24 de septiembre de 2008

Carta a una señorita de París / Julio Cortazar

Excelente cuento extraído de Bestiario.
Espero les guste!
Saludos
Estanis

Carta a una señorita de París
Julio Cortazar

Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal, que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... ah, querida Andrée, que difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafío me pase por los ojos como un bando de gorriones. Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua conveniencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve. Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a su mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando se me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose. Cuando siento que voy a vomitar un conejito, me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejito de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas. Entre el primero y el segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. Enseguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota de ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubiera sido preferible matar enseguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta. Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable... Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta. Me decidí, con todo, a matar al conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole de beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aunque yo... Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto baño o un paquete sumándose a los desechos). Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicar que un capricho, una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debería estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un click final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a lavanda, en el fondo de un pozo tibio. Sara no vio nada, le fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido de orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión "por ejemplo". Apenas pude me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última convulsión. Comprendía que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris. Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de profundidad. De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso). Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza. Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante no tengo nada que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol. Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López. No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro - no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así. Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen. ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! ¡Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión. Y cuando regreso y subo en el ascensor -ese tramo, entre el primero y el segundo piso- me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad. Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa -usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas). A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándose a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración de la alfombra, y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si... para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas. Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y entonces... Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso. Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora - En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan. Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta a los libros del segundo estante; alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes -no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los conejos. He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no me importe Sara. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que será trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales

20 de septiembre de 2008

En memoria de Paulina / Adolfo Bioy Casares

Excelente cuento, de este escritor argentino.
Espero les guste.
Saludos
Estanis


En memoria de Paulina
Adolfo Bioy Casares

Siempre quise a Paulina. En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina. Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. "Nuestras" en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.

Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios. Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo. Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.

La vida fue una dulce costumbre que nos llevó a esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio. Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara. Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos. Lo imaginábamos con tanta vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos.

Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos como novios. Toda la infancia la pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños. No me atrevía a encarnar el papel de enamorado y a decirle, en tono solemne: Te quiero. Sin embargo, cómo la quería, Con qué amor atónito y escrupuloso yo miraba su resplandeciente perfección.

A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos. Preparaba todo, atendía a los invitados, y, secretamente, jugaba a ser dueña de casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban. La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción.

La víspera, Montero me había visitado por primera vez. Esgrimía, en la ocasión, un copioso manuscrito y el despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo. Un rato después de la visita yo había olvidado esa cara hirsuta y casi negra. En lo que se refiere al cuento que me leyó –Montero me había encarecido que le dijera con toda sinceridad si el impacto de su amargura resultaba demasiado fuerte–, acaso fuera notable porque revelaba un vago propósito de imitar a escritores positivamente diversos. La idea central procedía del probable sofisma: si una determinada

melodía surge de una relación entre el violín y los movimientos del violinista, de una determinada relación entre movimiento y materia surgía el alma de cada persona. El héroe del cuento fabricaba una máquina para producir almas (una suerte de bastidor, con maderas y piolines). Después el héroe moría. Velaban y enterraban el cadáver; pero él estaba secretamente vivo en el bastidor. Hacia el último párrafo, el bastidor aparecía, junto a un estereoscopio y un trípode con una piedra de galena, en el cuarto donde había muerto una señorita.

Cuando logré apartarlo de los problemas de su argumento, Montero manifestó una extraña ambición por conocer a escritores.

–Vuelva mañana por la tarde–le dije–. Le presentaré a algunos.

Se describió a sí mismo como un salvaje y aceptó la invitación. Quizá movido por el agrado de verlo partir, bajé con él hasta la puerta de calle. Cuando salimos del ascensor, Montero descubrió el jardín que hay en el patio. A veces, en la tenue luz de la tarde, viéndolo a través del portón de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere la misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago. De noche, proyectores de luz lila y de luz anaranjada lo convierten en un horrible paraíso de caramelo. Montero lo vio de noche.

–Le seré franco–me dijo, resignándose a quitar los ojos del jardín–. De cuanto he visto en la casa esto es lo más interesante.

Al otro día Paulina llegó temprano; a las cinco de la tarde ya tenía todo listo para el recibo. Le mostré una estatuita china, de piedra verde, que yo había comprado esa mañana en un anticuario. Era un caballo salvaje, con las manos en el aire y la crin levantada. El vendedor me aseguró que simbolizaba la pasión.

Paulina puso el caballito en un estante de la biblioteca y exclamó: Es hermoso como la primera pasión de una vida. Cuando le dije que se lo regalaba, impulsivamente me echó los brazos al cuello y me besó.

Tomamos el té en el ante comedor. Le conté que me habían ofrecido una beca para estudiar dos años en Londres. De pronto creímos en un inmediato casamiento, en el viaje, en nuestra vida en Inglaterra (nos parecía tan inmediata como el casamiento). Consideramos pormenores de economía doméstica; las privaciones, casi dulces, a que nos someteríamos; la distribución de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez, de trabajo; lo que haría Paulina mientras yo asistiera a los cursos; la ropa y los libros que llevaríamos. Después de un rato de proyectos, admitimos que yo tendría que renunciar a la beca. Faltaba una semana para mis exámenes, pero ya era evidente que los padres de Paulina querían postergar nuestro casamiento.

Empezaron a llegar los invitados. Yo no me sentía feliz. Cuando conversaba con una persona, sólo pensaba en pretextos para dejarla. Proponer un tema que interesara al interlocutor me parecía imposible. Si quería recordar algo, no tenía memoria o la tenía demasiado lejos. Ansioso, fútil, abatido, pasaba de un grupo a otro, deseando que la gente se fuera, que nos quedáramos solos, que llegara el momento, ay, tan breve, de acompañar a Paulina hasta su casa.

Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero. Cuando la miré, levantó los ojos e inclinó hacia mí su cara perfecta. Sentí que en la ternura de Paulina había un refugio inviolable, en donde estábamos solos. ¡Cómo anhelé decirle que la quería! Tomé la firme resolución de abandonar esa misma noche mi pueril y absurda vergüenza de hablarle de amor. Si ahora pudiera (suspiré) comunicarle mi pensamiento. En su mirada palpitó una generosa, alegre y sorprendida gratitud.

Paulina me preguntó en qué poema un hombre se aleja tanto de una mujer que no la saluda cuando la encuentra en el cielo. Yo sabía que el poema era de Browning y vagamente recordaba los versos. Pasé el resto de la tarde buscándolos en la edición de Oxford. Si no me dejaban con Paulina, buscar algo para ella era preferible a conversar con otras personas, pero estaba singularmente ofuscado y me pregunté si la imposibilidad de encontrar el poema no entrañaba un presagio. Miré hacia la ventana. Luis Alberto Morgan, el pianista, debió de notar mi ansiedad, porque me dijo:

–Paulina está mostrando la casa a Montero.

