28 de septiembre de 2010

"Las convenciones alimentan la imaginación"






Acaba de publicar una nueva novela, Los anticuarios , una intriga policial con vampiros que vuelve a dar prueba de la inclinación por las historias fantásticas que caracteriza al autor de El enigma de París ; en esta charla, él defiende la literatura de género y dice que los límites y guías que ella impone, lejos de ser una carga para el escritor, lo ayudan a crear con más vuelo y libertad

Los anticuarios de Pablo De Santis viven de los libros raros, como todos los anticuarios, pero además tienen sed de sangre. Son vampiros que disimulan tanto como pueden esa debilidad, pero siempre puede suceder algo que los deje al desnudo, y cuando ese algo sucede siempre hay complicaciones, y ese algo sucede, no una vez, sino varias veces, a lo largo de la nueva novela del premiado autor de El enigma de París.

De Santis sale poco. Escribe la mayor parte del día en su casa y, de hecho, casi no se ha movido de Caballito desde el 27 de febrero de 1963, el día en que nació. Sus padres viven a pocas cuadras. Sus cuatro hijos -los dos grandes, Paulo y Francisco, del primer matrimonio, y los dos chicos, Octavio y Constanza, del segundo- nacieron en el barrio. En su encantadora cocina-comedor vemos dos cabezas de ajo colorado, colocadas allí como para desautorizar las versiones de que Los anticuarios, la novela nueva de la que hablábamos y que acaba de presentar Planeta, es en verdad una obra autobiográfica.

Aunque se esfuerza por proporcionar al entrevistador material suficiente, sus respuestas son breves. Habla poco, pausadamente, con silencios que son, tal vez, fruto de su carácter cálido y un poco tímido, pero lo que dice tiene sustancia. Amante de los géneros, esboza una defensa de los límites y convenciones a los que debe someterse el escritor, que va en sentido contrario de lo que irónicamente podría denominarse "literatura de avanzada", y no vacila al confesar que, aparte de los trabajos forzados de la carrera de Letras, nunca leyó "libros aburridos".

Los suyos, hay que decir la verdad, son todo lo contrario. Sin ir más lejos, Los anticuarios se lee en una sola tarde de felicidad y combina aventura y literatura de autor, con clima reconocible y mundo propio.

La carrera de De Santis es, afortunadamente, atípica. El elemento principal, la imaginación, fue alimentado por De Santis con sus años de guionista de historietas y autor de libros infantiles y juveniles. Esos años todavía siguen: el autor continúa produciendo en varios carriles a la vez y en cada una de sus distintas especialidades se abraza a lo que más lo motiva y lo ayuda: las guías y las pautas convencionales de cada género.

-¿Te atrajo desde chico la figura del vampiro?
-Sí, a mí siempre me atrajeron los vampiros. Hay una novela que me encanta, que es Soy leyenda, de Richard Matheson. Una vez lo entrevisté a Osvaldo Soriano y me dijo que era el primer libro que había leído. Él había comenzado a leer de grande. Siempre me gustó mucho el tema. Hace muchos años que vengo haciendo una enciclopedia de la literatura fantástica universal. Es un libro que no sé si alguna vez voy a terminar, pero me interesa. Es una enciclopedia de autores y también de personajes y temas: Drácula, Frankenstein, Salem´s Lot, que acá salió como La hora del vampiro, de Stephen King...

-¿Y antes del Drácula de Bram Stoker?
-Yo creo que el primer vampiro de la literatura es el que imagina John Polidori en esa reunión de la Villa Diodati, donde Mary Shelley escribe Frankenstein y donde estuvieron también Shelley y lord Byron. Polidori era una especie de secretario o amigo íntimo de Byron.

-¿Llegaste a la literatura a través de los cómics o de los libros?
-Leí libros antes que cómics. No era muy lector de historietas. Sólo leía Dr. Mortis y Dr. Tetrik , que eran historietas de terror, pero eso fue recién a los doce años.

-¿Y antes de eso ya leías libros?
-Sí, me acuerdo de que mi tía Beba, una tía joven que tengo, me enseñó a leer a los cinco años, antes de ir al colegio. A los siete ya leía novelas. Así que la literatura siempre me interesó. Y en mi casa había colecciones de novelas policiales, muchas novelas de Agatha Christie. Mis padres son médicos y leen mucho. Viven acá cerca, en Emilio Mitre y Rivadavia.

-¿Cuántos años tienen ahora?
-La edad de mi madre es un secreto dentro de la familia. Todos simulamos que no sabemos cuándo nació, así que no puedo decírtelo.

-¿Cómo se llama tu papá?
-Ulises.

-Bueno, ahí hay todo un origen literario.
-No sé, no creo, porque mi abuelo, como todo inmigrante italiano de esa época, tenía una escolaridad bastante básica e incompleta.

-¿Había, entonces, muchos libros a tu disposición?
-Sí, mis dos padres leían en la medida en que podían. Los dos eran médicos municipales y fueron jefes de sus servicios. Mi viejo era jefe de cirugía plástica en el Durán y mi mamá, de pediatría, en el Fernández, así que tenían muy poco tiempo. Pero cuando lo encontraban, leían mucho. Sobre todo, novelas policiales, libros divertidos.

-¿Y cuándo comenzaste a leer libros no divertidos?
-Sigo leyendo básicamente libros divertidos. Los únicos no divertidos los leí en la facultad, cuando tuve que hacerlo. Pero fuera de eso siempre trato de leer libros divertidos.

-¿Te parece aburrido leer una novela en la que no pasa nada?
-Bueno, a veces la tensión está sostenida por el lenguaje y no por la trama. A mí me gustan mucho los libros de Thomas Bernhard, en los que realmente no pasa nada, pero eso hay que saber hacerlo. Cuando uno no tiene el genio, mejor que busque otra cosa.

-¿La tensión está puesta en el medio?
-Claro que pasan cosas en Bernhard, pero la tensión está puesta en la forma. Yo creo que la división entre literatura popular y alta literatura es muy forzada y tiende a ignorar a algunos escritores de literatura popular como si no fueran valiosos y, a la vez, a imponer autores que muchas veces son bastante malos, pero que se leen porque tienen un rasgo vanguardista. Pasó antes también: escritores como Kipling fueron ignorados por la crítica por sus rasgos populares y hoy los leemos como clásicos de la literatura inglesa.

-¿Te sentís parecido a Bioy Casares?
-Quisiera parecerme a Bioy. Ojalá. A mí me gustan mucho sus libros. Tienen elementos de la literatura de género que no están en otros autores. También aparecen en Cortázar: aparece lo fantástico, lo policial, esa ciencia ficción a la argentina que no tiene naves espaciales pero sí sabios encerrados en el altillo, con alguna máquina, por ejemplo. En Bioy, en Silvina Ocampo, aparecen elementos de estos géneros populares que son una marca de la literatura argentina. Para mí la alta literatura no puede ser nunca algo inaccesible, lejos de la masa y de lo popular relacionado con lo vulgar.

-¿No te disminuye ser catalogado como un escritor de género?
-No, me gustan muchos géneros. Me entusiasman, para leer y para escribir. Pienso que escribir en género es siempre muy difícil. Es muy difícil hacer una novela policial, un relato fantástico, y que sean creíbles. Son fáciles de leer, pero difíciles de escribir.

-¿A qué distancia te sentís de César Aira, por ejemplo?
-A mí me parece que él también es un escritor que puede ser ganado para la literatura fantástica. Hay muchos libros de él en los que abunda ese tipo de elementos. Él trabaja con otra idea del verosímil. Para mí, es como que el cuento hay que hacérselo creer al lector. Son distintos pactos con el lector. Yo creo que hay que respetar las convenciones. Es mi manera de escribir. Pero también me gustan varios libros de Aira que yo he disfrutado muchísimo, como Varamo.

-Dentro de la convención, ¿te reservás espacios creativos diferentes de los de la literatura en serie?
-Siempre hay un trabajo experimental, en cierta forma. Escribir es un trabajo de pulir de modo constante, de tratar de darle cierta intensidad a la frase, de que suene natural, fluida.

-¿Buscás alguna forma de trascendencia, querés decir algo más con tus tramas o creés que alcanza con el simple cuento?
-Los escritores tratamos de hacer nuevos libros, pero llevamos una especie de libro interior que tiende a imponerse. Todo libro es una especie de lucha entre el afán de novedad que siente uno y ese libro insaciable que trata de proyectarse en todo lo que uno hace y que uno lleva adentro desde la infancia.

-¿Cuán lejos estás de ese libro ideal que siempre se intenta escribir?
-Más que de un libro ideal, yo hablaría de una especie de fatalidad, un libro que uno tiene adentro y que se impone. También tiene que ver con la verdad de cada escritor, con las cosas que a uno le interesan, que lo apasionan. Siento que escribir es un continuo. Yo me identifico con ese trabajo continuo más que con el hecho de publicar un libro. En verdad, escribo mucho más de lo que publico. Siempre estoy pensando argumentos, y para mí el argumento hace a la esencia de la escritura misma. Muchas veces se habla de él como si fuera algo completamente ajeno y como si la invención no perteneciera a eso que llamamos escribir. La invención está en el corazón mismo de lo que llamamos escribir.

