30 de septiembre de 2006

Se viene la gran aventura oriental














Dijo Sabato: No puedo creer lo que escribió este tipo. Nadie lo podría haber hecho peor.

Dijo Arjona: ¡¡¡Dime que no!!!



Intriga. Pasión. Suspenso. Romance. Preparate!! Viví Un Enigma Oriental!!

Un enigma Oriental // Capítulo 1


Un enigma oriental
Por Estanislao Zaborowski

Lo que van a leer a continuación es el primer capítulo de mi opera prima. La comencé a escribir el año pasado, pero por priorizar la escritura de cuentos la relegué. Espero que les guste y se vayan enganchando. Saludos. Estanis

Capitulo 1

Apenas finalicé el Bachillerato, decidí venir a Buenos Aires a cursar mis estudios universitarios en Ciencias Económicas.
No fue fácil tomar esa decisión. Mis padres, demasiado sobreprotectores, pusieron bastantes reparos al momento de acceder a mis intenciones. A eso hay que añadirle que tengo muy pocos conocidos aquí. Pero sabía que con el tiempo me aclimataría y aceptaría que este cambio de aire, era el más acertado.
Busqué las posibles opciones donde podía llegar a instalarme.
Los departamentos en alquiler que ofrecían a estudiantes por la zona de la facultad, no me convencían. En primer lugar porque tenia que estar pendiente de todo. Del pago de facturas de servicios, de la limpieza y de las compras. Demasiadas responsabilidades para llevarlas a cabo con el éxito que se requería para vivir en forma ordenada. Si bien no descarté de pleno esa posibilidad, busqué alternativas.
Mis padres me ofrecieron en cierta ocasión, buscarme una residencia estudiantil; un lugar así, sería ideal para solo preocuparme por mis estudios.
En las residencias, todo se encuentra bajo el control de una tutora, quien lleva el seguimiento y la administración del lugar, y del ama de llaves que tiene a su cargo todas las responsabilidades domésticas.
Al comienzo descarté esa opción, intuía que la intención original de mis padres no era mi comodidad, sino el control que podrían tener sobre mí. Sabiendo de antemano que a pesar de la distancia, podían llamar a la tutora en cualquier momento del día y consultarle lo que quisieran saber, es mas, si se les antojaba, podían venir a Buenos Aires e instalarse en la residencia, puesto que algunas de ellas, poseían habitaciones especiales para esas ocasiones.
La opción que más consideraba, era la de vivir con algún amigo que se encontrara estudiando en Buenos Aires, y de esa manera compartir los gastos y las responsabilidades. Esa opción, debo reconocer, si bien fue la que elegí en un primer momento no fue la mas acertada.
Hacia solo dos noches que me encontraba instalado en el departamento de Facundo, un amigo dos años mayor que yo que estudiaba Arquitectura en la Universidad de Buenos Aires, cuando la tercer noche paso lo inexplicable.
Llegué al departamento alrededor de las once y media de la noche, una vez terminada la jornada en el ciclo básico común, que cursaba en el turno nocturno. Cuando apenas había ingresado al departamento, lo encontré a Facundo apoyado sobre la pared lateral a la puerta, semidesnudo con una mujer recostada sobre su pecho, que solo llevaba como indumentaria, una ajustada bufanda de piel de leopardo. Los dos estaban inconscientes. El sostenía sobre su hombro derecho un diminuto objeto oscuro de tono azulado, cuando me acerqué pude dar cuenta de que el extraño objeto era una pequeña araña de goma. Continué caminando y atravesé lentamente el pasillo tratando de esquivar los cartones de vino que encontraban desparramados en el piso. Ingresé al living y al instante di un salto hacia atrás casi perdiendo el equilibrio. Ante mis ojos advertí, un bizarro cuadro digno de una descripción del Marqués de Sade. Allí se encontraban cuatro personas mas, todas ellas desnudas. Las dos mujeres estaban apoyadas contra la pared del fondo, al lado de la ventana, con los hombros y las cabezas hacia el costado, como si una caída efecto domino las hubiera acomodado simétricamente. Acostados sobre sus piernas yacían dos hombres, uno de ellos llevaba cruzando el pecho debajo de las axilas, una gruesa cinta semiplástica, similar a la que utilizan los médicos para medir el ritmo cardiaco de los deportistas. El otro hombre lo conocía. Era Juanjo Carré, mas conocido en Bahía Blanca como “Garotinio”, famoso por su candente romance con una stripper brasileña, ex novia del jugador verdeamarelho de fútbol Renato Ovarrio.
Las dos habitaciones estaban con las luces encendidas y sobre la cama de una de ellas se encontraba Tatiano, el Golden Retrievier de la vecina del segundo piso, que me miraba fijo como intentando explicar lo que había sucedido aquella tarde.
Con todo este espectáculo ante mis ojos, decidí que no era el mejor lugar para quedarme, llamé a Sebastián, uno de mis mejores amigos que vivía con su familia cerca de allí, y pase la noche en su casa. A la mañana siguiente estaba buscando una residencia, sabía que iba a ser la mejor opción.
Buenos Aires era por momentos apabullante, si bien Bahía Blanca es una ciudad relativamente grande, aquí la gente es muy diferente, vive a un ritmo mucho mas acelerado y a mi parecer disfruta menos la vida familiar, quizás producto de esa vorágine con la que se enfrentan todos los días.
Armé un listado de las posibles residencias donde me podía instalar y las fui visitando una por una. Muchas de ellas las anulaba al instante, ya que por su ubicación un tanto alejada del centro, me resultaba bastante complicada de acceder. Con la mayoría debía tomarme mas de un colectivo para llegar a la facultad. Otras simplemente las descartaba, porque no me gustaba el aspecto exterior que tenían.
Entre las residencias que encontré cercanas a la facultad, había dos en el barrio de San Telmo y una en Barrio Norte.
Fui a ver una por una, deseando que alguna de esas tres me convenciera. Las que se encontraban en la Av. Independencia no tenían buen aspecto, eran muy oscuras y no estaban bien cuidadas. A una de ellas se le notaba la falta de mantenimiento y no tenia habitaciones con baño privado. La otra, te recibía con un extenso jardín de invierno que desembocaba en una galería muy acogedora, pero las habitaciones eran muy pequeñas y todas eran compartidas por tres o cuatro estudiantes.
La de Barrio Norte se encontraba a solo cinco cuadras de la facultad, su entrada había sido remodelada hace poco tiempo, y con solo preguntar acerca de las instalaciones, me convenció para mudarme de inmediato.