Me encogí de hombros, oculté apenas el fastidio y simulé interesarme, de nuevo, en el libro de Browning. Oblicuamente vi a Morgan entrando en mi cuarto. Pensé: Va a llamarla. Enseguida reapareció con Paulina y con Montero.

Por fin alguien se fue; después, con despreocupación y lentitud partieron otros. Llegó un momento en que sólo quedamos Paulina, yo y Montero. Entonces, como lo temí, exclamó Paulina:

–Es muy tarde. Me voy.

Montero intervino rápidamente:

–Si me permite, la acompañaré hasta su casa.

–Yo también té acompañaré–respondí.

Le hablé a Paulina, pero miré a Montero. Pretendí que los ojos le comunicaran mi desprecio y mi odio.

Al llegar abajo, advertí que Paulina no tenía el caballito chino. Le dije:

–Has olvidado mi regalo.

Subí al departamento y volví con la estatuita. Los encontré apoyados en el portón de vidrio, mirando el jardín. Tomé del brazo a Paulina y no permití que Montero se le acercara por el otro lado. En la conversación prescindí ostensiblemente de Montero.

No se ofendió. Cuando nos despedimos de Paulina, insistió en acompañarme hasta casa. En el trayecto habló de literatura, probablemente con sinceridad y con fervor. Me dije: Él es el literato; yo soy un hombre cansado, frívolamente preocupado con una mujer. Consideré la incongruencia que había entre su vigor físico y su debilidad literaria. Pensé: una caparazón lo protege; No le llega lo que siente el interlocutor. Miré con odio sus ojos despiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo fornido.

Aquella semana casi no vi a Paulina. Estudié mucho. Después del último examen, la llamé por teléfono. Me felicitó con una insistencia que no parecía natural y dijo que al fin de la tarde iría a casa.

Dormí la siesta, me bañé lentamente y esperé a Paulina hojeando un libro sobre los Faustos de Muller y de Lessing.

Al verla, exclamé:

–Estás cambiada.

–Si–respondió–. ¡Cómo nos conocemos! No necesito hablar para que sepas lo que siento.

Nos miramos en los ojos, en un éxtasis de beatitud.

–Gracias–contesté.

Nada me conmovía tanto como la admisión, por parte de Paulina, de la entrañable conformidad de nuestras almas. Confiadamente me abandoné a ese halago. No sé cuándo me pregunté (incrédulamente) si las palabras de Paulina ocultarían otro sentido. Antes de que yo considerara esta posibilidad, Paulina emprendió una confusa explicación. Oí de pronto:

–Esa primera tarde ya estábamos perdidamente enamorados

Me pregunté quiénes estaban enamorados. Paulina continuó.

–Es muy celoso. No se opone a nuestra amistad, pero le juré que, por un tiempo, no te vería.

Yo esperaba, aún, la imposible aclaración que me tranquilizara. No sabía si Paulina hablaba en broma o en serio. No sabía qué expresión había en mi rostro. No sabía lo desgarradora que era mi congoja. Paulina agregó:

–Me voy. Julio está esperándome. No subió para no molestarnos.

–¿Quién?–pregunté.

Enseguida temí–como si nada hubiera ocurrido–que Paulina descubriera que yo era un impostor y que nuestras almas no estaban tan juntas.

Paulina contestó con naturalidad:

–Julio Montero.

La respuesta no podía sorprenderme; sin embargo, en aquella tarde horrible, nada me conmovió tanto como esas dos palabras. Por primera vez me sentí lejos de Paulina. Casi con desprecio le pregunté:

–¿Van a casarse?

No recuerdo qué me contestó. Creo que me invitó a su casamiento.

Después me encontré solo. Todo era absurdo. No había una persona más incompatible con Paulina (y conmigo) que Montero. ¿O me equivocaba? Si Paulina quería a ese hombre, tal vez nunca se había parecido a mí. Una abjuración no me bastó; descubrí que muchas veces yo había entrevisto la espantosa Verdad.

Estaba muy triste, pero no creo que sintiera celos. Me acosté en la cama, boca abajo. Al estirar una mano, encontré el libro que había leído un rato antes. Lo arrojé lejos de mí, con asco.

Salí a caminar. En una esquina miré una calesita. Me parecía imposible seguir viviendo esa tarde.

Durante años la recordé y como prefería los dolorosos momentos de la ruptura (porque los había pasado con Paulina) a la ulterior soledad, los recorría y los examinaba minuciosamente y volvía a vivirlos. En esta angustiada cavilación creía descubrir nuevas interpretaciones para los hechos. Así, por ejemplo, en la voz de Paulina declarándome el nombre de su amado, sorprendí una ternura que, al principio, me emocionó. Pensé que la muchacha me tenía lástima y me conmovió su bondad como antes me conmovía su amor. Luego, recapacitando, deduje que esa ternura no era para mí sino para el nombre pronunciado.

Acepté la beca, y, silenciosamente, me ocupé en los preparativos del viaje. Sin embargo, la noticia trascendió. En la última tarde me visitó Paulina.

Me sentía alejado de ella, pero cuando la vi me enamoré de nuevo. Sin que Paulina lo dijera, comprendí que su aparición era furtiva. La tomé de las manos, trémulo de agradecimiento. Paulina exclamó:

–Siempre te querré. De algún modo, siempre te querré más que a nadie.

Tal vez creyó que había cometido una traición. Sabía que yo no dudaba de su lealtad hacia Montero, pero como disgustada por haber pronunciado palabras que entrañaran–si no para mí, para un testigo imaginario–una intención desleal, agregó rápidamente:

–Es claro, lo que siento por ti no cuenta. Estoy enamorada de Julio.

Todo lo demás, dijo, no tenía importancia. El pasado era una región desierta en que ella había esperado a Montero. De nuestro amor, o amistad, no se acordó.

Después hablamos poco. Yo estaba muy resentido y fingí tener prisa. La acompañé en el ascensor. Al abrir la puerta retumbó, inmediata, la lluvia.

–Buscaré un taxímetro–dije.

Con una súbita emoción en la voz, Paulina me gritó:

–Adiós, querido.

Cruzó, corriendo, la calle y desapareció a lo lejos. Me volví, tristemente. Al levantar los ojos vi a un hombre agazapado en el jardín. El hombre se incorporó y apoyó las manos y la cara contra el portón de vidrio. Era Montero.

Rayos de luz lila y de luz anaranjada se cruzaban sobre un fondo verde, con boscajes oscuros. La cara de Montero, apretada contra el vidrio mojado, parecía blanquecina y deforme.

Pensé en acuarios, en peces en acuarios. Luego, con frívola amargura, me dije que la cara de Montero sugería otros monstruos: los peces deformados por la presión del agua, que habitan el fondo del mar.

Al otro día, a la mañana, me embarqué. Durante el viaje, casi no salí del camarote. Escribí y estudié mucho.

