31 de diciembre de 2006

Un Enigma Oriental // Capítulo 5



Un Enigma Oriental
Por Estanislao Zaborowski


Capítulo 5

Dentro de la habitación, la claridad de la mañana contrastaba con la penumbra del pasillo que acababa de abandonar. Elvira corrió a mi arribo evitando que pueda observar la escena en sus 360 grados. Sus brazos de carne exagerada me capturaron contra su humanidad sudada, impidiendo que accediera al centro de la acción. Apenas pude observar, no sin esfuerzo, como el cuerpo de Gerónimo yacía inmóvil sobre la cama. Su torso blanco desnudo se perdía en la pulcritud de las sábanas como los fantasmas desaparecen en los albores de un nuevo día. Tenía la cabeza levitando por fuera del mueble de una plaza y su pelo desprolijo se tambaleaba como un suicida dubitativo. Sus ojos negros opacos de vida y una extraña expresión desencajada, se apoderaban de sus facciones arrebatándole la armonía de su gracia.
- ¡¡Esta muerto!! ¡¡No respira!! ¡¡No tiene pulso!! – Elvira no dejaba de llorar y de pegar alaridos ensordecedores.
- ¡Elvira, mirame! ¿Llamaste a la ambulancia? ¿La llamaste?
Casi imperceptiblemente movió la cabeza de arriba hacia abajo, mientras me abrazaba con más fuerza provocando que mis pulmones exhalaran un suspiro repentino con el resabio del café con leche.
- Llame a la ambulancia, está en camino y también la policía – dijo Roberto mientras ingresaba a la habitación, alejaba a Elvira de mis brazos y me dirigía una mueca ácida y poco amigable.
Debo reconocer que Roberto no se encuentra entre las filas que alinean a mis fervientes admiradores. En mas de una oportunidad, lo soñé como un desequilibrado que se empecinaba en quitarme la vida. Recuerdo con claridad la pesadilla recurrente donde me perseguía con una motosierra por las escaleras de la residencia intentando darme alcance. En su desesperación por ponerme las manos encima no paraba de gritar “¡¡Me debés el alquiler del mes pasado!!”. Aquél hecho me traía a la memoria la famosa escena de la película Psicópata Americano, con la excepción que el protagonista corría desnudo. Pero ese detalle hubiera cambiado la carátula de mi sueño, del suspenso al terror.
Salí del trance en el cual me hallaba sumergido cuando un grandote uniformado me sacudió el hombro.
- ¿Y usted quién es? - arremetió el policía.
- Gustavo, Gustavo Treta. Vivo en la residencia - lo miré fijo a los ojos no en forma desafiante porque conozco el humor de los agentes, pero si con firmeza ya que tampoco quería parecer débil.
- Bueno, acompáñeme por aquí. Deje trabajar a los especialistas.
En ese instante caí en la cuenta que estaba rodeado por dos enfermeros, dos policías, Elvira, Roberto y una mosca que no dejaba de zumbarme la oreja.
Bajamos las escaleras y al ingresar en la biblioteca crucé la mirada con otro hombre desconocido. Era morocho, de tez morena y tupidos bigotes negros que se recortaban en la comisura de la boca. Vestía de traje negro gastado y lo combinaba con mocasines grises que se asomaban por debajo de la botamanga del pantalón.
A pesar de no ser muy alto, tenía un aspecto fornido que denotaba presencia y seriedad. Supuse que era el comisario porque en su solapa llevaba colgado un pequeño cartel dorado que rezaba: “Csrio. Pedruelo”.
El hombre conversaba en ese momento con Adrián, el pelirrojo que compartía la habitación con Fernando Makro. A juzgar por los gestos de este último el cruce de palabras no se advertía para nada amigable, mas bien guardaban severidad.
Al cabo de unos minutos, interrumpió su conversación y se acercó a mi silla.
- ¿Su apellido? - su voz era grave y profunda.
- Gustavo Treta, Vivo en la residencia - agregué
- No le pregunté donde vivía, solo su nombre. Le pido que responda en forma concisa las preguntas que le formulo.
- Puede preguntar lo que le quiera, yo me quedé dormido.
- No solo le voy a preguntar a mi antojo sino que si vuelve a mencionar algo sin mi permiso, me veré en la obligación de dejarlo detenido - sus palabras concisas de tono elevado atrajeron las miradas del resto de mis compañeros.
- Todos deberíamos estar detenidos. Es mas, el tiempo debería estar detenido. Así, valga la redundancia, tendríamos más tiempo para averiguar lo que sucedió con Gerónimo.
- Usted esta abusando de mi paciencia.
Decidí no mencionar otra palabra en el contexto de aquella introducción. No quería parecer nervioso, pero temía haber estropeado mi presentación hablando mas de lo que debía.
Siempre que los nervios invaden mi calma, hablo sin parar. Recuerdo la noche de gala en el salón de actos de mi colegio bachiller, cuando se iluminó con motivo del festival de música anual. Había practicado unas breves palabras para presentar al grupo de rock de tercer año “Los cabezones de Haedo”. Aparecí por el costado del escenario y con pausa me fui acercando al centro donde se ubicaba el micrófono principal. El telón rojizo que albergaba mi sombra, continuaba bajo. Se abriría al finalizar mis palabras. Pero no sucedió así. Lo subieron luego de transcurridos veinte minutos mientras yo seguía “entreteniendo” al público con mi anécdotas sobre la profesora particular de piano. No hace falta mencionar que en esa instancia los silbidos no se hicieron esperar.
En la biblioteca, el murmullo y las miradas inquietas, jugaban su propia partida debajo del manto de incertidumbre que caía sobre los pisos de parquet. Había en el salón alrededor de diez personas incluyéndome. El comisario y sus dos ayudantes continuaban realizando los primeros interrogatorios a la vista de todos.
Uno de los uniformados se encontraba sentado en un rincón, tomando nota de las palabras que salían de la boca de Jimena Di Costa, la compañera de habitación de Jazmín. Por lo que podía apreciar desde allí, Jimena no paraba de hablar y de gesticular con sus manos. Parecía muy nerviosa. El policía movía la cabeza de arriba hacia abajo asintiendo sobre su relato mientras escribía casi sin mirar en su anotador.
Como esperando el turno en la sala del odontólogo, me acerqué al ventanal donde hacía apenas dos horas me había encontrado con los ojos almendrados de Jazmín.
Observando la vereda, noté que en la puerta de la residencia habían estacionado dos patrullas. Apoyados sobre los autos, dos policías fumaban y conversaban sin cesar.
Al darme vuelta, tenía al comisario Pedruelo sobre mis talones. Por tres segundos no emitió sonido, hasta que por fin sus palabras brotaron con aliento cafeína.

