27 de octubre de 2010

El ojo del amo / Italo Calvino

El ojo del amo
Italo Calvino

-El ojo del amo -le dijo su padre, señalándose un ojo, un ojo viejo entre los párpados ajados, sin pestañas, redondo como el ojo de un pájaro-, el ojo del amo engorda el caballo.
-Sí -dijo el hijo y siguió sentado en el borde de la mesa tosca, a la sombra de la gran higuera.
-Entonces -dijo el padre, siempre con el dedo debajo del ojo-, ve a los trigales y vigila la siega.

El hijo tenía las manos hundidas en los bolsillos, un soplo de viento le agitaba la espalda de la camisa de mangas cortas.

-Voy -decía, y no se movía.

Las gallinas picoteaban los restos de un higo aplastado en el suelo.

Viendo a su hijo abandonado a la indolencia como una caña al viento, el viejo sentía que su furia iba multiplicándose: sacaba a rastras unos sacos del depósito, mezclaba abonos, asestaba órdenes e imprecaciones a los hombres agachados, amenazaba al perro encadenado que gañía bajo una nube de moscas. El hijo del patrón no se movía ni sacaba las manos de los bolsillos, seguía con la mirada clavada en el suelo y los labios como silbando, como desaprobando semejante despilfarro de fuerzas.

-El ojo del amo -dijo el viejo.
-Voy -respondió el hijo y se alejó sin prisa.

Caminaba por el sendero de la viña, las manos en los bolsillos, sin levantar demasiado los tacones. El padre se quedó mirándolo un momento, plantado debajo de la higuera con las piernas separadas, las grandes manos anudadas a la espalda: varias veces estuvo a punto de gritarle algo, pero se quedó callado y se puso a mezclar de nuevo puñados de abono.

Una vez más el hijo iba viendo los colores del valle, escuchando el zumbido de los abejorros en los árboles frutales. Cada vez que regresaba a sus pagos, después de languidecer seis meses en ciudades lejanas, redescubría el aire y el alto silencio de su tierra como en un recuerdo de infancia olvidado y al mismo tiempo con remordimiento. Cada vez que venía a su tierra se quedaba como en espera de un milagro: volveré y esta vez todo tendrá un sentido, el verde que se va atenuando en franjas por el valle de mis tierras, los gestos siempre iguales de los hombres que trabajan, el crecimiento de cada planta, de cada rama; la pasión de esta tierra se adueñará de mí, como se adueñó de mi padre, hasta no poder despegarme de aquí.

En algunos bancales el trigo crecía a duras penas en la pendiente pedregosa, rectángulo amarillo en medio del gris de las tierras yermas, y dos cipreses negros, uno arriba y otro abajo, que parecían montar guardia. En el trigal estaban los hombres y las hoces moviéndose; el amarillo iba desapareciendo poco a poco como borrado, y abajo reaparecía el gris. El hijo del patrón, con una brizna de hierba entre los dientes, subía por atajos la pendiente desnuda: desde los trigales los hombres ya lo habían visto subir y comentaban su llegada. Sabía lo que los hombres pensaban de él: el viejo será loco pero su hijo es tonto.

-Buenas -le dijo U Pé al verlo llegar.
-Buenas -dijo el hijo del patrón.
-Buenas -dijeron los otros.

Y el hijo del patrón respondió:

-Buenas.

Bien: todo lo que tenían que decirse estaba dicho. El hijo del patrón se sentó en el borde de un bancal, las manos en los bolsillos.

-Buenas -dijo una voz desde el bancal de más arriba: era Franceschina que estaba espigando. Él dijo una vez más:
-Buenas.

Los hombres segaban en silencio. U Pé era un viejo de piel amarilla que le caía arrugada sobre los huesos. U Qué era de edad mediana, velludo y achaparrado; Nanín era joven, un pelirrojo desgarbado: el sudor le pegaba la camiseta y una parte de la espalda desnuda aparecía y desaparecía con cada movimiento de la hoz. La vieja Girumina espigaba, acuclillada en el suelo como una gran gallina negra. Franceschina estaba en el bancal más alto y cantaba una canción de la radio. Cada vez que se agachaba se le descubrían las piernas hasta las corvas.

Al hijo del patrón le daba vergüenza estar allí haciendo de vigilante, erguido como un ciprés, ocioso en medio de los que trabajaban. «Ahora», pensaba, «digo que me den un momento una hoz y pruebo un poco.» Pero seguía callado y quieto mirando el terreno erizado de tallos amarillos y duros de espigas cortadas. De todos modos no sería capaz de manejar la hoz y haría un triste papel. Espigar: eso sí podía hacerlo, un trabajo de mujeres. Se agachó, recogió dos espigas, las arrojó en el mandil negro de la vieja Girumina.

-Cuidado con pisotear donde todavía no he espigado -dijo la vieja.

El hijo del patrón se sentó de nuevo en el borde, mordisqueando una brizna de paja.

-¿Más que el año pasado, este año? -preguntó.
-Menos -dijo U Qué-, cada año menos.
-Fue- dijo U Pé- la helada de febrero. ¿Se acuerda de la helada de febrero?
-Sí -dijo el hijo del patrón. Pero no se acordaba.
-Fue -dijo la vieja Girumina- el granizo de marzo. En marzo, ¿se acuerda?
-Cayó granizo -dijo el hijo del patrón, mintiendo siempre.
-Para mí -dijo Nanín- fue la sequía de abril. ¿Recuerda qué sequía?
-Todo abril -dijo el hijo del patrón. No se acordaba de nada.

Ahora los hombres habían empezado a discutir de la lluvia y el hielo y la sequía: el hijo del patrón estaba fuera de todo ello, separado de las vicisitudes de la tierra. El ojo del amo. El era sólo un ojo. Pero, ¿para qué sirve un ojo, un ojo solo, separado de todo? Ni siquiera ve. Claro que si su padre hubiera estado allí habría cubierto a los hombres de insultos, habría encontrado el trabajo mal hecho, lento, la cosecha arruinada. Casi se sentía la necesidad de los gritos de su padre por aquellos bancales, como cuando se ve a alguien que dispara y se siente la necesidad del estallido en los tímpanos. Él no les gritaría nunca a los hombres, y los hombres lo sabían, por eso seguían trabajando sin darse prisa. Sin embargo era seguro que preferían a su padre, su padre que los hacía sudar, su padre que hacía plantar y recoger el grano en aquellas cuestas para cabras, su padre que era uno de ellos. Él no, él era un extraño que comía gracias al trabajo de ellos, sabía que lo despreciaban, tal vez lo odiaban.

Ahora los hombres reanudaban una conversación iniciada antes de que él llegara, sobre una mujer del valle.

-Eso decían -dijo la vieja Girumina-, con el párroco.
-Sí, sí -dijo U Pé-. El párroco le dijo: Si vienes te doy dos liras.
-¿Dos liras? -preguntó Nanín.
-Dos liras -dijo U Pé.
-De las de entonces -dijo U Qué.
-¿Cuánto serían hoy dos liras de entonces? -preguntó Nanín.
-No poco -dijo U Qué.
-Caray -dijo Nanín.

Todos reían de la historia de la mujer; el hijo del patrón también sonrió, pero no entendía bien el sentido de esas historias, amores de mujeres huesudas y bigotudas y vestidas de negro.

Franceschina también llegaría a ser así. Ahora espigaba en el bancal más alto, cantando una canción de la radio, y cada vez que se agachaba la falda se le subía más, descubriendo la piel blanca de las corvas.

-Franceschina -le gritó Nanín-, ¿irías con un cura por dos liras?

Franceschina estaba de pie en el bancal, con el manojo de espigas apretado contra el pecho.

-¿Dos mil? -gritó.
-Caray, dice dos mi l-dijo Nanín a los otros, perplejo.
-Yo no voy ni con curas ni con «civiles» -gritó Franceschina.
-Con militares, ¿sí? -gritó U Qué.
-Ni con militares -contestó y se puso a recoger espigas de nuevo.
-Tiene buenas piernas la Franceschina -dijo Nanín, mirándoselas.

Los otros las miraron y estuvieron de acuerdo.

-Buenas y rectas -dijeron.

El hijo del patrón las miró como si no las hubiera visto antes e hizo un gesto de asentimiento. Pero sabía que no eran bonitas, con sus músculos duros y velludos.

-¿Cuándo haces el servicio militar, Nanín? -dijo Girumina.
-Hostia, depende de que quieran examinar otra vez a los eximidos -dijo Nanín-. Si la guerra no termina, me llamarán a mí también, con mi insuficiencia torácica.
-¿Es cierto que Norteamérica ha entrado en la guerra? -preguntó U Qué al hijo del patrón.
-Norteamérica -dijo el hijo del patrón. Tal vez ahora podría decir algo-. Norteamérica y Japón- dijo y se calló. ¿Qué más podía decir?
-¿Quién es más fuerte: Norteamérica o Japón?
-Los dos son fuertes -dijo el hijo del patrón.
-¿Es fuerte Inglaterra?
-Eh, sí, también es fuerte.
-¿Y Rusia?
-Rusia también es fuerte.
-¿Alemania?
-Alemania también.
-¿Y nosotros?
-Será una guerra larga -dijo el hijo del patrón-. Una guerra larga.
-Cuando la otra guerra -dijo U Pé-, había en el bosque una cueva con diez desertores-. Y señaló arriba, en dirección de los pinos.
-Si dura un poco más -dijo Nanín- yo digo que nosotros también terminaremos metidos en las cuevas.
-Bah -dijo U Qué-, quién sabe cómo irá a terminar.
-Todas las guerras terminan así: al que le toca, le toca.

