26 de junio de 2009

El hombre que rie / J.D. Salinger

Les dejo un cuento del excelente escritor de El guardian entre el centeno, Jerome David Salinger. Espero les guste!

El hombre que rie
J.D. Salinger

En 1928, a los nueve años, yo formaba parte, con todo el espíritu de cuerpo
posible, de una organización conocida como el Club de los Comanches. Todos los
días de clase, a las tres de la tarde, nuestro Jefe nos recogía, a los
veinticinco comanches, a la salida de la escuela número 165, en la calle 109,
cerca de Amsterdam Avenue. A empujones y golpes entrábamos en el viejo autobús
comercial que el Jefe había transformado. Siempre nos conducía (según los
acuerdos económicos establecidos con nuestros padres) al Central Park. El resto
de la tarde, si el tiempo lo permitía, lo dedicábamos a jugar al rugby, al
fútbol o al béisbol, según la temporada. Cuando llovía, el Jefe nos llevaba
invariablemente al Museo de Historia Natural o al Museo Metropolitano de Arte.
Los sábados y la mayoría de las fiestas nacionales, el Jefe nos recogía por la
mañana temprano en nuestras respectivas viviendas y en su destartalado autobús
nos sacaba de Manhattan hacia los espacios comparativamente abiertos del Van
Cortlandt Park o de Palisades. Si teníamos propósitos decididamente atléticos,
íbamos a Van Cortlandt donde los campos de juego eran de tamaño reglamentario y
el equipo contrario no incluía ni un cochecito de niño ni una indignada
viejecita con bastón. Si nuestros corazones de comanches se sentían inclinados a
acampar, íbamos a Palisades y nos hacíamos los robinsones. Recuerdo haberme
perdido un sábado en alguna parte de la escabrosa zona de terreno que se
extiende entre el cartel de Linit y el extremo oeste del puente George
Washington. Pero no por eso perdí la cabeza. Simplemente me senté a la sombra
majestuosa de un gigantesco anuncio publicitario y, aunque lagrimeando, abrí mi
fiambrera por hacer algo, confiando a medias en que el Jefe me encontraría. El
Jefe siempre nos encontraba.
El resto del día, cuando se veía libre de los comanches el Jefe era John
Gedsudski, de Staten Island. Era un joven tranquilo, sumamente tímido, de
veintidós o veintitrés años, estudiante de derecho de la Universidad de Nueva
York, y una persona memorable desde cualquier punto de vista. No intentaré
exponer aquí sus múltiples virtudes y méritos. Sólo diré de paso que era un
scout aventajado, casi había formado parte de la selección nacional de rugby de
1926, y era público y notorio que lo habían invitado muy cordialmente a
presentarse como candidato para el equipo de béisbol de los New York Giants. Era
un árbitro imparcial e imperturbable en todos nuestros ruidosos encuentros
deportivos, un maestro en encender y apagar hogueras, y un experto en primeros
auxilios muy digno de consideración. Cada uno de nosotros, desde el pillo más
pequeño hasta el más grande, lo quería y respetaba.
Aún está patente en mi memoria la imagen del Jefe en 1928. Si los deseos
hubieran sido centímetros, entre todos los comanches lo hubiéramos convertido
rápidamente en gigante. Pero, siendo como son las cosas, era un tipo bajito y
fornido que mediría entre uno cincuenta y siete y uno sesenta, como máximo.
Tenía el pelo renegrido, la frente muy estrecha, la nariz grande y carnosa, y el
torso casi tan largo como las piernas. Con la chaqueta de cuero, sus hombros
parecían poderosos, aunque eran estrechos y caídos. En aquel tiempo, sin
embargo, para mí se combinaban en el Jefe todas las características más
fotogénicas de Buck Jones, Ken Maynard y Tom Mix, perfectamente amalgamadas.
Todas las tardes, cuando oscurecía lo suficiente como para que el equipo
perdedor tuviera una excusa para justificar sus malas jugadas, los comanches nos
refugiábamos egoístamente en el talento del Jefe para contar cuentos. A esa hora
formábamos generalmente un grupo acalorado e irritable, y nos peleábamos en el
autobús—a puñetazos o a gritos estridentes—por los asientos más cercanos al
Jefe. (El autobús tenía dos filas paralelas de asientos de esterilla. En la fila
de la izquierda había tres asientos adicionales —los mejores de todos—que
llegaban hasta la altura del conductor.) El Jefe sólo subía al autobús cuando
nos habíamos acomodado. A continuación se sentaba a horcajadas en su asiento de
conductor, y con su voz de tenor atiplada pero melodiosa nos contaba un nuevo
episodio de «El hombre que ríe». Una vez que empezaba su relato, nuestro interés
jamás decaía. «El hombre que ríe» era la historia adecuada para un comanche.
Hasta había alcanzado dimensiones clásicas. Era un cuento que tendía a
desparramarse por todos lados, aunque seguía siendo esencialmente portátil. Uno
siempre podía llevárselo a casa y meditar sobre él mientras estaba sentado, por
ejemplo, en el agua de la bañera que se iba escurriendo.
Único hijo de un acaudalado matrimonio de misioneros, el «hombre que ríe» había
sido raptado en su infancia por unos bandidos chinos. Cuando el acaudalado
matrimonio se negó (debido a sus convicciones religiosas) a pagar el rescate
para la liberación de su hijo, los bandidos, considerablemente agraviados,
pusieron la cabecita del niño en un torno de carpintero y dieron varias vueltas
hacia la derecha a la manivela correspondiente. La víctima de este singular
experimento llegó a la mayoría de edad con una cabeza pelada, en forma de nuez
(pacana) y con una cara donde, en vez de boca, exhibía una enorme cavidad
ovalada debajo de la nariz. La misma nariz se limitaba a dos fosas nasales
obstruidas por la carne. En consecuencia, cuando el «hombre que ríe» respiraba,
la abominable siniestra abertura debajo de la nariz se dilataba y contraía (yo
la veía así) como una monstruosa ventosa. (El Jefe no explicaba el sistema de
respiración del «hombre que ríe» sino que lo demostraba prácticamente.) Los que
lo veían por primera vez se desmayaban instantáneamente ante el aspecto de su
horrible rostro. Los conocidos le daban la espalda. Curiosamente, los bandidos
le permitían estar en su cuartel general—siempre que se tapara la cara con una
máscara roja hecha de pétalos de amapola. La máscara no solamente eximía a los
bandidos de contemplar la cara de su hijo adoptivo, sino que además los mantenía
al tanto de sus andanzas; además, apestaba a opio.
Todas las mañanas, en su extrema soledad, el «hombre que ríe» se iba
sigilosamente (su andar era suave como el de un gato) al tupido bosque que
rodeaba el escondite de los bandidos. Allí se hizo amigo de muchísimos animales:
perros, ratones blancos, águilas, leones, boas constrictor, lobos. Además, se
quitaba la máscara y les hablaba dulcemente, melodiosamente, en su propia
lengua. Ellos no lo consideraban feo.
Al Jefe le llevó un par de meses llegar a este punto de la historia. De ahí en
adelante los episodios se hicieron cada vez más exóticos, a tono con el gusto de
los comanches.
El «hombre que ríe» era muy hábil para informarse de lo que pasaba a su
alrededor, y en muy poco tiempo pudo conocer los secretos profesionales más
importantes de los bandidos. Sin embargo, no los tenía en demasiada estima y no
tardó mucho en crear un sistema propio más eficaz. Empezó a trabajar por su
cuenta. En pequeña escala, al principio—robando, secuestrando, asesinando sólo
cuando era absolutamente necesario—se dedicó a devastar la campiña china. Muy
pronto sus ingeniosos procedimientos criminales, junto con su especial afición
al juego limpio, le valieron un lugar especialmente destacado en el corazón de
los hombres. Curiosamente, sus padres adoptivos (los bandidos que originalmente
lo habían empujado al crimen) fueron los últimos en tener conocimiento de sus
hazañas. Cuando se enteraron, se pusieron tremendamente celosos. Uno a uno
desfilaron una noche ante la cama del «hombre que ríe», creyendo que habían
podido dormirlo profundamente con algunas drogas que le habían dado, y con sus
machetes apuñalaron repetidas veces el cuerpo que yacía bajo las mantas. Pero la
víctima resultó ser la madre del jefe de los bandidos, una de esas personas
desagradables y pendencieras. El suceso no hizo más que aumentar la sed de
venganza de los bandidos, y finalmente el «hombre que ríe» se vio obligado a
encerrar a toda la banda en un mausoleo profundo, pero agradablemente decorado.
De cuando en cuando se escapaban y le causaban algunas molestias, pero él no se
avenía a matarlos. (El «hombre que ríe» tenía una faceta compasiva que a mí me
enloquecía.)
Poco después el «hombre que ríe» empezaba a cruzar regularmente la frontera
china para ir a París, donde se divertía ostentando su genio conspicuo pero
modesto frente a Marcel Dufarge, detective internacionalmente famoso y
considerablemente inteligente, pero tísico. Dufarge y su hija (una chica
exquisita, aunque con algo de travestí) se convirtieron en los enemigos más
encarnizados del «hombre que ríe». Una y otra vez trataron de atraparlo mediante
ardides. Nada más que por amor al riesgo, al principio el «hombre que ríe»
muchas veces simulaba dejarse engañar, pero luego desaparecía de pronto, sin
dejar ni el mínimo rastro de su método para escapar. De vez en cuando enviaba
una breve e incisiva nota de despedida por la red de alcantarillas de París, que
llegaba sin tardanza a manos de Dufarge. Los Dufarge se pasaban gran parte del
tiempo chapoteando en las alcantarillas de París.
Muy pronto el «hombre que ríe» consiguió reunir la fortuna personal más grande
del mundo. Gran parte de esa fortuna era donada en forma anónima a los monjes de
un monasterio local, humildes ascetas que habían dedicado sus vidas a la cría de
perros de policía alemanes. El «hombre que ríe» convertía el resto de su fortuna
en brillantes que bajaba despreocupadamente a cavernas de esmeralda, en las
profundidades del mar Negro. Sus necesidades personales eran pocas. Se
alimentaba únicamente de arroz y sangre de águila, en una pequeña casita con un
gimnasio y campo de tiro subterráneos, en las tormentosas costas del Tíbet. Con
