25 de junio de 2011

El alquimista del delirio

Es el dueño de una lengua donde se conjugan registro científico, fórmula esotérica, cuento de hadas, paraneoia y amor sadomasoquista. Autor de una obra mítica como "Los Sorias", acaban de publicarse sus "Cuentos completos" y se estrenó una película basada en un cuento inédito.

Interior. Luz artificial. Escritorio con una cantidad desmesurada de papeles. Voz grave, medio raspada pero dulce, con una melodía sutil que de Buenos Aires no viene. Dice “Cuidado”. Es Alberto Laiseca, que de algún modo se las arregla cada día de su vida para escribir, a mano, porque así escribe, en esa mesa, donde además, casi siempre, hay una botella de cerveza, una taza con cerveza cubierta por un trapo y un cenicero repleto: “ésta es una mesa vaticana, todo se pierde por 700 años, tu grabador se puede perder por 700 años”, advierte y se sienta en su escritorio. Un instante antes da la impresión de que su cabeza va a golpear la lámpara: es una montaña Laiseca. Una montaña con un bigotazo a la Nietzsche que echa humo todo el día. El resto de la escena: dos gatas duermen en la cama, que está pegada al escritorio. Atrás de la ventana, dos perrazos de impronta japonesa hacen su vida en un patio techado. Rodeando la cama, una biblioteca conocida porque todos sus libros tienen las tapas forradas.
Laiseca está flaco, un poco ceniciento, agotado. Hace poco más de un mes una neumonía lo golpeó hasta dejarlo internado en un hospital. Unas semanas después, cuando ya estaba un poco recuperado, salieron a la venta sus Cuentos completos (Simurg) y la dupla de directores Cohn y Duprat estrenaron Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, basada en un relato suyo y atravesada por su voz y su histrionismo.
Debería ser un buen momento de su vida, pero la falta de dinero, la necesidad de encontrar una casa para mudarse con toda su fauna y el exceso de trabajo, “casi no estoy escribiendo ni estudiando”, complican a este escritor dueño de una obra tan original que pareciera no tener tradición ni herederos, tan hija de las óperas de Wagner, la arqueología egipcia, las filosofías orientales, la obra de Shakespeare y los cuentos de Edgar Alan Poe como de la Billiken de los 40, los libros de aventuras, las películas de terror y el porno clase zeta.
La lengua de Laiseca está hecha de registro científico, fórmula esotérica, cuento de hadas y delirio paranoico, triturados hasta lograr un polvo que, regado con cerveza, le sirvió para construir su propia pirámide, un monumento en torno al poder en sus vertientes más tortuosas y torturadoras: el dictador todopoderoso, arbitrario y loco, y el amor sadomasoquista.
Puede tratarse de un libro como el legendario Los Sorias, que tardó 10 años en escribir y otros 16 en publicar. O de cuentos de dos páginas. Pueden, como en el relato de 1971 con que se abren sus Cuentos completos, suceder en “el año 200 de la Egira en un remoto país de Arabia”, donde los colectivos tienen un motor a combustión humana: los galeotes muertos son cambiados en las estaciones de servicio. O unas décadas atrás, en el cementerio de la Recoleta, donde un patricio habla con su amada muerta, como en “La verdadera historia de la Mujer de Blanco”, el cuento que terminó hace unos meses y cierra el mismo libro. Pueden ser muy distintos. Pero son variaciones de lo mismo: Laiseca logró hacer alta poesía con las tripas más podridas y las garras más filosas del poder en buena parte de su obra.
Una obra que casi lo mata pero que también le salvó la vida, una vida que fue difícil, pero “el camino más duro es el más fácil”, dirá él. Y todo empezó así: “A papá le ocurrió una tragedia, él estaba profundamente enamorado de mamá y mamá murió muy joven. Papá se volvió loco, totalmente loco”.

Doble tragedia para vos.
Sí, viví bajo las órdenes contradictorias de un loco, pobre papá. Castigos, dejarme solo frente a una sirvienta prepotente, sádica: así como tuve buenas sirvientas las tuve malas y las tuve que padecer. Papá siempre se abría de gambas, jamás dio la jeta por mí. Las sirvientas tenían el poder total y absoluto, padecí bastante.