Quería olvidar a Paulina. En mis dos años de Inglaterra evité cuanto pudiera recordármela: desde los encuentros con argentinos hasta los pocos telegramas de Buenos Aires que publicaban los diarios. Es verdad que se me aparecía en el sueño, con una vividez tan persuasiva y tan real, que me pregunté si mi alma no contrarrestaba de noche las privaciones que yo le imponía en la vigilia. Eludí obstinadamente su recuerdo. Hacia el fin del primer año, logré excluirla de mis noches, y, casi, olvidarla.

La tarde que llegué de Europa volví a pensar en Paulina. Con aprehensión me dije que tal vez en casa los recuerdos fueran demasiado vivos. Cuando entré en mi cuarto sentí alguna emoción y me detuve respetuosamente, conmemorando el pasado y los extremos de alegría y de congoja que yo había conocido. Entonces tuve una revelación vergonzosa. No me conmovían secretos monumentos de nuestro amor, repentinamente manifestados en lo más íntimo de la memoria; me conmovía la enfática luz que entraba por la ventana, la luz de Buenos Aires.

A eso de las cuatro fui hasta la esquina y compré un kilo de café. En la panadería, el patrón me reconoció, me saludó con estruendosa cordialidad y me informó que desde hacia mucho tiempo–seis meses por lo menos–yo no lo honraba con mis compras. Después de estas amabilidades le pedí, tímido y resignado, medio kilo de pan. Me preguntó, como.siempre:

–¿,Tostado o blanco'?

Le contesté, como siempre:

–Blanco.

Volví a casa. Era un día claro como un cristal y muy frío.

Mientras preparaba el café pensé en Paulina. Hacia el fin de la tarde solíamos tomar una taza de café negro.

Como en un sueño pasé de un afable y ecuánime in diferencia a la emoción, a la locura, que me produjo la aparición de Paulina. Al verla caí de rodillas, hundí la cara entre sus manos y lloré por primera vez todo el dolor de haberla perdido.

Su llegada ocurrió así: tres golpes resonaron en la puerta; me pregunté quién seria el intruso; pensé que por su culpa se enfriaría el café, abrí, distraídamente.

Luego–ignoro si el tiempo transcurrido fue muy largo o muy breve–Paulina me ordenó que la siguiera. Comprendí que ella estaba corrigiendo, con la persuasión de los hechos, los antiguos errores de nuestra conducta. Me parece (pero además de recaer en los mismos errores, soy infiel a esa tarde) que los corrigió con excesiva determinación. Cuando me pidió que la tomara de la mano ("¡La mano!", me dijo. "¡Ahora!") me abandoné a la dicha. Nos miramos en los ojos y, como dos ríos confluentes, nuestras almas también se unieron. Afuera, sobre el techo, contra las paredes, llovía. Interpreté esa lluvia–que era el mundo entero surgiendo, nuevamente–como una pánica expansión de nuestro amor.

La emoción no me impidió, sin embargo, descubrir que Montero había contaminado la conversación de Paulina. Por momentos, cuando ella hablaba, yo tenía la ingrata impresión de oír a mi rival. Reconocí la característica pesadez de las frases; reconocí las ingenuas y trabajosas tentativas de encontrar el término exacto; reconocí, todavía apuntando vergonzosamente, la inconfundible vulgaridad.

Con un esfuerzo pude sobreponerme. Miré el rostro, la sonrisa, los ojos. Ahí estaba Paulina, intrínseca y perfecta. Ahí no me la habían cambiado.

Entonces, mientras la contemplaba en la mercurial penumbra del espejo, rodeada por el marco de guirnaldas, de coronas y de ángeles negros, me pareció distinta. Fue como si descubriera otra versión de Paulina; como si la viera de un modo nuevo. Di gracias por la separación, que me había interrumpido el hábito de verla, pero que me la devolvía más hermosa.

Paulina dijo:

–Me voy. Julio me espera.

Advertí en su voz una extraña mezcla de menosprecio y de angustia, que me desconcertó. Pensé melancólicamente: Paulina, en otros tiempos, no hubiera traicionado a nadie. Cuando levanté la mirada, se había ido.

Tras un momento de vacilación la llamé. Volví a llamarla, bajé a la entrada, corrí por la calle. No la encontré. De vuelta, sentí frío. Me dije: "Ha refrescado. Fue un simple chaparrón". La calle estaba seca.

Cuando llegué a casa vi que eran las nueve. No tenía ganas de salir a comer; la posibilidad de encontrarme con algún conocido, me acobardaba. Preparé un poco de café. Tomé dos o tres tazas y mordí la punta de un pan.

No sabía siquiera cuándo volveríamos a vernos. Quería hablar con Paulina. Quería pedirle que me aclarara... De pronto, mi ingratitud me asustó. El destino me deparaba toda la dicha y yo no estaba contento. Esa tarde era la culminación de nuestras vidas. Paulina lo había comprendido así. Yo mismo lo había comprendido. Por eso casi no hablamos. (Hablar, hacer preguntas hubiera sido, en cierto modo, diferenciarnos.)

Me parecía imposible tener que esperar hasta el día siguiente para ver a Paulina. Con premioso alivio determiné que iría esa misma noche a casa de Montero. Desistí muy pronto; sin hablar antes con Paulina, no podía visitarlos. Resolví buscar a un amigo–Luis Alberto Morgan me pareció el más indicado–y pedirle que me contara cuanto supiera de la vida de Paulina durante mi ausencia.

Luego pensé que lo mejor era acostarme y dormir. Descansado, vería todo con más comprensión. Por otra parte, no estaba dispuesto a que me hablaran frívolamente de Paulina. Al entrar en la cama tuve la impresión de entrar en un cepo (recordé, tal vez, noches de insomnio, en que uno se queda en la cama para no reconocer que está desvelado). Apagué la luz.

No cavilaría más sobre la conducta de Paulina. Sabía demasiado poco para comprender la situación. Ya que no podía hacer un vacío en la mente y dejar de pensar, me refugiaría en el recuerdo de esa tarde.

Seguiría queriendo el rostro de Paulina aun si encontraba en sus actos algo extraño y hostil que me alejaba de ella. E1 rostro era el de siempre, el puro y maravilloso que me había querido antes de la abominable aparición de Montero. Me dije: Hay una fidelidad en las caras, que las almas quizá no comparten.

¿O todo era un engaño? ¿Yo estaba enamorado de una ciega proyección de mis preferencias y repulsiones? ¿Nunca había conocido a Paulina?

Elegí una imagen de esa tarde–Paulina ante la oscura y tersa profundidad del espejo–y procuré evocarla. Cuando la entreví, tuve una revelación instantánea: dudaba porque me olvidaba de Paulina. Quise consagrarme a la contemplación de su imagen. La fantasía y la memoria son facultades caprichosas: evocaba el pelo despeinado, un pliegue del vestido, la vaga penumbra circundante, pero mi amada se desvanecía.

