25 de febrero de 2010

El terrible anciano / H.P. Lovecraft


El terrible anciano
H.P. Lovecraft

Fue la idea de Ángelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva hacer una visita al Terrible Anciano. El anciano vive a solas en una casa muy antigua de la Calle Walter próxima al mar, y se le conoce por ser un hombre extraordinariamente rico a la vez que por tener una salud extremadamente delicada... lo cual constituye un atractivo señuelo para hombres de la profesión de los señores Ricci, Czanek y Silva, pues su profesión era nada menos digno que el latrocinio de lo ajeno.
Los vecinos de Kingsport dicen y piensan muchas cosas acerca del Terrible Anciano, cosas que, generalmente, lo protegen de las atenciones de caballeros como el señor Ricci y sus colegas, a pesar de la casi absoluta certidumbre de que oculta una fortuna de incierta magnitud en algún rincón de su enmohecida y venerable mansión. En verdad, es una persona muy extraña, que al parecer fue capitán de veleros de las Indias Orientales en su día. Es tan viejo que nadie recuerda cuándo fue joven, y tan taciturno que pocos saben su verdadero nombre. Entre los nudosos árboles del jardín delantero de su vieja y nada descuidada residencia conserva una extraña colección de grandes piedras, singularmente agrupadas y pintadas de forma que semejan los ídolos de algún lóbrego templo oriental. Semejante colección ahuyenta a la mayoría de los chiquillos que gustan burlarse de su barba y cabello, largos y canosos, o romper las ventanas de pequeño marco de su vivienda con diabólicos proyectiles. Pero hay otras cosas que atemorizan a las gentes mayores y de talante curioso que en ocasiones se acercan a hurtadillas hasta la casa para escudriñar el interior a través de las vidrieras cubiertas de polvo. Estas gentes dicen que sobre la mesa de una desnuda habitación del piso bajo hay muchas botellas raras, cada una de las cuales tiene en su interior un trocito de plomo suspendido de una cuerda, como si fuese un péndulo. Y dicen que el Terrible Anciano habla a las botellas, llamándolas por nombres tales como Jack, Cara Cortada, Tom el Largo, Joe el Español, Peters y Mate Ellis, y que siempre que habla a una botella el pendulito de plomo que lleva dentro emite unas vibraciones precisas a modo de respuesta. A quienes han visto al alto y enjuto Terrible Anciano en una de esas singulares conversaciones no se les ocurre volver a verlo más. Pero Ángelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva no eran naturales de Kingsport. Pertenecían a esa nueva y heterogénea estirpe extranjera que queda al margen del atractivo círculo de la vida y tradiciones de Nueva Inglaterra, y no vieron en el Terrible Anciano otra cosa que un viejo achacoso y prácticamente indefenso, que no podía andar sin la ayuda de su nudoso cayado, y cuyas escuálidas y endebles manos temblaban de modo harto lastimoso. A su manera, se compadecían mucho del solitario e impopular anciano, a quien todos rehuían y a quien no había perro que no ladrase con especial virulencia. Pero los negocios, y, para un ladrón entregado de lleno a su profesión, siempre es tentador y provocativo un anciano de salud enfermiza que no tiene cuenta abierta en el banco, y que para subvenir a sus escasas necesidades paga en la tienda del pueblo con oro y plata españoles acuñados dos siglos atrás.
Los señores Ricci, Czanek y Silva eligieron la noche del once de abril para efectuar su visita. El señor Ricci y el señor Silva se encargarían de hablar con el pobre y anciano caballero, mientras el señor Czanek se quedaba esperándolos a los dos y a su presumible cargamento metálico en un coche cubierto, en la Calle Ship, junto a la verja del alto muro posterior de la finca de su anfitrión. El deseo de eludir explicaciones innecesarias en caso de una aparición inesperada de la policía aceleró los planes para una huida sin apuros y sin alharacas.
Tal como lo habían proyectado, los tres aventureros se pusieron manos a la obra por separado con objeto de evitar cualquier malintencionada sospecha a posteriori. Los señores Ricci y Silva se encontraron en la Calle Walter junto a la puerta de entrada de la casa del anciano, y aunque no les gustó cómo se reflejaba la luna en las piedras pintadas que se veían por entre las ramas en flor de los retorcidos árboles, tenían cosas en qué pensar más importantes que dejar volar su imaginación con manidas supersticiones. Temían que fuese una tarea desagradable hacerle soltar la lengua al Terrible Anciano para averiguar el paradero de su oro y plata, pues los viejos lobos marinos son particularmente testarudos y perversos. En cualquier caso, se trataba de alguien muy anciano y endeble, y ellos eran dos personas que iban a visitarlo. Los señores Ricci y Silva eran expertos en el arte de volver volubles a los tercos, y los gritos de un débil y más que venerable anciano no son difíciles de sofocar. Así que se acercaron hasta la única ventana alumbrada y escucharon cómo el Terrible Anciano hablaba en tono infantil a sus botellas con péndulos. Se pusieron sendas máscaras y llamaron con delicadeza en la descolorida puerta de roble.
La espera le pareció muy larga al señor Czanek, que se agitaba inquieto en el coche aparcado junto a la verja posterior de la casa del Terrible Anciano, en la Calle Ship. Era una persona más impresionable de lo normal, y no le gustaron nada los espantosos gritos que había oído en la mansión momentos antes de la hora fijada para iniciar la operación. ¿No les había dicho a sus compañeros que trataran con el mayor cuidado al pobre y viejo lobo de mar? Presa de los nervios observaba la estrecha puerta de roble en el alto muro de piedra cubierto de hiedra. No cesaba de consultar el reloj, y se preguntaba por los motivos del retraso. ¿Habría muerto el anciano antes de revelar dónde se ocultaba el tesoro, y habría sido necesario proceder a un registro completo? Al señor Czanek no le gustaba esperar tanto a oscuras en semejante lugar. Al poco, llegó hasta él el ruido de unas ligeras pisadas o golpes en el paseo que había dentro de la finca, oyó cómo alguien manoseaba desmañadamente, aunque con suavidad, en el herrumbroso pastillo, y vio cómo se abría la pesada puerta. Y al pálido resplandor del único y mortecino farol que alumbraba la calle aguzó la vista en un intento por comprobar qué habían sacado sus compañeros de aquella siniestra mansión que se vislumbraba tan cerca. Pero no vio lo que esperaba. Allí no estaban ni por asomo sus compañeros, sino el Terrible Anciano que se apoyaba con aire tranquilo en su nudoso cayado y sonreía malignamente. El señor Czanek no se había fijado hasta entonces en el color de los ojos de aquel hombre; ahora podía ver que era amarillos.