-Al que le toca le toca -repitieron los otros.

El hijo del patrón empezó a subir por los bancales mordisqueando la brizna de paja hasta llegar a Franceschina. Le miraba la piel blanca de las corvas cuando se inclinaba a recoger las espigas. Tal vez con ella sería más fácil; se imaginaría que le hacía la corte.

-¿Vas alguna vez a la ciudad, Franceschina? -le preguntó. Era un modo estúpido de iniciar una conversación.
-A veces bajo los domingos por la tarde. Si hay feria, vamos a la feria, si no, al cine.

Había dejado de trabajar. No era eso lo que él quería; ¡si su padre lo viera! En vez de montar la guardia, hacía hablar a las mujeres que trabajaban.

-¿Te gusta ir a la ciudad?
-Sí, me gusta. Pero en el fondo, por la noche, cuando vuelves, qué te ha quedado. El lunes, vuelta a empezar, y te fue como te fue.
-Claro -dijo él mordiendo la brizna.

Ahora había que dejarla en paz, si no, no volvería a trabajar. Dio media vuelta y bajó.

En los bancales de abajo los hombres casi habían terminado y Nanín envolvía las gavillas en lonas para bajarlas cargadas sobre las espaldas. El mar altísimo con respecto a las colinas empezaba a teñirse de violeta del lado del ocaso. El hijo del patrón miraba su tierra, pura piedra y paja dura, y comprendía que él le sería siempre desesperadamente ajeno.

Fin

23 de octubre de 2010

Los pedazos del corazón / Luis López Nieves

Los pedazos del corazón
Luis López Nieves

Margarita no es el tipo de mujer que le coge pena a los hombres. Durante nuestros quince meses de noviazgo había comenzado a sospecharlo. Pero la certeza –la terrible, insoportable evidencia– la tuve la noche en que fulminó nuestra relación en la misma puerta de su casa. No fue sutil, no paseó por las ramas. Me dijo:

–Gustavo, lo nuestro se acabó. No quiero verte más la cara.

Así dijo. ¿Sintió compasión por mí? Ninguna. Su rostro seguía duro, impenetrable, a pesar de nuestros quince meses de cines, restaurantes, paseos, librerías y amor. A pesar de las muchas noches en que me había prometido: “Gustavo, seré tuya para siempre”. Pero de pronto era como si no me conociera, como si nunca jamás hubiera estado en mis brazos. Con sus bruscas palabras me dejó el corazón hecho pedazos. Y a pesar de mi evidente desesperación, no hizo gesto alguno por ayudarme a recoger los blandos trozos de corazón dispersos por el suelo.

Yo había dado un rápido salto hacia atrás, como la gente que pierde un lente de contacto. Me puse de rodillas y le dije:

–Margarita, mi corazón, ayúdame a recoger los pedazos.

¿Qué hizo la hermosa Margarita? ¿Qué exactamente hizo esta mujer que semanas antes, mientras me abrazaba, me había susurrado al oído: “Sin tu amor soy un pájaro sin alas”?

Me cerró la puerta en la cara. Eso hizo.
Y ahí quedé de rodillas, en el suelo, frente a los pedazos dispersos de mi corazón destrozado. El espectáculo me impresionó de tal manera que aún lo llevo grabado en la memoria: sobre los escalones de mármol blanquísimo yacían los pedazos tintos y aún palpitantes de un corazón que, a pesar del maltrato recibido, todavía no se resignaba a perder el amor de Margarita.
Saqué mi pañuelo almidonado y lo abrí con cuidado sobre el mármol. Recogí cada trozo tibio con esmero, uno por uno. Lo pillaba entre el pulgar y el índice de mi mano derecha, la más diestra; lo llevaba hasta el montículo que empezaba a crecer en el centro del blanco pañuelo y lo soltaba. Así recogí todos los fragmentos, y al concluir mi labor la miré con orgullo y me dije: “He aquí los pedazos de mi corazón”. Envolví mi obra con el pañuelo, hice un pequeño nudo y me lo eché en el bolsillo del gabán.
No me atrevía a montarme en el carro. Estaba un poco mareado, me faltaba el aire, la cabeza la sentía muy liviana. De ocurrirme, en esas condiciones, un accidente, ¿cómo explicarles a los policías que no estaba borracho ni drogado sino que tenía el corazón hecho pedazos?
Toqué varias veces en la puerta de Margarita, quien había sido la mujer de mi vida hasta unos minutos antes, pero esa bestia –me cuesta usar la palabra, pero no hay otra– esa pájara ya estaba bajo la ducha o encerrada en su cuarto con la música a todo volumen. Ya se había olvidado de mí.
Comprendí lo serio de mi caso: era una verdadera emergencia. Por ello decidí buscar ayuda oficial. Saqué el celular del bolsillo de mi pantalón y marqué el 911.

–Emergencias médicas, diga.
–Necesito ayuda, por favor.
–¿Cuál es la emergencia?
–Tengo el corazón hecho pedazos –dije.

Nada, la imbécil me colgó el teléfono. Volví a marcar.

–Emergencias médicas, diga.
–Mire, es en serio. Necesito ayuda. Tengo el corazón hecho pedazos.
–Pues llame a Notiuno. Si vuelve a llamar, lo arrestamos.

Colgó de nuevo.

¿Qué hacer? Me senté en los fríos escalones de mármol blanco –tan gélidos como su dueña–, reflexioné unos minutos y volví a llamar al 911.

–Emergencias médicas, diga.
–Soy yo de nuevo, el del corazón hecho pedazos. Estoy en la avenida Ponce de León número 900. Manda a la policía porque te seguiré llamando toda la noche, puta.

A los diez minutos llegaron dos patrullas. De la segunda descendió un sargento delgado, de bigote fino, a quien se le notaba de lejos que era un hombre sensible. Quizás, en su tiempo libre, era poeta o compositor de baladas. Les pidió a los demás policías, de aspecto bastante violento, que aguardaran, y caminó sin prisa hasta el mármol en que yo esperaba sentado.

–Buenas noches –dijo. Su semblante era el de un hombre en paz consigo mismo.
–Sargento, gracias por venir.
–¿Cuál es el problema?
–Es que tengo el corazón hecho pedazos y no me atrevo a manejar el carro. Me falta el aire y estoy mareado.
–Señor, ¿no cree que estos asuntos se ventilan mejor con un amigo o sacerdote? El 911 es para emergencias médicas reales.
–Pero es que tengo el corazón hecho pedazos.
–Amigo –dijo el sargento, en tono paciente y comprensivo–, usted no es el primero que sufre una tragedia amorosa. Yo le juré a mi novia que si me abandonaba mi vida sería un continuo ir y venir, un perpetuo vagar sin sentido por el mundo, un purgatorio.
–¿Por eso es policía?
–Por eso. Y vago todo el día por la ciudad, aunque siempre tratando de ayudar a los que, como usted, sufren tragedias amorosas.
–Pero lo mío es más concreto, ¿no cree? Mire.
Saqué del bolsillo el pañuelo, lo abrí con cuidado y le mostré los pedazos de mi corazón. Al sargento se le llenaron los ojos de lágrimas.
–Perdón, amigo, estuve ciego –dijo con un sollozo–. Es cierto: usted tiene el corazón hecho pedazos. Llamaremos una ambulancia de inmediato.

En menos de treinta minutos la ambulancia me dejó en la sala de emergencias del hospital. Los paramédicos habían colocado los pedazos de mi corazón en una neverita con hielo. El paramédico jefe, muy competente, quería llevarla en la falda, pero yo insistí en transportar mi propio corazón. Por pena, o tal vez porque en realidad no les importaba, me permitieron cargar la neverita.
En la sala de espera me sentaron al lado de una rubia treintona. El pelo lacio, partido a la mitad, le caía sobre los hombros. Llevaba una blusa rosada ceñida al cuerpo y sonreía con dulzura mientras leía una revista. Se notaba que era una mujer comprensiva.
Estuvimos unos minutos sin hablar. Yo no tenía ganas de hacerlo porque no es fácil terminar con un amor de quince meses. Todavía quería a Margarita, a pesar de que me había destrozado el corazón; cuando se sufre de amor no quedan muchas energías para hablar.
Pero la mujer soltó la revista de pronto, cruzó las piernas y se inclinó hacia mí:

–¿Cuál es tu signo? –preguntó.
–Qué importa –exclamé sorprendido.
–Importa mucho –aclaró–. ¿Qué tienes en esa neverita?
–El corazón, lo tengo hecho pedazos –dije–. ¿Y tú?
–Estoy a punto de volverme loca.
–¿Por qué?
–El bandido de mi novio me dejó. Yo se lo había dicho muchas veces: “Si algún día me dejas, el dolor me volverá loca”. Pero no me hizo caso, no le importó un ajo mi salud mental. Eso fue ayer. Hoy amanecí con mucho dolor. Pronto, en horas o tal vez minutos, es obvio que me volveré loca. Quizá tengan que atarme.
–¿Qué te recomiendan?
–Electrochoque. Terapia cognitiva-conductista. Pastillas. Meditación. Dieta macrobiótica vegetariana. Depende del psiquiatra. ¿Y a ti?
–Todavía no me ha visto el médico.
–Bueno, pero lo tuyo es sencillo. A mí me han roto el corazón muchas veces.
–¿Y cómo te curaste?
–El tiempo lo cura todo. Paciencia.

