9 de mayo de 2012

La visita / Manuel Mujica Láinez


La visita
Manuel Mujica Lainez

La virgen de la Anunciación de Fra Giovanni da Fiésole es la más prestigiosa de las numerosísimas Vírgenes con que cuenta el Museo del Prado. No por nada la pintó el Angélico, a quien hoy se llama Beato, y Santo se puede llamar algún día. No en vano se refiere que, mientras él pintaba, los ángeles revoloteaban en torno y le pasaban los pinceles. Para lograr ese azul, hay que haber andado por el Cielo.

La Madonna de la Anunciación nunca abandona su marco. Permanece allí, cruzadas las finas manos sobre el pecho, en oración, y de vez en vez, como con vergüenza, alza la cabeza y atisba el exilio pecador de nuestros padres Eva y Adán. Su arcángel Gabriel se aleja ciertas noches, recorre las instalaciones del palacio, y regresa con noticias que, de hinojos, cruzadas las finas manos también, comunica a la divina Señora, la cual no cesa de suspirar, porque las novedades son invariablemente tristes.

Ahora, por ejemplo, le ha detallado las protestas de la Virgen del Maestro de Sopetrán, que perturban a las pinturas españolas primitivas de la planta baja. Quéjase dicha Virgen de la apresurada indiferencia con que los turistas pasan por esa sección

-¡ Nos miran apenas! ¡Apenas se detienen delante del Santo Domingo de Silos, por su lujo, y delante del gran retablo, por sus proporciones, y escapan hacia las salas de Goya, a ver frivolidades y brujos, como si Goya fuese lo único que importa por aquí!

El informado Arcángel indica que quizás el carácter levantisco de la Señora de Sopetrán derive del orgullo de haber sido un encargo del Marqués de Santillana, gran señor guerrero y poeta grandísimo. La Virgen del Beato conoce y desdeña esas in¬quietudes: ¿acaso ella misma no perteneció al Duque de Lerma y no estuvo en las Descalzas, monas¬terio de princesas reales? Inclina la cabeza y murmura:

-¿Qué podemos hacer?
El de la Anunciación de Fiésole es un arcángel de recursos. A diferencia de sus colegas -Rafael, Uriel, Yeriel, Salamiel, Eliel, Osiel, Hosiel-, prefiere no ambular por las capillas de América, con ata¬vío mosqueteril, chapeos emplumados y mangas abultadas, metiendo ruido y esgrimiendo espadas, lanzas y arcabuces. Su ropa, sus bucles y su actitud son bastante femeninos, pero él suple la ausencia de armas con el manejo de la imaginación y con el apoyo de la tenacidad. Delicado, imaginativo y tenaz: he ahí al Arcángel del Beato.

-Señora -responde-, he pensado que debiéramos apaciguar a la Madonna de Sopetrán, y convencerla de que su trascendencia es muy tenida en consideración, tributándole un amplio homenaje. He pensado que si convocásemos a las Santas Marías del Museo, y con ellas la visitáramos y agasajáramos, se quedaría en paz.
-Son muchas, Gabriel.
-Razón de más para que el homenaje logre la significación que requiere. La sorprenderemos y se tranquilizará. Yo convenceré a las principales, si su infinita bondad me lo permite. Concédame una semana de tiempo. Suspira la Anunciada

-Haz lo que a tu juicio convenga.
Gabriel es sumamente relacionado. No hay Madonna del Museo con quien no mantenga el trato mejor, en ocasión a través de los santos, los ángeles y los donantes que las acompañan en las pinturas. Va de la una a la otra, repitiéndoles la amargura de la Virgen de la Casa de Mendoza. Las Marías solicitadas se conmueven con facilidad, y reiteran al pasajero huésped su promesa de acudir a la cita, el primer jueves del próximo mes.
Lo cumplen con unánime eficacia, y esa noche, procedentes de todos los ámbitos del Museo, se reúnen, puntuales, en torno de la Virgen de Fiésole. Como, en ciertos casos, traen Niños y las escoltan sus respectivos veneradores, constituyen una multitud que aúna las ternuras de los rostros, los colo¬ridos de los mantos y el resplandor de las aureolas. Evidentemente, las entusiasma su función benéfica, porque, hasta que el Arcángel Gabriel pone orden, hablan entre sí con simultánea exaltación. Por fin, el Anunciador consigue que formen un largo cortejo. La Virgen del Beato Angélico sale de su marco por primera vez, y con el Arcángel que la lleva de la mano, encabeza la procesión y baja la escalinata.

