30 de julio de 2010

Un novelista en el Museo del Prado

Hace alrededor de un año, me topé con un pequeño libro, que llamó mi atención. Y no era para menos, su edición anterior fue realizada hace 132 años. O sea, hablamos de una curiosidad editada primero como folletín en el diario "La Tribuna" por medio de 22 entregas consecutivas; y luego una segunda edición, ese mismo año 1877, en formato encuadernado. El libro del que hablo se titula "La huella del crimen" y cuenta en su haber una cucarda mas que preciada. Fue la primer novela policial argentina, como así también, la primera publicada en español. Si, menos de treinta años después de la muerte del creador de Agustín Dupin, el ciudadano argentino contaba ya con su novela policial propia. Lo llamativo, es que el escritor uso un seudónimo para firmar las ediciones del periódico como así también el libro; este fue: Raul Waleis.
Más llamativo aún, es conocer quién se encontraba detrás de ese anagrama: Luis V. Varela; hijo de Florencio Varela y Justa Cané. Esta última a su vez, era la tía de nada menos que Miguel Cané (autor de Juvenilia). Pero el linaje literario no termina allí. Muchos años después, Justa Varela Cané sobrina de Florencio Varela contrae matrimonio con Bernabé Lainez Cané; quién a su vez era el padre de Lucía Láinez Varela quién se casó con Manuel Mujica Farias; y tuvieron un hijo llamado Manuel Mujica Láinez.
O sea, que uno de los mejores escritores que dio la Argentina, es pariente muy cercano del escritor de la primera novela policial en nuestro país.
Este autor, publicó varios libros, pero entre ellos uno que llegó a mis manos hace relativamente poco, este es: Un novelista en el Museo del Prado.
Y sin mas que añadir, y luego de esta "genealógica" introducción, los dejo con el primer cuento de ese libro. Disfruten. Vale la pena cada oración.
Saludos

