Cuando parece caduca la separación entre el arte de elite y el arte popular o industrial, la autora de Escenas de la vida posmoderna indaga el agotamiento actual de las formas, la verdadera función de la crítica y los consumos literarios.
El arte está de moda. Miles de páginas de Internet responden a la búsqueda "art & shopping". Celebrities , galeristas y artistas de los primeros puestos del ranking internacional están vinculados con firmas de merchandising . Invertir en arte es menos arriesgado que la Bolsa y los museos son buenos negocios para las ciudades. Por eso, por su éxito turístico entre otras razones, el magnífico edificio del Guggenheim de Bilbao, proyectado por Frank Gehry, es custodiado fielmente por Puppy , el perro un poco monstruoso del artista Jeff Koons, compuesto por 40.000 flores. Por supuesto: es de rústicos hablar mal de Puppy , gente que no entiende que Puppy sale de cruzar los jardines del siglo XVIII con las mascotas de historieta. Lo dice, en un video, el director del Guggenheim, que pasa al lado de Puppy todos los días.
Aunque hoy el adjetivo haya perdido algo de la electricidad que transmitía en las dos últimas décadas del siglo XX, lo que hasta hace poco se llamó posmoderno caracteriza un campo estético donde distintas fracciones sellaron un tratado de paz para remitir la competencia entre artistas al mercado y a ese otro espacio ligado intrincadamente con el mercado que son los museos.
Por su parte, en la academia y en el mundo elegante, la sociología de la cultura y los estudios culturales han difundido la tesis de que es inválida, cuando no reaccionaria, la separación entre arte de elite y arte popular o arte industrial. Lo peor de todo es que esa separación también sería arcaica e incompetente para entender lo que sucede. Hay que ser muy valiente o muy conservador para señalar, en palabras de James Elkins, que "casi todas las prácticas culturales -lo que equivale a decir prácticamente toda la cultura- deben observarse irónicamente como kitsch o camp . Por cierto, desde esta perspectiva, no tiene sentido la crítica de arte que, en desbandada, se confunde con la crítica cultural".
En los primeros años de este siglo, se publicaron dos libros muy breves que compartían una preocupación por la insustancialidad y la poca importancia pública de la crítica de arte y de literatura. El italiano Mario Lavagetto le puso al suyo el título Eutanasia de la crítica (2005); y el citado James Elkins, profesor en la escuela del Art Institute de Chicago, eligió una pregunta: What happened to art criticism? (2003). Lavagetto piensa que la muerte de la interpretación provoca la simultánea eutanasia de la crítica. Elkins subraya la desaparición de los juicios y de las preferencias. Probablemente la suma de los dos diagnósticos describa bien la condición actual: Lavagetto se refiere fundamentalmente a la crítica académica y Elkins, a la crítica periodística. Entre ambos cubren todo el campo del discurso sobre arte y literatura.
Lo que dicen representa algo de lo que sucede, pero ni Lavagetto ni Elkins deciden tomar la cuestión de frente y preguntarse qué le pasó al arte para prescindir de los juicios valorativos y entenderse extraordinariamente bien con las descripciones que acompañan la obra como un vademécum más que como una interpretación. Sucedieron muchas cosas que no permiten mirar hacia atrás: sería impensable un crítico como Clement Greenberg embanderado con el expresionismo abstracto; ni un ensayista como Roland Barthes haciendo la campaña por el objetivismo francés. En ninguna actividad los discursos fuertemente partidarios parecen posibles.
Arte programático
El museo actual tiene la jovialidad de un parque temático. Los expertos (curadores) arman el museo como viaje pedagógico y turístico: una excursión educativa. Establecen relaciones entre obras por oposición, por analogía, incluso por capricho. Es casi imposible ver una exposición de museo donde un cuadro importante no esté rodeado de antecedentes (a veces arbitrarios) y paralelismos, como si el "demonio de la analogía" prescribiera el orden en el que deben verse las obras.