22 de diciembre de 2006

Sus ojos de mundo (Un relato navideño)


Sus ojos de mundo
Por Estanislao Zaborowski

La suave brisa de Diciembre acariciaba la copa de los árboles como si aún festejara el comienzo del verano. Sin embargo, ese meloso vaivén, contrastaba con el paso veloz de los transeúntes, que apresurados, realizaban las últimas compras de nochebuena.
No era mi caso, aún quedaba mucha soledad por transpirar, antes de volver a mi país de origen. No tan lejos, mi Argentina latía a ritmo de tango y nostalgia.
Por suerte los reductos limeños tenían la costumbre de cerrar solo dos horas antes de las doce de la noche. Aquí sentado, al otro lado de la mesa de roble y bajo la escasa luz que recorría el recinto, me encontré hipnotizado por su parpadeo. Sus ojos parecían no descansar. La claridad que impartían, se mantenía en el aire como las almas de los santos. Desvié la atención buscando a mi alrededor algún detalle digno de mención, que quebrara el cálido silencio que acunaba su mirada.
Nada. No había en la taberna ningún objeto que sobresaliera. O desde otra perspectiva, no había detalle alguno que opacara su presencia. Su dulzura colmaba el ambiente como la porcelana de caramelos que desde el rincón de mi infancia llamaba inquieta la atención de mis sentidos. Seguían inmóviles sus ojos llenos de mundo. Dictaban a viva voz sus pasionales deseos de amor y encuentro.
Comencé a inquietarme, a cuestionarme y a recriminar el impulso que me arrojó a su presencia. No tenía palabras que decir. No había nada que expresar ante el campo magnético que irradiaba su carisma.
Esperé unos instantes para darle oportunidad a explicarme el motivo de su acercamiento. Mientras tanto, me distraje observando los últimos embriagados que comenzaban a abandonar las mesas vecinas. Uno a uno, iban dejando atrás el ambiente caldeado de humo y exceso de alcohol.
Volví a su encanto bebiendo el último sorbo de pisco que se negaba a dejar la copa y pitando el cierre del habano cubano.
Por fin, al cabo de unos segundos que imaginé horas, escuché sus palabras. Su voz melódica de extrema calma, dejaba brotar las palabras como los tulipanes que nacen en los jardines de las tullerías.
- Estamos cerrando - el fétido aliento del mozo arrinconó mi olfato.
- ¿Y mi acompañante? - pregunté agitado mientras me refregaba los ojos húmedos de incertidumbre.
- Nunca estuvo acompañado señor.
- ¿Usted está loco? Aquí sentado frente a mi había un hombre gordo, mayor, de extensa barba blanca y ropa colorada un tanto ajustada. Es mas, brindamos con esta botella que ve usted aquí.
Las palabras ausentes del mozo golpearon la puerta de mi decepción. Saldé la cuenta escrutando los rincones del bar y salí al encuentro de la tímida llovizna del veinticuatro que acababa de comenzar.
Caminando hacia el departamento que esperaba mi llegada como la amante del marinero impuntual, noté entre las nubes un intenso fulgor que cruzaba el firmamento.
Llamado por la curiosidad, busqué mis lentes en el bolsillo del saco. Para mi asombro encontré con ellos un papel servilleta doblado en cuatro.
Al leerlo comprendí todo. “El corazón ve mas allá que los propios ojos. No dejes que el brillo de lo material opaque al amor en esta Navidad”

Mi deseo para estas fiestas es que todos reciban infinitos gestos de amor y cariño!! Feliz Navidad! Estanis

20 de diciembre de 2006

Do they know it´s christmas?

En esta Navidad les deseo a todos Paz y Felicidad.
Les dejo lo que en mi opinión es una de las mejores canciones de la historia. Por su letra, su melodía y su espíritu.
Felices Fiestas!
Estanis




Do they Know it´s christmas?
Band Aid - 1984

It's Christmas time,
there's no need to be afraid.
At Christmas time,
we let in life and we banish shade.

And in our world of plenty,
We can spread a smile of joy.
Throw your arms around
the world at Christmas-time.

But, say a prayer,-
Pray for the other ones.
At Christmas-Time, it's
hard but when your having fun.
There's a world outside your window
and it's a world of dread and fear,
Where the only water flowning is
the bitter sting of tears.
And the christmas-bells that
ring there are the clanging
chimes of doom.
Well tonight thank God it's them
-instead of you.

And there won't be snow in Africa
This Christmas time.
The greatest gift they'll get this year
-is life.. Ooh..
Where nothing ever grows, no rain
or river's flow.
Do they know it's Christmas-time at all?

Here's to you, raise your glas for everyone
And here's to them underneath that burning sun.
Do they know it's Christmas-time at all?

Feed the world.
Feed the world.
Feed the world.
Let them know it's Christmas-Time.

Feed the world.
Let them know it's Christmas-Time.

Feed the world.
Let them know it's Christmas-Time.

Feed the world.
Let them know it's Christmas-Time

Si quieren mas información acerca de Band Aid pueden recurrir a:

http://en.wikipedia.org/wiki/Do_They_Know_It's_Christmas

15 de diciembre de 2006

El Miedo - Guy de Maupassant



Otro excelente cuento de este escritor que les mencionara hace un par de días.
Tiene un suspenso en la narración en mi opinión admirable.
Saludos
Estanis

