25 de mayo de 2013

Césped / Estanislao Zaborowski


Césped
Por Estanislao Zaborowski
La oscuridad cede, se arrincona suplicando minutos que mi hermana ignora, y percibo el amanecer levitar en la habitación antes de abrir mis ojos al sol. De espalda, sus órdenes me saben a traición; como la de Danglars, el primo Fernando y las mil noches en el Castillo de If.
Sus pasos la alejan, un portazo seco se perdió en la distancia. En vilo, escucho que en la cocina la radio asegura para hoy veintinueve grados sin grises; después suena un tema que no conozco.
La ducha es tibia, el vapor de baño me envuelve en plata etérea, a veces cómplice; a veces asfixiante. Golpean la puerta, se quién es. Solo una queja se escucha: ¡Dale estúpido!. Así grita mi hermana cuando las discusiones en la mesa se van en pellizcos y tobillos morados. Creo que aún me odia porque el verano pasado no la defendí. Porque la tarde que perdió unas matas de pelo en los puños de la prima Isabel, no la defendí. Ni fui tras ella cuando su corrida dejó quebradas las margaritas del jardín. Estas vacaciones no vamos a ir a la casa que tienen mis tíos en la costa, ni Josefina pisará sus flores. Mi madre dijo que nos quedábamos en casa, y repitió la otra noche en la cena: En la colonia te vas a hacer de muchos amigos. La ducha es tibia, mi torso brilla como si fuera un espejismo a punto de romperse.

No recuerdo que más tengo que guardar en el bolso; el aroma a mermelada y pan tostado arremetió por debajo de la puerta, colmó la habitación de un sabor dulzón. El traje de baño, los botines para fútbol, las cartas de star wars y el conde de Montecristo. Freno antes de bajar la escalera, el pasillo apenas iluminado parece un fantasma desnutrido. En la habitación de Josefina se escucha música, de niñas. Me acerco despacio, como caminan los ladrones; taco planta y punta. Ella abre la puerta de golpe, casi cuando estaba apoyando mi cabeza. ¿Qué hacés?, dice. No le respondo. Y después digo: ¿Justin Bieber?. Grita dos o tres palabras, y camina desairada hacia el corazón del fantasma, luego se mete en el baño.
Sin levantar la vista de la taza, le pregunto cuánto dura la colonia de vacaciones. Al responderme mi madre no se da vuelta, permanece con la vista fija en algo del otro lado de la ventana como si estuviera esperando a alguien. La radio continúa hablando del clima, ahora dice que por culpa del calentamiento global los veranos van a ser más largos y los inviernos más cortos, eso es tener mala suerte. Y antes de poder preguntarle si ella usa bolsas para reciclar, mi hermana se sienta en la mesa. Lleva puestas dos hebillas una a cada lado de la cabeza. Su frente queda despejada, da la sensación de ser una chica inteligente. A pesar de llevarme dos años, pienso que la diferencia no se nota. Le digo que le quedan graciosas, latiendo desprecio me trata de tarado. Pienso una respuesta pero no la digo porque mi madre se queja en voz alta. Dice que algo es increíble, como puede ese algo ser tan idiota. El ómnibus que nos tenía que pasar a buscar se olvidó de nosotros. Ya son las nueve pasadas, camina hacia el living para llamar por teléfono a la colonia. Ignoro el porqué, pero me acuerdo del acto de fin de curso del colegio. Fue en diciembre pasado, tuvimos que cantar un tema en inglés y otro en castellano. Una de las canciones es la de Serrat que habla de la libertad, y está inspirada en poemas de Antonio Machado. Entonces pienso que tengo bien presente esa canción porque cuando la preparábamos tuve una controversia con mi maestra de sexto grado; que no hubiese pasado si ella evitara usar minifaldas tan cortas. Es más, pienso que nada de lo que sucedió hubiera ni siquiera sido un rumor o una leyenda urbana, si la maestra no trepaba la escalera. Pero alguien tenía que colgar en el pizarrón la cartulina con la letra de la canción, y no hay ningún alumno en el curso más alto que ella. Así que cuando subió, varios nos acercamos. Y lo que creímos ver fue mejor que lo que vimos. Pero la maestra no pensó lo mismo cuando desde arriba se dio vuelta y nos vio al pie del primer escalón con la mirada puesta en su entrepierna. Por eso varios salimos del aula corriendo a pesar de escuchar risas en el salón, y solo volví dos días después con una carta de disculpas en el pantalón, y una mejilla morada que derritió varios hielos hasta recuperar su rosado habitual.