Sin embargo, el carácter divertido de los museos no puede separarse del todo del carácter del arte que se exhibe en ellos y que los premios consagran. Simon Starling ganó en 2005 el premio Turner por una obra, Casilla-bote-casilla , que consistía en desarmar una casilla, convertirla en un bote con el que navegó el Rin hasta un museo en Basilea donde lo transmutó nuevamente en casilla. Dijo que utilizaría el premio de 25.000 libras para comprar una réplica de una escultura de Moore y tirarla al lago Ontario. Preferí no enterarme si lo hizo realmente. Los jurados del premio Turner descubrieron en esta obra una toma de posición poética contra "los límites de la modernidad, la producción de masas y el capitalismo global". Nada menos.
En 2007, el Turner lo ganó Mark Wallinger porque replicó dentro del museo Tate de Liverpool una campaña en defensa de los niños asesinados en todo el planeta, con afiches escritos a mano, osos de peluche chamuscados por el fuego y otros objetos diversos. Cualquiera podría decir que el premio Turner elige en esta línea (corderos partidos por la mitad, una virgen modelada en excremento de elefante, etc.). Expresa, sin embargo, una tendencia políticamente correcta y programática del arte actual, de la que abundan los ejemplos que, hace treinta años, conmocionaban, y hoy parecen exhaustos ejercicios académicos salvo para quienes sean muy jóvenes o hayan perdido completamente la memoria.
Los ejemplos son miles. Todos hemos visto jeringas y palanganas utilizadas en tratamientos médicos, camas deshechas con las sábanas sucias y alguna colilla de cigarrillo, camisones, la manteleta de la abuela tejida a mano, potes de diversas dimensiones y colores, casitas completas (siguiendo la primigenia farmacia completa de Damien Hirst), cocinas donde en vez de microondas hay un televisor que muestra un video, reproducciones a escala menor de saunas escandinavos, carteles con inscripciones del tipo: "Tengo 45 años estoy enfemo y en la kalle pido un donativo para come gracias". Este último ready-made parecería imbatible, si no fuera que, durante la crisis argentina de 2001, un suizo superó la marca vendiendo en Internet objetos encontrados por los cartoneros de Buenos Aires: el ready-made de la pobreza circulaba en un art-shop virtual que, en el verano de 2001, no se iba a quedar sin oferta. Lo curioso es que también encontrara su demanda.
El padre fundador es Marcel Duchamp. La exhibición del mingitorio fue un acto revolucionario que ponía en cuestión los límites de la institución museo y de la institución arte. En ese momento fue el escándalo. Hoy es imposible que algo cause escándalo, excepto que un artista se atreva a lo políticamente incorrecto, algo poco probable. Entramos al museo dispuestos a aceptar que vamos a encontrar cualquier cosa y que, si está expuesta allí, es arte. A la inversa, Duchamp estaba poniendo en cuestión esa creencia tranquilizadora.
El arte se ha desmaterializado. Pero no simplemente porque existe el arte digital, sino porque los materiales artísticos se han vuelto indiferentes. Las latas de sopa Campbell´s reproducidas por Andy Warhol fueron un gesto desafiante frente a la belleza del expresionismo abstracto. Basta de pintura sublime: ésa fue una consigna del pop. Warhol eligió su lata de sopa y dio un grito. Hoy ninguna sopa Campbell´s puede resonar como aquélla, porque hemos visto demasiadas. A la pregunta ¿qué diferencia una foto de una lata de sopa de su reproducción hiperrealista como obra de arte?, todos contestaremos: muy poco. Sin embargo sabemos también que la imagen de una lata antes de Warhol era sólo eso y, después de las 32 serigrafías de distintas sopas, es una obra. La respuesta es institucional. Se debilita la materialidad del arte aunque se acentúe el carácter material de los objetos presentados.
La otra cara de las desmaterialización es la hegemonía de lo conceptual y del programa. Cada obra viene con su explicación discursiva. Las intervenciones urbanas, tan frecuentes, son generalmente conceptuales y deben ser explicadas (esto sucede a menudo con las del español Antoni Muntadas, premio Velázquez 2009); la explicación las agota excepto que se trate de grandes obras, como algunas de las de Christo y Jeanne-Claude. Por ejemplo, el Reichstag berlinés completamente envuelto en plástico por Christo. Su potencia visual no necesita de una explicación programática, aunque también la tenga. La intervención sobre el edificio, opacándolo y haciéndolo evidente al mismo tiempo, tiene su programa, pero el gesto estético es más poderoso que el programa.
