17 de septiembre de 2008

Entrevista a Alberto Laiseca



Cultor del realismo delirante, acaba de publicar “Manual sadomasoporno”. En esta entrevista, el escritor que pudo llegar a una audiencia masiva gracias a la televisión habla de la utilidad de la literatura y las falencias de los escritores más jóvenes, y confiesa que se necesita suerte además de talento y trabajo para ser publicado. Reconocimiento, relaciones de poder y la preocupación por que la obra se olvide luego de su muerte, “como le pasó a Marechal”.

Alguien sabe de qué nacionalidad es Grecia Colmenares?”, pregunta Alberto Laiseca (1941), en su casa, cama y escritorio juntos, botellas de cerveza, ceniceros, biblioteca de libros forrados, gatas dormidas, perro que mira desde mínimo patio interno. Un rato antes, el fotógrafo le pide una sonrisa. El, con pose siniestra como en el célebre programa de cuentos que conducía por I-Sat, o como puede vérselo los jueves a las 22 por Retro presentando películas de terror “ataviado de monstruo”, se niega. “¿Por qué voy a sonreír? Yo soy así. Y además soy fanático de Grecia Colmenares, que no se ríe nunca.” El autor de una obra tan enorme como exótica, cuyo proyecto literario tiene el peso de lo inimitable (¿qué tradición funda?,¿qué herencia deja? Suele decirse que inventó el realismo delirante), sonríe cuando el fotógrafo se va y hace chistes para volver a ser solemne o gentil de una gentileza casi arcaica, caballeresca, aires de misterio como eficaces golpes de efecto, para confirmar la ductilidad de un verdadero actor. “¿Sabe cómo se creó el mito de Los Sorias”, pregunta. “No estaba publicada, era gigantesca, era una epopeya, se pasaban los manuscritos de mano en mano, entonces se empezó a hablar y se contruyó el mito, que no ha terminado a pesar de que salió la segunda edición porque, de todas maneras, son pocos los que lo tienen y pocos los que lo han leído pero se sigue hablando de esa novela monumental”. Desde Fogwill hasta Aira o Piglia (que en el prólogo afirma que es la mejor novela luego de Los siete locos) ayudaron, con sus elogiosos comentarios, a que la novela de más de mil páginas fuera publicada. Ahora, el escritor acaba de editar Manual sadomasoporno (Carne Argentina), que parece concebido para competir, por contraste, con su obra más famosa. El libro es pequeño, incluye ilustraciones (“jamás me editaron un libro con una gráfica tan buena, es un objeto de lujo”), y elabora, con humor, las relaciones de poder, esta vez reducidas a un universo íntimo.

—“Los Sorias” desarrolla las relaciones de poder a nivel universal, en “Manual...” hay un desplazamiento al ámbito de lo privado ¿Esas relaciones son tan complejas como entre naciones?

—Siempre son complejísimas las relaciones entre los humanos. Tiene razón que en Los Sorias las relaciones de poder son sociales, y en el último se concentra en el amor. Pero las verdaderas relaciones de poder en el amor empiezan cuando se termina el amor. Porque antes es una relación de juego. Yo simulo que mando sobre vos, vos simulás que mandás sobre mí. Donde sí empieza el poder en serio es con la patada en el culo.

—O sea la mayor cantidad de tiempo; en el libro dice que los comienzos no son eternos pero los finales sí…

—Los finales son tan eternos que llegan incluso hasta el otro mundo, donde no hay cerveza ni tetas. Los egipcios antiguos pensaban que habían solucionado el problema, pensaban en otra tierra parecida a ésta, dejaban cerveza, comestibles, codornices en escabeche para los muertos. Pero no sé si lo habrán conseguido o no. Lo que sé es que en México se dejan ofrendas a los muertos. Yo creo que ellos pueden comer, fumar incluso. En el cementerio de la Chacarita la gente hace cosas buenas. Hay un monumento a Gardel, en el que está sonriendo, como siempre, y en su mano tiene los dedos abiertos, y ahí la gente le pone cigarrillos encendidos. Es más, yo creo que Gardel fuma en serio. Si alguna vez vuelvo a la Chacarita, yo mismo le voy a poner un cigarrillo encendido en la mano.

—¿Se puede seguir escribiendo del otro lado?

—En ese sentido es un poco como aquí. Allá se escribe, pero nadie te lee. Igual que acá. Así que no se preocupe.

—¿A usted lo preocupa?

—Sí, me preocupa... pero seamos elegantes, digamos que no aunque sea mentira.

—Pero acá sí lo leen…

—Tengo cierto público. Pero hablemos en serio, mire lo que le pasó a Marechal. Me preocupa mucho. El era un socio fundador de la literatura argentina. Su novela Adán Buenosayres es una novela fundacional. A principios del 60 no había nadie, no sólo entre los intelectuales, que no hubiera leído Adán Buenosayres. Ahora no lo lee nadie. En cambio tenemos la avenida Leopoldo Marechal. ¿Y qué ganamos con eso? Me preocupa que me pase lo mismo.

—¿Por dónde debería pasar el reconocimiento?