Jamás se vio en el Prado tan bello desfile. Van delante las Vírgenes españolas: la del retablo de Nicolás Francés, entre sus dos ángeles vestidos de rojo, uno de los cuales tañe el laúd; la del Caballero de Montesa, con su devoto Caballero; la de los Reyes Católicos, con el privilegio de que la flanqueen Don Fernando y Doña Isabel; la de Luis de Morales, melindrosa; la de Berruguete, de tan excelente salud; las del Greco, espiritadas, llameantes; las de Velázquez, especialmente nobles, con sus propios Reyes Magos, portadores de cálices de oro; la de Alonso Cano, una de las más maternales; la de Juan Bautista Maino, también con sus tres Reyes, en extremo suntuosos; la de Antolínez, casi danzante en un revuelo de querubes; la de Claudio Coello, con las Virtudes Teologales, solemnes y simbólicas; y por supuesto las de Murillo, las Inmaculadas que levitan, en blanco los ojos, en medio de aladas nubes infantiles que les sostienen las bicornes lunas, y las otras, las mejores suyas, las familiares, que son buenas mujeres del buen pueblo español. Las siguen las Vírgenes extranjeras: la preciosa de Giovanni Bellini; las Dolorosas de Tiziano; la de Giorgione, gran dama a quien prestan compañía San Roque y San Bernardo; la de Palma el Viejo, con pastores hermosos; la de Luini, naturalmente leonardesca; las tres admirables de Rafael, la del Pez, la de la Rosa y la del Cordero; las de Andrea del Sarto, sobre todo la del ángel del libro y la rodilla desnuda; la del Correggio, con el Niño y San Juan; la de Barocci, contemplativa; la de Tiépolo, guiado su vuelo por la sacra Paloma; las de Van der Weyden, sutiles como miniaturas de libro piadoso; las cuatro de Dierick Bouts, a cual más bella; la de Memling, a quien saludan los Reyes exquisitos; la de Gerard David y la de Patinir, nostálgicas de viaje; la de Mabuse, perfecta como su perfecta arquitectura; la de Van Orley, del suave seno; la de Jan Sanders van Hemesen, que luce con pompa regia; la de Coffermans y sus serafines de rojas alas; las de Rubens, moviéndose en el centro de un fasto cortesano; la Piedad de Van Dyck, tan joven; la del Bosco, espiada por extraños herejes; la de Simon Vouet, campesina como lo son, junto a ella, Santa Catalina y Santa Ana; la de Houasse, remilgada, de una época en que se pintaba bastante menos a la Santísima Señora.

Forman un cortejo barroco, ampliado y complicado por sus séquitos. Avanzan gravemente algunas; otras tímidamente, mirando al suelo, sonriendo apenas; otras con seguro andar de aldeanas; otras flotando, balanceándose en el aire, rodeadas por enjambres pueriles que gorjean. En torno está la majestad de los reyes orientales y sus comitivas, sus turbantes, sus coronas, sus púrpuras, sus tesoros, y el misterio de los bienaventurados, que a veces parecen príncipes y a veces monjes, que aquí se descubren para mostrar una herida, y allá levantan palmas y báculos de peregrinos. Precede a todos el Arcángel de la Anunciación de Fiésole, quien va voceando:

-¡ Paso, paso a las Señoras Vírgenes del Museo!
Curiosamente, no hay nadie a quien apartar. Se diría que el Prado, tan colmado de noche por el ambular de sus personajes, está desierto. Y ellas y sus fieles descienden la escalinata en un rumor de pájaros. Así llegan a la rotonda de la entrada, y a su vasto mostrador donde se exhiben libros, guías, láminas y tarjetas postales. A medida que se acercan, no bien cede la algarabía que su avance provoca, se percatan de que otros sonidos se enfrentan allí con los causados por su marcha, y de que el estrépito que componen es incomparablemente mayor y más violento. Entonces el Arcángel les indica, con un ademán, que se detengan, y parte en averiguación de lo que acontece. Entre tanto, los miembros del cortejo virginal se agolpan en el mostrador. Descartan las telas protectoras; hojean los volúmenes ilustrados; hacen girar los molinetes de tarjetas, y cuando topan con ellos mismos, reproducidos en brillantes tonos, lanzan grititos de satisfacción.

Una apretada barrera humana se interpone entre Gabriel y el acceso a la galería en la cual reside la Divina Señora del Maestro de Sopetrán. También hay varios hombres a caballo, y el Arcángel reconoce a Lerma y al Conde-Duque, que sobresalen del círculo. Porque, efectivamente, comprueba que en ese lugar un ancho círculo se ha espesado, y que quien se destaca en la opuesta parte es la estatua del Júpiter gigantesco, con el adonis Diadumeno aupado sobre los blancos hombros. Integran el resto, en especial, la soldadesca de las «Lanzas» de Velázquez; el estado mayor del Marqués de Santa Cruz, pintado por Pereda; los defensores de Cádiz, por Zurbarán; Don Fadrique de Toledo y los que recuperaron a Bahía, por Maino; gente toda de armas, cuyas albardas, picas y plumachos crean una empalizada móvil, dentro de la cual se perfila, de repente, un espléndido señor, como el Duque de Pastrana, de Carreño, o el Conde de Westmoreland, de Lawrence, quienes han conseguido que se otorgue un espacio de respiro a su importancia, y también los muchachos inquietos y bien formados, como el negrillo rey de Memling y los hermanos Cástor y Pólux que -en ese corro de hombres- se agitan y ríen del apretujamiento. Lo que todavía no alcanza a distinguir el Arcángel, es el motivo que en la galería convocó a tanta milicia, y que da origen a las exclamaciones. Es evidente que los espectadores se han dividido en dos bandos, cada uno de los cuales alienta a determinados combatientes. Por fin, recurriendo a un insignificante aleteo, San Gabriel se eleva y logra ver qué sucede dentro del círculo.

Comprueba que los gladiadores de Giovanni Lanfranco han desertado sus vastos escenarios de la escalinata y de la alta galería, transportando con ellos, en imposible mescolanza, las mesas del banquete y las piras del Emperador romano, y que obstruyen el paso con la violencia guapetona de su petulancia y de su lucha. Desnudos, blanden los aceros, saltan sobre los comensales y sobre el aparato de las exe¬quias cesáreas, y se acuchillan, azuzados por la tropa que apuesta a los distintos púgiles del manieris¬mo boloñés, los cuales, sudorosos y relampagueantes sus cuerpos, no cejan en el intercambio de estocadas y de golpes. Va en aumento la grieta, a medida que unos y otros caen y se incorporan, que fluye la sangre a borbotones, y que los insultos de los atletas prevalecen sobre la vociferación rabiosa de los apiñados. Es inútil pretender cruzar el abigarramiento y su peligro. Tal vez, si las Vírgenes y sus ángeles lo intentaran volando... pero ¿qué sería entonces de sus séquitos; de los santos que no han aprendido la sencillez de surcar el aire; de los eternos acarreadores de tesoros? ¿Llamar aparte al Duque de Lerma, al Conde-Duque de Olivares? ¿Rogarles que descabalguen y que atiendan a razones? Ni el Duque ni el Conde-Duque tolerarán que los distraigan de la pelea que tanto lo excita.