-¿Esa invención te lleva a sacrificar consistencia psicológica o íntima de los personajes?
-Sí, me interesa mucho menos la literatura psicologista, como lector también. Los argumentos son como fábulas y metáforas que son, también a su modo, una forma de psicología, para mí, mucho más verdadera que la mostración de rasgos psicológicos realistas. Creo que es más auténtico expresarse a través de mitos e historias que a través de los rasgos psicológicos de un personaje.

-¿Hay mucho o poco de vos en los libros que escribís?
-Me siento reflejado en ellos, pero no a través de un personaje, sino por muchos otros elementos, y por el mundo narrativo. Creo que la novela es el mundo narrativo. Es como un espacio en el que los personajes viven y el lector también vive durante el tiempo que dura la lectura. Por eso ese espacio tiene que ser atractivo y significativo.

-Muchos de tus personajes y situaciones evocan al pasado, profesiones o entornos decadentes. Círculos, clubes, congresos de magos... ¿Por qué ocurre eso?
-Sí, es como una especie de distancia que uno toma de lo narrado con respecto a lo inmediato. Pero, por otra parte, yo creo que cuando uno habla de una época que se ha vivido uno trabaja con ella como si fuera una reconstrucción, como si ambientara la historia en el siglo XVIII.

-¿Cómo llegaste a la historieta? ¿Hay puntos de contacto entre tus novelas y tus historietas?
-Llegué en 1984, cuando salió la revista Fierro, revolucionaria por la gráfica, que hacía Juan Lima, muy innovadora. La dirigía Juan Sasturain. Hicieron un concurso. Gané como guionista y ganó Max Cachimba como dibujante. A partir de entonces comenzamos a trabajar juntos.

-Vos llegaste a dirigir esa revista.
-Sí, varios años después, en 1989, hasta que cerró, en 1992.

-¿Es distinto imaginar una historieta que imaginar, por ejemplo, lo que ocurre en Los anticuarios? ¿Son dos procesos diferentes?
-Sí, completamente. Lo primero en una historieta son los aspectos formales, que son fundamentales.

-O sea, cómo resolver en ocho cuadritos un determinado segmento...
-Sí, depende del formato. A veces puede ser todo un álbum continuado, o pueden ser cuatro u ocho páginas. Eso es fundamental a la hora de pensar un personaje y un tipo de historia. Los aspectos formales incitan a la imaginación. No son límites. Los acepto pensando que es bueno tener alguna exigencia particular.

-¿Eso ayuda a tu imaginación, encontrarte con pautas?
-Siempre. Con cualquier tipo de pautas. Me gustan las pautas: la fecha de entrega, la cantidad de líneas, el género, la cantidad de páginas...

-¿No es una carga?
-No, no. Me parece que para la neurosis del escritor es bueno tener una forma que lo contenga. En mi caso, los aspectos formales son la musa inspiradora.

-Pero eso no pasa con la novela, porque ahí tenés tantas páginas como quieras y tanto tiempo como quieras a tu disposición.
-Pero ahí tengo los géneros, afortunadamente, y los géneros siempre te contienen. Son también una manera de imponerse guías. Y yo siento que las novelas, además, me contienen psicológicamente. Cuando estoy escribiendo una novela, estoy concentrado en algo. Si no, me disperso. Necesito estar siempre escribiendo una novela, aunque después no la publique.

-¿Nunca sentís la tentación de salirte de las guías?
-Es que siempre hay guías. En general, la literatura con menos guías es la que se parece más a sí misma. Si uno piensa, por ejemplo, en una categoría como la del cine policial, las películas no se parecen tanto entre ellas. Ahora, las películas de vanguardia siempre tienen rasgos semejantes. Las películas artísticas se van a parecer todas siempre.

-Por ejemplo, muchos cineastas jóvenes argentinos hacen películas bastante parecidas...
-Por eso: cuando se renuncia a las convenciones y se cae en la ilusión de que las convenciones no existen, se va a una forma de relato único, ¿no?, y tremendamente repetitivo.

-Eso suena contradictorio. Lo primero que uno tiende a pensar es que la convención iguala...
-Claro, pero uno se mueve con la conciencia de la convención y puede manejarla. Siempre debe haber artificio, porque para eso es arte. Aun en una conversación común, cuando contamos algo, lo hacemos con artificio. Le cuento algo a mi mujer y busco el modo de interesarla. Si sé que algo la va a sorprender, se lo voy a decir al final. Hay una puesta en escena. Los artificios están dentro del lenguaje. No es sólo la gramática, sino otro tipo de convenciones.

-O sea: eliminar los artificios es sólo una ilusión.
-Sí, y además el gran arte tuvo siempre no sólo convenciones, sino convenciones muy marcadas. Si uno ve la tragedia griega, el teatro isabelino, observa que hay cierta cantidad de pautas. Lo mismo pasa en poesía, en el soneto.

-Muchos artistas jóvenes hablan del gran arte o del "cine de calidad" de modo casi peyorativo. ¿Es por causa de que quieren escapar de las convenciones, de los finales felices, de los finales tristes, simplemente de los finales?
-Sí, y también quieren escapar del mundo paterno. Identifican las convenciones artísticas con el mundo paterno de las imposiciones, en oposición a la vida verdadera. Pero después uno va viendo que no funcionan así las cosas. Ese mundo de las convenciones exige una gran habilidad para moverse en ellas.

-¿Hiciste televisión alguna vez?
-Muy poco: trabajé en un programa, Del otro lado , con Fabián Polosecki. Empezamos prácticamente juntos en periodismo. Trabajamos en la revista Radiolandia y después en el diario Sur. A veces él me llevaba y a veces yo lo llevaba a él. Éramos muy amigos.

-¿Aportabas ideas para Del otro lado?
-Yo escribía lo que él decía. Tenía una voz en off . Entrevistaba a alguien, pero antes había momentos en los que iba caminando por la calle, pensando, y ahí él hablaba en primera persona. Eso lo escribía yo. Él lo cambiaba después un poco: era una colaboración de los dos.

-Él entró después en una especie de secta, tuvo un final extraño y murió demasiado pronto. ¿Qué pensás que le pasó?
- Mirá: tuvo un caso de psicosis muy rápido. Se desencadenó en un año. Debe de haber muerto a los 32. Él enloqueció. Pero antes de eso era perfectamente normal. Fue mi testigo de casamiento y poco después se puso mal. Un año después se mató. Yo creo que tuvo mucho que ver que se fuera a vivir al Tigre, porque en la ciudad un caso así provoca conflictos y la sociedad interviene de alguna manera. Creo que estar en un lugar aislado lo perjudicó.

-¿Cómo es la experiencia de trabajar con un dibujante para la creación de una historieta?
-A mí me gusta mucho. Uno ve lo que imagina transformado por un dibujante. Y yo tuve la suerte de trabajar con dibujantes extraordinarios, como Max Cachimba y Sáenz Valiente.

-¿Sos sensible a los colores y a las líneas?
-Sí, absolutamente. Si no me gusta el dibujante, yo no puedo hacer nada, no se me ocurre nada.

Fin

24 de septiembre de 2010

Víctor Hugo, una vida de novela

"Lo bello siempre es grande"
Victor Hugo

Tan resabido lo tenemos que lo llegamos a olvidar y, de vez en cuando, nos sorprendemos, si lo volvemos a encontrar -“Ahí está Victor Hugo, hèlas!”- que diría Cocteau (Fatalmente.) Otra de sus frases: “Victor Hugo era un loco que se creía Victor Hugo”. Yo no puedo hablar sino como alguien culturalmente sensibilizado para degustarlo con sorpresa y con una inmensa gratitud. Lo mismo que me ocurre con sus dibujos. Hugo, como dibujante, es también avanzada del simbolismo, del modernismo, del surrealismo, y aún puede ser que de algo más. Su influencia radial en el Arte occidental -en general y con mayúscula- es uno de esos fenómenos que tendemos a obviar, como obviamos el propio aire que se respira. Un chico de hoy descubre necesariamente a Hugo sin acercarse a él, aunque sólo sea a empujones de la sociedad. Tanto más yo, que soy muy del siglo pasado y nacido en un ambiente provinciano y burgués, en el que muchos de mis tíos se habían leído con pasión Los miserables y El hombre que ríe... De chico, aquellos impresionantes novelones me asustaban. “Ya tendré tiempo de leerlos, ya los leeré...”

En toda la historia universal del arte dramático continúa siendo Victor Hugo una de las más sobresalientes cimas; y cualquier hombre de teatro, que se descubra o se considere “moderno” -o posmoderno, lo mismo da- lo reconoce y lo degusta con plena aceptación como ejemplo. Yo alcancé a estimar a Hugo haciendo un viaje literario al revés, y conociendo primero a poetas franceses, considerados raros por Darío, algunos de los cuales, como Moréas, era victor-huguista de raíz, y hasta Verlaine lo era. Hugo fue como una sombra inmensa sobre la poesía y la dramaturgia posteriores. Ya establecido en Francia, me enteré primero y afortunadamente de Corneille y Racine, porque Hugo me parecía demasiado tópico. Primero lo aprecié, visto representar por Jean Vilar y por María Casares, como un inocente espectador de la calle. Mi formación había sido muy desordenada, pero la terminó organizando mi apasionado amor al teatro.