Muchas imágenes, animadas de inevitable energía, pasaban ante mis ojos cerrados. De pronto hice un descubrimiento. Como en el borde oscuro de un abismo, en un ángulo del espejo, a la derecha de Paulina, apareció el caballito de piedra verde.

La visión, cuando se produjo, no me extrañó; sólo después de unos minutos recordé que la estatuita no estaba en casa. Yo se la había regalado a Paulina hacía dos años.

Me dije que se trataba de una superposición de recuerdos anacrónicos (el más antiguo, del caballito; el más reciente, de Paulina). La cuestión quedaba dilucidada, yo estaba tranquilo y debía dormirme. Formulé entonces una reflexión vergonzosa y, a la luz de lo que averiguaría después, patética. "Si no me duermo pronto", pensé, "mañana estaré demacrado y no le gustaré a Paulina".

Al rato advertí que mi recuerdo de la estatuita en el espejo del dormitorio no era justificable. Nunca la puse en el dormitorio. En casa, la vi únicamente en el otro cuarto (en el estante o en manos de Paulina o en las mías).

Aterrado, quise mirar de nuevo esos recuerdos. E1 espejo reapareció, rodeado de ángeles y de guirnaldas de madera, con Paulina en el centro y el caballito a la derecha. Yo no estaba seguro de que reflejara la habitación. Tal vez la reflejaba, pero de un modo vago y sumario. En cambio el caballito se encabritaba nítidamente en el estante de la biblioteca. La biblioteca abarcaba todo el fondo y en la oscuridad lateral rondaba un nuevo personaje, que no reconocí en el primer momento. Luego, con escaso interés, noté que ese personaje era yo.

Vi el rostro de Paulina, lo vi entero (no por partes), como proyectado hasta mí por la extrema intensidad de su hermosura y de su tristeza. Desperté llorando.

No sé desde cuándo dormía. Sé que el sueño no fue inventivo. Continuó, insensiblemente, mis imaginaciones y reprodujo con fidelidad las escenas de la tarde.

Miré el reloj. Eran las cinco. Me levantaría temprano y, aun a riesgo de enojar a Paulina, iría a su casa. Esta resolución no mitigó mi angustia.

Me levanté a las siete y media, tomé un largo baño y me vestí despacio.

Ignoraba dónde vivía Paulina. El portero me prestó la guía de teléfonos y la Guía Verde. Ninguna registraba la dirección de Montero. Busqué el nombre de Paulina; tampoco figuraba. Comprobé, asimismo, que en la antigua casa de Montero vivía otra persona. Pensé preguntar la dirección a los padres de Paulina.

No los veía desde hacía mucho tiempo (cuando me enteré del amor de Paulina por Montero, interrumpí el trato con ellos). Ahora, para disculparme, tendría que historiar mis penas. Me faltó el ánimo.

Decidí hablar con Luis Alberto Morgan. Antes de las once no podía presentarme en su casa. Vagué por las calles, sin ver nada, o atendiendo con momentánea aplicación a la forma de una moldura en una pared o al sentido de una palabra oída al azar. Recuerdo que en la plaza Independencia una mujer, con los zapatos en una mano y un libro en la otra, se paseaba descalza por el pasto húmedo.

Morgan me recibió en la cama, abocado a un enorme tazón, que sostenía con ambas manos. Entre vi un líquido blancuzco y, flotando, algún pedazo de pan.

–¿Dónde vive Montero?–le pregunté.

Ya había tomado toda la leche. Ahora sacaba del fondo de la taza los pedazos de pan.

–Montero está preso–contestó.

No pude ocultar mi asombro. Morgan continuó:

–¿Cómo? ¿Lo ignoras?

lmaginó, sin duda, que yo ignoraba solamente ese detalle, pero, por gusto de hablar, refirió todo lo ocurrido. Creí perder el conocimiento: caer en un repentino precipicio; ahí también llegaba la voz ceremoniosa, implacable y nítida, que relataba hechos incomprensibles con la monstruosa y persuasiva convicción de que eran familiares.

Morgan me comunicó lo siguiente: Sospechando que Paulina me visitaría, Montero se ocultó en el jardín de casa. La vio salir, la siguió; la interpeló en la calle. Cuando se juntaron curiosos, la subió a un automóvil de alquiler. Anduvieron toda la noche por la Costanera y por los lagos y, a la madrugada, en un hotel del Tigre, la mató de un balazo. Esto no había ocurrido la noche anterior a esa mañana; había ocurrido la noche anterior a mi viaje a Europa; había ocurrido hacía dos años.

En los momentos más terribles de la vida solemos caer en una suerte de irresponsabilidad protectora y en vez de pensar en lo que nos ocurre dirigimos la atención a trivialidades. En ese momento yo le pregunté a Morgan:

–¿Te acuerdas de la última reunión, en casa, antes de mi viaje?

Morgan se acordaba. Continué:

–Cuándo notaste que yo estaba preocupado y fuiste a mi dormitorio a buscar a Paulina, ¿qué hacía Montero?

–Nada–contestó Morgan, con cierta vivacidad–. Nada. Sin embargo, ahora lo recuerdo: se miraba en el espejo.

Volvía a casa. Me crucé, en la entrada, con el portero. Afectando indiferencia, le pregunté:

–¿Sabe que murió la señorita Paulina?

–¿Cómo no voy a saberlo?–respondió–. Todos los diarios hablaron del asesinato y yo acabé declarando en la policía.

El hombre me miró inquisitivamente.

–¿Le ocurre algo?–dijo, acercándose mucho–. ¿Quiere que lo acompañe?

Le di las gracias y me escapé hacia arriba. Tengo un vago recuerdo de haber forcejeado con una llave; de haber recogido unas cartas, del otro lado de la puerta; de estar con los ojos cerrados, tendido boca abajo, en la cama.

Después me encontré frente al espejo, pensando: "Lo cierto es que Paulina me visitó anoche. Murió sabiendo que el matrimonio con Montero había sido una equivocación– una equivocación atroz–y que nosotros éramos la verdad. Volvió desde la muerte, para completar su destino, nuestro destino". Recordé una frase que Paulina escribió, hace años, en un libro: Nuestras almas ya se reunieron. Seguí pensando: "Anoche, por fin. En el momento en que la tomé de la mano". Luego me dije: "Soy indigno de ella: he dudado, he sentido celos. Para quererme vino desde la muerte".

Paulina me había perdonado. Nunca nos habíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan cerca.

Yo me debatía en esta embriaguez de amor, victoriosa y triste cuando me pregunté–mejor dicho, cuando mi cerebro, llevado por el simple hábito de proponer alternativas, sé preguntó–si no habría otra explicación para la visita de anoche. Entonces, como una fulminación, me alcanzó la verdad.

Quisiera descubrir ahora que me equivoco de nuevo. Por desgracia, como siempre ocurre cuando surge la verdad, mi horrible explicación aclara los hechos que parecían misteriosos. Estos, por su parte, la confirman.

Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi rival.