Las pequeñas cosas producen grandes conmociones en las ciudades provincianas. Tal es el motivo de que los vecinos de Kingsport hablasen a lo largo de toda aquella primavera y el verano siguiente de los tres cuerpos sin identificar, horriblemente mutilados -como si hubieran recibido múltiples cuchilladas- y horriblemente triturados -como si hubieran sido objeto de las pisadas de muchas botas despiadadas- que la marea arrojó a tierra. Y algunos hasta hablaron de cosas tan triviales como el coche abandonado que se encontró en la Calle Ship, o de ciertos gritos harto inhumanos, probablemente de un animal extraviado o de un pájaro inmigrante, escuchados durante la noche por los vecinos que no podían conciliar el sueño. Pero el Terrible Anciano no prestaba la menor atención a los chismes que corrían por el pacífico pueblo. Era reservado por naturaleza, y cuando se es anciano y se tiene una salud delicada la reserva es doblemente marcada. Además, un lobo marino tan anciano debe haber presenciado multitud de cosas mucho más emocionantes en los lejanos días de su ya casi olvidada juventud.

Fin

20 de febrero de 2010

Gioconda Belli / Entrevista

«El Génesis es un cuento naïf y de ahí el maniqueísmo y la dualidad que presenta»

La ganadora del 50.º aniversario del Premio Biblioteca Breve, revisa la historia fundacional de nuestra cultura cristiana a través de los arquetipos de Adán y Eva y su expulsión del paraíso terrenal.
A Gioconda Belli la saliva se le endulza de palabras emocionadas hacia la mujer primigenia. Del Génesis bíblico, apenas queda rastro en su novela: serpientes amigas de la raza humana, higo de la discordia en lugar de la consabida manzana, una Eva que da a luz dos pares de gemelos... Oyéndola hablar del Antiguo Testamento, nadie diría que para esta dueña y señora de una elegancia calculada, hubo un tiempo de transportar granadas y vivir en lugares poco recomendables para burlar la seguridad de Somoza. Durante veinte años participó en la revolución sandinista y fue amante de uno de los más importantes líderes de la guerrilla nicaragüense. Hoy, la escritora que encandiló a Fidel Castro, viste de firma y conserva la belleza de quien se ha bebido la vida en copa de balón. El infinito en la palma de su mano (Seix Barral), es su última apuesta embriagadora...

Se ha llevado el premio redondo: la 50 edición del Biblioteca Breve. Esto no es cualquier cosa.
Por eso participé, porque era el premio que más ilusión me hacía ganar, teniendo en cuenta quienes me han precedido en el galardón. Además se ha caracterizado por premiar la literatura que trata de innovar y creo que con esta novela rompo muchos esquemas...

Y lo hace de la mano de Eva, a quien quiere redimir de la maldad que le ha atribuido la historia... Pero, ¿no cree haberla encorsetado en otros arquetipos: vulnerable, intuitiva, hacendosa, soñadora, curiosa, pintando en la cueva mientras Adán caza...?
Es que la feminidad es una entelequia, una construcción social. Creer que tenemos que renunciar a todas esas cosas que yo encuentro importantes dentro de la feminidad: intuición, comunicación con la vida, con la naturaleza, ser telúrica, ¡es una equivocación!. Si no, estaríamos hablando de una mujer que para considerarse diferente y liberada tiene que parecerse ¿a quién?, ¿al hombre? Yo no hablo de una mujer que no es feminista, pero es una feminidad libre, empoderada –con conciencia de su propio poder- a partir de quien es y sus atributos.

La mujer de Adán no sólo nos dota del pecado, también concede “humanidad”, para bien para mal. No en vano, somos “hijos de Eva”... ¿no estaba ya redimida?
No olvides que somos “los hijos malditos” de una Eva tentadora, pecadora, seductora...

De igual forma, su Dios –Elokin- no es un “castigador”, sino “aburrido” que juega con sus muñecos de carne y hueso. Los católicos más ortodoxos la van a matar...
Pues que no se enfaden porque le doy a Elokin la construcción de dios griego, que no está tan preocupado con los humanos sino entretenido en sus propias cosas. Esa idea tan androcéntrica que tenemos del creador que nos va a venir a buscar uno por uno, me parece muy absurda, porque es una proyección jerárquica humana. En cuanto a la serpiente: a través de ella me cuestiono la idea del bien y del mal.

Su fascinación por la compañera de Adán es antigua: ya en los 70 firmaba columnas con el pseudónimo de Eva Salvatierra, y en los ochenta publicó el poemario "De la costilla de Eva"... ¿casualidad o de veras el personaje anidaba en tu subconsciente pidiéndote un relato?
Lo cierto es que sí. Siempre me ha provocado mucha fascinación porque es un mito fundacional de la cultura occidental.

Los foros estarán echando fuego en la red, porque su novela altera muchos dogmas de fe: Localiza el paraíso terrenal al norte de Irak...Cambia una manzana por un higo... Hace a Eva parir gemelos...y la serpiente es una recadera, que instruye y advierte a Adán y Eva
Yo creo que no les ha dado tiempo aún, porque la novela está recién aterrizada en las librerías, pero me imagino que levantará ampollas. Aunque, nunca me ha aterrado la polémica. Por lo demás, la manzana es un invento de la Edad Media y los evangelios apócrifos hablan de un doble parto de gemelos por parte de Eva.

