31 de enero de 2011

La componedora de matrimonios / Ray Bradbury


La componedora de matrimonios
Ray Bradbury

A la luz del sol, la cabecera era como una fuente, y se alzaba en penachos de luz clara. Había allí figuras de leones y gárgolas y machos cabríos barbudos. Era algo pavoroso, aun a medianoche, cuando Antonio se sentaba en la cama, y se desataba los cordones de los zapatos, y extendiendo la manaza callosa tocaba el arpa brillante. Luego, se arrojaba en esa fabulosa máquina de sueños, y allí, acostado, respiraba pesadamente sintiendo que se le cerraban los ojos.
-Todas las noches –dijo la voz de su mujer- dormimos en la boca de una calíope.
La queja lo sacudió. Se quedó tendido largo rato antes de atreverse a acariciar con las endurecidas puntas de los dedos el metal frío de la cabecera laberíntica, las cuerdas de esa lira que había cantado tantos cánticos ardientes y hermosos, a lo largo de los años.
-No es una calíope –dijo.
-Grita como una calíope. Millones y millones de personas, en todo el mundo, duermen en camas, esta noche. ¿Por qué no nosotros, les pregunto a los santos?
-Es una cama -dijo Antonio con dulzura, tañendo detrás de su cabeza, en el arpa de bronce, un pequeño arpegio. Para él, el arpegio era Santa Lucía.
-Esta cama tiene jibas como si debajo hubiese un rebaño de camellos.
-Vamos, mamá –dijo Antonio. Cuando estaba enojada la llamaba mamá, aunque no tenían hijos-. Nunca fuiste así –prosiguió- hasta hace seis meses cuando esa mujer de abajo, la señora Brancozzi, compró una cama nueva.
-La cama de la señora Brancozzi –dijo María melancólicamente-. Es como la nieve. Lisa y blanca y suave.
-¡No quiero ninguna maldita nieve, lisa, blanca y suave! –gritó Antonio, colérico-. Estos elásticos... tócalos. Me conocen. Saben que a esta hora de la noche yo me acuesto así, a las dos de la mañana, ¡así! Y a las tres así, y a las cuatro así. Somos como volatineros, hace años que trabajamos juntos y conocemos todas las caídas, y todos los puntos de apoyo.
María suspiró.
-A veces –dijo- sueño que estamos en la máquina de hacer melcocha de la dulcería de Bartole.
-Esta cama –anunció Antonio a la oscuridad- ¡sirvió a nuestra familia desde antes de Garibaldi! De este solo manantial nacieron distritos enteros de honrados electores, un escuadrón de sanos y honrados militares, dos confiteros, un barbero, cuatro segundos tenores para Il Trovatore y Rigoletto, ¡y dos genios tan complejos que nunca supieron qué hacer con sus vidas! Sin olvidar a todas las mujeres hermosas que decoraron salones de baile. ¡Un cuerno de la abundancia, esta cama! Una verdadera cosechadora.
-Hace dos años que estamos casados –dijo María dominándose, con una voz temblorosa-. ¿Dónde están nuestros segundos tenores para Rigoletto, nuestros genios, nuestros decorados para los salones de baile?
-Paciencia, mamá.
-¡No me llames mamá! Esta cama está demasiado ocupada en halagarte a ti durante toda la noche, y nunca hizo nada por mí. ¡Ni siquiera una hija!
Antonio se incorporó.
-Has permitido que las mujeres de la casa te echaran a perder hablando de dólares ahorrados, dólares semanales. ¿Tiene hijos la señora Brancozzi? ¿Ella y su cama nueva? Han pasado ya cinco meses.
-¡No! ¡Pero los tendrá pronto! La señora Brancozzi dice... ¡Y la cama nueva es tan hermosa!
Antonio se echó en la cama y tironeó de las cobijas. La cama aulló como las Furias que cruzan el cielo nocturno y se pierden en la aurora.

La luna cambió el dibujo de la ventana en el piso. Antonio despertó. María no estaba en la cama.
Se levantó y espió por la puerta entreabierta del cuarto de baño. María, de pie frente al espejo, se miraba el rostro fatigado.
-No me siento bien –dijo.
-Discutimos. –Antonio extendió la mano para acariciarla. –Perdóname. Lo pensaremos. Lo de la cama, quiero decir. Veremos qué pasa con el dinero. Y si mañana no estás bien, vé a ver al doctor, ¿eh? Ahora, vuelve a la cama.

Al día siguiente, a mediodía, Antonio dejó el aserradero y fue a mirar el escaparate de las camas nuevas; las cobijas apartadas invitaban a dormir.
-Soy una bestia –murmuró entre dientes.
Consultó el reloj. A esa hora, María iría a ver al médico. Había estado como leche fría esa mañana, y él le había dicho que viera al médico. Caminó hasta la dulcería y observó la máquina de hacer melcocha que plegaba, enroscaba, estiraba. ¿Gritará la melcocha?, se preguntó. Tal vez, pero tan alto que no podemos oírla. Se echó a reír. Luego, en la melcocha estirada, vio a María. Frunciendo el ceño, dio media vuelta y caminó hasta la casa de los muebles. No. Sí. No. ¡Sí! Apretó la nariz contra el vidrio helado. Cama, pensó, tú, que estás ahí, cama nueva, ¿me conoces? ¿Serás buena, de noche, con mi espalda?
Sacó lentamente la billetera y espió el dinero. Suspiró, contempló largo rato la lisa cabecera de mármol, el enemigo desconocido, la cama nueva. Luego, hundiendo los hombros, entró en la mueblería, con el dinero en la mano.