La clave de lo ocurrido está oculta en la visita que me hizo Paulina en la víspera de mi viaje. Montero la siguió y la esperó en el jardín. La riñó toda la noche y, porque no creyó en sus explicaciones–¿cómo ese hombre entendería la pureza de Paulina?–la mató a la madrugada.

Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobre esa visita, representándosela con la cruel obstinación de los celos.

La imagen que entró en casa, lo que después ocurrió allí, fue un a proyección de la horrenda fantasía de Montero. No lo descubrí entonces, porque estaba tan conmovido y tan feliz, que sólo tenía voluntad para obedecer a Paulina. Sin embargo, los indicios no faltaron. Por ejemplo, la lluvia. Durante la visita de la verdadera Paulina–en la víspera de mi viaje–no oí la lluvia. Montero, que estaba en el jardín, la sintió directamente sobre su cuerpo. Al imaginarnos, creyó que la habíamos oído. Por eso anoche oí llover. Después me encontré con que la calle estaba seca.

Otro indicio es la estatuita. Un solo día la tuve en casa: el día del recibo. Para Montero quedó como un símbolo del lugar. Por eso apareció anoche.

No me reconocí en el espejo, por que Montero no me imaginó claramente. Tampoco imaginó con precisión el dormitorio. Ni siquiera conoció Paulina. La imagen proyectada por Montero se condujo de un modo que no es propio de Paulina. Además, hablaba como él.

Urdir esta fantasía es el tormento de Montero. El mío es más real. Es la convicción de que Paulina no volvió porque estuviera desengañada de su amor. Es la convicción de que nunca fui su amor. Es la convicción de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que sólo he conocido indirectamente. Es la convicción de que al tomarla de la mano–en el supuesto momento de la reunión de nuestras almas–obedecí a un ruego de Paulina que ella nunca me dirigió y que mi rival oyó muchas veces.

17 de septiembre de 2008

Entrevista a Alberto Laiseca



Cultor del realismo delirante, acaba de publicar “Manual sadomasoporno”. En esta entrevista, el escritor que pudo llegar a una audiencia masiva gracias a la televisión habla de la utilidad de la literatura y las falencias de los escritores más jóvenes, y confiesa que se necesita suerte además de talento y trabajo para ser publicado. Reconocimiento, relaciones de poder y la preocupación por que la obra se olvide luego de su muerte, “como le pasó a Marechal”.

Alguien sabe de qué nacionalidad es Grecia Colmenares?”, pregunta Alberto Laiseca (1941), en su casa, cama y escritorio juntos, botellas de cerveza, ceniceros, biblioteca de libros forrados, gatas dormidas, perro que mira desde mínimo patio interno. Un rato antes, el fotógrafo le pide una sonrisa. El, con pose siniestra como en el célebre programa de cuentos que conducía por I-Sat, o como puede vérselo los jueves a las 22 por Retro presentando películas de terror “ataviado de monstruo”, se niega. “¿Por qué voy a sonreír? Yo soy así. Y además soy fanático de Grecia Colmenares, que no se ríe nunca.” El autor de una obra tan enorme como exótica, cuyo proyecto literario tiene el peso de lo inimitable (¿qué tradición funda?,¿qué herencia deja? Suele decirse que inventó el realismo delirante), sonríe cuando el fotógrafo se va y hace chistes para volver a ser solemne o gentil de una gentileza casi arcaica, caballeresca, aires de misterio como eficaces golpes de efecto, para confirmar la ductilidad de un verdadero actor. “¿Sabe cómo se creó el mito de Los Sorias”, pregunta. “No estaba publicada, era gigantesca, era una epopeya, se pasaban los manuscritos de mano en mano, entonces se empezó a hablar y se contruyó el mito, que no ha terminado a pesar de que salió la segunda edición porque, de todas maneras, son pocos los que lo tienen y pocos los que lo han leído pero se sigue hablando de esa novela monumental”. Desde Fogwill hasta Aira o Piglia (que en el prólogo afirma que es la mejor novela luego de Los siete locos) ayudaron, con sus elogiosos comentarios, a que la novela de más de mil páginas fuera publicada. Ahora, el escritor acaba de editar Manual sadomasoporno (Carne Argentina), que parece concebido para competir, por contraste, con su obra más famosa. El libro es pequeño, incluye ilustraciones (“jamás me editaron un libro con una gráfica tan buena, es un objeto de lujo”), y elabora, con humor, las relaciones de poder, esta vez reducidas a un universo íntimo.

—“Los Sorias” desarrolla las relaciones de poder a nivel universal, en “Manual...” hay un desplazamiento al ámbito de lo privado ¿Esas relaciones son tan complejas como entre naciones?

—Siempre son complejísimas las relaciones entre los humanos. Tiene razón que en Los Sorias las relaciones de poder son sociales, y en el último se concentra en el amor. Pero las verdaderas relaciones de poder en el amor empiezan cuando se termina el amor. Porque antes es una relación de juego. Yo simulo que mando sobre vos, vos simulás que mandás sobre mí. Donde sí empieza el poder en serio es con la patada en el culo.

—O sea la mayor cantidad de tiempo; en el libro dice que los comienzos no son eternos pero los finales sí…

—Los finales son tan eternos que llegan incluso hasta el otro mundo, donde no hay cerveza ni tetas. Los egipcios antiguos pensaban que habían solucionado el problema, pensaban en otra tierra parecida a ésta, dejaban cerveza, comestibles, codornices en escabeche para los muertos. Pero no sé si lo habrán conseguido o no. Lo que sé es que en México se dejan ofrendas a los muertos. Yo creo que ellos pueden comer, fumar incluso. En el cementerio de la Chacarita la gente hace cosas buenas. Hay un monumento a Gardel, en el que está sonriendo, como siempre, y en su mano tiene los dedos abiertos, y ahí la gente le pone cigarrillos encendidos. Es más, yo creo que Gardel fuma en serio. Si alguna vez vuelvo a la Chacarita, yo mismo le voy a poner un cigarrillo encendido en la mano.

—¿Se puede seguir escribiendo del otro lado?

—En ese sentido es un poco como aquí. Allá se escribe, pero nadie te lee. Igual que acá. Así que no se preocupe.

—¿A usted lo preocupa?

—Sí, me preocupa... pero seamos elegantes, digamos que no aunque sea mentira.

—Pero acá sí lo leen…

—Tengo cierto público. Pero hablemos en serio, mire lo que le pasó a Marechal. Me preocupa mucho. El era un socio fundador de la literatura argentina. Su novela Adán Buenosayres es una novela fundacional. A principios del 60 no había nadie, no sólo entre los intelectuales, que no hubiera leído Adán Buenosayres. Ahora no lo lee nadie. En cambio tenemos la avenida Leopoldo Marechal. ¿Y qué ganamos con eso? Me preocupa que me pase lo mismo.

—¿Por dónde debería pasar el reconocimiento?