Josefina en el asiento de atrás tiene los auriculares puestos. Son grandes, de cuero blanco y le tapan toda la oreja. Mi madre mira fijo el semáforo, como si se estuviera concentrando para cambiarlo de color con poderes extrasensoriales. Pero el rojo no cambia. En realidad cambia uno de los dos; el que es para doblar. Pero nosotros no doblamos y entonces mi madre resopla.
Van a llegar un poco tarde, dice mirando el espejo retrovisor, justo cuando el semáforo se pone verde. Le tocan bocina. Otra vez se queja, ahora susurra por lo bajo: Imbécil. Al cabo de algunas cuadras, dobla para tomar una calle más ancha. Todavía no hay mucho tráfico, son las nueve y media. Acelera en la avenida, los árboles con sus copas al viento parecen correr hacia el otro extremo. Se escapan, corren gigantes agitando sus armas: Huyen de la colonia. Al llegar, Josefina cierra el auto de un portazo, se acerca a la ventanilla del conductor, le da un pequeño beso en la boca. Abro la puerta del acompañante y siento que mi madre me sonríe, pero no me mira aunque tenga los ojos clavados en mi.

Caminamos hasta el arco donde se encuentran las casillas de ingreso, al cruzarlo el sendero se divide en dos. Un cartel indica a la derecha el vestuario de varones, el de mujeres al fondo. Josefina se va directamente sin siquiera saludarme, supone que la veré después. Es eso, o su total desinterés. Pienso en lo segundo justo cuando en la entrada del vestuario alguien pregunta si tengo el certificado médico para entrar en la pileta. Le digo que no, y el señor pone cara de apenado. Entonces no vas a poder entrar, dice. Tampoco es que me interesara mucho respondo, y le agrego que vengo a la colonia de vacaciones.
El club es enorme, el mapa que estuve mirando en el vestuario decía que tiene una pileta olímpica, cuatro canchas de futbol cinco, dos de rugby, dos de hockey; y un comedor con sector de parrillas. El grupo de la colonia está compuesto por varones y niñas de distintas edades. Fue difícil dar con ellos porque cuando al fin los encontré, bajo la sombra de unos cuantos árboles, la mayoría de mis conocidos ya se habían dispersado. Me siento sobre el pasto cerca de varios varones, saludo con la mano abierta. Un rubio de flequillo hace señas invitándome al círculo. Tiene la cara redonda como la luna, y piernas gruesas que parecen los panes caseros que los domingos hace mi madre.

El gordo en voz alta presenta al resto, por la apariencia doy cuenta que me llevan algunos años; luego pregunta mi nombre. Tardo en responder, a unos metros dentro de la pileta mi hermana conversa con dos amigas. La miro pero ella no se da cuenta porque esta de perfil riéndose. Pablo, que tiene una camiseta del barcelona, pregunta si conozco a las chicas. Le respondo que sí, que una es mi hermana. Entonces se miran entre ellos, se paran a mi lado preguntándome cuál es. Les digo que no se, y al instante simulando distracción uno pisa mi mano con el pie descalzo. Duele un poco, agito el brazo poniéndome de pie justo cuando de reojo veo que Josefina se echa a nadar hacia el otro extremo de la pileta. ¿Cómo que no sabes quién es?, dice el más alto. No le respondo, entonces me empuja medio metro hacia atrás. Le digo que no la reconozco porque todas tienen la gorra de baño. Acechan nuevamente, veo que uno se pone a mi espalda, pero no le puedo prestar atención porque acierto la jugada del más alto que se acerca con los brazos extendidos. Cuando siento su fuerza sobre el pecho, adivino que el gordo se había puesto en cuatro patas por detrás. Caigo pero no fuerte, el césped amortigua. Antes de poder levantarme el alto se sienta encima mío, con las rodillas me anula los brazos. Tengo un gusto amargo en la boca, el que juega en barcelona me obliga a comer tierra. Húmeda apenas tibia, como el agua en la ducha y envuelto en ella un golpe en la puerta; el insulto de mi hermana. Unas manos sacuden mi cabeza, y escucho la agresión. No le voy a abrir, que espere a que termine con el baño. El alto no deja de sacudirme, pero dentro del remolino exclaman mi nombre. Sueltan mis brazos, quedo un poco aturdido aunque ya sin escuchar los golpes en la puerta. Entre el calor que me gotea la frente, con los ojos apenas por abrir, veo la sombra preocupada de mi hermana. El sudor sabe a verde rocío de verano, y me arrepiento de no tener el certificado para entrar a la pileta.

Fin

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