él vivían cuatro compañeros que le eran fieles hasta la muerte: un lobo furtivo
llamado Ala Negra, un enano adorable llamado Omba, un gigante mongol llamado
Hong, cuya lengua había sido quemada por hombres blancos, y una espléndida chica
euroasiática que, debido a su intenso amor por el «hombre que ríe» y a su honda
preocupación por su seguridad personal, solía tener una actitud bastante rígida
respecto al crimen. El «hombre que ríe» emitía sus órdenes a sus subordinados a
través de una máscara de seda negra. Ni siquiera Omba, el enano adorable, había
podido ver su cara.
No digo que lo vaya a hacer, pero podría pasarme horas llevando al lector—a la
fuerza, si fuere necesario—de un lado a otro de la frontera entre París y China.
Yo acostumbro a considerar al «hombre que ríe» algo así como a un
superdistinguido antepasado mío, una especie de Robert E. Lee, digamos, con
todas las virtudes del caso. Y esta ilusión resulta verdaderamente moderada si
se la compara con la que abrigaba hacia 1928, cuando me sentía, no solamente
descendiente directo del «hombre que ríe», sino además su único heredero
viviente. En 1928 ni siquiera era hijo de mis padres, sino un impostor de
astucia diabólica, a la espera de que cometieran el mínimo error para
descubrir—preferentemente de modo pacífico, aunque podía ser de otro modo—mi
verdadera identidad.
Para no matar de pena a mi supuesta madre, pensaba emplearla en alguna de mis
actividades subrepticias, en algún puesto indefinido, pero de verdadera
responsabilidad. Pero lo más importante para mí en 1928 era andar con pies de
plomo. Seguir la farsa. Lavarme los dientes. Peinarme. Disimular a toda costa mi
risa realmente aterradora.
En realidad, yo era el único descendiente legítimo del «hombre que ríe». En el
club había veinticinco comanches —veinticinco legítimos herederos del «hombre
que ríe»—todos circulando amenazadoramente, de incógnito por la ciudad, elevando
a los ascensoristas a la categoría de enemigos potenciales, mascullando
complejas pero precisas instrucciones en la oreja de los cocker spaniel,
apuntando con el dedo índice, como un fusil, a la cabeza de los profesores de
matemáticas. Y esperando, siempre esperando el momento para suscitar el terror y
la admiración en el corazón del ciudadano común.
***
Una tarde de febrero, apenas iniciada la temporada de béisbol de los comanches,
observé un detalle nuevo en el autobús del Jefe. Encima del espejo retrovisor,
sobre el parabrisas, había una foto pequeña, enmarcada, de una chica con toga y
birrete académicos. Me pareció que la foto de una chica desentonaba con la
exclusiva decoración para hombres del autobús y, sin titubear, le pregunté al
Jefe quién era. Al principio fue evasivo, pero al final reconoció que era una
muchacha. Le pregunté cómo se llamaba. Su contestación, todavía un poco
reticente, fue «Mary Hudson».
Le pregunté si trabajaba en el cine o en alguna cosa así. Me dijo que no, que
iba al Wellesley College. Agregó, tras larga reflexión, que el Wellesley era una
universidad de alta categoría.
Le pregunté, entonces, por qué tenía su foto en el autobús. Encogió levemente
los hombros, lo bastante como para sugerir—me pareció—que la foto había sido más
o menos impuesta por otros.
Durante las dos semanas siguientes, la foto—le hubiera sido impuesta al Jefe por
la fuerza o no—continuó sobre el parabrisas. No desapareció con los paquetes
vacíos de chicles ni con los palitos de caramelos. Pero los comanches nos fuimos
acostumbrando a ella. Fue adquiriendo gradualmente la personalidad poco
inquietante de un velocímetro.
Pero un día que íbamos camino del parque el Jefe detuvo el autobús junto al
bordillo de la acera de la Quinta Avenida a la altura de la calle 60, casi un
kilómetro más allá de nuestro campo de béisbol. Veinte pasajeros solicitaron
inmediatamente una explicación, pero el Jefe se hizo el sordo. En cambio, se
limitó a adoptar su posición habitual de narrador y dio comienzo anticipadamente
a un nuevo episodio del «hombre que ríe». Pero apenas había empezado cuando
alguien golpeó suavemente en la portezuela del autobús. Evidentemente, ese día
los reflejos del Jefe estaban en buena forma. Se levantó de un salto, accionó la
manecilla de la puerta y en seguida subió al autobús una chica con un abrigo de
castor.
Así, de pronto, sólo recuerdo haber visto en mi vida a tres muchachas que me
impresionaron a primera vista por su gran belleza, una belleza difícil de
clasificar. Una fue una chica delgada en un traje de baño negro, que forcejeaba
terriblemente para clavar en la arena una sombrilla en Jones Beach, alrededor de
1936. La segunda, esa chica que hacía un viaje de placer por el Caribe, hacia
1939, y que arrojó su encendedor a un delfín. Y la tercera, Mary Hudson, la
chica del Jefe.
—¿He tardado mucho?—le preguntó, sonriendo. Era como si hubiera preguntado «¿Soy
fea?».
—¡No!—dijo el Jefe. Con cierta vehemencia, miró a los comanches situados cerca
de su asiento y les hizo una seña para que le hicieran sitio. Mary Hudson se
sentó entre yo y un chico que se llamaba Edgar «no-sé-qué» y que tenía un tío
cuyo mejor amigo era contrabandista de bebidas alcohólicas. Le cedimos todo el
espacio del mundo. Entonces el autobús se puso en marcha con un acelerón poco
hábil. Los comanches, hasta el último hombre, guardaban silencio.
Mientras volvíamos a nuestro lugar de estacionamiento habitual, Mary Hudson se
inclinó hacia delante en su asiento e hizo al Jefe un colorido relato de los
trenes que había perdido y del tren que no había perdido. Vivía en Douglaston,
Long Island. El Jefe estaba muy nervioso. No sólo no lograba participar en la
conversación, sino que apenas oía lo que le decía la chica. Recuerdo que el pomo
de la palanca de cambios se le quedó en la mano.
Cuando bajamos del autobús, Mary Hudson se quedó muy cerca de nosotros. Estoy
seguro de que cuando llegamos al campo de béisbol cada rostro de los comanches
llevaba una expresión del tipo «hay-chicas-que-no-saben-cuándo-irse-a-casa». Y,
para colmo de males, cuando otro comanche y yo lanzábamos al aire una moneda
para determinar qué equipo batearía primero, Mary Hudson declaró con entusiasmo
que deseaba jugar. La respuesta no pudo ser más cortante. Así como antes los
comanches nos habíamos limitado a mirar fijamente su femineidad, ahora la
contemplábamos con irritación. Ella nos sonrió. Era algo desconcertante. Luego
el Jefe se hizo cargo de la situación, revelando su genio para complicar las
cosas, hasta entonces oculto. Llevó aparte a Mary Hudson, lo suficiente como
para que los comanches no pudieran oír, y pareció dirigirse a ella en forma
solemne y racional. Por fin, Mary Hudson lo interrumpió, y los comanches
pudieron oír perfectamente su voz.
—¡Yo también—dijo—, yo también quiero jugar!
El Jefe meneó la cabeza y volvió a la carga. Señaló hacia el campo, que se veía
desigual y borroso. Tomó un bate de tamaño reglamentario y le mostró su peso.
—No me importa—dijo Mary Hudson, con toda claridad—. He venido hasta Nueva York
para ver al dentista y todo eso, y voy a jugar.
El Jefe sacudió la cabeza, pero abandonó la batalla. Se aproximó cautelosamente
al campo donde estaban esperando los dos equipos comanches, los Bravos y los
Guerreros, y fijó su mirada en mí. Yo era el capitán de los Guerreros. Mencionó
el nombre de mi centro, que estaba enfermo en su casa, y sugirió que Mary Hudson
ocupara su lugar. Dije que no necesitaba un jugador para el centro del campo. El
Jefe dijo que qué mierda era eso de que no necesitaba a nadie que hiciera de
centro. Me quedé estupefacto. Era la primera vez que le oía decir una palabrota.
Y, lo que aún era peor, observé que Mary Hudson me estaba sonriendo. Para
dominarme, cogí una piedra y la arrojé contra un árbol.
Nosotros entramos primero. La entrometida fue al centro para la primera tanda.
Desde mi posición en la primera base, miraba furtivamente de vez en cuando por
encima de mi hombro. Cada vez que lo hacía, Mary Hudson me saludaba alegremente
con la cabeza. Llevaba puesto el guante de catcher, por propia iniciativa. Era
un espectáculo verdaderamente horrible.
Mary Hudson debía ser la novena en batear en el equipo de los Guerreros. Cuando
se lo dije, hizo una pequeña mueca y dijo:
—Bueno, daos prisa, entonces...—y la verdad es que efectivamente apreciamos
darnos prisa.
Le tocó batear en la primera tanda. Se quitó el abrigo de castor y el guante de
catcher para la ocasión y avanzó hacia su puesto con un vestido marrón oscuro.
Cuando le di un bate, preguntó por qué pesaba tanto. El Jefe abandonó su puesto
de árbitro detrás del pitcher y se adelantó con impaciencia. Le dijo a Mary
Hudson que apoyara la punta del bate en el hombro derecho. «Ya está», dijo ella.
Le dijo que no sujetara el bate con demasiada fuerza. «No lo hago» contestó
ella. Le dijo que no perdiera de vista la pelota. «No lo haré», dijo ella.
«Apártate, ¿quieres?» Con un potente golpe, acertó en la primera pelota que le
lanzaron, y la mandó lejos por encima de la cabeza del fielder izquierdo. Estaba
bien para un doble corriente, pero ella logró tres sin apresurarse.
Cuando me repuse primero de mi sorpresa, después de mi incredulidad, y por
último de mi alegría, miré hacia donde se encontraba el Jefe. No parecía estar
de pie detrás del pitcher, sino flotando por encima de él. Era un hombre
totalmente feliz. Desde su tercera base, Mary Hudson me saludaba agitando la
mano. Contesté a su saludo. No habría podido evitarlo, aunque hubiese querido.
Además de su maestría con el bate, era una chica que sabía cómo saludar a
alguien desde la tercera base.
Durante el resto del partido, llegaba a la base cada vez que salía a batear. Por
algún motivo parecía odiar la primera base; no había forma de retenerla. Por lo
menos tres veces logró robar la segunda base al otro equipo.
Su fielding no podía ser peor, pero íbamos ganando tantas carreras que no nos
importaba. Creo que hubiera sido mejor si hubiese intentado atrapar las pelotas
con cualquier otra cosa que no fuera un guante de catcher.

