Escrito entre 1922 y 1925, La novela policial, del alemán Siegfried Kracauer, descubre en un género devaluado por el campo cultural de la época razones para filosofar. Pablo De Santis traza, a partir de esta novedad editorial, un apasionante análisis de la lógica del relato policial de ayer y hoy.
Una de las más famosas anécdotas de la filosofía lo muestra a Tales de Mileto caminando por los campos y tan atento a las estrellas que se cae en un pozo. Entonces oye la risa de una joven esclava. "¿De qué te ríes?", pregunta el filósofo. Y la muchacha le responde: "Pretendes saber lo que hay en el cielo, pero no ves lo que hay en la tierra".
Esta anécdota, que se ha predicado no sólo de Tales sino de otros filósofos de la Antigüedad, revela una imagen que conocemos muy bien: la del sabio un poco excéntrico y distraído. Imagen que bien corresponde al detective, con su eterno divorcio entre intelecto y vida práctica. Auguste Dupin, el detective de Edgar Allan Poe, es un aristócrata en bancarrota que hubiera terminado en la calle de no ser por su amigo, el narrador de sus historias, que lo hospeda en su casa. Legrand, el descifrador de El escarabajo de oro, también de Poe, es otro aristócrata que lo ha perdido todo, y vive en una choza.
¿Qué haría Sherlock Holmes sin el abnegado Watson, que le resuelve los inconvenientes de la vida cotidiana? Al buen Columbo se lo ve siempre desaliñado, incapaz de mandar su impermeable a la tintorería y su viejo coche al mecánico. Su vida práctica descansa en la invisible señora Columbo. Atentos sólo a las constelaciones del crimen, los detectives caen sin cesar en los pozos de la vida cotidiana. Si la caída es fuerte, también en el pozo se han de ver las estrellas.
Elogio de la convención
Siegfried Kracauer escribió su libro La novela policial entre 1922 y 1925. El tema para su época resultaba algo insólito (a pesar de que su maestro, el sociólogo Georg Simmel, también se dedicó a pensar en objetos de la vida cotidiana, alejados hasta el momento de todo interés filosófico). Su corpus es el de la novela-problema, ya que Dashiell Hammett, pionero del género negro, comenzaría a publicar un par de años después. Lee con atención a aquellos autores pródigos en artificios hoy un poco anticuados, como Maurice Leblanc, el olvidado noruego Sven Elvestad, Gastón Leroux o Emile Gaboriau, mientras El candor del padre Brown de Chesterton o El maestro del juicio final de Leo Perutz, raras obras de imperecedero encanto, lo dejan un poco desconcertado. ¿Dónde queda la metáfora del detective como sacerdote, si en Chesterton el detective es efectivamente un sacerdote?
A Kracauer no lo apasionan las fugas de la convención, sino la convención misma. Es en las constantes del género donde encuentra motivos para filosofar, sobre todo en la construcción de un mundo destinado a mostrar el funcionamiento de la razón. La novela policial demuestra que sólo en un ambiente completamente dominado por el artificio puede triunfar la razón, porque en la vida real (acaso ésta es la moraleja secreta de su libro) la razón está destinada a fracasar.
Aunque las novelas de detectives hablen de la importancia de la razón y de lo importuno de los sentimientos, el policial no deja de ser un género romántico.
Muerte y conversación
Para Kracauer, el género aparece con el detective. Otras genealogías lo retrotraen a Edipo rey o al mismo Caín, pero eso es porque se identifica al género policial con el asesinato. El género no nace con el crimen, sino con la desaparición del crimen, es decir, el borramiento del crimen como hecho moral y aun humano, para que quede sólo como problema intelectual, como desafío gnoseológico. Mientras el asesino trata de hacer desaparecer sus huellas, el escritor de novelas policiales trata de borrar al crimen en cuanto tal. El cuerpo muerto es un cuerpo geométrico y tiene un teorema por sudario.
Desde luego, esto molesta a la buena conciencia, y por eso las novelas una y otra vez tratan de hacer desaparecer este matiz intelectual. Así, en muchos policiales de hoy proliferan asuntos que indignan en la vida real (la violencia contra las mujeres, el racismo, la xenofobia). Muy a menudo se aprovecha algo que excita la curiosidad morbosa del lector, como la violencia sexual, pero dando al libro un tono de denuncia, que libera al lector de toda culpa, como quien mira la sangrienta escena de un accidente de autos mientras se convence de que así medita sobre educación vial.
La característica del relato policial no es el crimen: es la conversación. No nace con una muerte violenta: nace con dos hombres que conversan sobre una muerte violenta. Poe retoma el aire de paciencia infinita de los diálogos platónicos. También Sherlock Holmes, en lugar de decirle a Watson la verdad, le da una serie de instrucciones para llegar a ella. ¿Hace falta decir que ese manual de instrucciones es infinito y que el discípulo nunca se recibe de detective? Al fin y al cabo, si los dos se entregan a la pura intelección: ¿quién se ocupará de arreglar los asuntos domésticos? "Watson, golpean a la puerta". "Holmes, golpean a la puerta". Ninguno abriría.