—Hace muchos años alguien, un escritor o dibujante, me dijo que mientras él vivía era medianamente conocido. Ahora que está muerto, está totalmente olvidado (ríe). El objeto llamado carne o cuerpo tiene mucho poder en el sentido de que mientras sigas vivo e hinchado las pelotas, va a haber gente que te siga, te lea, te quiera. Lo difícil es ser querido y leído después de muerto. La obra para la cual uno trabajó, el destino de ella, eso me preocupa... que no se lea.

—Además de Marechal, ¿quiénes más fundaron la literatura argentina?

—Unos pocos. Esteban Echeverría, como diría Piglia, por El matadero, aunque la ideología de Echeverría no sea de mi devoción. José Hernández... El Quijote iba a decir. Es nuestro Quijote, claro. Roberto Arlt y también Laiseca el magnífico, por supuesto (ríe).

—¿Si tuviera que nombrar otros contemporáneos?

—César Aira, Piglia, Fogwill…y más jóvenes pienso en Leo Oyola y Selva Almada.

—¿Qué vicios detecta en la literatura actual?

—La falta de imaginación. Se ve que cuando eran chicos no leían historietas delirantes como leí yo. No hablo del Billiken actual sino del de fines del 40. Salían historietas delirantes, como las de Eucalipto y Tumbita. Eran dos personajes bastante zonzos que decían chistes pavotes. Pero abajo, en los zócalos, había unas ratitas que tenían aventuras totalmente divorciadas de lo que estaba sucediendo entre Eucalipto y Tumbita. Eso era totalmente delirante. Además, los personajes iban caminando por una calle y atrás había letreros que no tenían nada que ver con nada: “Compro gato de albañal. Pago bien”. O si no otro, “regalo oro fix”, aparecía continuamente, y nunca se explicaba qué era el oro fix. Eso eran delirios, surrealismo. Entonces, yo me sentía autorizado a delirar a partir de esas locuras.

—Ha dicho que los cuentos de terror tienen una suerte de función didáctica, que hay que leérselos a los chicos...

—Claro, pero no expurgados, por favor. Los originales. En primer lugar, se van a cagar de miedo. Pero no importa eso porque a ellos les gusta. Y segundo, están aprendiendo. Este no es un mundo de ositos bonachones, es un mundo duro. Un mundo alemán, en el sentido de los cuentos de terror alemanes, que son espantosos pero son la realidad. Entonces, hay que saberlo para poder defenderse. Tenés que saber que dando vuelta a la esquina pegadita a la pared –nunca lo hagas– te puede esperar un monstruo. Por supuesto que no vas a dejar de dar vuelta a la esquina, pero alejate porque no sabés quién viene, o si alguien está acechando en el umbral, como diría Lovecraft.

—O sea que la literatura sirve para la vida.

—¿A que no sabés para qué sirve? Para la física teórica, para la economía. Por eso la Unión Soviética se hundió. Por falta de imaginación. Y quién sería capaz de decir “matemos el arte, total funcionamos igual”. Este es un mundo de vasos comunicantes. El arte, en cualquiera de sus formas, se encuentra en vaso comunicante con la física, la economía. Es la misma imaginación. No es una cosa dividida, es el mismo potencial de imaginación que luego se aplica a otras cosas. Si cuando usted era chica aprendió a delirar, pudo haber sido un buen físico teórico. Eso que aprende de pequeño lo va a poder aplicar a la economía, a cualquier cosa. Sin imaginación, todo se destruye.

—En “Aventuras de un novelista atonal” se muestra que en un libro intervienen muchas personas...

—Muchísimas, pero hay que decir que no basta con el genio y el trabajo: además hay que tener una enorme dosis de buena suerte.

—¿Y en qué ocasiones tuvo mala suerte con un libro?

—Estoy a punto de cumplir 67 años, publiqué dieciocho libros y no fui traducido a ningún idioma.

—En el programa de los cuentos retomaba la tradición oral. ¿Funciona para ganar lectores?

—Por supuesto. Ese era el más ambicioso de mis proyectos. La televisión tiene muchos males pero muchos bienes también, es neutra. Podés hacer porquerías, y funcionan. Podés hacer cosas buenas, y también funcionan.

—¿Por qué la televisión es neutra e Internet no?

—Porque está en manos de los pibes, que no han madurado. En Corea del Sur se hizo un estudio entre chicos de 12 a 17 años que eran genios de Internet. Pasaban siete horas por día trabajando en esa vaina y eran los que tenían notas más bajas en la escuela. No habían leído un solo libro y se sentían orgullosos de eso. Así serán las consecuencias.

—¿No hay forma de que Internet estimule la capacidad creativa?

—A Internet la hicieron los humanos con un buen propósito, y si tenés un pasado de lectura no te va a hacer mal. Si necesitás, por ejemplo, datos para una novela sobre Vietnam, empezás a consultar los archivos electrónicos de la época y vas a estar en mejores condiciones para escribir. Pero si tenés entre 12 y 17, eso te mata. Esos chicos van a ser los futuros economistas, físicos, químicos y, el cielo me libre, literatos. Ahí está el problema.

13 de septiembre de 2008

Franz Kafka / Biografía


Franz Kafka
1883 - 1924 (Praga, República Checa)

Escritor checo en lengua alemana. Nacido en el seno de una familia de comerciantes judíos, Franz Kafka se formó en un ambiente puramente alemán, y se doctoró en derecho.
Pronto empezó a interesarse por la mística y la religión judías, que ejercieron sobre él una notable influencia y favorecieron su adhesión al sionismo. Su proyecto de emigrar a Palestina se vio frustrado en 1917 al padecer los primeros síntomas de tuberculosis, que sería la causante de su muerte.
A pesar de la enfermedad, de la hostilidad manifiesta de su familia hacia su vocación literaria, de sus cinco tentativas matrimoniales frustradas y de su empleo de burócrata en una companía de seguros de Praga, Franz Kafka se dedicó intensamente a la literatura.
Su obra, que nos ha llegado en contra de su voluntad expresa, pues ordenó a su íntimo amigo y consejero literario Max Brod que, a su muerte, quemara todos sus manuscritos, constituye una de las cumbres de la literatura alemana y se cuenta entre las más influyentes e innovadoras del siglo XX.
En la línea de la Escuela de Praga, de la que es el miembro más destacado, su escritura se caracteriza por una marcada vocación metafísica y una síntesis de absurdo, ironía y lucidez. Ese mundo de suenos, que Franz Kafka describe paradójicamente con un realismo minucioso, ya se halla presente en su primera novela corta, Descripción de una lucha, que apareció parcialmente en la revista Hyperion, que dirigía Franz Blei.
En 1913, el editor Rowohlt accedió a publicar su primer libro, Meditaciones, que reunía extractos de su diario personal, pequenos fragmentos en prosa de una inquietud espiritual penetrante y un estilo profundamente innovador, a la vez lírico, dramático y melodioso.
Sin embargo, el libro pasó desapercibido; los siguientes tampoco obtendrían ningún éxito, fuera de un círculo íntimo de amigos y admiradores incondicionales. El estallido de la Primera Guerra Mundial y el fracaso de un noviazgo en el que había depositado todas sus esperanzas senalaron el inicio de una etapa creativa prolífica.
Entre 1913 y 1919 Kafka escribió El proceso, La metamorfosis y La condena y publicó
El chófer, que incorporaría más adelante a su novela América, En la colonia penitenciaria y el volumen de relatos Un médico rural.