El hecho de que Caín mate a Abel por amor, en lugar de por envidia, ¿resulta más atenuante para nuestra especie?...
Sí, nos redime mejor y tiene más sentido un crimen pasional. Porque tal y como está contado en el Génesis es una disputa por tierras, pero ¿cómo es posible en un mundo donde no hay propiedad privada? Las versiones apócrifas son más potables, más creíbles. Eva da a luz dos pares de gemelos, porque de lo contrario, el incesto con la madre era inevitable.

Tras morder el fruto, ¿qué sentimiento aflora primero: la culpa, el miedo... o el deseo?
El deseo, sin duda. Se supone que antes de comer la fruta, eran eternos.... Y si existe la eternidad, no hay necesidad de reproducirse, por tanto no hay deseo.

Luego, al menos en ese aspecto, ¿algo ganamos perdiendo el paraíso?
(risas) ¡Ni lo dudes!

El Génesis es un cuento naïf y de ahí el maniqueísmo y la dualidad que presenta... ¿cree que encierra algo del código fuente humano?
Claro que sí. Todos los mitos, y el paraíso lo es, crean arquetipos y ahí está codificado lo que somos, para quien quiera leer. Más que dualidad, yo hablaría de la existencia de una conciencia limitada por la muerte: estamos dentro de un cuerpo finito, falible y nos resistimos a estar envueltos en una materia tan efímera... Por eso necesitamos creer en la eternidad.

Según Freud, el miedo último del hombre es la muerte.. ¿un modo de luchar contra ella es escribir?
Sí rotundamente. Aunque no es consciente. Igual que cuando tenemos un hijo, hay un deseo de quedarte. Y esa es la eternidad: dejar un rastro de tu paso por la tierra... porque no creo en la vida eterna.

Ni es religiosa... ¿pero supongo que sí atesora algún tipo de espiritualidad?
Para ser exactos me considero agnóstica

A mí lo que más me chirría, es que tanto Adán como Eva, saben qué hacer con las palabras desde el principio, buscan acepciones, entienden los conceptos...
Hombre, piensa que es lo que nos diferencia de otras especies. Fueron seres creados de adultos y el conocimiento no les venía de la experiencia porque no la tenían, les viene del Creador. A nivel práctico no saben de nada: el ciclo de la noche y el día, cambio de estaciones... Pero tienen ese hálito de vida que viene del ser superior... Por tanto, no aprenden el habla, la recuerdan de lo que ya sabían. Muy platónico, ¿no?

En sus obras siempre hay un marcado acento erótico y la preocupación por la política... ¿Tienen algo en común la erótica y la política?
Claro que sí. El erotismo tiene que ver con todo. Además, me resisto a esa dicotomía entre el alma y el cuerpo en que nos han atrapado. El cuerpo es lo pecaminoso y el alma lo grandioso... ¡Somos carnales y nuestro cuerpo es el filtro por el que nos llega todo!

Escribió sus memorias durante el periodo sandinista, ¿se siente tentada por una novela política o quizá regrese a los apócrifos para una nueva historia?
Tengo ganas de escribir algo sobre el impacto humano que significa pasar de un sentido revolucionario a la desilusión, el tránsito de una visión idealista y mística a una cínica, pero no sé si lo haré. Y lo de los apócrifos también me ronda... Pero ahora voy a descansar.

¿Qué hizo cuándo terminó el último párrafo de esta novela?
Estaba sola, puse música y lo celebré bailando como una loca.

Estamos a muy pocos días de las elecciones y no puedo resistirme: ¿Sigue la campaña?
Claro y ¿puedo decir que quiero que gane Zapatero? Por lo demás os veo como cualquier sociedad moderna ante un mundo que se encuentra en una encrucijada polémica y difícil

Por último: ¿Dónde han quedado los años del transporte de armas y la lucha revolucionaria?
Quedaron atrás y a buen recaudo... Pero ¡nadie me lo puede sacar del cuerpo! Aunque ahora milito en la vida.

Se agradece a Literaturas.com

¿Quien es Gioconda Belli?
Gioconda Belli nació el 9 de diciembre de 1948 en Managua (Nicaragua). Vivió en el seno de una familia acomodada, su padre, Humberto Belli, era empresario y su madre, Gloria Pereira, fue fundadora del Teatro Experimental de Managua. Gioconda fue la segunda de cinco hermanos. Estudió en el Colegio de La Asunción en Managua y en el Real Colegio de Santa Isabel en Madrid, España, donde obtuvo el bachillerato en 1965. Tras obtener un diploma en Publicidad y Periodismo en Filadelfia, Estados Unidos, regresó a Managua y en 1967 contrajo matrimonio. Su primera hija, Marián, nació en 1969. Sus poemas aparecieron por primera vez en 1970 en el semanario cultural del diario La Prensa de ese país. Su poesía, considerada revolucionaria en su manera de abordar el cuerpo y sensualidad femenina, causó gran revuelo. Su libro “Sobre la grama” le ganó en 1972, el premio de poesía más prestigioso del país en esos años, el “Mariano Fiallos Gil” de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua.
Fue una firme opositora a la dictadura de Somoza, por lo que tuvo que exiliarse a México y Costa Rica y se integró a las filas del FSLN, organización en la que militó desde 1970 hasta 1994. Fue miembro de la Comisión Político-Diplomática del FSLN. Fue correo clandestino, transportó armas, viajó por Europa y América Latina obteniendo recursos y divulgando la lucha sandinista.
En 1978, obtuvo el prestigioso Premio Casa de América (Cuba) en el género poesía por su libro Línea de Fuego.
Belli se casó por segunda vez y tuvo a sus hijos Melisa y Camilo.
Tras el triunfo sandinista fue representante sandinista ante el Consejo Nacional de Partidos Políticos y vocero del FSLN en la campaña electoral de ese año.
Dejó la vida política para dedicarse a escribir su primera novela, sin dejar nunca de lado la poesía. En 1988, Belli publicó su primera novela La Mujer Habitada, que fue un éxito clamoroso de amplia resonancia internacional.
En 1990, se publicó la segunda novela, Sofía de los Presagios. En 2001 apareció en El País bajo mi piel, un testimonio-memoria de sus años en el sandinismo.
Se casó por tercera vez en 1987 con Charles Castaldi con el que tiene una hija, Adriana, nacida en 1993.
En febrero del 2008 publicó su última novela El infinito en la palma de la mano, galardonada con el Premio Biblioteca Breve 2008 de la editorial española Seix Barral, y recientemente con el Premio Sor Juana Inés de la Cruz.