Pero se negaba a sacárselo. Decía que le quedaba mono. Durante un mes, más o
menos, jugó al béisbol con los comanches un par de veces por semana (cada vez
que tenía una cita con el dentista, al parecer). Unas tardes llegaba a tiempo al
autobús y otras no. A veces en el autobús hablaba hasta por los codos, otras
veces se limitaba a quedarse sentada, fumando sus cigarrillos Herbert Tareyton
(boquilla de corcho). Envolvía en un maravilloso perfume al que estaba junto a
ella en el autobús.
Un día ventoso de abril, después de recoger, como de costumbre, a sus pasajeros
en las calles 109 y Amsterdam, el Jefe dobló por la calle 110 y tomó como
siempre por la Quinta Avenida. Pero tenía el pelo peinado y reluciente, llevaba
un abrigo en lugar de la chaqueta de cuero y yo supuse lógicamente que Mary
Hudson estaba incluida en el programa. Esa presunción se convirtió en certeza
cuando pasamos de largo por nuestra entrada habitual al Central Park. El Jefe
estacionó el autobús en la esquina a la altura de la calle 60. Después, para
matar el tiempo en una forma entretenida para los comanches, se acomodó a
horcajadas en su asiento y procedió a narrar otro episodio de «El hombre que
ríe». Lo recuerdo con todo detalle y voy a resumirlo.
Una adversa serie de circunstancias había hecho que el mejor amigo del «hombre
que ríe», el lobo Ala Negra, cayera en una trampa física e intelectual tendida
por los Dufarge. Los Dufarge, conociendo los elevados sentimientos de lealtad
del «hombre que ríe», le ofrecieron la libertad de Ala Negra a cambio de la suya
propia. Con la mejor buena fe del mundo, el «hombre que ríe» aceptó dicha
proposición (a veces su genio estaba sujeto a pequeños y misteriosos
desfallecimientos). Quedó convenido que el «hombre que ríe» debía encontrarse
con los Dufarge a medianoche en un sector determinado del denso bosque que rodea
París, y allí, a la luz de la luna, Ala Negra sería puesto en libertad. Pero los
Dufarge no tenían la menor intención de liberar a Ala Negra, a quien temían y
detestaban. La noche de la transacción ataron a otro lobo en lugar de Ala Negra,
tiñéndole primero la pata trasera derecha de blanco níveo, para que se le
pareciera.
No obstante, había dos cosas con las que los Dufarge no habían contado: el
sentimentalismo del «hombre que ríe» y su dominio del idioma de los lobos. En
cuanto la hija de Dufarge pudo atarlo a un árbol con alambre de espino, el
«hombre que ríe» sintió la necesidad de elevar su bella y melodiosa voz en unas
palabras de despedida a su presunto viejo amigo. El lobo sustituto, bajo la luz
de la luna, a unos pocos metros de distancia, quedó impresionado por el dominio
de su idioma que poseía ese desconocido. Al principio escuchó cortésmente los
consejos de último momento personales y profesionales, del «hombre que ríe».
Pero a la larga el lobo sustituto comenzó a impacientarse y a cargar su peso
primero sobre una pata y después sobre la otra. Bruscamente y con cierta rudeza,
interrumpió al «hombre que ríe» informándole en primer lugar de que no se
llamaba Ala Oscura, ni Ala Negra, ni Patas Grises ni nada por el estilo, sino
Armand, y en segundo lugar que en su vida había estado en China ni tenía la
menor intención de ir allí.
Lógicamente enfurecido, el «hombre que ríe» se quitó la máscara con la lengua y
se enfrentó a los Dufarge con la cara desnuda a la luz de la luna. Mademoiselle
Dufarge se desmayó. Su padre tuvo más suerte; casualmente en ese momento le dio
un ataque de tos y así se libró del mortífero descubrimiento. Cuando se le pasó
el ataque y vio a su hija tendida en el suelo iluminado por la luna, Dufarge ató
cabos. Se tapó los ojos con la mano y descargó su pistola hacia donde se oía la
respiración pesada, silbante, del «hombre que ríe».
Así terminaba el episodio.
El Jefe se sacó del bolsillo el reloj Ingersoll de un dólar lo miró y después
dio vuelta en su asiento y puso en marcha el motor. Miré mi reloj. Eran casi las
cuatro y media. Cuando el autobús se puso en marcha, le pregunté al Jefe si no
iba a esperar a Mary Hudson. No me contestó, y antes de que pudiera repetir la
pregunta, inclinó su cabeza para atrás y, dirigiéndose a todos nosotros, dijo:
—A ver si hay más silencio en este maldito autobús. Lo menos que podía decirse
era que la orden resultaba totalmente ilógica. El autobús había estado, y
estaba, completamente silencioso. Casi todos pensábamos en la situación en que
había quedado el «hombre que ríe». No es que nos preocupáramos por él (le
teníamos demasiada confianza como para eso), pero nunca habíamos llegado a tomar
con calma sus momentos de peligro.
En la tercera o cuarta entrada de nuestro partido de esa tarde, vi a Mary Hudson
desde la primera base. Estaba sentada en un banco a unos setenta metros a mi
izquierda, hecha un sandwich entre dos niñeras con cochecitos de niño. Llevaba
su abrigo de castor, fumaba un cigarrillo y daba la impresión de estar mirando
en dirección a nuestro campo. Me emocioné con mi descubrimiento y le grité la
información al Jefe, que se hallaba detrás del pitcher. Se me acercó
apresuradamente, sin llegar a correr.
—¿Dónde?—preguntó.
Volví a señalar con el dedo. Miró un segundo en esa dirección, después dijo que
volvía en seguida y salió del campo. Se alejó lentamente, abriéndose el abrigo y
metiendo las manos en los bolsillos del pantalón. Me senté en la primera base y
observé.
Cuando el Jefe alcanzó a Mary Hudson, su abrigo estaba abrochado nuevamente y
las manos colgaban a los lados.
Estuvo de pie frente a ella unos cinco minutos, al parecer hablándole. Después
Mary Hudson se incorporó y los dos caminaron hacia el campo de béisbol. No
hablaron ni se miraron. Cuando estuvieron en el campo, el Jefe ocupó su posición
detrás del pitcher.
—¿Ella no va a jugar?—le grité.
Me dijo que cerrara el pico. Me callé la boca y contemplé a Mary Hudson. Caminó
lentamente por detrás de la base, con las manos en los bolsillos de su abrigo de
castor, y por último se sentó en un banquillo mal situado cerca de la tercera
base. Encendió otro cigarrillo y cruzó las piernas.
Cuando los Guerreros estaban bateando, me acerqué a su asiento y le pregunté si
le gustaría jugar en el ala izquierda. Dijo que no con la cabeza. Le pregunté si
estaba resfriada. Otra vez negó con la cabeza. Le dije que no tenía a nadie que
jugara en el ala izquierda. Que tenía al mismo muchacho jugando en el centro y
en el ala izquierda. Toda esta información no encontró eco. Arrojé mi guante al
aire, tratando de que aterrizara sobre mi cabeza, pero cayó en un charco de
barro. Lo limpié en los pantalones y le pregunté a Mary Hudson si quería venir a
mi casa a comer alguna vez. Le dije que el Jefe iba con frecuencia.
—Déjame—dijo—. Por favor, déjame.
La miré sorprendido, luego me fui caminando hacia el banco de los Guerreros,
sacando entretanto una mandarina del bolsillo y arrojándola al aire. Más o menos
a la mitad de la línea de foul de la tercera base, giré en redondo y empecé a
caminar hacia atrás, contemplando a Mary Hudson y atrapando la mandarina. No
tenía idea de lo que pasaba entre el Jefe y Mary Hudson (y aún no la tengo,
salvo de una manera muy somera, intuitiva), pero no podía ser mayor mi certeza
de que Mary Hudson había abandonado el equipo comanche para siempre. Era el tipo
de certeza total, por independiente que fuera de la suma de sus factores, que
hacía especialmente arriesgado caminar hacia atrás, y de pronto choqué de lleno
con un cochecito de niño.
Después de una entrada más, la luz era mala para jugar. Suspendimos el partido y
empezamos a recoger todos nuestros bártulos. La última vez que vi con claridad a
Mary Hudson estaba llorando cerca de la tercera base. El Jefe la había tomado de
la manga de su abrigo de castor, pero ella lo esquivaba. Abandonó el campo y
empezó a correr por el caminito de cemento y siguió corriendo hasta que se
perdió de vista.
El Jefe no intentó seguirla. Se limitó a permanecer de pie, mirándola mientras
desaparecía. Luego se volvió caminó hasta la base y recogió los dos bates;
siempre dejábamos que él llevara las bates. Me acerqué y le pregunté si él y
Mary Hudson se habían peleado. Me dijo que me metiera la camisa dentro del
pantalón.
Como siempre, todos los comanches corrimos los últimos metros hasta el autobús
estacionado gritando, empujándonos, probando llaves de lucha libre, aunque todos
muy conscientes de que había llegado la hora de otro capítulo de «El hombre que
ríe».
Cruzando la Quinta Avenida a la carrera, alguien dejó caer un jersey y yo
tropecé con él y me caí de bruces. Llegué al autobús cuando ya estaban ocupados
los mejores asientos y tuve que sentarme en el centro. Fastidiado, le di al
chico que estaba a mi derecha un codazo en las costillas y luego me volví para
ver al Jefe, que cruzaba la Quinta Avenida. Todavía no había oscurecido, pero
había esa penumbra de las cinco y cuarto. El Jefe atravesó la calle con el
cuello del abrigo levantado y los bates debajo del brazo izquierdo, concentrado
en el cruce de la calle. Su pelo negro peinado con agua al comienzo del día,
ahora se había secado y el viento lo arremolinaba. Recuerdo haber deseado que el
Jefe tuviera guantes.
El autobús, como de costumbre, estaba silencioso cuando él subió, por lo menos
relativamente silencioso, como un teatro cuando van apagándose las luces de la
sala. Las conversaciones se extinguieron en un rápido susurro o se cortaron de
raíz. Sin embargo, lo primero que nos dijo el Jefe fue:
—Bueno, basta de ruido, o no hay cuento.
Instantáneamente, el autobús fue invadido por un silencio incondicional, que no
le dejó otra alternativa que ocupar su acostumbrada posición de narrador.
Entonces sacó un pañuelo y se sonó la nariz, metódicamente, un lado cada vez. Lo
observamos con paciencia y hasta con cierto interés de espectador. Cuando
terminó con el pañuelo, lo plegó cuidadosamente en cuatro y volvió a guardarlo
en el bolsillo. Después nos contó el nuevo episodio de «El hombre que ríe». En
total, sólo duró cinco minutos.
Cuatro de las balas de Dufarge alcanzaron al «hombre que ríe», dos de ellas en
el corazón. Dufarge, que aún se tapaba los ojos con la mano para no verle la
cara, se alegró mucho cuando oyó un extraño gemido agónico que salía de su
víctima. Con el maligno corazón latiéndole fuerte corrió junto a su hija y la
reanimó. Los dos, llenos de regocijo y con el coraje de los cobardes, se
atrevieron entonces a contemplar el rostro del «hombre que ríe». Su cabeza
estaba caída como la de un muerto, inclinada sobre su pecho ensangrentado.
Lentamente, con avidez, padre e hija avanzaron para inspeccionar su obra. Pero
los esperaba una sorpresa enorme. El «hombre que ríe», lejos de estar muerto,
contraía de un modo secreto los músculos de su abdomen. Cuando los Dufarge se
acercaron lo suficiente, alzó de pronto la cabeza, lanzó una carcajada terrible,
y, con limpieza y hasta con minucia, regurgitó las cuatro balas. El efecto de
esta hazaña sobre los Dufarge fue tan grande que sus corazones estallaron, y
cayeron muertos a los pies del «hombre que ríe».
(De todos modos, si el capítulo iba a ser corto, podría haber terminado ahí. Los
comanches se las podían haber ingeniado para racionalizar la muerte de los
Dufarge. Pero no terminó ahí.)
Pasaban los días y el «hombre que ríe» seguía atado al árbol con el alambre de
espinos mientras a sus pies los Dufarge se descomponían lentamente. Sangrando
profusamente y sin su dosis de sangre de águila, nunca se había visto tan cerca
de la muerte. Hasta que un día, con voz ronca, pero elocuente, pidió ayuda a los
animales del bosque. Les ordenó que trajeran a Omba, el enano amoroso. Y así lo
hicieron. Pero el viaje de ida y vuelta por la frontera entre París y la China
era largo, y cuando Omba llegó con un equipo medico y una provisión de sangre de
águila el «hombre que ríe» ya había entrado en coma. El primer gesto piadoso de
Omba fue recuperar la máscara de su amo, que había ido a parar sobre el torso
cubierto de gusanos de Mademoiselle Dufarge. La colocó respetuosamente sobre las
horribles facciones y procedió a curar las heridas.
Cuando al fin se abrieron los pequeños ojos del «hombre que ríe», Omba acercó
afanosamente el vaso de sangre de águila hasta la máscara. Pero el «hombre que
ríe» no quiso beberla. En cambio, pronunció débilmente el nombre de su querido
Ala Negra. Omba inclinó su cabeza levemente contorsionada y reveló a su amo que
los Dufarge habían matado a Ala Negra. Un último suspiro de pena, extraño y
desgarrador, partió del pecho del «hombre que ríe». Extendió débilmente la mano,
tomó el vaso de sangre de águila y lo hizo añicos en su puño. La poca sangre que
le quedaba corrió por su muñeca. Ordenó a Omba que mirara hacia otro lado y
Omba, sollozando, obedeció. El último gesto del «hombre que ríe», antes de
hundir su cara en el suelo ensangrentado, fue el de arrancarse la máscara.
Ahí terminó el cuento, por supuesto. (Nunca habría de repetirse.) El Jefe puso
en marcha el autobús. Frente a mí al otro lado del pasillo, Billy Walsh, el más
pequeño de los comanches, se echó a llorar. Nadie le dijo que se callara. En
cuanto a mí, recuerdo que me temblaban las rodillas.
Unos minutos más tarde, cuando bajé del autobús del Jefe, lo primero que vi fue
un trozo de papel rojo que el viento agitaba contra la base de un farol de la
calle. Parecía una máscara de pétalos de amapola. Llegué a casa con los dientes
castañeteándome convulsivamente, y me dijeron que me fuera derecho a la cama.