Los dos carros
Manuel Mujica Láinez

POR EL FONDO de la larga galería, viene un carro que dos tigres arrastran. Lo rodean sátiros, una bacante, un negro, un borracho desnudo, tambaleante caballero de un pollino. Atruenan los parches, tintinean las sonajas, el negro grita locamente, baila la mujer, rebuzna el asno, los tigres rugen. Baco recuesta sus carnes flojas, enormes, tan totalmente desnudas como las del ebrio Sileno, en el vehículo barroco cuyas ruedas giran con despacioso chirriar. Un fauno burlón sostiene al dios de la Viña y del Vino, pues sin su ayuda caería. Avanza el carro, y en torno, los personajes de las pinturas españolas que no dejaron aún sus enmarcados límites, lo contemplan inquietos, como desde balcones puestos a ambos lados de una calle. Aplauden unos, y otros, según su juicio, protestan. La algarabía crece y ha atraído a moradores de las distintas salas.
Las Tres Gracias de Rubens, que no se separan jamás, se contonean y exclaman a un tiempo:
-¡Es el Triunfo de Baco, de Cornelis de Vos!
Lo observan los menos conocedores de pintura flamenca, absortos al principio, porque la verdad es que, por holganza, por quedarse el dios dormitando o estrujando racimos deliciosos, su carruaje se aparta rara vez del cuadro que le corresponde. Ahora, parece que descansa en el depósito, fuera de exhibición, pero esta noche se arriesgó a salir, y provocó un escándalo. Hay quienes vociferan contra la insolencia invasora y el manifiesto despliegue de vicios; quienes opinan que el asunto no es para afligirse, y reclaman una comprensión más indulgente; y hay quienes, irónicos, aprueban el desenfado del barullo fiestero. El estrépito alcanza pronto a tal nivel, por el entrecruzarse de acusaciones y amenazas de una pared a la otra, que pasma la indiferencia con que el uniformado guardián atraviesa la bulla, sumido en sus pensamientos.
Gime una de las Inmaculadas de Bartolomé Esteban Murillo:
-i Dios mío! ¡ El Demonio anda suelto!
El carro sigue rodando, e invade con delirante música la galería. Se santiguan los santos y las santas; fruncen el ofendido ceño las reinas católicas. Los demás redoblan la tremolina. En medio, canta el dios Baco; jadea, resopla el placer del fácil vivir, y los panderos prolongan con las sonajuelas su tabernaria canción.
Pero ahora, por el contrario extremo de la misma avenida, aparece un segundo carro, cuya cumbre colosal roza casi los arcos y cristales de la galería pictórica. A diferencia del opuesto, éste no requiere presentaciones: lo conocen todos, ya que se trata de uno de los elementos preferidos de los visitantes, y su gloria contribuye extraordinariamente al prestigio del Museo del Prado. Es el Carro de Heno, el célebre Carro de Heno de Jheronimus Bosch. Ha surgido de súbito, bamboleándose, áureo y miste¬rioso. Tal vez algunos vecinos -los más prudentes, intranquilos por la presencia de Baco y los suyos, germen de disputas que amenazan degenerar en exé¬gesis mantenidas cuerpo a cuerpo- lo han apremiado, para que se mostrara y restableciera el orden con su autoridad.
¡Ay, qué desilusión! Entre esos pacifistas cunde de inmediato el rumor de que en el carro y su contorno faltan los aliados fundamentales con los cuales contaban para contrarrestar la invasión de mala gente. Faltan los arrepentidos. Saben que el Carro de Heno es una alegoría de la marcha de los pecadores hacia las llamas diabólicas, aguijados por el ansia de los bienes mundanos que la parva de heno simboliza. Y saben algo complementario y valioso, en cambio no sabe Jheronimus Bosch. Han advertido que los encargados por el maestro de encarnar el tríptico su dramática enseñanza moral -el vagabundo inconsciente, el monje glotón y lascivo charlatán, el seductor, las gitanas, el mago, los luchan por lograr unas tristes briznas secas, y muchos más, muchos más-, cuantos no cesan cotidianamente, desde el siglo xv, de sentir muy próximas las calderas del Infierno, han optado por arrepentirse. Eso es lo que ignora el Bosco. Ignora que a que todos los días representan su obligado papel en beneficio de los entusiastas de la magnífica obra ellos, los disolutos, han sido los primeros en aprender la lección, y en deplorar contritos el pésimo ejemplo que difundían. Explícase, entonces, que cautos y bienpensantes del Museo hayan recurrido a su socorro, en la grave coyuntura que esta noche pone en peligro su paz.
¡Y los arrepentidos les fallaron! ¿Dónde están en momentos en que se los necesita, el fraile gordo, el sacamuelas, el de la erótica cornamusa, la que descifra las líneas de la mano, el brujo sombrerudo, el errático demente, los ávidos de unas pajuela ¿Dónde se han metido los neófitos, los ayer catecúmenos y hoy catequistas? Seguramente, como suelen, deambularán por la planta baja y repetirán prédica, en el inútil afán de convertir a los idólatras a Diadumenos, a Cástor y Pólux, al Fauno del Cabrito, a la Venus del delfín, a ese conjunto de exhibicionistas indecentes que debieran arrojar del Museo con las pelanduscas de Tiziano, Veronés y demas bribones.