BIBLIOGRAFÍA
Sobre la grama 1972
Línea de fuego 1978
Truenos y arco iris 1982
Amor insurrecto 1985
De la costilla de Eva 1987
La mujer habitada 1988
Sofía de los presagios 1990
El ojo de la mujer. Poesía reunida 1990
El taller de las mariposas 1992
Waslala 1996
Apogeo 1997
El país bajo mi piel 2001
Mi íntima multitud 2003
El pergamino de la seducción ¡Con comentarios! 2005
El infinito en la palma de la mano 2008

PREMIOS
Premio Mariano Fiallos Gil de Poesía, Nicaragua 1972
Premio Casa de América, Cuba, Poesía 1978
Premio de la Fundación de Libreros, Bibliotecarios y Editores Alemanes de la Fundación Friedrich Ebhert en 1989 a la Mejor Novela Política del Año, por "La Mujer Habitada"
Premio Anna Seghers de la Academia de Artes de Alemania, en 1989.
Premio Luchs del Semanario Die Zeit a su libro “El Taller de las Mariposas” compartido con el ilustrador, Wolf Elbruch, 1992.
Medalla de reconocimiento del Teatro Nacional de Nicaragua por 25 años de labor cultural
* Premio Internacional de Poesía Generación del 27 - 2002
Premio Biblioteca Breve, Editorial Seix Barra, Madrid, febrero 2008
XXVIII Premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla, 2006
Premio Pluma de Plata, Bilbao, 2005
Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2008

15 de febrero de 2010

La casa cerrada / Narrado por Alberto Laiseca

Para acomodarse en la silla y disfrutar aunque sea 10 minutos! Que lo disfruten.
Saludos! Estanis


La casa cerrada
Manuel Mujica Lainez

10 de febrero de 2010

La isla a mediodía / Julio Cortazar

Vale la pena. Como todo lo que escribió Cortazar. Saludos!

La isla a mediodía
Julio Cortazar

La primera vez que vio la isla, Marini estaba cortésmente inclinado sobre los asientos de la izquierda, ajustando la mesa de plástico antes de instalar la bandeja del almuerzo. La pasajera lo había mirado varias veces mientras él iba y venía con revistas o vasos de whisky; Marini se demoraba ajustando la mesa, preguntándose aburridamente si valdría la pena responder a la mirada insistente de la pasajera, una americana de las muchas, cuando en el óvalo azul de la ventanilla entró el litoral de la isla, la franja dorada de la playa, las colinas que subían hacia la meseta desolada. Corrigiendo la posición defectuosa del vaso de cerveza, Marini sonrió a la pasajera. «Las islas griegas», dijo. «Oh, yes, Greece», repuso la americana con un falso interés. Sonaba brevemente un timbre y el steward se enderezó sin que la sonrisa profesional se borrara de su boca de labios finos. Empezó a ocuparse de un matrimonio sirio que quería jugo de tomate, pero en la cola del avión se concedió unos segundos para mirar otra vez hacia abajo; la isla era pequeña y solitaria, y el Egeo la rodeaba con un intenso azul que exaltaba la orla de un blanco deslumbrante y como petrificado, que allá abajo sería espuma rompiendo en los arrecifes y las caletas. Marini vio que las playas desiertas corrían hacia el norte y el oeste, lo demás era la montaña entrando a pique en el mar. Una isla rocosa y desierta, aunque la mancha plomiza cerca de la playa del norte podía ser una casa, quizá un grupo de casas primitivas. Empezó a abrir la lata de jugo, y al enderezarse la isla se borró de la ventanilla; no quedó más que el mar, un verde horizonte interminable. Miró su reloj pulsera sin saber por qué; era exactamente mediodía.
A Marini le gustó que lo hubieran destinado a la línea Roma-Teherán, porque el paisaje era menos lúgubre que en las líneas del norte y las muchachas parecían siempre felices de ir a Oriente o de conocer Italia. Cuatro días después, mientras ayudaba a un niño que había perdido la cuchara y mostraba desconsolado el plato del postre, descubrió otra vez el borde de la isla. Había una diferencia de ocho minutos pero cuando se inclinó sobre una ventanilla de la cola no le quedaron dudas; la isla tenía una forma inconfundible, como una tortuga que sacara apenas las patas del agua. La miró hasta que lo llamaron, esta vez con la seguridad de que la mancha plomiza era un grupo de casas; alcanzó a distinguir el dibujo de unos pocos campos cultivados que llegaban hasta la playa. Durante la escala de Beirut miró el atlas de la stewardess, y se preguntó si la isla no sería Horos. El radiotelegrafista, un francés indiferente, se sorprendió de su interés. «Todas esas islas se parecen, hace dos años que hago la línea y me importan muy poco. Sí, muéstremela la próxima vez.» No era Horos sino Xiros, una de las muchas islas al margen de los circuitos turísticos. «No durará ni cinco años», le dijo la stewardess mientras bebían una copa en Roma. «Apúrate si piensas ir, las hordas estarán allí en cualquier momento, Gengis Cook vela.» Pero Marini siguió pensando en la isla, mirándola cuando se acordaba o había una ventanilla cerca, casi siempre encogiéndose de hombros al final. Nada de eso tenía sentido, volar tres veces por semana a mediodía sobre Xiros era tan irreal como soñar tres veces por semana que volaba a mediodía sobre Xiros. Todo estaba falseado en la visión inútil y recurrente; salvo, quizá, el deseo de repetirla, la consulta al reloj pulsera antes de mediodía, el breve, punzante contacto con la deslumbradora franja blanca al borde de un azul casi negro, y las casas donde los pescadores alzarían apenas los ojos para seguir el paso de esa otra irrealidad.