Cuatro meses después había empezado a acostumbrarme a la idea de vivir sin Margarita. Todavía la quería, pero me quedaba muy poquito amor. En escasas horas, tal vez en minutos, emitiría un último suspiro y la olvidaría para siempre. Pero debo admitir que, en cierto modo, soy rencoroso. Margarita ya me importaba poco, cierto, pero sentía ganas de vengarme, de hacerla sufrir como yo había sufrido. ¿Acaso es fácil vivir con el corazón hecho pedazos? ¿Es poca cosa?
Esa noche, pues, fui a la casa de Margarita. Aún tenía las llaves, las cuales esa engreída ni siquiera se había molestado en pedirme de vuelta. Probablemente había cambiado las cerraduras.
Pero no, era la misma. Pude abrir la puerta de la sala. Nadie. En la esquina de la derecha, como siempre, el cono de luz formado por la lámpara que acostumbra dejar prendida cuando está en el cuarto. Entré a la habitación. Nadie. Pero alguien se duchaba en el baño. Me acosté sobre la cama a esperar, con los brazos bajo la cabeza. Me sentía algo arrogante y supongo que mi semblante era el de un envanecido desdeñoso, carcomido por un terrible deseo de venganza. Ya me sentía casi libre de Margarita. Sólo me quedaban pocos minutos de amor y los dediqué a contemplar la decoración del cuarto. No quedaba nada mío: ni una foto, ni uno solo de mis regalos, como si yo no hubiera existido nunca.
Tras una larga espera, salió al fin del baño. Estaba desnuda y tan perfecta como siempre, pero no me afectó su presencia. Era claro que el amor se me escapaba de prisa. Me miró con gesto lacónico, sin expresión ni sorpresa.

–Olvidé pedirte la llave –dijo–. ¿Viniste a traerla?
–A eso –dije–. Y a otra cosa mucho más importante.
–¿A qué? –dijo sin miedo. No estaba preocupada por mi presencia en la habitación. No se molestó en cubrir su relumbrante cuerpo desnudo. Así de poco me respetaba.
–Vine a decirte que me quedan poquitos segundos de amor por ti.
–¡Todavía te quedan! –soltó una carcajada–. Qué lento eres. De todos modos, ¿a mí qué me importa? Deja la llave y vete.
–Sé que no recuerdas lo que me prometiste. Yo mismo he olvidado mucho en estos meses. Pero hay una promesa tuya que no puedo olvidar. Me pareció linda en aquel entonces.
–¿Cuál?
–Me dijiste: “Sin tu amor soy un pájaro sin alas”.
–Pendejadas –dijo ella–. Ahora vete. Pronto vienen a buscarme.
–Antes escucha.
–¿Qué cosa? Hazme el favor y sal de mi casa.
–Espera... escucha... escucha bien...
–¿Qué dices?
–Silencio, ahora... ahora... oye.
–Tonto, qué...
–¡Calla, carajo! Escucha...

De golpe sentí como si una larga aguja me atravesara el pecho desde adentro, una afilada aguja que quería abrirse paso entre mi carne y salir a la libertad. Entonces lo vi. Primero se escuchó un tenue arpegio como de telenovelas: un “tlin tlin” agudo y sostenido. Luego un hilo rojo muy fino, casi invisible, comenzó a salir de mi pecho. Al contacto con el aire, se disolvía.

–¿Lo ves, Margarita? –dije calmado–. ¿Lo oyes...? Los últimos segundos de amor por ti. Salen lentos. Los siento salir. Salen. Ah..., se fueron. Míralos disolverse. Ya no te amo, Margarita. Ya-no-te-amo.

Esa noche envolví a Margarita con mi pañuelo y la coloqué en el bolsillo del gabán, donde había guardado los pedazos de mi corazón destrozado. En mi casa la metí en una caja de zapatos, a la que le hice agujeros pequeños para que respirara. Al día siguiente compré una jaula dorada para pájaros raros, con columpios, campanas y una bañerita. Por tratarse de Margarita, también compré muchos espejos. En el colmado adquirí alpiste, semillas de anís y galletitas. Coloqué la jaula en la pared de la izquierda de mi sala, al lado de la ventana.
Ahora, cuando recibo visitas, la espantosa pájara sin alas es siempre el centro de atención. La gente es cruel. Algunos han dicho que la criatura es un monstruo, un simulacro de pájaro, y que debería morir porque no tiene alas. Lo han dicho al frente mismo de Margarita, en su cara.
Otros visitantes –los amantes de los animales, los ecologistas, los vegetarianos– han llegado al indelicado descaro de preguntarme si fui yo quien le cortó las alas. Pero no me ofendo jamás. Comprendo que estas personas –dichosas, en verdad– nunca han sufrido: nunca han conocido, como yo, la perfecta congoja de aquel que está de rodillas, solo, desconsolado, en medio de blanquísimos escalones de mármol frío... recogiendo uno por uno los tibios pedazos de un corazón destrozado.

FIN

Gentileza Ciudad Seva

19 de octubre de 2010

"La utopía de la biblioteca universal es posible"

ENTREVISTA A ROGER CHARTIER, HISTORIADOR DE LA LECTURA
Cuando se proclamó que la Biblioteca podría abarcar a todos los libros -escribe Borges en la "Biblioteca de Babel"- la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto." En este fragmento el escritor da cuenta de un sueño universal: el poder crear una biblioteca donde estén todos los libros existentes.
A pesar de que hubo varios intentos, el sueño devino en fracaso.
Hoy muchos teóricos sostienen que con el advenimiento de la era digital este sueño es posible. Y dentro de esta era, junto con el cambio en algunas de las concepciones de libro o biblioteca, aparece un nuevo tipo de lector.


-El hombre ha soñado con la idea de hacer una biblioteca universal, que tenga todos los libros y manuscritos que existen ¿Con la era electrónica es posible pensar en esta utopía?
-Hay dos problemáticas. Por un lado el tema de la biblioteca universal, donde el hombre ha tenido la angustia, quizás desde la Edad Media, de la pérdida, esa idea que si faltasen algunos textos o libros, sería una herida para el progreso del conocimiento. De ahí se explica por qué se han buscado los manuscritos antiguos, por qué se han multiplicado los libros impresos, por qué se han creado clases de libros, catálogos, que tienen contenidos de las bibliotecas, nombres de títulos y autores. También se explica la construcción de bibliotecas que intentaban ser universales, portadoras de todo el conocimiento mundial. Ahora podemos pensar que esa angustia se ha trasladado a nuestros días y se piensa en la biblioteca electrónica, en la digitalización de libros y documentos, ante el temor de perderlos. Que haya una biblioteca universal de este tipo es una realidad posible, porque si se piensa que todos los libros que fueron publicados en forma impresa o todos los textos que existen en forma manuscrita pueden convertirse en textos electrónicos, no hay razón para pensar que puede haber límites.

-¿Junto a este deseo de compilar todo, convive el miedo al exceso?
-Es inquietante el tener en exceso, pero también es útil. Pienso en la obra de Borges Funes el memorioso donde la memoria aparece como paradisíaca para el pensamiento y a su vez un obstáculo para el saber. El gran desafío de la biblioteca universal digital es cumplir el deseo de la universalidad y a su vez convivir con la angustia del exceso.

-Hace algunos años escribió un artículo que generó algunas polémicas: "La muerte o transfiguración del lector". Usted plantea una nueva concepción del lector a partir de la aparición del libro electrónico. ¿Qué es lo más importante de esta concepción?
-Es una problemática que comienza en el libro famoso de Marshall McLuhan La galaxia de Gutemberg donde decía que las imágenes iban a matar al texto impreso. También este tema lo encontramos en la sociología de la lectura, con el descenso de las prácticas de lectura, en especial dentro de los lectores más jóvenes. También es un problema tradicional planteado por los editores de libros que se quejan de la dificultad cada vez más grande para asegurar la difusión de los libros que publican.

-Ante esta nueva visión ¿qué cambios aparecen en el lector?
-Se puede empezar tomando esta idea según la cual las pantallas del presente no son pantallas de imágenes contra los textos, sino que son pantallas que conllevan la multiplicidad de ellos en una forma diferente, que no es más la del libro impreso y que pone al lector ante una nueva situación. Tal vez la más importante radica en la discontinuidad de la lectura frente a la pantalla y también la construcción sobre el monitor de la computadora de conjuntos textuales que son siempre personales, porque es el lector quien decide cómo se verá el texto, con qué tipografías y tamaño lo leerá. Además esto es muy efímero porque van a desaparecer una vez que el lector cambia su página o documento o lo cierra.

-Usted ha dicho que de alguna manera el libro todavía le lleva ventaja a la cultura cibernética. ¿Por qué?
-Lo que define a un libro es una producción intelectual, estética, práctica. Es un objeto particular que está inmediatamente diferenciado de otros objetos de la cultura escrita, como cartas, revistas o diarios. Lo que definió al libro fue esta unidad entre un sentido material y el sentido estético o intelectual. La lectura frente a la pantalla es fragmentada, segmentada y fragmentaria ya que todos los textos electrónicos, cualquiera sea su género, se vuelven como bancos de datos donde se extrae fragmentos sin remitir este fragmento a la totalidad de la cual está extraído. A partir de este momento se ve en el funcionamiento de los bancos de datos que la gente extrae información sin preocuparse de esta totalidad de donde vienen.