-¡María!
Subió de dos en dos los escalones, corriendo. Eran las nueve de la noche, y había dejado el trabajo extra en el aserradero. Sonrió, y se precipitó por la puerta abierta.
No había nadie en la casa.
-Ah –dijo decepcionado.
Puso el recibo de la cama nueva sobre el escritorio para que María lo viera al entrar. Cuando él trabajaba hasta más tarde, María visitaba a las vecinas de la planta baja.
Iré a buscarla, pensó, y se detuvo. No. Quiero decírselo a solas. Esperaré. Se sentó en la cama.
-Vieja cama –dijo-, adiós. Perdóname.
Acarició nerviosamente los leones de bronce y se paseó por el cuarto. Ven, María. Imaginó la sonrisa de María.
Escuchó esperando oír los pasos rápidos en la escalera. Alguien subía despacio, tranquilamente. No es mi María, pensó, tan lenta, no, no es ella.
El picaporte giró.
-¡María!
-¡Volviste temprano! –María sonreía, feliz. ¿Habría adivinado? ¿Lo llevaré escrito en la cara?, pensó Antonio. –Estuve abajo –dijo María-, ¡diciéndoselo a todos!
-¿Diciéndoselo a todos?
-¡El doctor! ¡Fui a ver al doctor!
-¿Al doctor? –Antonio estaba desconcertado. -¿Y?
-Y, papá, y...
-Quieres decir... ¿Papá?
-¡Papá, papá, papá, papá!
-Oh –dijo Antonio tiernamente-, por eso subías con tanto cuidado.
La abrazó, aunque no demasiado fuerte, y le besó las mejillas, y cerró los ojos y sollozó. Luego tuvo que ir a despertar a algunos vecinos y contarles, sacudirlos, y contarles otra vez. Un vinito inevitable, un vals cuidadoso, un abrazo, un estremecimiento, besos en la frente, en los párpados, en la nariz, en los labios, en las sienes, las orejas, el pelo, la barbilla... y luego... era ya medianoche.
-Un milagro –suspiró Antonio.
Estaban otra vez solos en el cuarto. La gente que había estado allí un minuto antes, riéndose, hablando, había templado el aire. Pero ahora estaban de nuevo solos.
Cuando apagó la luz, Antonio vio el recibo sobre el escritorio. Azorado, trató de decidir de qué manera sutil y deliciosa sorprendería a María con esa otra noticia.
María estaba sentada en el borde de la cama en la oscuridad, hipnotizada de asombro. Movía las manos como si su cuerpo fuese una muñeca extraña, de partes separadas; y ahora había que armarla otra vez, pieza por pieza. Se movía muy lentamente como si viviese bajo un mar tibio, a medianoche. Al fin, tratando de no quebrarse, se apoyó en la almohada.
-María, tengo algo que decirte.
-¿Sí? –preguntó María con voz apagada.
-Ahora que estás como estás. –Le estrechó la mano. –Mereces las comodidades, el descanso, la belleza de una cama nueva.
María no lloró de felicidad ni lo miró ni lo abrazó. Guardó un silencio pensativo.
Antonio se sintió obligado a continuar.
-Esta cama no es más que un órgano, una calíope.
-Es una cama –dijo María.
-Debajo de la cama hay un rebaño de camellos.
-No –dijo María en voz baja-. De aquí nacieron distritos enteros de honrados electores, capitanes suficientes para tres ejércitos, dos bailarinas, un abogado famoso, un policía altísimo y siete cantantes: bajos, tenores y sopranos.
A la media luz del cuarto, Antonio miró el recibo sobre el escritorio. Tocó el colchón gastado. Los elásticos se movieron suavemente preparándose para reconocer cada miembro, cada músculo fatigado, cada hueso dolorido. Antonio suspiró.
-Nunca discuto contigo, pequeña.
-Mamá –dijo María.
-Mamá –repitió Antonio.
Y luego, cuando Antonio cerró los ojos y se subió las cobijas hasta el pecho, y se tendió en la oscuridad al pie de la fuente, ante un jurado de feroces leones metálicos y machos cabríos ambarinos y gárgolas sonrientes, escuchó. Y oyó. Al principio era algo remoto, incierto, pero que fue aclarándose poco a poco.
Dulcemente, con el brazo por encima de la cabeza, las puntas de los dedos de María empezaron a tocar una pequeña danza en las brillantes cuerdas del arpa, en los barrotes centelleantes de la vieja cama. La música era... sí, por supuesto: Santa Lucía. Los labios de Antonio se movieron en un suave murmullo. ¡Santa Lucía! ¡Santa Lucía!
Era una música muy hermosa.

Fin

25 de enero de 2011

José Hernández y "Martín Fierro"

Excelente capítulo de la 3era.temporada de "Filosofía Aquí y Ahora"
José Pablo Feinmann y su clase acerca del Martin Fierro y la filosofía.
Disfrutenlo! Saludos

Parte 1


Parte 2


Parte 3

20 de enero de 2011

"Cobro mil libras por gramo de libro" / Ken Follet

El reconocido escritor de best-sellers, habla de la repercusión de su último libro "La caida de los gigantes"
Saludos!

Otra vez nos propina más de mil páginas. ¿No tiene piedad del lector o es que escribe al peso?
Me pagan por gramo. Mil libras por gramo de libro.

¿Ha tenido alguna financiación de los editores de la guía telefónica?
Desgraciadamente, no.

¿Y tampoco le duele la muñeca?
Hasta el momento no. Toco madera. [Toca la mesa].

Hay seis páginas solo de enumeración de personajes. He contado 122. No puede pretender que nos enteremos de algo.
Por supuesto que sí. Es fácil. No necesitará la lista. La lista es para quienes leen con muy poca atención, y a la semana se preguntan: ¿Quién coño es este?

Retiraron la edición catalana porque tenía dos capítulos menos. ¿En Cataluña todo es más concentrado?
No creo que sea así. Fue un error horrendo. Yo también los he cometido.

Es galés, como Catherine Zeta-Jones, Tom Jones o Lawrence de Arabia. ¿A cuál de los tres se parece más?
Supongo que tengo algunas cosas en común con Tom Jones, como la música.

Dado su éxito, ¿cree que el auténtico príncipe de Gales es usted?
No [ríe], no me creo un príncipe. Mi abuelo fue minero. Así que yo no puedo ser un príncipe.

¿Se lleva el ego de viaje?
No me lo llevo, porque es demasiado grande [carcajada].

"No soy un escritor profundo, ni una persona profunda". ¿Solo pretende forrarse?
No. Quiero contar grandes historias. Siempre pienso en qué gustará al lector.

¿Cuál es su Santo Grial?
Me gustaría ser el escritor más popular del mundo. Probablemente sea el número cinco.

Escribió su primer libro para pagar una deuda en un taller mecánico. ¿Aspira ahora a comprarse el taller entero?
Ya lo compré hace mucho tiempo.

¿Tener cien millones de lectores no es como estar bajo el ojo de Gran Hermano?
En absoluto. Quiero agradar a todas esas personas. No me siento oprimido. Me encanta el éxito.