20 de septiembre de 2006

El regalo de Tales



La consigna era escribir un cuento donde sucediera algo inesperado, o fantástico. Se me ocurrió introducir a este famoso matemático, a quién se le adjudicó ser el primero en anticiparse a un eclipse. Enjoy!
Saludos
Estanis


El regalo de Tales
Por Estanislao Zaborowski

Sentí una leve brisa a mis espaldas, me incorporé en la silla y miré mi reloj pulsera.
Eran las doce menos cuarto de la noche.
Caí en la cuenta, que habían transcurrido casi dos horas, desde que me levanté a servir un café de la máquina expendedora que se encontraba al fondo del salón.
El ambiente vacío, silencioso y apenas iluminado, invitaba a la concentración. No obstante, el ruido lejano de la enceradora que en ese momento pasaba el encargado de limpieza, impedía que la tranquilidad fuera total.
Era costumbre, que en tiempos de exámenes, me quedara hasta altas horas de la madrugada en la biblioteca, aprovechando que el sector de lectura permanecía abierto las veinticuatro horas.
Traté de concentrarme nuevamente, cuando a los pocos minutos, sentí que me tocaban el hombro.
- Buenas noches, creí que se había quedado dormido leyendo - dijo el encargado.
- Buenas… este, si. Para serle sincero… - respondí mientras me refregaba los ojos con el puño de la camisa.
- No se preocupe, es normal. He visto a varios jóvenes dormir sobre los libros. Parece como si la lectura actuara de somnífero.
- Puede ser, pero no es mi caso. Sucede que a esta hora, por lo general, me encuentro durmiendo en casa, y se ve que mi cuerpo no está acostumbrado al cambio de horario tan repentino.
- Tengo aquí mismo la solución para su problema - dijo, mientras sacaba del bolsillo del pantalón un paquete de caramelos.
- No, gracias. Con el café fue suficiente. Además no creo que un caramelo me quite el sueño - respondí deseando que terminara la conversación, para así volver a mis ejercicios de geometría.
- Es que este no es un caramelo normal. Es un caramelo para fijar los conocimientos.
- Disculpe que sea grosero, pero ningún caramelo fija conocimientos y en particular no creo que me ayude con el Teorema de Tales.
- Yo se lo dejo, y usted decide.
Dicho esto, el encargado se dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta. Cuando traté de seguir con la mirada sus pasos, pareció desaparecer en la oscuridad.
“Fijar los conocimientos”, pensé mientras jugaba con el dulce entre mis dedos.
Retomé los ejercicios, tratando de no pensar en el misterioso encargado, cuando casi por reflejo, me encontré desenvolviendo el caramelo. Lo observé por unos segundos con curiosidad y me lo metí en la boca. Era de frutilla.
Otra vez la brisa que me hizo levantar la mirada, pero esta vez no me encontraba en la biblioteca, sino en un parque. No, no era un parque.
Era como una vasta extensión de bosques, poblados de árboles de distintas especies, algunas de ellas que jamás las había visto antes.
La luna llena en lo alto del cielo despejado, alumbraba todo con una intensidad asombrosa. Tal es así que alzando la vista por sobre los árboles, se podían identificar las estrellas más conocidas e incluso se podía observar con claridad la vía láctea.
Estaba sentado sobre un tronco caído, cuando de repente, escuché unos pasos. Alguien se acercaba.
Me quedé duro. No respiraba. Bueno, si respiraba, pero el hecho es que parecía no hacerlo. Mi corazón se detuvo y sentí como la sangre me recorría las venas a una velocidad tal, que podía notar como fluía.
- Tranquilas y apacibles noches le deseo - escuché a mis espaldas.
Tragué saliva, giré y noté como un anciano de blancas túnicas me dirigía una sonrisa amplia y radiante.
- Grmñm – atiné a murmurar.
- Disculpe si lo he tomado por sorpresa, no era mi intención interrumpir sus meditaciones – dijo mientras estiraba su barba blanca y tupida.
- ¿Donde estoy?
- Pues donde sus pensamientos lo transporten. Aunque en realidad se encuentre en Mileto.
- ¿Mileto? ¿En la ciudad griega de Mileto?
- Ajá, ¿Sorprendido?
No daba crédito a lo que estaba escuchando, se suponía que estaba en la facultad estudiando cuando…
- Quiero creer que no habrá estado fumando esas hierbas medicinales que lo dejan a uno tumbado. ¿No es así?
- No. Mejor dicho, no exactamente. A decir verdad, creo que fue un caramelo.
- ¿Un caramelo? Interesante. ¿Qué es un caramelo?
- Discúlpeme, pero su nombre es…
- No me he presentado aún. Mi nombre es Tales.
- ¿Tales de Mileto?
- Si mi nombre es Tales y mi residencia es Mileto, se podría fácilmente deducir que está usted en lo cierto.
- ¡Por supuesto! ¡Para usted es fácil deducirlo, puesto que es el primero de los siete sabios de Grecia! ¡El primero en sentar las bases del razonamiento deductivo con el fin de explicar los fenómenos naturales!
- ¿El primero en que? – el viejo abrió los ojos como dos limones.
- No importa, me precipité un poco.
- Son esas hierbas, ya se lo dije.
Aunque me costaba asimilar el encuentro, me dejé llevar por mi imaginario y atípico sueño. Ese caramelo de seguro contenía algún tipo de fármaco que provocaba algo similar a tener alucinaciones, que le hacían creer a uno que lo que sucedía era real.
Conversamos de diversos temas, entre ellos, su teoría basada en la geométrica observación del movimiento de los planetas y sobre su predicción acerca de un eclipse que según él, acontecería muy pronto. Y para que recordara el hecho, me regaló una especie de bolilla de hierro con dos puntas, una muy fina y otra mucho mas gruesa, muy similar a lo que hoy en día conocemos como compás.
Una helada brisa me recorrió la espalda, provocándome un escalofrío que me arrojó de nuevo a la realidad de mis libros. Mi reloj marcaba las dos y media de la mañana.
El sueño duró casi tres horas, pero me pareció como si hubiera estado fuera durante una larga jornada.
Me levanté y fui hasta el baño que se encontraba a pocos metros. Refregué mi cara con agua fría para despabilarme y volví a mis ejercicios. Por lo menos ahora entendería mejor los términos geométricos que mencionan los libros.
Al sentarme, sentí una punzada dentro de mi pantalón. Metí la mano en el bolsillo y para mi asombro hallé un objeto que me resultaba familiar. El regalo de Tales.