En 1920 abandonó su empleo, ingresó en un sanatorio y, poco tiempo después, se estableció en una casa de campo en la que escribió El castillo; al ano siguiente Kafka conoció a la escritora checa Milena Jesenska-Pollak, con la que mantuvo un breve romance y una abundante correspondencia, no publicada hasta 1952. El último ano de su vida Franz Kafka encontró en otra mujer, Dora Dymant, el gran amor que había anhelado siempre, y que le devolvió brevemente la esperanza.
La existencia atribulada y angustiosa de Kafka se refleja en el pesimismo irónico que impregna su obra, que describe, en un estilo que va desde lo fantástico de sus obras juveniles al realismo más estricto, trayectorias de las que no se consigue captar ni el principio ni el fin. Sus personajes, designados frecuentemente con una inicial (Joseph K o simplemente K), son zarandeados y amenazados por instancias ocultas.
Así, el protagonista de El proceso no llegará a conocer el motivo de su condena a muerte, y el agrimensor de El castillo buscará en vano el rostro del aparato burocrático en el que pretende integrarse.

Los elementos fantásticos o absurdos, como la transformación en escarabajo del viajante de comercio Gregor Samsa en La metamorfosis, introducen en la realidad más cotidiana aquella distorsión que permite desvelar su propia y más profunda inconsistencia, un método que se ha llegado a considerar como una especial y literaria reducción al absurdo. Su originalidad irreductible y el inmenso valor literario de su obra le han valido a posteriori una posición privilegiada, casi mítica, en la literatura contemporánea.

Obras de Franz Kafka

Meditaciones (Betrachtung, 1913)
La condena (Das Urteil, 1913)
La metamorfosis (Die Verwandlung, 1916)
Carta al padre (Brief an den Vater, 1919)
En la colonia penitenciaria (In der Strafkolonie, 1919)
Un médico rural (Ein Landarzt, 1919)
Un artista del hambre (Ein Hungerküsntler, 1924)
El proceso (Der Prozess, póstuma, 1925)
El castillo (Das Schloss, póstuma, 1926)
América (Amerika, póstuma, 1927)
La muralla china (Beim Bau der chinesischen Mauer, póstuma, 1931)
Diarios (Tagebücher, póstumos, 1937)
Cartas a Milena (Briefe an Milena, póstuma, 1952)
Cartas a Felice (Briefe an Felice, póstuma, 1967)

Pueden investigar mas acerca del autor en la Wikipedia

5 de septiembre de 2008

Entrevista a Arthur C. Clarke


Les dejo a continuación una pequeña pero interesante entrevista realizada al escritor ya fallecido. Pueden ver la biografía aquí
Espero les guste! Saludos
Estanis

La colonización espacial es el próximo paso lógico de la evolución humana.

ROMA.- Sir Arthur C. Clarke

Fue de los primeros del mundo en utilizar un ordenador para escribir y el correo electrónico para comunicarse con el resto de la Tierra, gracias a los satélites artificiales nacidos de una idea suya.

Para comunicarse con otros mundos y con las personas que los habitarán dentro de decenas, centenares o miles de años, utiliza sus novelas. Sobre todo, '2001: Odisea del espacio' y las sucesivas entregas de la saga.

La gente de Colombo lo llama 'El hombre de la luna', porque, en efecto, allá arriba fue antes que nadie. Clarke es universalmente famoso por tres motivos. 1) Fue el inventor, en 1945, de la famosa Órbita de Clarke, que hizo posible los satélites para las telecomunicaciones. 2) Proyectó el ascensor espacial, con el que, en un futuro, los cohetes podrán despegar desde la órbita terrestre y no desde el suelo de nuestro planeta. 3) Es el autor de '2001', la película más visionaria, más bella, más compleja y más metafísica dedicada a la evolución de la humanidad, a su pasado y a su futuro, tanto inmediato como lejanísimo.

Señor Clarke, ¿cuál de estas tres cosas le gusta más?
Me siento muy feliz y muy agradecido a la gente que me considera el inventor de los satélites para las telecomunicaciones y el principal impulsor del ascensor espacial. Pero preferiría ser recordado como un gran escritor.

En una de las escenas más famosas de '2001', el simio, mirando a la Luna, lanza un hueso al aire. ¿Qué representa para usted ese hueso: un símbolo de poder, un instrumento de comunicación o el nacimiento de la tecnología?
Puede ser las tres cosas. Han pasado ya 40 años desde que Stanley Kubrik y yo realizamos el ‘proverbial filme de ciencia ficción’ y ya no recuerdo todo aquello en lo que se fundamentaba nuestra decisión creativa. La secuencia del hueso se hizo famosa también por ser el flash-forward más grande del cine, cerca de tres millones de año desde el simio, llamado ‘Moonwatcher’ (el observador de la luna) y el año 2001. Daniel Ritcher, el mimo que representaba al simio, escribió un libro de memorias sobre esta secuencia.

A propósito de la evolución. Hoy en día, por medio de la ciencia y de la tecnología podemos dirigir la evolución de las especies terrestres, incluida la nuestra. ¿Se puede considerar esto todavía un recorrido natural, dado que la ciencia es también un producto de la evolución de la especie humana?
La colonización del espacio es el próximo paso lógico en nuestra evolución como especie. Es el gran paso sucesivo al que condujo a nuestros antepasados, cuando eran peces, a salir del mar y asentarse en tierra firme. Imagine un pez tradicionalista que, hace mil millones de años, decía a sus parientes anfibios: ‘la vida sobre tierra firme no tiene nada que ver con la marina. Nosotros estamos bien aquí donde estamos’. Eso fue lo que hicieron los peces y siguen siendo peces. Nuestros descendientes que vivirán en la Luna o en Marte, ciertamente visitarán la Tierra de vez en cuando, con sus trajes especiales para soportar la tremenda gravedad de la tierra y sus máscaras antigás para filtrar los innumerables malos olores que nuestro planeta aprendió a generar durante su larga historia de millones de años. Pero no creo que quieran vivir en la tierra permanentemente.