Sus padres eran unos talibanes del puritanismo. ¿Qué parte de la infancia le falta?
Nunca fui al cine. El sábado por la mañana había películas para niños, y todos mis amigos iban. A mí jamás me dejaron.

¿Y echa de menos a Peter Pan?
No sé. Cuento las historias utilizando palabras. Y quizás no fuera un buen escritor de guiones. Mi temprana educación a la hora de contar historias tenía más que ver con los libros que con el cine.

Para su cameo televisivo en Los pilares de la tierra le pusieron flequillo y rulos. ¿Por qué volvió a este peinado, mucho más soso?
¿Lo cree así? Debe de tener un gusto muy a la antigua, porque a todos nos pusieron un peinado medieval.

Sus novelas rebosan sexo. ¿Es muy lujurioso de puertas adentro?
No, soy muy lujurioso de puertas para afuera, porque vivo en un país frío.

¿Ha tenido alguna vez tentación de construir una catedral?
En cierto modo una de mis novelas se asemeja un poco a una catedral. Pero no podría hacer ni una maqueta. Soy muy malo en trabajos manuales.

¿A qué le compromete tener una estatua en Vitoria, como la Virgen Blanca?
Bueno, yo probablemente sea la única estatua del entorno de la catedral que no sea virgen.

A los 12 años quería ser James Bond. ¿Entrenó dándose al tabaco, los martinis y las mujeres?
Con 12 años, lo único que podía tener eran cigarrillos.

¿Y ahora qué es lo que más le queda de esas tres cosas?
Dejé de fumar hace años.

O sea, los martinis.
He tenido unas relaciones muy felices con una pequeña cantidad de mujeres. Pero sí, muchos más dry martinis.

No le gusta Borges. ¿Cómo se atreve?
¿Borges? Ah, ¿el escritor? Estoy intentando recordar un título de Borges y no puedo, y eso siempre es una mala señal.

Ahora amenaza con escribir sobre la Guerra Civil española. Imagino que no bajará de 3.000 páginas.
Probablemente será un capítulo del siguiente libro.

¿Qué personaje literario le hubiera gustado ser?
Me hubiera gustado ser James Bond. Pero mucho me temo que siempre seré demasiado bajo y no lo suficientemente duro. Soy más bien débil

Gentileza El Pais.com

15 de enero de 2011

El auxiliar de la parroquia / Charles Dickens


El auxiliar de la parroquia
Charles Dickens

Había una vez, en una diminuta ciudad de provincias bastante alejada de Londres, un hombrecito llamado Nathaniel Pipkin, que trabajaba en la parroquia de la pequeña población y vivía en una pequeña casa de la Calle High, a escasos diez minutos a pie de la pequeña iglesia; y a quien se podía encontrar todos los días, de nueve a cuatro, impartiendo algunas enseñanzas a los niños del lugar. Nathaniel Pipkin era un ser ingenuo, inofensivo y de carácter bondadoso, de nariz respingona, un poco zambo, bizco y algo cojo; dividía su tiempo entre la iglesia y la escuela, convencido de que, sobre la faz de la tierra, no había ningún hombre tan inteligente como el pastor, ninguna estancia tan grandiosa como la sacristía, ninguna escuela tan organizada como la suya. Una vez, una sola vez en su vida, había visto a un obispo... a un verdadero obispo, con mangas de batista y peluca. Lo había visto pasear y lo había oído hablar en una confirmación, y, en aquella ocasión tan memorable, Nathaniel Pipkin se había sentido tan abrumado por la devoción y por el miedo que, cuando el obispo que acabamos de mencionar puso la mano sobre su cabeza, él cayó desvanecido y fue sacado de la iglesia en brazos del pertiguero.

Aquello había sido un gran acontecimiento, un momento fundamental en la vida de Nathaniel Pipkin, y el único que había alterado el suave discurrir de su tranquila existencia, hasta que una hermosa tarde en que estaba completamente entregado a sus pensamientos, levantó por casualidad los ojos de la pizarra -donde ideaba un espantoso problema lleno de sumas para un pilluelo desobediente- y éstos se posaron, inesperadamente, en el radiante rostro de María Lobbs, la única hija del viejo Lobbs, el poderoso guarnicionero que vivía enfrente. Lo cierto es que los ojos del señor Pipkin se habían posado antes, y con mucha frecuencia, en el bonito semblante de María Lobbs, en la iglesia y en otros lugares; pero los ojos de María Lobbs nunca le habían parecido tan brillantes, ni las mejillas de María Lobbs tan sonrosadas como en aquella ocasión. No es de extrañar, pues, que Nathaniel Pipkin fuera incapaz de apartar su mirada del rostro de la señorita Lobbs; no es de extrañar que la señorita Lobbs, al ver los ojos del joven clavados en ella, retirara su cabeza de la ventana donde estaba asomada, la cerrara y bajase la persiana; no es de extrañar que, inmediatamente después, Nathaniel Pipkin se abalanzara sobre el pequeño granuja que antes le había molestado y le diera algún coscorrón y alguna bofetada para desahogarse. Todo eso fue muy natural, y no hay nada en ello digno de asombro.

De lo que sí hay que asombrarse, sin embargo, es de que alguien tan tímido y nervioso como el señor Nathaniel Pipkin, y con unos ingresos tan insignificantes como él, tuviera la osadía de aspirar, desde ese día, a la mano y al corazón de la única hija del irascible viejo Lobbs... del viejo Lobbs, el poderoso guarnicionero, que podía haber comprado toda la ciudad de un plumazo sin que su fortuna se resintiera... del viejo Lobbs, que tenía muchísimo dinero invertido en el banco de la población con mercado más cercana... que, según decían, poseía incontables e inagotables tesoros escondidos en la pequeña caja fuerte con el ojo de la cerradura enorme, sobre la repisa de la chimenea, en la sala de la parte trasera... y que, como todos sabían, los días de fiesta adornaba su mesa con una auténtica tetera de plata, una jarrita para la crema y un azucarero, que, según alardeaba con el corazón henchido de orgullo, serían propiedad de su hija cuando encontrara a un hombre digno de ella. Y comento todo esto porque es realmente asombroso y extraño que Nathaniel Pipkin hubiera tenido la temeridad de mirar en aquella dirección. Pero el amor es ciego, y Nathaniel era bizco; y es posible que la suma de esas dos circunstancias le impidiese ver las cosas como son.