El que mejor y más consecuentemente conocía era el teatro del siglo de oro español, pero hube de leer apresuradamente mucho francés clásico para percatarme de la grandeza que hubo de suponer la ingente dramaturgia de Victor Hugo, que es ápice del Romanticismo, no sólo del francés. Pero entendido éste como gran avanzadilla del simbolismo, del modernismo y aun del surrealismo. Tan alargada viene a ser esa gran sombra tutelar. Yo hablo ingenuamente de mi experiencia -así como de mi inexperiencia- de este casi abismal poeta dramático. Y, sobre todo, cómo me fui dando cuenta -en la Francia de los años 50 y 60 del siglo pasado- que hasta el cine que se hacía en Hollywood -y nada digo del cine épico francés- le debía cantidad de virtudes y rasgos a la dramaturgia de Hugo, el cual escribió los más estupendos guiones de cine que se pusieron en obra un siglo y pico más tarde, ya fueran interpretados por Gerard Philippe o por Burt Lancaster. Enterarse al revés -o en zig-zag- de la importancia de Hugo, leyendo primero a Racine y después a Rostand, tiene sus ventajas -“¡Caramba! De modo que Victor Hugo ya está en todo eso y es mucho más”.

Es sorpresa, agradecimiento. Cuando, alentado por las representaciones populares y los exámenes del conservatorio de París, alentado tanto por Renard como por Cocteau y hasta por Genet, me puse a leer con verdadera pasión a Hugo, fue como engancharse a una droga dura, de la que es difícil salir sin quedar marcado. En Francia, uno se entera de la existencia de Hugo como se entera de la de unos paquetes de tabaco negro que se llaman Gauloises. El discurso teatral y poético de Hugo enseña a un autor de teatro cosas fundamentales para abrazar fraternalmente al público, con las formas de un gran sacerdote, pero también con la ejemplar y divina espontaneidad de un pájaro que canta.

Hay una frase magnífica de Hugo, que lo define todo entero: “La razón es la inteligencia en ejercicio, la imaginación es la inteligencia en erección”. Hay algo siempre sorprendente en su extraño vigor dramático, tanto como el planteamiento técnico de sus dramas; una perfección que ya quisieran los mejores guionistas cinematográficos en consorcio y colaboración para pergeñar una superproducción de éxito seguro. Visto por un autor contemporáneo, con las suficientes pretensiones de captar o de encantar al público, éste debe reconocer esta “inmensidad” del universo victor-huguesco, ese “atrevido” mar, insondable, de olas perfectas y, a la vez, monstruosas, sorprendentes de violencia y lirismo. Esa inteligencia en erección. Yo terminé leyendo Ruy Blas con el mismo género de identificación que al Buscón. Me resultaba tan exótico como familiar. Hugo terminó siendo mi mejor abuelo literario. Su temprano conocimiento del castellano y del teatro clásico español le hizo estimar el pre-romanticismo que supone todo el barroco español del siglo XVII. Y, por ello mismo, Hugo “colonizó” literariamente a toda la América latina. Sus hijos y nietos intelectuales se repartieron por el mundo, sin el menor temor a que les acusaran de plagio, sino que el plagio se reclamaba como fiel observancia de un canon muy difícil de superar -“Hijo mío, si quieres ser algo grande en la vida, sé Victor Hugo; no puedes aspirar a más”.

Desde Hernani hasta El rey se divierte, pasando por Lucrecia Borgia, María Tudor, Los Burgraves, nos sumergimos en un género de dramaturgia tan vasta y enteriza -y total- como la de Shakespeare o Calderón. Si no nos basta con ese compendio de obras mayúsculas, internémonos en las que se definen como “Teatro en libertad” -El bosque mojado; Mil francos de recompensa; La intervención; Torquemada; ¿Ellos comerán?. Encontraremos de todo, como en los grabados de Durero, en donde se hace el inventario preciso del menor cacharro que ha existido en el mundo, sin descartar la fauna y la flora. No hubo situación teatral que no tocase. Pero ¿y el tiempo? ¿Qué era el tiempo para Hugo? ¿Con cuánto tiempo hubo de contar para mantener esa factoría mental a pleno rendimiento? Hugo anotó como un atestado jurídico -tenía en su cabeza de boliche genial el más preciso magnetófono- todas sus sesiones de espiritismo, sus conversaciones con Shakespeare, con Homero... cuando más convencido estaba de ser Victor Hugo: Las mesas movientes de Jersey. Aún no ha aparecido el director de escena que se atreva a montar esa función del otro mundo.

Hace casi 50 años que yo también vivo en confidencial coloquio con Hugo, y es muy de sospechar que el “romanticismo-surrealismo” de mi teatro se lo deba en gran parte a él. Hugo no ha pasado, está en la misma entraña del arte y la poesía dramáticos de ayer y de hoy.

por Francisco Nieva para El cultural

Victor Hugo; su vida

1802. Victor Hugo nace el 26 de febrero en Besançon, tercer hijo del general napoleónico Léopold Hugo y de Sophie Trébuchet.
1811. La familia se reencuentra con su padre en Madrid; Victor estudia como interno en el Seminario de los Nobles, con su hermano Eugène.
1812. Regresan a Francia y sus padres se separan.
1815. Eugène y Víctor se trasladan junto a su madre a vivir al barrio Val de Grâce parisién.
1817. La Academia Francesa premia uno de sus poemas.
1820. Publica la novela Bug-Jargal.
1822. Ven la luz sus primeras Odas y poesías diversas. Se casa con Adèle Foucher.
1823. Aparece Hans de Islandia.
1824. Publica unas Nuevas Odas. El 28 de agosto nace Léopoldine.
1825. Es nombrado Caballero de la Legión de Honor.
1826. Nace su segundo hijo, Charles. El prefacio de su drama Cromwell es considerado el manifiesto del Romanticismo.
1828. Muere su padre. El 24 de octubre nace François-Victor.
1830. Publica Hernani, máxima expresión romántica. Nace su hija Adèle.
1831. Consigue su consagración gracias a Notre-Dame de Paris. Su mujer comienza una relación con el célebre crítico Sainte-Beuve.
1832. Publica la obra teatral Le Roi s’amuse.
1833. Se estrenan los dramas Lucrèce Borgia y Marie Tudor. Hugo y la actriz protagonista de estas obras, Juliette Drouet, inician una relación amorosa.
1834. Edita Littérature et Philosophie mêlées y la novela Claude Gueux.
1835. Publica Chants du crépuscule. 1837. Es nombrado Oficial de la Legión de Honor.
1840. Publica Le Retour de l’Empereur.
1841. Tras cuatro intentos, ingresa en la Academia Francesa. Publica su libro de viajes Le Rhin.
1843. Su hija Léopoldine se casa en febrero. En septiembre el matrimonio muere ahogado en el Sena. Hugo permanecerá tres años sin escribir.
1845. Luis Felipe de Orleans le nombra Par de Francia. Empieza a esbozar Les Misérables.
1848. Es elegido diputado por París.
1849. El 13 de mayo es elegido diputado conservador en la Asamblea Legislativa. En agosto preside el Congreso Internacional de la Paz.
1851. Se declara enemigo acérrimo de Luis Bonaparte, al que acusa de tirano y sus hijos son encarcelados. Tras organizar la resistencia al golpe de Estado, abandona París y huye a Bruselas.
1852. Bonaparte firma el decreto de expulsión de Hugo, quien le contesta con Napoléon le petit. Deja Bélgica y se instala en Jersey.
1856. Publica Les Contemplations.
1859. Rechaza la amnistía de Napoleón III.
1861. Concluye Les Misérables.
1870. Tras la proclamación de la República, regresa a París tras quince años de exilio.
1871. Es elegido diputado, como cabeza de lista de los republicanos por París. Muere su hijo Charles.
1873. Muere su hijo François. 1876. Es elegido senador por París.
1878. Sufre una congestión cerebral.
1881. Recibe un gran homenaje por su 80 cumpleaños: seiscientas mil personas abarrotan las calles de París.
1883. Muere Juliette Drouet. En junio se publica el último volumen de Légende des Siècles.
1885. El 13 de mayo sufre una congestión pulmonar y fallece el 22 de mayo. El gobierno decreta luto nacional y es enterrado en el Panteón de Hombres Ilustres.

20 de septiembre de 2010

Una apuesta / Anton Chejov

Una apuesta
Anton Chejov

Primer parte
Era una oscura noche de otoño. El viejo banquero caminaba en su despacho, de un rincón a otro, recordando una recepción que había dado quince años antes, en otoño. Asistieron a esta velada muchas personas inteligentes y se oyeron conversaciones interesantes. Entre otros temas se habló de la pena de muerte. La mayoría de los visitantes, entre los cuales hubo no pocos hombres de ciencia y periodistas, tenían al respecto una opinión negativa. Encontraban ese modo de castigo como anticuado, inservible para los estados cristianos e inmoral. Algunos opinaban que la pena de muerte debería reemplazarse en todas partes por la reclusión perpetua.

-No estoy de acuerdo -dijo el dueño de la casa-. No he probado la ejecución ni la reclusión perpetua, pero si se puede juzgar a priori, la pena de muerte, a mi juicio, es más moral y humana que la reclusión. La ejecución mata de golpe, mientras que la reclusión vitalicia lo hace lentamente. ¿Cuál de los verdugos es más humano? ¿El que lo mata a usted en pocos minutos o el que le quita la vida durante muchos años?
-Uno y otro son igualmente inmorales -observó alguien- porque persiguen el mismo propósito: quitar la vida. El Estado no es Dios. No tiene derecho a quitar algo que no podría devolver si quisiera hacerlo.