Ocho o nueve semanas después, cuando le propusieron la línea de Nueva York con todas sus ventajas, Marini se dijo que era la oportunidad de acabar con esa manía inocente y fastidiosa. Tenía en el bolsillo el libro donde un vago geógrafo de nombre levantino daba sobre Xiros más detalles que los habituales en las guías. Contestó negativamente, oyéndose como desde lejos, y después de sortear la sorpresa escandalizada de un jefe y dos secretarias se fue a comer a la cantina de la compañía donde lo esperaba Carla. La desconcertada decepción de Carla no lo inquietó; la costa sur de Xiros era inhabitable pero hacia el oeste quedaban huellas de una colonia lidia o quizá cretomicénica, y el profesor Goldmann había encontrado dos piedras talladas con jeroglíficos que los pescadores empleaban como pilotes del pequeño muelle. A Carla le dolía la cabeza y se marchó casi enseguida; los pulpos eran el recurso principal del puñado de habitantes, cada cinco días llegaba un barco para cargar la pesca y dejar algunas provisiones y géneros. En la agencia de viajes le dijeron que habría que fletar un barco especial desde Rynos, o quizá se pudiera viajar en la falúa que recogía los pulpos, pero esto último sólo lo sabría Marini en Rynos donde la agencia no tenía corresponsal. De todas maneras la idea de pasar unos días en la isla no era más que un plan para las vacaciones de junio; en las semanas que siguieron hubo que reemplazar a White en la línea de Túnez, y después empezó una huelga y Carla se volvió a casa de sus hermanas en Palermo. Marini fue a vivir a un hotel cerca de Piazza Navona, donde había librerías de viejo; se entretenía sin muchas ganas en buscar libros sobre Grecia, hojeaba de a ratos un manual de conversación. Le hizo gracia la palabra kalimera y la ensayó en un cabaret con una chica pelirroja, se acostó con ella, supo de su abuelo en Odos y de unos dolores de garganta inexplicables. En Roma empezó a llover, en Beirut lo esperaba siempre Tania, había otras historias, siempre parientes o dolores; un día fue otra vez a la línea de Teherán, la isla a mediodía. Marini se quedó tanto tiempo pegado a la ventanilla que la nueva stewardess lo trató de mal compañero y le hizo la cuenta de las bandejas que llevaba servidas. Esa noche Marini invitó a la stewardess a comer en el Firouz y no le costó que le perdonaran la distracción de la mañana. Lucía le aconsejó que se hiciera cortar el pelo a la americana; él le habló un rato de Xiros, pero después comprendió que ella prefería el vodka-lime del Hilton. El tiempo se iba en cosas así, en infinitas bandejas de comida, cada una con la sonrisa a la que tenía derecho el pasajero. En los viajes de vuelta el avión sobrevolaba Xiros a las ocho de la mañana; el sol daba contra las ventanillas de babor y dejaba apenas entrever la tortuga dorada; Marini prefería esperar los mediodías del vuelo de ida, sabiendo que entonces podía quedarse un largo minuto contra la ventanilla mientras Lucía (y después Felisa) se ocupaba un poco irónicamente del trabajo. Una vez sacó una foto de Xiros pero le salió borrosa; ya sabía algunas cosas de la isla, había subrayado las raras menciones en un par de libros. Felisa le contó que los pilotos lo llamaban el loco de la isla, y no le molestó. Carla acababa de escribirle que había decidido no tener el niño, y Marini le envió dos sueldos y pensó que el resto no le alcanzaría para las vacaciones. Carla aceptó el dinero y le hizo saber por una amiga que probablemente se casaría con el dentista de Treviso. Todo tenía tan poca importancia a mediodía, los lunes y los jueves y los sábados (dos veces por mes, el domingo).

Con el tiempo fue dándose cuenta de que Felisa era la única que lo comprendía un poco; había un acuerdo tácito para que ella se ocupara del pasaje a mediodía, apenas él se instalaba junto a la ventanilla de la cola. La isla era visible unos pocos minutos, pero el aire estaba siempre tan limpio y el mar la recortaba con una crueldad tan minuciosa que los más pequeños detalles se iban ajustando implacables al recuerdo del pasaje anterior: la mancha verde del promontorio del norte, las casas plomizas, las redes secándose en la arena. Cuando faltaban las redes Marini lo sentía como un empobrecimiento, casi un insulto. Pensó en filmar el paso de la isla, para repetir la imagen en el hotel, pero prefirió ahorrar el dinero de la cámara ya que apenas le faltaba un mes para las vacaciones. No llevaba demasiado la cuenta de los días; a veces era Tania en Beirut, a veces Felisa en Teherán, casi siempre su hermano menor en Roma, todo un poco borroso, amablemente fácil y cordial y como reemplazando otra cosa, llenando las horas antes o después del vuelo, y en el vuelo todo era también borroso y fácil y estúpido hasta la hora de ir a inclinarse sobre la ventanilla de la cola, sentir el frío cristal como un límite del acuario donde lentamente se movía la tortuga dorada en el espeso azul.

Ese día las redes se dibujaban precisas en la arena, y Marini hubiera jurado que el punto negro a la izquierda, al borde del mar, era un pescador que debía estar mirando el avión. «Kalimera», pensó absurdamente. Ya no tenía sentido esperar más, Mario Merolis le prestaría el dinero que le faltaba para el viaje, en menos de tres días estaría en Xiros. Con los labios pegados al vidrio, sonrió pensando que treparía hasta la mancha verde, que entraría desnudo en el mar de las caletas del norte, que pescaría pulpos con los hombres, entendiéndose por señas y por risas. Nada era difícil una vez decidido, un tren nocturno, un primer barco, otro barco viejo y sucio, la escala en Rynos, la negociación interminable con el capitán de la falúa, la noche en el puente, pegado a las estrellas, el sabor del anís y del carnero, el amanecer entre las islas. Desembarcó con las primeras luces, y el capitán lo presentó a un viejo que debía ser el patriarca. Klaios le tomó la mano izquierda y habló lentamente, mirándolo en los ojos. Vinieron dos muchachos y Marini entendió que eran los hijos de Klaios. El capitán de la falúa agotaba su inglés: veinte habitantes, pulpos, pesca, cinco casas, italiano visitante pagaría alojamiento Klaios. Los muchachos rieron cuando Klaios discutió dracmas; también Marini, ya amigo de los más jóvenes, mirando salir el sol sobre un mar menos oscuro que desde el aire, una habitación pobre y limpia, un jarro de agua, olor a salvia y a piel curtida.