Ahora bien, si el viejo Lobbs hubiera tenido la más remota o vaga idea del estado emocional de Nathaniel Pipkin, habría arrasado la escuela, o borrado a su maestro de la faz de la tierra, o cometido algún otro desmán o atrocidad de características igualmente feroces y violentas; pues el viejo Lobbs era un tipo terrible cuando herían su orgullo o se enojaba. Y, ¡podría jurarlo!, algunas veces soltaba tantos improperios por la boca, cuando denunciaba la holgazanería del delgado aprendiz de piernas esqueléticas, que Nathaniel Pipkin temblaba de miedo y a sus alumnos se les erizaban los cabellos del susto.

Día tras día, cuando se acababan las clases y los alumnos se habían ido, Nathaniel Pipkin se sentaba en la ventana que daba a la fachada y, mientras fingía leer un libro, miraba de reojo al otro lado de la calle en busca de los brillantes ojos de María Lobbs; y no transcurrieron muchos días antes de que esos brillantes ojos apareciesen en una de las ventanas del piso de arriba, aparentemente enfrascados también en la lectura. Era algo maravilloso que llenaba de alegría el corazón de Nathaniel Pipkin. Era una felicidad estar sentados allí durante horas, los dos juntos, y mirar aquel hermoso rostro cuando bajaba los ojos; pero cuando María Lobbs empezaba a levantar los ojos del libro y a lanzar sus rayos en dirección a Nathaniel Pipkin, su gozo y su admiración no conocían límite. Finalmente, un día en que sabía que el viejo Lobbs se hallaba ausente, Nathaniel Pipkin tuvo el atrevimiento de enviar un beso con la mano a María Lobbs; y María Lobbs, en lugar de cerrar la ventana, ¡se lo devolvió y le sonrió! A raíz de esto, Nathaniel Pipkin decidió que, pasara lo que pasara, comunicaría sin más demora sus sentimientos a la joven.

Jamás un pie más lindo, ni un corazón más feliz, ni unos hoyuelos más encantadores, ni una figura más hermosa, pisó con tanta gracia como María Lobbs, la hija del viejo guarnicionero, la tierra que embellecía con su presencia. Había un centelleo malicioso en sus brillantes ojos que habría conquistado corazones mucho menos enamoradizos que el de Nathaniel Pipkin; y su risa era tan alegre que hasta el peor misántropo habría sonreído al oírla. Ni siquiera el viejo Lobbs, en el paroxismo de su furia, podía resistirse a las carantoñas de su preciosa hija; y cuando ella y su prima Kate -una personita traviesa, descarada y cautivadora- querían conseguir algo del anciano, lo que, para ser sinceros, ocurría a menudo, no había nada que éste fuera capaz de negarles, incluso cuando le pedían una parte de los incontables e inagotables tesoros escondidos en la caja fuerte.

El corazón de Nathaniel Pipkin pareció brincarle dentro del pecho cuando, una tarde de verano, divisó a aquella atractiva pareja unos cientos de yardas por delante de él, en el mismo prado donde tantas veces había paseado hasta el anochecer, recordando la belleza de María Lobbs. Pero, a pesar de que, en esas ocasiones, había pensado frecuentemente con cuánta rapidez se acercaría a María Lobbs para declararle su pasión si la encontraba, ahora que inesperadamente la tenía delante, toda la sangre de su cuerpo afluyó a su rostro, en claro detrimento de sus piernas que, privadas de su dosis habitual, empezaron a temblar bajo su torso. Cuando las jóvenes se paraban a coger una flor del seto, o a escuchar un pájaro, Nathaniel Pipkin hacía también un alto, y fingía estar absorto en sus meditaciones, lo que sin duda era cierto; pues pensaba qué demonios iba a hacer cuando se dieran la vuelta, como ocurriría inevitablemente, y se encontraran frente a frente. Pero, a pesar de que temía acercarse a ellas, no podía soportar perderlas de vista; de modo que, cuando las dos jóvenes andaban más deprisa, él andaba más deprisa y, cuando se detenían, él se detenía; y habrían seguido así hasta que la noche se lo impidiera, si Kate no hubiera mirado maliciosamente hacia atrás y hubiese animado a avanzar a Nathaniel. Había algo irresistible en los modales de Kate, así que Nathaniel Pipkin accedió a su deseo; y después de mucho ruborizarse, mientras la pequeña y traviesa prima se desternillaba de risa, Nathaniel Pipkin se arrodilló en la hierba mojada y declaró su determinación de quedarse allí para siempre, a menos que le permitieran ponerse en pie como novio formal de María Lobbs. Al oír esto, la alegre risa de la señorita Lobbs resonó a través del aire sereno de la noche... aunque no pareció perturbarlo; su sonido era tan encantador... Y la pequeña y traviesa prima se rió más fuerte que antes, y Nathaniel Pipkin enrojeció como nunca lo había hecho. Finalmente, María Lobbs, ante la insistencia de su rendido admirador, volvió la cabeza y susurró a su prima que dijera -o, en cualquier caso, fue ésta quien lo dijo- que se sentía muy honrada con las palabras del señor Pipkin; que su mano y su corazón estaban a disposición de su padre; y que nadie podía ser insensible a los méritos del señor Pipkin. Como Kate declaró todo esto con enorme seriedad, y Nathaniel Pipkin acompañó a casa a María Lobbs, e incluso intentó despedirse de ella con un beso, el joven se fue feliz a la cama, y pasó la noche soñando con ablandar al viejo Lobbs, abrir la caja fuerte y casarse con María.

Al día siguiente, Nathaniel Pipkin vio cómo el viejo Lobbs se alejaba en su viejo pony gris y, después de que la pequeña y traviesa prima le hiciera innumerables señas desde la ventana, cuya finalidad y significado fue incapaz de comprender, el delgado aprendiz de piernas esqueléticas fue a decirle que su amo no regresaría en toda la noche y que las damas lo esperaban para tomar el té exactamente a las seis en punto.

Cómo transcurrieron las clases aquel día es algo de lo que ni Nathaniel Pipkin ni sus alumnos saben más que usted; pero lo cierto es que, de un modo u otro, éstas llegaron a su fin y, cuando los niños se marcharon, Nathaniel Pipkin se tomó hasta las seis en punto para vestirse a su gusto. No es que tardase mucho tiempo en elegir el atuendo que iba a llevar, ya que no había dónde escoger; pero, conseguir que éste luciera al máximo y darle los últimos toques era una tarea no exenta de dificultades ni de importancia.