16 de septiembre de 2006

El último trago



Lo que quise hacer en este cuento es salir de la primera persona en masculino y probar en primera femenino. La consigna era alternar descripción y acción.
Espero que les guste.
Saludos
Estanis


El último trago
Por Estanislao Zaborowski

El avión giró sobre la pista principal del aeropuerto de Ezeiza y apuntó su frente en posición de despegue. Sentada allí, junto a la ventanilla, podía vislumbrar el comienzo de un nostálgico atardecer. El sol se acostaba en el horizonte, a medida que las luces de la ciudad comenzaban a iluminar el cielo.
Las azafatas terminaron su show de mímica deseándonos un feliz vuelo e inmediatamente nos repartieron un refrigerio con unas cálidas frazadas de lana sintética. Mientras percibía el movimiento ascendente de la moderna máquina, los recuerdos me transportaban al living de mi casa, cuando por estas horas mi madre llegaba de trabajar y se disponía a pasar conmigo el resto de la tarde. Aquellos cómplices secretos de merienda, quedarán postergados por algunos meses.
Al rato de haber despegado, me dormí inquieta, pensando en los acontecimientos que me aguardaban a mi llegada. Cuando abrí los ojos, la imponente Londres se vestía para mí. Su gris aterciopelado cubría las calles de melancólica e impaciente necesidad. Sus edificios mas altos iban apareciendo a medida que nuestro viaje llegaba a su fin. Partiendo la ciudad en dos, el Támesis se distinguía como un hilo brillante similar al llanto de una pequeña criatura.
Ni bien aterricé, busqué un taxi y me dirigí a la dirección que me había enviado por correo electrónico el tutor de mi beca de estudios. Según sus indicaciones, la residencia se hallaba en la parte más bonita de la capital británica. A medida que el sedán se alejaba del centro, pude notar como las calles modificaban su apariencia; del color rojizo otoñal típico de esta época del año, a un matiz mas claro, como si el verde tardío del verano se negara a dejar tan rápido su paso por esta parte de la ciudad.
Por fin estacionamos en la puerta de una pequeña pero coqueta casa de dos pisos, los altos árboles que se erigían en la entrada, aún no habían perdido sus hojas.
Un señor, que aparentaba ser el mayordomo de la casa, abrió la puerta del auto y me dirigió una sonrisa amplia. Con su dedo índice, me señalaba el pequeño camino de baldosas verdes, que desembocaban en la entrada principal.
Antes de llegar a la puerta, el mayordomo se encontraba a mi lado con el bolso de mano y la valija de cuero raído que me había prestado mi madre para la ocasión.
- Buenas tardes Stefanía, la estábamos esperando – su postura inglesa era impecable.
- ¡Hola! Gracias, muy amable – dije introduciendo mi camisa dentro de la pollera de corderoy que estaba estrenando.
- Mi nombre es Henry, soy el encargado de la residencia y por los meses que usted disponga, este será su hogar.
- Le agrades... – mis palabras revelaron un silencio en el instante que la puerta se abrió de par en par.
Apenas crucé el umbral, una enorme sala de estar tibiamente iluminada, le arrojó a mis sentidos un sinfín de mensajes sobre el nuevo mundo que estaba descubriendo.
Es cierto que parte de mi asombro, se basaba en que jamás había salido de Buenos Aires, a excepción de algunos viajes al sur del país.
Pero nada de lo visto allí se podía comparar con la delicadeza y el buen gusto que decoraba cada rincón del lugar. Henry me indicó que pasara al living que se encontraba a mi derecha. El salón era amplio y suntuoso. De sus paredes colgaban gigantescos cuadros con pinturas muy bellas de distinta clase. Si bien mis conocimientos en el arte no eran tan prolíficos como en el campo de la psicología, pude distinguir una réplica de un cuadro de Van Gogh, como así también una pequeña colección de tres o cuatro bocetos de Rembrandt.
Coloqué mi cartera sobre la mesa de roble que ocupaba gran parte del recinto, justo en el momento que escuché una voz a mis espaldas.
- ¡Bienvenida Stefi! – con un forzado acento español, ingresaba al salón un hombre de edad avanzada apenas canoso pero de rasgos finos y excelente porte.
- ¡Hola! Usted debe ser... – otra vez no pude terminar mis palabras.
- Así es soy Arthur, tu tutor – el hombre me abrazó calurosamente y me besó en ambas mejillas - Debes estar cansada, así que dejaremos la visita al resto de la casa y la charla para la hora de la cena, ¿te parece?
- Si, me encantaría descansar un poco, el viaje fue largo y no pude dormir cómoda.
- Por supuesto. Henry te indicará tu habitación. Te espero a las ocho en punto para cenar.
- Gracias – mis palabras parecían tener un eco extraño dentro de la casa.
Subimos la escalera de madera de apliques y bordes tallados, dirigiéndonos hacia la habitación mas alejada al final del pasillo. Apenas entré, dejé la valija y el bolso de mano junto a la puerta y me zambullí en la cama. Por suerte, era amplia y flexible.
Cuando desperté, mi reloj marcaba las siete y media. Al incorporarme, me dirigí al baño, prendí la ducha y me desvestí. El agua caliente y la siesta habían resultado reconfortantes. Tardé un par de minutos en vestirme, elegí un jean azul marino, una musculosa blanca y una polera negra que combinaban con las botas de cuero del mismo color. Ultimando detalles, recogí mi pelo con un clásico rodete, me perfumé y salí de la habitación rumbo al encuentro de mis nuevos compañeros.
- ¿Cómo nueva? – Arthur me esperaba al final de la escalera extendiéndome una copa de lo que aparentaba ser vino tinto.
- Asi es – respondí bajando los últimos peldaños y agradeciendo con un gesto la bebida.
- Ven por aquí, te presentaré a los otros estudiantes.
Nos trasladamos al living y a medida que me acercaba a el, comencé a escuchar distintas voces, todas ellas en un perfecto inglés.
Arthur me presentó a Sarah, Paul y Robert los tres, según me explicó, estaban hospedándose hace diez días y provenían de Australia. En ese momento Camile, una mujer cuarentona de origen francés y modales nerviosos, se acercó estrechándome la mano y presentándose como la consejera educativa de la residencia. Por último, apenas distanciado de los demás, se encontraba Gustav. Un joven apuesto de origen ruso, que calculé debería tener mi edad. Al parecer era muy introvertido porque durante la charla que antecedió a la degustación del plato principal, no mencionó palabra alguna.
La cena transcurrió agradable y distendida, con excepción de algunas ocasiones en donde la pasión por la psicología nos dejaba arrebatar.
Al concluir el postre, Gustav parecía absorto en sus pensamientos sin emitir opinión, en tanto que Camile permanecía muda en una punta de la mesa observando su reloj pulsera cada un par de minutos. Con Sarah conversábamos muy animadas, acerca de la moda que predominaba hoy en día en las calles de Europa, mientras que Arthur, Paul y Robert discutían sobre las estrellas de fútbol que estaban emergiendo de los países sudamericanos.
Lo extraño, sucedió cuando nos sentamos en los sillones que rodeaban el hogar a leña y nos dispusimos a tomar una copa de brandy, que con curiosa amabilidad, nos sirvió Camile a cada uno de nosotros.
Nos encontrábamos inmersos en una tensa conversación, donde las teorías psicológicas acerca del aprendizaje eran las protagonistas, justo en el momento en que Arthur se puso de pie. Ninguno de nosotros reparó en sus movimientos hasta que tambaleó y cayó al suelo agarrandose la garganta y murmurando algunas palabras inaudibles.
Gustav se levantó del susto y dio varios pasos hacia atrás, hasta toparse con la pared de la cual colgaba un cuadro de Botero. Desde allí, una de las gordas parecía guiñarle un ojo. Camile salió corriendo y desapareció por varios minutos. Paul y Robert se miraban mudos sin entender lo que sucedía, lo cual me hizo deducir, que como todos los hombres, carecían de valentía. Sarah se acercó al cuerpo indicándome que la ayudara a incorporarlo, lo cual fue inútil. El tamaño considerable de sus extensiones y la nula respuesta de sus músculos, evitó que lo pudiéramos mover. Al corroborar que su pulso no emitía ninguna señal, concluimos que había fallecido.
- Llamé a la policía, viene para acá – gritó Camile, mientras ingresaba y se arrodillaba compungida al lado del cuerpo inmutable de mi tutor.
A los pocos minutos dos patrulleros y una ambulancia estacionaban frente a la casa. Nos juntaron a todos en el salón, incluso a Henry, que luego de haber levantado los platos de la cena, se había ido a descansar a su habitación. El inspector nos interrogó por separado, y a las pocas horas, dio la orden de que nos vayamos a descansar. El veredicto del médico forense, indicaba que Arthur había fallecido a causa de un paro cardíaco, lo cual generó una serie de comentarios por lo bajo. Al cabo de dos días y tediosos trámites de por medio, se terminaba mi aventura europea.
Una mañana, seis meses después de aquel periplo, Frida mi perra labradora, me acercaba el diario que recién habían dejado en la puerta de casa.
Mientras desayunaba en el jardín, me atraganté con una tostada, al leer en un aviso clasificado que una residencia para estudiantes de psicología, invitaban a visitar Londres. Su dueña Camile y su esposo Henry prometían módicos precios.