Lo dejaron solo para irse a cargar la falúa, y después de quitarse a manotazos la ropa de viaje y ponerse un pantalón de baño y unas sandalias, echó a andar por la isla. Aún no se veía a nadie, el sol cobraba lentamente impulso y de los matorrales crecía un olor sutil, un poco ácido mezclado con el yodo del viento. Debían ser las diez cuando llegó al promontorio del norte y reconoció la mayor de las caletas. Prefería estar solo aunque le hubiera gustado más bañarse en la playa de arena; la isla lo invadía y lo gozaba con una tal intimidad que no era capaz de pensar o de elegir. La piel le quemaba de sol y de viento cuando se desnudó para tirarse al mar desde una roca; el agua estaba fría y le hizo bien; se dejó llevar por corrientes insidiosas hasta la entrada de una gruta, volvió mar afuera, se abandonó de espaldas, lo aceptó todo en un solo acto de conciliación que era también un nombre para el futuro. Supo sin la menor duda que no se iría de la isla, que de alguna manera iba a quedarse para siempre en la isla. Alcanzó a imaginar a su hermano, a Felisa, sus caras cuando supieran que se había quedado a vivir de la pesca en un peñón solitario. Ya los había olvidado cuando giró sobre sí mismo para nadar hacia la orilla.

El sol lo secó enseguida, bajó hacia las casas donde dos mujeres lo miraron asombradas antes de correr a encerrarse. Hizo un saludo en el vacío y bajó hacia las redes. Uno de los hijos de Klaios lo esperaba en la playa, y Marini le señaló el mar, invitándolo. El muchacho vaciló, mostrando sus pantalones de tela y su camisa roja. Después fue corriendo hacia una de las casas, y volvió casi desnudo; se tiraron juntos a un mar ya tibio, deslumbrante bajo el sol de las once.

Secándose en la arena, Ionas empezó a nombrar las cosas. «Kalimera», dijo Marini, y el muchacho rió hasta doblarse en dos. Después Marini repitió las frases nuevas, enseñó palabras italianas a Ionas. Casi en el horizonte, la falúa se iba empequeñeciendo; Marini sintió que ahora estaba realmente solo en la isla con Klaios y los suyos. Dejaría pasar unos días, pagaría su habitación y aprendería a pescar; alguna tarde, cuando ya lo conocieran bien, les hablaría de quedarse y de trabajar con ellos. Levantándose, tendió la mano a Ionas y echó a andar lentamente hacia la colina. La cuesta era escarpada y trepó saboreando cada alto, volviéndose una y otra vez para mirar las redes en la playa, las siluetas de las mujeres que hablaban animadamente con Ionas y con Klaios y lo miraban de reojo, riendo. Cuando llegó a la mancha verde entró en un mundo donde el olor del tomillo y de la salvia era una misma materia con el fuego del sol y la brisa del mar. Marini miró su reloj pulsera y después, con un gesto de impaciencia, lo arrancó de la muñeca y lo guardó en el bolsillo del pantalón de baño. No sería fácil matar al hombre viejo, pero allí en lo alto, tenso de sol y de espacio, sintió que la empresa era posible. Estaba en Xiros, estaba allí donde tantas veces había dudado que pudiera llegar alguna vez. Se dejó caer de espaldas entre las piedras calientes, resistió sus aristas y sus lomos encendidos, y miró verticalmente el cielo; lejanamente le llegó el zumbido de un motor.

Cerrando los ojos se dijo que no miraría el avión, que no se dejaría contaminar por lo peor de sí mismo, que una vez más iba a pasar sobre la isla. Pero en la penumbra de los párpados imaginó a Felisa con las bandejas, en ese mismo instante distribuyendo las bandejas, y su reemplazante, tal vez Giorgio o alguno nuevo de otra línea, alguien que también estaría sonriendo mientras alcanzaba las botellas de vino o el café. Incapaz de luchar contra tanto pasado abrió los ojos y se enderezó, y en el mismo momento vio el ala derecha del avión, casi sobre su cabeza, inclinándose inexplicablemente, el cambio de sonido de las turbinas, la caída casi vertical sobre el mar. Bajó a toda carrera por la colina, golpeándose en las rocas y desgarrándose un brazo entre las espinas. La isla le ocultaba el lugar de la caída, pero torció antes de llegar a la playa y por un atajo previsible franqueó la primera estribación de la colina y salió a la playa más pequeña. La cola del avión se hundía a unos cien metros, en un silencio total. Marini tomó impulso y se lanzó al agua, esperando todavía que el avión volviera a flotar; pero no se veía más que la blanda línea de las olas, una caja de cartón oscilando absurdamente cerca del lugar de la caída, y casi al final, cuando ya no tenía sentido seguir nadando, una mano fuera del agua, apenas un instante, el tiempo para que Marini cambiara de rumbo y se zambullera hasta atrapar por el pelo al hombre que luchó por aferrarse a él y tragó roncamente el aire que Marini le dejaba respirar sin acercarse demasiado. Remolcándolo poco a poco lo trajo hasta la orilla, tomó en brazos el cuerpo vestido de blanco, y tendiéndolo en la arena miró la cara llena de espuma donde la muerte estaba ya instalada, sangrando por una enorme herida en la garganta. De qué podía servir la respiración artificial si con cada convulsión la herida parecía abrirse un poco más y era como una boca repugnante que llamaba a Marini, lo arrancaba a su pequeña felicidad de tan pocas horas en la isla, le gritaba entre borbotones algo que él ya no era capaz de oír. A toda carrera venían los hijos de Klaios y más atrás las mujeres. Cuando llegó Klaios, los muchachos rodeaban el cuerpo tendido en la arena, sin comprender cómo había tenido fuerzas para nadar a la orilla y arrastrarse desangrándose hasta ahí. «Ciérrale los ojos», pidió llorando una de las mujeres. Klaios miró hacia el mar, buscando algún otro sobreviviente. Pero como siempre estaban solos en la isla, y el cadáver de ojos abiertos era lo único nuevo entre ellos y el mar.