Lo esperaba un pequeño grupo, formado por María Lobbs, su prima Kate y tres o cuatro muchachas, juguetonas y afables, de mejillas sonrosadas. Nathaniel Pipkin comprobó personalmente que los rumores que corrían sobre los tesoros del viejo Lobbs no eran exagerados. Había sobre la mesa una auténtica tetera de plata, una jarrita para la crema y un azucarero, y auténticas cucharitas de plata para remover el té, y auténticas tazas de porcelana para beberlo, y platos a juego para los pasteles y las tostadas. Lo único que le disgustaba era la presencia de otro primo de María Lobbs, un hermano de Kate, a quien María llamaba Henry, y que parecía acaparar la compañía de María Lobbs en uno de los extremos de la mesa. Resulta encantador que las familias se quieran, siempre que no lleven ese sentimiento demasiado lejos, y Nathaniel Pipkin no pudo sino pensar que María Lobbs debía de estar especialmente encariñada con sus parientes, si prestaba a los demás la misma atención que a aquel primo. Después de tomar el té, cuando la pequeña y traviesa prima propuso jugar a la gallina ciega, por un motivo u otro, Nathaniel Pipkin estuvo casi todo el tiempo con los ojos vendados; y siempre que cogía al primo sabía con seguridad que María Lobbs andaba cerca. Y, a pesar de que la pequeña y traviesa prima y las otras muchachas le pellizcaban, le tiraban del pelo, empujaban las sillas para que tropezara, y toda clase de cosas, María Lobbs jamás se acercó a él; y en una ocasión... en una ocasión... Nathaniel Pipkin habría jurado oír el sonido de un beso, seguido de una débil protesta de María Lobbs, y de unas risitas de sus amigas. Todo esto era extraño... muy extraño... y es difícil saber lo que Nathaniel Pipkin habría hecho si sus pensamientos no hubieran tomado bruscamente otra dirección.

Y las circunstancias que cambiaron el rumbo de sus pensamientos fueron unos fuertes aldabonazos en la puerta de entrada; y quien así llamaba era el viejo Lobbs, que había regresado inesperadamente y golpeaba la puerta con la misma insistencia que un fabricante de ataúdes, pues reclamaba su cena. En cuanto el delgado aprendiz de piernas esqueléticas les comunicó la alarmante noticia, las muchachas subieron corriendo al dormitorio de María Lobbs, y el primo y Nathaniel Pipkin fueron empujados dentro de dos armarios de la sala, a falta de otro escondite mejor; y, cuando María Lobbs y su pequeña y traviesa prima hubieron ocultado a los jóvenes y ordenado la estancia, abrieron al viejo Lobbs, que no había dejado de aporrear la puerta desde su llegada.

Lo que, desgraciadamente, sucedió entonces es que el viejo Lobbs, que estaba muerto de hambre, llegó con un humor espantoso. Nathaniel Pipkin podía oírlo gruñir como un viejo mastín con dolor de garganta; y, siempre que el infortunado aprendiz de piernas esqueléticas entraba en el cuarto, tenía la certeza de que el viejo Lobbs empezaría a maldecirlo del modo más sarracénico y feroz, aunque, al parecer, sin otra finalidad u objetivo que desahogar su furia con aquellos superfluos exabruptos. Finalmente le sirvieron la cena, que hubieron de calentar, y el viejo Lobbs se abalanzó sobre la comida; después de comérselo todo con rapidez, besó a su hija y le pidió su pipa.

La naturaleza había colocado las rodillas de Nathaniel Pipkin en una posición muy cercana, pero, cuando oyó que el viejo Lobbs pedía su pipa, éstas se juntaron con fuerza como si pretendieran reducirse mutuamente a polvo; pues, colgando de un par de ganchos, en el mismo armario donde se escondía, había una enorme pipa, de boquilla marrón y cazoleta de plata, que él mismo había contemplado en la boca del viejo Lobbs con regularidad, todas las tardes y todas las noches, durante los últimos cinco años. Las dos jóvenes buscaron la pipa en el piso de abajo, en el piso de arriba, y en todas partes excepto donde sabían que estaba, y el viejo Lobbs, mientras tanto, despotricaba del modo más increíble. Finalmente, recordó el armario y se dirigió a él. No sirvió de nada que un hombre diminuto como Nathaniel Pipkin tirara de la puerta hacia dentro mientras un tipo grande y fuerte como el viejo Lobbs tiraba hacia fuera. El viejo Lobbs abrió el armario de golpe, poniendo al descubierto a Nathaniel Pipkin que, muy erguido dentro del armario, temblaba atemorizado de la cabeza a los pies. ¡Santo Dios! Qué mirada tan terrible le lanzó el viejo Lobbs, mientras lo sacaba por el cuello y lo sujetaba a cierta distancia.

-Pero ¿qué demonios se le ha perdido aquí? -exclamó el viejo Lobbs, con voz estentórea.

Nathaniel Pipkin fue incapaz de contestar, de modo que el viejo Lobbs lo zarandeó hacia delante y hacia atrás durante dos o tres minutos, a fin de ayudarlo a aclarar sus ideas.

-¿Que qué se le ha perdido aquí? -bramó Lobbs-; supongo que ha venido detrás de mi hija, ¿no es así?

El viejo Lobbs lo dijo únicamente para burlarse de él; pues no creía que el atrevimiento de Nathaniel Pipkin pudiera llegar tan lejos. Cuán grande fue su indignación cuando el pobre hombre respondió:

-Sí, señor Lobbs, he venido detrás de su hija. Estoy enamorado de ella, señor Lobbs.

-¿Usted? ¡Un rufián apocado, enclenque y mal encarado! -dijo con voz entrecortada el viejo Lobbs, paralizado por la terrible confesión-. ¿Qué significan sus palabras? ¡Dígamelo en la cara! ¡Maldita sea, lo estrangularé!

Es muy probable que el viejo Lobbs hubiera ejecutado su amenaza, empujado por la ira, de no haberlo impedido una inesperada aparición: a saber, el primo de María que, abandonando su armario y corriendo hacia el viejo Lobbs, exclamó:

-No puedo permitir que esta persona inofensiva, que ha sido invitada aquí para el regocijo de unas niñas, asuma, de un modo tan generoso, la responsabilidad de una falta (si es que puede llamarse así) de la que soy el único culpable; y estoy dispuesto a reconocerlo. Quiero a su hija, señor; y he venido con el propósito de verla.