Entre tanto, el Carro de Heno continúa moviéndose, balanceándose. Diríase que un elefante, plácido y amarillento, ha entrado insólitamente en la sucesión de salas que nacen en la rotonda, y como la que se le enfrenta es la yunta de tigres que rugen sin parar, los guardianes, de poder dar testimonio de la rara escena, debieran admitir que una fabulosa alucinación los ha trasladado de la pinacoteca de Madrid a una selva de la India, y a una cacería con elefante, tigres, cornac e ingleses. Pero ni los guardianes se hallan en condiciones de apreciar el exotismo del episodio; ni hay ingleses allí, fuera de unos de Van Dyck que perciben el encuentro con flemática elegancia; ni es aquella la India, ni hay alrededor más bosques que los pincelados por los paisajistas. Cornac sí, parecería haber. En lo alto del Carro de Heno, como sus únicos y mecidos gobernantes, distinguen los curiosos, cuando lo permite el vaivén, a cuatro figuras: una joven pareja, un ángel de alas rosadas y un como diablejo azul que toca el clarinete. Nadie más ha quedado, de la multitud que cercaba y escoltaba las ruedas, aparte, por supuesto, de los que, mitad hombres y mitad monstruos, reducen su función a la de mudas bestias de tiro.
Erraron quienes supusieron que el gran elefante era conducido por un cornac, participante del grupo de arriba. Luego que fijaron mejor su atención, verificaron que en la altura están como ensimismados, como ausentes de lo que afuera pasa y conmueve al Museo. Reza, fervoroso, el ángel; el enamorado tañe el laúd; su amada le muestra una página musical; y el diablillo toca el clarinete, que resulta el desmesurado y afilado alongamiento de su nariz azul; los demás que en la parva los acompañaban, han desaparecido, y rondarán por ahí, predicando. El alboroto que los circunda cobra más vigor, por contraste con su indiferencia. Paco ríe, y sus carcajadas hacen vibrar los vidrios del techo. Ellos no se inmutan. No les importa que los coléricos blandan los puños, o que la bacante, echada como sobre muelles cojines sobre el cuerpo rollizo y blanduzco de Baco, inicie una actividad acerca de la cual abundan los documentos. Enajenados, los del heno prescinden de cuanto sucede más allá de su abstracción y lejanía.
Los tigres prosiguen arrastrando el Carro de Baco, y los monstruos cumplen igual labor con el Carro de Heno, hasta que por fin se afrontan, y será menester que uno de los dos se resigne a apartarse, para que el antagonista conserve su camino. Menos de un metro distancia los tigres de las bestias quiméricas. Se olfatean ambas parcialidades, con gruñidos sordos. Los secuaces del dios de la Viña (en ese instante ocupado por tareas que implican mucho rítmico meneo) azuzan a los felinos, incitándolos a que apronten las zarpas y adopten una posición heráldicamente rampante. Obedecen los mamíferos colmilludos, pues no desean otra cosa.
De repente, en el coronamiento del carro del Bosco, se acentúan los colores correspondientes a las cuatro figuras, cual si invisibles manos hubiesen quitado una campana de turbio cristal que las aislaba. Es más rosa el tono de las alas angelicales; son más blancos la ropa, el tocado y las calzas del mozo; el despliegue de las vestiduras de la niña es más castaño; y el diablucho se torna, todo él, alas, rostro, diadema, cola e instrumento, más opalina¬mente azul. Abarcan los cuatro a un tiempo la escena que en la galería se desenvuelve. Comprueban la furia de los tigres, la rijosidad dionisíaca, la burla de los sátiros, el desorden que exalta a los adheren¬tes a la facción del hijo beodo de Júpiter. Sienten, en el oscilar de la cima, respirando el polvillo de los rastrojos, su propio desamparo. Los pobres seres híbridos uncidos a su transporte, vuelven hacia ellos las miradas temerosas, suplicantes; también los dis¬cretos que en el Museo del Prado aguardan su ayuda. Los cuatro ven un estrecho círculo de ojos multicolores, ojos de mofa y ojos de ruego, que hacia ellos se encienden y parpadean. Se han incorporado los tigres, listos a abalanzarse. Baco separa la ninfa salaz, hundida en su mole, y ríe con cada arruga, con cada frunce, cada bolsa, cada revolucionaria tripa; ríe con la plenitud de su voluminosa y desnudísima desnudez.
Imprevistamente, el ángel esboza, sin batuta, los ademanes característicos de un director de orquesta, y rompe a cantar. Luego reasume la postura que le adjudicó el Bosco: de rodillas, unidas las manos, mira al cielo. Su voz es pequeña, pero muy aguda, con inflexiones de voz de pájaro. La enamorada se suma a su gorjeo; palpitan las cuerdas del laúd, y el alegre clarinete clarinetea. Pese a la barahúnda de los de abajo, el delicado brillo del concierto se alza, atraviesa los oleajes estentóreos, como un es¬quife que domina una tormenta y flota, airoso, en su cúspide. El ángel canta el bienaventurado milagro de la vida, regalo de Dios; los amantes le aportan la pujanza del amor humano; y el diablo insufla, con las notas de su instrumento, una sabia energía feliz.
Rehúsanse al principio los opositores a acatar esa irrupción, cuyas fuerzas sutiles barruntan de inmediato. Para contrarrestarla, intensifican grose¬ramente la batahola. Pero los recién venidos no cejan. Cantan, gorjean, trinan, con infinita dureza, el ángel y la muchacha; el laúd ha cobrado alma y arrulla al clarinete nasal que les responde con suaves suspiros. La conjunción de voces y sonidos se impone, palmo a palmo, en el estrafalario duelo. Los primeros en rendirse son los tigres, como a me¬nudo acontece con los que más peligrosos pretenden ser. Cierran las fauces, se recuestan, ronronean como grandes gatos y hasta casi sonríen. Los sátiros, la bacante y el negro, enderezan a Sileno en el borrico, y remedan las actitudes más o menos correctas que conocen. Estiran los faunos las orejas triangulares, para escuchar mejor; el negro dilata la boca, por medio de la cual quizás escucha; y la ninfa esconde la pandereta. Sólo Baco porfía en su desgaire volup¬tuoso, y se arrellana en el respaldo de su coche.

