30 de mayo de 2011

El coloso / Manuel Mujica Lainez

El coloso
Manuel Mujica Lainez

EL COLOSO de Goya no es tan colosal como Goya lo pinta, pero es enorme. Su cabeza no se pierde en la negrura de las nubes tormentosas, ni su corpachón desnudo se hunde a medias en las montañas; ni se dan a la fuga ante él, despavoridos, en multitud, los carros, las gentes y las bestias. El frenético imaginar del sordo lo agigantó y lo transformó en una alegoría del pánico. Poco tuvo que ver con esta fabulosa pesadilla, quien le sirvió de modelo: el novelista es testigo de su torpe andar nocturno por el Museo, y asegura que mide unos dos metros cincuenta, y que tanto impresiona su mole musculosa y desgreñada, como su lento y balanceado paso de plantígrado. Eso es lo que parece: un oso oscuro y peludo, de cuya ronda más conviene esfumarse.
También ha averiguado el novelista que en el Museo está desde 1930, por donación, y que a partir de entonces ha cometido importantes desaguisados. Así, una vez se entró, sin previo aviso, en el elegante salón de Luis Paret y. Alcázar donde la Corte mira comer, con respeto ceremonioso, al Rey Carlos III. Fue un desastre. Todo el mundo disparó: los grandes señores que presentaban las fuentes de hinojos; los que en torno y en voz baja departían; los canes devoradores de presas; y el propio Rey, con su banda roja y su peluca. En segundos, humo se hicieron las casacas bordadas, las sedas, los oros, la púrpura del cardenal. Todo ello para que el Coloso se limitara a frotar con una uña negra el plato de Su Majestad, se llevara a la boca el sabor de una perdiz, y escupiera, colérico.
Otra vez surgió, de repente como acostumbra, en medio del corro de hechiceras que rodea al tétrico Satanás, el cual ha asumido la traza de un macho cabrío, y allí no valieron ni el poder del propio Demonio, ni la ciencia diabólica de las brujas, ni siquiera el hecho de que fueran, Coloso y jorguinas, hijos del mismo pintor porque se produjeron una desbandada loca y unos alaridos aterrados, y al chivo cornudo se lo vio brincar y se lo oyó balar y putear con alternativa desesperación.
Y luego está el caso de Luca Giordano y de su Salomón entregado al sueño. El napolitano se re¬godeó pintando un muchacho hermosísimo, dormido, semidesnudo. ¿Cómo se le ocurriría hacerlo rubio al monarca de Israel? Recurrió a un caballero barbado para que le «posara» como Dios Padre, y a unos agradables mocitos, a fin de que representaran su séquito angelical, y sucedió otro tanto: el Coloso interrumpió la escena; despertóse, espantado, el hijo de David; recogió sus vestiduras el Eterno, y huyeron entre aletazos.
Pero ahora el desagradable matón, amparado en su brutal corpulencia, ha osado inmiscuirse en la feliz algazara de los Borrachos de Velázquez. Esos borrachos son unos individuos excelentes. Viven entre ellos, la pasan bien, y a nadie incomodan. En ciertas oportunidades, sus canciones y sus risotadas provocan los chistidos de los vecinos; ellos se sosiegan al punto y prosiguen libando sabiamente, con los rapaces que personifican a Baco y su acompañante. Se comprenderá, entonces, el repudio que ha merecido la insolencia del Coloso pendenciero. Por supuesto, hubo la escapada habitual. Baco perdió las escasas ropas; los labradores, sus sombreros y botijos; en el lugar quedó un destrozo de jarras y platos, como testimonio de la deserción.
Los Borrachos han conservado sangre en el ojo.
-¡A nosotros no se nos puede tratar así! -exclama el buen hombre del chapeo aludo.
-¿Qué se creerá ese animal? -interroga Baco, masajeándose el blando pecho.
El miedo crece, pues se ha sabido la tentativa del Coloso de perturbar la serenidad de la Madonna del Pez de Rafael Sanzio, a quien todos reverencian, de modo que los Borrachos, no obstante su benignidad, resuelven encargarse de eliminar el peligro permanente que entraña el camorrista. Por consecuencia mandan al que Baco coronó con hojas de viña, para que converse con el extractor de la piedra de la locura, a fin de conocer su opinión y saber si cuentan con su auxilio.
Este personaje de Jheronimus Bosch es diestro en operaciones quirúrgicas. Recibe gravemente al mensajero, quitándose el embudo que usa de sobrero, y prosigue la larga, la larguísima tarea de hurgar con una lanceta la cabeza de un desventurado, mientras lo observa una mujer misteriosa, que mantiene un libro en equilibrio sobre el cráneo. Escucha al enviado el curandero, y reflexiona. Con anterioridad, han llegado a sus oídos las quejas de las víctimas del bravucón, en especial las de las brujas de Goya, con quienes mantiene relaciones profesionales.
-Bien -responde-, me ocuparé.
Lo más arduo será reducir al Coloso. Para ello disponen los Borrachos de la inesperada colaboración del San Jorge de Rubens, el cual, enterado del plan de los bebedores velazqueños, la ofrece espontáneamente. Desde esa noche, los cordiales ebrios se turnan en la vigilancia del gigante maldito, sin perder jamás contacto ni con el vino ni con el vencedor del dragón. Una semana más tarde, manifiéstase la propicia coyuntura. El Coloso ha sido avistado, cuando aparentemente se dirigía a angustiar el Parnaso de Poussin. Reina allí la armonía más perfecta. Dioses, musas y poetas coronados, conviven en dulce amistad retórica. Uno de los vates está por declamar una poesía, rodeado por la benévola atención general, en momentos en que el barbarote intercepta el acto académico con lluvia de palabrotas y puñetazos. Hay un instante de estupor. Echan a correr, mezclados, las musas y los escritores. Vuelan por el aire volúmenes y laureles.
Pero esta vez la fechoría imbécil no logra el éxito fácil que previamente obtuvo. He aquí al caballero San Jorge. Relampaguea el acero de su coraza, de su casco alígero; flotan, revueltas, las crines de su albo corcel; blande la espada que derribó al dragón; también él es vigoroso, como evidencian sus piernas y brazos forzudos. Además dispone en su favor de la sorpresa. El Coloso no está habituado a que se le opongan, y estupefacto cae, de un mandoble que le acierta en la dura frente. Suena el golpe, como si el monstruo fuese de piedra.
Entonces los Borrachos, tambaleándose, hipando, estimulándose con alegres gruñidos, circundan al corpachón tumbado. Lo levantan entre los seis, con harto esfuerzo, pasándose la jarra de tintillo de Esquivias y, encabezados por Baco y su edecán, se dirigen multiplicando el zigzagueo hasta la sala del Bosco, donde ya los espera el charlatán del embudo.
No cabe aquí detallar la tajante intervención. El curandero es habilísimo, y actuó con tan segura rapidez que el Coloso no se movió en tanto que el experto trabajaba. Por fin, el espantajo del Museo del Prado abrió los ojos. Distinguió alrededor, a una turbia compañía: el cirujano del singular bonete, los borrachos jocundos y parleros y el San Jorge soberbiamente triunfal.
-¿Qué diablos ocurre? ¿Qué me habéis hecho? -gritó. Y le salió una aguda voz de tiple que provocó un coro de carcajadas.
De ese día en más, el matasiete no ha vuelto a inquietar el sosiego de la noble casa, y permanece quietito y calladito, dentro de su marco.

Fin

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