El viejo Lobbs abrió mucho los ojos al oír sus palabras, aunque no más que Nathaniel Pipkin.

-¿Ha venido usted? -dijo Lobbs, recuperando finalmente el habla.

-Sí, he venido.

-Hace mucho tiempo que le prohibí entrar en esta casa.

-Es cierto; de otro modo no habría venido a escondidas esta noche.

Lamento contar esto del viejo Lobbs, pero creo que habría pegado al primo si su hermosa hija, con los brillantes ojos anegados en lágrimas, no le hubiera agarrado el brazo.

-No lo detengas, María -exclamó el joven-; si quiere pegarme, déjalo. Yo no tocaría ni uno de sus cabellos grises por todo el oro del mundo.

El anciano bajó la mirada tras ese reproche, y sus ojos se encontraron con los de su hija. He insinuado ya en una o dos ocasiones que los tenía muy brillantes, y, aunque ahora estaban llenos de lágrimas, su influjo no era menor. Cuando el viejo Lobbs volvió la cabeza, para evitar que esos ojos lo convencieran, se topó con el rostro de la pequeña y traviesa prima que, medio asustada por su hermano y medio riéndose de Nathaniel Pipkin, mostraba la expresión más encantadora, y no exenta de malicia, que un hombre viejo o joven puede contemplar. Cogió zalamera el brazo del anciano y le susurró algo al oído; y, a pesar de sus esfuerzos, el viejo Lobbs no pudo evitar sonreír, al tiempo que una lágrima rodaba por sus mejillas. Cinco minutos más tarde, sus amigas bajaban del dormitorio entre remilgos y risitas sofocadas; y, mientras los jóvenes se divertían, el viejo Lobbs descolgó la pipa y se puso a fumar; y se dio la extraordinaria circunstancia de que aquella pipa de tabaco fue la más deliciosa y relajante que había fumado jamás.

Nathaniel Pipkin creyó preferible guardar silencio y, al hacerlo, consiguió ganarse poco a poco la estima del viejo Lobbs, que con el tiempo le enseñó a fumar; y, durante muchos años, los dos se sentaban en el jardín al atardecer, cuando el tiempo era bueno, y fumaban y bebían muy animados. No tardó en recuperarse de su desengaño, pues su nombre figura en el registro de la parroquia como testigo de la boda de María Lobbs y su primo; y, según consta en otros documentos, parece que la noche de la ceremonia la pasó entre rejas, por haber cometido toda clase de excesos en las calles en un estado de absoluta embriaguez, ayudado e instigado por el delgado aprendiz de piernas esqueléticas.

Fin

10 de enero de 2011

El increible viaje de Julio Verne

Un excelente documental de uno de mis escritores favoritos. El creador de la ciencia ficción! Disfrutenlo! Saludos

Parte 1/4


Parte 2/4


Parte 3/4


Parte 4/4

6 de enero de 2011

Un artista / Manuel Mujica Lainez


Un artista
Manuel Mujica Lainez

En la "Hostería de la Manzana de Adán" tenían sus cuarteles unos cuantos literatos y desocupados que solían ir a filosofar frente a su bien abastecida chimenea. Era un viejo mesón cuyas paredes morunas, blanqueadas con cal, brillaban a la luz de la luna.
Allí, entre el humo de las pipas y el chocar de los vasos, los bohemios hacían derroche de espíritu y buen humor. Una vez, por mera curiosidad, visité dicho establecimiento.
El interior constaba de una sala en la que cabrían hasta veinte mesas. A la luz vaga de los candelabros, advertíanse apenas los rostros de los jubilosos escritores; pero sonoras carcajadas delataban su presencia. Recuerdo que llamó mi atención un hombre que, con aristocrático desdén, no parecía querer unirse a los demás.
La luz vacilante de un cirio le daba de lleno en el rostro, en el que ponía largas pinceladas de oro. Era alto y fino. Evocaba los lienzos borrosos de Holbein y de los maestros flamencos.
Los lacios cabellos y la barba rubia prestábanle cierto parecido con San Juan Evangelista. Pero lo que más me impresionó fueron sus ojos, maravillosamente puros y azules, llenos de dulzura. Estaba de pie, apoyado contra el dintel de una puerta, y fumaba lentamente en una larga pipa de porcelana alemana. Ignoro de qué modo trabé relación con él. Como por artes mágicas me vi sentado frente a él, ante una mesa en que brillaban dos gruesos vasos de cerveza.
Fijeme, entonces, en su raído traje y en la corbata romántica, anudada con despreocupación, y pensé: un poeta. Era un pintor. Así me lo dijo mientras que, en el desvencijado pianillo, una mujer de grandes ojos rasgados comenzó a tocar un nocturno de Chopin.
Apagáronse los profanos murmullos. Suavemente, con voz musical que parecía seguir el ritmo doloroso del Nocturno, mi pintor habló. Pertenecía a la escuela de los artistas que quieren revivir en sus telas el arte muerto de Bizancio. Con los ojos cerrados, acariciándose la barba, narró el fasto de las opulentas ciudades de Teodora.
Fue un verdadero friso, un bajorrelieve, el que puso ante mis ojos deslumbrados.
Y había en él patriarcas severos, emperadores indolentes y cortesanas suntuosas, envueltos todos en el fulgor extraño de las joyas. Los inmensos palacios de mármol y mosaicos se levantaban, piedra a piedra, en mi imaginación. Veía el brillo de las tierras y el de los pesados anillos en las manos imperiales. Athenais... Irene... Las cúpulas de las basílicas se erigían como metálicos yelmos sarracenos.
Hechizado, lo escuchaba yo. Este hombre era un artista. Un verdadero artista. Hablaba de su arte, de sus ideales, con religioso fervor, como puede un sacerdote hablar de su culto.
Luego, sin transición, fija la mirada en un punto inaccesible, el desconocido me contó su vida, azarosa y miserable. A pesar de su profundo conocimiento de la historia antigua y de sus notables estudios bizantinos, el triunfo no había coronado sus esfuerzos.
Ahora, indiferente, vivía su vida interior sin preocuparse de lo que lo rodeaba. Tenía una gran indulgencia para con todos y su única defensa contra las adversidades y el hastío era encogerse de hombros.
-Ahí tiene usted a esos pobres muchachos -me dijo, señalando un grupo de jóvenes melenudos-. No hay ni uno de ellos que valga y, sin embargo, véalos usted felices, alegres, llamándose "maestro" mutuamente... A veces, vienen y me leen sus versos.
En sus sienes las venas azules y bien marcadas se hinchaban. Yo miraba sus manos de marfil viejo que, exhaustas, descansaban sobre la mesa. Temblaron un poco sus labios finos y sonrió con amargura.
En ese instante, el San Juan Evangelista se borró por completo de mi mente. Me parecía mi interlocutor un soberano oriental, un sátrapa persa, despreocupado y lánguido, como esos cuyo perfil voluptuoso se esfuma suavemente en las viejas monedas de oro del Asia Menor.
Se levantó y me dio la mano. Partía. Díjome que se llamaba Diego Narbona y vivía allí cerca. Quedé solo en mi mesa. Allá lejos, la chimenea murmuraba su triste cantar.
El humo era tan espeso que parecía envolvernos una densa niebla. Del grupo de los jóvenes melenudos uno recitaba... Mon âme est une Infante en robe de parade. Yo pensaba en mi pintor. Veíalo revistiendo el manto imperial de Justiniano, y elevando, con las manos cargadas de anillos, una pesada diadema. Una mujer hermosísima, hincada ante él, aguardaba el instante solemne de la coronación. Y esa mujer era la Belleza.
Aux pieds de son fautiel allongés noblement, deux lévriers d'Ecosse aux yeux mélancoliques...
Alguien, con el pie, marcaba el fin de cada verso. Detrás del mostrador, la hostelera miraba con admiración a sus parroquianos. A veces sonreía, mostrando un diente negro.
Encima de una mesa descansaba un grueso Diccionario Enciclopédico, y un muchachito pecoso lo hojeaba lentamente, leyendo por lo bajo: "Asur... Asur... Asurbanipal..." Despertándome bruscamente de un sueño recién comenzado, la puerta de entrada se abrió de par en par, y una mujer joven y bonita entró, llorando desesperadamente.
Su brazo sangraba.
-¿Otra vez aquí? -gruñó la mesonera de malhumor.
El más joven de los poetas se acercó a ella.
-¿Te ha pegado de nuevo? -dijo.
-Sí... Porque dejé que se quemara la tortilla...
Yo me aproximé. Parecíame imposible que un hombre pudiera maltratar a una mujer tan frágil... ¡Ah! Si mi amigo el pintor estuviera aquí, ¡cómo sabría consolarla! ¡Con qué suaves inflexiones de voz calmaría...! Compasivo, me acerqué más aún.
Ideas vengativas cruzaron por mi cerebro al verla tan bella, tan débil.
-¿Cómo se llama su marido? -rugí.
Ella levantó hacía mí sus ojos claros y azules que me recordaban otros dos ojos claros y azules, llenos de dulzura y pureza:
-Diego Narbona -me dijo...