-Usted es un especialista en la historia del libro y los lectores. ¿Le parece curioso cuando es entrevistado por teléfono o por e-mail?
-Por un lado es claro que hoy en día hay muchas formas de comunicación, que no utilizan más la escritura, como por ejemplo una entrevista telefónica. Por otro la do también hay una nueva forma de inscripción de la escritura que no es más sobre papel, en la forma de libro, revista o diario, sino en una inscripción electrónica sobre una pantalla. Tenemos que pensar el papel de la escritura en un mundo diferente, en que la comunicación oral se desarrolla a través del teléfono, de la radio, la televisión y el cine. Hemos encontrado esta coexistencia entre las formas de comunicación y conocimiento fundadas ahora en las transmisiones orales y escritas.

Por: Carlos Subosky
Fuente: Clarin

14 de octubre de 2010

"Los migrantes son el principal residuo humano de la globalización"

Creó el concepto de modernidad líquida en contraposición a la modernidad sólida, donde se mantenía la ilusión de que los problemas tenían solución y que serían inmutables. Desaparecida la solidez, se impone la liquidez como metáfora de lo inasible.
Zygmunt Bauman nació en Poznan, Polonia pero vive en Leeds, Inglaterra donde es profesor de la universidad de esa ciudad. Sus análisis y conclusiones como sociólogo sobre la globalización y sus consecuencias son referencias ineludibles para las ciencias sociales en todo el planeta. Poco después de recibir el premio respondió algunas preguntas sobre su vida intelectual y el contexto en el que vive.

¿Qué significa este premio Principe de Asturias para usted?
Los físicos, los químicos, los geólogos, los astrónomos no conversan con sus objetos de estudio. Los electrones no responden a las opiniones que los físicos nucleares emiten sobre su comportamiento. Para los que trabajamos en las humanidades y las ciencias sociales, el estudio es una conversación infinita -con la experiencia cotidiana, el pensamiento, las intenciones y los sueños de los seres humanos-. Lo que nuestros "objetos" piensan y dicen importa. De hecho, la respuesta de estos traza, de manera autoritaria, la única línea confiable entre la investigación exitosa y la fallida, entre la comprensión y la interpretación errónea. En nuestro caso, el reconocimiento público, como la distinción que me ha otorgado la Fundación Príncipe de Asturias, no es sólo un halago para el ego, como suelen ser los premios. Proporciona el tipo de confirmación que tanto necesitamos los que nos dedicamos a las humanidades: que estamos en el camino correcto, que no hemos errado la senda, que hemos comprendido acertadamente las preocupaciones y los deseos de nuestros interlocutores, que nuestro trabajo tiene sentido, que ayuda a que la gente vea con más claridad qué cosas la mueven y quizá incluso viva su vida de un modo más sensato, honesto y digno.

Distintos filósofos piensan que vivimos una época en la que ha retornado el humanismo, en la que la persona es el centro de las discusiones. ¿Está de acuerdo?
Ojalá las cosas fueran tan simples como sugieren los filósofos que usted menciona. Lamentablemente, no lo son. El "retorno del individuo" del que hablan los filósofos refleja la tendencia actual a dejar a los individuos librados a su suerte, exhortarlos a buscar soluciones individuales a problemas de origen social y obligarlos a tratar, demasiado a menudo en vano, de aplicar esas soluciones con la ayuda de sus recursos individuales, demasiado a menudo magros. Como resultado, todos somos "individuos por mandato del destino", pero la mayoría de nosotros bregamos, y con sólo moderadas probabilidades de éxito, por convertirnos en individuos de facto, es decir en personas capaces de autoafirmarse y controlar auténticamente su vida. A muchos de nosotros nos parece claro (y es profundamente frustrante) que los filósofos que toman la promesa de la autosuficiencia y el mandato de ser autosuficientes por la realidad de la condición humana viven en las nubes: robustecen y perpetúan una ficción en lugar de ayudarnos a desenmascarar el engaño y el autoengaño en que se basa, y de permitirnos ver a través del engaño los verdaderos mecanismos sociales que moldean nuestro destino y frustran nuestros esfuerzos para cumplir con el mandato y hacer realidad la promesa.

¿Podríamos pensar que la vida real es más importante que la ficción? ¿Nos interesa más la vida privada de Berlusconi o Sarkozy que la buena literatura?
Mi principal preocupación (que trato de compartir con mis lectores desde hace ya muchos años) es que nos interesan más los pecadillos de Berlusconi, Sarkozy y otros como ellos que examinar minuciosamente las consecuencias a menudo desastrosas, y para nada privadas, de las políticas que diseñan y aplican en nombre nuestro. Nos hemos resignado plácidamente a que "la moral de los políticos" reemplace a la cuestión inmensamente más seria de la moral de la política. Y aceptamos, aplaudimos y apoyamos la tendencia de los medios a ofrecer entretenimiento en lugar de información (más aburrida, sin duda, pero de vital importancia), lo que tiene como efecto (desgraciadamente, duradero) la ceguera colectiva, la despreocupación y una creciente apatía política. Pero el proceso es aún más amplio e incluso más desconcertante: ahora vivimos en una especie de "sociedad confesional" en la que la frontera otrora sacrosanta y rigurosamente vigilada entre las cuestiones privadas y las públicas prácticamente se ha borrado y en la que el "ágora" - el lugar donde los intereses privados y los asuntos públicos se encuentran y se hablan buscando mutua comprensión y coordinación- está casi llena hasta el borde de rumores de alcoba sobre los famosos, sus salidas nocturnas y sus hábitos de consumo de drogas, y casi vacía de los temas de gravedad e importancia públicas. Estamos embarcados en un juego peligroso, por más entretenido que sea jugarlo.

En su libro Mundo consumo (Editorial Paidós), usted reflexiona sobre la identidad. ¿Cuán difícil es conservar la misma identidad laboral, cultural y social en esta época?
Este es un mundo incierto, expuesto a sorpresas desagradables tanto como agradables. Los vínculos humanos en los que nuestra identidad buscaba un refugio seguro son cada vez más frágiles y solubles. Es por eso que la preocupación por la identidad suele darnos un buen dolor de cabeza. Necesitamos conciliar dos tareas incompatibles: hacer que nuestras identidades sean seguras (protegidas del rechazo público o el retiro del reconocimiento público) y al mismo tiempo conservar la capacidad de convertirnos en otra persona. Los sitios Web como Second Life o Facebook nos sugieren que eso puede hacerse, y es por eso que más y más de nosotros tratamos de protegernos en el mundo online, donde verdaderamente eso "puede hacerse", de la dura realidad del offline, donde es evidente que no puede hacerse. Combatimos en dos frentes simultáneamente: contra la amenaza constante de la exclusión y contra el peligro de "quedar fijados" cuando tantas personas a nuestro alrededor y en la pantalla parecen estar en movimiento. Pocos o ninguno de nosotros podemos jactarnos de haber obtenido victorias en ambos frentes. La mayor parte de nosotros, la mayor parte del tiempo, movemos nuestras tropas de un frente al otro en rápida sucesión. Una vida agitada, realmente.

¿Quiénes son los nuevos "residuos humanos" en el contexto global actual?
El residuo humano es un subproducto inevitable de la modernización, que ahora es la forma de vida planetaria. La doble intención del esfuerzo modernizador es imponerle orden a la desordenada contingencia y lograr "progreso económico" (es decir, producir bienes con menos costo y menos mano de obra). El ordenamiento hace que algunas personas sean "inadecuadas"; el progreso económico hace que algunas personas sean "superfluas". Son un "descarte social" al que la sociedad es incapaz o reacia, o a la vez incapaz y reacia, a darle cabida. Esa gente es ahuyentada o escapa en busca de lugares donde espera que el residuo en que se ha convertido sea "reciclado". Por lo tanto, la modernización es también, inevitablemente, una era de migración masiva. Los migrantes son el principal "residuo humano" del nuevo "contexto global". También son un tipo de residuo potencialmente tóxico para el cual todavía no se han diseñado, y mucho menos construido, plantas de reciclaje.

El historiador Jacques Revel sostiene que tenemos miedo del futuro, buscamos refugio en el pasado y sobreestimamos el presente. ¿Vivimos en un presente que se resiste a ser pasado?
En nuestro mundo de torbellino, ya no percibimos el tiempo como "cíclico" o "lineal", como hacían nuestros antepasados, sino como "puntillista": una colección de momentos algo aleatorios y caóticos (experiencias sin un pasado evidente y, es de esperar, sin un futuro peligroso) que deben ser "consumidos al instante", explotados y disfrutados apresuradamente porque tienen una vida abominablemente breve. Es una vida precipitada; vivimos, como dicen algunos observadores, bajo la "tiranía del momento". Hay poca oportunidad de hacer una pausa y reflexionar, de comprender el sentido de todo.

¿Cuál ha sido el mejor momento de su vida hasta ahora?
Cuando tenía aproximadamente mi edad actual (85 años), Wolfgang Goëthe declaró que había tenido una vida muy feliz. Pero de inmediato agregó: "Aunque no puedo recordar una sola semana plena y verdaderamente feliz." Ese es, me parece, el exasperante misterio de la felicidad. Y es, pienso, la razón por la cual tanta gente busca la felicidad de un modo que hace sumamente difícil encontrarla.