Y eso te llevó a la lectura.
Yo sostengo que la lectura, los libros fueron los que me salvaron la vida, sino te volvés loco como tu padre o te suicidás, hay niños que se suicidan ¿sabías?

No sabía.
¿Nunca habías oído hablar?

No.
Sí, hay niños que se suicidan.

Qué desastre.
Sí, chiquitos que se ahorcan.

Vivías con miedo.
Sí: le tenía miedo al monstruo que vivía debajo de la cama. Era un monstruo in abstractum, que estaba debajo de la cama, no lo dudes, pero no echaba babas por la boca, ni siquiera tenía boca ni colmillos, no hacía ruido. Pasé décadas hasta comprender que ese monstruo era mi padre y como yo a mi padre lo quería, no podía entenderlo, caía en contradicción.

¿Tu primer cuento lo escribiste en esa época?
No. Cuando niño intenté escribir una cosa y nunca la terminé. Era totalmente autobiográfico: un chico que había perdido a su mamá y salió a buscarla por los caminos y parece que se dio cuenta de que no la iba a encontrar. Entonces el autor prefirió dejar el relato. Después volví a escribir, ya siendo muy grande, supongo que tendría 20 años, y escribía muy mal.

Lo contás siempre.
Y es verdad.

¿Estudiabas ingeniería?
Empecé a mejorar como escritor cuando cambié de vida.

Te había mandado tu papá.
Sí y también estudié piano porque quería papá, es eso.

En tus obras se nota que sabés de matemática, de mecánica.
Negra querida, a ver si nos entendemos, yo amo la ciencia pero no pretendas que sea ingeniero porque no es para mí. Estudié física teórica afuera de la universidad porque me gustaba, porque tenía ganas, y avancé bastante.

¿Y tu amor por Wagner es de cuando estudiabas música?
Fue después. Lo tuve que encontrar por mi cuenta, porque en primer lugar a nadie de mi familia le gustaba Wagner, a nadie. Papá estaba enamorado de Beethoven pero debo confesarte, querida negra, que a mí no me gustaba al principio por furia contra mi viejo. Pero Beethoven es un genio.

¿Y cómo fue que dejaste la ingeniería y la vida de estudiante?
¿Vos leíste lo que dijo Mijail Sergueivich (Gorvachov), el último premier soviético cuando impuso la Perestroika? “Ya no tenemos lugar a donde retroceder, o cambiamos o caemos”. Bueno, ellos cayeron. Pero yo inventé la frase o la viví antes. Y por suerte, me fue mejor que a la Unión Soviética.

Rusia es un país desgraciado.
Desde las más remotas épocas: los pobres rusos primero se tuvieron que chupar el zarismo, una cosa horrenda, después a los soviéticos y ahora a los gánsters.

Y vos no podías retroceder.
Claro, a pesar que yo escribía tan mal, tenía que ser escritor porque era la única que me quedaba y por suerte lo fui. Tenía un plan B: ser rico, irme a trabajar a África del sur en una plantación o qué sé yo qué mierda, empezar de obrero y terminar comprándole las tierras al dueño. Fantasías así, pero de fantasías vive el escritor también.

¿Con esa fantasía te fuiste a trabajar de cosechador?
No. Me fui para romper con lo que estaba acostumbrado.

Y qué ruptura.
Sí. Como dijo alguien, no es frase mía, acordate negrita por favor de aclararlo o me van a acusar de plagio: “El camino duro es el más fácil”. Y a eso lo hice ley de mi vida. Por eso es que largué ingeniería, dejé de recibir mi cheque mensual y seguí el camino duro y fue el más fácil.

¿Por qué?
Porque si hubiera seguido ahí hubiera muerto.

¿Qué aprendiste con los cosechadores?
Aprendí a mirar a los demás, aprendí lo que es la vida dura en el campo, las injusticias que se cometen ahí.