Fragmentos
En un ajado ejemplar de El lagrimal trifulca (revista editada en Rosario por Francisco y Elvio Gandolfo a comienzos de los años setenta) encuentro un artículo de Bertolt Brecht sobre la novela policial. Siempre había oído que a Brecht le gustaba el policial duro norteamericano, pero aquí hay una enfática defensa de la novela-problema y sobre todo de su condición de mecanismo. Pero lo más interesante es que Brecht señala cómo en las novelas policiales los personajes aparecen fragmentados, iluminados por una luz intermitente, no como una totalidad.
Este principio constructivo del personaje obedece por supuesto a una estrategia narrativa: si supiéramos todo de todos los personajes, sabríamos cuál es el asesino. Pero a la vez este rasgo de la novela termina convirtiéndose en una teoría sobre las relaciones humanas. Las novelas susurran en nuestros oídos: no conocemos realmente a nadie, vemos a todos de un modo intermitente, hasta los más cercanos pueden guardar un secreto que escapa a nuestra conciencia.
Muchos relatos llevaron esta duda, que se pregunta por los otros, al mismo yo. Así a menudo es el mismo detective el que emprende una investigación que cree ajena y termina cumpliendo con el mandato oracular del "Conócete a ti mismo". Así ocurre con el detective de El angel caído, de William Hjorstberg. Encargado de buscar en Nueva Orleáns a un legendario músico de jazz, Harry Angel termina haciendo una indagación sobre su propia identidad. También los héroes de Paul Auster en las novelas de la Trilogía de Nueva York se descubren a sí mismos en los vericuetos de su investigación.
Erik Lönnrot, detective inventado por Borges en el cuento La muerte y la brújula, se da cuenta recién al final de que él no es, como creía, el observador impersonal de procesos lógicos, sino alguien que pertenece también al mundo de la pasión. Para Kracauer, la figura del detective está en espejo con la del sacerdote. (Ajeno a la física y judío, toma de la física atómica y del catolicismo sus metáforas). El detective, como el cura, es célibe y debe poner en contacto una esfera superior con una inferior. Pero su gran hallazgo es cuando descubre el lugar esencial del policial, el centro político y poético de la trama: el hall del hotel, donde los destinos se cruzan. En su capítulo "El vestíbulo del hotel", Kracauer compara ese espacio con la iglesia. Allí la sociedad se reúne y el sacerdote-detective actúa para poner en escena la ceremonia de la razón.
Desde luego, hay otros halls de hotel posibles, y tanto Agatha Christie como P.D. James saben como amueblarlos: hospitales, trasatlánticos, islas desiertas. Una vez más, lo que es una convención práctica (qué mejor lugar para reunir a personajes que apenas se conocen que un hotel) se convierte en metáfora de la vida.
Columbo es una rara cruza entre el detective de la novela inglesa y el héroe moral de la novela dura norteamericana. Para él la inteligencia no es un don, lo dado, sino algo que laboriosamente se construye. Su insistencia con los sospechosos ("Si me permite, tengo una última pregunta") es una puesta en escena de su visión del trabajo detectivesco donde ocupa un lugar esencial el empeño.
En uno de sus casos, a Columbo le toca investigar una muerte que involucra a los miembros de un "club de genios" en el que sólo son aceptados los que tienen un altísimo coeficiente intelectual. Para el principal sospechoso, presidente del club, Columbo no es un rival de cuidado. El detective admite que la diferencia intelectual entre ellos es muy marcada. Sin embargo, le dice, no está dispuesto a darse por vencido. Cuando comenzó su carrera como detective se dio cuenta de que en el departamento de policía había gente mucho más inteligente que él. Comprendió que sólo con un extraordinario esfuerzo podría estar a la altura de sus compañeros. Por eso se acostumbró a pedir más de sí mismo. Y por eso finalmente logra atrapar al culpable, aunque sea el presidente del Club de los Genios.
Pero esa insistencia de Columbo no pertenece sólo al mundo moral, sino al gnoseológico. Cuanto más se prueba, más posibilidad hay de encontrar la respuesta correcta. El hacerse el tonto es el arma más sofisticada de la inteligencia. "Si el tonto persistiera en su necedad, se volvería sabio", escribió el visionario William Blake.
Cuartos cerrados
La parte de la filosofía más afín al relato policial es la lógica. La lógica estudia las reglas del pensamiento, y el detective, por intensa que sea su intuición, sabe que debe actuar por reglas. En los libros elegidos por Kracauer, importa más el cómo que el quién. En un plano de psicología funcional, cualquiera puede cometer el crimen; lo que importa es cómo pudo ser posible lo imposible.