21 de junio de 2009

Heródoto: El padre de la Historia

Muchas de la historias sobre Grecia que conocemos, salen de los 9 libros que llegaron a nuestro poder de este historiador.Les dejo la biografía y debajo de la misma, los famosos nueve libros de Herodoto.

Biografía
Historiador griego.Se lo considera el Padre de la Historia.Nace en el Asia Menor en una comunidad doria y, tras emigrar por motivos políticos a Samos, realiza extensos viajes de los que deja testimonio en historia, donde hace referencia a otros pueblos y culturas como Egipto, Libia, Escitia.Su tema central es el conflicto entre Persia y Grecia, que se conoce como las Guerras Médicas.Su método de trabajo se basa en el testimonio y la recopilación de impresiones que no implican incoherencias e imprecisiones.
Los textos se nutren de las tradiciones orales, no siempre muy confiables, que se entremezclan con el análisis.Su contribución es el tono secular que imprime a la obra, en las que las acciones humanas son propias y no están determinadas por la voluntad de los dioses.La visión general es universal, ya que si bien está limitada en espacio y tiempo, capta la confrontación de la guerra greco-persa, compara varios mundos y sus rerpectivas culturas y distingue a los griegos de los pueblos bárbaros como los medos, persas y egipcios.
En el 443 a.C. Heródoto se instaló en Panhellen, colonia de Turios, en el sur de Italia. Se dedicó el resto de su vida a completar su gran obra, conocida como Historias, derivada de la palabra griega investigación.
Los estudiosos de Historias la dividieron más tarde en nueve libros. Los primeros tratan sobre las costumbres, leyendas, historia y tradiciones de los pueblos del mundo antiguo, incluidos los lidios, escitas, medas, persas, asirios y egipcios. Los tres últimos versan sobre los conflictos armados entre Grecia y Persia a principios del siglo V a.C. El desarrollo de la civilización se presenta como un movimiento inexorable hacia un gran enfrentamiento entre Persia y Grecia, considera dos centros, respectivamente, de las culturas orientales y occidentales. La información de Herodoto procede en parte de los trabajos de sus predecesores y en parte de las observaciones que hizo durante sus extensos viajes.
Sus Historias son el primer trabajo importante en prosa. Tanto las críticas antiguas como las modernas han rendido homenaje a la grandiosidad de su estilo y su franqueza, lucidez y a su delicioso estilo anecdótico. Heródoto demuestra un gran conocimiento de la literatura griega y un pensamiento contemporáneo racional. Creía que el universo estaba regido por el destino y el azar, y que nada en los asuntos humanos es estable. Sin embargo, la elección moral sigue siendo importante, ya que los dioses con frecuencia castigan la arrogancia. Este intento de extraer lecciones morales del estudio de los grandes acontecimientos es la base de la historiografía griega y romana.

La historia según Heródoto
Su obra estaba escrita en dialecto jónico, y más tarde fue dividida por los gramáticos de Alejandría en nueve libros que tomaron el nombre de las nueve musas de la mitología griega: Calíope, Clío, Talía, Euterpe, Terpsícore, Melpómene, Erato, Urania y Polimnia. Todas ellas, hijas de Zeus y Mnemoside. Estas musas eran consideradas como las protectoras de las artes, la memoria y la astronomía.

Su obra simplemente se llamó Historiae, cuyo nombre deriva de la palabra griega investigación o búsqueda. Es esto lo que más nos impresiona, pues no se dedicó sólo a escribir lo que le contaban, sino que fue un incansable viajero que se recorrió todo el Egipto, La Magna Grecia, Anatolia, y gran parte del Imperio Persa para poder interpretar con sus propios ojos la realidad. Además, fue el primero en ordenar de forma racional los hechos, con la cronología y la geografía del entorno que estudiaba. De hecho, la primera frase de su obra era Historíes apódexis , es decir, "exposición de las investigaciones". Su principal obra histórica fue Las Guerras Médicas, o lo que es lo mismo, la unión de las Polis contra el Imperio Persa (Los Medos)

Posteriormente fue incluso tachado de fantasioso y exagerado por autores griegos como Ctesias, Isócrates o Plutarco, opiniones que se mantuvieron hasta los descubrimientos arqueológicos del antiguo oriente en el siglo XIX, en donde se demostró la veracidad de gran parte de su obra. Sin embargo, sí que es cierto que Heródoto sólo hablaba el griego y que siempre tuvo necesidad de guías y traductores, lo que pudo influir en la narración de acontecimientos que él no pudo ver y que le llevaron sin duda a confiar en lo que le decían los nativos.

Sus viajes
Su primer viaje tuvo como destino los alrededores de su polis, Halicarnaso, y el Hélade de Asia Menor. Posiblemente lo hizo antes de exiliarse en Samos. A parte de la Caria, su país de origen, visitó Lidia y su capital Sardes, así como Misia, Troas y las ciudades del Helesponto.

Su segundo viaje fue a Oriente, sirviéndose probablemente del camino real Persa, que llevaba de Éfeso a Susa, capital del Imperio por entonces, y terminó en Babilonia, donde se maravilló con las construcciones que vio.

Más tarde, hacia el 449 a.C., viajó a Egipto, donde se sorprendió de la increíble arquitectura y sociedad egipcia. Visitó Tebas, Menfis y Heliópolis, donde obtuvo la mayor parte de la información sobre el antiguo Egipto. Llegó a bajar hasta la isla Elefantina, junto a Asuán, en lo que fue su punto más meridional de su viaje por el Nilo. No llegó a conocer Etiopía.

Más adelante visitó la colonia griega de Cirene, al norte de África, donde reunió toda la información posible sobre las tribus de la costa e interior de Libia, nombre antiguo para designar el norte de África. Se sabe también que no llegó a ver Cartago.

En un tercer gran viaje se dedicó al país de los "escitas", actual Bulgaria y Rumanía, siguiendo la costa del Mar Negro (Ponto Euxino), que por entonces estaba poblado de colonias griegas. Fue más allá de la desembocadura del Danubio y llegó hasta el río Dníeper, ubicado en la actual Moldavia.

También visitó todas las regiones e islas griegas, así como Tracia y Macedonia.

En definitiva, habría que entender a Heródoto como un polígrafo, un enciclopedista que en sus magníficos viajes reunió una inagotable riqueza de noticias sobre todo lo interesante y digno de saberse que ofrecía el mundo de entonces. No sólo impresiona su expresiva geografía y el repertorio de anécdotas, sino también el averiguar costumbres y cultos de los pueblos que visitaba. Además, en cualquier parte donde se hallara no olvidaba la fauna y flora, y sobre todo las plantas raras y animales exóticos. También describía el clima y las particularidades geográficas, así como su historia, leyendas, arquitectura y características de sus gobernantes. A todo esto habría que añadir las dificultades de las comunicaciones de entonces, que le dan un mayor mérito si cabe a este titánico proyecto

A continuación les dejo los famosos nueve libros de Heródoto. Descargar

15 de junio de 2009

La pista de los dientes de oro / Roberto Arlt

Del escritor de "Los 7 locos" y "Juguete rabioso" les dejo este cuento que me gustò mucho. En la secciòn de biografìas pueden conocer mas de su vida.
Saludos!