Entre los invitados se encontraba un joven jurista, de unos veinticinco años. Al preguntársele su opinión, contestó:

-Tanto la pena de muerte como la reclusión perpetua son igualmente inmorales, pero si me ofrecieran elegir entre la ejecución y la prisión, yo, naturalmente, optaría por la segunda. Vivir de alguna manera es mejor que de ninguna.

Se suscitó una animada discusión. El banquero, por aquel entonces más joven y más nervioso, de repente dio un puñetazo en la mesa y le gritó al joven jurista:

-¡No es cierto! Apuesto dos millones a que usted no aguantaría en la prisión ni cinco años.
-Si usted habla en serio -respondió el jurista- apuesto a que aguantaría no cinco sino quince años.
-¿Quince? ¡Está bien! -exclamó el banquero-. Señores, pongo dos millones.
-De acuerdo. Usted pone los millones y yo pongo mi libertad -dijo el jurista.

¡Y esta feroz y absurda apuesta fue concertada! El banquero, que entonces ni conocía la cuenta exacta de sus millones, mimado por la suerte y despreocupado, estaba entusiasmado por la apuesta. Durante la cena bromeaba a costa del jurista y le decía:

-Piénselo bien, joven, mientras no sea tarde. Para mí dos millones no son nada, pero usted se arriesga a perder los tres o cuatro mejores años de su vida. Y digo tres o cuatro porque más de eso usted no va a soportar. No olvide tampoco, desdichado, que una reclusión voluntaria resulta más penosa que la obligatoria. La idea de que en cualquier momento usted tiene derecho a salir en libertad le envenenará la existencia en su prisión. ¡Tengo lástima de usted!

Y ahora el banquero, caminando de un rincón a otro, recordaba todo aquello y se preguntaba a sí mismo:

-¿Para qué esta apuesta? ¿Qué provecho hay en haber perdido el jurista quince años de su vida y en tirar yo dos millones de rublos? ¿Puede ello demostrar a la gente que la pena de muerte es peor o mejor que la reclusión perpetua? No y no. Es un dislate, un absurdo. Por mi parte ha sido el capricho de un hombre satisfecho y por parte del jurista, una simple avidez por el dinero...

Y él se puso a recordar lo que había ocurrido después de la velada descripta. Se decidió que el jurista cumpliera su reclusión bajo severa vigilancia, en una de las casitas construidas en el jardín del banquero. Se convino que durante quince años sería privado del derecho de traspasar el umbral de la casa, ver a la gente, escuchar voces humanas, recibir cartas y diarios. Se le permitía tener un instrumento musical, leer libros, escribir cartas, tomar vino y fumar. Con el mundo exterior, según el convenio, no podría relacionarse de otra manera que en silencio, a través de una ventanilla arreglada para este propósito. Mediante una esquela podría solicitar todo lo necesario, los libros, la música, el vino, etc., todo lo cual recibiría, en cualquier cantidad, únicamente por la ventanilla. El convenio preveía todos los detalles que conferían al recluido la condición de estrictamente incomunicado y le obligaba a permanecer en la casa quince años justos, a partir de las doce horas del catorce de noviembre de 1870 hasta las doce horas del catorce de noviembre de 1885. La menor tentativa de infringir estas condiciones por parte del jurista, aunque fuera dos minutos antes del plazo, liberaba al banquero de la obligación de pagarle los dos millones.

En su primer año de reclusión el jurista, por cuanto se podía juzgar a través de sus breves notas, sufrió mucho a causa de la soledad y el tedio. En su casita se oían constantemente los sonidos del piano. El vino y el tabaco fueron rechazados por él. El vino, escribía, provoca los deseos, y los deseos son los primeros enemigos del recluido; además, no hay cosa más aburrida que beber un buen vino y no ver nada. En cuanto al tabaco, vicia el aire de la habitación. En el primer año se le enviaba al jurista libros de contenido preferentemente fácil: novelas con complicada intriga amorosa, cuentos policiales y fantásticos, comedias, etc.

En el segundo año ya dejó de oírse la música en la casita y el jurista sólo pedía en sus notas libros de autores clásicos. En el quinto año se volvió a oír la música y el prisionero solicitó vino. Los que lo observaban por la ventanilla relataban que durante todo ese año no hacía sino comer, beber, quedarse en cama bostezando y conversar malhumorado consigo mismo. No leyó más libros. A veces, de noche, se ponía a escribir durante largo rato y a la madrugada hacía pedazos todo lo escrito. Más de una vez se le oyó llorar.

En la segunda mitad del sexto año el recluido se abocó con ahínco al estudio de los idiomas, la filosofa y la historia. Acometió estas ciencias con tanta avidez que el banquero apenas alcanzaba a pedir libros para él. En el lapso de cuatro años fueron solicitados por correo, a su pedido, cerca de seiscientos volúmenes. En este período el banquero recibió de su prisionero una carta que decía así: «Mi querido carcelero: Le escribo estas líneas en seis idiomas. Muéstrelas a personas entendidas. Que las lean. Si no encuentran ni un solo error, le ruego hagan disparar una escopeta en el jardín. Este disparo me dirá que mis esfuerzos no se perdieron en vano. Los genios de todos los tiempos y países hablan en distintas lenguas, pero arde en ellos la misma llama. ¡Oh, si usted supiera qué dicha sublime experimento ahora en mi alma porque puedo comprenderlos!». El deseo del recluido fue cumplido. El banquero mandó disparar la escopeta en el jardín dos veces.

A partir del décimo año el jurista permanecía sentado a la mesa, inmóvil, y sólo leía el Evangelio. Al banquero le pareció extraño que el hombre que en cuatro años había vencido seiscientos tomos difíciles, hubiera gastado cerca de un año en la lectura de un libro no muy grueso y de fácil comprensión. Al Evangelio lo sustituyeron luego la historia de las religiones y la teología.

En los dos últimos años de reclusión, el prisionero leyó una extraordinaria cantidad de libros, sin ninguna selección. Ora se dedicaba a las ciencias naturales, ora pedía obras de Byron o Shakespeare. En sus notas solicitaba a veces, al mismo tiempo, un libro de química, un manual de medicina, una novela y un tratado de filosofía o teología. Sus lecturas daban la impresión de que el hombre nadase en un mar entre los fragmentos de un buque y, tratando de salvar la vida, se aferraba desesperadamente ya a uno ya a otro de ellos.

Segunda parte

El viejo banquero recordaba todo eso, pensando: «Mañana a las doce horas él obtendrá su libertad. Según las condiciones, tendré que pagarle los dos millones. Y si le pago, está todo perdido: estoy arruinado definitivamente...».

Quince años antes no sabía cuántos millones tenía, mientras que ahora le daba miedo preguntarse ¿qué era lo que más tenía: dinero o deudas? El imprudente juego en la Bolsa, las especulaciones arriesgadas y el acaloramiento, del cual no pudo desprenderse ni siquiera en la vejez, poco a poco fueron debilitando sus negocios y el osado, seguro y orgulloso ricachón se transformó en un banquero de segunda clase, que temblaba con cada alza o baja de valores.

-¡Maldita apuesta! -farfullaba el viejo, agarrándose la cabeza-. ¿Por qué no habrá muerto este hombre? Sólo tiene cuarenta años. Me quitará lo último que tengo, se casará, disfrutará de la vida, jugará en la Bolsa y yo, como un mendigo, lo miraré con envidia y todos los días le oiré decir siempre lo mismo: «Le debo a usted la felicidad de mi vida, permítame que le ayude». ¡No, esto es demasiado! ¡La única salvación de la bancarrota y del oprobio está en la muerte de este hombre!

Dieron las tres. El banquero aguzó el oído: todos dormían en la casa y sólo se oía el rumor de los helados árboles detrás de las ventanas. Tratando de no hacer ningún ruido, sacó de la caja fuerte la llave de la puerta que no se abría durante quince años, se puso el abrigo y salió de la casa.

El jardín estaba oscuro y frío. Llovía. Un viento húmedo y penetrante paseaba aullando por todo el jardín y no dejaba en paz a los árboles. El banquero esforzó la vista, pero no veía ni la tierra, ni las blancas estatuas, ni la casita, ni los árboles. Se acercó entonces al lugar donde se hallaba la casita y llamó dos veces al sereno. No hubo respuesta. Por lo visto, el sereno, huyendo del mal tiempo, se refugió en la cocina o en el invernadero y se quedó dormido.

«Si soy capaz de llevar adelante mi propósito -pensó el viejo- la sospecha recaerá antes que en nadie sobre el sereno.»

En la oscuridad tanteó los escalones y la puerta y entró en el vestíbulo de la casita; luego penetró a tientas en el pequeño pasillo y encendió un fósforo. Allí no había nadie. Vio una cama sin hacer y una oscura estufa de hierro en un rincón. Los sellos en la puerta que conducía al cuarto del recluido estaban intactos.

Cuando la cerilla se había apagado, el viejo, temblando de emoción, miró por la ventanilla.