Gentileza Revista Ñ

10 de octubre de 2010

Tobías Mindernickel / Thomas Mann

Tobías Mindernickel
Thomas Mann

1

Una de las calles que llevan desde la Quaigasse, con una pendiente bastante empinada, a la parte media de la ciudad, se llama el Camino Gris. Hacia la mitad de esa calle y a mano derecha según se llega del río, está la casa número 47, un edificio estrecho y de color turbio, que no se distingue en nada de sus vecinos. En los bajos hay una mercería, donde puede comprarse lo mismo chanclos de goma que aceite de ricino. Si se entra en el portal, después de ver un patio en el que vagabundean los gatos, se encuentra una escalera de madera estrecha y desgastada (en la que se respira un olor indescriptible a humedad y pobreza) que conduce a los pisos. En el primero a la izquierda vive un carpintero, a la derecha una comadrona. En el segundo a la izquierda vive un zapatero remendón, a la derecha una señora que se pone a cantar en voz alta en cuanto oye pasos en la escalera. En el tercero izquierda el piso está vacío, y a la derecha vive un hombre llamado Mindernickel, cuyo nombre, para colmo, es Tobías. Sobre este hombre hay una historia que debe ser contada, pues es misteriosa y vergonzosa en demasía. El aspecto exterior de Mindernickel es llamativo, extraño y ridículo. Si se le ve, por ejemplo, cuando sale a dar un paseo, subiendo con su delgada figura por la calle, apoyándose en un bastón, nos daremos cuenta de que va vestido de negro de pies a cabeza. Lleva un sombrero de copa pasado de moda, campanudo y afieltrado, un gabán estrecho y rozado por el uso y pantalones igualmente miserables, desflecados por abajo y tan cortos que se ve el forro de goma de los botines. Por lo demás, debe decirse que esta indumentaria está cepillada con el mayor cuidado. Su cuello esquelético parece mucho más largo, por cuanto emerge de un cuello bajo y vuelto de la ropa. El canoso cabello es liso y está peinado sobre las sienes; la ancha ala del sombrero de copa sombrea un rostro afeitado y pálido de mejillas hundidas, ojos irritados que raras veces se alzan del suelo, y dos profundas arrugas que descienden desde la nariz hasta ambas comisuras de la boca, amargamente dirigidas hacia abajo.

Mindernickel sale muy pocas veces de casa, y tiene sus motivos, porque en seguida que aparece en la calle se reúnen muchos niños, lo persiguen durante un buen trecho y ríen, se burlan y cantan: "¡Jo, jo, Tobías!", le tiran del gabán, y la gente sale a la puerta y se divierte. Mas él camina sin defenderse y mirando temerosamente a su alrededor, con los hombros encogidos y la cabeza gacha, como una persona que camina bajo un aguacero sin paraguas; y aunque se le ríen en la cara, de vez en cuando saluda con una humilde cortesía a algunas de las personas que están a la puerta de sus casas. Más tarde, cuando los mitos quedan atrás y nadie más lo conoce, y son pocos los que se vuelven a mirarlo, sigue sin modificar esencialmente su conducta: continúa mirando temerosamente y caminando encogido, como si sintiera sobre sí mil miradas irónicas. Y cuando alza la vista del suelo, vacilante y apocado, puede observarse el hecho extraño de que es incapaz de mirar con fijeza a persona o cosa alguna. Parece, aunque suene raro, que le falte aquella superioridad natural de la contemplación con que todo ser individual mira las cosas del mundo; parece que se siente inferior a todas esas cosas, y sus ojos inestables han de arrastrarse por el suelo frente a cualquier persona o cosa...

¿Qué ocurre con este hombre, que siempre está solo y parece ser desgraciado en un grado extraordinario? Su indumentaria que quiere ser burguesa, así como un cierto movimiento cuidadoso al pasarse la mano por la barbilla, parecen indicar que no pertenece en modo alguno a la clase social en cuyo seno vive. Dios sabe qué habrán hecho con él. Su rostro tiene un aspecto, como si la vida, con una risotada de desprecio, lo hubiera golpeado en él con el puño cerrado... Por otra parte, es muy posible que, sin haber recibido duros golpes del destino, no haya sido capaz de enfrentarse a la existencia; y la enfermiza inferioridad y estupidez de su aspecto produce la penosa impresión de que la naturaleza le hubiera negado la medida de equilibrio, fuerza y aguante necesarios para existir con la cabeza erguida.

Cuando, apoyado en su negro bastón, ha dado una vuelta por la ciudad, vuelve -recibido en el Camino Gris por los aullidos de los niños- a su vivienda; sube por la maloliente escalera a su habitación, que es pobre y está desprovista de adornos. Sólo la cómoda, un sólido mueble estilo Imperio con pesadas asas de metal, tiene belleza y valor. Ante su ventana, cuya vista está irremediablemente tapada por la gris pared posterior de la casa vecina, hay una maceta llena de tierra, en la que no crece nada; aun así, Tobías Mindernickel se acerca a veces a ella, contempla la maceta y huele la tierra.

Junto a esta habitación hay una pequeña alcoba.

Cuando entra, Tobías coloca el sombrero y el bastón sobre la mesa, se sienta sobre el sofá tapizado de verde, que huele a polvo, apoya la barbilla en la mano y contempla el suelo ante sí, con las cejas alzadas. Parece que no tenga otra cosa que hacer en el mundo.

Por lo que se refiere al carácter de Mindernickel, es muy difícil emitir una opinión; el siguiente incidente parece hablar en su favor. Cuando aquel hombre extraño salió cierto día de su casa y, como siempre, se reunió una pandilla de niños que lo perseguía con exclamaciones de burla y risas, un niño de unos diez años tropezó con el pie de un compañero y se cayó al suelo con tanta violencia, que le brotó la sangre de la nariz y de la frente y se quedó caído, llorando. Entonces Tobías se volvió, corrió hacia el niño caído, e inclinándose sobre él empezó a compadecerle con voz suave y temblorosa.

-Pobre niño -decía-, ¿te has hecho daño? ¡Estás sangrando! ¡Miren, le corre sangre por la frente! Sí, sí, has tenido una caída muy mala. Claro, duele tanto, y por eso llora, pobre niño. ¡Cuánta compasión te tengo! Ha sido culpa tuya, pero te voy a vendar la frente con mi pañuelo... así. Bueno, ahora tranquilízate; voy a levantarte...

Y con estas palabras, después de haber vendado efectivamente al pequeño con su propio pañuelo, lo puso en pie con cuidado y se alejó. Mas su actitud y su rostro mostraban en este instante una expresión muy distinta de la corriente. Caminaba con firmeza y erguido, y su pecho respiraba con fuerza bajo el estrecho gabán; sus ojos parecían haberse hecho más grandes, tenían brillo y se fijaban con firmeza en las personas y las cosas, mientras que en su boca había un gesto de dolorosa felicidad...

Este incidente tuvo como consecuencia que disminuyeran las burlas de la gente del Camino Gris durante unos días. Al cabo de algún tiempo, sin embargo, se había olvidado su sorprendente conducta, y una multitud de gargantas sanas, alegres y crueles volvió a cantar detrás del hombre encogido y abúlico: "¡Jo, jo, Tobías!"

2

Una mañana soleada, a las once, Tobías abandonó la casa y cruzó toda la ciudad hasta el Lerchenberg, aquella colina alargada que durante las horas de la tarde constituía el paseo más distinguido de la ciudad, pero que, dada la excelente primavera que reinaba, también a aquella hora estaba concurrida por algunos coches y peatones. Bajo un árbol de la gran avenida principal había un hombre con un perro de caza de poca edad, sujeto por una correa, que aquél mostraba a los paseantes con la evidente intención de venderlo; era un animal pequeño y musculoso, de pelo amarillo, tendría unos cuatro meses, con un anillo negro en un ojo y una oreja negra.

Cuando Tobías observó esto, a una distancia de unos diez pasos, se detuvo, se pasó la mano varias veces por la barbilla y contempló pensativamente al vendedor y al pequeño can, que movía el rabo, alerta. Luego siguió caminando; dio tres vueltas al árbol, apretándose la boca con el puño del bastón, y finalmente se acercó al hombre y le dijo, mientras contemplaba fijamente al animal.

-¿Cuánto vale este perro?
-Son diez marcos -respondió el hombre.

Tobías permaneció silencioso durante un momento y dijo luego, indeciso:

-¿Diez marcos?
-Sí -dijo el hombre.

Entonces Tobías saco una bolsa de cuero negro del bolsillo, extrajo de la misma un billete de cinco marcos, una moneda de tres y una de dos, entregó rápidamente este dinero al vendedor, cogió la correa y tiró de ella rápidamente, encogido y mirando con temor a su alrededor, ya que algunas personas habían observado la compra y se reían, llevándose al animal, que chillaba y se resistía. Se resistió durante todo el camino, apoyando las patas delanteras en el suelo y contemplando con una temerosa interrogación a su nuevo dueño; pero éste siguió tirando con energía y en silencio, y cruzó con fortuna la ciudad.

Entre la juventud callejera del Camino Gris se produjo un enorme tumulto cuando apareció Tobías con el perro; pero él lo cogió en brazos, se inclinó sobre él y se apresuró a ganar las escaleras y su habitación, perseguido por los gritos burlones y las risotadas. Al llegar puso al perro, que lloriqueaba sin parar, en el suelo, lo acarició satisfecho y dijo luego, condescendiente:

-Bueno, bueno; ya ves que no tienes por qué tenerme miedo, perro.

A continuación sacó de un estante de la cómoda un plato con carne cocida y patatas, y lanzó al animal una parte, con lo que éste cesó en sus quejas y devoró la comida entre señales de satisfacción.

-Te llamarás Esaú -dijo Tobías-. ¿Me entiendes? Esaú. Te será fácil recordar un sonido tan sencillo...