FIN

2 de enero de 2011

Las mil y una vidas de John Le Carré

A los 79 años, presenta una nueva novela y dice que se siente agradecido por todo lo que ha sido: amante ardiente, marido precoz, espía inexperto y aventurero.

A John Le Carré le encanta una buena trama. Cita al periodista una injusta mañana invernal en Berna, en el lujoso Bellevue Palace, uno de esos hoteles que retienen cierta grandeur incluso aunque, como es el caso, albergue una bullanguera convención de productores de gruyère. Podría pasar por el escenario de una de sus novelas y en efecto, lo es. En el clímax de Un traidor como los nuestros (Plaza y Janés), su nuevo y estupendo libro, un voluminoso mafioso ruso, dos temibles ex agentes del KGB y un espía británico venido a menos pelean en el vestíbulo del hotel. En una esquina, esta mañana, Le Carré (Dorset, Reino Unido, 1931), con blazer azul marino, lee en la columna de chismes del International Herald Tribune que en la adaptación de su novela El topo (1974) que se está preparando, Gary Oldman encarnará a su célebre creación, el agente George Smiley.

"En este mismo salón -recuerda el gran novelista británico de espionaje- se celebraba los sábados por la tarde un baile cuando llegué en 1949 a la soñolienta Berna, escapando de Inglaterra para estudiar alemán. Pagabas tres francos y podías escoger a una chica con la que bailar bajo la atenta mirada de su madre." David Cornwell no era por aquel entonces el John Le Carré de su seudónimo, ese autor que adoran millones de lectores de todo el mundo, ni tampoco había sido aún reclutado en Oxford por el MI6, servicio de inteligencia británico, con una discreta palmadita en la espalda.
Han pasado más de 60 años, pero el viejo espía, que abandonó el servicio a principios de los años sesenta, sigue embarcado en la misión de denunciar los problemas de nuestro tiempo desde el subsuelo del mundo del espionaje. En esta ocasión, el tema es el lavado internacional de dinero, el podrido Londres plutócrata y la impunidad en la que se mueven los oligarcas rusos.
Hay espías, por supuesto, que "trabajan para un país que no alcanza a pagar las facturas" y "en el que el Foreign Office no es más útil que un sueño húmedo" y también hay héroes inconfundiblemente Le Carré, como la pareja protagonista, Perry y Gail, dos tipos normales en una situación completamente anormal.
Esta ronda de entrevistas -asegura el escritor, que vive en Cornualles, el Finisterre británico- será la última. Si, como asegura uno de los personajes de Un traidor como los nuestros, "los diplomáticos mienten por el bien de su país y los políticos para salvar su pellejo", ¿habrá que creer a un autor que ha construido su enorme reputación a partir de tipos tan acostumbrados a vivir en la mentira que olvidan lo que es decir la verdad?
"Ya soy una persona mayor -explica Le Carré con la elegancia y la genuina amabilidad que adornan cada uno de sus gestos-. Bastante tengo con concentrarme en escribir. Y los requerimientos promocionales se han hecho enormes."

-¿Siente vértigo al asomarse a los 80 años?
-No especialmente, sólo agradecimiento por todas las vidas que viví.

-¿Tantas fueron?
-He sido huérfano, interno en el gulag de la enseñanza británica, cristiano fallido, desgraciado, virgen durante demasiado tiempo, marido precoz, espía inexperto que buscaba su identidad en la pertenencia a las instituciones del servicio secreto, amante desesperado con aventuras continuas y bastante idiotas. Supongo que maduré demasiado tarde.