La pista de los dientes de oro
Roberto Arlt

Lauro Spronzini se detiene frente al espejo. Con los dedos de la mano izquierda
mantiene levantado el labio superior, dejando al descubierto dos dientes de oro.
Entonces ejecuta la acción extraña; introduce en la boca los dedos pulgar e
índice de la mano derecha, aprieta la superficie de los dientes metálicos y
retira una película de oro. Y su dentadura aparece nuevamente natural. Entre sus
dedos ha quedado la auténtica envoltura de los falsos dientes de oro.
Lauro se deja caer en un sillón situado al costado de su cama y prensa
maquinalmente entre los dedos la película de oro, que utilizó para hacer que sus
dientes aparecieran como de ese metal.
Esto ocurre a las once de la noche.
A las once y cuarto, en otro paraje, el Hotel Planeta, Ernesto, el botones,
golpea con los nudillos de los dedos en el cuarto número 1, ocupado por Doménico
Salvato. Ernesto lleva un telegrama para el señor Doménico. Ernesto ha visto
entrar al señor Doménico en compañía de un hombre con los dientes de oro.
Ernesto abre la puerta y cae desmayado.
A las once y media, un grupo de funcionarios y de curiosos se codean en el
pasillo del hotel, donde estallan los fogonazos de magnesio de los repórters
policiales. Frente a la puerta del cuarto número 1 está de guardia el agente
número 1539. El agente número 1539, con las manos apoyadas en el cinturón de su
corregie, abre la puerta respetuosamente cada vez que llega un alto funcionario.
En esta circunstancia todos los curiosos estiran el cuello; por la rendija de la
puerta se ve una silla suspendida en los aires, y más abajo de los tramos de la
silla cuelgan los pies de un hombre.
En el interior del cuarto un fotógrafo policial registra con su máquina esta
escena: un hombre sentado en una silla, amarrado a ella por ligaduras blancas,
cuelga de los aires sostenido por el cuello de una sábana arrollada. El ahorcado
tiene una mordaza en torno de la boca. La cama del muerto está deshecha. El
asesino ha recogido de allí las sábanas con que ha sujetado a la víctima.
Hugo Ankerman, camarero de interior; Hermán González, portero, y Ernesto Loggi,
botones, coinciden en sus declaraciones. Doménico Salvato ha llegado dos veces
al hotel en compañía de un hombre con los dientes de oro y anteojos amarillos.
A las doce y media de la noche los redactores de guardia en los periódicos
escriben titulares así:
El enigma del bárbaro crimen del diente de oro
Son las diez de la mañana.
El asesino Lauro Spronzini, sentado en un sillón de mimbre de un café del
boulevard, lee los periódicos frente a su vaso de cerveza. Pero ni Hugo ni
Hermán ni Ernesto, podrían reconocer en este pálido rostro pensativo, sin
lentes, ni dientes de oro, al verdugo que ha ejecutado a Doménico Salvato. En el
fondo de la atmósfera luminosa que se filtra bajo el toldo de rayas amarillas,
Lauro Spronzini tiene la apariencia de un empleado de comercio en vacaciones.
Lauro Spronzini deja de leer los periódicos y sonríe, abstraído, mirando al
vacío. Una muchacha que pasa detiene los ojos en él. Nuestro asesino ha sonreído
con dulzura. Y es que piensa en los trances dificultosos por los que pasarán
numerosos ciudadanos en cuya boca hay engastados dos dientes de oro.
No se equivoca.
A esa misma hora, hombres de diferente condición social, pululaban por las
intrincadas galerías del Departamento de Policía, en busca de la oficina donde
testimoniar su inocencia. Lo hacen por su propia tranquilidad.
Un barbudo de nariz de trompeta y calva brillante, sentado frente a una mesa
desteñida, cubierta de papelotes y melladuras de cortaplumas, recibe las
declaraciones de estos timoratos, cuyas primeras palabras son:
—Yo he venido a declarar que a pesar de tener dos dientes de oro, no tengo nada
que ver con el crimen.
El calvo recibe las declaraciones con indiferencia. Sabe que ninguno de los que
se presentan son los posibles autores del retorcido delito. Siguiendo la rutina
de las indagaciones elementales, pregunta y anota:
—Entre nueve y once de la noche, ¿dónde se encontraba usted? ¿Quiénes son las
personas que le han visto en tal lugar?
Algunos se avergüenzan de tener que declarar que a esas horas hacían acto de
presencia en lugares poco recomendables para personas de aspecto tan distinguido
como el que ellas presentaban.
En las declaraciones se descubrían singularidades. Un ciudadano confirmó haber
frecuentado a esas horas un garito cuya existencia había escapado al control de
la policía. Demetrio Rubati de "profesión" ladrón, con dos dientes de oro en el
maxilar izquierdo, después de arduas cavilaciones, se presenta a declarar que
aquella noche ha cometido un robo en un establecimiento de telas. Efectivamente
tal robo fue registrado. Rubati inteligentemente comprende que es preferible ser
apresado como ladrón a caer bajo la acción de la ley por sospechoso de un crimen
que no ha cometido. Queda detenido.
También se presenta una señora inmensamente gorda, con dos dientes de oro, para
declarar que ella no es autora del crimen. El barbudo interrogador se queda
mirándola, sorprendido. Nunca imaginó que la estupidez humana pudiera alcanzar
proporciones inusitadas.
Los ciudadanos que tienen dientes de oro se sienten molestos en los lugares
públicos. Durante las primeras horas que siguen al día del crimen, todo aquél
que en un café, en una oficina, en el tranvía o en la calle, muestre al
conversar, dientes de oro, es observado con atenta curiosidad por todas las
personas que le rodean. Los hombres que tienen dientes de oro se sienten
sospechosos del crimen; les intranquiliza la soterrada {...}* de los que los
tratan. Son raros en esos días aquellos que por tener dos dientes de oro
engarzados en la boca, no se sientan culpables de algo.
En tanto la policía trabaja. Se piden a todos los dentistas de la capital las
direcciones de las personas que han asistido de enfermedades de la dentadura que
exigían la completa ubicación de dos o más dientes en el orificio superior
izquierdo. Los diarios solicitan, también, la presentación a la policía de
aquellas personas que pudieran aclarar algo respecto a este crimen de
características tan singulares.
Las hipótesis del crimen pueden reducirse en pocas palabras y son semejantes en
todos los periódicos.
Doménico Salvato ha entrado en su cuarto en compañía del asesino. Ha conversado
con éste, no ha reñido, al menos en tono suficientemente alto como que para no
se lo pudiera escuchar. Después el desconocido ha descargado un puñetazo en la
mandíbula de Salvato, y éste ha caído desmayado, circunstancia que el asesino
aprovechó para sujetarlo a la silla con las cuerdas hechas desgarrando las
sábanas. Luego amordaza a su víctima. Cuando recobra el sentido, se ve obligada
a escuchar a su agresor, quien después de reprocharle no se sabe qué, ha
procedido a ahorcarlo. El móvil, no queda ninguna duda, ha sido satisfacer un
exacerbado sentimiento de odio y de venganza. El muerto es de nacionalidad
italiana.
La primera plana de los diarios reproduce el cuarto del hotel en el espantoso
desorden que lo ha encontrado la policía. El respaldar de la silla apoyado sobre
la tabla de una puerta; el ahorcado colgado en el aire por el cuello, y la
sábana anudada en dos partes, amarrada al picaporte de la puerta. Es el crimen
bárbaro que ansía la mentalidad de los lectores de dramones espeluznantes.
La policía tiende sus redes; se aguardan los informes de los dentistas, se
confirman los prontuarios recientes de todos los inmigrantes, para descubrir
quiénes son los ciudadanos de nacionalidad italiana que tienen dos dientes de
oro en el maxilar superior izquierdo. Durante quince días todos los periódicos
consignan la marcha de la investigación. Al mes, el recuerdo de este suceso se
olvida; al cabo de nueve semanas son raros aquellos que detienen su atención en
el recuerdo del crimen; un año después, el asunto pasa a los archivos de la
policía. . . El asesino no es descubierto nunca.
Sin embargo, una persona pudo haber hecho encarcelar a Lauro Spronzini.
Era Diana Lucerna. Pero ella no lo hizo.
A las tres de la tarde del día que todos los diarios comentan su crimen, Lauro
Spronzini experimenta una ligera comezón ardorosa en la muela. Una hora después,