Y, señalando el suelo a sus pies, exclamó en tono imperioso:

-¡Esaú!

El perro, esperando quizá recibir algo más de comida, se acercó y Tobías le palmeó el costado, satisfecho, mientras comentaba:

-Así es, amigo mío. Te estás portando bien.

Luego retrocedió unos pasos, señaló el suelo y repitió de nuevo:

-¡Esaú!

Y el animal, que se había animado, se acercó de un salto y lamió las botas de su amo.

Con la satisfacción de dar órdenes y verlas realizadas, Tobías repitió este ejercicio incansablemente, hasta doce o catorce veces; finalmente el perro pareció cansarse y tener ganas de descansar y hacer la digestión, y se echó en el suelo en la pose graciosa e inteligente de los perros de caza, estirando ante sí las dos patas delanteras, largas y de fina nerviación.

-¡Otra vez! -dijo Tobías-. ¡Esaú!

Pero Esaú volvió la cabeza a un lado y continuó en su lugar.

-¡Esaú! -exclamó Tobías con la voz alzada imperiosamente-. ¡Debes venir aunque estés cansado!

Pero Esaú apoyó la cabeza sobre sus patas, sin pensar siquiera en levantarse.

-Oye -dijo Tobías, y su voz estaba cargada de una sorda y terrible amenaza- ¡obedece o sabrás que no es bueno provocarme!

El animal se limitó a mover un poco el rabo.

Ahora se apoderó de Tobías una rabia infinita, injustificada y loca. Cogió su bastón negro, levantó a Esaú por la piel de la nuca y comenzó a apalear al animal sin hacer caso de sus aullidos, mientras repetía una y otra vez, fuera de sí y con voz terriblemente silbante:

-¿Cómo? ¿No obedeces? ¿Te atreves a desobedecerme?

Por fin arrojó el bastón a un lado, puso en el suelo al perro, que temblaba, y comenzó a pasearse arriba y abajo ante él, con las manos a la espalda y respirando hondamente, mientras que de vez en cuando dirigía al perro una mirada iracunda y orgullosa. Después de haberse paseado así durante algún tiempo, se detuvo junto al animal, que se volvió de espaldas al suelo y movía las patas implorante, cruzó las manos sobre el pecho y habló con la mirada terriblemente dura y fría y el tono con que Napoleón se dirigía a la compañía que perdía su bandera en la batalla:

-¿Cómo te has portado, si puede saberse?

El perro, agradecido sólo por esta aproximación, se acercó aún más a rastras, se apretó contra la pierna de su dueño y miró hacia arriba con sus ojos humildes. Durante un buen rato, Tobías contempló al humillado ser desde su altura y en silencio; mas luego, cuando sintió aquel calor conmovedor en su pierna, recogió a Esaú y lo levantó.

-Está bien, voy a tener compasión de ti -dijo, pero cuando el buen animal comenzó a lamerle la cara, su estado de ánimo se transformó en emoción y melancolía. Oprimió al perro contra sí con doloroso cariño, sus ojos se llenaron de lágrimas, y sin articular bien las frases comenzó a repetir con voz ahogada:

-Mira, eres mi único... mi único...

Luego acostó a Esaú con todo cuidado en el sofá, se sentó junto a él, apoyó la barbilla en la mano y lo contempló con gran dulzura y recogimiento.

3

Desde entonces Tobías Mindernickel abandonaba su casa aún menos que antes, pues no se sentía inclinado a mostrarse en público con Esaú. Dedicó toda su atención al perro; más aún, de la mañana a la noche no se ocupaba en otra cosa sino darle de comer, limpiarle los ojos, darle órdenes, reñirle y hablar con él como si de un ser humano se tratase. La cosa era que no siempre Esaú se portaba a su gusto. Cuando se echaba en el sofá, soñoliento por falta de aire y de libertad, y lo miraba con ojos melancólicos, Tobías se sentía lleno de contento; se sentaba en actitud recogida y satisfecha y acariciaba compasivamente el pelo de Esaú, diciéndole:

-¿Me miras dolorosamente, amigo mío? Sí, sí; la vida es triste, y así has de verlo, aunque seas tan joven...

Pero cuando el animal, enloquecido por el instinto de la caza y del juego, corría por la habitación, se peleaba con una zapatilla, saltaba a las sillas y daba vueltas de campana en su exceso de vitalidad, Tobías seguía sus movimientos de lejos, con una mirada de desorientación, disgusto e inseguridad, y una sonrisa desagradable y rabiosa, hasta que lo llamaba en tono iracundo, gritándole:

-Deja de hacer el loco. No hay motivo para danzar por ahí.

Una vez ocurrió incluso que Esaú se escapó de la habitación y bajó la escalera hasta la calle, donde empezó en seguida a perseguir un gato, devorar excrementos de caballo, a pelearse y jugar con los niños, ebrio de felicidad. Cuando apareció Tobías, entre el aplauso y las risas de toda la calle, con el rostro dolorosamente desencajado, ocurrió lo triste: que el perro huyó de su dueño a grandes saltos... Este día Tobías le pegó durante largo rato y con encarnizamiento.

Cierto día -el perro le pertenecía desde hacía algunas semanas- Tobías sacó un pan de la cómoda para dar de comer a Esaú, y comenzó a cortarlo en pequeños trozos -que dejaba caer al suelo-, por medio de un cuchillo de gran tamaño, con mango de hueso, que solía utilizar para este fin. El animal, loco de apetito y ganas de jugar, saltó hacia él a ciegas, clavándose el cuchillo torpemente manejado en la paletilla, y cayó al suelo, retorciéndose y sangrando.

Asustado, Tobías dejó todo de lado y se inclinó sobre el herido; pero de repente se transformó la expresión de su rostro, y es cierto que hubo en él un reflejo de alivio y alegría. Cuidadosamente llevó al perro a su sofá, y nadie podría imaginar con qué entrega comenzó a cuidar al enfermo. Durante el día no se separaba de él; por la noche lo dejaba dormir en su propia cama, lo lavaba y vendaba, y lo acariciaba, consolaba y compadecía con incansable afán y cuidado.

-¿Duele mucho? -decía-. Sí, sí; sufres amargamente, pobre animal. Pero calla, hemos de soportarlo.

Su rostro se veía sereno, melancólico y feliz al pronunciar tales palabras.

Mas en el mismo grado que Esaú fue recuperando fuerzas, volviéndose más alegre y curándose, el comportamiento de Tobías fue haciéndose inquieto y descontento. Ahora no consideraba necesario ocuparse de la herida, sino que se limitaba a expresar su compasión mediante palabras y caricias. Sólo que la curación fue progresando; Esaú tenía una buena naturaleza, y ya comenzaba a moverse por la habitación; cierto día, después de haber vaciado un plato de leche y gachas, saltó del sofá sintiéndose completamente sano y se puso a correr con alegres ladridos y el antiguo entusiasmo por las dos habitaciones, comenzando a tirar de las mantas, a cazar zapatillas y a dar alegres vueltas de campana.

Tobías estaba de pie ante la ventana, junto a la maceta, y mientras una de sus manos, que salía de las deshilachadas mangas larga y delgada, torcía un mechón del cabello peinado sobre las sienes, su figura se destacaba negra y extraña del muro gris de la casa vecina. Su rostro estaba pálido y desfigurado por la amargura, y seguía con la mirada rabiosa, confusa y llena de envidia y maldad las piruetas de Esaú. De súbito se dio un impulso, caminó hacia él y lo detuvo, tornándolo lentamente en sus brazos.

-Mi pobre animal -comenzó con voz lastimera; pero Esaú, lleno de ánimos y poco inclinado a seguir permitiendo aquel trato, cogió la mano que quería acariciarlo, se escapó de los brazos, saltó al suelo haciendo una alegre finta y con un ladrido salió corriendo. Lo que ocurrió entonces es algo tan incomprensible e infame, que me niego a relatarlo con detalle. Tobías Mindernickel se quedó de pie, adelantando un poco los brazos colgantes a lo largo del cuerpo. Sus labios estaban apretados y los ojos se movían de un modo terrible en sus órbitas. Y luego, repentinamente, en una especie de ataque de locura, cogió al animal; en su mano brilló un gran objeto metálico, y con un corte que llegaba desde el hombro derecho hasta muy hondo en el pecho el perro cayó al suelo sin proferir sonido alguno. Quedó caído de lado, tembloroso y sangrando... En el mismo instante fue depositado sobre el sofá, y Tobías estuvo arrodillado ante él, oprimiendo una tela contra la herida y balbuciendo:

-¡Mi pobre animal! ¡Mi pobre animal! ¡Qué triste es todo esto! ¡Qué tristes somos los dos! ¿Sufres? Sí, sí, sé que sufres... ¡qué lamentable estado el tuyo! Pero yo, yo estoy contigo. ¡Yo te consolaré! Mi mejor pañuelo...

Pero Esaú permanecía echado, con un estertor. Sus ojos, turbios e interrogantes, se volvían hacia su amo sin comprender, llenos de inocencia y de queja... y luego estiró un poco sus patas y murió.

Tobías permaneció inmóvil. Tenía la cabeza apoyada en el cuerpo de Esaú y lloraba amargamente.

FIN

6 de octubre de 2010

El Devon de Agatha Christie

La escritora fue una gran viajera que, como sus personajes, podía aparecer de pronto en Assuan o Estambul, aunque siempre terminaba volviendo a Devon, en el suroeste de Inglaterra, donde se encontraban sus raíces y su principal fuente de inspiración.