Curva peligrosa



Un relato cortito y al pie. Sin consignas ni parametros para definirlo.Saludos
Estanis

Curva peligrosa
Por Estanislao Zaborowski

Estaba aturdido, mareado, perdido. Estaba confundido, atrapado, rendido. Todo era gris. O negro. No podía distinguirlo bien. Me ardían los ojos. Sin embargo, no los cerraba. Intenté mover el brazo. No pude. Ahora una pierna. No pude. Solo podía pensar. Pero no con claridad. Me sentía como si estuviera en una intersección donde la realidad es difusa y uno no está seguro si se encuentra despierto o dormido. No podía asegurar nada de lo que pasaba en mi interior, porque no sé si realmente estaba sucediendo. Intenté buscar evidencia externa. Algo que me indicara si estaba allí. Agudicé mis sentidos. Traté de escuchar algún sonido que me diera alguna pista. En el silencio o emanando de él, percibí un ruido lejano. Era constante. Inalterable. Era agua. Agua corriendo. Sonaba a rio. Agudicé el oído. Por el ruido del caudal que fluía, me pareció que era un arroyo. Ya tenía un dato. Ahora, intenté prestarle atención a la información que le enviaba el olfato al cerebro. Me di cuenta que percibía diferentes olores. Eran profundos, intensos, conocidos. Algo se quemaba. Chamuscado, pensé. También olía a nafta. Me concentré asegurándome que no adivinaba ningún otro olor. Descarté los sentidos del gusto y del tacto porque nada me aportaban. Solo la visión, el olfato y el oído me daban información. Necesitaba procesarla, unirla y sacar conclusiones. En ese momento, escuché una voz. Lejana pero acercándose. La voz me decía que no me moviera. Ridícula. Voz ridícula, pensé. ¿A donde quería que me vaya si no podía moverme?
La voz en la oscuridad me hizo recordar los años que estuve preso. Esas destempladas noches cuando mi vecino de celda contaba sus anécdotas de vida. Tres años de sombras. Un largo período separado de mi hija por un delito que no cometí. Me alivió pensar que cuando saliera de estos hierros retorcidos, podría continuar el viaje para reencontrarme con ella. Eso me reconfortó. Sus ojos azules me dictarían su amor incondicional a pesar del tiempo transcurrido. Imaginé a mi pequeña Sofía corriendo a mi encuentro. Atolondrada, desesperada por verme. ¿Cómo le sentarán sus cinco añitos? Dulces, pensé. Con su ternura a flor de piel. No pude evitar que mis ojos se llenaran de lágrimas. Otra vez la voz. Ahora me decía que había tenido un accidente y que la ayuda venía en camino. Intuí que se trataba de una mujer. Por el tono me imaginé una mujer corpulenta de hombros grandes y espalda ancha. Masculina. Quizás una mujer policía.
Traté de serenarme. Me reproché la elección que tuve al momento de decidir trasladarme a Mendoza en auto. Otra estupidez fue hacer todo el recorrido sin parar a descansar, a estirar las piernas, a distenderme. El apuro por llegar a ver la sonrisa de Sofía me hizo cometer este error. Y si algo sabía era de errores. Esos mismos que evité durante casi mis cinco décadas de existencia. Esos que no me permitía cuando rendía los finales que me llevaron a recibirme de ingeniero naval. Esos que eludí cuando viajé por el mundo coleccionando obras de arte. Curioso es el destino al juntar todos y echármelos en la cara de una vez.
Mis pensamientos se interrumpieron cuando sentí un olor profundo a quemado. Tranquilo, pensé. Están en camino. Pronto saldrás de aquí y continuaras tu camino. Sofía te espera. Su sonrisa y aire inquieto te esperan. Por fin escuché sirenas. En un par de horas toda esta pesadilla sería historia. Este pesado sueño terminaría. Las sirenas se callaron. Escuchaba voces y corridas. Alguien se acercaba. Por los ruidos y gritos provenientes de diferentes ángulos pude adivinar que estaban corriendo varias personas hacia aquí. Sonreí y finalmente cerré los ojos pensando en la calidez del abrazo de mi hija. Ya casi podía sentirla. Me aferré a ese pensamiento. Y fue lo último que hice en mi vida. La explosión sentenció mi muerte.