El miedo
Guy de Maupassant

Volvimos a subir a cubierta después de la cena. Ante nosotros, el Mediterráneo no tenía el más mínimo temblor sobre toda su superficie, a la que una gran luna tranquila daba reflejos. El ancho barco se deslizaba, echando al cielo, que parecía estar sembrado de estrellas, una gran serpiente de humo negro; detrás de nosotros, el agua blanquísima, agitada por el paso rápido del pesado buque, golpeada por la hélice, espumaba, removía tantas claridades que parecía luz de luna burbujeando.
Ahí estábamos, unos seis u ocho, silenciosos, llenos de admiración, la vista vuelta hacia la lejana África, a donde nos dirigíamos. De pronto el comandante, que fumaba un puro en medio de nosotros, retomó la conversación de la cena.
—Sí, aquel día tuve miedo. Mi navío se quedó seis horas con esa roca en el vientre, golpeado por el mar. Afortunadamente, por la tarde nos recogió un barco carbonero inglés que nos había visto.
Entonces un hombre alto con el rostro quemado, de aspecto serio, uno de esos hombres que uno imagina que han cruzado largos países desconocidos, en medio de peligros incesantes, y cuyos ojos tranquilos parecen conservar, en su profundidad, algo de los países extraños que han visto; uno de esos hombres que uno adivina empapado en el valor, habló por primera vez: —Usted dice, comandante, que tuvo miedo; no le creo en absoluto. Usted se equivoca en la palabra y en la sensación que experimentó. Un hombre enérgico nunca tiene miedo ante un peligro apremiante. Está emocionado, agitado, ansioso; pero el miedo es otra cosa.
El comandante prosiguió, riéndose: —¡Caray ! Le vuelvo a decir que yo tuve miedo.
Entonces el hombre de tez morena dijo con una voz lenta : —¡Permítame explicarme ! El miedo (y hasta los hombres más intrépidos pueden tener miedo) es algo espantoso, una sensación atroz, como una descomposición del alma, un espasmo horroroso del pensamiento y del corazón, cuyo mero recuerdo provoca estremecimientos de angustia. Pero cuando se es valiente, esto no ocurre ni ante un ataque, ni ante la muerte inevitable, ni ante todas las formas conocidas de peligro: ocurre en ciertas circunstancias anormales, bajo ciertas influencias misteriosas frente a riesgos vagos. El verdadero miedo es como una reminiscencia de los terrores fantásticos de antaño. Un hombre que cree en los fantasmas y se imagina ver un espectro en la noche debe de experimentar el miedo en todo su espantoso horror.
«Yo adiviné lo que es el miedo en pleno día, hace unos diez años. Lo experimenté, el pasado invierno, una noche de diciembre.
«Y, sin embargo, he pasado por muchas vicisitudes, muchas aventuras que parecían mortales. He luchado a menudo. Unos ladrones me dieron por muerto. Fui condenado, como sublevado, a la horca en América y arrojado al mar desde la cubierta de un buque frente a la costa de China. Todas las veces creí estar perdido e inmediatamente me resignaba, sin enternecimiento e incluso sin arrepentimientos.
«Pero el miedo no es eso.
«Lo presentí en África. Y, sin embargo, es hijo del Norte; el sol lo disipa como una niebla. Fíjense en esto, señores. Entre los orientales, la vida no vale nada; se resignan en seguida; las noches están claras y vacías de las sombrías preocupaciones que atormentan los cerebros en los países fríos. En Oriente, donde se puede conocer el pánico, se ignora el miedo.
«Pues bien, esto es lo que me ocurrió en esa tierra de África:
«Atravesaba las grandes dunas al sur de Uargla. Es éste uno de los países más extraños del mundo. Conocerán la arena unida, la arena recta de las interminables playas del Océano. ¡Pues bien! Figúrense al mismísimo Océano convertido en arena en medio de un huracán; imaginen una silenciosa tormenta de inmóviles olas de polvo amarillo. Olas altas como montañas, olas desiguales, diferentes, totalmente levantadas como aluviones desenfrenados, pero mis grandes aún, y estriadas como el moaré. Sobre ese mar furioso, mudo y sin movimiento, el sol devorador del sur derrama su llama implacable y directa. Hay que escalar aquellas láminas de ceniza de oro, volver a bajar, escalar de nuevo, escalar sin cesar, sin descanso y sin sombra. Los caballos jadean, se hunden hasta las rodillas y resbalan al bajar la otra vertiente de las sorprendentes colinas.
«Íbamos dos amigos seguidos por ocho espahíes y cuatro camellos con sus camelleros. Ya no hablábamos, rendidos por el calor, el cansancio, y resecos de sed como aquel desierto ardiente. De pronto uno de aquellos hombres dio como un grito; todos se detuvieron; permanecimos inmóviles, sorprendidos por un inexplicable fenómeno conocido por los viajeros en aquellas regiones perdidas.
«En algún lugar, cerca de nosotros, en una dirección indeterminada, redoblaba un tambor, el misterioso tambor de las dunas; sonaba con claridad, unas veces más vibrante, otras debilitado, deteniéndose, e iniciando de nuevo su redoble fantástico.
«Los árabes, espantados, se miraban; uno dijo, en su idioma: "La muerte está sobre nosotros." Y entonces, de pronto, mi compañero, mi amigo, casi mi hermano, se cayó de cabeza del caballo, fulminado por una insolación.
«Y durante dos horas, mientras intentaba en vano salvarle, aquel tambor inalcanzable me llenaba el oído con su ruido monótono, intermitente e incomprensible; y sentía deslizarse por mis huesos el miedo, el verdadero miedo, el odioso miedo, frente al cadáver amado, en ese agujero incendiado por el sol entre cuatro montes de arena, mientras el eco desconocido nos arrojaba, a doscientas leguas de cualquier pueblo francés, el redoble rápido del tambor.
«Aquel día entendí lo que era tener miedo; y lo supe aún mejor en otra ocasión...
El comandante interrumpió al narrador: —Perdone, señor, pero ¿aquel tambor? ¿Qué era?
El viajero contestó: —No lo sé. Nadie lo sabe. Los oficiales, a menudo sorprendidos por ese ruido singular, lo suelen atribuir al eco aumentado, multiplicado, desmesuradamente inflado por las ondulaciones de las dunas, de una lluvia de granos de arena arrastrados por el viento al chocar con una mata de hierbas secas; ya que siempre se ha comprobado que el fenómeno se produce cerca de pequeñas plantas quemadas por el sol, y duras como el pergamino.
«Aquel tambor no sería más que una especie de espejismo del sonido. Eso es todo. Pero no lo supe hasta más tarde.
«Sigo con mi segunda emoción.
«Ocurrió el invierno pasado, en un bosque del noreste de Francia. El cielo estaba tan oscuro que la noche llegó dos horas antes. Tenía como guía a un campesino que andaba a mi lado, por un pequeñísimo camino, bajo una bóveda de abetos a los que el viento desenfrenado arrancaba aullidos. Entre las copas veía correr nubes desconcertadas, nubes enloquecidas que parecían huir ante un espanto. A veces, bajo una inmensa ráfaga, todo el bosque se inclinaba en el mismo sentido con un gemido de sufrimiento; y me invadía el frío, a pesar de mi paso ligero y mi ropa pesada.
«Teníamos que cenar y dormir en la casa de un guardabosque, cuya morada ya no quedaba muy lejos. Iba allí para cazar.
«A veces mi guía levantaba los ojos y murmuraba: "¡Qué tiempo tan triste!" Luego me habló de la gente a cuya casa llegábamos. El padre había matado a un cazador furtivo dos años antes y, desde entonces, parecía sombrío, como atormentado por un recuerdo. Sus dos hijos, ya casados, vivían con él.
«La noche era profunda. No veía nada delante de mí, ni a mi alrededor, y las ramas de los árboles chocaban entre sí llenando la noche de un incesante rumor. Finalmente vi una luz y en seguida mi compañero llamó a una puerta. Nos contestaron los gritos agudos de unas mujeres. Después una voz de hombre, una voz sofocada, preguntó: "¿Quién es?" Mi guía dio su nombre. Entramos. Fue un cuadro inolvidable.
«Un hombre viejo de pelo blanco y mirada loca, con la escopeta cargada en la mano, nos esperaba de pie en mitad de la cocina mientras dos mozarrones, armados con hachas, vigilaban la puerta. Distinguí en los rincones oscuros a dos mujeres arrodilladas, con el rostro escondido contra la pared.
«Nos presentamos. El viejo volvió a poner su arma contra la pared y mandó que se preparara mi habitación; luego, como las mujeres no se movían, me dijo bruscamente: —Verá usted, señor; esta noche, hace dos años, maté a un hombre. El año pasado volvió para buscarme. Le espero otra vez esta noche. —Y añadió con un tono que me hizo sonreír: —Por eso no estamos tranquilos.
«Le tranquilicé como pude, feliz por haber venido precisamente aquella noche, y asistir al espectáculo de ese terror supersticioso. Conté varias historias y conseguí tranquilizarles a casi todos.
«Cerca del fuego, un viejo perro, bigotudo y casi ciego, uno de esos perros que se parecen a gente que conocemos, dormía el morro entre las patas.
«Fuera, la tormenta encarnizada azotaba la pequeña casa y, a través de un estrecho cristal, una especie de mirilla situada cerca de la puerta, veía de pronto todo un desbarajuste de árboles empujados violentamente por el viento a la luz de grandes relámpagos.
«Notaba perfectamente que, a pesar de mis esfuerzos, un terror profundo se había apoderado de aquella gente, y cada vez que dejaba de hablar, todos los oídos escuchaban a lo lejos. Cansado de presenciar aquellos temores estúpidos, iba a pedir acostarme, cuando el viejo guarda de pronto saltó de su silla, cogió de nuevo su escopeta, mientras tartamudeaba con una voz enloquecida: —¡Ahí está! ¡Ahí está! ¡Le oigo!
«Las dos mujeres volvieron a caerse de rodillas en los rincones, escondiendo el rostro; y los hijos volvieron a coger sus hachas. Iba a intentar tranquilizarles otra vez, cuando el perro dormido se despertó de pronto y, levantando la cabeza, tendiendo el cuello, mirando hacia el fuego con sus ojos casi apagados, dio uno de esos lúgubres aullidos que hacen estremecerse a los viajeros, de noche, en el campo. Todos los ojos se volvieron hacia él; ahora permanecía inmóvil, tieso sobre las patas, como atormentado por una visión; se echó de nuevo a aullar hacia algo invisible, desconocido, sin duda horroroso, ya que todo el pelo se le ponía de Punta. El guarda, lívido, gritó: —¡Lo huele! ¡Lo huele! Estaba ahí cuando lo maté.— Y las dos mujeres enloquecidas se echaron a gritar con el perro.
«A mi pesar, un gran escalofrío me corrió entre los hombros. El ver al animal en aquel lugar, a aquella hora, en medio de aquella gente enloquecida, resultaba espantoso.
«Entonces, durante una hora, el perro aulló sin moverse; aulló como preso de angustia en un sueño; y el miedo, el espantoso miedo entró en mí; ¿el miedo a qué? ¿Lo sabré yo? Era el miedo, y punto.
«Permanecíamos inmóviles, lívidos, en espera de un acontecimiento horroroso, aguzando el oído, el corazón latiendo, descompuestos al menor ruido. Y el perro se puso a dar vueltas alrededor del cuarto, oliendo las paredes y siempre gimiendo. ¡Aquel animal nos volvía locos! Entonces el campesino que me había guiado, se abalanzó sobre él, en una especie de paroxismo de terror furioso, y abriendo una puerta que daba a un pequeño patio, echó al animal afuera.
«Éste se calló en seguida, y nos quedamos sumidos en un silencio aún más terrorífico. Y de pronto todos a la par tuvimos una especie de sobresalto: un ser se deslizaba contra la pared, en el exterior, hacia el bosque; luego pasó junto a la puerta, que pareció palpar, con una mano vacilante; no volvimos a oír nada más durante dos minutos que nos convirtieron en insensatos; luego volvió, siempre rozando la pared; y raspó ligeramente, como lo haría un niño con la uña; y de pronto una cabeza apareció contra el cristal de la mirilla, una cabeza blanca con ojos luminosos como los de una fiera. Y un sonido salió de su boca, un sonido indistinto, un murmullo quejumbroso.
«Entonces un estruendo formidable estalló en la cocina. El viejo guarda había disparado. Inmediatamente sus hijos se precipitaron, taparon la mirilla levantando la gran mesa que sujetaron con el aparador.
«Y les juro que al oír el estrépito del disparo que no me esperaba tuve tal angustia en el corazón, el alma y el cuerpo, que me sentí desfallecer y a punto de morir de miedo.
«Nos quedamos ahí hasta la aurora, incapaces de movernos, de decir una palabra, crispados en un enloquecimiento inefable.
«No nos atrevimos a desatrancar la salida hasta no ver, por la hendidura de un sobradillo, un fino rayo de día.
«Al pie del muro, junto a la puerta, yacía el viejo perro, con el hocico destrozado por una bala.
«Había salido del patio escarbando un agujero bajo una empalizada.
El hombre de rostro moreno se calló; luego añadió: —Aquella noche no corrí ningún peligro, pero preferiría volver a empezar todas las horas en las que me enfrenté con los peligros más terribles, antes que el minuto único del disparo sobre la cabeza barbuda de la mirilla.