Nació en Torquay y aunque Ashfield, la casa donde nació, ha desaparecido, es difícil dar un paso por la capital de la 'English Riviera' sin encontrarse con alguna referencia a su vida o a alguna de sus novelas. Para celebrar el centenario de su nacimiento en 1990, se creó una ruta con diez estaciones a lo largo de una milla. Culmina en el Hotel Imperial, inaugurado en 1866, un lugar anclado en el tiempo que se puede transformar en la perfecta base de operaciones para explorar el país de la reina de la novela policíaca.

Si el exterior del edificio ha sido muy alterado desde que Eduardo VII solía venir con su amante Lily Langtry, en su interior nada parece haber cambiado y se mantiene vivo el espíritu de esa Inglaterra de principios del siglo XX que tan bien conocía la autora de La ratonera. Que nadie se extrañe si más de un cliente puede recordar a Miss Marple o incluso a Agatha Christie. Desde muchas de sus habitaciones se domina la inmensa bahía de Torbay, el corazón de este territorio literario donde durante medio siglo ambientó gran parte de sus obras.

La mismísima Miss Marple desentrañó el misterio de Un Crimen Dormido en la terraza del hotel y Hercule Poirot se dio cuenta del Peligro Inminente en el que se encontraba la dueña de End House, -una casa cercana que se asoma al acantilado-, mientras desayunaba en su grandioso restaurante. A dos pasos de allí aparece la sede del Royal Torbay Yacht Club, donde Agatha solía venir con su padre antes de salir al mar. Y justo en frente, está Beacon Cove, una playa sólo para mujeres en aquella época donde nuestra autora estuvo a punto de ahogarse, según cuenta en su autobiografía.

Tras los pasos vitales de Christie
Un poco más arriba se esconde el Museo de Torquay, que desde 1990 cuenta con una galería dedicada a Agatha Christie. Entre cientos de fotos y recuerdos se conserva su abrigo de visón más emblemático y gran parte del vestuario utilizado en las últimas películas y series televisivas inspiradas en su obra. Ya frente al puerto, se acumulan los puntos de interés. Cerca de una de las pocas esculturas que se le han dedicado, se puede comprar algún recuerdo en su tienda monográfica, conocer los Princess Gardens -donde Alexander Cust, uno de los protagonistas del Misterio de la Guía de Ferrocarriles, se entera de la muerte de Sir Carmichael Clark- y curiosear en The Pavillion -hoy convertido en un centro comercial-, donde Archie Christie, su primer marido, le propuso matrimonio.

Para conocer el Grand Hotel, escenario privilegiado de su noche de bodas, hay que seguir caminando unos minutos por el paseo marítimo. No se sabe con seguridad si la habitación que lleva su nombre es la misma que utilizó aquel 24 de diciembre de 1914, pero sin duda tiene muy buenas vistas. Antes de dejar Torquay no hay que perderse Torre Abbey, un antiguo monasterio medieval que sirvió de cárcel a medio millar de supervivientes de la Armada Invencible y donde una imaginativa jardinera ha creado un lugar insólito. En cada uno de los parterres se dan las claves para preparar los venenos que aparecen en las novelas más carismáticas.

Se podrían pasar días buscando referencias literarias en Torquay. Se esconden en los lugares más inesperados. En el campo de golf local se guardan las claves de La trayectoria del Bumerang, por la Cueva de Kent pasaron los protagonistas de El hombre del traje marrón y la abrupta y vertiginosa Corbyn Head aparece en su última novela La puerta del destino . Eso só, si tiene un tiempo limitado, lo mejor es seguir camino por el sur de Devon.

El sur de Devon
Lo más aconsejable es acercarse a Paignton pasando por Oldway Mansión el palacio de Isaac Singer -donde la joven Agatha solía acudir a las recepciones que organizaba el amante de Isadora Duncan- para luego subirse al inquietante Dartmouth Steam Railway, un tren de vapor que aparece en varias de sus novelas incluida Misterio de la guía de ferrocarriles. El viaje hasta Kingswear apenas dura media hora, justo el tiempo para ponerse en situación e imaginarse convertido en un personaje de una novela policíaca. Al final del camino espera el ferry Devon Belle, que cruza a la preciosa Darmouth, donde el tiempo parece que se hubiera detenido.

Dan ganas de quedarse, pero otro barco espera al viajero para llevarle río Dart arriba hasta Galmpton. El paisaje se hace incluso más bucólico y pastoral si cabe, preparando el espectáculo extraordinario de Greenway, la propiedad favorita de Agatha Christie, que desde hace unos años se ha abierto al público como parte del Nacional Trust y donde incluso es posible alojarse en un apartamento.

Se encuentra en lo alto de una colina en medio de un frondoso bosque, en un lugar mágico donde sin duda pasó sus momentos más felices con su segundo marido el arqueólogo Max Mallowan. Naturalmente aparece en multitud de sus novelas, comenzando por Los cinco cerditos y terminando por Culpable de inocencia. Aunque la casa fue ocupada durante la Segunda Guerra Mundial por las tropas americanas, cada habitación, cada armario sigue siendo una fuente inagotable de recuerdos y objetos, algunos tan curiosos como el arcón de Bagdad que aparece en un cuento con ese nombre. Y como regalo de consolación para los que no puedan quedarse a dormir en la casa, se les ofrece la posibilidad de almorzar en la cocina.

Camino de Plymouth se multiplican los lugares relacionados con Agatha Christie, aunque si sólo hubiese tiempo para uno, ese no podría ser otro que la misteriosa Burgh Island, donde se acaba de restaurar uno de los hoteles más famosos de esta costa, incluida la Beach House o casita de la playa donde escribió dos de sus obras maestras, -Los diez negritos y Maldad bajo el sol- inspirándose para ello en este lugar con unas características únicas en la costa sur de Devon.

Javier Mazorra para OchoLeguas

2 de octubre de 2010

La gente estaba pidiendo disfrutar / Matilde Asensi

La escritora española Matilde Asensi, fenómeno de ventas en Europa, habla de su nueva novela, Venganza en Sevilla -protagonizada por una mujer pirata-, segunda entrega de una trilogía inspirada en su pasión por los episodios poco conocidos de la historia colonial iberoamericana.

Luego de seguir la pista de la Orden del Temple en la Europa medieval, imaginar una civilización perdida en la selva amazónica y descifrar secretos milenarios en el corazón de China, entre otras aventuras, la escritora española Matilde Asensi, fenómeno de ventas en Europa, decidió crear un pirata digno de osadas tropelías en las colonias caribeñas de principios del siglo XVII. Aunque el subtítulo de Tierra Firme, el primer volumen de su nueva trilogía, es La vida extraordinaria de Martín Ojo de Plata, el pirata resulta ser en realidad Catalina Solís, una joven huérfana que para huir de un matrimonio no deseado debe cambiar de sexo y adoptar la identidad de Martín, su hermano muerto en altamar. Mientras que aquella novela relata sus aventuras como marinero al servicio de su padre adoptivo, Esteban Nevares, un comerciante criollo de Santa Marta, Colombia, su nuevo libro, Venganza en Sevilla (Planeta), la lleva a tierra española, donde deberá vengar la muerte de Nevares a manos de la familia Curvo, mercaderes y traficantes de metales preciosos obtenidos en las colonias. En diálogo telefónico con adncultura, la escritora cuenta cómo este personaje nació de su pasión por los episodios poco conocidos de la historia.

-Estaba leyendo sobre el descubrimiento de América y encontré algunas cosas que me llamaron mucho la atención. En España, la historia de las primeras colonias americanas es bastante desconocida. Se nos ha enseñado el descubrimiento, los viajes de Colón y las guerras de independencia de los países americanos, ya en los siglos XVIII y XIX. No sabemos mucho más. Me llamó la atención cómo eran aquellas pequeñas colonias de cuarenta o cincuenta vecinos que ahora son enormes ciudades latinoamericanas, muy pobladas. La segunda sorpresa que me motivó a escribir la trilogía fue saber que los habitantes de esas colonias eran emigrantes españoles que buscaban una vida mejor, porque en España había una miseria impresionante. Cruzaban el Atlántico jugándose la vida, como hoy cruzan en patera el estrecho de África a España. Estos datos, desconocidos en España porque no forman parte de la educación formal, despertaron mi curiosidad. Empecé a investigar sobre piratería y sobre esos primeros cien años de la colonización española.

-¿Cómo nació el personaje de Catalina Solís, que se transforma en Martín Nevares?
-La literatura del Siglo de Oro español recogió como personaje la figura de la mujer travestida de hombre, que en el teatro aparecía en situaciones de comedia. Pero descubrí que también era una realidad social. En la España del siglo XVII, la religión era una auténtica dictadura para la mujer, que no podía ni salir a la puerta. La única manera que tenían las mujeres de hacer una vida diferente era disfrazarse y escapar. No es que lo hicieran todas, pero sí había algunas que lo hacían para huir del encierro en su casa, con salidas sólo para ir a misa los domingos. No salían ni para hacer compras; los esportilleros, llamados así por el cesto o "esportillo" de mimbre para cargar mercadería, les llevaban la compra. Era muy difícil poner como protagonista de una novela a una mujer del siglo XVII porque no tenía la suficiente autonomía. Sin embargo, utilizando este personaje común del Siglo de Oro, la mujer travestida, podía hacer lo que quisiera. Mi personaje, Catalina Solís, cuando se viste de Martín, su hermano que muere en la primera novela, puede viajar, gobernar una nao y concretar su venganza.