9 de septiembre de 2006

El acuerdo

El acuerdo
Por Estanislao Zaborowski

La fría noche de invierno, se anunciaba entre sombras y quejidos.
Fuera de la casa, todo era niebla y oscuridad. La luna, casi moribunda, se ocultaba detrás de los apocalípticos nubarrones que delataban furiosos el comienzo de la tormenta. Sin embargo, aún no llovía. El césped del jardín, recién cortado, permanecía apenas húmedo por el tímido rocío que había caído aquel atardecer.
Repasé en mi mente, los hechos transcurridos en las últimas horas.
Apenas comenzado el día, me encargué de los preparativos. Realicé las compras muy temprano en el almacén de la esquina, que con puntualidad, abría todas las mañanas cuando el reloj marcaba las diez. Compré todo lo necesario para la velada, desde copas nuevas con vivos plateados, hasta un juego de mantelería moderna. Incluso especias importadas para condimentar la carne que serviría como plato principal. También me atreví a llevar una tarta de manzana para acompañar el café, pero dudaba que el encuentro se arrimara hasta esa instancia.
En otras ocasiones, no hubo tiempo para aquella costumbre, los acontecimientos pasaban con tal velocidad que era difícil pronosticar el rumbo que tomaría el encuentro. De aquellas noches pasadas, el café nunca había marcado el final, ni siquiera tan solo un punto de inflexión.
Por la tarde, me dediqué a la limpieza, no quería que mi invitada pensara que me encontraba dejado, a la deriva y sin reparar la atención necesaria en las tareas domesticas. Recuerdo un encuentro hace ya seis meses, donde me recriminó que en la cocina se encontraban los platos sucios de por lo menos cinco días antes. Fue en esa misma ocasión, cuando olvidé la ropa dentro de la secadora, provocando que esta se impregnara de un olor a humedad bastante pronunciado, obligándome a lavarla otra vez sin haberla usado. En aquella oportunidad, como en otras anteriores, tuvo razón. No obstante, quería evitar darle motivos para que su regaño se hiciera costumbre cada vez que me visitaba.
El momento del encuentro se acercaba lento pero sin pausa a medida que ultimaba los detalles. A las once de la noche la cena estaba lista. Para agasajar su compañía, elegí un menú que me asegurara su agrado y reconocimiento. De entrada serviría una tabla de quesos y fiambres selectos, con panes de distinta elaboración y salsas suaves para untarlos. Luego, vendría la carne mechada con hierbas y acompañada de vegetales varios horneados en su punto justo. El vino también estaría presente, era la oportunidad ideal para abrir aquella botella que guardaba como un preciado tesoro en la alacena del comedor.
Decidí que la velada transcurra iluminada tan solo, por la luz tenue de las velas que se encontraban en el centro de la mesa, de tal manera que la puesta en escena marcara sutilmente un tono armónico, romántico y relajado a la vez.
Sentado en mi sillón preferido, me serví una copa de licor de higo y esperé a que llegara mi visita. El reloj de roble que pendía de la pared del comedor, señalaba las doce menos cinco de la noche.
Me pareció quedarme dormido por unos minutos, cuando desperté con el timbre de la puerta que sonó en el mismo instante en que las campanas del reloj iniciaban su concierto.
- Buenas noches querido - mi invitada hacía su aparición con la belleza y pomposidad que la caracterizaba.
- Veo que la puntualidad sigue siendo tu fuerte - comenté al recibirla.
- No quería hacerte esperar, de hecho debes estar impaciente por comenzar.
Su tono de voz era seco, sin embargo en su caluroso abrazo y sus besos en ambas mejillas, denotaba cierta afectuosidad que se esmeraba en disimular.
Como era de esperar, se encontraba vestida de negro de pies a cabeza. Desde el piloto que acababa de colgar en el perchero al lado de la puerta, hasta las medias que cubrían sus tersas y largas piernas.
Puede ser que en su vida haya sido atleta - pensé mientras observaba el movimiento hipnótico de sus caderas al moverse de un lado a otro delante mío.
Como en todas las visitas, hicimos el recorrido por la casa. Empezamos por las habitaciones, luego el baño, la cocina y por último terminamos en el comedor.
- Esta vez, tengo que reconocer que no hay nada por reprocharte. Haz cumplido al pie de la letra lo pactado.
- ¡Y si! No es para menos, es la cuarta vez que nos encontramos. Se supone que ya aprendí de todas tus indicaciones - observé levantando un poco el tono de voz.
- Es cierto, ¿cenamos?
La cena transcurrió en silencio, intercambiando solo algunas palabras cuando la ocasión ameritaba. De lo contrario, permanecíamos callados cada uno pensando en el desafío que vendría cuando nuestra cena llegara a su fin.
- ¿Preparaste el tablero? - me preguntó mientras bebía un sorbo de la taza de café.
- Por supuesto, ¿y vos trajiste el documento para firmarlo?