13 de diciembre de 2006

The Lion Sleeps Tonight // Pixar

Un corto que pertenece a Disney/Pixar. Hippo & Dog cantando The Lion Sleeps Tonight. Debajo del mismo, la letra en inglés
Abrazo
Estanis



The Lion Sleeps Tonight

Lala kahle [Sleep well]
In the jungle, the mighty jungle
The lion sleeps tonight
In the jungle, the mighty jungle
The lion sleeps tonight

(Chorus)
Imbube

Ingonyama ifile [The lion's in peace]
Ingonyama ilele [The lion sleeps]
Thula [Hush]

Near the village, the peaceful village
The lion sleeps tonight
Near the village, the peaceful village
The lion sleeps tonight

(Chorus)

Ingonyama ilele (The lion sleeps)

Hush my darling, don't fear my darling
The lion sleeps tonight
Hush my darling, don't fear my darling
The lion sleeps tonight

He, ha helelemama [He, ha helelemama]
Ohi'mbube [lion]

(Chorus)

Ixesha lifikile [Time has come]
Lala [Sleep]
Lala kahle [Sleep well]

Near the village, the peaceful village
The lion sleeps tonight
Near the village, the peaceful village
The lion sleeps tonight

(Chorus)

My little darling
Don't fear my little darling
My little darling
Don't fear my little darling

Ingonyama ilele [The lion sleeps]
(Repeat to fade)

10 de diciembre de 2006

Un Enigma oriental // Capítulo 4



Un Enigma Oriental
Por Estanislao Zaborowski



Capitulo 4

La construcción que funcionaba como residencia universitaria desde mediados de la década del 90, estaba edificada en cuatro pisos divididos en dos cuerpos. El frente para los hombres y el contrafrente para las mujeres. En los últimos tres pisos se ubicaban las habitaciones. Las había simples como la que ocupaba desde mi llegada y también compartidas.
Los pasillos eran corredores que llegaban de un extremo a otro del piso. Sus paredes estaban recubiertas por paneles de madera roble lustrada de los cuales colgaban copias de cuadros de artistas famosos como Rembrandt, Picasso y Botticelli.
Cada cinco o seis metros, unas pequeñas mesas con cajones servían para guardar velas y fósforos. Sobre ellas, los veladores color marfil daban al espacio una iluminación calida y agradable. Todo guardaba una armonía sorprendente y se caracterizaba por su orden y pulcritud.
El primer piso se dividía en dos amplios recintos. A la derecha la biblioteca y en el lado opuesto la sala de estar. Este salón. de techo alto y sillones de cuero, era el lugar común para desarrollar las actividades sociales de la residencia.
La ultima reunión tuvo lugar la semana pasada con la excusa de despedir a los jóvenes que volvían a sus hogares. En su mayoría provenian de la Prov. de Buenos Aires, a excepción de Maria Eugenia que era de Neuquén y Pilar Santillán que era nacida en Perú.
Recuerdo que en esa velada no dejé de observar a Jazmín, llevaba una pollera liviana color amarillo pastel y una musculosa blanca, la cual producía un efecto contrastante con la tonalidad de su piel bronceada. Solo desviaba mi atención hacia otro punto cuando notaba que Tincho, su novio musculoso, me observaba fijamente como tratando de intimidarme. Mi reacción consistía en clavarle los ojos con una mueca de incredulidad, bizco y achinado, como si no supiera porque se estaba fijando en mi.
Tuve esa noche la oportunidad de jugar a las cartas con mi admirada. Aunque no era un experto en el juego de canasta, el solo hecho de jugar con Jazmín me alentaba a hacer las mas dispares y arriesgadas jugadas, las cuales siempre terminaban en horrendos puntos negativos. Igualmente a ella no parecía preocuparle, mas bien se divertía y respondía con una sonrisa cada vez que yo desalineaba toda su estrategia de juego.
En cierto momento, luego de finalizada la olvidable partida, me dispuse a atacar con ahínco una mesa de bocadillos fríos. Como nacido en la sombra, apareció Tincho y portando gestos de enemistad me preguntó si tenia algún inconveniente con él y su novia. Mi respuesta fue lo menos convincente que dije en mi vida, le comenté que me parecía que hacían una excelente pareja y que sin lugar a dudas estaban hechos el uno para el otro. Su desconcierto fue tal que agarró tres arrolladitos de pollo se los introdujo de una vez en la boca y mirándome de reojo dió media vuelta y volvió a sentarse en el sillón al lado de su prometida.
Es curioso como las personas responden ante la ironía. Siempre utilicé ese recurso cuando me sentía amenazado o en ocasiones donde mi integridad física corría peligro.
Recuerdo una vez en el colegio cuando un compañero me desafió a que peleáramos en el callejón que se ubicaba dos cuadras de allí. Mi respuesta fue un contundente si, porque por mas que no lo quisiera hacer, mi negativa quedaría plasmada como un acto de cobardía.
Así, nos dirigimos al punto del encuentro. Él estaba custodiado por los alumnos mas grandes y populares del colegio. Por el contrario mi humanidad, solo era acompañada por Pablo, un flacucho desgarbado que desbordaba timidez. Como presentación vale que recuerde que tiempo después, me enteré que no realizó el servicio militar obligatorio por no guardar concordancia sobre las medidas mínimas de tórax y altura que se requerían para ingresar.
Parado frente a mi rival, lo animé a que comenzara a pegarme. Sin embargo el no amagaba a realizar ningún movimiento, solo atinaba a mirar hacia los costados y retrocerder. Armado de valentía ante lo insólito de la situación, lo apresuré recordándole en forma prepotente que fué él quién me retó en este encuentro, así que estaba dispuesto a que me propinara sus golpes. Él continuaba inmune y callado. Sus defensores se impacientaron y comenzaron a insultarlo a la vez que lo empujaban. Habían tomado conciencia acerca de lo cierto de mis palabras y que si él me había desafiado tenia que comenzar la pelea. Aprovechando la oportunidad, avancé dos pasos y lo increpé diciendo que la próxima vez que me desafiara se asegurara que no me hiciera perder el tiempo. Dicho esto, me volví al colegio con Pablo que desbordaba de alegría. No puedo evitar mencionar que sus felicitaciones elocuentes no ayudaron a que deje de temblar como asi tampoco evitó que mojara mis pantalones con un riego de orina anaranjada.
De repente, los gritos de una mujer me sobresaltaron apartándome de los recuerdos de la ya lejana época escolar. Era sin lugar a dudas la voz enérgica y grotesca de Elvira, el ama de llaves de la residencia. Con los primeros alaridos, no logré adivinar el significado de sus vociferaciones. Me encontraba desorientado y no podía enfocar mentalmente de donde provenían y por sobre todo cual era su motivo.
De pronto como si una nube espesa diera lugar a los rayos de un sol furioso, lo escuché con total claridad.
- ¡¡Esta muerto!! ¡¡Esta muerto!!!
Me incorporé y avancé corriendo en dirección a la salida de la biblioteca. Al cruzarla, me tropecé con Jazmín que no había llegado a salir cuando se escucharon los primeros gritos. Subimos corriendo los peldaños de la escalera como si nos persiguiera el mismísimo demonio. En el segundo piso, todo estaba en orden a excepción de Fabricio que asomaba de su habitación con el torso desnudo y gestos desencajados. Subimos al siguiente y nada, estaba desierto. Mientras accedíamos al último piso, calculé cuantos estudiantes habría en la residencia a esa altura del mes de Diciembre, sin lugar a dudas no serian mas de diez.
Cuando alcanzamos el último escalón observamos que la puerta de la habitación de Quo Lee estaba abierta. Corrí hacia ella mirando hacia atrás y viendo que Jazmín se había quedado al pie de las escaleras haciéndome señas de que vaya a ver que sucedía. Ella no podía correr mas, estaba exhausta.