¿Qué le parecería más excitante, encontrar una civilización alienígena en el universo o la evidencia de que, en todo el cosmos, no hay otras formas de vida, dejando así únicamente a los terrícolas el papel de "centinelas del espacio"?
Comparto la teoría del astrofísico Carl Sagan: ‘O estamos o no estamos solos en el universo. En ambos casos, nuestra mente permanece confusa’. Personalmente, no tengo duda alguna de que el universo bulle de vida. Una de mis esperanzas secretas es encontrar un signo, cualquier signo, de alienígenas durante mi vida. Preferiría un signo de vida inteligente, pero me apuntaría asimismo a un signo de vida bacteriana. Por otra parte, también puede suceder que una civilización inteligente haya decidido evitar cualquier contacto con nosotros, dadas las desesperadas condiciones a las que hemos condenado a nuestro mundo. ¡A lo mejor, los terrestres fuimos colocados en una especie de ‘cuarentena galáctica’!

¿Piensa realmente que, al final de su camino, la humanidad va a transformarse en pura energía, como sucede en ‘2001’?
Transformarse en pura energía es una forma de sustraerse a la tiranía de la materia y, por eso, no me cuesta nada imaginar a seres realmente avanzados que sopesen los pros y los contras de su transformación en energía. Es evidente que, si deciden hacerlo, ya no gozarán de algunos placeres del mundo material, ¿pero qué importa eso cuando todo se convierte en un estado mental?

Volviendo a nuestra condición de terrestres de unos años después del 2001, ¿tras la radio, los satélites y los teléfonos móviles cuál podrá ser el próximo paso en las telecomunicaciones?
Creo mucho en los sistemas de reconocimiento vocal para el ordenados y demás dispositivos, incluso por su valor social, porque podrían ser utilizados incluso por los analfabetos. Sin embargo, hoy en día todavía hay dificultades para conseguirlo. Funcionan bien, si una persona está sola, pero piense en el caos de una oficina, en la que todos hablen a la vez a las máquinas. Además, el software deberá resolver el problema de la enorme diferencia de acentos con los que se habla una misa lengua. Recuerdo, a este respecto, una anécdota de hace unos años, mientras estaba intentando enseñar a un ordenador a reconocer mi voz. Pues bien, la frase ‘hay que ayudar al partido’ (the party en inglés) se convirtió en ‘hay que ayudar al apartheid’, un ejemplo evidente de lo ‘políticamente incorrecto’.

¿Piensa realmente que, tal y como prevé en ‘3001: la Odisea final’, en un futuro seremos capaces de transmitir o descargar directamente informaciones en nuestro cerebro conectándolo con un dispositivo externo?
Sí. El objetivo último de los dispositivos input-output será la posibilidad de utilizar todos los sentidos del organismo humano y enviar señales directamente al cerebro. La manera de hacer eso con exactitud se lo dejo a los biotecnólogos. Por mi parte, en ‘3001’ describí el ‘braincap’ (un casquete para colocar en la cabeza e interactuar entre el cerebro y el ordenador). La popularización del dispositivo podrá retrasarse por el hecho de que ponérselo exigirá raparse el pelo al cero. De ahí que, dentro de unas décadas, la fabricación de pelucas se convertirá en un gran negocio.

Cuando salió ‘2001’, sin embargo, el ordenador HAL (que al final se adueña de la nave y mata a todos los astronautas excepto al protagonista Bowman, que consigue vencerlo tras una dura batalla psicotecnológica) se convierte en el símbolo de la máquina que supera al hombre y domina la tierra. Este temor, muy difundido entonces, parece haber desaparecido hoy en día. ¿Por qué?
Tenemos que darles las gracias por esto a personas como Steve Jobs y Bill Gates. Desde que los ordenadores se convirtieron en máquinas fáciles de usar y más accesibles, desaparecieron todos los temores de ese tipo. Después, los ordenadores introdujeron en nuestro lenguaje palabras y frases que no habrían tenido sentido alguno unas cuantas décadas antes. Su bisabuelo jamás habría entendido un grito de dolor del tipo : ‘Mi laptop se ha roto’. ¿Y qué dirían, al escuchar términos como ‘megabyte, hard drive y googling’? Hay otro ejemplo de una frase familiar que cambió por completo su significado. ¿Qué habría pensado una mujer de los primeros años del siglo XX, si le dijésemos que su nieto iba a pasar la mayor parte de su jornada trabajando en casa, ‘manejando un ratón’?

¿La información electrónica terminará por matar a la prensa?
No lo creo. La desaparición de la prensa se predecía ya con la llegada de la radio y de la televisión, pero cada uno de los nuevos medios de comunicación encontró su puesto y nosotros mismos tampoco hemos tirado nuestros libros. Este medio antiguo sigue teniendo, de hecho, un espacio en medio de los sitios web, los videojuegos, los mensajes y otras tentaciones. Sin duda, el reto es intentar atraer a todos los que se acostumbraron a la gratificación instantánea derivada de los medios de comunicación interactivos, pero la lectura de un libro será siempre algo insustituible. Eso sí, la industria editorial tendrá que buscar nuevas vías, pero no creo que la prensa vaya a desaparecer.

¿Cómo ve le futuro de la tierra? Usted fue el único que consideró un eventual tsunami como una de las amenazas más graves de nuestro planeta. En ‘2010: Odisea dos’, usted prevé para el 2005 un gigantesco tsunami en el Pacífico. Sólo se equivocó en cinco días y en unos miles de kilómetros respecto al tsunami real. ¿Por qué este tipo de catástrofes siempre fue tan poco considerada por los científicos y los escritores?
Los países del Pacífico han convivido siempre con los tsunamis, pero sólo el del Océano Indico de 2004 catalizó la atención mundial sobre ese tipo de riesgos. Poco tiempo después de la tragedia, subrayé que un tsunami puede ser desencadenado no sólo por un terremoto submarino, sino también por el impacto de un asteroide. Por eso, cuando se habla de las amenazas procedentes del espacio, la gente parece aliviada por el hecho de que las dos terceras partes de la tierra estén cubiertas por agua. Pero precisamente eso debería preocuparnos mucho más. Un impacto de un asteroide en el Océano puede multiplicar los daños respecto a uno que cayese en tierra firme, generando ‘la madre de todos los tsunamis’. Duncan Steel, una autoridad en la materia, estableció al respecto algunos cálculos terribles. Según sus cálculos, si un asteroide modesto, de 22 metros de diámetro, choca contra la tierra a una velocidad habitual de 68.400 kilómetros por hora, el impacto provoca una explosión de una potencia de 600 megatones, 10 veces mayor que la de la mayor explosión atómica jamás realizada. Aunque sólo se transfiriese a un tsunami el 10 por ciento de esta energía, las olas conseguirían transportarla a las costas a miles de kilómetros de distancia, ocasionando una destrucción muy más amplia de la del impacto de un asteroide sobre tierra firme. De hecho, en este último caso, la interacción entre la onda de choque y las irregularidades del terreno, como colinas, árboles y edificios, limitaría el área devastada. En cambio, en el océano la onda se propaga tal y como es hasta descargar en la costa. Por eso, he sugerido vigilar los cielos incluso cuando nos preocupemos por las amenazas de las profundidades del océano.