¿Una hegemonía imposible?
Las megaexposiciones, los premios y los rutilantes museos son la cubierta de primera clase de un paquebote globalizado que tiene bases locales con juego relativamente propio: galerías y pequeños emprendimientos gestionados por los productores y difusores de obras producidas con ciertos materiales del oficio usados desde hace siglos, a los que se incorporan otros nuevos, encontrados y procesados; o incluso la pintura realizada sobre superficies no habituales (los transportes y muros urbanos del tag-art , por ejemplo).
El mercado de libros, aunque muy concentrado por capitales trasnacionales, tampoco puede impedir que en sus márgenes aparezcan pequeñas editoriales dirigidas por editores vocacionales y por escritores. Por eso, la producción se mantiene altamente diferenciada: se publican best sellers, mainstream , literatura de calidad (es decir: novelas de tema serio, correctamente escritas), experimentación, literatura popular, vanguardia, poesía y ensayo; se descubren autores que no serían publicados por las grandes editoriales comerciales; se abren, al borde de las cadenas de venta, librerías medianas y pequeñas, que existen más en Buenos Aires que en otras ciudades, pero no sólo en Buenos Aires. Hay revistas independientes, centenares de páginas de escritores en Internet y blogs que marcan tendencia.
Estas diferenciaciones vuelven casi imposible la hegemonía de una decena de autores, porque sólo les reconocen una primacía un sector del público y de la crítica. La lista de los más vendidos no significa calidad; el mercado no asigna el prestigio aunque distribuya la visibilidad mediática; una pequeña editorial puede publicar lo que después llega a considerarse el mejor libro del año. No hay una autoridad Guggenheim que ponga un intrascendente perrito de Jeff Koons para custodiar los libros de Pynchon o de Sebald. Ni siquiera los grandes premios son un pasaporte a la consagración, aunque aseguren repercusión periodística. Basta repasar las listas de los premiados y, en especial, de los no premiados de los últimos quince años.
Todo esta más fragmentado. Los libros se dispersan en editoriales de distinto tamaño y poder, el público está estratificado y no existe nada que podría denominarse una esfera literaria única. Hay novelistas cuyo prestigio se construye sobre la venta de menos de mil ejemplares. Y decenas de miles de ejemplares no aseguran nada, excepto derechos de autor.
Algunos ejemplos. Un grupo de autores tanto americanos como europeos y, en algunos casos de otras procedencias nacionales (de los que Ohran Pamuk o Salman Rushdie son los más evidentes, pero podrían mencionarse otros), domina las listas de las grandes ventas y ocupa la atención de los suplementos y las actualidades culturales. Sin embargo, sería necesario estudiar con detenimiento la diferencia que separa el renombre o el prestigio intelectual de los senderos desviados que recorre la circulación efectiva a mediano plazo. Hay lectores de literatura que posiblemente jamás lean una novela de Pamuk, que les suena, por lo menos en traducción, demasiado parecido al viejo realismo mágico. Y, naturalmente, la mayoría de los lectores de Pamuk y Rushdie no son lectores de las novelas que se publican en las pequeñas editoriales, ni siquiera las más exitosas.
Alguien podría mencionar a Sándor Márai como un caso que invalidaría lo dicho más arriba. Ciertamente, el gran novelista húngaro encontró después de su muerte un público masivo que no había conseguido su literatura, casi secreta, durante las décadas anteriores. Se pueden intentar muchas explicaciones, pero una de ellas seguramente tendrá que hacerse cargo de las características de su narrativa. Márai, como antes Joseph Roth con La marcha Radetzky , evocan la literatura decimonónica, su impulso para contar historias y presentar personajes, reproducir escenarios y paisajes sociales. Ningún crítico literario confundiría la literatura de Sándor Márai con la del siglo XIX, pero señalaría que conserva de ella la voluntad de construir mundos con dimensiones psicológicas y morales que permiten a los lectores procesos de identificación.