Han callado, como petardos que se apagasen con¬secutivamente, los polémicos ruidos de la galería. Sobre las postreras huellas cacofónicas, irritadas, crece el himno al Amor, que se levanta, a modo de musical columna, de la eminencia del Carro de Heno. -¡Amor!, ¡amor! -canta el ángel.
-¡Amor!, ¡amor! -la niña canta.
-¡Amor!, ¡amor! -rasguea el laúd.
-¡Amor!, ¡amor! -ataca el clarinete.
Y aunque los amores que pregonan son distintos, sus armonías se enlazan y forman un cuarteto im¬pecable, puesto que lo que describen es el amor del Amor o, mejor dicho, los amores del Amor.
-¡Amor!, ¡amor!, ¡amor!, ¡amor!
A la postre, el displicente Baco sucumbe también al llamado tierno. Se demuda, reflexiona, encoge los hombros con neutral resignación, y se yergue en el carro. Imitando los gestos y pucheros de un niño pesaroso, se despoja de la guirnalda de pámpanos, y con ellos se improvisa un taparrabo y tapanalgas, harto exiguo. Cruza las manos gordezuelas sobre el pecho, y sus cortesanos lo copian. Lentamente, el Carro de Heno vira; rota, con áspero chirriar, obe¬deciendo a una leve orden del ángel, y emprende el regreso rumbo a las salas de la pintura flamenca, seguro de su victoria apacible; seguro asimismo de que el Carro de Baco le va en zaga.
Y así es; el uno del otro en pos, atraviesan la atestada galería, ahora unánimemente respetuosa. El vagabundo, el charlatán, el monje glotón, el seductor, el mago, las gitanas y el resto de los misioneros, han vuelto de su apostólica gira. De hinojos, elevadas y descubiertas las palmas inocentes, contem-plan el piadoso desfile: a la cabeza, el Carro de Heno, cuyas imaginarias y mansas bestias corean con las eficacias del canto llano las excelsas modulaciones del ángel, y las bellas coplas que osan intercalar los amantes y el diablo, sin olvidar la colaboración alter¬nada de clarinete y laúd; detrás, el Carro de Baco, imagen de la modestia reverente, por la apostura del buen dios, y por el comportamiento de su austera comitiva. Anéxanse los misioneros, con sus « ¡ hosannas! », a la procesión que se aleja entre aplausos. Y los dos carros se esfuman.
Es muy improbable que el llamado Triunfo de Baco vuelva a asomar por el primer piso del Museo. Muy improbable. A la inversa, el Carro de Heno (¿Carro de Bomberos?) está permanentemente pron¬to, con su dotación, para acudir y apagar incendios del espíritu, no bien lo soliciten.

Fin

1 comentario:

Gabriel Quintana dijo...

Hasta la fecha la arquitectura egipcia fue muy esencial en la historia de la arquitectura, gracias por la info.