- Jamás lo he olvidado, eso lo sabes bien.
Levanté la mesa y lavé los platos mientras observaba por el rabillo del ojo todos sus movimientos. Nos sentamos enfrentados, mesa de por medio, en los sillones del estar. Frente a nosotros se encontraba la mesa baja con el tablero de ajedrez ya dispuesto para comenzar la partida.
Sacó de su bolsillo un papel doblado en cuatro partes y me lo extendió. Lo leí con atención para corroborar que no había sacado ni agregado ninguna palabra a lo ya establecido en otras oportunidades. Al cabo de algunos minutos, lo firmé y se lo devolví.
- Te noto mas relajado de lo habitual, pareciera que te has acostumbrado a nuestro encuentro bimestral - dijo con voz tierna, mientras me observaba fijo con una mirada extrañamente sensible.
- Uno en la vida se termina por acostumbrar a todo, incluso a las situaciones mas extremas como la que nos ocupa en este momento. Además tengo que reconocer, que llegado el caso y que esta noche se dé por finalizado nuestro acuerdo, podré descansar en paz.
- De eso no me cabe la menor duda - sonrió sarcástica, mientras hacía avanzar su peón por el tablero.
La partida se desarrollo sin pausa pero con mucha intensidad. Sin darnos cuenta llevábamos casi dos horas de juego y ninguno de los dos había mencionado alguna palabra.
Ambos levantamos la mirada del tablero, cuando escuchamos desatarse la tormenta.
Mientras ella se quedó sentada, me levanté y fui a cerciorarme de que todas las ventanas se encontraran trabadas por dentro para que las ráfagas de viento no las abrieran.
Aproveché también para preparar otra vuelta de café y ofrecerle una porción de tarta de manzana. Por lo visto, esta iba a ser una de las partidas mas largas que habíamos jugado.
Cuando se esmeraba, era muy difícil de vencer, era un contrincante por demás complicado. A eso, se sumaba su tranquilidad y sus movimientos fríos y certeros, contrariamente a lo que sucedía en mi lugar.
Mi posición era un tanto más comprometida ya que mi vida dependía de un juego. Pero ese escollo lo había superado y me planteaba las partidas con otra filosofía.
A medida que fui aprendiendo a convivir con mi enfermedad, empecé a prepararme mejor para nuestros encuentros e intentar salir siempre victorioso. No obstante, no dejaba de sorprenderme que haya aceptado mi acuerdo y me dejara con vida hasta definir mediante un juego, como se resolvería el asunto.
Me senté en el sillón y sonreí. En un acto de extraña desconcentración, me había dejado la puerta abierta para la resolución del juego.
- ¡Jaque mate! - grité casi eufórico
- Caramba, es cierto - me respondió sin sobresalto alguno. Creo que me tendrás que ver una vez mas, para un nuevo desafío.
- Así es, lamento que no hayas podido ganarme. De seguro te hubiera encantado dar por finalizado esta cuestión - dije mientras observaba que en sus ojos había un dejo de nostalgia.
- Tal vez si, tal vez no. Apuesto a que en eso te quedaras pensando.
Con sus últimas palabras, se puso de pie. Tomó su piloto, se lo ajustó a la cintura y se asomó por la ventanilla de la puerta.
- Es contradictorio - dijo con la voz entrecortada sin darse vuelta - Mientras que tú te juegas la vida en una partida de ajedrez, mi muerte se asemeja a una carga cada vez mas pesada y difícil de llevar.
Sin darme tiempo a responder, abrió la puerta, miró hacia el cielo y sin volverse, se internó en la tormenta.
Me quedé un momento en la entrada, observando como desaparecía en la noche. Su silueta se iba esfumando, a medida que sus pasos la alejaban de la casa.
Allí de pie, frente a la lluvia que caía como una cortina de pequeñas lagrimas, reflexioné acerca de las circunstancias en las que había sobrevivido un par de meses más.
Hasta llegué a pensar, que la muerte se había enamorado de mí. Lo cual no parecía nada ilógico. ¿O acaso las mujeres no viven y mueren por amores imposibles?

4 de septiembre de 2006

El centinela



Este es un cuento que escribí a pedido de una amiga que necesitaba un texto para levantarle el ánimo a una persona allegada que había perdido un ser querido. A ella le gusto.
Estanis


El centinela
Por Estanislao Zaborowski

Soy conciente que no son de dominio público algunos detalles de nuestra existencia, pero si estoy convencido que vale la pena conocer el que les voy a revelar.
Desde el inicio de los tiempos, se calcula que cien mil millones de seres humanos han transitado por el planeta Tierra. Y es en verdad un número interesante, porque aunque parezca curioso, hay aproximadamente cien mil millones de estrellas en nuestro universo inmediato, la Vía Láctea. Entonces, por cada hombre, mujer y niño que ha vivido, brilla una estrella en nuestro firmamento.
Esta es la historia de cómo Santi, a partir de este hallazgo, encontró la razón de porque jamás se había sentido solo a pesar de…