como si algún demonio accionara el mecanismo nervioso del diente, la comezón
ardorosa acrecienta su temperatura. Se transforma en un clavo de fuego que
atraviesa la mandíbula del hombre, eyaculando en su tuétano borbotones de fuego.
Lauro experimenta la sensación de que le aproximan a la mejilla una plancha de
hierro candente. Tiene que morderse los labios para no gritar; lentamente, en su
mandíbula el clavo de fuego se enfría, le permite suspirar con alivio, pero
súbitamente la sensación quemante se convierte en una espiga de hielo que le
solidifica las encías y los nervios injertados en la pulpa del diente, al
endurecerse bajo la acción del frío tremendo, aumentan de volumen. Parece como
si bajo la presión de su crecimiento el hueso del maxilar pudiera estallar como
un shrapnell. Son dolores fulgurantes, por momentos relámpagos de
fosforescencias pasan por sus ojos.
Lauro comprende que ya no puede continuar soportando este martilleo de hielo y
fuego que alterna los tremendos mazazos en la mínima superficie de un diente
escondido allá en el fondo de su boca. Es necesario visitar a un odontólogo.
Instintivamente, no sabe por qué razón, resuelve consultar a una mujer, a una
dentista, en lugar de un profesional del sexo masculino. Busca en la guía del
teléfono.
Una hora después Diana Lucerna se inclina sobre la boca abierta del enfermo y
observa con el espejuelo la dentadura. Indudablemente, al paciente debe
aquejarle una neuralgia, porque no descubre en los molares ninguna picadura. Sin
embargo, de pronto, algo en el fondo de la boca le llama la atención. Allí, en
la parte interna de la corona de un diente, ve reflejada en el espejuelo una
veta de papel de oro, semejante al que usan los doradores. Con la pinza extrae
el cuerpo extraño. La veta de oro cubría la grieta de una caries profunda. Diana
Lucerna, inclinándose sobre la boca del enfermo, aprieta con la punta de la
pinza en la grieta, y Lauro Spronzini se revuelve dolorido en el sillón. Diana
Lucerna, mientras examina el diente del enfermo, piensa en qué extraño lugar
estaba fijada esa veta de papel de oro.
Diana Lucerna, como otros dentistas, ha recibido ya una circular policial
pidiéndole la dirección de aquellos enfermos a quienes hubiera orificado las
partes superiores de la dentadura izquierda.
Diana se retira del enfermo con las manos en los bolsillos de su guardapolvo
blanco, observa el pálido rostro de Lauro, y le dice:
—Hay un diente picado. Habrá que hacerle una orificación.
Lauro tiembla imperceptiblemente, pero tratando de fingir indiferencia,
pregunta:
—¿Cuesta mucho platinarlo?
—No; la diferencia es muy poca.
Mientras Diana prepara el torno, habla:
—A causa del crimen del hombre del diente de oro, nadie querrá, durante unos
cuantos meses, arreglarse con oro las dentaduras.
Lauro esfuerza una sonrisa. Diana lo espía por el espejo y observa que la frente
del hombre está perlada de sudor. La dentista prosigue, mientras escoge unas
mechas:
—Yo creo que ese crimen es una venganza. . . ¿Y usted?. ..
—Yo también. ¿Quién sino aquel que tuviera que cumplir con el deber de una
venganza, podría amarrar a un hombre a una silla, amordazarlo, reprocharle, como
dicen los diarios, vaya a saber qué tremendos agravios y matarlo?.. . Un hombre
no mata a otro por una bagatela ni mucho menos.
Media hora después Lauro Spronzini abandona el consultorio de la dentista. Ha
dejado anotado en el libro de consultas su nombre y dirección, Diana Lucerna le
dice:
—Véngase pasado mañana.
Lauro sale, y Diana se queda sola en su consultorio, frío de cristales y
niqueles, mirando abstraída por los visillos de una ventana las techumbres de
las casas de los alrededores. Luego, bruscamente inspirada, va y busca los
diarios de la mañana. Los elementales datos de la filiación externa coinciden
con ciertos aspectos físicos de su cliente. Los comentarios del crimen son
análogos. Se trata de una venganza. Y el autor de aquella venganza debe ser él.
Aquella veta de papel de oro, fijada en la grieta de un diente, revela que el
asesino se cubrió los dientes con una película de oro para lanzar a la policía
sobre una pista falsa. Si en este mismo momento se revisara la dentadura de
todos los habitantes de la ciudad, no se encontraría en los dientes de ninguno
de ellos ese sospechosísimo trozo de película. No le queda duda: él es el
asesino; él es el asesino y ella debe denunciarlo. Debe.. .
Una congoja dulce se desenrosca sobre el corazón de Diana, con tal frenesí
hambriento de protección y curiosidad, que derrota toda la fuerza estacionada en
su voluntad moral.
Debe denunciar al asesino... Pero el asesino es un hombre que le gusta. Le gusta
ahora con un deseo tan violentamente dirigido, que su corazón palpita con más
violencia que si él tratara de asesinarla. Y se aprieta el pecho con las manos.
Diana se dirige rápidamente al libro de consultas y busca la dirección de Lauro.
¿Es o no falsa esa dirección? ¡Quiera Dios que no!. . . Diana se quita
precipitadamente el guardapolvo, le indica a la criada que si llegan clientes
les diga que la aguarden, y sube a un automóvil. Esto ocurre como a través de la
cenicienta neblina de un sueño, y sin embargo, la ciudad está cubierta de sol
hasta la altura de las cornisas.
Una impaciencia extraordinaria empuja a Diana a través de la vida diferenciada
de los otros seres humanos. Sabe que va al encuentro de lo desconocido
monstruoso; el automóvil entra en el sol de las bocacalles, y en la sombra de
las fachadas; súbitamente se encuentra detenida frente a la entrada obscura de
una casa de departamentos, sube a la garita iluminada de un ascensor de acero,
una criada asoma la cabeza por una puerta gris entreabierta, y de pronto se
encuentra... Está allí... Allí, de pie, frente al asesino que, en mangas de
camisa, se ha puesto de pie tan bruscamente, que no ha tenido tiempo de borrar
de la colcha azulenca de la cama la huella que ha dejado su cuerpo tendido. La
criada cierra la puerta tras ellos. El hombre, despeinado, mira a la fina
muchacha de pie frente a él.
Diana le examina el rostro con dureza, Lauro Spronzini comprende que ha sido
descubierto; pero se siente infinitamente tranquilizado. Señala a la joven el
mismo sillón en que él, la noche después de ahorcar a Doménico Salvato, se ha
dejado caer, y Diana, respirando agitada, obedece.
Lauro la mira, y después, con voz dulce, le pregunta:
—¿Qué le pasa, señorita?
Ella se siente dominada por esta voz; se pone de pie para marcharse; pero no se
atreve a decir lo que piensa. Lauro comprende que todo puede perderse: los
desencajados ojos de la dentista revelan que al disolverse su excitación
sobreviene la repulsión, y entonces dice:
—Yo soy quien mató a Doménico Salvato. Es un acto de justicia, señorita. Era el
desalmado más extraordinario de quien he oído hablar. En Brindis—yo soy
italiano—, hace siete años, se llevó de la casa de mis padres a mi hermana
mayor. Un año después la abandonó. Mi hermana vino a morir a casa completamente
tuberculosa. Su agonía duró treinta días con sus noches. Y el único culpable de
aquel tremendo desastre era él. Hay crímenes que no se deben dejar sin castigo.
Yo lo desmayé de un golpe, lo amarré a la silla, lo amordacé para que no pudiera
pedir auxilio, y luego le relaté durante una hora la agonía que soportó mi
hermana por su culpa. Quise que supiera que era castigado porque la ley no
castiga ciertos crímenes.
Diana lo escucha y responde:
—Supe que era usted por las partículas de oro que quedaron adheridas en la
hendidura de la caries.
Lauro prosigue:
—Supe que él había huido a la Argentina, y vine a buscarlo.
—¿No lo encontrarán a usted?
—No; si usted no me denuncia.
Diana lo mira:
—Es espantoso lo que usted ha hecho.
Lauro la interrumpió, frío:
—La agonía de él ha durado una hora. La agonía de mi hermana se prolongó las
veinticuatro horas de treinta días y treinta noches. La agonía de él ha sido
incomparablemente dulce comparada con la que hizo sufrir a una pobre muchacha,
cuyo único crimen fue creer en sus promesas.
Diana Lucerna comprende que el hombre tiene razón:
—¿No lo encontrarán a usted?
—Yo creo que no...
—¿Vendrá usted a curarse mañana?
—Sí, señorita; mañana iré.
Y cuando ella sale, Lauro sabe que no lo denunciará.