Fin

5 de febrero de 2010

Paul Auster / Entrevista

"Tal vez la verdad es invisible"
El escritor habla en esta entrevista de su nueva novela, Invisible, y también de las críticas, de Obama, y del desafío de narrar un incesto y ser convincente.

A lo lejos se ve la figura de un hombre de caminar erguido. De su aproximación avisa una bufanda roja, que destaca en el fondo de color oscuro del resto del vestuario, incluidos unos lentes negros. Avanza sin interferencias. Es Paul Auster. Auster en su ambiente, en Brooklyn, su lugar natural. Ya está aquí. Se quita los lentes para saludar y deja escapar una mirada de efecto relajante. Tiende la mano, la estrecha con intensidad. Abre la puerta del Sweet Melissa Cafe –uno de esos locales propios de Nueva York, que aún no se han clonado, de trato familiar– y cede el paso al invitado. Elige una mesa, al lado del patio interior, en el que, pese a ser finales de noviembre, todavía se atreven algunos a acomodarse a la hora de la comida. Pone su rúbrica en un ejemplar de su nueva novela, Invisible, que Anagrama acaba de publicar en castellano. Y frunce el ceño cuando ve aparecer el grabador.

-¿Le molesta?
-No, no, pero la música está muy alta (pide que la bajen). No se qué pasa con la música en los restaurantes de este país. Es terrible, no puedes estar tranquilo.

-Unos conocidos vinieron a Nueva York a pasar sus vacaciones y alquilaron un departamento en Brooklyn para tener una experiencia "austeriana"...
-Me parece una locura. No puedo decir nada más. No tiene sentido que alguien venga a Brooklyn porque yo vivo aquí.

-Tal vez creían en un tropiezo casual con usted, fruto del azar, una circunstancia tan característica de sus novelas...
-No son mis libros, sino que todo en la vida es fruto del azar. Es fascinante pensar, por ejemplo, ¿dónde se conocieron tus padres? Es la suerte. Si ellos no se hubieran encontrado, tú no estarías en Brooklyn. ¿No es una historia extraña? Se encontraron por suerte, no lo dudes, y ahora estás sentado enfrente de mí...

-... hablando con Paul Auster...
-Cada vida es el producto de un accidente que sucedió una vez.

-En su última obra vuelve a producirse una historia de azar. ¿Feliz con el resultado?
-¿Feliz? Nunca.

-¿Por qué no?
-No sentirse feliz forma parte de la naturaleza de este trabajo. Experimento un minuto de satisfacción cuando acabo un libro o cuando pienso que ha sido un buen día de trabajo. Después, me gana el desasosiego, pienso que he de leer más libros para hacerlo mejor en la próxima ocasión.

-La crítica que se publicó hace unos días en el Book Review de The New York Times concluía que ésta es su mejor novela...
-Lo sé. Sólo es la opinión de una persona. Y cada una tiene una opinión diferente.

-Sí, porque esta semana, James Wood arremete contra usted en The New Yorker.
-No he leído la reseña. No leo ninguna desde hace cuatro o cinco años, aunque también la conozco. Sé que me ataca. No tengo nada personal con él, pero siempre es así. Muchos amigos me preguntan cuál es el problema. Es un reaccionario. No quiero preocuparme. Siri (Husdvedt), mi mujer, que está de viaje, me llamó para contármelo. Dijo que era como si fueras por la calle y un desconocido te soltara un trompazo en la cara.

-Son giros, tan chocantes como los de su relato, donde juega con lo que es verdad o no...
-La verdad es una de las cosas más frágiles del mundo, no sabemos qué sucede realmente. Incluso nuestra propia memoria se destruye mientras trabaja nuestra experiencia. Y descubrimos más cosas conforme nos hacemos mayores. Si yo fallo, si me equivoco al recordar cosas, y es mi propia vida, ¡imagínate cómo son las consideraciones que hace la gente! Es fascinante. La memoria juega con nosotros.

-Y usted juega con el atractivo de las versiones que se niegan. Por ejemplo el personaje de Gwyn, que desmiente el relato de su hermano, Adam...
-Sí, dice que nunca sucedió. Ella tiene un argumento, es muy lúcida y resulta convincente.

-Pero Freeman, su alter ego dentro de la historia, certifica que todo lo otro que explica Adam es cierto...
-Es lo que Freeman concluye, nada más. Es un punto de vista, y de nuevo, ¿donde está la verdad? Este es el libro de lo invisible. Tal vez la verdad es invisible.

-Lo que sí se ve es su valentía para narrar un incesto.
-Es lo más apasionante del libro.

-Los críticos han puesto el acento en su erotismo...
-Nunca había ido tan lejos. Resulta difícil de escribir, es duro. He intentado hacerlo con el máximo de honestidad, sin usar metáforas, describiendo lo que sucede con un lenguaje directo.

-Dicen no sentir culpa...
-Porque no hieren a nadie y su acto no tiene consecuencias fuera de ellos. Están convencidos de que no es un crimen ni un pecado porque no trasciende. ¿No hay pecado si todo queda en el interior de uno? Reconozco que aquí hay un punto de discusión.

-Una de sus frases: "Miedo es lo que hace que nos atrevamos a tomar riesgos".
-Lo digo a la hora de escribir, en el sentido de que es difícil de explicar una relación incestuosa y lograr ser convincente.