—Hace muchos años alguien, un escritor o dibujante, me dijo que mientras él vivía era medianamente conocido. Ahora que está muerto, está totalmente olvidado (ríe). El objeto llamado carne o cuerpo tiene mucho poder en el sentido de que mientras sigas vivo e hinchado las pelotas, va a haber gente que te siga, te lea, te quiera. Lo difícil es ser querido y leído después de muerto. La obra para la cual uno trabajó, el destino de ella, eso me preocupa... que no se lea.

—Además de Marechal, ¿quiénes más fundaron la literatura argentina?

—Unos pocos. Esteban Echeverría, como diría Piglia, por El matadero, aunque la ideología de Echeverría no sea de mi devoción. José Hernández... El Quijote iba a decir. Es nuestro Quijote, claro. Roberto Arlt y también Laiseca el magnífico, por supuesto (ríe).

—¿Si tuviera que nombrar otros contemporáneos?

—César Aira, Piglia, Fogwill…y más jóvenes pienso en Leo Oyola y Selva Almada.

—¿Qué vicios detecta en la literatura actual?

—La falta de imaginación. Se ve que cuando eran chicos no leían historietas delirantes como leí yo. No hablo del Billiken actual sino del de fines del 40. Salían historietas delirantes, como las de Eucalipto y Tumbita. Eran dos personajes bastante zonzos que decían chistes pavotes. Pero abajo, en los zócalos, había unas ratitas que tenían aventuras totalmente divorciadas de lo que estaba sucediendo entre Eucalipto y Tumbita. Eso era totalmente delirante. Además, los personajes iban caminando por una calle y atrás había letreros que no tenían nada que ver con nada: “Compro gato de albañal. Pago bien”. O si no otro, “regalo oro fix”, aparecía continuamente, y nunca se explicaba qué era el oro fix. Eso eran delirios, surrealismo. Entonces, yo me sentía autorizado a delirar a partir de esas locuras.

—Ha dicho que los cuentos de terror tienen una suerte de función didáctica, que hay que leérselos a los chicos...

—Claro, pero no expurgados, por favor. Los originales. En primer lugar, se van a cagar de miedo. Pero no importa eso porque a ellos les gusta. Y segundo, están aprendiendo. Este no es un mundo de ositos bonachones, es un mundo duro. Un mundo alemán, en el sentido de los cuentos de terror alemanes, que son espantosos pero son la realidad. Entonces, hay que saberlo para poder defenderse. Tenés que saber que dando vuelta a la esquina pegadita a la pared –nunca lo hagas– te puede esperar un monstruo. Por supuesto que no vas a dejar de dar vuelta a la esquina, pero alejate porque no sabés quién viene, o si alguien está acechando en el umbral, como diría Lovecraft.

—O sea que la literatura sirve para la vida.

—¿A que no sabés para qué sirve? Para la física teórica, para la economía. Por eso la Unión Soviética se hundió. Por falta de imaginación. Y quién sería capaz de decir “matemos el arte, total funcionamos igual”. Este es un mundo de vasos comunicantes. El arte, en cualquiera de sus formas, se encuentra en vaso comunicante con la física, la economía. Es la misma imaginación. No es una cosa dividida, es el mismo potencial de imaginación que luego se aplica a otras cosas. Si cuando usted era chica aprendió a delirar, pudo haber sido un buen físico teórico. Eso que aprende de pequeño lo va a poder aplicar a la economía, a cualquier cosa. Sin imaginación, todo se destruye.

—En “Aventuras de un novelista atonal” se muestra que en un libro intervienen muchas personas...

—Muchísimas, pero hay que decir que no basta con el genio y el trabajo: además hay que tener una enorme dosis de buena suerte.

—¿Y en qué ocasiones tuvo mala suerte con un libro?

—Estoy a punto de cumplir 67 años, publiqué dieciocho libros y no fui traducido a ningún idioma.

—En el programa de los cuentos retomaba la tradición oral. ¿Funciona para ganar lectores?

—Por supuesto. Ese era el más ambicioso de mis proyectos. La televisión tiene muchos males pero muchos bienes también, es neutra. Podés hacer porquerías, y funcionan. Podés hacer cosas buenas, y también funcionan.

—¿Por qué la televisión es neutra e Internet no?

—Porque está en manos de los pibes, que no han madurado. En Corea del Sur se hizo un estudio entre chicos de 12 a 17 años que eran genios de Internet. Pasaban siete horas por día trabajando en esa vaina y eran los que tenían notas más bajas en la escuela. No habían leído un solo libro y se sentían orgullosos de eso. Así serán las consecuencias.

—¿No hay forma de que Internet estimule la capacidad creativa?

—A Internet la hicieron los humanos con un buen propósito, y si tenés un pasado de lectura no te va a hacer mal. Si necesitás, por ejemplo, datos para una novela sobre Vietnam, empezás a consultar los archivos electrónicos de la época y vas a estar en mejores condiciones para escribir. Pero si tenés entre 12 y 17, eso te mata. Esos chicos van a ser los futuros economistas, físicos, químicos y, el cielo me libre, literatos. Ahí está el problema.

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