Los relatos policiales de esa época tienen dos formas esenciales, cuyo encanto sigue intacto. La primera es el crimen del cuarto cerrado, como El doble crimen de la calle Morgue, de Edgar Allan Poe, o El misterio del cuarto amarillo, de Gastón Leroux.
El problema lógico que plantea es cómo, dentro de la información dada, que parece cubrir todo el espectro de lo real, queda un hueco que permite hallar una realidad distinta. El cuarto cerrado plantea la pregunta: cómo conocer más allá de la apariencia.
La otra es el crimen en serie. Hay una serie de asesinatos de personas no vinculadas entre sí, pero alguna señal permite ligar estos asesinatos en una precisa constelación.
Así ocurre en El crimen de la guía de ferrocarril, de Agatha Christie, en La muerte y la brújula, de Borges, en Crímenes imperceptibles, de Guillermo Martínez. La pregunta ya no es cómo es posible lo imposible, sino qué sentido tiene: cómo descifrar el mensaje hecho de muerte.
La novela de Martínez es además una reflexión sobre la serie, en ese caso la serie matemática. En su novela (y también en su ensayo Borges y la matemática) aparece una impugnación a la teoría que leemos en el final del cuento de Borges, de que dados tres elementos de una serie, se puede predecir el cuarto. Lo que observa Martínez es que dados tres elementos, no hay una única respuesta para el cuarto. El filósofo Ludwig Wittgenstein hubiera estado de acuerdo con él: alguna vez propuso la serie 2, 4, 8, 93, sugiriendo así que cualquier elemento puede ocupar el cuarto lugar, porque siempre puede inventarse una regla que lo justifique.
Wittgenstein era muy aficionado a las novelas policiales. Sin embargo, con excepción de Chesterton y de Agatha Christie, no le gustaban los relatos de enigma. Se hacía enviar por correo la revista norteamericana Smiths & Street's Detective Stories Magazine, cuyos protagonistas eran detectives duros, más afines a las trompadas que a los delicados razonamientos. Su autor favorito era el hoy olvidado Norbert Davis (1909-1949) autor de Rendez vous with fear. Los héroes de Wittgenstein eran los hombres de pura acción, que no salían del mundo de la apariencia a través del desciframiento, sino de la irrupción y la violencia. La apariencia no es un código para descifrar, sino un telón que hay que desgarrar.
Amnesia
El detective clásico vive el enigma como un modo de huir de sí mismo. Cuando el enigma se demora, aparece el tedio. Son famosas las escenas de la casa de Baker Street, con Holmes fumando la pipa y Watson leyendo el periódico. A través de las características de esta espera, Kracauer opone la figura del detective a la del aventurero. El aventurero es el héroe que sale en busca de la aventura, mientras el detective la espera. El aventurero se levanta con el alba y salta del lecho apenas abre los ojos.
Los detectives no. Sherlock Holmes se levanta muy tarde, Hércules Poirot pasa horas acicalándose antes de presentarse en sociedad. Tienen, en el fondo, temperamento de artista: la oscilación entre la actividad frenética y el derrumbe. El aventurero es la memoria viva de todas sus peripecias. Encuentra su identidad en el largo camino que lo ha llevado hasta allí. Su personalidad ha sido modelada por los acontecimientos. El detective, en cambio, es puro olvido.
Los acontecimientos no lo modifican: él es siempre el mismo, hasta el punto que puede olvidar sus viejos casos. "La concentración mental intensa tiene una curiosa manera de borrar lo ya pasado", le dice Holmes a Watson. "Cada uno de mis casos desplaza al anterior". En esto el lector acompaña al detective en su capacidad de olvido.
Las novelas de aventuras, que siguen el tipo del "camino del héroe", con una meta, colaboradores y obstáculos, son fáciles de recordar. Pero de las novelas policiales recordamos poco y nada, salvo al detective.
Para Platón, conocer es recordar; para Kierkegaard, conocer es repetir. Para Holmes, y para todos los lectores aficionados al género, conocer es olvidar.
Kracauer Básico
Francfort, 1889-Nueva York, 1966.
Filósofo
Fue uno de los teóricos más influyentes del movimiento que generó la Escuela de Fráncfort. Filósofo, sociólogo y teórico del cine, se dedicó al estudio de los fenómenos marginales de la cultura, generando una novedosa concepción del campo cultural del siglo XX. Entre sus obras se destacan De Caligari a Hitler, Jacques Offenbach o el secreto del Segundo Imperio y El ornamento de la masa. La novela policial constituye uno de los primeros ensayos sobre un género literario menospreciado por la intelectualidad de la época.
Pablo De Santis para Revista Ñ
Hace 13 horas.
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