Por cuarta vez en la semana, el chillido del timbre de las seis de la tarde recorría todos los rincones del antiguo Colegio San Lucas.
Como era costumbre, la avalancha de niños, que desde las aulas salían corriendo en todas direcciones, se agolpaba en la puerta principal. A medida que pasaban los minutos, los pasillos se iban enmudeciendo hasta quedar en un silencio absoluto. Solo las palomas que picoteaban en el patio, buscando las migas que se desprendían de los emparedados o alfajores que habían devorado los niños, producían un ruido casi inaudible para los demás.
Pero no para mí. Esos momentos de incipiente tranquilidad, eran mis preferidos desde que comencé a trabajar de encargado, hacía ya varios años. El silencio era mi compañía en las largas noches de soledad.
Mis tareas consistían en cuidar la entrada principal en todos sus aspectos, desde la limpieza de azulejos y pisos, hasta el control de todos los que traspasaban la puerta.
Justamente fue en los escalones de la entrada donde me encontré a Santi esa tarde helada de invierno.
- ¡Hola! ¿Se olvidaron de pasarte a buscar? - dije mientras me sentaba de cuclillas a su lado.
- Si, mi abuela se debe haber quedado dormida otra vez - en su voz se notaba un dejo de tristeza.
- ¿Y tus papás? ¿Están trabajando?
- No, mis papas no están mas. Fallecieron cuando yo era chico.
- Ajá, yo te sigo viendo chico - mi intento de hacerlo sonreír naufragaba en el mar de la indiferencia - Si vives cerca, te podría acompañar caminando así no tienes que aguardar aquí con frío a tu abuela. A propósito, ¿como se llama ella?
- Matilde, y su perro se llama Tifón.
- Bonito nombre…….el del perro me refiero - finalmente me dedicó una tímida sonrisa. Hagamos una cosa, le voy a avisar a Mateo, mi suplente, que cuide por un tiempo la puerta y que si llega a venir tu abuela le avise que salimos para allá, y de esta manera te podré acompañar hasta tu casa, ¿te parece?
Sin responder a mi pregunta, tomó su mochila, se puso de pie y se alistó con las manos en los bolsillos y la bufanda escocesa que le tapaba hasta la línea de los ojos.
Antes de salir, revisé los registros de la computadora y pude obtener la dirección de la casa de su abuela. Por suerte solo nos separaban ocho cuadras.
Habíamos cruzado la plazoleta que quedaba en la esquina, cuando Santi mencionó sus primeras palabras desde que salimos.
- Cuando yo sea grande, voy a pintar con colores todo el camino para que todos los chicos sepan como volver solos a su casa.
- ¿Vos crees que se podría Santi? O sea, el camino de todos los chicos de todos los colegios. Me parece que se van a confundir.
- No, no se van a confundir porque van a estar pintados todos de diferentes colores, Y además cada uno va a saber cual es el color que le toca.
- Entiendo, creo que podría funcionar. ¿Sabias que en lugares como el campo o los navegantes, se manejan con tecnología pero también observan mucho las estrellas para guiarse y llegar a destino?
- Mmmmmm, no creo que se pueda eso. Yo no creo en nada que no se pueda ver claramente, como los colores. Y más el rojo, el amarillo, el azul y también el verde, pero tiene que ser oscuro como ese de los cascos de guerra.
- ¿Entonces, no crees en nada que no puedas ver con tus propios ojos?
- Claro, pero si en los colores.
- Pero las estrellas las puedes ver. Ellas nos marcan el camino, nos cuidan, nos observan y nos alertan sobre cualquier peligro.
- Yo no le veo nada de especial a las estrellas.
- Eso es porque no las observas seguido, ellas en cambio siempre están pendientes de ti todo el tiempo.
- No creo, hay veces que no están.
- Pero ahora si, miralas - dije mientras señalaba el cielo con el dedo índice.
- ¡¡¡Uhhh!!! ¡Esas dos brillan un montón! - sus ojos se abrieron como dos nueces.
- ¿Cuales? Yo no veo sobresalir ninguna sobre las otras, todas se están con la misma intensidad - mentí, una veía mas fuerte.
- ¡No no no, esas! Esas que están juntas, como si fueran una pareja.
- Entiendo, es que esas son tus estrellas especiales. Son tu guía. Las que te observan desde allí y te dan la paz que necesitas para seguir con fuerza el camino de la vida.
- ¿Como es eso? ¿Brillan más fuerte para mí?
- Claro….esas estrellas, esas que tu ves mas nítidas e intensas son tus seres queridos. En tu caso, son tus padres Santi.
Apenas terminé de decir aquellas palabras, me detuve arrepintiéndome de mencionarle aquél secreto a un niño de tan solo nueve años. Quizás no fue lo que dije, sino la forma en la cual me expresé.
Pero para mi asombro, no solo entendió que en el cielo se encuentran todos nuestros seres queridos, sino que reconoció que desde el fallecimiento de sus padres jamás se había sentido en soledad. Todo lo contrario, había estado triste un tiempo y había llorado mucho, pero me confesó que jamás se sintió desamparado. Que todos los días tenía ganas de aprender cosas y de jugar y de pintar con colores fuertes. Sobre todo con el verde siempre que sea oscuro como el color de los cascos de guerra.
Y así fue como nos quedamos parados en la puerta de su casa, observando por varios minutos las estrellas. Mientras él les sonreía a sus padres, me describía como esos luceros brillaban más fuerte.
Caminando de regreso al Colegio, pensaba en la cantidad de personas que por no observar el cielo a diario, se pierden de saludar a sus seres queridos, abuelos, tíos, padres, hermanos, etc. Incluso omiten agradecerles su compañía, como así también de descubrir que allí arriba les va de maravilla. Podría asegurar sin miedo a equivocarme que la vista debe ser única.
Y pensé algo más. Que de ahora en adelante no dejaría pasar una noche sin mirar hacía arriba y agradecerle a mi esposa por ser mi centinela.