Son grandes.
Son enormes. Hay una frase que aprendí de los capataces y que la he tenido que escuchar fuera de las cuadrillas también: “Si no le gusta, váyase”.

Eso lo dicen casi todos los jefes malos del mundo.
Yo lo aprendí con los capataces de las cuadrillas.

¿Y cuánto tiempo estuviste?
Dos años, dos temporadas. Y después me vine para Buenos Aires y fui peón de limpieza cuatro años y medio. Después, ya estaba harto, una tía muy buena, que pobrecita ya murió, me consiguió un trabajo en ENTel, ¿te acordás?

Sí, todavía tengo un cospel.
Eran simpáticos, de aluminio.

Parecían de cobre.
Tenés razón. Soy un pelotudo, me confundí con los del subte, que sí eran de aluminio.

Y empezaste a escribir con los cosechadores.
Sí. Escribía muy mal pero menos que antes.

Estarías agotado.
Esa no era la razón. Yo escribía mal porque nada conocía de la vida y del arte, y porque vivía esclavizado cumpliendo órdenes. Entonces un día te liberás, pero no es de un día para el otro que vas a escribir bien.

¿Y cómo lograste introducirte en el mundo intelectual porteño siendo peón de limpieza?
Mirá, fue una de esas cosas ingenuas que a veces dan resultado. Estaba de peón cuando vi a un barbudo de pelo largo, “debe ser un intelectual”, pensé. Y le hablé, “mirá, vengo de afuera, recién estoy en Buenos Aires, ¿no hay algún lugar donde se reúnan escritores?”. Y curiosamente el tipo no se me río y me contestó: “Sí, hay un lugar donde se reúnen pintores, escritores, poetas, es el Bar Moderno, que queda en la calle Maipú al 800 y pico”. Y ahí fui, empecé a conocer gente, leía mis cosas, mis manuscritos, siempre con una vida muy underground. Que puede llegar a ser perfectamente una maldición.

Fue un antes y un después.
El Moderno me cambió la vida a mí, no existe más, pobrecito, qué desgracia. ¿Sabés qué hay donde estaba El Moderno? Un enorme agujero, un pozo.

¿Por qué?
Porque ahora en ese lugar pusieron un estacionamiento subterráneo de coches; a veces voy no sé para qué, de masoquista, esa cosa imposible de los niños, espero encontrar el lugar, sabiendo que no está más. Siempre me voy a encontrar con el gran agujero.

Como en tu cuento de chico.
Sí, algo así, tenés razón.

¿A quiénes recordás con más cariño de esa época?
A mucha gente, Sergio Mulet por ejemplo, un tipo que me protegió bastante a mí. A Marcelo Fox –se refiere a dos escritores del grupo Opium, que se definían como “sátiros-cínicos-borrachos-enamorados hijos de la decadencia de Occidente”.

Dicen que era un genio Marcelo Fox. Y no hay nada suyo.
No hay, se ha perdido en el olvido más completo. Escribió un libro de cuentos que se llama Invitación a la masacre . Yo siempre digo que Fox no tenía ningún talento: tenía exclusivamente genio, nada más que genio, sólo genio.

Dicen que escribió su muerte.
Te voy a decir cómo empieza el primero de los cuentos: “Es hora de morir, todo se acaba, a la basura la desechan, a mí me desechan. La guillotina caerá lúcida y exacta”. ¿Sabés cómo murió Fox? Decapitado, lo decapitó un tren en Belgrano R, así que imaginate vos si escribió su propia muerte.

¿Y a quiénes más conociste?
Mucha gente, no me quiero acordar de alguna.

Contame de los buenos.
Lo conocí a Reynaldo Mariani, un poeta tremendo, yo lo cito en Los Sorias , cito uno de sus poemas. Poeta genial Mariani, sí.

¿Qué año era más o menos?
Y, yo cuando caí por El Moderno tendría 25 años, sería 1966.

¿Qué escribías en esa época?
Lo que yo llamaba “Textos caoístas”. Había argumento a veces, pero sin principio ni fin, era como el medio del argumento, y después frases, reflexiones, eso.