Esta traba insoportable ha contribuido a que sin medida transcurriera el tiempo, de modo que al volver el chasqueado Arcángel a la rotonda, se encuentra con que la mañana está ya ahí; con que van entrando los empleados de la pinacoteca; y con que, por esto último, están abiertas las puertas del Museo correspondientes a la estatua de Goya. A través de ellas, se advierte la presencia de un día tibio.
No es esto lo único que encuentra Gabriel. Al punto se entera de la alteración de las Inmaculadas Concepciones, y de su total olvido de la Virgen del Infantado. A las de Murillo, a la de Tiépolo, a la de Zurbarán y a la de José Antolínez, se les ha ocurrido que podrían aprovechar la casualidad de que las puertas les faciliten la salida, para escapar del Museo y echarse a volar.

-¡Al Cielo! -reiteran las Inmaculadas-. ¡ Vámonos al Cielo!
Y al cuchichear se levantan varios palmos del piso y oscilan, por obra y gracia del éxtasis permanente. El nimbo de querubines aletea alrededor.
El Arcángel se siente responsable de aquella tentación excelsa. Al fin de cuentas, fue él quien las sacó de las casillas de sus marcos, y las embarcó en este episodio... No obstante su cortedad, se remonta también él, a mayor altura, y las arenga en un castellano nítido, pero con el dejo de la poética lengua toscana:
-¡No os equivoquéis, Gloriosas! ¿Qué sería, sin vosotras, del Museo del Prado? Tornad a vuestros lugares, a santificar este sitio con vuestra sacrosanta belleza. Quienes os contemplan aquí experimentan, merced a vosotras, la cercanía de la Divinidad. En el Cielo sobran las maravillosas visiones. Aquí sois vosotras las que mejor las procuráis. ¡No os equivoquéis !
Tan sabias palabras, y el ejemplo de las restantes Vírgenes que inician el retorno a sus cuadros, seguidas de cerca por los soldados, sus generales y los gladiadores, que regresan a los suyos, convencen a las Inmaculadas Concepciones, en el fondo halagadas por la misión de transmitir hermosura purísima, de suerte que ellas también, dominando por su fluida posición a los demás, navegan en la atmósfera hasta sus puestos.

La Anunciación de Fiésole está feliz de nuevo en el propio, y se promete no reincidir en ocurrencias aventuradas. ¿Dónde se hallará mejor que sentada en ese paño de brocado, bajo esa bóveda azul con estrellas de oro, con un Arcángel de alas de oro inclinado delante? ¡Qué paz! ¡Qué recogimiento! ¡Qué gentil meditar sin descruzar las manos!
Empero, dicho monacal sosiego se rompe de tanto en tanto. El proyecto de Gabriel, que hicieron fracasar los gladiadores, ha rendido fruto. La Virgen de Sopetrán se enteró al punto, por los comentarios de la planta baja, del homenaje que se le quería rendir y, emocionada y lisonjeada, resolvió devolver la visita que no había podido llegar hasta ella por causas de fuerza mayor. Así que, acompañada por el primer Duque del Infantado, Don Diego, hijo del Marqués de Santillana, quien la adora en una de sus pinturas y trae juntas las manos de acuerdo con la difundida costumbre, se presenta en la tabla de Fra Giovanni da Fiésole, donde 'la Virgen y el Arcángel la reciben. Luego de un afable coloquio, la Señora de Sopetrán se restituye al piso bajo, encantadísima. Tan encantada está con la ilustre amistad naciente que, desde entonces, los primeros jueves de cada mes, a las siete en punto de la tarde, porfía en la entrevista: eso sí, casi nunca consigue que la escolte el Duque del Infantado, a quien esas edificantes conversaciones aburren transparentemente. A él que le hablen de cacería con halcón y lebrel. En cambio, muchas otras Vírgenes del Prado copian el ejemplo de la de Sopetrán, y participan de la tertulia que presiden el dulce apocamiento, la bondad indulgente y la educación sin par de la Anunciación del Beato. En esas ocasiones, el manso rezo de las avemarías alterna con pacíficos debates por tal o cual murmuración que concierne a la vida íntima del Museo. Y al trocar de momento las preces por las hablillas, la voz que se oye más acalorada y contundente, más estricta e inobjetable, más difícil de sufrir, es la de la Santísima Señora del Maestro de Sopetrán.

Fin

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