3 de septiembre de 2006

Un Domingo cualquiera

Un Domingo cualquiera
Por Estanislao Zaborowski

Desde la ventana del comedor, podía observar como el sol en su cenit, inundaba de brillo y vida el pequeño parque que antecedía a mi casa. El pasto recién cortado y el rocío que había caído la noche anterior, dibujaban casi al ras del suelo simpáticas figuras luminosas. No obstante, tanta luz y belleza contrastaba con el interior de la casa. Aquí dentro todo era silencio. Solo se escuchaba el ruido de vasos y cubiertos al ser depositados en la mesa. Frente a mí, hundiendo su mirada en el plato de ravioles, se encontraba mi esposa. Hermosa como era su costumbre, aunque ni siquiera se molestara en arreglarse. Su pelo castaño oscuro, desprolijo y recogido con un palillo, acentuaba sus rasgos finos y delicados. Como si fuera poco, vestida con aquella ropa de entrecasa no hacía mas que recordarme a Cenicienta, el clásico cuento de Charles Perrault, que luego sería llevado al cine por los Estudios Disney. Incluso, su primera versión había sido muda, tanto igual que la que nos encontrábamos desarrollando en este momento.
Muy a mi pesar, no podía evitar notar que sus gestos, si bien no eran severos, contenían una profunda congoja. Sus movimientos lentos, sus idas y venidas con los ravioles clavados en el tenedor, denotaban melancolía y desilusión.
Me apenaba el pensar que su tristeza tenía las raíces arraigadas en las constantes frustraciones que ella vivía a mi lado.
El pasado jueves, fue la primera vez que no me esperó despierta a la vuelta de las interminables sesiones a las que acudía, a fin de poder lograr que me dieran un crédito para poder filmar mi película. Y eso marcó tajante una diferencia a todas las noches anteriores. Cuando llegué sus ojos se encontraban húmedos, cansados y esquivos. Ni siquiera me dirigió la palabra cuando me metí dentro de la cama. Tampoco respondió a mi abrazo y menos aún al beso que le di en la mejilla. Era evidente que la confianza que depositaba en mi, iba escaseando de fondos para cubrirla. Fue esa noche, intentando conciliar el sueño, cuando recordé el eslogan de una famosa obra que había filmado de forma magistral Oliver Stone, un domingo cualquiera puedes ganar o perder, pero la vida es un deporte de contacto. Y aquí ya no había contacto.
Volví en mi mismo en el instante que Jazmín comenzaba a levantar la mesa. Aproveché la ocasión para incorporarme y rodearla con mis brazos. Pero fue inútil. Con un movimiento de cadera que envidiaría hasta el mismísimo John Travolta en fiebre de sábado por la noche, me esquivó y depositó la vajilla nuevamente sobre la mesa. Con la misma rapidez, se quitó el delantal y salió del comedor. Allí parado, solo y en silencio, terminé mi almuerzo.
Pasé la tarde mirando películas de la etapa dorada del cine norteamericano. Para esta ocasión, elegí Matar al ruiseñor con Gregory Peck y El halcón maltés con Humprey Bogart, donde el actor se ponía en la piel del detective Sam Spade, famoso por sus métodos poco ortodoxos para resolver los misterios y esclarecer los crímenes que se sucedían en San Francisco. Aunque el género suspenso era mí preferido, el guión que había escrito para filmar, era un drama actual que mostraba como el ansia de poder hacía sucumbir a las personas mas respetables y admiradas de la sociedad contemporánea.
A la hora de la cena, me decidí por intentar nuevamente un acercamiento con Jazmín. Quizás si le cantaba el tema romántico de Celine Dion en Titanic, cedería en su postura. No obstante, preferí obviar ese pensamiento. La última semana había tenido un cruce de palabras con los vecinos, cuando puse en el equipo de música la banda de sonido de la Guerra de las Galaxias al máximo, y me vinieron a tocar el timbre para expresar sus quejas. Como mi voz no es precisamente la de un tenor, decidí desechar la idea de cantar.
El tiempo pasaba y el vacío que me generaba por dentro era cada vez mayor. Me propuse no empezar la semana de esta manera, así que ejecuté el plan b.
Dos horas mas tarde escuché el ruido de que alguien llamaba a la puerta.
- ¿Julio, te fijas quién toca el timbre a esta hora?
- ¡Ahora no puedo! ¡Está por empezar una peli! - mentí gritándole desde la sala de estar, mientras miraba disimuladamente como se dirigía a ver quien era.
- Buenas noches, siento molestarla pero tengo un mensaje urgente para Julio Ruiz.
- ¡Julio! ¡Acá preguntan por vos!
Con cara de circunstancia me acerqué a la puerta y le dirigí una mirada despectiva a aquel personaje que osaba venir a mi casa a estas horas de la noche.
- ¿Señor Ruiz? Tengo un mensaje que entregarle, mi nombre es Alberto…eh… - mi interlocutor comenzaba a transpirar.
- Mire no se quién es Usted ni que es lo que desea, pero estas no son horas para que vengan y menos aún para entregarme un sobre que me puede ser enviado por correo o mañana en las oficinas de la Municipalidad. - mi voz sonó tan enérgica como convincente.
- Disculpe, es que precisan que mañana a primera hora vaya a las oficinas del INCAA.
- ¿Usted es tonto? ¡Ya le dije que no me interesa nada! - subí el tono lo suficiente como para que Jazmín se alertara.
- Será mejor que me dé el recado a mí. Disculpe a mi esposo, últimamente esta perdiendo el tacto. - me miró de reojo para notar si había sentido ese golpe bajo.
- Con gusto señora. Firme aquí por favor.
- Listo, ¿como me dijo que se llamaba usted? No quiero ser entrometida pero no le veo la identificación como suelen tener los mensajeros.
- Bueno, basta de palabrerías. Usted se me marcha. - intervine antes que sea demasiado tarde.
Cerré de un portazo y le di dos vueltas a la llave antes de dejarla en el cenicero que se encontraba al lado.
Me volví al sillón del estar para retomar la película, en el momento que escuché el ruido que estaba esperando. Jazmín estaba abriendo el sobre que contenía la falsa nota sobre una supuesta convocatoria al Instituto Argentino de Cine para conversar el tema de una posible financiación de mi película. Al rato, sentí que me abrazaban por la espalda y me llenaban de besos las mejillas. Me incorporé y respondí sus caricias con intensa pasión.
Antes de acostarnos, llamé a escondidas a un viejo amigo del círculo de directores, para agradecerle el gesto que tuvo al ayudarme. Bromeando, le dije que la sociedad de actores estaba muy contenta con que su fuerte sea el detrás de las cámaras.
De vuelta con ella, me quité la ropa y abrazándola pensé una vez mas en mi eslogan preferido, un domingo cualquiera puedes ganar o perder, pero la vida es un deporte de contacto. Y este domingo había ganado.