El boom de la literatura latinoamericana de los años sesenta y setenta también fue el de un conjunto de novelas que se hicieron cargo de la representación, aunque utilizaran algunas técnicas de la narrativa experimental y, en algunos casos, propusieran innovaciones novedosas que, sin embargo, se articularon en narraciones que siguieron fundando totalidades comprensibles. Pero incluso en ese momento especial de la literatura de América latina, algunos autores contemporáneos del boom no tuvieron los centenares de miles de lectores que acompañaron la obra de García Márquez, Vargas Llosa, Carlos Fuentes y, en una medida menor, José Donoso. Se perfeccionó una literatura culta, legible pero no simple, interesada por la realidad histórica, pero sin las marcas más evidentes del realismo social, del costumbrismo o del indigenismo, hecha por escritores que conocían a Virginia Woolf, a Hemingway y a la prosa de los periódicos (es el caso de García Márquez); a Henry James, a Dickens y a Proust (es el caso de Donoso).
En cambio, ni Onetti, ni Lezama Lima, ni Guimaraes Rosa, ni Clarice Lispector, ni siquiera Juan Rulfo fueron leídos tanto, ni fueron conocidos como la media docena de escritores que forman el núcleo de la literatura latinoamericana de los años sesenta y setenta. A Borges los grandes públicos lo identificaron más por sus entrevistas e intervenciones en los medios que por su literatura: una arquetípica figura de escritor, el Gran Viejo irónico, probablemente más citado y vendido que efectivamente leído. Hoy, quizá sólo las novelas de Bolaño alcancen una repercusión que evoca el éxito de la literatura en los años setenta. Mientras que Juan Villoro, Mario Bellatin, Sergio Chejfec son escritores de minorías. Y allí están las notables novelas de Chico Buarque, que sólo llegan a una fracción infinitesimal de su público como músico.
Casi contemporáneos del boom , grandes escritores como Juan José Saer o Manuel Puig tomaban otros caminos: abiertamente experimental en el caso de Saer, y encarando un trabajo original con las lenguas de la cultura popular, en el caso de Puig. Ellos no ganaron los lectores que acompañaron a los escritores del boom , que se prolonga, casi póstumo, en best sellers como las novelas de Isabel Allende y en la producción de libros originados muchas veces en iniciativas editoriales, como la "novela histórica", las biografías noveladas, la autoficción y el docu-fiction .
Paralelamente hubo otros cambios: los lectores envejecen y desaparecen; llegan nuevos que buscan o encuentran en el mercado lo que necesitan o aquello que los han convencido de que necesitan. Esos nuevos públicos se han constituido en el cruce de dos procesos: el de una cultura letrada en dificultades para legitimarse incluso frente a los letrados, y el de la reorganización por parte de los medios audiovisuales de toda la esfera cultural. Para los públicos jóvenes, Internet ha sido la alternativa. Entre uno y otro lenguaje (el de las pantallas multimedia y el de la literatura), existen diferencias. La fundamental es que a mirar televisión se aprende mirando televisión. La televisión incluye un instructivo que se pone en marcha, como un loop , cada vez que se enciende un receptor. Internet también se aprende siguiendo instrucciones implícitas e intuitivas que, además, abren el acceso a una masa de textos donde está casi todo y donde casi todo es sometido a los modales de una democracia joven y plebeya, utilitaria y con pocos requisitos.
Leer literatura implica la realización de operaciones muy complicadas. Cualquiera que haga las dos cosas sabe que es más difícil leer literatura que navegar la Web. De allí en más, las diferencias estéticas entre los libros trazan líneas de fractura. Sólo en unos pocos momentos privilegiados, algunas obras literarias cruzan el umbral que separa los públicos. La literatura estratifica de un modo implacable, aunque no estratifica necesariamente a lo largo de divisiones de clase.
Frente a este escenario, a quienes nos ocupamos de arte o literatura probablemente nos toque aceptar que nuestro discurso es minoritario y que nadie lo espera. Eso tiene algo de bueno: escribir lo que no es necesario implica un grado bastante alto de independencia frente a la circulación, que asigna lugares que se desvanecen rápido; al pesimismo histórico, que es elitista; y al optimismo que confía en que la tecnología y el mercado nos ofrezcan una pintoresca isla estética para vivir.
Por Beatriz Sarlo
Para LA NACION - Buenos Aires
Hace 5 horas.
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