8 de diciembre de 2006

Novela en nueve cartas - Fedor Dostoievski



Este relato es una obra maestra. Es un poco largo y hay que leerlo con mucha atención. Espero que les guste.
Un abrazo. Estanis


Novela en nueve cartas
Fedor Dostoievski

I

(De Pyotr Ivanych a Ivan Petrovich)

Muy señor mío y apreciadísimo amigo Ivan Petrovich:
Puede decirse, apreciadísimo amigo, que desde anteayer corro tras usted para hablarle de un asunto muy urgente y no le encuentro en ninguna parte. Ayer, y refiriéndose cabalmente a usted en casa de Semyon Alekseich, decía mi mujer en broma que usted y Tatyana Petrovna están hechos un buen par de zascandiles. Aún no hace tres meses que están casados y ya ni se cuidan siquiera de sus penates domésticos. Todos nos reímos mucho claro que por el sincero afecto que les tenemos , pero, bromas aparte, amigo mío, me trae usted de cabeza. Semyon Alekseich dijo que quizá estuviera usted en el club, en el baile de la Unión Social. No sé si era cosa de reír o llorar. Figúrese usted mi situación: yo en el baile, solo, sin mi mujer... Al verme solo, Ivan Ándreich, que tropezó conmigo en la conserjería, conjeturó sin más (¡el muy bribón!) que soy un apasionado ardiente de los bailes de sociedad y, cogiéndome del brazo, trató de llevarme a la fuerza a una clase de baile, diciendo que en la Unión Social había muchas apreturas, que la sangre moza no tenía donde revolverse, y que el pachuli y la reseda le daban dolor de cabeza. No encontré a usted ni a Tatyana Petrovna. Ivan Andreich dijo que estarían ustedes sin duda viendo la obra de Griboyedov que ponen en el Teatro Aleksandrinski.
Fui volando al Teatro Aleksandrinski. Tampoco estaba usted allí. Esta mañana esperaba encontrarle en casa de Chistoganov y nada. Chistoganov mandó a preguntar a casa de los Perepalkin lo mismo. En fin, que quedé molido. Usted dirá si no fue ajetreo. Ahora le escribo a usted (no hay más remedio). Mi asunto no tiene nada de literario (¿usted me comprende?). Lo mejor será que nos veamos a solas. Me es absolutamente necesario hablar con usted cuanto antes; por ello le ruego que venga hoy a mi casa con Tatyana Petrovna a tomar el té y a pasar la velada. Mi mujer, Anna Mihailovna, se pondrá contentísima con la visita de ustedes. Nos dejarán obligados hasta el sepulcro, como dijo aquél.
A propósito, estimadísimo amigo ya que estoy con la pluma en la mano lo diré todo, sin omitir una coma- debo ahora reprocharle un poco y aun reprenderle, respetadísimo amigo, por una picardía, al parecer muy inocente, que me ha jugado usted... ¡so pillo, so desvergonzado! A mediados del mes pasado presentó usted en mi casa a un conocido suyo, a Evgeni Nikolaich por más señas, avalándole con la amistosa y, por supuesto, para mí sagrada recomendación de usted. Me alegré de la oportunidad, recibí al joven con los brazos abiertos y con ello me puse un dogal al cuello. Con dogal o sin él, vaya jugarreta que nos ha hecho usted, como dijo aquél. No es éste el momento de explicarlo, ni es cosa para encomendar a la pluma. Sólo pregunto a usted muy humildemente, malicioso amigo y compañero, si no hay modo de sugerir a ese joven delicadamente, entre paréntesis, al oído, a la chita callando, que hay otras muchas casas en la capital además de la nuestra. ¡Que esto ya no hay quien lo aguante, amigo! Caemos de rodillas ante usted, como dice nuestro amigo Simonevich. Ya le contaré todo cuando nos veamos. No es que el joven no tenga garbo y cualidades espirituales, ni que haya metido la pata en nada. Muy al contrario, es amable y simpático. Pero espere a que nos veamos; y si mientras tanto tropieza usted con él, dígale eso al oído, muy respetuosamente, por lo que usted más quiera. Yo mismo se lo diría, pero ya conoce usted mi carácter: no puedo, eso es todo. Al fin y al cabo, usted fue quien lo recomendó. Pero en todo caso esta noche hablaremos. Y ahora hasta la vista. Quedo de usted, etc.
P.S. Hace ocho días que tenemos al pequeño indispuesto y cada día está peor. Le están saliendo los dientes. Mi mujer no hace más que cuidarle. La pobre sufre. Vengan ustedes. De veras que nos darán un alegrón, estimadísimo amigo mío.

