30 de junio de 2011

El emperador / Manuel Mujica Lainez

El emperador
Manuel Mujica Lainez

ALGUNAS NOCHES, sin que nunca se pueda prever cuál, el Emperador sale a caballo y recorre todo el Museo. El novelista lo ha visto pasar, erguido, en la mano la lanza, revistiendo el arnés de guerra cuyo acero con ataujía de oro se exhibe actualmente en la Real Armería de Madrid. Tiziano lo pintó ceñido por esa bella armadura, que lució cuando derrotó a los protestantes en Mühlberg.
Pasó Carlos V como un gran fantasma, en el caballo negro, roja la gualdrapa, rojas las plumas de la testera y las que temblaban sobre el casco del Emperador. Iba el corcel lentamente, solemnemente, sacudiendo la cabeza noble y haciendo brillar sus ojos, como ágatas de lapidario. Afirmado encima, el César no miraba a nadie. De él trascendía una sensación de poder infinito; también de sabia amargura. En Mühlberg contaba cuarenta y siete años; once le faltaban todavía para morir.
Son pocos, en el Museo del Prado, quienes no se jactan de la gloria de su parentesco y quienes no se dicen sus vasallos. El novelista observó, en aquella oportunidad, la unánime reverencia con que hombres y mujeres jalonaban su camino. Los señores y los labriegos caían de rodillas; y las señoras esponjaban sus faldas opulentas y se doblaban hasta el suelo. Él seguía, impasible en su augusta soledad, en medio de una doble fila de encendidas, de titilantes piedras preciosas. Sobre su peto, cascabeleaba el dije del Toisón.
Atravesó así salas y salas, arriba y abajo, en el Museo entero. Y el novelista, que maravillado de su soberbia le iba en pos, algo jadeante, notó que el homenaje se repetía doquier. Sólo en contadas ocasiones, se dignó el Emperador fijar brevemente en las figuras próximas: por ejemplo, al cruzar junto a las Tres Gracias de Rubens, o junto a la Eva de Durero, o a la Dánae del anciano Véneto que lo pintó, o a la Atalanta de Guido Reni, o a las hijas de Lot de Francesco Furini. Se limitaba, esas veces, a un levísimo inclinar de la cabeza y un parpadeo sutil. Recuerde el lector que Don Juan de Austria tenía dos años entonces, y que su padre era un admirador del desnudo femenino. Pero aun en aquellos momentos de humana flaqueza, concedía apenas su atención a las mujeres que en torno explayaban, como ofreciéndolos, los dulces frutos de su hermosura. Continuaba su marcha altiva, y aunque el único ruido procedía del entrechocarse metálico y de los cascos del corcel, dijérase que el Emperador avanzaba en un estruendo victorioso de trompeta.
Crecía la noche, y el novelista recuerda que se preguntó si el espléndido vagar ecuestre no tendría término hasta que el día renaciera, y con él la obligación de reintegrarse a su marco. Pero de repente, y cuando menos lo esperaba el seguidor, sofrenó al caballo Carlos V. Estaban frente a la pintura famosa de Brueghel el Viejo, titulada «El triunfo de la Muerte».
Largamente la contempló el amo del Mundo, mientras la bestia tascaba el freno. ¿Qué pensamientos surgirían en su mente a la sazón? Delante, Brueghel no ahorraba pormenores del horror macabro. Muertos y muertos, a docenas, a centenares, a miles, innúmeros, llenaban la tabla lúgubre, entre humos incendiarios y crímenes. Carros colmados de esqueletos rodaban, tirados por jamelgos espectrales. Ni el Rey, ni el Príncipe de la Iglesia, ni los enamorados, ni ser viviente alguno, eludían las guadañas y las espadas crueles. Hacinábase en torno, como pretendiendo invadir la escena, un ejército de cadáveres, a los que trataban de contener los escudos en forma de ataúdes. Y más allá de los gemidos y los llantos, de la bocina y el tambor funéreo, sonaba y sonaba una campana, tocada a rebato por terribles armazones óseas.
El amo del Mundo no abandonó su sitio. Echado sobre las negras crines y el penacho rojo, presenciaba el espectáculo de tragedia. Por fin espoleó el corcel y, al tranco, se entró en la pintura. El novelista lo atestiguó asombrado. ¿Qué buscaría allí? ¿Qué podía buscar quien lo poseía todo? En el vasto Mundo conocido, sus tropas estremecían la tierra. Hasta incalculables distancias, en lugares de ídolos y selvas, jamás hollados por la gente de Europa, su nombre se pronunciaba santiguándose, como el nombre de Dios. ¿Qué podía buscar en aquella carnicería bárbara, entre asesinos? ¿Buscaría a la Muerte? ¿Querría el Emperador desafiar a la Muerte, y mostrarle que ahí también era el amo? ¿Dónde se escondía la Muerte, su Muerte, la Muerte de Carlos V, en medio de tantísimas Muertes individuales?
No cabe otra explicación. A medida que se internaba, lanza en ristre, en el corazón de la matanza, pugnando por abrirse paso entre calaveras burlonas, el Emperador ansiaba el duelo con su Muerte. Pero no la halló. En vano blandió al arma, y llamó a la inexorable destructora. Había alrededor Muertes incontables; cada una correspondía a una víctima determinada, y se ensañaba en su personal inmolación; no encontró a la Muerte del César Carlos, y las demás no se ocuparon de él.
El jinete hizo caracolear la caballería, y se evadió del cuadro. Regresaba pausadamente a su muro. Lo mismo que durante el previo paseo, se agolpó de hinojos, en su camino, la muchedumbre. Lo vivaban, lo exaltaban. El cabalgaba, meditabundo, con el ceño fruncido. Lo pasmaba no haber logrado vencer. A nadie miró, mas de tanto en tanto se volvía, como si advirtiese, en la grupa, una presencia invi¬sible. Empezaba a comprender, desconcertado, lo que verificaría en el monasterio de Yuste, once años más tarde.

Fin

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