-Esto podría ser un ensayo para su anhelada autobiografía.
-Siempre que la empiezo, acabo escribiendo una novela y eso está bien.

-Sabemos por su propia confesión que fue espía en su juventud y que su padre fue un estafador de alto vuelo... ¿Le quedan secretos por develar?
-No querría sonar pomposo, pero un escritor sólo tiene un enigma y es su propia vida. Mi padre era un criminal y crecí con ello. Y sí, estuve en el servicio secreto. Nunca revelaría nada de aquel tiempo, por eso supongo que no escribo mis memorias.

-De ahí que su némesis parezca Kim Philby, el doble agente británico al servicio de la URSS que los delató a usted y a decenas de sus compañeros...
-No estreché su mano en Moscú cuando pude, en 1989. No quería dignificarlo, como él pretendió tras el parapeto ideológico del comunismo. Cuando nos traicionó, él ya era consciente de lo que era capaz Stalin. Cuando fui a Alemania por primera vez a finales de la década del 40, aún olía a muerte. No entendía cómo habían sido capaces. Luego, ya de mayor, me di cuenta de que cada país tiene su barbarie. Y de que la barbarie no es un atributo sólo de los hombres poderosos. Es consecuencia de la mediocridad. Gente normal haciendo cosas horribles.

-De la lectura de su última novela se deduce que no cree que el dinero no huela, según la vieja expresión de los romanos.
-Apesta a tráfico de drogas, de armas, asesinatos a sueldo, a opresión y a enorme corrupción. Y creo que los bancos son en gran parte responsables del lavado internacional de dinero. Mucho más preocupante resulta el asunto en Rusia, donde no existe el dinero limpio.

-Resulta irónico hablar de este tema en la capital de la Confederación Helvética... ¿Exigir a un banquero suizo control sobre el lavado de dinero es como pretender que un relojero de este país pida explicaciones al tiempo?
-No es un asunto exclusivamente suizo. En el Reino Unido los bancos también compiten por lavar más blanco. Le contaré mi propia experiencia en lavado de dinero... Cuando Harold Wilson era primer ministro, yo pagaba el 86% de impuestos y si ganabas aún más que yo, podrías verte en la situación surrealista de tener que pagar más de lo que ingresabas. Así que una reputada firma contable me aconsejó que constituyese una empresa en Suiza de la que recibiría un sueldo. Me metí en ese mundo durante unos dos años, hasta que me atraparon. Desde entonces he sido puro y virginal. Nadie sabe ya cuándo el dinero es negro, blanco o gris. La realidad es que cuanto antes entre el dinero negro en el círculo del dinero legítimo, mejor para el sistema, aunque proceda de las más horrendas fuentes. La Rochefoucauld decía que la hipocresía es el peaje que el vicio le paga a la virtud. El propio sistema de los servicios secretos se basa en el dinero negro. Y si por esa razón en todos los países hay un cierto matrimonio entre el crimen y la inteligencia, en Rusia el matrimonio es completo. La Rusia de Putin es un Estado criminal.

-Lo afirma rotundamente...
-Lo es. Es una nación sin ninguna experiencia democrática. Desconfían de ella. Hay dos cosas que unen a los rusos: aman su país, siempre que pasan dos semanas fuera lo añoran terriblemente, y les aterroriza el caos. En nombre del patriotismo puedes conseguir mucho si eres un político. No digamos ya del miedo al caos. El truco para gobernar un gran país es convertirlo en víctima. Ya sea con ocasión de las Torres Gemelas o con la amenaza chechena. Inventamos los enemigos que necesitamos.

-Un cliché sobre su obra dice que con el fin de la Guerra Fría se agotó su tema literario. Da la sensación de todo lo contrario.
-Es que vino una era posimperial apasionante...

-Nada que se pudiese considerar, como en la desafortunada visión de Fukuyama, el fin de la historia.
-¡Claro que no! El propósito del capitalismo quedó desenmascarado. En una de las últimas apariciones, el bueno de George Smiley [su célebre personaje] decía: "Ya hemos vencido al comunismo; ahora nos toca lidiar con el capitalismo". Y en esas estamos.

-¿Contra la URSS vivía mejor?
-Al menos la mitad de los problemas eran de otros. El 11-S ha provocado dos cosas: el completo aislamiento de Estados Unidos y la demonización del islam. A diferencia de los europeos, los estadounidenses piensan que una guerra sirve para algo. Y francamente, no lo entiendo, porque esos tipos han perdido (o no han ganado) todas las guerras en las que se han metido. La Segunda Guerra Mundial la ganaron los soviéticos. No vencieron en Corea ni en Vietnam. De Irak se han ido con el trabajo sin terminar y no ganarán la de Afganistán.

-¿Cambiará algo Obama?
-Desearía que fuese capaz de cambiar algo. No sé cómo podrá contra los lobbies, el aparato mediático de la derecha y contra su propio partido, que es extremadamente incompetente y desleal. Está esposado. Y luego está el asunto religioso, nunca pensamos que en el siglo XXI estaría tan condenadamente presente.

-Desde luego, hay que pellizcarse para creerlo...
-Mi considerable antipatía hacia Tony Blair viene por ahí. Y eso que lo voté creyendo que era de izquierda, cuando resultó ser más de derecha que Gengis Khan.

-¿Cómo ve a los servicios secretos en esta nueva era?
-Me preocupa su politización. Están al servicio del poder, proporcionan información para sostener sus mentiras. Cuando yo me dedicaba a eso, nos considerábamos los buenos periodistas; conseguíamos verdades para arrojárselas al poder. La diferencia con los periodistas es que estábamos autorizados a emplear otros métodos, como hablar con traidores, ser desleales, pinchar teléfonos y toda esa basura.

-A todas luces, de eso trata su obra, de hacer cosas erróneas por las razones correctas y de los conflictos morales que eso acarrea.
-Exacto. Sobre el conflicto de lo que nos debemos a nosotros mismos y a la sociedad. Sobre lo que es en realidad el patriotismo.

-¿Tiende a dar crédito a las teorías de la conspiración?
-No. Mi limitada experiencia me dice que si usted y yo conspiramos, uno de los dos se lo contará a su novia, el otro se dejará un bolso en el subte y ambos olvidaremos sincronizar nuestros relojes.

Gentileza ADN Cultura