9 de noviembre de 2012

Las mentiras verdaderas / Mario Vargas Llosa


Las Mentiras Verdaderas
M. Vargas Llosa – Washington, marzo de 1980

Aunque, en un sentido, se puede decir que La señorita de Tacna se ocupa de temas como la vejez, la familia, el orgullo, el destino individual, hay un asunto anterior y constante que envuelve a todos los demás y que ha resultado, creo, la columna vertebral de esta obra: cómo y por qué nacen las historias. No digo cómo y por qué se escriben – aunque Belisario sea un escritor-, pues la literatura solo es una provincia de ese vasto quehacer –inventar historias- presente en todas las culturas, incluidas aquellas que desconocen la escritura.

Como para las sociedades, para el individuo es también una actividad primordial, una necesidad de la existencia, una manera de sobrellevar la vida. ¿Por qué necesita el hombre contar y contarse historias? Quizá porque, como la Mamaé, así lucha contra la muerte y los fracasos, adquiere cierta ilusión de permanencia y de desagravio. Es una manera de recuperar, dentro de un sistema que la memoria estructura con ayuda de la fantasía, ese pasado que cuando era experiencia vivida tenía el semblante del caos. El cuento, la ficción, gozan de aquello que la vida vivida – en su vertiginosa complejidad e imprevisibilidad- siempre carece: un orden, una coherencia, una perspectiva, un tiempo cerrado que permite determinar la jerarquía de las cosas y de los hechos, el valor de las personas, los efectos y las causas, los vínculos entre las acciones. Para conocer lo que somos, como individuos y como pueblos, no tenemos otro recurso que salir de nosotros mismos y, ayudados por la memoria y la imaginación, proyectarnos en esas “ficciones” que hacen de lo que somos algo paradójicamente semejante y distinto de nosotros. La ficción es el hombre “completo”, en su verdad y en su mentira confundidas.

Las historias son rara vez fieles a aquello que aparentan historiar, por lo menos en un sentido cuantitativo: la palabra, dicha o escrita, es una realidad en si misma que trastoca aquello que supuestamente transmite, y la memoria es tramposa, selectiva, parcial. Sus vacíos, por lo general deliberados, los rellena la imaginación: no hay historias sin elementos añadidos. Estos no son jamás gratuitos, causales; se hallan gobernados por esa extraña fuerza que no es la lógica de la razón sino la de la oscura sinrazón.

Inventar no es, a menudo, otra cosa que tomarse ciertos desquites contra la vida que nos cuesta vivir, perfeccionándola o envileciéndola de acuerdo a nuestros apetitos o a nuestro rencor; es rehacer la experiencia, rectificar la historia real en la dirección que nuestros deseos frustrados, nuestros sueños rotos, nuestra alegría o nuestra cólera reclaman. En este sentido, ese arte de mentir que es el del cuento es, también, asombrosamente, el de comunicar una recóndita verdad humana.

En su indiscernible mezcla de cosas ciertas y fraguadas, de experiencias vividas e imaginarias, el cuento es una de las escasas formas –quizá la única- capaz de expresar esa unidad que es el hombre que vive y el que sueña, el de la realidad y el de los deseos.

“El criterio de la verdad es haberla fabricado”, escribió Giambattista Vico, quien sostuvo, en una época de gran beatería científica, que el hombre sólo era capaz de conocer realmente aquello que él mismo producía. Es decir, no la Naturaleza sino la Historia (la otra, aquella con mayúscula). ¿Es cierto eso? No lo sé, pero su definición describe maravillosamente la verdad de las historias con minúscula, la verdad de la literatura. Esta verdad no reside en la semejanza o esclavitud de lo escrito o dicho –de lo inventado- a una realidad distinta, “objetiva”, superior, sino en sí misma en su condición de cosa creada a partir de las verdades y mentiras que constituyen la ambigua totalidad humana.

Siempre me ha fascinado ese curioso proceso que es el nacimiento de una ficción. Llevo ya bastantes años escribiéndolas y nunca ha dejado de intrigarme y sorprenderme el imprevisible, escurridizo camino que sigue la mente para, escarbando en los recuerdos, apelando a los más secretos deseos, impulsos, pálpitos, “inventar” una historia. Cuando escribía esta pieza de teatro en la que estaba seguro de recrear (con abundantes traiciones) la aventura de un personaje familiar al que estuvo atada mi infancia, no sospechaba que, con ese pretexto, estaba, más bien, tratando de atrapar en una historia aquella –inasible, cambiante, pasajera, eterna- manera de que están hechas las historias.

Fin

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