el brazo, fueron disparadas con la misma pistola. ¿Qué importancia tiene que podamos demostrar cuál de los crímenes fue asesinato? Sólo se ahorca una vez -sonrió afablemente-. Y estoy seguro de que lo colgarán.

Fin

5 de octubre de 2011

Guillermo Martínez / Entrevista

“Lo sofisticado y alegre es el cliché con el que se representa lo homosexual”

Sexo. Mucho sexo. Lo difícil, dirá él cada vez que se lo pregunten, fue contarlo fuera de los lugares comunes. “Esa fue mi apuesta en este libro”, agregará, también, cada vez que hable de su última novela, Yo también tuve una novia bisexual, Guillermo Martínez. No fue el único cliché contra el que luchó en este texto: también se distanció de la forma políticamente correcta de representar a los homosexuales. Y no se privó de ironizar sobre lo que llama “el estallido de la literatura del cuerpo, de la novela gay y la figura del travesti” que dominó, precisa, en los 90.
Pero por algún lado hay que empezar. Y de verdad hay mucho sexo en la novela, ya desde el mismo título, así que empezamos por ahí:

-¿Cómo construiste la relación sexual entre los personajes?
-El gran trabajo fue ir escena por escena para pensar que quería decir; cómo narrar algo diferente en cada caso, cómo incluir algo que se vinculara con detalles personales, con los develamientos de cada uno y cómo vincular esas escenas con el resto de la trama. Me preocupaba contar la progresión del ahondamiento, de esa especie de ensayo de nuevas cosas en cada encuentro, y seguí a algunos escritores con los que tengo empatía en la forma de escribir sobre lo sexual. Volví a leer a Henry Miller, a Casanova. También a Alberto Moravia; siempre me gustó mucho la forma en que cuenta las relaciones sexuales, tan lejos de la metáfora excesiva o de la retórica como de la crudeza burda. Traté de que estuvieran todos los ingredientes: algo de humor, algo escatológico, algo de juego también”.

La novela cuenta la historia de un profesor que viaja a una universidad de un muy conservador sur de los Estados Unidos para dar un curso y le pasa lo que, le advierten desde el mismo día de su llegada, está absolutamente prohibido: entabla una muy tórrida relación con una alumna. Sucede en 2001 y el estallido público e histórico de las Torres Gemelas va a generar otras explosiones, íntimas y biográficas, en las vidas de los personajes. Además de sexo, en esta novela hay política, historia, una propuesta de teoría literaria. Y esa manera de contar tan propia de Martínez, que retoma con maestría un elemento propio de la narrativa clásica, el suspenso: “A mí me interesa que las novelas tengan cierta estructuración porque allí es donde está el suspenso, en lo sucesivo, en el encadenamiento, en la progresión dramática. Me interesa que haya siempre la inminencia de algo que está por suceder, y que va a cambiar el destino de los personajes.”

-Desde el mismo título, sabremos que la chica, Jennifer, es bisexual. ¿Por qué?
-Esta novela empezó como un cuento. La idea era hacer el retrato de una persona que muestra una cara en una relación heterosexual pero también tiene otra, otro modo de relacionarse con su propio género, que la hace infeliz, pero que ella percibe como el más real, el más auténtico para sí misma.

-La novia de Jennifer, muy masculina y dominante, la maltrata. No es una representación frecuente del universo lésbico.
-Creo que en los Estados Unidos hay una cultura gay mucho más desarrollada. Me pareció que había una maduración que hacía posible que hubiera una lesbiana que tuviera esas características sin que nadie se sobresaltara. Hay un cliché también en el tratamiento de lo homosexual, siempre sofisticado y alegre. No quería caer en esa condescendencia, si no mostrar toda la diversidad. Y, justamente, hay una figura (“butcher”) que habla de una clase de lesbianas que son más corpulentas, que tienen algo rudo. Y el atractivo para las chicas es esa cosa de peligro físico, igual que las heterosexuales que se enamoran de tipos físicamente imponentes y medio violentos.

-Hablás de un país con una cultura homosexual más desarrollada, pero la de la novela es una sociedad muy conservadora. De hecho, es una novela muy política en ese sentido.
-Política, sí, pero en el sentido de cómo la política interviene concretamente en las relaciones de una sociedad. Más bien hablaría de lo ideológico: el hecho de que la universidad es relativamente puritana, la sociedad es muy conservadora, eso corresponde a lo que eran los Estados Unidos alrededor del 2001. Pero hay un elemento, los ataques a las Torres Gemelas, que cambia el paradigma, la forma de pensar una cantidad de cosas. Yo no quería que eso, que es historia contemporánea, tomara demasiada dimensión y aplastara a la ficción. Cuando entra la política a un texto suele aplanar y torcer demasiado todos los elementos en direcciones ideológicas, de pronunciamiento.

-Hablando de pronunciamiento, el título de la novela recuerda un poco a los de César Aira, que es un escritor que está en las antípodas de tu narrativa. ¿Es una ironía?
-Disiento: parece que toda la ironía estuviera acaparada por Aira en la Argentina. No es así. Este título me parece irónico respecto de lo que han sido los clichés de lo sexual de los años 90: el estallido de la novela del cuerpo, de la novela gay, de la figura del travesti. Incluso creo que en algún momento hubo un plus automático para las novelas que tocaban el tema, solamente por tocarlo. Yo quería hacer una pequeña ironía sobre eso, como diciendo bueno, yo también tuve una novia bisexual, pero voy a contar otra cosa. O de otro modo.

Gentileza Revista Ñ