Sería raro.
Era rarísimo, llamó mucho la atención, había gente que me quería publicar, yo no quería publicar porque estaba chiflado, tenía un rollo que no viene a cuento. Rollo con los sindicatos.

¿Cómo con los sindicatos?
Ah, no me hagás explicar esto. Escribí una novela en aquella época que se llama Sindicalia, la fuente de la eterna anti-juventud. Ahora me han ofrecido publicarla, voy a decir que sí. Pero la simple publicación de esa novela va a estar en contradicción con lo que dice: que no hay que publicar.

¿Por qué pensabas que no había que publicar?
Porque estaba loco: pensaba “solamente voy a publicar en un lugar donde haya libertad gremial”.

¿Y cómo llegaste a publicar?
Bueno, se me pasó esa locura, claro. La novela la pienso dejar tal cual, no voy a tergiversar su esencia, pero tengo que hacer un prólogo explicativo. Los veinte libros que publiqué no fueron porque seguí pensando eso. Hay una frase en esta novela que es increíble: “El que escribió este libro, ya ha muerto”, y es la pura verdad, estaba muy cerca del suicidio yo también.

¿Cómo te salvaste?
¿Querés que te diga la verdad? El cielo me ayudó. Entiendo que el cielo y la tierra, como te diría un chino, porque los chinos no mencionan solamente el cielo, también mencionan la tierra, el ying y el yang. El cielo y la tierra me protegieron. Sí, porque sin ayuda celestial y material, para un tipo en mi situación la única salida era el suicidio, así que precisás mucha ayuda terrenal y celestial. Yo soy creyente, como vos sabrás.

Lo esotérico está muy presente en tus libros.
Soy pagano, heterodoxo digamos, no tengo una religión en particular. Sí, soy pagano.

No querés hablar de política, me lo dijiste y no te pido que me cuentes de tu anticomunismo.
Pero cuando supe que le habías mandado esa carta al presidente Johnson pidiendo incorporarte al ejército de los Estados Unidos, pensé: mirá si le decían que sí.
No, más bien decí qué sentí yo cuando me decían que no me iban a mandar a Vietnam.

Alivio.
No. Horror: y ahora qué hago, porque entonces sí el suicidio estaba más cerca que nunca y no me quería matar. Yo siempre fui muy miedoso. Pensaba que yendo a Vietnam volvía adentro de una saca verde con una bandera plegada encima o se me iba el miedo. Yo no soy adivino, tesoro, entre mis muchas dotes no se cuenta ésa, pero sí creo que me hubieran matado. Y hay algo mucho peor, los ateos bolcheviques tenían unas bombas muy bonitas.

Bien que ganaron.
Tenían algo llamado “La Betty saltarina”, que era un caza bobo que saltaba hasta esta altura y te cortaba los brazos, te dejaba ciego, cositas así. Después había latitas de Coca-Cola enterradas en el piso llenas de perdigones o de piedritas y con pólvora y un fulminante, entonces quedabas castrado.

Mucho.
Afortunados fueron los que murieron. Ah, y un dato que conoce poca gente: todo el mundo sabe que murieron 58 mil chicos en Vietnam, 58 mil soldados norteamericanos, pero poca gente sabe que de los chicos que volvieron se suicidaron 50 mil. Así que tenemos 108 mil bajas.

Me alegra que Lyndon Johnson no te haya dado pelota.
Qué querés que te diga negra, yo también estoy contento. Te aclaro que si tuviera que empezar de nuevo no le mandaría la carta a Johnson, haría lo que hice mucho después: meterme en un Doyo y aprender karate. No se te va el miedo pero sí tenés un poco más de confianza, control sobre tu cuerpo y te ayuda con la salud. Si hubiera seguido con el karate, dudo mucho que me hubiera agarrado esta mierda de neumonía.

También te tranquilizaría.
También te ayuda a nivel cabeza. El karate, ya sea japonés o chino, es algo más que un arte marcial, es un arte integral que hace que no seas tan agresivo, curiosamente. Lo primero que te dice tu maestro es: “Usted no tiene que andar peleando con gente, usted pelea fuera del Doyo, no sirve, fuera”. El karate chino es el Kung Fu.