II
(De Ivan Petrovich a Pyotr Ivanych)

Muy señor mío:
Recibí su carta ayer y su lectura me dejó perplejo. Me anduvo usted buscando por Dios sabe qué sitios y yo estaba sencillamente en casa. Estuve esperando a Ivan Ivanych Tolokonov hasta las diez. Seguidamente, acompañado de mi mujer, tomé un coche de punto y me planté en casa de usted a eso de las seis y media. No estaba usted y su esposa nos recibió. Le esperé hasta las diez y media; más tiempo no pude. Tomé un coche de punto, llevé a mi mujer a casa y yo fui a la de los Perepalkin, pensando que quizá le encontraría allí, pero me llevé otro chasco. Volví a casa, no dormí en toda la noche por la inquietud y esta mañana fui a casa de usted tres veces, a las nueve, a las diez y a las once; más gastos, tres veces, con el alquiler de coches, y de nuevo me dejó usted con un palmo de narices.
La lectura de su carta me dejó, pues, atónito. Habla usted de Evgeni Nikolaich, me dice que le indique algo confidencialmente pero no me dice qué. Alabo su cautela, pero no todas las cartas son iguales, y yo a mi mujer no le doy papeles importantes para que haga rizadores para el pelo. Me pregunto, a decir verdad, qué sentido quiso usted dar a lo que me escribió. Por lo demás, si las cosas han llegado a ese extremo, ¿para qué mezclarme a mí en el asunto? Yo no meto la nariz en cada tejemaneje que se presenta. En cuanto a despedirle, usted mismo puede hacerlo. Sólo veo que tenemos que hablar con más claridad y precisión; amén de que el tiempo pasa. Yo ando en apuros y no sé cómo arreglármelas si usted da esquinazo a lo que tenemos convenido. El viaje se nos viene encima, cuesta dinero, y, por añadidura, mi mujer me gimotea para que le mande hacer una capota de terciopelo a la última moda. En cuanto a Evgeni Nikolaich, me apresuro a decir a usted que por fin ayer, sin perder más tiempo, me informé acerca de él cuando estuve en casa de Pavel Semionych Perepalkin. Es propietario de quinientos siervos en la provincia de Yaroslav y, además, espera heredar de su abuela otros trescientos en las cercanías de Moscú. No sé qué dinero tiene, pero pienso que eso puede usted averiguarlo más fácilmente que yo. Finalmente, ruego me diga dónde podemos encontrarnos. Ayer vio usted a Ivan Andreich quien, según usted, dijo que yo estaba con mi mujer en el Teatro Aleksandrinski. Yo por mi parte, digo que miente y que es imposible darle crédito en estas cosas, y que anteayer, sin ir más lejos, estafó a su abuela 800 rublos. Tengo el honor de reiterarme, etc.
P.S. Mi mujer ha quedado embarazada. Es, además, asustadiza y algo inclinada a la melancolía. En las representaciones teatrales hay a veces tiroteos y se imita al trueno por medio de máquinas. Por ello, temiendo que se asuste, no la llevo al teatro. Yo tampoco tengo a éste mucha afición.

III
(De Pyotr Ivanych a Ivan Petrovich)

Apreciadísimo amigo Ivan Petrovich:
Tengo la culpa, la tengo, mil veces la tengo, pero me apresuro a excusarme. Ayer entre cinco y seis, y en momento justo en que recordábamos a usted con sincera simpatía, llegó corriendo un recadero de parte de mi tío Stepan Alekseich con la noticia de que mi tía estaba grave. Sin decir palabra a mi mujer para no asustarla, pretexté tener que atender a un asunto urgente y fui a casa de mi tía. La encontré en las últimas. A las cinco en punto le había dado un ataque, el tercero en dos años. Karl Fiodorych, el médico de cabecera, dijo que quizá no saliera de la noche. Imagínese mi situación, apreciadísimo amigo mío. Toda la noche de pie, yendo y viniendo, abrumado de pena. Cuando llegó la mañana, con las fuerzas agotadas y abatido por la debilidad física y mental, me acosté en un diván sin acordarme de decir que me despertaran a tiempo, y cuando abrí los ojos eran las once y media. Mi tía estaba mejor. Fui a ver a mi mujer. La pobre estaba deshecha, esperándome. Tomé un bocado, di un beso al pequeño, tranquilicé a mi mujer y fui a buscarle a usted. No estaba en casa. Quien sí estaba era Evgeni Nikolaich. Volví a mi casa, cogí la pluma y ahora le escribo. No se enfade conmigo, mi buen amigo, ni rezongue contra mí. Pégueme, córteme esta cabeza culpable, pero no me prive de su afecto. Me enteré por su esposa de que esta noche van a casa de los Slavyanov. Allí estaré sin falta. Le esperaré con gran impaciencia. Por ahora quedo de usted, etc.
P.S. El pequeño nos tiene verdaderamente desesperados. Karl Fiodorych le ha recetado ruibarbo. Lloriquea. Ayer no conocía a nadie. Hoy ya empieza a conocer a todos y balbucea: papá, mamá, bu... Mi mujer se ha pasado llorando toda la mañana.


IV

(De Ivan Petrovich a Pyotr Ivanych)

Muy señor mío:
Le escribo en su casa, en su cuarto y en su escritorio: pero antes de tomar la pluma le he estado esperando más de dos horas y media. Ahora, Pyotr Ivanych, permita que le dé sin rodeos mi opinión sincera sobre esta situación ignominiosa. Por su última carta supuse que le esperaban a usted en casa de los Slavyanov. Me citó usted allí, fui, le estuve esperando cinco horas y no asomó usted. Ahora bien, ¿es que se propone usted convertirme en el hazmerreír de la gente? Perdón, señor mío... He venido a su casa esta mañana esperando encontrarle, sin imitar, pues, a ciertas personas escurridizas que buscan a la gente en sabe Dios qué sitios, cuando pueden encontrarla en casa a cualquier hora decorosa. En su casa no había ni sombra de usted. No sé qué me impide decirle ahora toda la dura verdad. Diré sólo que, por lo visto, quiere usted zafarse del convenio que usted conoce. Y ahora, después de considerar todo el asunto, no puedo menos de confesar que me asombra el sesgo astuto del pensamiento de usted. Ahora veo claro que viene usted alimentando sus torcidas intenciones desde mucho tiempo atrás. Prueba de ello es que la semana pasada se adueñó usted, harto impropiamente, de la carta, dirigida a mi nombre, en la que usted mismo exponía, aunque de modo bastante oscuro e incoherente, nuestro acuerdo sobre lo que usted sabe. Tiene usted miedo a los documentos, por eso los destruye y yo me quedo haciendo el primo. Pero yo no permito que se me tenga por tonto, pues nadie hasta ahora me ha tenido por tal, y en ese particular siempre he obrado con beneplácito de todos. He abierto los ojos. Usted quiere sacarme de mis casillas, ofuscarme con Evgeni Nikolaich; y cuando ante la carta del 7 del corriente, que todavía me resulta indescifrable, le pido explicaciones, me da usted citas falsas y se esconde de mí. ¿Piensa usted acaso, señor mío, que soy incapaz de darme cuenta de todo eso? Usted prometió compensarme por servicios que le son muy notorios, a saber la presentación de varias personas, y mientras tanto se las arregla usted no se como para sacarme elevadas cantidades de dinero, sin recibo, como ocurrió la semana pasada sin ir más lejos. Pero ahora, después de embolsarse el dinero, se oculta usted, más aún, niega usted los servicios que le presté con relación a Evgeni Nikolaich. Quizá cuenta usted con que me vaya pronto a Simbirsk y con que no haya tiempo para liquidar. Pues bien, le participo solemnemente, bajo palabra de honor, que si las cosas llegan a ese punto estoy más que dispuesto a quedarme dos meses enteros en Petersburgo hasta concluir mi negocio, lograr mi propósito y encontrarle a usted. Aquí también sabemos ganarle por la mano al prójimo. En conclusión, le hago saber que si no me da hoy una explicación satisfactoria, primero por carta y después personalmente, cara a cara, y si en su carta no expone de nuevo los puntos principales del convenio entre nosotros y no pone en claro lo tocante a Evgeni Nikolaich, me veré precisado a recurrir a medidas que serán muy desagradables para usted y que a mí mismo me resultan repugnantes. Me reitero de usted, etc.