-Difícil por eso del pecado...
-No quiero criminalizar. Hablo de lo que sucede en el interior de unas personas y no de cómo se las ve desde el exterior, que es donde se hacen los juicios y se culpabiliza. No quería expresar el sentimiento de que se hace un juicio. Es un momento intenso.

-Otra sentencia: "La guerra es una de las más puras expresiones del alma humana".
-Yo no lo creo. Es lo que piensa Born, uno de los personajes. Pero es innegable que es una cuestión de debate. A pesar de los años de civilización, seguimos matándonos los unos a los otros. Cada día alguien mata a alguien. Es un pensamiento horrible, en cuanto nos sentimos agredidos lo asociamos a matar al que nos agrede.

-La novela arranca en 1967, la guerra de Vietnam está presente, hoy es Afganistán...
-Estados Unidos siempre está envuelto en guerras, donde sea, en cualquier lugar del mundo. Irán, Iraq, ocho años terribles, Israel, Palestina, Oriente Medio, Ruanda... Es una verdad terrible.
-¿El conflicto afgano será el Vietnam de Obama?
-Espero que nos saque de allí, donde cada día perdemos gente, derrochamos mucho dinero, causamos dolor y aumentamos la animadversión hacia nosotros como nunca antes. Sin embargo, no sé si ahora puede sacarnos.

-Le gusta Obama...
-Su elección me alegró. El presidente es brillante, tiene talento y la derecha republicana se ha de reconstruir, está verdaderamente muy deprimida. Sin duda, es mucho mejor que el anterior.

-El terrible atentado del 2001 vuelve a salir en su libro, aunque sea sólo una pincelada.
-Si escribes sobre algo que sucede después del 2001, y eres americano y más en concreto neoyorquino, es imposible no pensar en lo que sucedió. Piensas cada día.

-También se refiere a la pesadilla de los neoyorquinos de que alguien, de repente, les salga con una pistola...
-Sí, es cierto, pero especialmente entonces, cuando se encuadra esta historia. Los 60 y 70 eran muy violentos, mucho más que ahora. La ciudad ahora es más segura. Esa imagen del libro explica lo peligrosa que era entonces la ciudad, con drogas por todos los lados, pistolas y navajas, amenazas, tiroteos. Todavía los hay pero no en el grado de entonces. Cuando yo era estudiante ibas por la calle mirando a tu alrededor.

-¿En Manhattan?
-Sí, en todos lados, pero sobre todo en Manhattan. En esa época nunca había puesto los pies en Brooklyn.

-¿Por qué eligió Brooklyn para vivir?
-Fue hace casi 30 años. Y fue sencillamente porque no podía vivir en Manhattan por una cuestión de dinero. Era más barato. Me trasladé en 1981 y jamás pensé que no me movería. Cuando vino mi mujer del medio oeste, en 1978, estaba en Manhattan, pero era caro, y se vino a Brooklyn. Hace unos años, el departamento nos quedó chico, nos teníamos que cambiar a uno más grande. Le dije si quería volver a Manhattan, ése era el momento. Pero no, nos quedamos en Brooklyn, sólo nos movimos una cuadra. Ahora hay muchos escritores jóvenes norteamericanos que viven en Brooklyn, al menos la mitad.

-¿Qué lo ha llevado escribir esta novela?
-He trabajado en ella seis o siete meses, cada día. Pero cada libro es diferente. Algunos los escribes en diez años, otros, en uno, todo depende.

-¿Los piensa y los madura durante mucho tiempo?
-No, por lo general, pienso algo y lo escribo. Pero por ejemplo, después de haber estado trabajando durante años en Brooklyn Follies, cuando por fin la terminé me quedé vacío, no sabía qué hacer. No tenía ideas.

-¿Y ahora?
-Ya tengo otro libro listo. Lo terminé hace dos meses y saldrá el próximo año. Finito.

-¿De que va?
-Ya se verá.

-Dice que está vacío. ¿No se refugiará en el cine? ¿Algún proyecto de película?
-No, no.

-Se había dicho que podía hacer algo con Almodóvar.
-Nada. Estuve con Pedro hace unos días, cuando vino por el Festival de Cine de Nueva York. Es un tipo muy inteligente, listo, controla todos sus proyectos y no ha querido irse a Hollywood como muchos directores europeos. Su última película, Los abrazos rotos, me ha encantado. Ya sé que en España la criticaron, pero a mí me gustó. Me gusta su historia, cómo la organiza, las referencias a otras películas, el ambiente. Y Penélope está fascinante.

-¿Cree que sus libros son cinematográficos?
-No, es una concepción errónea. Mis libros no son nada cinematográficos. Entre otras cuestiones, son muy descriptivos, tienen muy poco diálogo. Tal vez lo que ocurre es que la gente visualiza mis novelas.

-Aunque también, de pasada, en "Invisible" hace una referencia a la imposibilidad de olvidarse del béisbol...
-Y más en temporadas como esta, que ha sido terrible. Todos los jugadores de los Mets se lesionaban, todo el equipo ausente. ¡Pero estoy esperanzado con el próximo año, será diferente!

-¿Y los Yankees?
-En la Serie Mundial (las eliminatorias finales) quería que ganaran. Soy neoyorquino. Además tienen un jugador que me gusta mucho, Derek Jeter. En los momentos de presión, él sabe jugar cuando muchos fallan.

-¿Por qué los jugadores de béisbol siempre escupen?
-Será por los nervios...

Paul Auster
Nueva Jersey, 1947.
Escritor


Entre el decorado humano de Nueva York y la lectura profunda de Samuel Beckett y Franz Kafka, Paul Auster construyó una de las narrativas estadounidenses más sólidas de los últimos veinte años. Su obra persigue los pliegues misteriosos de lo cotidiano y anodino, clave resuelta en libros como Leviatán (1992), La música del azar (1990), La noche del oráculo (2004) y Brooklyn Follies (2006). Fue distinguido con la Orden de las Artes y Letras de Francia (1992) y el Premio Príncipe de Asturias (2006).

Gentileza Revista Ñ Sábado 12 de Diciembre de 2009