Están buenísimas las películas de kung-fu.
Algunas cosas son fantasiosas.

Yo vi un documental de monjes y parecían magos.
Eso sí. Yo llegué a ver una foto de un karateka japonés, un viejito, la instantánea tomada en el momento justo de un golpe de canto, con su mano derecha le cortó la cabeza a un toro. Yo lo vi, doy fe.

Saben cosas que nosotros no.
Sí, claro.

Como ese monje que se prendió fuego en posición de loto.
Ah, sí, en Vietnam, en Saigón. Pero le dolía, le dolió.

Pero lo dominó.
Lo dominó, pero le dolía.

Se quemaron como 64.
No sé cuántos, pero te digo que era un gobierno muy malo el que había en Vietnam del Sur.

Que perseguía a los religiosos por cualquier boludez.
Ngo Dinh Diem, un dictador tremendo. No tengo nada contra los católicos pero sí contra los católicos fanáticos, todo el gabinete de ese gobierno era católico fanático y los budistas eran perseguidos en un país de mayoría budista. Es como si acá yo fuera dictador, me hago budista y persigo a los católicos, estoy loco, a la mayoría del país estás persiguiendo, sos un loco. Te quiero decir que tampoco se justifica que persigas a una minoría, ponele que fuera a una minoría, tampoco.

Vietnam era un manicomio.
Era un hombre muy malo y muy loco Diem. Y estaba casado con una mujer, la señora Nu, que era muy linda como suelen ser algunas vietnamitas, también católica fanática y era la que realmente mandaba, a punto tal que para dar el golpe, donde lo mataron a Diem, esperaron que ella se fuera de compras a París, te juro.

Esos personajes te fascinan.
Ah, sí, claro. El poder debe existir, pero qué hacer con el poder entonces, porque yo te digo que esto me toca a mí muy de cerca; has de saber que yo era anarquista, estaba en contra del Estado. Anarquista a muerte y de ahí pasé a respetar el poder, el Estado debe existir. O sea; dejé de ser anarquista. Muy bien: según Laiseca el Estado y el poder deben existir, ¿qué hacemos con él ahora?

Puede ser monstruoso.
Bueno, pero querida amiga, justamente escribí Los Sorias para hablar de todo esto.

Queda claro.
Y qué te parece, si hubiera seguido siendo anarquista Los Sorias no hubiera existido, hubiera escrito otra novela pero no Los Sorias . Yo era ácrata, sí, por eso mi odio a los sindicatos únicos.

Venía del anarquismo.
De mis épocas de anarquista. Pero mis amigos ácratas, que estaban menos locos que yo, decían “sí, Laiseca, pero tenés que publicar, no tiene sentido, así no vas a combatir a los sindicatos únicos”. Sindicatos únicos le llamábamos a los sindicatos monolíticos de una CGT única.

Bueno, algo de razón tenías.
Sí. De todas maneras, chiquita, vayamos a los bifes, mis amigos, los ácratas tenían razón, yo debía publicar. Ellos no estaban locos.

Eras nihilista.
No. Estaba loco. ¿Para qué querés que lo llamemos otra cosa?, ¿Querés que te diga que yo era horticultor? No, era loco.

¿Y cuando vivías en Escobar eras horticultor?
No. En esa época yo viajaba todos los días para ir al otro trabajo que tuve, fui corrector en el diario La Razón, en Barracas.

Viajarías cuatro horas...
Sí, un sacrificio enorme. Pero fue la única vez que tuve casa propia, una casa muy humilde pero era mágico, entraba a casa y decía voy a escribir. Y eso que estaba como para tirarme a la cama sin desvestir. Pero no, encendía la luz, cerraba la puerta con llave, miraba mis pajaritos y se me iba el cansancio. Me preparaba un tazón de agua hirviendo con un saquito de té bien fuerte, dejaba como un dedo sin llenar y le ponía ron Negrita, y meta escribir. Pero el cansancio no se me iba con esa bebida, se me iba de manera mágica al entrar.