V
(De Pyotr Ivanych a Ivan Petrovich)

11 de noviembre

Amabilísimo y respetadísimo amigo Ivan Petrovich: Su carta me hirió en lo más profundo del alma. ¿Es que no tiene usted reparo, apreciado aunque injusto amigo, en tratar así a quien le tiene la mejor voluntad? ¡Desbocarse así, sin poner en claro todo el asunto, y acabar por insultarme con sospechas tan injuriosas! Me apresuro, no obstante, a responder a sus acusaciones. No me encontró usted ayer, Ivan Petrovich, porque fui llamado, de repente e inesperadamente, a la cabecera de una moribunda. Mi tía Evfimiya Nikolavna falleció ayer a las once de la noche. Por acuerdo general de los parientes quedé encargado de las tristes y dolorosas gestiones. Hubo tanto que hacer que no tuve tiempo esta mañana de verle a usted ni de ponerle siquiera un renglón para avisárselo. Lamento de todo corazón la mala inteligencia que ha surgido entre nosotros. Lo que dije acerca de Evgeni Nikolaich, que fue de paso y en broma, lo entendió usted en sentido contrario al que tenía; y ha dado usted a todo el asunto una interpretación ofensiva para mí. Saca usted a relucir lo del dinero y se manifiesta usted inquieto con respecto a él. Ahora bien, estoy dispuesto a satisfacer sin equívocos todos sus deseos y exigencias, aunque no puedo menos que recordarle que los 350 rublos que recibí de usted la semana pasada no fueron a título de préstamo, sino como parte del convenio que usted sabe. Si hubiera sido préstamo existiría, por supuesto, un recibo. No me rebajo a contestar los otros puntos que menciona usted en su carta. Veo que se trata de una incomprensión, veo en ello sus consabidos arrebatos, su vehemencia y su franqueza. Sé que la bondad y el carácter sincero de usted no permiten que anide la sospecha en su corazón y que, en defintiva, será usted el primero en alargarme la mano. Se equivoca usted, Ivan Petrovich, se equivoca usted de medio a medio.
A pesar de que su carta me ha ofendido hondamente, yo, hoy mismo, sería el primero en reconocerme culpable e ir a verle si no fuera porque el mucho ajetreo de ayer me ha dejado enteramente rendido y apenas puedo tenerme de pie. Para colmo de desgracias, mi mujer ha caído en cama y me temo que se trate de algo grave. En cuanto al pequeño, a Dios gracias va mejor. Pero dejo la pluma, los quehaceres me llaman y tengo un montón de ellos. Quedo de usted, apreciadísimo amigo, etc.


VI

(De Ivan Petrovich a Pyotr Ivanych)

14 de noviembre

Muy señor mío:
He esperado tres días y he tratado de emplearlos con provecho. Durante ese tiempo, creyendo que la cortesía y el decoro son los principales adornos del hombre, no le he llamado la atención sobre mí ni de palabra ni de obra desde mi última carta fechada el 10 del corriente, en parte para que pudiera usted cumplir con calma sus deberes cristianos para con su tía, y en parte también porque necesitaba tiempo para hacer ciertas gestiones e indagaciones con respecto a nuestro asunto. Ahora me apresuro a poner las cosas en claro, final y categóricamente.
Confieso con franqueza que tras la lectura de sus dos primeras cartas pense en serio que usted no entendía lo que yo quiero; por eso prefería en cada caso verle a usted y hablar cara a cara del asunto, porque la pluma me asusta y me acuso de falta de claridad en trasladar mis pensamientos al papel. Usted sabe que carezco de educación y de buenas maneras y que soy ajeno a representar lo que no soy, ya que por triste experiencia he llegado a saber lo falsas que son a menudo las apariencias y cómo bajo las flores se oculta a veces la víbora. Pero usted me entendió, y si no me contestó como era debido fue porque con perfidia, ya había decidido usted faltar a su palabra de honor y pervertir las relaciones amistosas que han existido entre nosotros. Harto bien ha demostrado usted esto en su abominable comportamiento conmigo en días recientes, comportamiento perjudicial para mis intereses, que yo no esperaba y en el que me he resistido a creer hasta el último momento; porque, cautivado al comienzo de nuestras relaciones por su actitud sensata, su fino trato, su conocimiento de los negocios, así como por las ventajas que se sucederían de mi asociación con usted, supuse que había encontrado a un verdadero amigo, compañero y persona de buena voluntad. Ahora, sin embargo, comprendo que hay muchas personas que, bajo un aspecto lisonjero y brillante, esconden veneno en el corazón, que aplican su entendimiento a maquinar contra el prójimo e inventar intolerables supercherías, y que por ello temen la pluma y el papel, y que, por último, se sirven de las buenas palabras, no en provecho del prójimo y la patria, sino para fascinar y adormecer el juicio de quienes se han asociado con ellos en diversos acuerdos y asuntos. La perfidia de usted para conmigo señor mio, se revela en lo que manifiesto a continuacion.
En primer lugar, cuando de manera clara y tajante le describí en mi carta mi situación y le preguntaba además en mi primera carta ~que queria dar usted a entender, señor mío, con ciertas frases y alusiones referentes en particular Evgeni Nikolaich, trató usted de no darse por enterado, y después de provocar mi indignación con dudas y sospechas, decidió usted, sin más, esquivar el asunto. Más tarde, después de hacerme víctima de actos a los que no cabe dar nombre decoroso, empezó usted a decirme por carta que se sentía herido. ¿Qué calificativo, señor mío, cabe dar a esto? Luego, cuando cada minuto me era precioso y usted me obligó a persegitirle por toda la capital, me escribió usted, so capa de amistad, cartas en las cuales omitía deliberadamente toda referencia a nuestro asunto y me hablaba de cosas impertinentes, por ejemplo, de las dolencias de su esposa de usted, señora para mí muy respetable en todo caso, y de que a su pequeño le habían recetado ruibarbo porque le estaban saliendo los dientes. A todo esto aludía usted en cada una de sus cartas, con regularidad que me resultaba indigna e injuriosa. Comprendo, por supuesto, que los padecimientos de un hijo atormenten el alma del padre, pero ¿a qué aludir a ellos cuando lo que importa es otra cosa mucho más apremiante y necesaria? Mantuve silencio y me cargué de paciencia; pero ahora, cuando ya ha pasado tiempo, considero mi deber hablar claro. En fin, que con haberme dado citas falsas a menudo y con perfidia, usted me ha obligado, por lo visto, a hacer un papel de bobo y payaso que nunca he tenido intención de representar. Más tarde, después de invitarme previamente a su casa y, naturalmente, de engañarme, me dice usted que ha sido llamado a la cabecera de su tía enferma, quien ha sufrido un ataque a las cinco en punto, justificándose así con vergonzosa precisión. Por fortuna, señor mío, he tenido tiempo de hacer indagaciones en estos tres días y me he enterado de que su tía tuvo el ataque en la víspera del 8, poco antes de medianoche. Veo, pues, que se aprovecha usted de la santidad de las relaciones familiares. Para engañar a quienes le son enteramente extraños. Para concluir, en su última carta habla usted de la muerte de su pariente como si hubiera ocurrido en el momento preciso en que yo debía presentarme en casa de usted para hablar de los asuntos que usted sabe. En este caso la bajeza de los cálculos y embustes de usted rebasa los límites de lo probable, ya que por informes del todo fehacientes, a los que afortunadamente he podido recurrir muy a propósito y oportunamente, supe que su tía falleció 24 horas después de cuando usted dice mendazmente en su carta que ocurrió el fallecimiento. Si fuera a contar todos los indicios por los que he llegado a saber su perfidia para conmigo sería el cuento de nunca acabar. Al observador imparcial le bastaría con ver cómo en todas sus cartas me llama usted su muy sincero amigo y me colma de nombres lisonjeros, cosa que, por lo que colijo, hace sólo para acallar mi conciencia.
Paso ahora al principal ejemplo de su mala fe y falsía para conmigo, a saber, el silencio ininterrumpido que en días recientes Mantiene usted en todo lo que toca a nuestros intereses comunes; el hurto maligno de la carta en que, de manera oscura y no del todo comprensible para mí, exponía nuestro acuerdo y convenio, previo préstamo bárbaro y forzoso de 350 rublos, sin recibo, que exigió usted de mí en calidad de consocio; y, por último, en las viles calumnias de que hace objeto a nuestro común conocido Evgeni Nikolaich. Ahora veo claro que lo que quería usted sugerir era, si se permite la expresión, que ese joven es como el macho cabrío que no da leche ni lana, que no es ni fu ni fa, ni chicha ni limonada, lo que caracterizaba usted como vicio en su carta del 6 del corriente. Yo, sin embargo, conozco a Evgeni Nikoiaich como joven modesto y de buenas costumbres, apto sin duda para merecer, encontrar y ganarse el respeto de todos. También me he enterado de que todas las noches, durante dos semanas enteras, jugando a las cartas con Evgeni Nikolaich, ha llegado usted a embolsarse algunas decenas de rublos y, a veces, hasta algunos centenares. Ahora, sin embargo, se retracta usted de todo esto, y no sólo se niega a resarcirme por mis esfuerzos, sino que se ha apropiado mi propio dinero, halagándome de antemano con el título de consocio y engatusándome con los diversos beneficios que de ello me resultarían. Ahora, después de haberse apropiado ilegalmente mi dinero y el de Evgeni Nikolaich, se niega usted a compensarme y recurre a una calumnia con la que denigra injustamente a quien presenté en su casa a costa de grandes afanes y esfuerzos. Pero, por otro lado, según dicen los amigos, está usted ahora a partir un piñón con él y se hace pasar ante todo el mundo como su mejor amigo, aunque no hay tonto, por muy tonto que sea, que no se dé cuenta de adónde apuntan las intenciones de usted y qué significan en realidad sus relaciones amistosas. Yo, por mí, diré que significan engaño, perfidia, olvido del decoro y los derechos humanos, todo ello en ofensa de Dios y de todo punto abominable. Me pongo a mí mismo como ejemplo y muestra. ¿En qué le he ofendido yo a usted para que me trate de forma tan desvergonzada?
Cierro esta carta. He puesto las cosas en claro. Ahora, para terminar, si usted, señor mío, tan pronto como reciba la presente no me devuelve en su totalidad 1) la cantidad que le entregué, 350 rublos, y 2) no me manda las otras cantidades que, según promesa suya, me corresponden, recurriré a todos los medios posibles para obtener la restitución, tanto a la fuerza pura y simple como al amparo de las leyes; y, por último, le manifiesto que obran en mi poder ciertos testimonios que, mientras sigan en manos de este su servidor y admirador, pueden manchar y destruir el nombre de usted a los ojos del mundo entero. Me reitero, etc.