9 de junio de 2009

El teorema de Godel / Guillermo Martinez

Les dejo la nota escrita por Guillermo Martinez para La Nación acerca de su nuevo libro de divulgación cientifica "El teorema de Godel". Para los que disfrutamos las matemáticas, es muy bienvenido. Saludos!

La irresistible elegancia de un teorema
El teorema de incompletitud de Gödel es uno de los resultados más profundos y paradójicos de la lógica matemática. Es también, quizá, el teorema que ha ejercido más fascinación en ámbitos alejados de las ciencias exactas. Autores como Lacan, Kristeva, Deleuze, Lyotard, Debray y muchos otros han invocado a Gödel y sus teoremas en arriesgadas analogías. Junto con otras palabras mágicas de la escena posmoderna, como "caos", "indeterminación", "aleatoriedad", el fenómeno de incompletitud se ha asociado también a supuestas derrotas de la razón y al fin de la certidumbre en el terreno más exclusivo del pensamiento: el reino de las fórmulas exactas.

Qué dice (y qué no dice) el teorema de Gödel
El teorema de Gödel trata de la distancia, y la diferencia, entre la verdad en matemática y la parte de verdad que puede demostrarse a partir de axiomas, en esos textos con fórmulas y pasos lógicos encadenados que los matemáticos llaman demostración. En otras disciplinas es claro que lo verdadero no necesariamente coincide con lo demostrable. Basta pensar en un crimen en un cuarto cerrado con dos únicos sospechosos junto al cadáver. Cada uno de estos dos sospechosos sabe toda la verdad sobre el crimen, que puede resumirse en la frase "Yo fui" o "Yo no fui". Sin embargo, si el juez no dispone de la confesión directa del culpable, debe intentar un camino indirecto: recolección de evidencias materiales, verificación de horarios y coartadas, etcétera.

Muchas veces este camino indirecto no alcanza a demostrar, de acuerdo con los estrictos requisitos legales, ni la culpabilidad de uno ni la inocencia del otro. También en la arqueología hay una obvia distancia entre la verdad (las costumbres y rituales de una civilización extinguida tal como fueron) y la parte de verdad que puede ser reconstruida a partir de hallazgos en las excavaciones. Sin embargo, en su disciplina, los matemáticos siempre pensaron -por lo menos hasta el siglo XIX- que los mundos de lo verdadero y lo demostrable eran identificables, y que cualquiera fuera la verdad que pudieran observar en el cielo platónico de los objetos matemáticos (cierto orden, ciertas conexiones, cierto patrón de regularidad), esa verdad podría reobtenerse "por escrito" mediante el método axiomático, como tesis de una demostración.

A principios del siglo XX hubo una crisis en los fundamentos de la matemática, a partir de una paradoja que descubrió Bertrand Russell en la teoría de conjuntos. El propio Russell, por un lado, y David Hilbert, por otro, se propusieron entonces la tarea de reconstruir todo el edificio de la matemática a partir de axiomas indudables y de una teoría de la demostración "segura" que permitiera chequear y reobtener todas las pruebas matemáticas sin necesidad de recurrir a la inteligencia, por métodos puramente mecánicos. El programa formalista de Hilbert tenía el objetivo de refundar la matemática a partir de la teoría más elemental (y más probada en la historia): la aritmética, esto es, los números que usamos para contar, con las operaciones habituales de suma y multiplicación, tal como se aprenden en la escuela primaria.

Hilbert se proponía, por un lado, dar axiomas que permitieran obtener, por vía de demostraciones "seguras", todos los enunciados verdaderos de la aritmética. La coronación de su programa sería dar una prueba también "segura" de consistencia para la aritmética, que alejara para siempre la posibilidad de volver a encontrar las temidas paradojas y contradicciones. Hasta 1930 estaba trabajando en esta última demostración. Pero en 1931, el teorema de Gödel dio por tierra con sus esperanzas: Gödel probó que cualquiera fuera el sistema de axiomas que se propusiera para la aritmética, si ese sistema era consistente (es decir, si no llevaba a contradicciones) había enunciados verdaderos que no podían ser demostrados por el sistema.