La opaca luz de una vela apenas iluminaba la habitación del recluido. Éste estaba sentado junto a la mesa. Sólo se veían su espalda, sus cabellos y sus manos. Sobre la mesa, en dos sillones y sobre la alfombra, junto a la mesa, había libros abiertos.

Transcurrieron cinco minutos y el prisionero no se movió ni una sola vez. La reclusión de quince años le había enseñado a permanecer inmóvil. El banquero golpeó con el dedo en la ventanilla, pero el recluido no hizo ningún movimiento. Entonces el banquero arrancó cuidadosamente los sellos de la puerta e introdujo la llave en la cerradura. Se oyó un ruido áspero y el rechinar de la puerta. El banquero esperaba el grito de sorpresa y los pasos, pero al cabo de tres minutos el silencio detrás de la puerta seguía inalterable. Decidió entonces entrar en la habitación.

Junto a la mesa estaba sentado, inmóvil, un hombre que no parecía una persona común. Era un esqueleto, cubierto con piel, con largos bucles femeninos y enmarañada barba. El color de su cara era amarillo, con un matiz terroso; tenía las mejillas hundidas, espalda larga y estrecha, y la mano que sostenía su melenuda cabeza era tan delgada que daba miedo mirarla. Sus cabellos ya estaban salpicados por las canas, y a juzgar por su cara, avejentada y demacrada, nadie creería que sólo tenía cuarenta años. Dormía... Delante de su inclinada cabeza, se veía sobre el escritorio una hoja de papel, en la cual había unas líneas escritas con letra menuda.

«¡Miserable! -pensó el banquero-. Duerme y, probablemente, sueña con los millones. Pero si yo levanto este semicadáver, lo arrojo sobre la cama y lo aprieto un poco con la almohada, el más minucioso peritaje no encontrará signos de una muerte violenta. Pero leamos primero estas líneas...».

El banquero tomó la hoja y leyó lo siguiente: «Mañana, a las doce horas del día, recupero la libertad y el derecho de comunicarme con la gente. Pero antes de abandonar esta habitación y ver el sol, considero necesario decirle algunas palabras. Con la conciencia tranquila y ante Dios que me está viendo, declaro que yo desprecio la libertad, la vida, la salud y todo lo que en sus libros se denomina bienes del mundo.

»Durante quince años estudié atentamente la vida terrenal. Es verdad, yo no veía la tierra ni la gente, pero en los libros bebía vinos aromáticos, cantaba canciones, en los bosques cazaba ciervos y jabalíes, amaba mujeres... Beldades, leves como una nube, creadas por la magia de sus poetas geniales, me visitaban de noche y me susurraban cuentos maravillosos que embriagaban mi cabeza. En sus libros escalaba las cimas del Elbruz y del Monte Blanco y desde allí veía salir el sol por la mañana mientras al anochecer lo veía derramar el oro purpurino sobre el cielo, el océano, las montañas; veía verdes bosques, prados, ríos, lagos, ciudades; oía el canto de las sirenas y el son de las flautas de los pastores; tocaba las alas de los bellos demonios que descendían para hablar conmigo acerca de Dios... En sus libros me arrojaba en insondables abismos, hacía milagros, incendiaba ciudades, profesaba nuevas religiones, conquistaba imperios enteros...

»Sus libros me dieron la sabiduría. Todo lo que a través de los siglos iba creando el infatigable pensamiento humano está comprimido cual una bola dentro de mi cráneo. Sé que soy más inteligente que todos vosotros.

»Y yo desprecio sus libros, desprecio todos los bienes del mundo y la sabiduría. Todo es miserable, perecedero, fantasmal y engañoso como la fatal morgana. Qué importa que sean orgullosos, sabios y bellos, si la muerte los borrará de la faz de la tierra junto con las ratas, mientras que sus descendientes, la historia, la inmortalidad de sus genios se congelarán o se quemarán junto con el globo terráqueo.

»Ustedes han enloquecido y marchan por un camino falso. Toman la mentira por la verdad, y la fealdad por la belleza. Se quedarían sorprendidos si, en virtud de algunas circunstancias, sobre los manzanos y los naranjos, en lugar de los frutos, crecieran de golpe las ranas y los lagartos o si las rosas comenzaran a exhalar un olor a caballo transpirado; así me asombro por ustedes que han cambiado el cielo por la tierra. No quiero comprenderlos.

»Para mostrarles de hecho mi desprecio hacia todo lo que representa la vida de ustedes, rechazo los dos millones, con los cuales había soñado en otro tiempo, como si fueran un paraíso, y a los que desprecio ahora. Para privarme del derecho de cobrarlos, saldré de aquí cinco horas antes del plazo establecido y de esta manera violaré el convenio...».

Después de leer la hoja, el banquero la puso sobre la mesa, besó al extraño hombre en la cabeza y salió de la casita, llorando. En ningún momento de su vida, ni aún después de las fuertes pérdidas en la Bolsa, había sentido tanto desprecio por sí mismo como ahora. Al volver a su casa, se acostó enseguida, pero la emoción y las lágrimas no lo dejaron dormir durante un buen rato...

A la mañana siguiente llegaron corriendo los alarmados serenos y le comunicaron haber visto que el hombre de la casita bajó por la ventana al jardín, se encaminó hacia el portón y luego desapareció. Junto con los criados, el banquero se dirigió a la casita y comprobó la fuga del prisionero. Para no suscitar rumores superfluos, tomó de la mesa la hoja con la renuncia y, al regresar a casa, la guardó en la caja fuerte.

Fin

15 de septiembre de 2010

Carta a un joven escritor (II) / Arturo Perez Reverte

Les recomiendo leer la primera parte en: Carta a un joven escritor (I)

Hablábamos el otro día de maestros: autores y obras que ningún joven que pretenda escribir novelas tiene excusa para ignorar. Ten presente, si es tu caso, un par de cosas fundamentales. Una, que en la antigüedad clásica casi todo estaba escrito ya. Echa un vistazo y comprobarás que los asuntos que iban a nutrir la literatura universal durante veintiocho siglos aparecen ya en la Ilíada y la Odisea –relato, éste, de una modernidad asombrosa– y en la tragedia, la comedia y la poesía griegas. De ese modo, quizá te sorprenda averiguar que el primer relato policíaco, con un investigador –el astuto Ulises– buscando huellas en la arena, figura en el primer acto de la tragedia Ayax de Sófocles. Un detalle importante: escribes en español.

Quienes lo hacen en otras lenguas son muy respetables, por supuesto; pero cada cual tendrá en la suya, supongo, quien le escriba cartas como ésta. Yo me refiero a ti y a nuestro común idioma castellano. Que tiene, por cierto, la ventaja de contar hoy, entre España y América, con 450 millones de lectores potenciales; gente que puede acceder a tus libros sin necesidad de traducción previa. Pero atención. Esa lengua castellana o española, y los conceptos que expresa, forman parte de un complejo entramado que, en términos generales y con la puesta al día pertinente, podríamos seguir llamando cultura occidental: un mundo que el mestizaje global de hoy no anula, sino que transforma y enriquece.

Tú procedes de él, y la mayor parte de tus lectores primarios o inmediatos, también. Es el territorio común, y eso te exige manejar con soltura la parte profesional del oficio: las herramientas específicas, forjadas por el tiempo y el uso, para moverte en ese territorio. Aunque algunos tontos y fatuos lo digan, nadie crea desde la orfandad cultural. Desde la nada. Algunas de esas herramientas son ideas, o cosas así. Para dominarlas debes poseer las bases de una cultura, la tuya, que nace de Grecia y Roma, la latinidad medieval y el contacto con el Islam, el Renacimiento, la Ilustración, los derechos del hombre y las grandes revoluciones. Todo eso hay que leerlo, o conocerlo, al menos.

En los clásicos griegos y latinos, en la Biblia y el Corán, comprenderás los fundamentos y los límites del mundo que te hizo. Familiarízate con Homero, Virgilio, los autores teatrales, poetas e historiadores antiguos. También con La Divina Comedia de Dante, los Ensayos de Montaigne y el teatro completo de Shakespeare.

Te sorprenderá la cantidad de asuntos literarios y recursos expresivos que inspiran sus textos. Lo útiles que pueden llegar a ser. La principal herramienta es el lenguaje. Olvida la funesta palabra estilo, burladero de vacíos charlatanes, y céntrate en que tu lenguaje sea limpio y eficaz. No hay mejor estilo que ése. Y, como herramienta que es, sácale filo en piedras de amolar adecuadas.

Si te propones escribir en español, tu osadía sería desmesurada si no te ejercitaras en los clásicos fundamentales de los siglos XVI y XVII: Quevedo, el teatro de Lope y Calderón, la poesía, la novela picaresca, llenarán tus bolsillos de palabras adecuadas y recursos expresivos, enriquecerán tu vocabulario y te darán confianza, atrevimiento. Y una recomendación: cuando leas El Quijote no busques una simple narración. Estúdialo despacio, fijándote bien, comparándolo con lo que en ese momento se escribía en el mundo. Busca al autor detrás de cada frase, siente los codazos risueños y cómplices que te da, y comprenderás por qué un texto escrito a principios del siglo XVII sigue siendo tan moderno y universalmente admirado todavía. Termina de filtrar ese lenguaje con la limpieza de Moratín, el arrebato de Espronceda, la melancólica sobriedad de Machado, el coraje de Miguel Hernández, la perfección de Pablo Neruda.