VII

(De Pyotr Ivanych a Ivan Petrovich)

15 de noviembre

Ivan Petrovich:
Cuando recibí su misiva tan grosera como extraña sentí al pronto el deseo de hacerla pedazos, pero la guardé como cosa curiosa. Por lo demás, lamento de corazón las incomprensíones y contrariedades que han surgido entre nosotros. Estuve por no contestarle, pero me es indispensable hacerlo. Cabalmente con estos renglones quiero indicarle que me será muy desagradable en todo momento recibirle a usted en mi casa, y que lo mismo digo de mi mujer. Anda delicada de salud y no le sienta bien el olor del alquitrán.
Mi mujer envía a la esposa de usted un libro que dejó en nuestra casa, Don Quijote de la Mancha, y le queda muy agradecida. En cuanto a los chanclos que dice usted que se dejó aquí en su última visita, debo informarle que desgraciadamente no aparecen por ninguna parte. Se seguirán buscando, pero si no se encuentran, le compraré unos nuevos. Quedo de usted, etc.

VIII

(El 16 de noviembre Pyotr Ivanych recibe por correo interior dos cartas dirigidas a su nombre.
Abre la primera y saca de ella una nota, cuidadosamente doblada, en papel color de rosa claro. La letra es de su mujer. Está dirigida a Evgeni Nikolaich con fecha 2 de noviembre. No hay nada más en el sobre. Pyotr Ivanych lee:)

Amado Eugéne: Fue del todo imposible ayer. Mi marido permaneció toda la velada en casa. Ven mañana sin falta a las once en punto. Mi marido se va a Tsarskoye a las diez y media y no volverá hasta media noche. Estuve furiosa toda la noche. Te agradezco el envío de la correspondencia y noticias. ¡Qué montón de papeles! ¿De veras que ella los ha emborronado todos? Por otra parte, tiene estilo. Gracias, veo que me quieres. No te enfades por lo de ayer y, por lo que más quieras, ven mañana.

A.

(Pyotr Ivanych abre el segundo sobre.)

Pyotr Ivanych:
Ni que decir tiene que de todos modos no hubiera vuelto a poner los pies en casa de usted; en vano, pues, me lo dice usted por escrito.
La semana que viene salgo para Simbirsk. Como apreciadísimo y estimadísimo amigo le queda a usted Evgeni Nikolaich. Buena suerte y no se preocupe usted por lo de los chanclos.

IX

(El 17 de noviembre Ivan Petrovich recibe por correo interior dos cartas dirigidas a su nombre. Abre la primera y saca de ella una nota escrita de prisa y con descuido. La leta es de su mujer. Está dirigida a Evgeni Níkolaich con fecha 4 de agosto. No hay nada más en el sobre. Ivan Petrovich lee:)

¡Adiós, adiós, Evgeni Nikolaich! Que Dios le premie también por esto. Sea usted feliz, aunque para mí sea cruel el destino. ¡Qué horrible! Así lo quiso usted. Si no hubiera sido por mi tía, no hubiera depositado mi confianza en usted. No se burle de mi tía ni de mí. Mañana nos casan. Mi tía está contenta de haber hallado a un hombre bueno que me acepta sin dote. Hoy me he fijado bien en él por primera vez. Parece que es muy bueno. Me dan prisa. Adiós, adiós, amado mío. Acuérdese de mí alguna vez; yo no le olvidaré nunca. Adiós. Firmo esta última como firmé la primera. ¿Recuerda?
Tatyana

(La segunda carta reza así:)

Ivan Petrovich:
Mañana recibirá usted unos chanclos nuevos. Yo no acostumbro a sacar cosas de bolsillos ajenos, ni gusto de recoger basura por esas calles.
Evgeni Nikolaich va a Simbirsk dentro de unos día por asuntos de su abuelo y me pide que le gestione un compañero de viaje. ¿Se anima usted?

FIN