-¿Hubo algún modelo real para el personaje?
-Sí. Siendo un personaje común en aquella época, no sólo en la ficción sino en la realidad según me documenté, era raro que no se hablara de ellas. Investigué quiénes eran y encontré a Catalina de Erauso, la "Monja Alférez", pero era un personaje de un tiempo posterior y no me decía mucho. Seguí leyendo y encontré a una mujer que fue el referente para crear a mi Catalina, Isabel Barreto de Mendaña, adelantada de las Indias. Fue la esposa de Álvaro de Mendaña, el descubridor de las islas Salomón. Su marido murió durante la travesía; entonces ella comandó toda la flota. Como los capitanes se oponían a que una mujer les diera órdenes, ella se vistió con las ropas de su marido y tomó el mando hasta las islas Filipinas, cruzó el Pacífico y volvió de regreso a América. El rey, agradecido, tuvo que nombrarla adelantada de las Indias y almiranta de la flota. Hay mujeres, como ella, de las que nadie se acuerda, aunque se recuerde a sus maridos. Aun siendo personajes excepcionales, caen en el olvido.

-Sus relatos toman muy distintos momentos históricos. ¿Por qué eligió para la historia de venganza de Catalina Solís la Sevilla de principios del siglo XVII?
-En la primera novela de la serie, Tierra Firme, traté el tema que me interesaba entonces, las pequeñas colonias del Caribe fundadas por los españoles poco tiempo después del descubrimiento. Sobre todo el comercio, el modo de vida de la gente de allí y cómo subsistía a pesar del desastre administrativo de los reyes Carlos y los Felipe, los Austrias menores. Felipe III tuvo tres o cuatro bancarrotas pese a todos los tesoros que llegaban de América. La gente que había partido al Nuevo Mundo en busca de una vida mejor no tenía ni lo necesario para subsistir. Por ejemplo, para subir los precios de las telas se enviaba poca cantidad desde España, así que los americanos terminaban haciéndose ropas con las cortinas. Me parecía interesante contar ese tipo de cosas y hablar de la primera mezcla criolla de españoles con los indígenas de la zona, que se consideraba española y adoptaba el modo de vida europeo. En el tercer libro tengo pensado contar cómo Catalina Solís se transforma en pirata, así que para que no hiciera aguas el proyecto, en este segundo tenía que contar lo que pasaba en la metrópoli. Los españoles sentimos cierta culpabilidad por haberos robado tantas riquezas a vosotros los latinoamericanos. Nos sentimos responsables de esa expropiación. Pero luego, leyendo, me di cuenta de que el pueblo español no había tocado nada del oro de América; en España la gente se moría de hambre. Es la época de la picaresca. El pícaro es un personaje buscavidas que se roba el mendrugo de pan para comer, tirado al mundo por padres que tienen once hijos y demasiada pobreza para alimentarlos. Cuando estudié en el colegio o en la universidad, nadie nunca me enseñó que esa situación de miseria que vivía España y que obligó a la emigración al Nuevo Mundo ocurría al mismo tiempo que llegaban tantas riquezas de América. Quería contar a los españoles y a los latinoamericanos que fueron la Corona y la Iglesia los que se llevaron todo. En España la gente se queda muy sorprendida de esa realidad. El rey recibía esas riquezas pero no las invertía en mejorar la calidad de vida del pueblo, favorecer la industria o asegurar un comercio saludable, sino en financiar guerras, y estaba endeudado con todos los países europeos. También la Iglesia gastaba fortunas en grandes catedrales, pero todo se hacía con préstamos bancarios y los intereses se comían el dinero de América. Era una crisis como la que sufrimos ahora en todo el mundo. Esto es importante saberlo para mejorar también nuestro mutuo aprecio. Parece una tontería, pero todavía queda ese resquemor y esa culpabilidad.

-En sus novelas hay una mirada crítica de la historia, no sólo sobre las diferencias sociales y la economía española, sino también sobre la situación de la mujer, la opresión de la Iglesia y la corrupción dentro del poder.
-Siempre hago esas críticas. Escribo género de aventuras, pero si no leéis rápido buscando el final, os daréis cuenta de que hay muchas cosas bajo el argumento. Es una cuestión personal mía: cursé estudios universitarios de periodismo, he cumplido todos los ciclos educativos y aun así me han contado muy mal la historia. Me da mucha rabia, no puedo soportar argumentos simplistas basados en mentiras históricas. No es casual que la novela histórica arrase en España y en toda Europa. La gente está hambrienta de conocer la verdad. Si al utilizar la historia en nuestros argumentos los escritores trabajamos con buena documentación y con fidelidad, la gente aprende y lo agradece muchísimo. Ha llegado el momento en que todos podemos tener nuestro propio criterio, porque contamos con buena información. Y la buena información llega a través de la literatura más que de la enseñanza, que está totalmente manipulada. Mi interés es escribir relatos de aventura atractivos, no hacer crítica histórica, pero cuando hay una injusticia o una mentira lo pongo ex profeso.

-¿Cree que la novela histórica debe cumplir una función pedagógica?
-No me lo planteé así al escribir. Ha sido a través de los propios lectores. En las firmas de libros o conferencias, me sorprendí cuando los lectores decían aprender mucho con mis libros. No es mi objetivo, es una satisfacción añadida. Disfruto mucho con lo que aprendo al preparar mis libros y deseo que el lector le pueda sacar el mismo provecho.

-¿Cómo realiza sus investigaciones históricas?
-Leo muchísimo. Cuando encuentro un tema que pica mi curiosidad, me dedico a investigar literatura especializada. Así se va centrando cada vez más el asunto y aparecen ideas y personajes. Varias librerías me proveen de bibliografía histórica. Es una búsqueda un poco compulsiva. En algunos casos, cuando no hay suficiente bibliografía o es de acceso sólo para académicos, consulto directamente a especialistas en el tema. Para este libro consulté a Enriqueta Vila Vilar, que es la especialista número uno en la historia de los banqueros de la Sevilla de los siglos XVI y XVII. Tiene numerosos trabajos sobre el comercio de Indias y la esclavitud en América luego del descubrimiento. Me dio cantidad de información. La lectura y la documentación son lo que más disfruto.

-¿Cómo advierte que un tema puede ser fructífero literariamente?
-Me ha quedado un poco el instinto periodístico. Estudié periodismo y trabajé muchos años en los medios de comunicación. En el periodismo tienes que encontrar el corazón de la noticia y expresarlo en un titular. El ejercicio de tantos años me ha dejado una intuición de que algo puede ser interesante para investigar. Después de tantos años, creo que por suerte he acertado en detectar temas que me apasionan y que pueden apasionar a los lectores.

-En Venganza en Sevilla hay también una reconstrucción de la lengua de la época. ¿Cómo la elabora?
-Todos los días, antes de ponerme a escribir, leo fragmentos del Quijote, que es de 1605, o del Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán, que murió en América. Alemán salió de España apenas terminó de escribirlo, a fines del siglo XVI. Coincidió con Cervantes en la cárcel de Sevilla y luego partió con los galeones de la flota a América, donde desapareció. Todas las mañanas repaso la obra de Cervantes y la de Mateo Alemán. Cuando siento que se me ha pegado la lengua, las expresiones del Siglo de Oro, me siento a trabajar. Como siempre comienzo corrigiendo lo escrito el día anterior, cada día se forma una cadena que se alimenta con la lectura y la corrección. Apunto rápidamente las expresiones graciosas que encuentro para tenerlas a mano en caso de poder usarlas en mis relatos. Es un castellano muy rico, que en España se ha perdido, mientras que en Latinoamérica sobreviven muchas de esas expresiones. Lo he descubierto leyendo y escribiendo con el lenguaje del Siglo de Oro. No es una imitación fiel, sino light, una adaptación; de lo contrario, sería muy difícil de leer.

-¿Por qué decidió hacer una trilogía con este material?
-Porque no lo había hecho nunca. En toda mi obra, que son ocho o diez libros, voy saltando como un canguro, por épocas históricas, continentes, culturas. Son cambios muy grandes y bruscos, porque he ido topando con temas que me interesaban. Pero aquí me detuve a intentar contar más de una historia con los mismos personajes y la misma documentación. Me preguntaba si sería capaz de cumplir ese reto. Lo hablé con la editorial y me propusieron una trilogía. Lo acepté pero no quise hacer una historia en tres partes sino tres relatos distintos, que era el desafío que quería cumplir.

-¿A qué atribuye el éxito de ventas que ha tenido en España?
-Creo que se trató de estar en el momento adecuado en el sitio adecuado. Cuando empecé a publicar, hace diez, once años, la población lectora española era de un dos por ciento. Al día de hoy, según los datos del Ministerio de Cultura, en España somos un cincuenta y cuatro por ciento de lectores. No estoy diciendo que haya sido cosa mía, pero hacía falta un tipo de literatura que enganchara a los lectores. Que los atrapara, que les apeteciera tomar un libro y tirarse inmóviles a disfrutar de una historia por horas. La gente quería leer, pero no había una literatura que le aportase o le hiciera disfrutar. En España hay mucha literatura social y de reflexión, pero no había géneros. Nunca habían funcionado aquí, como tampoco funciona la poesía. De repente, apareció Arturo Pérez-Reverte, luego yo y más tarde algunos más, que llenamos ese espacio. Llegamos en el momento justo, porque la gente estaba pidiendo disfrutar y no sólo sufrir con la literatura. Había una necesidad y nosotros aparecimos allí.

Por Martín Lojo
De la Redacción de LA NACION