Pero recuerda que una novela es, sobre todo, una historia que contar. Una trama y una estructura donde proyectar una mirada sobre uno mismo y sobre el mundo. Y eso no se improvisa. Para controlar este aspecto debes conocer a los grandes novelistas del siglo XIX y principios del XX, allí donde cuajó el arte.

Lee a Stendhal, Balzac, Flaubert, Dostoievski, Tolstoi, Dickens, Dumas, Hugo, Conrad y Mann, por lo menos. Como escritor en español que eres, añade sin complejos La regenta de Clarín, las novelas de Galdós, Baroja y Valle Inclán. De ahí en adelante lee lo que quieras según gustos y afinidades, maneja diccionarios y patea librerías. Sitúate en tu tiempo y tu propia obra. Y no dejes que te engañen: Agatha Christie escribió una obra maestra, El asesinato de Rogelio Ackroyd, tan digna en su género como Crimen y castigo en el suyo.

Un novelista sólo es bueno si cuenta bien una buena historia. Escribe eso en la dedicatoria cuando me firmes un libro tú a mí.

11 de septiembre de 2010

Casa Tomada / Narrado por Alberto Laiseca



Casa tomada
Julio Cortázar

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

-¿Estás seguro?

Asentí.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.

-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

Fin

6 de septiembre de 2010

El verdadero Raymond Carver

El popular Stephen King escribe sobre una biografía de Carver y su relación con el editor Gordon Lish, quien al parecer es responsable de gran parte del famoso estilo carveriano. Y como anticipo, un cuento sin correcciones editoriales.

Raymond Carver, sin duda el cuentista estadounidense más importante de la segunda mitad del siglo XX, hace una temprana aparición en la exhaustiva –y en ocasiones extenuante– biografía de Carol Sklenicka [Raymond Carver. A Writer's Life, Scribera, todavía no traducida al español] a los tres o cuatro años de edad y con correa. "Claro que me veía obligada a tenerlo con correa", dijo mucho después su madre, Ella Carver, al parecer sin ironía alguna. La Sra. Carver podría haber tenido la idea adecuada. Al igual que los perplejos bebedores de clase media que pueblan sus relatos, Carver nunca parecía saber dónde estaba ni por qué se encontraba ahí. Una y otra vez me hacía pensar en un pasaje de Fantasmas, de Peter Straub: "El hombre simplemente manejaba, distraído por esa interminable telenovela de subordinados de los Estados Unidos".

Carver nació en Oregón en 1938 y pronto se mudó con su familia a Yakima, Washington. En 1956, los Carver se trasladaron a Chester, California. Un año después, Carver y un par de amigos andaban de juerga por México. A partir de ahí, los traslados se aceleraron, y eso nos lleva sólo hasta 1977, el año en que Carver tomó su último trago.
Durante la mayor parte de esos primeros años de constantes viajes, arrastró a sus dos hijos y a su sufriente esposa, Maryann, la heroína a la que por lo general no se le hace honor en el relato de Sklenicka. Los llevaba a los tres detrás de sí como latas atadas al paragolpes de una catramina que ningún concesionario en su sano juicio aceptaría. No es extraño que sus amigos bautizaran el auto con el nombre de Perro Corredor. Tampoco lo es que su madre le pusiera una correa cuando lo llevaba al centro de Yakima.

Si bien Ray Carver era brillante y talentoso, también era el tipo de bebedor destructivo que toca fondo y luego sigue enterrándose. Los asiduos concurrentes a Alcohólicos Anónimos saben que los borrachos como Carver son maestros de la curación geográfica que se niegan a admitir que si se sube a un tomador descontrolado a un avión en California, será un tomador descontrolado el que se baje en Chicago, Iowa o México.
Hasta mediados de 1977, Raymond Carver estaba fuera de control. Cuando dio clase en el Taller de Escritores de Iowa junto a John Cheever se convirtieron en compañeros de copas. "Lo único que hacíamos era tomar", dijo Carver haciendo referencia al semestre de otoño de 1973. "No creo que ninguno de los dos haya sacado nunca la funda de las cuatro máquinas de escribir que teníamos". Como Cheever no tenía auto, Carver ponía el transporte para las excursiones que hacían dos veces por semana. Les gustaba llegar al bar en el momento en que estaba abriendo. Cheever señaló en su diario que Carver era "un hombre muy bueno". También era un tomador irresponsable que solía irse sin pagar de los restaurantes, por más que seguramente sabía que era la camarera la que tenía que pagar la cuenta de semejantes clientes. Después de todo, su esposa a menudo trabajó como camarera para mantenerlo.

Era Maryann Burk Carver la que ganaba el pan en aquellos años mientras Ray tomaba, pescaba, estudiaba y empezaba a escribir los relatos que una generación de críticos y docentes calificaría erradamente de "minimalistas" o de "realistas sucios". El talento literario suele tener sus propias reglas, pero los escritores cuyo trabajo deslumbra por su profundidad y misterio a menudo son monstruos prosaicos en su casa. Maryann conoció al amor de su vida –o su calvario; Carver parece haber sido ambas cosas– en 1955, cuando trabajaba en un Spudnut Shop de Union Gap, Washington. Tenía catorce años. Cuando ella y Carver se casaron en 1957 le faltaban dos meses para cumplir 17 años y estaba embarazada. Antes de cumplir 18 descubrió que estaba embarazada otra vez. Durante los siguientes veinticinco años fue camarera en bares y restaurantes, vendedora de enciclopedias y maestra. Poco después de casarse pasó dos semanas envasando fruta para comprarle a Carver su primera máquina de escribir.
Ella era hermosa; él era tosco, posesivo y, en ocasiones, violento. Carver consideraba que sus propias infidelidades no justificaban las de ella. Cuando Maryann incurrió en un "flirteo" luego de haber bebido un poco en una comida en 1975 –época para la cual el alcoholismo de Carver se encontraba en su apogeo–, la golpeó en la cabeza con una botella de vino. Le cortó una arteria cerca del oído y casi la mata. "Necesitaba 'una ilusión de libertad'", escribe Sklenicka, "pero no podía soportar la idea de que ella estuviera con otro hombre". Es uno de los pocos momentos en que Sklenicka da muestras de solidaridad con la mujer que mantuvo a Carver y que nunca pareció dejar de amarlo. Si bien Sklenicka transmite cierta veneración por Carver escritor y sin duda entiende la influencia destructiva que tuvo el alcohol en su vida, prácticamente no abre juicio en lo relativo a Carver como borracho desagradable y marido desagradecido (además de, en ocasiones, peligroso). Cita a la novelista Diane Smith (Letters from Yellowstone), que dijo "Fue una mala generación de hombres", y deja las cosas ahí. Cuando cita declaraciones de Maryann, que se calificaba de "Cenicienta literaria que vive en el exilio en aras de la carrera de Carver", la primera esposa aparece sólo como una ex mujer quejosa. Ray y Maryann estuvieron casados veinticinco años, y fue durante esos años que Carver escribió el grueso de su obra. El tiempo que pasó con la poeta Tess Gallagher, la única otra mujer importante de su vida, fue menos de la mitad que eso.

Sin embargo, fue Gallagher la que cosechó los beneficios personales de la sobriedad de Carver (dejó de tomar un año antes de que ambos se enamoraran), así como también los económicos. Durante el juicio de divorcio, el abogado de Maryann dijo –eso me incomoda y en cierto grado atenta contra mi capacidad de disfrutar de los cuentos de Carver– que sin un acuerdo judicial digno, la vida de Maryann luego del divorcio sería "como una bolsa de picaportes que no abrirían puerta alguna".
La respuesta de Maryann fue: "Ray dice que va a mandar dinero todos los meses, y yo le creo". Carver cumplió la promesa, con cuotas de protesta. Cuando murió en 1988, sin embargo, la mujer que lo había sostenido económicamente descubrió que había quedado al margen del cobro del producto de la venta de los populares tomos de cuentos del escritor.

Tan sólo los ahorros de Carver sumaban casi 215 mil dólares en el momento de su muerte. Maryann recibió unos diez mil. La madre de Carver obtuvo aun menos: a los setenta y ocho años de edad, habitaba una vivienda del estado en Sacramento y se ganaba la vida como "abuela asistente" en un colegio primario. Sklenicka no califica eso de trato indigno, pero me complace hacerlo por ella.
Es como crónica del crecimiento de Carver como escritor que el libro de Sklenicka resulta muy valioso, sobre todo después de que el camino del escritor se cruzó con el del editor Gordon Lish, apodado "Capitán Ficción". Los lectores que duden de la funesta influencia que ejerció Lish en los cuentos de De qué hablamos cuando hablamos de amor, seguramente cambiarán de opinión con el revelador panorama que presenta Sklenicka de esa relación difícil y amarga. Los que aún no se sientan convencidos, pueden leer los cuentos de Principiantes.
En 1972, Lish cambió el título del segundo cuento de Carver para Esquire –que editó profusamente– de "Are These Actual Miles?" (interesante y misterioso) a "What Is It?" (aburrido). Cuando Carver, ansioso por publicar en una revista importante, decidió aceptar los cambios, Maryann lo acusó "de ser una puta, de venderse al sistema". John Gardner le había dicho una vez a Carver que no se podían aceptar cambios. Carver puede haberlo aceptado –lo hace la mayor parte de los escritores que se muestran dispuestos a someterse al proceso de edición–, pero los cambios que hizo Lish fueron extensos y profundos. Carver sostuvo que "publicar en una revista importante valía la pena la concesión". Lish, que trató sin éxito de editar a Leonard Gardner (que siguió escribiendo Ciudad dorada) con similar mano de hierro, se salió con la suya en el caso de Carver. Fue el comienzo.