Te encantaba.
Sí. Fui muy feliz y fui muy desdichado en esa casa, por supuesto fui muy feliz cuando tuve chicas que me quisieron y fui muy desdichado cuando me abandonaron.

Eso pasa en todas las casas.
Claro, pero yo estoy hablando de la única casa que tuve, acá también me han abandonado pero ésta es casa alquilada, se me ocurre ahora que es más grave que te abandonen en tu propia casa. Se me acaba de ocurrir, tenés la primicia para el diario.

¿Y por qué?
Sos todo vos la casa tuya. Que te dejen en tu casa es reventarte integralmente. Siempre es terrible que te abandonen, pero es más fácil que te abandonen en casa alquilada.

Nunca se me ocurrió.
Yo tampoco lo había pensado, por eso te digo que es primicia.

Te escuché decir que la literatura fue muy cara para vos.
¿Todo lo que te he contado te parece poco?

Bueno, pero decís que te salvó de la locura y la muerte.
Sí, pero tuve que pagar precios muy altos, no sabés lo duro que fue trabajar en la cosecha, trabajar de peón de limpieza. Abandonar todo lo que conocía, largarme a nadar sin saber nadar. Tan poco sabía yo de mis propios alcances, que en Mendoza, en la cosecha de la uva, en mi primer día de trabajo tenía un miedo espantoso, qué tal si me muero después de trabajar porque mi cuerpo no aguanta. No, no me pasó un carajo. Después terminó el trabajo, estaba muerto de sed, la única agua que había era la de la acequia y ¿si muero envenenado? Ah, pero la sed era demasiada. Bebí como un descosido y fijate vos que no me morí, no.

A veces decís que también te salvaron las mujeres. En tus textos tus personajes varones son muy crueles y a la vez...
Están totalmente sometidos a la mujer.

¿Cómo es eso?
Es una contradicción, pero es así. Yo sin las mujeres no hubiera sido ni la mitad de un hombre, tu gremio me hizo crecer, ser hombre. Me hizo ser escritor también, ser escritor en realidad se lo debo a las mujeres.

¿Por qué?
Señora, usted que es mujer me hace esa pregunta, me extraña.

Pero por qué te hicieron ser escritor te pregunto.
Bueno, porque me dediqué a la literatura y me hicieron crecer como ser humano, sí. No tengo deudas, fijate, por cobrar con ninguna mujer, ni siquiera con las que más me hicieron sufrir. ¿A qué no sabés por qué?

¿Porque las escribiste?
No, porque les estoy agradecido. Quiero decir: vos, no vos, alguna novia mía digo, me habrás hecho sufrir mucho cuando me abandonaste, de acuerdo, pero toda la felicidad que me diste cuando anduvimos juntos no se puede olvidar. ¿Sabés cómo se llama en mi país eso? Ser desagradecido. Y yo nunca voy a ser desagradecido. A mí nunca me vas a oír hablar mal de las mujeres, no, misógino no soy.

Escribiste tu “Trilogía misógina”.
Me lo saqué de encima, estaba con un ataque de misoginia. Yo sé que es malo eso y ése no soy yo. Los escribí, pero ya basta, la terminás papito.

Me alegro. Una pregunta más y terminamos.
Por favor, querida, que esto de la neumonía me dejó agotado.

¿Qué le aconsejarías a un escritor principiante, además de que venga a tu taller?
Que venga a mi taller, seguro. Stephen King, que muchos lo miran por arriba del hombro por envidia, supongo, porque gana infinito, es un gran maestro, pero te lo citaba porque él casi se muere en un accidente y mientras estaba convalesciente escribió un libro que se llama Mientras escribo , que es un escrito donde él habla de los problemas del escritor; Dice King: “No hay ninguna isla secreta llena de ideas”. Y también que el “único consejo que yo le puedo dar a los que quieran ser escritores es leer más y escribir más”, y me sorprendió porque son dos de los tres consejos que doy. Yo agrego: vivir más. Siempre he dicho esas tres cosas.

Fin

Gentileza Gabriela Cabezon Camara para Revista Ñ

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