Es decir, el teorema de Gödel replica la situación del crimen con dos sospechosos: para cada sistema axiomático propuesto para la aritmética, hay enunciados que, por la exigencia del protocolo fijado, el sistema no puede ni probar ni refutar.

El teorema de Gödel destruyó una por una todas las esperanzas de Hilbert: en primer lugar mostró la imposibilidad de fundar toda la aritmética sobre axiomas. Aún peor, uno de los enunciados no demostrables exhibidos por Gödel fue, justamente, la propiedad de consistencia, lo que liquida también el plan de Hilbert de dar una fundamentación última y absoluta para la matemática a partir de la aritmética. Como una última ironía, la demostración dada por Gödel para su teorema sí es perfectamente "segura" y cumple todos los requisitos formales.

Por qué el teorema de Gödel interesó (y debe interesar) fuera de la matemática
El fenómeno de incompletitud que descubrió Gödel pronto interesó a diversas disciplinas de las ciencias sociales. Bien mirado, es muy razonable que así sea: los distintos campos del conocimiento, las distintas doctrinas, las distintas ideologías tienen un aire de familia con los sistemas axiomáticos. En cada disciplina hay algunos "primeros principios", declarados o encubiertos, que vertebran y dan curso a las argumentaciones lógicas a partir de ellos. La filosofía del materialismo postula que existe la materia y que la conciencia es sólo un estado de organización y evolución posterior. El idealismo sostiene un orden de primacía inverso. Descartes intentó un cuidadoso camino "hacia atrás" para llegar a una verdad indudable y desarrolló su pensamiento a partir de su único y famoso axioma: Pienso, luego existo. El primer axioma del psicoanálisis es la existencia del inconsciente. Y la teoría política tiene como axioma la lucha de clases, que las teorías de la socialdemocracia consideran posible de armonizar y las teorías revolucionarias postulan como irreconciliable. Aun en escuelas de pensamiento contrapuestas, una vez fijados y determinados estos primeros principios, muchas veces antagónicos, hay un modo similar de devanar argumentos, un protocolo lógico que hasta cierto punto se comparte. De manera que la forma en que se expresa el conocimiento en diversos campos tiene algo del mecanismo de los sistemas axiomáticos: unos pocos principios "duros" y firmemente asentados y una devanación de argumentos que justifican todas las demás afirmaciones sobre la base de esos primeros postulados. No es extraño entonces que la clase de limitación para los sistemas formales que marca el teorema de Gödel haya hecho reflexionar a otros pensadores sobre los fundamentos de sus propias disciplinas. Sin embargo, muchas veces, las extrapolaciones apresuradas y las analogías demasiado ligeras han llevado a conclusiones tremendistas, erróneas, a veces incluso risibles.

Dentro de nuestro libro analizamos y discutimos diversos intentos de extrapolación del teorema de Gödel en otros ámbitos: Julia Kristeva en la semiología, Deleuze y Guattari en la filosofía, Régis Debray en la política, Jean-François Lyotard en la epistemología, Jacques Lacan en el psicoanálisis.

Lacan y una analogía arriesgada
Nos detenemos en particular en el caso de Lacan, porque invoca en sus lecciones reiteradamente el teorema de Gödel, no sólo para su definición de lo Real (dentro de su tríada de lo Real, lo Imaginario y lo Simbólico) sino también para una analogía que tiene consecuencias directas en la práctica psicoanalítica. Lacan afirma que la experiencia del análisis instaura un discurso con una estructura lógica. Y solamente con esto infiere, a través de la analogía con el resultado de Gödel, que en ese discurso habrá "fallas" o aberturas lógicas, donde estaría lo que "puede salir del lenguaje". Dentro de la analogía, estas fallas se corresponderían con los enunciados indecidibles que quedan fuera del alcance de los sistemas propuestos para la aritmética. Y son sobre todo estas fallas, enfatiza, el modelo "de lo que debe interesar a los analistas".

Sin embargo, Lacan parece desconocer que dentro de la matemática hay también muchas teorías que sí son completas (como la teoría de los números complejos y varios otros ejemplos que damos en nuestro libro), teorías en las que todo lo verdadero es demostrable, no hay "fallas" y nada "se sale del lenguaje". Incluso, algunas de estas teorías completas parecen en principio más apropiadas que la aritmética para modelar discursos lógicos. Es decir, el fenómeno de incompletitud convive en la matemática con el fenómeno de completitud. Pero Lacan nunca justifica con argumentos propios de la teoría psicoanalítica por qué el discurso lógico que proviene del análisis se asemejaría más a la aritmética elemental que a una de estas tantas otras teorías completas. Esta cuestión es crucial porque, tal como está planteada, la elección de Lacan a favor de la aritmética parece totalmente arbitraria: un ejemplo elegido ad hoc para dar visos de argumentación a lo que parece en el fondo más bien un acto de fe.

Intriga
Justamente, lo que nos intrigó a nosotros cuando estudiamos en profundidad la demostración original de Gödel es detectar el elemento matemático que permite "dividir aguas" entre las teorías completas e incompletas. Ambos fenómenos, como dijimos, conviven en la matemática, y hay ejemplos curiosos de teorías matemáticas en apariencia muy parecidas entre sí que resultan una completa y otra incompleta. ¿Podría aislarse exactamente un hecho matemático, un síntoma, siempre presente, que diera lugar a la incompletitud?

Durante más de cuatro años nos reunimos una vez por semana, en un café de Cabildo y Lacroze, para pensar sobre esto, para analizar distintos ejemplos e imaginar y refinar conjeturas. El café en algún momento cerró y nosotros todavía seguíamos descendiendo a los niveles más abstractos de la prueba, como un juguete que desarmábamos incesantemente de todas las formas posibles, pero que se negaba a revelar su mecanismo secreto. Finalmente encontramos, en lo más íntimo de los argumentos, ese único hecho que pone en marcha toda la maquinaria de la demostración de Gödel y revela la razón matemática por la que la aritmética es incompleta (ver recuadro). Era tan, tan nítido, tan elegante, tan elemental, que inmediatamente pensamos: ¡tenemos que contarlo! Nos dimos cuenta, sobre todo, de que a partir de este hecho podíamos reescribir la demostración del teorema de Gödel de manera que cualquiera que hubiera terminado el colegio primario podría entenderla. Pero por qué no, entonces, nos preguntamos, escribir un libro que pusiera al alcance de todos no sólo las ideas principales detrás del teorema, con sus alcances e implicaciones filosóficas, sino también una demostración accesible, con todos los detalles. Durante todo otro año escribimos Gödel (para todos) con un escalonamiento muy cuidadoso, para que cada lector pueda llegar tan lejos como se lo proponga. Lo concebimos como un juego por etapas, con la esperanza de que los lectores se desafíen a sí mismos a pulsar enter al final de cada capítulo para pasar al próximo nivel. El juego empieza realmente desde cero. Y el premio es una de las más grandes hazañas de la inteligencia humana, que cruza de lado a lado el pensamiento contemporáneo.

El único hecho matemático

En el lenguaje las letras y las expresiones se concatenan unas a continuación de las otras para formar palabras. Así, por ejemplo, la expresión "ab" concatenada con la expresión "ad" nos da la palabra "abad". La clave en la demostración del teorema de Gödel es "traducir" el lenguaje en términos matemáticos para "hacerlo hablar" de sí mismo. Las letras del lenguaje se representan por medio de números. Y esta operación de concatenar expresiones se representa por medio de la concatenación de números. Si a la "a" le corresponde el número 1, a la "b" el número 2, y a la "d" el número 4, concatenar "ab" con "ad" equivaldrá, en términos numéricos, a concatenar el número 12 con el número 14. Esta concatenación de números no es más, otra vez, que escribir el segundo número a continuación del primero, y da el número 1214. Pero la concatenación de números, tal como se aprende en el colegio primario, puede obtenerse a partir de la multiplicación y la suma. En efecto, concatenar 12 con 14 equivale a multiplicar 12 x 100, (para "correr" dos lugares), y sumar luego 14.
El único hecho matemático detrás del teorema de Gödel es éste: la concatenación de números puede obtenerse con la suma y la multiplicación.

Por Guillermo Martínez
Para LA NACION

4 de junio de 2009

La Intrusa / Jorge Luis Borges

Me gusta mucho este cuento, espero que a ustedes también.
Saludos!Estanis

La Intrusa
Jorge Luis Borges

Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.
En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas dormían en catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hojas corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe y ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.

Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse con uno era contar con dos enemigos.

Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucía en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la mirara, para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.

Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.

Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado al palenque En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo:

-Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, usala.

El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.

Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.

Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristián.

La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la había dispuesto.

Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serían las once de la noche cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristián cobró la suma y la dividió después con el otro.

En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la mañana (que también era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a Morón; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le dijo:

-De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.

Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos.

Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande -¡quién sabe qué rigores y qué peligros habían compartido!- y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que habían traído la discordia.

El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo:

-Vení, tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargué; aprovechemos la fresca.

El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.

Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:

-A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con su pilchas, ya no hará más perjuicios.

Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.