¿Gordon Lish era un buen editor? Sin duda. Curtis Johnson, un editor de manuales que presentó a Lish y a Carver, asegura que Lish tenía un "gusto infalible en cuanto a la ficción". Sin embargo, como temía Maryann, era mucho mejor para descubrir que para desarrollar, por lo menos en el caso de Ray Carver, del que obtuvo lo que quería. Tal vez percibió en él una debilidad esencial (los alcohólicos lo llaman "complacer a los demás"). Tal vez fue la extraña opinión elitista que parece haber tenido respecto de la escritura de Carver: calificaba a los personajes de "del todo ineptos" y hablaba de "su completa ignorancia, algo de lo que el propio Carver no tenía conciencia". Eso no le impidió atribuirse el mérito del éxito de Carver. Se dice que Lish se jactaba de que Carver era "su criatura", y lo que aparece en la parte posterior de la sobrecubierta de ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? (1976), el primer tomo de cuentos de Carver, no es la fotografía de Raymond Carver sino el nombre de Gordon Lish.

El recuento que hace la biógrafa de los cambios que sufrió el tercer libro de cuentos de Carver, De qué hablamos cuando hablamos de amor (1981), es meticuloso y desesperante. Según dice, hubo tres versiones: A, B y C. La versión A fue el manuscrito que Carver envió. Se titulaba "Tanta agua tan cerca de casa". La versión B fue el primer manuscrito que Lish le mandó de vuelta. Cambió el nombre del cuento "Principiantes" por "De qué hablamos cuando hablamos de amor", y ese pasó a ser el nuevo título del libro. Si bien Carver se sintió molesto, de todos modos firmó un contrato (sin representante) en 1980. Poco después, la versión C –la que conoce la mayor parte de los lectores– llegaba al escritorio de Carver. Las diferencias entre B y C lo "dejaron perplejo". "Había instado a Lish a meter mano en los cuentos", escribe Sklenicka. "No se esperaba (...) una picadora de carne." Carver era inseguro y llevaba sólo tres años de sobriedad luego de dos décadas de embriaguez. Su correspondencia con Lish sobre los cambios a su trabajo alternaba entre el servilismo ("eres maravilloso, un genio") y suplicar que se volviera a la versión B. No sirvió de nada. Según Tess Gallagher, Lish se negó por teléfono a restablecer la versión anterior, y si había algo que Carver entendía era que Lish ostentaba el "poder del acceso a la publicación".
Ese dilema de hierro es lo que alienta Raymond Carver: A Writer's Life. Cualquier escritor podría preguntarse qué haría en esa situación. Yo lo hice, por cierto. En 1973, cuando se aceptó la publicación de mi primera novela, me encontré en una encrucijada similar: joven, siempre borracho, tratando de mantener a mi esposa y mis dos hijos, escribiendo por la noche, ansioso por tener un desahogo. El desahogo llegó, pero hasta que leí el libro de Sklenicka pensaba que se había tratado del anticipo de 2.500 dólares que Doubleday pagó por Carrie. Ahora me doy cuenta de que puede haber sido no tener a Gordon Lish como editor.

No hace falta más que leer los cuentos de Principiantes y los de De qué hablamos cuando hablamos de amor para notar el cambio: la prosa de Principiantes consiste en densos pasajes de narración en los que se intercalan golpes de diálogo. En De qué hablamos... hay tanto espacio en blanco que algunos de los cuentos ("Después de los tejanos", por ejemplo) casi parecen capítulos de una novela de James Patterson. En muchos casos, el hombre que no permitía que los editores modificaran su propio trabajo destruía el de Carver. A ese respecto, Sklenicka expresa una indignación que no parece dispuesta o capaz de articular en defensa de Maryann y califica de "una usurpación" la edición que hizo Lish de los textos de Carver. Impuso su propio estilo a los cuentos de Carver, y el minimalismo que se le atribuye al escritor era en realidad obra de Lish. "Gordon (...) llegó a pensar que no sabía nada", dice Curtis Johnson. "Se volvió pernicioso."

Sklenicka analiza muchos de los cambios, pero el lector inteligente abrirá el libro y los buscará por sí mismo. Dos ejemplos desoladores: "Si ello te place" y "Algo sencillo y bueno" ("Después de los tejanos" y "El baño", respectivamente en De qué hablamos...)
En "Si ello te place", James y Edith Packer, una pareja mayor, llega al bingo local y descubre que sus lugares habituales están ocupados por una joven pareja hippie. Peor aún, James observa que el hombre hace trampa (por más que no gana, su novia lo hace). En el transcurso de la tarde, Edith le susurra a su esposo que está "manchando". Más tarde, ya en la casa, le dice que la hemorragia es seria y que tendrá que consultar a un médico al día siguiente. En la cama, James se esfuerza por rezar (una herramienta de supervivencia que tanto James como su creador adquirieron en las reuniones diarias de A.A.), al principio de forma vacilante, luego "empezando a articular palabras en voz alta y rezando con fervor. (...) Rezaba por Edith, para que estuviera bien". Las plegarias no lo alivian hasta que agrega a la pareja hippie en sus meditaciones y hace a un lado los sentimientos negativos anteriores. El cuento termina con una nota de esperanza ganada con esfuerzo: "Si ello te place, dijo en las nuevas oraciones para todos, los vivos y los muertos." En la versión editada por Lish no hay oraciones y, por lo tanto, tampoco revelación; tan sólo un marido preocupado y resentido que quiere decirles a los hippies irritantes lo que pasa "después de los tejanos", después de los juegos. Es una completa reescritura, y es un engaño.

El contraste entre "El baño" (editado por Lish) y "Algo sencillo y bueno" (original de Carver) es aún menos digerible. El día del cumpleaños de su hijo, la madre de Scotty encarga una torta que nunca se va a comer. Un auto atropella al chico cuando va del colegio a su casa y termina en coma. En ambos relatos, el repostero hace insistentes llamados a la madre y a su esposo mientras el chico se encuentra al borde de la muerte en el hospital. El repostero de Lish es una figura siniestra que simboliza el carácter inevitable de la muerte. Lo escuchamos por última vez por teléfono mientras exige que se le pague. En la versión de Carver, la pareja –cuyos integrantes son personajes y no sombras– va a ver al repostero, que pide disculpas por su crueldad no deliberada cuando comprende cuál es la situación y sirve café y sándwiches a la afligida pareja. Los tres toman esa comunión juntos y hablan hasta la mañana siguiente. "Comer es algo sencillo y bueno en un momento como éste", dice el repostero. Esta versión tiene una simetría satisfactoria de la que carece la versión recortada de Lish, pero tiene algo más importante: corazón.
"Lish podía (...) hacer un muñeco de nieve a partir de un montón de nieve", es lo que dice Sklenicka sobre su versión de los relatos de Carver, pero no se trata de una metáfora. Es más convincente cuando habla sobre los cambios que hizo Lish en un pasaje de "No son tu marido" (en ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?), donde señala que la versión de Lish es "más mezquina, más tosca y en cierto modo desmerece a ambos personajes". Carver lo dice mejor. Cuando el narrador de "La aventura" por fin admite que no tiene afecto ni consuelo que brindar a su padre, dice de sí: "Yo era todo superficie pulida sin nada dentro excepto vacuidad". En última instancia, eso es lo que tienen de malo los cuentos de Carver tal como Lish los presentó al mundo, y eso es también lo que hace que estas ediciones sean una corrección necesaria y bienvenida.

Traducción de Joaquín Ibarburu (c)
The New York Times y Clarín

2 de septiembre de 2010

El Bicentenario Argentino y la literatura histórica

El Bicentenario permite empezar a rastrear una nueva línea de la novela histórica que surge después de la oleada de los años ’90. Temas y estilos nacionales, rescate de minorías y pueblos originarios, el recurso al humor y la escritura para un público preponderantemente juvenil aparecen en textos de Liliana Bodoc, Norma Huidobro, Claudia Piñeiro, Leonardo Oyola y Diego Grillo Trubba. Además, María Rosa Lojo y Marcelo Leonardo Levinas reflexionan sobre la ficción histórica y sus posibilidades.

Hay textos que son más citados que leídos; párrafos entrecomillados que, al usarse como modelos explicativos de determinada idea, pierden el encanto de ser leídos de manera original, nueva, auténtica. Uno de esos casos es el relato “Pierre Menard, autor del Quijote” que, últimamente, es empleado hasta el hartazgo para hablar y blabear de plagios (está bien, hubo muchos y resonados casos en los últimos años). En el centro de esa cita, lo que suele resaltarse en verdad es aquel párrafo genial en el que Borges compara, a partir de breves fragmentos, dos versiones del Quijote idénticas pero distanciadas únicamente por el tiempo en que cada una fue escrita y el conector “en cambio”.

La cuestión es que esa trampa encantadora del relato de Borges también nos puede decir mucho del que tal vez sea uno de los géneros literarios más persistentes de la historia: justamente la novela histórica. Desde sus orígenes emparentados con los nacionalismos románticos de comienzos del siglo XIX –si bien el gran iniciador es Walter Scott y su novela Waverley, hay claros antecedentes como La princesa de Cléves (1678) de Madame de La Fayette y algunas de las novelas góticas insistentemente ambientadas en la Edad Media, como Castle Rackrent (1800) de Maria Edgeworth–, se trata de un género que tiene altibajos, pero mantiene vigencia.

¿Cómo puede aquel relato tan mentado de Borges, construido en torno de una novela, darnos alguna clave para pensar este género? La clave está en el tiempo, porque el tiempo que cruza los puentes entre escritura y lectura, entre pasado y presente, constituye al mismo tiempo la esencia de la ficción histórica: sus límites, paradojas y aportes que trascienden la misma literatura. No sólo porque la novela histórica sería la suma de documentación referida a un momento histórico, más la reinterpretación más o menos creativa, sino también porque si algo nos enseñaron los años de revisionismos, Internet y espectacularización de los próceres es que los límites entre la ficción y la historia, entre los historiadores y los novelistas, son maleables y flexibles. El hecho de que cada dos por tres salga un libro ostentando desmentir aquello que nos enseñaban los manuales, parece asegurar que, la escriban ganadores o perdedores, la historia siempre es subjetiva porque responde a intereses o, al menos, está inevitablemente influida por la dialéctica impostergable entre presente y pasado. En ese sentido, la novela histórica tiene algo de policial; quienes la escriben son detectives que tratan de esclarecer el único crimen perfecto: el de los fenómenos sociales e históricos que sólo pueden explicarse mediante interpretaciones, y nunca a partir de verdades definitivas y tajantes. Como en los policiales, los personajes de las novelas históricas suelen ser ambiguos y complejos aunque no lo parezcan, tal vez como un intento de revertir la visión estereotipada que construye acerca de ellos cierto discurso histórico; también se trata de un género en el que, al igual que el policial y a diferencia de lo que sucede con casi todos lo demás, lo único que sabemos es el desenlace y, en todo caso, el misterio puede radicar en los móviles y causas de determinado fenómeno histórico. Tal es así que el hispanista inglés John Rutherford argumentó que las novelas sobre la revolución mexicana resultaban indispensables para la comprensión de ese período histórico, sugiriendo además que los historiadores necesitaban prestar atención a la ficción histórica tanto como los novelistas debían hacerlo con la historia. Trasladando el caso a novelas de nuestro país, libros como Una sombra donde sueña Camila O’Gorman, de Enrique Molina, cuestionan los límites entre la ficción y la historia, además de servir como documento de la crisis de representación correspondiente a cada momento histórico.

America en la piel
Según Noé Jitrik, la novela histórica –que empezó a concebirse en nuestro continente desde los años de Independencia hasta el boom– difiere de la europea en dos aspectos fundamentales: en primer lugar, no busca conocerse socialmente sino más bien legitimarse en detrimento de lo indígena y colonial; lo segundo es la inmediatez del tiempo: cuando aparecieron novelas como Amalia, de José Mármol, el pasado recién estaba empezando a construirse. La otra diferencia que ve Jitrik, por lo menos en relación con las novelas de Walter Scott, es que los héroes no son los personajes secundarios de la historia sino protagonistas de la talla de Juan Manuel de Rosas o Pancho Villa.
Más acá en el tiempo, otro auge de la ficción histórica se dio en la década del ‘90, especialmente a partir del trabajo de las novelistas Cristina Bajo –una de las más exhaustivas y completas en lo que hace a la documentación– y María Esther de Miguel (sin lugar a dudas, la escritora de novela histórica más laureada: Premio Emecé por La hora undécima, Premio del Fondo Nacional de las Artes por Los que comimos a Solís y Premio Planeta por El general, el pintor y la dama, entre muchos otros). Las dos novelistas tienen en común trasladar al lector a un escenario histórico para construir, entonces, personajes imaginarios. Las novelas históricas escritas en esta década, además de contar la biografía de los grandes héroes de nuestra patria como San Martín y Belgrano, dieron pie, casi sin darse cuenta, a la aparición de eso que podríamos denominar “secretos de alcoba” de los próceres; algo que, evidentemente, siguió creciendo hasta nuestros días y que incluso generó un encontronazo bastante masivo, hace un par de meses, entre Federico Andahazi y Pacho O’Donnell. En el sillón de invitado de Televisión registrada, el historiador se quejó de que las anécdotas divulgadas por Andahazi en libros como Argentina con pecado concebida, constituían una falta de respeto hacia los hombres de la patria.

Ya en las dos últimas décadas se empieza a notar cierta flexibilidad en el género; algo que podríamos definir, paradójicamente, como “novelas históricas atemporales”, es decir, ficciones que toman algunos aspectos del género para aggiornarlos y crear algo nuevo: tal es el caso de la muy buena novela de Pedro Mairal, El año del desierto, que pese a ser breve recorre en clave humorística y no tanto varios episodios de nuestra historia. No es casual que una de las grandes temáticas de esas novelas sea la crisis de 2001, acaso el último episodio histórico tematizado en la literatura argentina.

Letras del Bicentenario
Este año, además del auge de libros que cuentan las historias ocultas del Bicentenario, se dio una vuelta al estilo más clásico de la novela histórica. En la reciente colección de la editorial Norma se repasan, en clave literaria, episodios fundamentales del nacimiento y desarrollo de la Patria: la Revolución de Mayo, la celebración del Centenario, las Invasiones Inglesas y las primeras oleadas migratorias.

Los libros en cuestión son El fantasma de las Invasiones Inglesas, de Claudia Piñeiro; Bolonqui, de Leonardo Oyola; El rastro de la canela, de Liliana Bodoc; y El pan de la serpiente, de Norma Huidobro. Aunque no lo dice de manera explícita, esta serie de libros tiene la particularidad de, acaso, dar también nacimiento a un (sub)género nuevo: la ficción histórica juvenil. Casi todos estos volúmenes –breves y fáciles de leer por estilo y tamaño de la letra– están dirigidos al público joven; y en ese sentido resulta paradójico que la excepción sea el libro de Leonardo Oyola, el más joven de estos autores, cuya novela parece estar dirigida a un lector más adulto.
Ya fuera de la colección, cabe destacar la aparición de Crímenes coloniales, de Diego Grillo Trubba, que se presenta como el primero de una serie que tendrá como protagonista al interesantísimo detective Octavio Vázquez y López, un obeso librero de los de antes, especialmente capacitado para resolver casos muy difíciles en poco tiempo. En esta entrega, el enigma a desentrañar es una serie de asesinatos que ocurren en cadena durante los convulsionados días de debate, traiciones, esperanzas y desilusiones del asedio inglés al Virreinato de la Plata. A diferencia de lo que puede suceder con algunas novelas históricas, este libro tiene el rarísimo don de enganchar de entrada y ser claro sin perder complejidad en los personajes ni en los escenarios, un libro profundo y divertido a la vez.

Lo interesante es que estas novelas publicadas al calor del Bicentenario se distancian notablemente de aquello que decía Jitrik con respecto a los inicios de la ficción histórica latinoamericana, además de no trabajar ya desde la inmediatez temporal, es como si buscaran revertir ese desprecio por las culturas indígenas y africanas: en la novela de Diego Grillo Trubba, la hija del detective se enamora de uno de los esclavos con que le pagan al librero el descubrimiento de un crimen marítimo; la protagonista de El pan de la serpiente, una española que llega de muy joven al puerto de Buenos Aires, decide ayudar a la india que trabaja en la misma casa que ella, antes y después de que desaparezca misteriosamente. Lo mismo sucede con Amanda, protagonista de El rastro de la canela, quien regresa crecida del Virreinato del Río de la Plata para vivir con su hermana, luego de haber sido criada en Río de Janeiro; entre la cultura africana, su amor por un mulato y una amiga esclava negra, intentará mantener indemne su identidad y su deseo: “En el año 1808, como antes, como siempre, el amor solía comportarse igual que una jauría avanzando sobre la mesa de un banquete. Lobos bebiendo el agua de miel, alimentándose con gajos de frutas, descubriendo la sal y el almíbar. La pasión no se ordena en minutos ni en siglos”.

Otra gran característica de estos libros es el anacronismo y su relación con el humor, un recurso bastante común de la ficción histórica. Por poner sólo dos ejemplos, Leonardo Oyola cita en su novela sobre el Centenario de 1910 que, debido a la llegada del cometa Halley, muchos interpretaron como el Apocalipsis una frase de La Renga: “El final es en donde partí”; mientras que Diego Grillo Trubba adelanta el concepto de chistes de gallegos, haciéndole decir a uno de sus personajes: “Ustedes piensan que los españoles somos estúpidos y no me extrañaría que en poco tiempo comiencen a inventar bromas acerca de la estupidez de los españoles”.
Justamente el anacronismo nos reenvía, otra vez, a la idea del tiempo: lejos de limitarse al pasado, el presente parece ser el gran embrague de la ficción histórica; un juego entre pasado y presente que nos vuelve a los lectores anfibios del tiempo y del que puede decirse justamente la frase que cita Borges del Quijote: “Madre de la verdad, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir”.

Por Juan Pablo Bertazza para Página/12